Está en la página 1de 2

El tiburón herbívoro

En alguna parte de un océano profundo, vivía una familia de tiburones toro. Papá
tiburón era gris; un color que brillaba sobre su lomo como un submarino. Y tenía
tantos dientes que siempre parecía feliz. Mamá tiburón también lucía una bella
sonrisa, pero su ceño fruncido y sus regaños constantes la hacían ver menos
amigable. Además, era más grande que papá, así que mamá tiburón solo tenía que
mover su aleta derecha para que todos en casa corriesen a obedecerla.

El hijo tiburón siempre se sentaba a la mesa preocupado, agitando sus aletas como
un colibrí para flotar cerca de su plato. Cuando se daba cuenta de que papá había
cocinado, respiraba aliviado con todas sus branquias, pues papá preparaba unas algas
con musgo de coral en salsa de anémona que le quedaban deliciosas. Y sobre todo,
papá lo dejaba ir a su cuarto sin terminar su comida cuando estaba muy lleno o muy
cansado.

Con mamá tiburón no era así: ella le hacía comer langostas, cangrejos, peces, a
veces más grandes que él, y hasta otros tiburones más pequeños. Lo obligaba a
comer todo y le repetía: “Un tiburón necesita proteínas para cazar, cazar para comer,
y comer para ser fuerte”. Cuando hijo tiburón preguntaba para qué debía ser fuerte,
mamá carraspeaba, torcía la boca con todos sus dientes y respondía: “Para cazar.
¿Para qué más?”.

No es que las cenas de mamá tiburón no fueran deliciosas también. Pero a su hijo
no le gustaba comer peces, cangrejos o langostas porque sus amigos de la escuela
acuática también eran peces, cangrejos, langostas y, por supuesto, tiburones de casi
todas las especies. No podía dejar de pensar en sus amigos cada vez que una tenaza
se asomaba entre las almejas que su madre servía.

Sus profesores le insistían en la naturaleza carnívora de los tiburones. Si no se


comía a los otros animales, moriría flaco, débil y tonto. La dieta también tendría algo
que ver con su inteligencia según sus maestros. Hasta la profesora pulpo que tenía
tan buenos corazones, tres para ser exactos, le indicó con ternura en donde se
escondían las mojarras para que practicara su cacería. Pero el pequeño tiburón no se
imaginaba haciendo algo peor que comerse a un pez: matarlo para después devorarlo
de un bocado. ¡Por Neptuno! ¡No!

Su preocupación creció tanto que decidió pedir consejo a su amiga Asteroidea,


una estrella de mar que vivía en un bosque de algas marinas donde papá tiburón
compraba los especímenes para sus cenas exquisitas. Asteroidea le aconsejo comer
algas y musgos durante la semana; animales, únicamente los sábados y los domingos.
En todo caso no era muy sano dejar la proteína animal, que daba la fuerza para cazar.
Y cazar era necesario para comer. Comer para ser fuerte, y ser fuerte para… Sí,
cazar. Ya lo sabía.

Su amiga Orca estuvo de acuerdo con Asteroidea y añadió que podía exponerse a
muchas enfermedades si no comía peces. Y de todas maneras, eso iba en contra de su
naturaleza y atentaba contra el equilibrio del mundo. Si todos los tiburones se
volviesen herbívoros, si todos siguieran esa estricta dieta, una invasión terminaría por
infestar el mar. Una turba de peces coloridos y diminutos acabaría por dominar los
océanos, y ese no era el plan que Poseidón tenía para los depredadores. Los
carnívoros habían sido creados para propósitos más elevados, decía Orca.

El último amigo que le quedaba era Tigre, un tiburón enorme que vivía en las
afueras de la ciudad de Coral. Hacía tiempo que no hablaba con él porque sus padres
lo habían retirado de la escuela por una enfermedad de la que nunca se supo mucho.
Tigre se alegró de verlo y lo invitó a pasar a la mesa. Los ojos del pequeño tiburón
toro se alegraron de ver la receta de su padre replicada en el comedor de su amigo, y
con mucha emoción le preguntó:

—¿Eres herbívoro?

—Sí. Desde hace veintidós años —contestó Tigre menando todo su cuerpo, desde
la cola hasta los dientes —. Y no lo habría logrado sin la ayuda de tu papá.

También podría gustarte