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Insensible

En realidad mi nombre no importa, solo quiero escribir un poco sobre la duda que tengo sobre
la existencia de los sentimientos - al menos los míos - y la búsqueda en la que persisto, desde
que, un día, no sé cuando, los perdí o nunca me los puse. Quiero compartir en este foro lo que
he vivido y quizá alguien pueda arrojarme algunas luces sobre el monstruo que soy y lo que tal
vez debería hacer. Varias cosas sucedieron y, aunque sigo sin contemplar seriamente alguna
superstición, las coincidencias son ineludibles.

El primer suceso fue algo sencillo, predecible incluso. Mi abuelo enfermó y regresé a mi ciudad
natal para verlo. Mamá creyó conveniente visitarlo ese fin de semana porque podía llegar a ser
el último. Mi abuelo tuvo un carácter fuerte pero muy familiar. Era el tipo rudo en su rutina con
mi abuela y el dulce abuelito con sus nietos y nueras. Siempre protegió a mis tíos drogadictos y
evitó que mi mamá, la única que trabajaba y aportaba dinero para los gastos del hogar, los
sacara de la casa. Las peleas entre mi mamá y sus hermanos se tornaron teatrales e incluso,
en una ocasión mi tío mayor comentó con total convencimiento que robar a quien tiene un poco
más de lo que necesita es hacer valer un derecho de los necesitados. Mi mamá no tenía ni un
céntimo más para malgastar. No podía creer como mi tío la robaba y se lo decía
descaradamente. Y ahí empecé a observar un pensamiento. Pero no uno temporal, no cómo un
transeúnte de domingo que pasa y nunca vuelve a nuestra mente. Este pensamiento era más
bien un pasajero de la ruta hacia el trabajo. El pasajero sentado siempre en el mismo puesto
mirando por la ventana, ya lo reconocemos, sabemos en donde se sube pero no hemos llegado
a saber donde se baja porque siempre bajamos nosotros primero. Esa persona a quien nos
daría gusto encontrar en un país extranjero aun si nunca nos ha hablado… Es simplemente
familiar. Y yo lo contemplaba más y más: sería mejor si mi abuelo se muere.

La noche en que llegué a la ciudad fuimos directamente al hospital a despedirnos de mi abuelo.


El pronóstico era definitivo. La familia completa venía a verlo por última vez. Mi abuelo
persignaba a todos desde que cruzaban el umbral de la puerta y yo sentí su bendición larga,
amorosa y sin embargo, vacía. Pensé que era lo mejor. Mi mamá echaría a sus hermanos de la
casa y el dinero finalmente le alcanzaría para algo más que sus "necesidades". La casa estaba
atestada de parientes que repetían las mismas frases de la carpeta “¿Qué decir cuando alguien
próximo a la muerte no ha muerto?”.

El teléfono de mi mamá sonó cuando todos comenzábamos a almorzar. La casa enmudeció y


mi mamá apenas asintió con la cabeza. Quizás solo un milímetro, mientras cerraba los ojos
señalando el comienzo del llanto colectivo. Todo el mundo parecía llorar de alegría. Al fin
habían sosegado su incertidumbre. Finalmente podrían decir algo definitivo y con seguridad: se
murió. Y eso llenó sus caras de lágrimas aunque sus ojos mostraban un alivio. A mí me resultó
fácil llorar aunque no pude evitar sentirme falso y vacío. ¿No estaríamos todos actuando
cuando en verdad muchos experimentamos alegría?
Fue la primera vez que alguien moría en mi familia. Yo tenía diecinueve y durante el funeral
solo pude confirmar cuan poco impacto me causó la perdida de mi abuelo: hablé y reí con mis
primos y solo caíamos en cuenta de la gravedad de la situación cuando nuestras risotadas
alcanzaban el cuarto de velación, desde donde nos observaban, incómodos, unos cuantos
ajenos a la tribu. La familia estaba más o menos cómoda con el alborozo de nuestra charla y
nunca nos aprehendió o amonestó. Yo no dejaba de pensar en ese abuelo que me mimaba y
me adoraba en contraste con sus otros nietos; a quienes amaba como una obligación moral de
la cual nunca se convenció. Mi abuelo era bueno… Pero solo conmigo.

El segundo hito ocurrió al año siguiente. Regresé a mi ciudad natal a vivir con mi mamá una
vez más. Ella quería sentir mi compañía y yo quería dejar atrás mi segundo fracaso
universitario. Comencé un nuevo rumbo profesional en mi tercera universidad no sin antes ser
advertido que esta sería la última vez que recibiría apoyo. Mi madre confiaba en mí a pesar de
todo… Ni tan a pesar de todo: pasar a dos universidades públicas ya era para ella una especie
de logro y en nuestra familia, nadie había llegado hasta ahí.

Mi mamá también planeaba inmiscuirme más en sus dos negocios y, cuando me quedaba algo
de tiempo, debía ir a atender un negocio liberándola así para ir a supervisar el otro. Y todo ese
semestre, o casi todo, marchó de acuerdo al plan: yo venía de la universidad a las siete de la
noche y la reemplazaba en el bar mientras ella se aseguraba que todo iba bien en su otro
negocio, del cual se encargaba nada más y nada menos que mi tío, el mayor.

Yo no estaba muy a gusto con varias situaciones. La primera era volver a esta ciudad. Sí, esta
ciudad desde la que escribo ahora. Maloliente, sucia, infestada de ladrones desde la punta de
la pirámide a sus pies, inconsciente, soberbia, suspicaz, instrumentalizadora, infantil,
egocéntrica, envidiosa, sumisa y servil. Lo segundo era vivir con mis tíos, parte activa de los
estafadores que habitan esta ciudad, a quienes no se les podía dar un momento a solas con la
oportunidad porque se la robaban y la vendían, uno la vendía por chatarra y el otro por el elixir
de la eterna juventud. La tercera era la ubicación del nuevo negocio. A mi tío, el estafador
mayor, lo habían robado ya varias veces en los alrededores y una vez sus propios colegas lo
amarraron y lo dejaron en el baño, mientras saqueaban todo el lugar. La policía decía saber
quienes eran pero la zona no les correspondía, ni a ningún policía. Era como un distrito
especial para ladrones.

Mi mamá iba todas las noches y, tratándose de una discoteca, debía estar más pendiente los
viernes y sábados. Y en esas visitas encontraba los desfalcos, de mi tío el mayor, en todo el
licor que había para vender. El lugar siempre estaba a reventar de gente bailando y tomando, y
sin embargo, la mercancía seguía completa. La venta era de cero pesos. Mi tío vendía su
propia mercancía en un lugar al que mi mamá le pagaba la renta y los servicios de energía y
agua. El teatro de las peleas volvió y como castigando a un chiquillo, mi madre envió al
estafador a pagar “condena” al bar en el que yo atendía. Allí estaría bajo mi supervisión
mientras ella se ocupaba de lo grande, de la discoteca del momento.
Un sábado en la noche mi tío entró corriendo hasta el bar, donde yo me encontraba
organizando la playlist de la noche. Tomó un casco pelado mientras yo lo detenía a preguntarle
a donde iba en medio de la noche y con ese acelere. No contestó y salió corriendo otra vez. De
inmediato tomé el teléfono para reportarle a mi mamá como mi tío me dejaba solo en medio de
la noche por comenzar y me contestó una de las meseras de la discoteca. Estaba llorando y
alcancé a entender algo sobre un disparo, “camino al hospital”, “está muy mal” y “su mamá”.
Luego colgó.

Recuerdo haber llorado afuera del hospital. Recuerdo que jadeaba como si hubiera corrido los
diez kilómetros que había desde mi casa al hospital. Era un jadeo rarísimo. Sentía la necesidad
de respirar así para mostrar mi cordura, mi dolor… En realidad no sentía nada. Un día se
mueren los padres ¿No? Allí estaba el pasajero al trabajo nuevamente: tal vez sea mejor si mi
mamá no sobrevive, pensaba. Trabajaría menos y volvería a mi pasatiempo como DJ. No me
había hecho rico poniendo música pero era suficiente para una aventura por semana. No hubo
magia, ni genio de la lámpara. El médico anuncio como mi extraño pensamiento se hacía
realidad: mi mamá había muerto esa noche mientras todos estábamos afuera mirando qué
personaje representar. Yo fui el histérico mientras que uno de mis tíos jugó a apaciguador. Me
abrazó la cabeza, dada su altura, y me dijo, como en las películas, que todo estaría bien y que
contara con él de ahí en adelante. La escena se me presenta húmeda y hasta hoy no
reconozco quienes exactamente estaban ahí pero no puedo dejar de pensar en mi llanto
desconsolado. ¿Por qué lloraba? Sí no sentía nada, si mi paroxismo era sobre todo externo,
¿De donde salía tanta aflicción?

A partir de ahí fui declarado héroe. Toda acción comenzada era un proeza para un joven sin
madre y con un hermano pequeño. Yo nunca pude ver - y hasta hoy no veo - qué fue lo
extraordinario. Mi hermano y yo recibimos una pensión de la aseguradora, no muy alta, es
cierto, sin embargo fue un último y duradero regalo de nuestra mamá que nos alcanzaba a
cubrir una gran parte de los gastos. Yo pude continuar estudiando y graduarme en literatura
inglesa, otra hazaña a los ojos de vecinos y familiares a quienes nunca contradije de viva voz.
Con un trabajo de medio tiempo y la pensión, era más que suficiente para mi hermano y yo. Sin
mencionar a mi abuela, quien nos daba todo su capital - la renta de una casa en otra ciudad - a
pagar la renta de la nuestra. Una vida fácil y sin embargo, todo un héroe.

Solo nos quedaba Akiko, nuestra perrita. Nos la había regalado mi papá hacía unos 14 años y
su vejes no se sentía aún. Aunque sus manchas negras ya se veían grises - no sabemos si de
la mugre o la vejes - Akiko seguía siendo vivaz y un poco malhumorada. Cuando alguien decía
adiós y volteaba para salir de la casa, Akiko se lanzaba a los talones o tobillos de nuestra visita
con sus pequeñas quijadas. Debíamos cargarla o sujetarla con fuerza para evitar que clavara
sus diminutos dientes en diferentes pies. No la sacaba a pasear con frecuencia porque
teníamos un patio grande y ademas, por su encierro supongo, era muy agresiva en los pocos
paseos que intentamos en el parque del barrio. Un día se me ocurrió sacar a Akiko a pasear
por el parque en compañía de mi novia. Era más un capricho de pareja. Un cliché de una
película romántica que sale con su original perro a pasearse con todos los otros perros,
originales también. Y uno de esos originales perros caminaba en dirección opuesta a nosotros
mientras Akiko jugueteaba con los obstáculos en la acera: topes de estacionamiento, rejas de
jardines y hasta con las bolsas de basura. Una vez la distancia entre Akiko y la otra perrita fue
suficientemente corta para llegar a tocarse, la otra perra, tres veces más grande que Akiko, se
lanzó sobre ella reduciendo todo su espacio y posibilidad de movimiento. Le mordió el cuello y
la cabeza con sus grandes mandíbulas y yo apenas pude separarlas con tanto miedo y
precaución que no pude soltarlas hasta que la dueña de la gran perrita intervino también. Una
balaca de sangre se formó en la cabeza de Akiko y la dueña de la otra perrita tomó a la suya y
la llevo de vuelta a su casa mientras mi novia iba por papel higienico, algodones y
desinfectante para limpiarle las heridas a Akiko. Me pareció que ambas llegaron al mismo
tiempo, mi novia y la señora de la perrita grande, y limpiamos las heridas entre los tres. La
señora, cercana a los cuarenta tal vez, se ofreció a llevar a Akiko al veterinario de la esquina y
pagar todo cuanto necesitase. Era lo menos que yo esperaba que hiciera y así sucedió. Pronto
estábamos escuchando a un veterano veterinario decir que las heridas no habían sido graves.
Sin embargo, dijo él, había notado un quiste en la matriz de Akiko y debía ser operada. Claro
que a los años de Akiko la cirugía podría ser fatal y así nos lo advirtió el veterinario.

Pensé en la muerte de Akiko y cómo mejoraría mi vida o no. Ya no tendría que despertar
temprano o llegar por la noche a sacarla a pasear. Ahorraría tiempo y también el dinero de la
comida, del veterinario y su peluquería. El rostro familiar a bordo del bus parecía susurrar: sería
mejor si se muere.

La cirugía no se realizó por el riesgo y la poca probabilidad de éxito que tenía. Solo esperamos
sin comentar nada. El día que Akiko murió, mi hermano buscó el lugar para enterrarla y
casualmente fue el mismo lugar donde yo había enterrado a la hija de Akiko un año antes. Lloré
un poco por los catorce años junto a Akiko y por haber deseado su muerte por mera
practicidad. Miré con distancia a la persona en la que me estaba convirtiendo. Arrepentido no
estaba pero no podía con la coincidencia de haber deseado por días, la muerte de los tres. Y
sin tener control sobre ello, se cumplieran con sólo pensarlo. No había mística. Yo lo sabía, y
aún así, tenia mucho miedo de pensar, de ver al pasajero de siempre y no poder hacerlo bajar.

Todo volvió a fluir mejor. Nadie más murió y yo no dudaba de mis creídos poderes mentales.
Sabía que eran falsos. Solo quería no pensarlos, no ser esos pensamientos y no ser esa
persona práctica a quien los otros seres le estorban para lograr sus anhelos. Me graduaría de
la universidad y yo no sabía quienes estarían allí. Solo irían mi abuela y mi hermano. Mi papá
se había negado porque tenía un resfriado. Otro más de esos resfriados que lo mantuvieron
lejos de las ocho ceremonias semestrales de entrega de becas que organiza la universidad. No
fue a ninguna.

Mi papá siempre reclamó llamadas, atenciones y pago por todo lo gastado en nosotros hasta
que yo tuve once años y mi hermano cuatro. No había como pagarle. Sus expectativas
parecían portadas de revista y fotos en Facebook durante el día del padre. Y en la realidad,
estaba solo porque solo sabía como influir sobre las personas, lo de hacer amigos, e incluso
estrechar lazos familiares, no fue nunca lo suyo.

Un día me llamaron los padres adoptivos de mi papá. Mis abuelos - en cierto modo - Me
contaron como un hombre lo había asaltado mientras el vendía mazamorra por esa calle. Le
había disparado dos veces aun cuando, según lo contado, mi papá no opuso resistencia.
Estaba en el hospital con una herida en un pulmón. Yo lo visitaba unas horas cada día y
hablábamos de la democracia y sus reyes eternos en este país y parecía que coincidíamos por
fin en algo. Estábamos creando un lazo. Mi papá se veía ansioso cuando yo me iba. Se
despedía con un beso largo y baboso que me depositaba en un cachete como pidiendo perdón
por no haberlo hecho antes.

Mi papá no mejoraba. Le hicieron muchos exámenes porque su pulmón parecía no recuperarse


y finalmente descubrieron la causa de sus resfriados continuos: tenía VIH. Me lo contó a
manera de orgullo. “Sabe como se contagia uno de VIH” me dijo con su voz a medio inflar. Yo
contesté que sabía e hice referencia a las posibilidades con agujas y transfusiones pero el me
interrumpió moviendo la cabeza. “No. Se contagia por tener relaciones sexuales sin protección”
Hizo una mueca de caricatura que yo interpreté como “Yo las tuve y me sentí bien con ellas
pero este es el precio”. Bueno, no era tan claro. Solo apretó los labios y sus comisuras bajaron
acentuando su labio superior: resignación.

Yo había estado planeando un viaje al medio oriente. Tenía todo arreglado. Los tiquetes, el
trabajo y hasta había pensado en formas para convertirme en residente en caso de que me
gustara el país. Mi fría practicidad volvía a salir a flote y deseaba con fuerza que un milagro
sanara a mi papá de una vez. Tenía miedo de acercarme al pasajero de siempre, de mirarlo a
los ojos y pedirle que se bajara así, sin mas. En vez de eso, solo lo miré por cuarta vez. Pero mi
papá no estaba tan mal. No podía simplemente morirse de un día para otro… ¿O si? Además,
qué podía solucionarme su muerte: nada. Me iba al medio oriente de todos modos. Mis abuelos
adoptivos aprovecharon la situación para pedirme dinero. Decían que ya que me iba al
extranjero podía seguir ayudando a mi papá. Ellos se harían cargo del dinero y de gastarlo
mejor. No me lo creí. Si iba a necesitar enviarle dinero a mi padre, se lo daría directamente a mi
hermano.

Un domingo, durante el almuerzo, mi celular sonó. Era mi abuela diciendo entre lágrimas que
mi papá estaba muy mal. "Venga rápido" me ordenó temerosa. Me puse una camisa tan rápido
como pude y tomé un taxi al hospital. Cuando llegué, vi a mi abuela llorando afuera de la puerta
de entrada a cuidados intensivos. "Se nos fue" balbuceó destrozada. Un par de lágrimas
humedecieron mis ojos pero nada se desgarró dentro de mí. No sé si actué esas lágrimas o si
fueron reales pero una vez secas, no volvieron a aparecer ni en la funeraria ni en el entierro. Mi
viaje era en dos semanas pero yo ya me había marchado de mi padre hacía muchos años.
Esa fue la última vez que pensé en la muerte de alguien más como un deseo impronunciable.
Tampoco hice bajar al pensamiento del bus hacia al trabajo. Ahora voy en bicicleta y no tengo
que verlo a los ojos. Cuando llueve me voy más temprano y evitó encontrármelo. Estoy
aterrado y no quiero volver a pensar en él. Mi abuela, mi hermano, mi novia, mis primos y mis
amigos. Todas son vidas que no quiero perder. Mis pensamientos no causaron esas cuatro
muertes, solo las aprobaron. Pero aquí la muerte no se aprueba antes de que suceda. Lo
último que he venido aprobando es suicidarme. Después de esta confesión es lo único que me
absolvería.

Ver menos…

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