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El arte de fracasar como terapeuta

JAY HALEY

Todavía no tenemos, en el campo de la terapia, una teoría del fracaso. Muchos clínicos
suponen que cualquier psicoterapeuta que se lo proponga puede fracasar. No obstante,
estudios recientes sobre el resultado de la terapia indican que los pacientes mejoran
espontáneamente con mayor frecuencia de lo que se suponía. Estos resultados, a pesar de
algunas teorías anteriores, muestran que entre el cincuenta y el setenta por ciento de los
pacientes anotados en listas de espera y pertenecientes a listas de control, no solo ya no
desean tratarse al terminar el período de espera, sino que además se han curado realmente
de sus problemas emocionales. Si estos resultados se confirman en estudios posteriores, un
terapeuta incompetente, con solo sentarse y rascarse en silencio tendrá éxito por lo menos
en un cincuenta por ciento de sus casos. ¿Cómo puede entonces fracasar un terapeuta?
El problema no es irresoluble. Podríamos aceptar el hecho de que un terapeuta tendrá éxito
con la mirad de sus pacientes y hacer lo posible por suministrarle una teoría que le ayude a
fracasar con la otra mitad. También podríamos arriesgarnos y ser más aventurados: algunas
tendencias sugieren que el problema puede enfocarse de un modo más profundo, creando
procedimientos para evitar que mejoren aquellos pacientes que lo hacen espontáneamente.
Es obvio que este objetivo no se logrará sin hacer nada. Si deseamos que un terapeuta sea
un verdadero fracaso, debemos crear un programa con el marco ideológico apropiado que
posibilite un entrenamiento sistemático durante un cierto número de años.
Presentaremos un esquema que incluye una serie de procedimientos que permitirán
aumentar la probabilidad de fracasar a cualquier terapeuta. Sin ser exhaustivo, este incluye
los factores que la experiencia señaló como esenciales y que incluso pueden ser utilizados
por terapeutas sin talento especial.
1. El camino directo hacia el fracaso se basa en un conjunto de ideas que, si se utilizan
combinadas, son casi infalibles.
Paso A Insistir en restar importancia al problema que el paciente trae a la terapia.
Descartarlo como un mero “síntoma” y cambiar de tema. De este modo, el terapeuta nunca
tendrá que examinar lo que realmente aqueja al paciente
Paso B Rehusarse a tratar directamente el problema que se presenta. Ofrecer en cambio
alguna explicación; decir, por ejemplo, que los síntomas tiene “raíces”, para evitar
enfrentarse al problema que el paciente desea solucionar y por el cual está pagando dinero
para ser tratado. De este modo aumenta la probabilidad de que el paciente no mejore, y las
futuras generaciones de terapeutas podrán seguir ignorando la habilidad específica que se
necesita para que la gente supere sus problemas. Insistir en que si un problema se alivia
aparecerá algo peor. Este mito ayuda a no saber qué hacer con los síntomas; además
fomentará la cooperación de los pacientes creando en éstos el temor a mejorar. Parecería
que, de seguir estas directivas, cualquier psicoterapeuta será necesariamente un incapaz, sea
cual fuere su talento natural, ya que no tomará en serio el problema del paciente, ni tratará
de cambiarlo y temerá que la mejoría del problema tenga efectos desastrosos. Se podría
pensar que este conjunto de ideas harían fracasar a cualquier terapeuta; sin embargo, los
cerebros más respetados del campo terapéutico han reconocido que existen todavía otros
pasos necesarios.
2. Es particularmente importante confundir el diagnóstico con la terapia. Un terapeuta
puede parecer un experto científico sin correr el riesgo de tener éxito en los tratamientos;
para lograrlo, basta con utilizar un lenguaje diagnóstico que le haga imposible pensar en
procedimientos terapéuticos. Por ejemplo, uno puede decir que un paciente es agresivo-
pasivo, que tiene profundas necesidades de dependencia, que tiene un yo débil o que es
impulsivo. Ninguna intervención terapéutica podrá formularse en este lenguaje.
3. Apoyarse en un solo método de tratamiento sin tener en cuenta la diversidad de
problemas que aparecen en el consultorio. A los pacientes que no se adecuan a este método,
se los deben considerar intratables y dejarlos librados a su suerte. Una vez que un método
se ha mostrado reiteradamente ineficaz, no debe ser abandonado. Las personas que
experimentan con variantes deben ser juzgadas con severidad por estar mal entrenadas e
ignorar la verdadera naturaleza de la personalidad humana y de sus trastornos. Incluso, si es
necesario, se puede decir que “en el fondo” son profanos.
4. No poseer una teoría sobre el cambio terapéutico, a menos que sea ambigua e
indemostrable No obstante, debe estar claro que resulta anti-terapéutico dar a un paciente
directivas de cambio; podría seguirlas y cambiar. Es necesario sugerir que el cambio ocurre
espontáneamente, siempre que los terapeutas y pacientes se comporten de acuerdo con las
normas apropiadas. Para aumentar la necesaria confusión genera, resulta útil definir la
terapia como un procedimiento que permite descubrir qué anda mal en una persona y las
razones por las que eso ocurre. De este modo no se corre el peligro de que, en forma
impredecible, surjan teorías sobre cómo propiciar el cambio. También se debería insistir en
que el cambio ocurre en el interior del paciente: de este modo, como el fenómeno
permanece fuera del campo observable, resulta imposible estudiarlo. Si se acentúa el
“trastorno subyacente” (que debe ser claramente distinguido del “trastorno manifiesto”), no
surgirán preguntas sobre los aspectos desagradables de la relación terapeuta-paciente, ni se
hará incluir en el problema del cambio a personajes sin importancia como, por ejemplo,
aquellos con los que el paciente mantiene vínculos estrechos.
Si los terapeutas en formación insuficientemente entrenados insisten en aprender a
propiciar los cambios, y si un gesto de fastidio ante sus preguntas no los detiene, podría
resultar necesario ofrecerles alguna idea general, ambigua e indemostrable. Se puede decir,
por ejemplo, que la tarea terapéutica consiste en hacer consciente lo inconsciente. La tarea
terapéutica se define entonces como la transformación de una entidad hipotética en otra
entidad hipotética, haciendo imposible lograr algún cambio. La regla fundamental consiste
en señalar a los futuros terapeutas que el insight y la “expresión de afecto” son los factores
originadotes de cambio; así sentirán que algo ocurre en la sesión sin arriesgarse a tener
éxito. Si alguno de los estudiantes más avanzados insiste en obtener conocimientos más
profundos sobre la técnica terapéutica, resulta útil dar una vaga explicación de “cómo
elaborar la transferencia”. Se permite así a los jóvenes terapeutas una catarsis intelectual;
además, pueden hacer interpretaciones transferenciales y esto les da algo para hacer.
5. Insistir en que solo muchos años de terapia cambiarán realmente a un paciente. Este paso
nos remite a algunas acciones específicas que deben efectuarse con aquellos pacientes que
podrían mejorar espontáneamente sin tratamiento. Si se los puede convencer de que no se
han curado, sino que solo han huido hacia la salud, es posible ayudarles a recuperar su
enfermedad reteniéndoles en un tratamiento prolongado. (Siempre se puede sostener que
solo un tratamiento a largo plazo puede curar a un paciente como para que no vuelva a
tener más problemas toda su vida). Afortunadamente, el campo de la terapia no posee una
teoría de la sobredosis; por eso un terapeuta hábil puede mantener a un paciente sin mejorar
durante diez años sin que sus colegas protesten, no importa cuán celosos estén. Aquellos
terapeutas que intentan prolongarlo a veinte años deberían ser felicitados por su coraje si
bien considerados temerarios, a menos que vivan en Nueva York.
6. Como paso posterior para dominar a los pacientes que podrían mejorar espontáneamente,
es importante advertirles sobre la frágil naturaleza de la gente y señalar que si mejoran,
podrían sufrir crisis psicóticas o dedicarse a la bebida. Cuando “la patología subyacente” se
convierta en el término más corriente de las clínicas y los consultorios, todos evitarán
ayudar a sus pacientes se frenarán si comienzan a independizarse. Los tratamientos a largo
plazo podrán entonces convertirlos en fracasos terapéuticos. Si aún así parecen mejorar,
siempre se los puede distraer poniéndolos en terapia de grupo.
7. Otro paso para frenar a los pacientes que podrían mejorar espontáneamente consiste en
concentrarse en su pasado.
8. El terapeuta debería interpretar lo que al paciente le resulte más desagradable acerca de sí
mismo, para que le surja culpa y se quede en tratamiento con el fin de resolver dicha culpa.
9. Es posible que la regla más importante sea ignorar el mundo real del paciente y acentuar
en cambio la importancia vital de su infancia, de su dinámica interna y de su fantasía. Se
consigue así que ni el terapeuta ni el paciente traten de cambiar la relación de este último
con la familia, los amigos, los estudios, los vecinos o el tratamiento. Por supuesto que si
estas situaciones no se modifican, no podrá mejorar, y así se garantiza el fracaso mientras
se cobra por escuchar interesantes fantasías. Hablar sobre los sueños resulta una manera
agradable de pasar el tiempo, como también experimentar con las reacciones a distintos
tipos de píldoras.
10. Evítense los pobres porque se empeñarán en obtener resultados y no se los puede
distraer mediante conversaciones profundas. Evítense asimismo los esquizofrénicos, a
menos que estén bien drogados y encerrados en la penitenciaría psiquiátrica. Si un terapeuta
encara a un esquizofrénico desde el ángulo familiar y social, tanto el terapeuta como el
paciente corren el riesgo de que éste se cure.
11. Es fundamental negarse con firmeza a definir el objetivo terapéutico. Si un terapeuta
tiene alguno en vista, alguien podría preguntarle si lo logró; entonces, la idea de evaluar los
resultados surgirá de la manera más virulenta. Si es imprescindible definir algún objetivo,
debe planteárselo de un modo tan ambiguo y esotérico que cualquiera que pretenda
establecer si se ha cumplido abandone, desalentado, la tarea y se lance a un campo menos
confuso, como el existencialismo.
12. Por último, no podemos dejar de destacar que resulta absolutamente imprescindible
rehuir la evaluación de los resultados de la terapia. Si éstos se examinan, la gente que no
está totalmente entrenada tiende a descartar los enfoques que no son eficaces y a desarrollar
aquellos que lo son. La única manera de asegurarse que la técnica terapéutica no mejore y
que no se cuestione lo que ya ha sido escrito, consiste en ocultar los resultados y evitar
cualquier observación sistemática y continua de los pacientes. Errar es humano, y en la
profesión es inevitable que unos pocos individuos anormales intenten realizar estudios de
evaluación. Deben ser cuestionados y condenados de compresión superficial de lo que
ocurre en terapia, que su enfoque sobre la vida humana es también superficial y que el
interés que muestran en los síntomas, en lugar de centrarse en los problemas de la
personalidad profunda, demuestra su tendencia a la simplificación. Como rutina se los
debería eliminar de las instituciones respetables y no otorgarles fondos para investigación.
Como último recurso se los puede colocar bajo tratamiento psicoanalítico, o fusilar.
Evidentemente, este programa de doce pasos hacia el fracaso, a veces llamado el
dodecálogo cotidiano del campo clínico, no excede la capacidad de un psicoterapeuta
corriente bien entrenado. Llevarlo a la práctica tampoco exige cambios importantes en la
ideología clínica ni en la práctica enseñada en nuestras mejores universidades. El programa
se enriquecería si contáramos con un término positivo para describirlo; recomendamos la
palabra “dinámica”, porque tiene un sonido atractivo para la generación más joven. El
programa podría llamarse: terapia que expresa los principios básicos de la Psiquiatría
Dinámica, la Psicología Dinámica y el Trabajo Social Dinámico. En las paredes de todo
instituto que formara terapeutas se podría colocar un cartel que dijera:
Los cinco consejos que garantizan el fracaso dinámico:
Sea pasivo Sea inactivo Sea reflexivo Sea silencioso Sea precavido.

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