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Bauman, Z., & Ruiz, . C. B. (2005).

En busca de soluciones éticas a los


problemas de la modernidad. En tica os ode na. (PP. 247- 253)
é ico i lo

EN BUSCA DE SOLUCIONES ÉTICAS A LOS PROBLEMAS DE LA


MODERNIDAD

Hans Jonás, filósofo ético que dedicó la mayor parte de su obra a la


contradicción entre lo que la moralidad debería y puede hacer en condiciones
de modernización lampante, consideró que la raíz del problema son los
formidables poderes de la tecnología moderna: la escala de posibles
consecuencias de la acción humana superaron desde tiempo atrás la
imaginación moral de los actores. Consciente o inconscientemente, nuestras
acciones afectan territorios y momentos demasiado distantes para los impulsos
morales “naturales” que luchan en vano por asimilarlos, o de plano han
abandonado la lucha. La moralidad que heredamos de los tiempos
premodernos —la única moralidad que tenemos— es una moralidad de
proximidad y, por consiguiente, tristemente inadecuada en una sociedad en la
que las acciones importantes son aquellas que propician la distancia.

El bien y el mal respecto de cada acción estaba en relación con el acto, ya fuera en la praxis o
en su alcance inmediato, y no era cuestión de planeación remota. La proximidad de fines
pertenecía a un tiempo y a un espacio... El universo ético está formado por contemporáneos y
amigos...
Todo ello cambió radicalmente. La tecnología moderna introdujo acciones de una escala tan
nueva, objetos y consecuencias tan novedosos que el marco de la ética anterior no podía
28
contenerlos.

La imaginación individual, sin ayuda, no puede comprender acciones de una


escala semejante ni vislumbrar cuáles serán sus repercusiones más lejanas.
Tampoco se le pide que vaya tan lejos; nuestra conciencia moral se queda
satisfecha cuando la responsabilidad para nuestros seres queridos se ha

28 Hansjonas, PliilosopliícalEssays: From Ancient Creed lo Technological Man, Englewood Cliffs, Prentice Hall, 1974,
pp. 7, 8. Joñas admite que las antiguas prescripciones éticas del “vecino” aún funcionan en una comunidad cerrada, “en la
intimidad inmediata” de la “esfera cotidiana de interacción humana”, no en el “reino cada vez más amplio de la acción colectiva
donde el actor, el acto y el efecto ya no son los mismos, como sucede en la esfera próxima” (pp. 8-9).
cumplido. Los efectos lejanos de lo que hagamos o dejemos de hacer
permanecen invisibles y, por consiguiente, no nos preocupan; si se nos
presentan, se nos dice que ciertas agencias ya están tomando cartas en el
asunto, las cuales no exigen nuestra atención ni, de hecho, quieren que nos
mostremos demasiado interesados, y mucho menos que interfiramos. No
sentimos una responsabilidad “natural” por estos acontecimientos lejanos, por
más cerca que se vinculen a lo que hacemos o dejamos de hacer. En última
instancia —sugiere Jonás—, ya no podemos confiar en nuestra capacidad
moral para resolver la cuestión de responsabilidad por lo que no vemos ni
conocemos, sino lo que en verdad cuenta entre los múltiples resultados de
nuestras acciones, cercanas o distantes, presentes o futuras.

Dado que lo que hacemos afecta a otras personas, y el mayor poder de la


tecnología afecta a muchas más personas que antes, el significado ético de
nuestras acciones alcanza una dimensión sin precedentes. No obstante, las
herramientas morales con que contamos para absorberla y controlarla siguen
siendo las mismas que teníamos en la etapa de la “industria casera”. La
responsabilidad moral nos insta a procurar comida y vestido a nuestros hijos,
mas no nos puede ofrecer muchos consejos prácticos cuando nos enfrentamos
con las aterradoras imágenes de un planeta agotado, árido y sobrecalentado
que ellos heredarán, y después sus hijos, y que tendrán que habitar como
resultado indirecto de nuestra despreocupación colectiva actual. La moralidad
que siempre nos ha guiado tiene manos poderosas aunque cortas, y
necesitaría manos muy, muy largas. ¿Podremos acaso crecerlas?

Parecería que no, en primera instancia. “El mismo movimiento que nos dio
posesión de los poderes que hoy deben ser regulados por normas” ha
“erosionado los fundamentos de los cuales podríamos liberar las normas”.
“Ahora temblamos en la desnudez del nihilismo que ha aparejado una
omnipotencia casi total a un vacío casi total; una mayor capacidad con un
menor conocimiento de cómo usarla”. 29

29 Jonas, op. cit., p. 19.


No se trata tan sólo de que, al haber proclamado la autosuficiencia de la
razón humana, la modernidad le negó a Dios el derecho de dirigir el destino de
los seres humanos y por ende minó el sustento más sólido sobre el que se
apoyaba la instrucción moral en el pasado. Las raíces de la impotencia moral
actual son mucho más profundas. El “movimiento moderno” pulverizó cualquier
sustento sobre el que podría imaginarse un fundamento moral —de hecho,
minó la moralidad: responsabilidades que rebasen obligaciones contractuales;
el que “ser para” no se reduzca a “ser para uno mismo”; valores que interfieran
con el precepto supremo de eficiencia máxima; fines que prohíban el uso de
medios poderosos. Entre las autoridades empoderadas y promovidas por la
modernidad, las pasiones morales no racionales, no utilitarias y no lucrativas
están espectacularmente ausentes. Salvo en los sermones de domingo y las
homilías hipócritas de políticos que buscan votos, éstas representan para la
visión moderna lo que el ruido —la pesadilla y bofetada de los técnicos— en
los canales de comunicación.

Debido a que las consecuencias inhumanas del impulso actual hacia un


orden “totalmente humano” sobre la tierra son cada vez más aparentes, hay un
mayor sentimiento de que —pese a todas las negativas e impedimentos
prácticos— las acciones supuestamente sujetas a evaluación técnica están
lejos de ser moralmente neutras y objeto de escrutinio moral; idealmente,
también de algún tipo de regulación ética. La cancelación de la distancia
espacial, medida por el alcance de lá acción humana —la hazaña en ocasiones
aplaudida, aunque cada vez más lamentada de la tecnología moderna— no ha
sido equiparada por la cancelación de la distancia moral, medida por el alcance
de la responsabilidad moral, aunque deberían ser iguales. La cuestión es cómo
lograrlo.

Lo primero que debemos considerar son los peligros que sistemáticamente se


amontonan como el resultado directo, aunque impensado, del libre juego de
medios “liberados” de los fines. Estos peligros amenazan la vida y el bienestar
de innumerables personas, distantes tanto en espacio como en tiempo,
arrojadas a una situación que por lo general excluye cualquier respuesta; las
acciones que producen peligros son casi siempre unidireccionales. No son
intercambios y, por ende, no pueden limitarse ni regularse o mantenerse dentro
del marco de contratos, por mutuo despliegue de fuerza, por negociaciones o
la búsqueda de consenso. Propongo que sobre todo en el caso de acciones de
larga distancia típicas de nuestra sociedad altamente tecnificada, los blancos
inconscientes de la acción corresponden a la descripción de Lévinas sobre el
Otro como débil, vulnerable, sin poder; en realidad, no tienen poder ya que no
pueden pagar lo que se les ha hecho —ni compensar nuestros actos—, y
vulnerables, en tanto no pueden impedir que hagamos lo que consideramos
adecuado; siempre sin esperanza de revertir los papeles, están atorados del
lado receptor de la acción en la que somos los únicos sujetos actuantes. Como
menciona Arne Johan Vetlesen, esta circunstancia demuestra. ..

... la total falta de adecuación de la ética que vincule la responsabilidad a la reciprocidad. I .os
individuos que aún no nacen no pueden reclamar sus derechos; la reciprocidad está
desesperadamente fuera de su alcance. No obstante, este hecho empírico... no los excluye
como receptores de nuestra responsabilidad. Su derecho básico es el derecho a una vida en
un planeta con las condiciones ecológicas que lo hagan habitable y, a menos que tengamos
30
cuidado, quizás ellos nunca vean la luz.

La responsabilidad extendida que necesita la “sociedad de riesgo” y sin la


cual no puede vivir salvo con resultados catastróficos no puede argumentarse
o promoverse en términos familiares y aprobados en nuestro tipo de sociedad:
intercambio justo y reciprocidad de beneficios. Al margen de cuál sea la
moralidad que se busca, ante todo debe ser una ética de autolimitaáón (como
siempre fue y debía ser la moralidad de proximidad). Tal como en el contexto
del “grupo moral”, la tarea de visualizar las consecuencias de la acción o
inacción —y la culpa del abandono de la necesidad de visualizarlos o 110 de
manera adecuada— y de reducir la acción a la medida de tales consecuencias,
30
Arne Johan Vetlesen, “Relations with others in Sartre and Lévinas: assessing the ¡mplications for an ethics of
proximity” (citado de la p. 25 de un texto sin publicar fechado en enero de 1993). Desvincular la responsabilidad de la
reciprocidad es, desde el punto de vista de Vetlesen, el acto decisivo que coloca la teoría ética de Lévinas frente a casi
cualquier otra teoría. Por elaborada y cuidadosamente argumentada que sea la teoría ética de Rawls, “el llamado a la
‘justicia’ como ‘equidad’ está dirigido al interés particular de cada individuo por su posible lugar y destino en el arreglo
político, cuyo valor ético se le sugiere sopesar. En este aspecto, la ‘reversibilidad de perspectivas’ alcanzada en el
nivel posconvencional del razonamiento moral en la influyente teoría de Lawrence Kohlberg no proporciona una mejor
respuesta. Por inferencia, esto también se aplica al infatigable esfuerzo de Habermas por acomodar la misma idea —
responsabilidad universal en la toma de papeles concebida como reciprocidad universal— en su discurso sobre la
ética” (p. 22).
recae totalmente en el actor. Las frases “lo sabía”, “no quise hacerlo” no son
una excusa que la responsabilidad moral aceptaría en ningún nivel, aunque
sea una excusa admisible en un tribunal, a menos que la ignorancia referida
sea la ignorancia de la ley. Ya sea dentro del círculo de proximidad o más allá,
soy moralmente responsable de mi ignorancia, de la misma manera y en el
mismo grado en que soy moralmente responsable de mi imaginación, y de
extenderla hasta sus límites cuando se trata de actuar o abstenerse de actuar.

El “primer deber” de cualquier ética futura, afirma Hans Jonás, debe ser
“visualizar los efectos de largo plazo del proyecto tecnológico”. La ética, yo
agregaría, difiere de la práctica común actual del manejo de crisis en que debe
enfrentar lo que aún no ha sucedido, con un futuro que endémicamente es el
reino de la incertidumbre y el campo de escenarios en conflicto. Es imposible
que la visualización ofrezca el tipo de certeza que los expertos, con su conoci-
miento científico y mayor o menor credibilidad, afirman ofrecer. El deber de
visualizar el impacto futuro de la acción —llevada a cabo o no— significa
actuar bajo la presión de una incertidumbre aguda. La actitud moral consiste
precisamente en lograr que esta incertidumbre no se haga a un lado ni se
elimine, sino se abrace conscientemente. Desempeñar la tarea de manera
eficiente —logro que permite más certeza o, al menos, más confianza— está
sujeto, para una persona moral, a una evaluación de segundo grado, conforme
a normas no necesariamente específicas para realizarla y posiblemente ajenas
a la ganancia o pérdida directa o indirecta de quien la desempeña, y esta
sujeción abre de par en par la puerta de las dudas y de una segunda
consideración que lucha por ser la primera. Tal vez se podría diseñar una
manera de actuar prescrita por algoritmos y claramente correcta, si la tarea se
midiera tan sólo por criterios de eficiencia, o por el uso más eficaz de los
recursos disponibles, como sugiere medirla la postura tecnológica. Una vez
que se adopta una actitud moral, sólo son posibles lineamientos heurísticos:
reglas empíricas que ni siquiera tienen la garantía de que se trata de hábitos
pasados, y que 110 puede prometer honestamente más que una ligera
oportunidad de éxito y la esperanza de evitar lo peor. Lo que podría guiar la
ética futura, sugiere Jonás, es la heurística; del temor, subordinada a su vez al
principio de incertidumbre: “Es necesario prestarle más atención a la profecía
de la fatalidad que a la profecía de la felicidad”. Para una heurística nacida del
peligro, que continúa acumulando peligros, lo “más urgente es necesariamente
una ética de la preservación y prevención, no de progreso y perfección”.31

La fatalidad más grande y radical es, empero, aquella amenazada por el


dominio irrestricto de los valores tecnológicos; de hecho, como ya hemos visto,
por la tendencia recóndita de la civilización moderna. En el dilema de “ser o no
ser” de nuestro tiempo, la modernidad misma está en juego. Debido a que los
valores modernos son con mucho los más sólidamente pertrechados en la
conciencia de nuestra sociedad, y los más resguardados y fomentados por sus
instituciones, la perspectiva de una ética como la que propone Jonás —
especialmente en las situaciones más necesarias— no parece muy alentadora.

Faltaría ver cómo, si acaso, la necesidad evidentemente intuitiva de una


“moralidad de la distancia espacial y temporal” puede traducirse en intereses
sociales eficaces y, en consecuencia, en una fuerza política tangible. La
revelación posmoderna sobre la morbosidad inherente a la modernidad podría
ayudar. No obstante, la característica más notoria de la posmodernidad —ori-
gen de su fuerza y de su debilidad— es que sospecha de la certeza y no
promete garantía alguna; se niega a congelar la historia en profecías o en una
legislación que se adjudica prioridad, antes de que la historia tome su curso.

Nuestra responsabilidad moral colectiva, al igual que la responsabilidad


moral de todo hombre y mujer, se mueve en un mar de incertidumbre. La
incertidumbre fue siempre el campo de la elección moral, si bien la filosofía
moral moderna y la práctica adiaforizante hicieron lo posible por negarla en la
teoría y reprimirla en los hechos. En este sentido, la situación posmoderna de
la ética 110 es nueva. Lo verdaderamente novedoso es la enormidad de los

31 Hans Joñas, The Imperative of Responsibility: in Search of an Ethics fortlie Technological Age, University of
Chicago Press, 1984, pp. 26, 27, 31. Al lector no le queda la menor duda de que Joñas afirma que el imperativo de
tomar una decisión se refiere no al temor de la impotencia de la tecnología, sino de su poder: “el peligro del desastre
que responde al ideal baconiano de poder sobre la naturaleza mediante la tecnología científica surge no tanto de las
limitaciones de su desempeño como de la magnitud de su éxito” (p. 340). “Mi temor principal se relaciona con el
apocalipsis que amenaza desde la naturaleza de una dinámica 110 intencionada de la civilización técnica como tal,
inherente en su estructura” (p. 202).
riesgos. Si esto es lo que la conciencia posmoderna nos dejó claro, esta nueva
claridad podría hacer mucho por equilibrar el golpe que recibió nuestra aco-
gedora y diáfana certidumbre.

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