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Alumno: David Muñoz Sánchez.

23/01/21.
Matricula: 2193045584
Grupo: HDD05
Las finanzas públicas en el México posrevolucionario.
Primeramente el autor nos expresa que la historia de los impuestos durante el
siglo xx es compleja y, como cualquier política pública, se forma con la interacción
de una buena cantidad de actores: políticos que buscan el apoyo de ciertos
sectores; burócratas y tecnócratas que también tienen intereses de índole política
y económica, y grupos de poder. Asimismo, es menester percatarse que existen
divisiones dentro de cada uno de estos grupos y que raramente un grupo o
individuo incluso durante el exacerbado presidencialismo mexicano de la segunda
mitad de siglo xx se ve libre de restricciones en la toma de decisiones o en la
propia implantación de sus funciones. En concreto, existen grupos de poder como
sindicatos, empresarios, e incluso gobiernos extranjeros que siempre intentarán
satisfacer sus intereses, por lo que la mayor parte de las veces el diseño e
implementación de la política pública sólo es el resultado de esta correlación de
fuerzas.
Durante el siglo xx se experimentó, sobre todo a partir de la segunda mitad, un
incremento de la participación del gobierno federal en los ingresos del sector
público, en detrimento de los estados y municipios. La participación del gobierno
federal en el total de los ingresos recaudados pasó de 72% en 1922 a 83% en
1972.
Por su parte, la de los gobiernos subnacionales pasa de 24 a 8% para los mismos
años. Es decir, en este periodo los gobiernos subnacionales pierden dos terceras
partes de su participación. Debe aclararse que estas cifras no incluyen al Distrito
Federal, por eso no suman 100%.
La explicación de esto todavía se encuentra sujeta a un buen número de
controversias. La principal pregunta que se ha planteado en la literatura es por qué
los estados accedieron a renunciar a la recaudación de sus más fuertes
potestades tributarias.
Para revisar las posibles respuestas, esta sección se divide en dos partes. Primero
se describen brevemente los principales acontecimientos que llevan a la
centralización tributaria, para después, en el segundo apartado, abordar las
interpretaciones sobre las posibles causas y consecuencias que le impriman cierta
lógica a dicho fenómeno.
La historia de la centralización tributaria puede resumirse revisando las tres
convenciones fiscales, cuyo estudio han realizado Aboites (2003) y Díaz (2006).

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La primera tuvo lugar en el año 1925, la segunda en 1933 y, finalmente, la tercera
en 1947. Se puede decir que el argumento general para realizar las tres era
ordenar el sistema tributario mexicano, pues se consideraba que existía una
anarquía fiscal, definida como “concurrencia de los diversos sistemas tributarios
sobre una misma fuente de riqueza”. De aquí que el gobierno federal se haya
propuesto armonizar y unificar el sistema tributario. El desorden era tal que se
conoce, por ejemplo, que había más de 300 impuestos al comercio y a la industria,
que obstaculizaban el libre tránsito de mercancías entre las distintas entidades del
país.
La Secretaría de Hacienda y Crédito Público en su afán de ordenar y fortalecer las
finanzas públicas introdujo en 1925 el impuesto sobre la renta, pero también buscó
la homogenización de los impuestos a la industria.
La estrategia para llevar a buen puerto los objetivos de la Convención Fiscal de
1947 incluyó principalmente las siguientes dos actividades. Primero, se introdujo el
impuesto sobre ingresos mercantiles en el que los estados fijaban una parte de la
tasa y el gobierno federal otra, que reproduce buena parte de las características
de un impuesto sobre ventas. De esta manera los estados que accedían a
coordinarse con la federación recibían, además de las participaciones, ingresos
por este concepto. Segundo, se eliminó la contribución federal y tomó fuerza el
movimiento contrario, es decir, el otorgamiento por parte del gobierno federal de
una participación de los ingresos captados por la federación hacia los locales.
La interpretación política es la dominante, ya que el tributo se considera para
muchos la liga entre la política y la economía. En este sentido son varias las
hipótesis que destacan. Primero, ante el desorden social y político existente en la
posrevolución, era necesario un Estado fuerte capaz de restablecer el orden; y ello
sólo podía conseguirse con un gobierno federal poderoso en el sentido
económico.
Una segunda interpretación que se relaciona estrechamente con la anterior, pero
es sutilmente distinta, proviene de la posibilidad de contar con un alto poder
político per se, iniciado desde la era porfiriana. Esta hipótesis se asocia con el
objetivo de un Estado autoritario que no necesariamente buscaba restablecer
algún tipo de orden, sino simplemente ejercer un poder en su propio beneficio.
La otra cara de la moneda es el punto de vista económico. Desde esta
perspectiva, el proceso de centralización fiscal era necesario si se quería lograr el
desarrollo económico nacional. El argumento se basa en la eliminación de
restricciones al comercio entre entidades con el objeto de fortalecer y ampliar el
mercado interno, y con ello facilitar la industrialización del país, que a su vez
requería de aquél, porque era una estrategia de desarrollo hacia adentro, conocida
como “industrialización por sustitución de importaciones”. Además, se encontraba
el reto de corregir la anarquía fiscal, que está estrechamente vinculada con la del
desarrollo nacional.

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La introducción del ISR se justificaba por varias razones. Primero, se le
consideraba un impuesto con alto potencial recaudatorio; segundo, al ser de
nueva creación, se implantó como un impuesto en todo el país, evitando así el
problema de la concurrencia fiscal; tercero, por su naturaleza, era un impuesto por
medio del cual se podía redistribuir la riqueza ya que la discriminación de tasas
era posible crecientes de acuerdo con distintos niveles de ingreso y utilidades,
cualidad que calzaba de manera inigualable con el ideario político y social de la
Revolución.
Su aplicación en el ámbito nacional y su potencial redistributivo resultarían
después fundamentales para que se diera la centralización tributaria descrita en el
apartado anterior. Además, este impuesto puede ser de fácil evasión si no se
cuenta con los mecanismos adecuados de recaudación y fiscalización.
Uno de los instrumentos más reconocidos para llevar a cabo un proyecto de
nación lo constituye sin duda alguna la política fiscal, y en particular, el gasto
público. En buena parte su nivel define el grado de intervención del Estado en la
economía. Con base en este indicador, México sería uno de los países con menor
grado de intervención, pues el nivel se ubica en alrededor de 20%. El rol del
Estado tradicionalmente ha incluido corregir fallas de mercado3 y la administración
de justicia; sin embargo, preservar un principio de solidaridad en general también
se acepta, aunque con distintos matices. Así, a partir de la década de 1930 en los
países avanzados se diseñaron esquemas de protección social que dieron como
resultado el llamado Estado de bienestar. Éste enfatiza la superación de la
pobreza y la mejora en los indicadores de desigualdad en el ingreso. El Reino
Unido, por ejemplo, desde 1776 había diseñado esquemas importantes de
superación de la pobreza con la promulgación de la famosa “ley de los pobres”, a
la que asignó un gasto público de alrededor de 1.5% del producto nacional bruto
(PNB).
A partir de la administración de Cárdenas la discusión de cómo abordar ambos
problemas fue una constante en los programas y planes sexenales. Incluso hubo
debates epistolares (en el periódico Excélsior) sostenidos entre secretarios de
Hacienda de distintas administraciones, como Alberto Pani y Eduardo Suárez, que
fueron muy comunes en la década de 1950. En suma, el gasto público en México
está marcado por una alta cuota ideológica proveniente de la Revolución
mexicana, pero que está muy distante al propio ideario del movimiento e incluso
del modelo europeo del Estado de bienestar, que se insinuaba en muchas
ocasiones como el ejemplo a seguir.
A partir de este periodo, en el primer Plan Sexenal se anota como objetivo
explícito lograr el crecimiento económico y la redistribución del ingreso, aunque
con metas muy vagas en materia social como educación y salud. El país, para
entonces, se encontraba con muy altos niveles de pobreza y con una
infraestructura en materia de comunicaciones y transportes, agua potable,

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alcantarillado y electricidad muy por debajo de los niveles mínimos deseables. Por
ejemplo, 20 años después de la Revolución mexicana, el porcentaje de
analfabetismo ascendía a poco menos de 70% y alrededor de 50% de la población
se encontraban en pobreza extrema.
El gasto realizado por los gobiernos estatales y municipales es el que ha tenido las
mayores variaciones, en contraste con la parte de los ingresos públicos de estas
entidades. En 1980, cuando se reformó el sistema de coordinación fiscal para
llegar a lo que conocemos hoy, de cada peso que se captaba en el sector público,
sólo alrededor de 30 centavos lo ejecutaban las entidades subnacionales. Esta
situación cambió de manera radical a partir de 1997, cuando entró en vigor la
descentralización de actividades como la educación que había sido
descentralizada cinco años antes, los servicios de salud, la seguridad pública, la
promoción agrícola, así como las obras de infraestructura social.
La historia de la deuda del México revolucionario puede dividirse en cuatro etapas.
La primera se ubica al principio de la Revolución mexicana hasta la crisis
financiera mundial de 1929. La segunda, de astringencia financiera, coincide con
el New Deal y llega hasta la segunda Guerra Mundial, pasando por un periodo de
renegociación en 1942. La tercera es el reingreso a los mercados internacionales
de crédito a partir de ese año; cobra auge en la década de 1970 y concluye con la
crisis de la deuda de 1982. Finalmente la crisis de 1994-1995, que es más bien
una crisis de estructura de deuda interna.
Como se sabe, a finales del siglo xix y principios del xx México se encontraba
endeudado, sobre todo con acreedores extranjeros. Este endeudamiento se dio
principalmente para financiar las grandes obras de infraestructura porfiriana, como
el ferrocarril. La crisis de 1929 tuvo repercusiones importantes en la economía con
tasas decrecientes muy altas, incluso por arriba del 20%. Por ello, el país, junto
con prácticamente el resto de América Latina, repudió el pago de la misma, por lo
que este mercado que había estado basado en deuda bursátil, virtualmente
desapareció por un buen tiempo. Este periodo se puede caracterizar por un
predominio de deuda externa basada en bonos. Esta política se puso en marcha
durante el gobierno del presidente Zedillo y se ha seguido hasta ahora.

Bibliografía:
13. Las Finanzas Públicas en el México Posrevolucionario.
Fausto Hernández Trillo.
Centro de Investigación y Docencia Económicas.
https://hecomexii.files.wordpress.com/2013/08/13-las-finanzas-pc3bablicas-en-el-
mc3a9xicoposrevolucionario.pdf

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