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Nuestro pobre individualismo

Jorge Luis Borges (1946)

Las ilusiones de patriotismo no tienen término. En el primer siglo de nuestra era,


Plutarco se burló de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna
de Corinto; Milton, en el siglo XVII notó que Dios tenía la costumbre de revelarse
primero a Sus ingleses; Fitche, a principios del siglo XIX, declaró que tener carácter
y ser alemán es, evidentemente, lo mismo. Aquí, los nacionalistas pululan; los
mueve, según ellos, el atendible o inocente propósito de fomentar los mejores
rasgos argentinos.
Ignoran, sin embargo, a los argentinos; en la polémica, prefieren definirlos en
función de algún hecho externo; de los conquistadores españoles (digamos) o de
una imaginaria tradición católica o del “Imperialismo Sajón”.
El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos,
no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en
este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es
una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un
ciudadano.
Hegel diciendo: “El Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas
siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la
admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la
amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien
la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese “héroe” es un
incomprensible canalla (1).
Siente con Don Quijote que “Allá se lo haya cada uno con su pecado” y que “No es
bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles
nada en ello”. Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he
sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote
han bastado para convencerme de error; son como el símbolo secreto y tranquilo
de nuestra afinidad.
Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada
noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito
de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al
desertor Martín Fierro.
El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente
corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo y el
americano del Norte juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un
premio cualquiera, el argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a pesar
del premio. En general, el argentino descree de las circunstancias.
Puede ignorar la fábula de que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres
justos -los Lamed Wufniks- que no se conocen entre ellos pero que secretamente
sostienen el universo; si la oye, no le extrañará que esos beneméritos sean oscuros
anónimos. Su héroe popular es el hombre solo que pelea con la partida, ya en acto
(Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya en potencia (Segundo Sombra). Otras
literaturas no registran hechos análogos.
Se dirá que los rasgos que señalo son meramente negativos o anárquicos; se
añadirá que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario.
El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética
lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los
actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y
nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora,
encontrará justificación y deberes.
Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que
tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera (digamos)
un severo mínimo de gobierno.
El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente
poderoso; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud providencial de
hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su antítesis.

Buenos Aires, 1946

(1) El estado es impersonal: el argentino sólo concibe una relación personal. Por
eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho, no lo
justifico o excuso.
¿Y a mi que me importa? Notas sobre sociabilidad y
politica en Argentina y Brasil
Guillermo O'Donnell (1984)

Tanto en Brasil como en la Argentina es común escuchar la expresión “¿Ud. sabe


con quién está hablando?”. Comúnmente la misma es pronunciada por quien
detenta una posición social superior a la de aquel a quien se dirige. Las situaciones
en las cuales se escucha, por ejemplo, son: en un hospital alguien desea entrar
para ver a un paciente y no lo dejan porque terminó el horario de visita, esta
persona indignada y anteponiendo la expresión “Ud. sabe/Você sabe” muestra su
identidad de médico; o en la sala de espera de la oficina del gerente de un banco
algunas personas esperan ser atendidas, una de ellas luego de varios minutos de
espera, se queja ante la secretaria con la típica expresión “¿Ud. sabe quién soy
yo?”, denotando que si la secretaria supiera de quién se trata no lo haría esperar
tanto; o cuando un policía detiene a un automovilista y le pide documentos, si se
trata de una persona “importante” hará uso de la expresión o deslizará entre los
documentos alguna credencial, tarjeta, etc. que lo “identifique” como tal.
Roberto Da Matta (antropólogo brasileño) analiza estas situaciones y plantea que el
uso de esta expresión puede ser considerado como un ritual de la sociedad
brasileña. Tal ritual está revelando una enorme preocupación por la posición social
en una estructura social jerárquica, en la cual las relaciones personales forman el
núcleo de la moralidad. En palabras de Da Matta, este sería un ritual de refuerzo de
la jerarquía o una forma de “traer a la conciencia de los actores las diferencias
necesarias para llevar a cabo rutinas sociales en situaciones de intolerable
igualdad”. Ahora bien, en Brasil, más específicamente en Río de Janeiro, la
reacción de la persona a la que fue dirigida la expresión suele ser una actitud
sumisa, el silencio o un pedido de disculpas por no saber con quién estaba
hablando.
En la Argentina seguramente hemos escuchado en numerosas oportunidades esta
expresión; hasta aquí podríamos decir que existe una semejanza; sin embargo,
como plantea O’Donnell, en vez de silencio o actitud sumisa la respuesta del inferior
muchas veces suele ser: “Y a mí qué me importa” o “Y a mí qué mierda me
importa”. Si atendemos a esta expresión vemos que ella no cancela la jerarquía, la
ratifica y la refuerza, aunque de una forma irritante y violenta: manda a la mierda al
superior. Es decir, tras la apariencia de una actitud más igualitaria o más
despreocupada por el acatamiento al superior que la que predomina en Río, se
refuerza la jerarquía con el uso de la expresión. Si en una sociedad la violencia es
acatada, en la otra la violencia es reciprocada, contestada.(1)

(1) Otras situaciones en las que O’Donnell observa diferencias son aquellas relacionadas
con el trato, la actitud que tienen los mozos, los empleados de comercio o los taxistas en
uno y otro país. En Brasil, generalmente sirven bien, se muestran solícitos y simpáticos, es
decir ellos mismos interponen la distancia social existente. En Buenos Aires, “suelen hacer
una serie de gestos, aproximaciones y omisiones” para dejar en claro que ellos no están
sirviendo sino trabajando. Si en Brasil esto se relaciona con una sociedad serialmente
ordenada, con prolijas y tajantes demarcaciones, en la Argentina nos está hablando
nuevamente de una sociedad que era más igualitaria, y de la construcción de una identidad
social, la del trabajador (con la conquista de derechos, sindicalización, etc.) en la cual los
que trabajaban no necesitaban ser obsequiosos (cosa que ahora, desempleo y
marginalización mediante se podría relativizar). Como señala O’Donnell, deberíamos tener
en cuenta que en la Argentina tales comportamientos y actitudes –como tantas otras
cosas–, tendieron a ser cambiados por la fuerza, reprimidos durante la última dictadura
militar que tuvo como objetivo “poner orden o poner en su lugar” a una sociedad “insolente”,
rebelde y contestataria. Sin embargo, más allá de extendernos sobre esto ahora, lo que nos
interesa rescatar de esta contrastación, es que estas micro-escenas nos hablan de
cuestiones más generales de las sociedades en que ocurren.
Es decir, si contextualizamos (tenemos en cuenta la tradición cultural en la que se insertan,
la relación con otras formas de comportamiento, con las formas de organización y de
demanda de la sociedad) expresiones tales como “yo trabajo, no soy sirviente” o “a mí qué
mierda me importa”, en nuestro país se relacionan con una sociedad que era bastante
igualitaria, o más equiparadora de las distancias sociales que la sociedad brasileña, pero a
su vez autoritaria y violenta. Una sociedad que mandaba a la mierda a quien invocaba la
jerarquía social, pero no por ello la superaba o disolvía, sino que en ese mismo acto la
ratificaba (aunque sembrando odios). Una sociedad en la que fue y es difícil construir
espacios de generalización de intereses, y en la que se aprende que en el corto plazo gana
el que puede amenazar o dañar más al otro.
Esto nos muestra, por un lado, cómo analizando pequeñas situaciones, microescenas, es
posible comprender formas de sociabilidad, de trato, rasgos más generales de una
sociedad. Es decir, estas microescenas nos hablan de una trama de relaciones sociales,
políticas, de poder que es preciso analizar para que nuestro abordaje comparativo no sea
solo una colección de diferencias y semejanzas, o de actitudes exóticas. Confrontar estas
diferencias y semejanzas nos ayuda a entender distintas formas de organización social y, al
comparar nuestras propias formas de marcar o reforzar la jerarquía con otras, nos vemos
obligados a problematizar y contextualizar nuestras propias prácticas, para entender su por
qué y cómo.
La anomia, una patología social argentina
Carlota Jackisch (1997)

La escena transcurre en Berlín, corre el año 1938. Dos diplomáticos de carrera, uno
alemán y el otro argentino, conversan sobre las cada vez más intensas tareas
propagandísticas que el nacionalsocialismo realizaba en el exterior,
específicamente en la Argentina.
El tema había cobrado actualidad por la denuncia que habían hecho asociaciones
de derechos humanos y algunos legisladores socialistas de la Argentina, obligando
al gobierno de turno a presentar una queja formal ante el gobierno del Tercer Reich.
El diplomático alemán, von Weizsäcker, inquirió al argentino, el embajador
Labougle, ¿cómo era posible que grupos de agitadores nacionalsocialistas hubieran
logrado durante seis años desarrollar sus actividades sin que se hubiese producido
ninguna reacción por parte de las autoridades argentinas?
El embajador de Argentina contestó: "porque la Argentina es un país donde, en
general, cada uno hace lo que quiere".
Esta inobservancia de las normas, muchas veces el desdén despectivo hacia las
mismas, no es patrimonio exclusivo de la Argentina, pero distintos indicadores
tienden a mostrar que el "todo vale" es un rasgo fuertemente arraigado en la
sociedad argentina.
Las violaciones a las normas del tránsito son un buen ejemplo de lo dicho. Según
una investigación realizada en Buenos Aires, cada automovíl particular viola un
semáforo en rojo una vez por día, aproximadamente. Los colectivos, cada uno,
violan semáforos a razón de casi dos por hora, cada día. En términos comparativos,
la Argentina es el país con el mayor número de muertos en accidentes del tránsito
en el mundo.

Una forma de ser

Pero el tema no se agota en el incumplimiento de normas viales, también se violan


los códigos edilicios, se adulteran alimentos y medicamentos, se falsifican títulos
profesionales, no se cumplen los horarios (la puntualidad en un sentido amplio es
una norma que no sólo caracteriza a la vida civilizada, sino que mejora la eficiencia
de la sociedad en general), se ensucian los espacios públicos y se pagan sobornos
para no cumplir con determinadas normas.
Según datos de Gallup Argentina, casi un cuarto de la población está dispuesto a
dar dinero a la policía para evitar una multa, cantidad similar de personas se siente
inclinada a no facturar trabajos para pagar menos impuestos o lograr certificados
médicos no veraces, que justifiquen su inasistencia al trabajo. Según la misma
fuente, prácticamente la mitad de los argentinos, si encuentra dinero, ni piensa en
buscar a su dueño, sino que se lo queda.
Este menosprecio por la normatividad por parte de una determinada sociedad fue
estudiada por el sociólogo francés Emile Durkheim en el siglo pasado y acuñó el
término "anomia" para describir ese comportamiento social. Durkheim sostenía que
en una situación en la que se borran todos los límites, los deseos y las pasiones se
vuelven desmedidos. La insuficiencia normativa (no porque las normas no existan,
sino porque su cumplimiento no es percibido como obligatorio) produciría un estado
social de crispación y ansiedad por lo infinito: la passion de l´infini.
Peter Waldmann ha definido la anomia como un estado de desorganización social
que se remite a la falta de normas claras y vinculantes.
En la Argentina, las normas existen, aunque es cierto que a veces la yuxtaposición
de las mismas o su carácter contradictorio ofrecen la excusa para evitar su
cumplimiento. No es la ausencia de normas lo que explica el carácter "anómico" de
la Argentina, sino el desprecio a la normatividad por parte de segmentos
considerables de la sociedad.
Jaime Potenze contaba hace unos años en la Fundación Carlos Pellegrini que era
muy común que, frente a una comisaría, cuando un agente de policía aparecía con
alguien al que llevaba preso, la gente que se reunía allí gritase "que lo larguen, que
lo larguen".

Solidaridad para el delito

Existe en la Argentina una solidaridad con quien delinque. Estadios de fútbol


repletos ovacionan a un director técnico violador de un menor. Un jugador de fútbol,
adicto a las drogas, es colocado como la cara visible de una campaña contra el uso
de drogas. Ese mismo jugador, ante el asedio periodístico, descarga una escopeta
contra reporteros y la condena no termina de fijarse porque el poder político percibe
una opinión pública mayoritaria favorable a su absolución.
Evidentemente, una justicia dependiente del poder político o de la opinión pública,
no constituye un factor que ayude a disminuir el caudal de anomia de una sociedad.
En términos generales, la anomia sólo puede ser combatida mediante un Poder
Judicial que imparta justicia sólo ateniendose a las leyes.
En la Argentina, el Poder Judicial sufre desde hace décadas una fuerte devaluación
social. Innumerables sondeos muestran que los argentinos no confían en la Justicia
y, además, están convencidos de que intereses de distinta índole influyen en las
decisiones de la judicatura.
Qué valor puede otorgar una sociedad al cumplimiento de las normas si la
institución cuya función es asegurar ese cumplimiento no es confiable, sus
atribuciones no son cumplidas cabalmente, sus acciones no son justas y para
pertenecer al cuerpo se requieren, en algunos casos, otras condiciones que las
relacionadas con la función.
Evidentemente este hecho produce anomia, pero también muestra anomia en la
propia institución judicial.
Nunca es mejor no hablar de ciertas cosas
Raquel Garzón (2019)

Cuesta encontrar entre los candidatos que se disputan los favores de los votantes
para estas elecciones propuestas que pasen la doble prueba de la consistencia y el
detector de mentiras.
Lo graficó hace unos días el economista Roberto Frenkel refiriéndose a las
promesas contradictorias de Alberto Fernández. "Está en campaña; lo que se dice
en campaña...". ¿Pero si ese fuera el programa?, le repreguntó el periodista Carlos
Pagni. "Encomendémonos al Señor, porque es inconsistente", resumió el
entrevistado.
Ese cortoplacismo (lo que importa es ganar la elección, después vemos) no se da
solo en la política. En ocasiones, las relaciones personales y la vida cotidiana
también apelan al autoengaño y la lógica del "vamos viendo" porque luce en
apariencia como lo más sencillo.
Manda entonces lo que no decimos, lo que no encaramos, lo que no resolvemos. Y
vivimos pateando hacia delante ciertas decisiones de fondo.
De la pareja a los hijos, pasando por los lazos que nos unen a padres y amigos
evitamos a veces confrontar, definir, sanar, creyendo que tal vez sea mejor no
hablar de ciertas cosas.
Como si no aclarar un gesto que nos hirió o decir con todas las letras que la
respuesta que esperábamos y no llegó nos dejó "pedaleando sin cadena", nos
ahorrara los costos amargos de solucionar lo pendiente.
La negación colectiva nunca es gratuita ni indoloros sus efectos. Cuando los
números no cierran, por ejemplo, el precio es el que imponen recurrentemente los
malos conductores para compensar sus errores: devaluación y suba de impuestos.
Siempre pagan los mismos y la recaída, sabemos, está garantizada más temprano
que tarde.
El mundo privado también devalúa y se empobrece cuando eludimos los diálogos
necesarios. Aunque no todas sean palabras amables, quien te quiere bien no te
arregla con silencios.

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