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LA REVOLUCIÓN DE LA ALEGRÍA POR EL DOLOR AJENO

Vientos huracanados en la isla peronista. Cómo entender el


macrismo: menos Durán Barba y más Hegel. El colectivismo
oscuro y la i-rresponsabilidad. Los ricos también sienten
envidia. La máxima perversa: Verdad = Dolor. El
significado de la conducción de Cristina. Por Damián Selci

(publicado en PLANTA REVISTA - noviembre de 2017)

Huracán en la isla
Los fanáticos de John Ford quizá recordarán el extraño y
chocante argumento de Huracán en la isla (The hurricane,
1937). La primera hora del filme consiste en la narración
minuciosa y sensitiva del romance entre dos nativos de la
isla Mankoora, Teranji y Marma, que resulta frustrado por el
injusto encarcelamiento de Teranji a manos del gobierno
colonial. Las imágenes narran con profundidad y detallismo
las emociones en juego: el amor sensual, la inocencia vejada
de los indios, la violencia colonialista, el deseo irrefrenable
de libertad de Teranji… Y cuando el espectador ya ha
tomado partido por los nativos y se encuentra totalmente
inmerso en la historia, viene el huracán. Durante largos
minutos contemplamos olas de cincuenta metros de alto que
literalmente destruyen la isla, matando a todos los
personajes, nativos y coloniales, inocentes y déspotas,
hombres, mujeres y niños sin distinción. No se salva nadie.
Así termina la película.
La analogía se torna inevitable cuando pensamos en la
relación que existe entre la “interna del peronismo” y el
gobierno de Mauricio Macri. Mientras los analistas políticos
y peronólogos de toda laya están inmersos en la interna
peronista, mientras los intendentes, gobernadores,
legisladores y referentes cautivan a la prensa con su difícil
teatro de señas, señuelos y señales… viene el huracán y
arrasa con todo. Las diferencias significativas entre Huracán
en la isla y (por ponerle un nombre) Huracán en el
peronismo son dos, pero claves. En el caso de John Ford, no
había ningún personaje que tuviera conciencia de la
inminencia del huracán. En nuestro caso, sí: Cristina
Fernández de Kirchner. La segunda diferencia es que, por
fortuna, el huracán puede ser enfrentado políticamente, si
ocurre la doble maravilla de comprender su gravedad y
actuar en consecuencia.

Hegel en Nordelta
¿Cómo caracterizar al macrismo? ¿Por qué ganaron las
elecciones otra vez? ¿Cristina se equivocó? ¿La gente es
estúpida? ¿O los tarados somos nosotros? Todos estos
interrogantes suelen aparecer disfrazados detrás de una
petición intelectual, que en realidad es una derrota o una
declaración de pereza: “necesitamos un Durán Barba”. La
premisa es que la sociedad ha cambiado y no la
comprendemos, por mantenernos con las obsoletas
categorías de los movimientos populares del siglo XX. Sin
embargo, es bien sabido que los jóvenes apoyan
masivamente al kirchnerismo y los viejos votan
absolutamente al macrismo, de modo que Macri no puede
estar imponiéndose por usar mejor Snapchat. Prolonguemos
un poco la refutación de la incidencia de Durán Barba:
cualquiera que haya leído los libros del ecuatoriano
encontrará que su edificio conceptual descansa sobre lo que
llamaremos la “oposición posmoderna” por
antonomasia: ideología versus consumo. A lo largo de
páginas y páginas, Durán Barba describe que las sociedades
occidentales han cambiado y que las ideologías ha muerto:
los jóvenes no desean la Revolución, sino determinadas
zapatillas; los grandes ideales perecen bajo un sano
hedonismo consumista; las personas sólo esperan que los
políticos les resuelvan sus demandas y no den grandes
discursos, etc. Analistas como José Natanson se han
emborrachado inolvidablemente con estas razones. Sin
embargo, otra vez: es evidente que los triunfos de Macri no
tienen nada que ver con el anhelo consumista de la sociedad.
Macri se diferencia de Menem “justamente” porque no
promete consumo: sólo promete que los otros consumirán
menos. No dice “vamos al Primer Mundo”, sino “basta de
planes sociales”. Su programa de gobierno, y su
comunicación política, es anti-Durán Barba. Todos
consumen menos; pero algunos consumen menos todavía.
Así que no necesitamos los consejos de Durán Barba, que
son de la época de Menem, sino –eso parece– las suspicacias
de la dialéctica hegeliana.
Para entender el vínculo entre el Gobierno y buena parte de
sus votantes, podemos remitirnos al conocido episodio de “la
cheta de Nordelta”. La circulación del audio donde una
cirujana de clase alta, flamante residente de Nordelta,
describe con horror los hábitos de sus vecinos, ha sido
generalizada. Ahí radica su popularidad: a la “cheta de
Nordelta” (que advierte a su interlocutora, Michelle, sobre su
“moral ética y estética”) le repugnan costumbres de lo más
inocentes, como tomar mate cerca del río con la familia y la
reposera. Eso es lo gracioso: que alguien se sienta superior
por repudiar el mate, los bizcochos, el perro correteando en
el agua… La cheta de Nordelta le aclara a Michelle que si
ella adquirió la propiedad en Nordelta fue precisamente para
que no hubiera gentuza gozando de los mismos privilegios
que ella (pervirtiéndolos, claro). En dos palabras, lo que le
molesta a la cheta es haber gastado 200 mil dólares para
diferenciarse de los negros, precisamente para no verlos, ¡y
que no le hayan alcanzado!
¿Por qué le molesta tanto el mate a la cheta de Nordeta?
Hay una buena frase de Slavoj Zizek, de su
libro Contragolpe absoluto: “La mirada que ve el Mal en
todas partes se excluye a sí misma del Todo social que
critica, y esta exclusión es la característica formal del Mal”.
Traducido a nuestros términos, el elemento clave de la
“cheta de Nordelta” es que ve el Mal por todas partes,
incluso en acciones carentes de toda intención como tomar
mate y meterse a nadar en el río… pero, precisamente, se
excluye de lo que critica, se “pone a salvo” del Mundo
horrible que describe y desprecia –cuando lo “horrible”, en
todo caso, es su mismo distanciamiento del Mundo. En otras
palabras, se niega a ver que su “moral ética y estética”
configura un terrorismo de las costumbres, donde toda
acción es judiciable salvo el mismo hecho de juzgar.
Escuetamente: todos son malos y feos, menos ella. O para
decirlo con Zizek, el Mal no reside en los que toman mate en
Nordelta, sino en la mirada que se auto-excluye de la
sociedad para enjuiciarla y condenarla “desde afuera”. En la
realidad política argentina, esta mirada que ve el Mal por
todas partes, esta “conciencia enjuiciadora” (como la llama
Hegel en la Fenomenología del espíritu) que se salva de la
condena sólo por ser quien condena, está representada por
Elisa Carrió[1]. Acá encontramos la raíz conceptual de la
persecución contra los kirchneristas, que ya puso a Milagro
Sala, De Vido y Boudou en la cárcel: la conciencia
enjuiciadora o simplemente Alma Bella (que es un mero
quejarse por el curso de mundo, como si ella no tuviese
responsabilidad de nada) tiene ahora poder de policía. Así
son las cosas. Lo que literalmente debe llamarse i-
rresponsabilidad, y cuyo lema básico reza “todos son malos,
menos yo que jamás tengo la culpa de nada”, toma el control
de la sociedad –o, más sombríamente, el Mal coincide con el
Estado.

El sujeto macrista según Rousseau


En Argentina, hoy, gobiernan los malos: es decir, gobiernan
los envidiosos, los que viven juzgando al resto, los
irresponsables. La tesis puede sonar estrafalaria porque
estamos acostumbrados a pensar, y así es en parte, que el de
Macri es un “gobierno de los ricos”. Pero los ricos también
sienten envidia –¿de quién? De los pobres, por supuesto.
Para decirlo muy llanamente, las personas comunes nos
imaginamos la riqueza como una vida llena de lujos, sin
problemas, llena de placeres y viajes… Y conjeturamos que
todo lo que puede querer un rico es la prórroga sin límites de
esa vida, para sí mismo y para su descendencia. Sin
embargo, si esto fuese así, las clases altas, las clases medias
acomodadas y los trabajadores alcanzados por Ganancias, a
los que les fue mejor con los gobiernos kirchneristas que con
las “gestiones explosivas” de la dictadura, Alfonsín, Menem
y Duhalde, deberían haber apoyado a Cristina. ¿Por qué
hicieron todo lo contrario? Porque lo que deseaban realmente
no era más consumo para sí, sino menos consumo para los
otros. No bastaba simplemente con poder cenar afuera cinco
veces por semana, además era necesario que “los vagos,
pobres, planeros” no pudieran ni siquiera hacer un asado al
mes...
¿Es un comportamiento extraño? Rousseau lo describe en
las últimas páginas del Discurso sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres. Por un lado, dice, existe el
“amor por sí mismo”, que es simplemente el instinto de
conservación de la criatura humana, y que constituye la base
de la empatía. Esto evidentemente no es egoísmo, o si lo es,
se trata de un “egoísmo bueno” que incluso fundamenta
acciones altruistas (por ejemplo, la máxima “no hagas a los
demás lo que no quieras que te hagan a vos” parte de una
premisa individualista –no querer sufrir– y extrae una
conclusión “comunitaria”: tratar bien a los demás para
recibir un buen trato). Por otro lado está el “amor propio”,
que según Rousseau “conduce a los individuos a apreciarse
más que a los demás”. Nuevamente es Zizek quien ilustra el
sentido de la distinción rousseauniana en su gran
libro Menos que nada: “El auténtico opuesto del amor de sí
egoísta no es el altruismo, una preocupación por el bien
común, sino la envidia o resentimiento, lo que me hace
actuar contra mis propios intereses: el mal entra en juego
cuando yo prefiero el infortunio de mi prójimo a mi propia
fortuna”. En otras palabras, el egoísta que simplemente
piensa en sí mismo puede sacar la conclusión pragmática de
que le “conviene” tratar bien a la gente para recibir buenos
tratos, mientras que el egoísta que goza con el malestar
ajeno, en aras de alcanzar su objetivo, bien puede
sacrificarse y soportar un poco de malestar propio… La
paradoja es clara: como los egoístas “buenos” sólo piensan
en sí mismos, no tienen en principio ningún problema con la
vida de los demás y pueden votar perfectamente a Cristina si
ella les garantiza mejores estándares de consumo personal…
mientras que los egoístas “malos” están irritados por la vida
de los otros –de manera que sólo pueden votar a Macri, el
único que promete la desgracia ajena. El problema, entonces,
no es que sean insensibles a los demás, sino que les “interesa
demasiado” (y patológicamente) la vida de los demás: al
punto de querer arruinarla, y al costo que sea. El problema,
en resumen, es que sí tienen pensamiento colectivo: pero es
un colectivismo oscuro, sacrificial.
Como puede verse, hemos desbordado completamente el
marco de Durán Barba: la base emocional del sujeto macrista
no es el individualismo hedonista/consumista que ignora los
grandes discursos morales, sino la obsesión contra el goce
ajeno, que debe ser denunciado con una proclama moralista
fanática (lo que Hegel llamaba “conciencia enjuiciadora” y
podemos resolver como envidia). Es decir, el discurso
sacrificial de Carrió es la verdad de la perorata permisiva de
Durán Barba, su “lado oculto” (que es lo que la “oposición
amigable” se resiste a asumir).
¿Cómo se transforma esto en una política económica? Es
simple, abusivamente simple. El sujeto macrista no busca
que lo eximan de pagar Ganancias, ni pretende Iphones
importados –el sujeto macrista es el que está dispuesto a
hacer los sacrificios que sean necesarios con tal de que los
“vagos, planeros, negros” consuman menos. La maldad
macrista no reside entonces en una búsqueda del placer
propio a cualquier precio, sino en una búsqueda del dolor
ajeno a cualquier precio (incluso al precio del tarifazo de
luz, gas, agua, transporte…). Es inevitable citar la
estremecedora formulación de Zizek: “Lejos de oponerse al
espíritu de sacrificio, el Mal emerge aquí como puro espíritu
de sacrificio, como predisposición a ignorar el bienestar
propio –si, a través del sacrificio, consigo privar al Otro de
su goce.” El sujeto macrista no es un hedonista que busca los
placeres livianos de la posmodernidad. Todo lo contrario:
sufre los tarifazos, pero digamos que lo hace con alegría: los
considera el precio que hay que pagar para que el Otro la
pase aún peor –comportamiento que se verifica entre los que
“prefieren” pagar por ver el fútbol con tal de que otros
también deban (y no puedan) hacerlo. (Un especialista en
focus group contó una vez que le había preguntado a un
grupo de macristas de clase media cuál era, en su opinión, la
medida de Cristina Kirchner que más los había perjudicado.
Ellos respondieron: “la peor medida fueron los subsidios a
las tarifas”. Ante la sorpresa del especialista, explicaron que
estaban satisfechos con los aumentos de Macri “porque antes
vivíamos en una mentira” –la mentira, por supuesto, es que
los argentinos pudieran vivir bien).
Tales son las conclusiones oscuras del momento: los malos,
los envidiosos, sienten que están haciendo su revolución.
Con un poco de sarcasmo, podemos definirla como la
Revolución de la Alegría por el Dolor Ajeno. Esta es la
mística macrista: sacrifican su calidad de vida por una causa
“colectiva”, la represión del goce de los demás[2]. Como
puede verse, no son gente que piense sólo con el bolsillo. Se
guían por valores, en principio sin importar las
consecuencias. Su máxima moral es: Obra de modo tal que
puedas asegurar el sufrimiento ajeno, aun si eso implica el
sufrimiento propio. Y por fin tienen un gobierno que prohíbe
el mate en Nordelta.

La comunidad de la envidia
¿Qué es el populismo para los macristas? Es un grupo de
gente que se dedica a ocultar la Verdad, y la Verdad es el
Dolor. Si alguien propone una verdad que no duela, miente o
“maquilla las estadísticas”. Por esa razón, la buena vida es de
por sí mentirosa, y los que suministran una buena vida son
corruptos en este exacto sentido: no porque roben dinero
para ellos, sino porque le mienten a la gente… ¿de qué
forma? Evitándoles el dolor –con políticas sociales, salud
pública, paritarias al alza, subsidios, etc. Por eso deben ser
encarcelados.
Las máximas perversas del macrismo, sin embargo, no son
una invención de Macri. Personas de lo más honorables
albergan pensamientos tenebrosos. Pensemos en la típica
frase que podían escucharse, hace unos años, en los barrios
populares del Conurbano: “Cristina es una buena presidenta,
yo nunca estuve mejor, pero no me gusta que mantenga a los
vagos”. Un individualista puro jamás se molestaría por ver
qué hacen o dejan de hacer los vagos. Pero el sujeto macrista
siente una envidia rabiosa por el disfrute de los demás, así
sea la jubilación de las amas de casa, Tecnópolis o la TDA.
Por eso, el punto débil del macrismo no es que promueve
una cultura individualista, sino que sólo puede formar una
comunidad de envidiosos sin vida propia, cuya principal
exigencia es el malestar ajeno. Uno podría preguntarse: ¿en
qué le molesta a Federico Sturzenegger que las clases
populares puedan comer asado todas las semanas? Le
molesta porque él no puede disfrutar del asado por sí mismo;
tiene que imaginarse la mirada sufriente de los pobres para
deleitarse en serio. Los envidiosos no se relacionan
directamente con el placer; deben interponer el fantasma del
displacer ajeno. Esta perversidad es la que hoy gobierna.
Por supuesto, el espíritu de sacrificio tiene límites. La
“austeridad” de De la Rúa era considerada meritoria al
momento de asumir; pero hay un momento en que el
discurso del sacrificio deja de tener eficacia, y ello ocurre
cuando el dolor de los demás deja de “justificar” el mío –es
decir, cuando noto que mi sacrificio no es la condición del
sufrimiento de los que están abajo, sino que permite el goce
de los que están arriba. Para decirlo con toda llaneza, los que
“están hartos de mantener vagos” quizá tengan razón en su
hartazgo, sólo que los vagos que están manteniendo no son
los “pobres, negros, planeros”: son los ricos. El dinero de sus
impuestos no va a los planes, va a Aranguren. De este modo
se pasa del neoliberalismo al populismo, que es el primer
paso hacia la (y lo diremos con un término que tal vez suene
anticuado) liberación de la Patria. Pero sólo el primero. El
segundo es el materialismo dialéctico.

La amiga del pueblo


Esto es lo que enfrentamos: una ideología sacrificial que no
promete ningún bienestar, excepto el que deriva de la
desgracia ajena; el País de la Envidia, el Estado de Malestar;
como escribió Tom Raworth, “una política de pura
destrucción / llevada en camionetas sin marcas”. ¿Es esto
maniqueísmo? No hay que temer a la moralización del
análisis, no solamente porque sea descriptivamente más
eficaz que la “ecuanimidad” insípida de los analistas de los
blogs, sino por una razón táctica: lo único que puede
contrarrestar la “desmoralización” de las fuerzas populares
es la “moralización” de la lucha política –en otros términos,
la conciencia de que enfrentamos al Gobierno de los Malos,
y que por ende no podemos concederles nada, ningún
“elogio objetivo” a su capacidad política o comunicacional,
ningún gesto que los favorezca o fortalezca. A un “régimen
macrista” (como lo designó Cristina hace pocos días) no hay
virtudes que reconocerle, porque su principal característica
como régimen es la destrucción de la neutralidad: si todas las
instituciones sociales están bajo su control, no hay
obviamente “lugar neutral” desde el cual opinar, ni “méritos
políticos” que pudiesen establecerse sobre la base de
determinadas reglas compartidas. Enumeremos: prensa
acallada, oposición política y sindical perseguida, Poder
Judicial comprado, provincias enteras amenazadas –en esas
condiciones, por cierto, hasta Macri puede gobernar…[3]
Ahora bien, que ellos sean los Malos no significa que
nosotros seamos los Buenos. Desde el punto de vista del
materialismo dialéctico, hay que sostener más bien que ellos
son los Malos porque nosotros no llegamos del todo a ser los
Buenos –en otras palabras, ellos son “irresponsables” (y se la
pasan echándole la culpa a la pesada herencia) porque
“nosotros” no asumimos por completo la invitación de
Néstor y Cristina a luchar a fondo contra Clarín, contra el
Partido Judicial, los bancos, contra nuestras pequeñas
mezquindades… nuestro temor… En otras palabras, cuando
los trolls del macrismo responsabilizan al kirchnerismo de
“todo” lo que ocurre, de algún modo dan en el blanco: si
según Zizek la “característica formal” del Mal consiste en
situarse afuera del mundo, y de esa forma i-
rresponsabilizarse de lo que ocurra y criticarlo todo, el rasgo
formal mínimo del Bien debe ser el contrario:
comprometerse con el mundo y responsabilizarse de lo que
pase –no huir ante la adversidad, tomarse en serio la batalla
política y cultural, participar, poner el cuerpo. Algo que
todos estamos haciendo, pero debemos hacer más, sin miedo,
sin infantilismo, sin quejas, con el espíritu.
Por eso, ahora que incluso Cristina perdió las elecciones,
ahora que descubrimos que no hay salvadores mágicos
(como ella se encargó de aclarar varias veces), ahora
tenemos la oportunidad de liberarnos de nuestra propia
pereza, nuestra propia i-rresponsabilidad –es decir, de
nuestra propia “maldad”, nuestro propio modo de excluirnos
del Todo social y simplemente echarle la culpa a los demás
de lo mal que anda todo y, como el Alma Bella, criticar todo
sin hacer propiamente nada. La conducción de Cristina
evidentemente no significa que se resuelven todos los
problemas y podemos dedicarnos cada uno a nuestros
asuntos, sino a la inversa: Cristina es la única que invita a la
sociedad, a cada uno de nosotros, a asumir la responsabilidad
sobre el país. Cuando alguien dice “con Cristina no alcanza”,
ella podría responderle: sin vos, tampoco… Cristina no es
una madre que nos protege de los peligros, ella no
“garantiza” nada; más bien es una amiga que, por así decir,
se pone a nuestro nivel y sin sermones ni paternalismo nos
insta a la acción, a hacernos cargo de las cosas: muestra en la
práctica cómo enfrentar a los Malos, nos dice “no tengas
miedo” y ella misma no tiene miedo; nos insta a que nos
atrevamos a pelear, y ella misma se atreve. Mientras la
interna peronista es una isla donde todo el mundo pierde el
tiempo en conflictos menores sin percibir que se avecina el
huracán, Cristina mantiene abierta la puerta a la militancia
política y con este solo gesto continúa derrotando al
macrismo en la batalla más importante de todas, por lo
menos en Argentina: incluso en el país del genocidio, el
terrorismo de Estado, el miedo a la política, todos los
ciudadanos siguen teniendo el derecho infinito a la
militancia.

[1] Preventivamente, Hegel analiza el audio de la “cheta de


Nordelta” en un conocido pasaje de la Fenomenología del
espíritu: “Esta conciencia enjuiciadora es, de este modo, ella
misma vil, porque divide la acción y produce y retiene su
desigualdad con ella misma. Es, además, hipocresía, porque
no hace pasar tal enjuiciar como otra manera de ser malo,
sino como la conciencia justa de la acción, se sobrepone a sí
misma en esta su irrealidad y su vanidad de saber bien y
mejorar a los hechos desdeñados y quiere que sus discursos
inoperantes sean tomados como una excelente realidad”.
[2] El sacrificio, lógicamente, tiene buena prensa en el
mundo grecorromano que vivimos. Pero una cosa es
sacrificarse por el bienestar de uno mismo y su familia (por
ejemplo, trabajando horas extras para pagar los estudios de
los hijos), y otra cosa muy diferente es sacrificarse por el
malestar de otros (pagando el rídículo tarifazo eléctrico del
macrismo, solamente para que otros ya no puedan pagarlo).
Esta diferencia es la misma que existe entre el sacrificio del
héroe y el suicidio del perverso.
[3] Para que haya derecho a la “objetividad” o
“neutralidad”, tiene que haber primero lugar para la
“subjetividad” y el “partidismo”: si el ejercicio del
partidismo opositor está amenazado, eso significa que
cualquier expresión “neutral” que no sea idéntica a la línea
del régimen será penalizada –como bien saben los
periodistas afines al Gobierno: si por una vez no dicen lo que
dice Marcos Peña, tendrán un ejército de trolls
hostigándolos.

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