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INTRODUCCION
El Concilio Vaticano II expuso una doctrina escatológica que propiciaba una renovación del
tratado llamado De novissimis (De las cosas últimas). En la Constitución Dogmática Lumen
Gentium, el Concilio afirma que la Iglesia alcanza su realización en la gloria del cielo;
realización que implica la restauración de todas las cosas, del género humano y también del
mundo, en Cristo. La restauración prometida, y que esperamos, "ya ha comenzado en Cristo,
continúa impulsada por el envío del Espíritu Santo y por medio de Él persiste en la Iglesia" (n°
48). Es decir que la renovación del mundo está fijada de manera irrevocable y, de manera que
podemos llamar real, está anticipada en la Iglesia que vive en la tierra.
Puesto que poseemos la primicia del Espíritu, gemimos dentro de nosotros con la esperanza
de entrar con Cristo en el banquete nupcial, pero antes de reinar con Cristo glorioso, estamos
sometidos al juicio, y por lo tanto, tenemos que estar alerta. Al respecto nos dice el catecismo:
Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado
verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después
de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último
día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros,
Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co
6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11). (CEC 989)
El diálogo en tomo al futuro del hombre se trata no sólo del futuro, sino también del hombre,
de este hombre de carne y hueso, en este mundo y en esta historia. Y que, por tanto, no
puede haber salvación para este hombre si no se salva también su mundo y su historia, y si
no se hace visible ahora que tal salvación es real.
2. TEOLOGÍA DE LA MUERTE
Cristo ha afirmado los frutos abundantes del grano de trigo que muere (Jn 12,24). Con todo su
amor, se compromete con su destino de muerte para cumplir la voluntad del Padre, y le
reprocha a Pedro que deseara que el suplicio fuera evitado: "La copa que me ha dado el
Padre, ¿no la voy a beber?" (Jn 18,11). Se trata de un don del amor paterno, al cual Él
responde con una entrega total de confianza: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc
23,46). El Padre dispone de nuestra vida y determina de manera soberana la hora de nuestra
muerte para recibirnos en su casa. Y no nos es dado decidir lo más mínimo sobre esa hora.
La muerte recapitula la historia personal. Como acción traspasa toda la historia; el instante
final sella irrevocablemente la obra creada.
Por lo tanto, la opción final, propiciada por la gracia, acontece en condiciones de vida terrenal.
La conversión del buen ladrón es, pues, un ejemplo de la opción final que corrige la vida
anterior y expresa una nueva disposición última para entrar en la vida eterna (Lc 23,42).
La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte,
propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14,
33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del
Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf.
Rm 5, 19-21). CEC 1009
El mismo Jesús ha encomendado la vigilancia constante, durante la vida terrenal, con vistas a
su llegada, muchas veces inesperada, en la hora de la muerte. Dichosos los siervos a quienes
el amo halle despiertos al llamar a la puerta a su regreso. De regreso de la boda, el amo, que
se presenta como esposo, invita a los siervos que lo han esperado despiertos al banquete
nupcial; es más, él mismo les servirá en la mesa (Lc 12,35-37). La parábola de las diez
vírgenes, en la que cinco de ellas encuentran la puerta cerrada y no pueden entrar con el
esposo, encierra la misma enseñanza: "Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora" (Mt
25,13).
La muerte en la perspectiva de la realidad meramente humana la veíamos como un fin del
hombre entero. Cristo ha muerto para resucitar. La resurrección es la recuperación de la
existencia del hombre entero, no ya en un retorno a un periodo pasajero, destinado de nuevo
a la muerte, sino en el estado definitivo de la existencia eterna, con un tipo de corporalidad o
racionalidad ilimitado, abierto, no restringido, definitivo. De ser-para-la-muerte vuelve a ser-
para-la-vida. La muerte cristiana no es fin, sino un paso, tránsito. Como Cristo, el cristiano no
muere para quedar muerto, sino para resucitar [ CITATION Mar05 \l 9226 ].
Como declara la Congregación de la Doctrina de la Fe (AAS 71, 1979, p. 941) "la resurrección
se refiere al hombre entero", pero existe también la supervivencia y la subsistencia, después
de la muerte, de un elemento espiritual dotado de conciencia y libertad, el "yo humano" que
subsiste sin el complemento del cuerpo; para designar a este elemento, la Iglesia recurre a la
palabra "alma". La existencia de esta alma "racional e intelectiva" ya había sido definida por el
Concilio de Vienne (DS 902).
La idea cristiana de la inmortalidad del alma quiere decir ni más ni menos que esto: la acción
resucitadora de Dios no se ejerce sobre el vacío absoluto de la criatura, sobre la nulidad total
de su ser, sino que se apoya en la alteridad reclamada por la relación dialógica interpersonal
Dios-hombre. Que por tanto hay «algo» en el hombre que, pese a la muerte, no es amortizado
por la nada y se impone a la atención de Dios. Que, en fin, a partir de ese «algo» (llámese
como se llame), que ciertamente por sí solo ya no es hombre, es como Dios restaura la vida
del sujeto mortal en su cabal identidad, obrando así una resurrección, y no una creación
desde la nada.
¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre
cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse
con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la
vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: "los que hayan hecho el bien
resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 29; cf. Dn
12, 2).
¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo"
(Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él "todos resucitarán
con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos" (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero
este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co
15, 44).
«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de
Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y
otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son
corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon,
Adversus haereses, 4, 18, 4-5).
¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al fin del mundo" (LG
48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de
Cristo:
«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios,
bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).
Según la Constitución promulgada por Benedicto XII, la vida gloriosa del más allá, tiene como
propiedad distintiva, la de poseer una visión inmediata de Dios: "estar en el cielo" equivale a
ver la esencia divina. Esta visión expresa una intimidad plena: Dios no esconde nada de su
ser; hace que el alma del santo penetre en la profundidad de su misterio divino. Los cuatro
adverbios utilizados expresan la intención de una transparencia absoluta: inmediata, directa,
clara y abiertamente. En nuestra existencia terrenal no podemos comprender el valor de tal
visión, porque podemos conocer a Dios sólo por medio de las criaturas y no entendemos qué
significa ver a Dios sin recurrir a esa mediación. Es por eso que el acceso a la visión beatífica
se revela siempre como una inmensa sorpresa para los elegidos.
Otro aspecto, también importante, consiste en la unión íntima con Cristo. Jesús les promete a
sus discípulos una vida con él: "Os tomaré conmigo, para que donde esté yo también estéis
vosotros" (Jn 14,3). Al buen ladrón le ofrece esa misma unión: "Hoy estarás conmigo en el
paraíso" (Lc 23,43). Las palabras de Pablo son muy significativas: "Estaremos siempre con el
Señor" (1 Ts 4,17) y también su deseo supremo: "Deseo irme y estar con Cristo" (Flm 1,23).
Decir: "en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (Jn 14,2) es como invitar a los discípulos
a entrar en una familiaridad completa con el Padre. No se trata sólo de ver al Padre en el
cielo, sino de vivir en un continuado contacto con él, compartiendo el amor filial de Jesús.
La imagen del banquete nupcial muestra que la vida eterna es una fiesta del amor. El Esposo
es Cristo (Mt 22,1-14; 25,1-13). Él es fuente de felicidad, que difunde el gozo de su amor y
crea un ambiente de amor fraternal. "Muchos son los llamados", es decir, los invitados que
asisten al banquete, después del rechazo por parte de algunos "elegidos". Ante ese rechazo,
el Padre ha reaccionado con una generosidad más universal, dirigiendo a todos la invitación.
Aunque el objeto de la visión sea el mismo para todos, el concilio de Florencia (1439) ha
proclamado una diversidad de grados en la visión beatífica: las almas puras o purificadas "son
acogidas inmediatamente en el cielo y contemplan abiertamente a Dios tal como es, uno y
trino, pero unos lo hacen más perfectamente que otros, según sus méritos" (DS 1305). La
perfección de la visión es, pues, proporcional a los méritos.
REFERENCIAS