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1. Grandeza de la salvación.
El acontecimiento salvador de Jesucristo está vivo y latente en las primeras
comunidades cristianas, sin embargo, algunos no lo acogen con seriedad, por lo que uno
de los primeros llamados es a “no ser mediocres en la salvación” (II Ad Cor, I). Pues
Cristo ha venido a salvar a los caídos, a los que perecen y por eso debe el cristiano
exultar de gozo (II).
2. Coherencia de fe y vida.
Sin embargo, la salvación ofrecida no se queda en un plano lejano, sino que se traduce
en la vida misma, por lo que para confesar a Cristo hay que hacerlo cumpliendo su
Palabra y teniendo un buen actuar viviendo en templanza, misericordia y bondad (III-IV).
Esta vivencia se debe hacer como diría el apóstol Juan en su Evangelio: en el mundo sin
ser del mundo (Cf. Jn 17, 15-16) que podría resumir los numerales VI-VI. También es de
destacar que se da mucha importancia al arrepentimiento, “procedente de un corazón
sincero” (IX), aspirando a un goce eterno. Es reiterativo el mandamiento del amor en la
carta (IV, IX, XIII). Esta parte exhortativa tiene semejanza con la primera parte de la
Didajé, que también invita al creyente a obrar según los mandatos del Evangelio (I-V).
3. Esperanza escatológica.
Finalmente, se puede resaltar el tema de que el cristianismo reflejo en esta carta es un
cristianismo con una esperanza escatológica inminente. Por tal motivo, el actuar debía
ser coherente con ese “ya” del Reino de Dios. Exhorta al cristiano a que su fe “se
manifieste el alma en sus buenas obras” (XII), pues de esta manera acontece el Reino de
Dios. Dice el autor que “el día del juicio está cerca” (XVI), que hay que aspirar a la gloria
futura: “una eternidad sin penas” (XIX). Y el texto termina con una oración donde es
posible ver las temáticas de la carta: “Al único Dios invisible, Padre de la verdad, que nos
envió al Salvador y Príncipe de la inmortalidad, por medio del cual Dios también nos hizo
manifiesta la verdad y la vida celestial, a Él sea la gloria por los siglos de los siglos.
Amén” (XX).