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El hombre caído a causa del pecado original es rescatado por Cristo y elevado a la dignidad
de Hijo de Dios. Sin embargo, de esta realidad surge un problema fundamental. Si por la
muerte y resurrección de Cristo todos han sido salvados, las buenas obras del hombre ya no
lo justifican delante de Dios (ley de la retribución), y por ende, podría pensarse que la
salvación se realiza únicamente por deseo de Dios, y no del hombre, lo cual conduce a un
sinnúmero de complejos interrogantes:
Si todo hombre está destinado a la salvación, ¿cómo debe entenderse la voluntad humana?
Si todos los hombres son salvados ¿cómo se explica que aún haya muchos que persisten en
el mal? ¿será que Dios hizo a unos para la salvación y otros para la condenación? O ¿quizá
la solución está en la otra vía y lo que salva al ser humano es su orientación voluntaria a
Dios y no una predestinación estática y prefijada de la historia de salvación? Pero si fuera así
¿sería necesaria la expiación de Cristo en la cruz? En esta tesis abordaremos la respuesta
de la Iglesia a estos interrogantes a lo largo de la historia.
NOCIÓN DE GRACIA EN LA ESCRITURA Y EN LA TRADICIÓN
Podemos destacar dos aspectos generales. (1) la benevolencia de Dios que por gracia
elige a Israel y le ofrece salvación en su amistad. Podemos decir: Dios pone su corazón en
el hombre. (2) el comportamiento de Dios es su dinamismo, el hebreo no piensa tanto
en sustantivos cuanto en verbos: la persona que actúa, en este caso Dios. Los
comportamientos de Dios que podemos llamar gracia son ante todo acciones y
acontecimientos en Dios y en los hombres.
Desde la traducción de la biblia de los LXX, el término griego Xaris ha sido el más utilizado
para referirse a la Gracia divina, traduciendo varios términos del hebreo que designan ante
todo una actitud personal de Dios respecto al hombre. En el NUEVO TESTAMENTO, el
término Xaris adquiere un sentido variado: encanto, amabilidad, reconocimiento, beneficio,
carisma y apostolado, pero su significado fundamental implica el favor gratuito del Padre y
de su Cristo, el amor misericordioso de Dios que en Cristo, perdona al pecador y lo colma
de beneficios.
Los PRIMEROS ESCRITORES Y PADRES de la Iglesia viven las certezas que nacen de la
experiencia del NT. El misterio de la gracia es anunciado en la predicación y
presencializado en los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía. Esto es la actuación de
la gracia que introduce a los hombres en relación con Dios, en Cristo por el don del Espíritu
y en la comunidad eclesial que vive la urgencia misionera (Cf. Didajé VII). LOS PADRES
APOSTÓLICOS hablan de la Gracia como aquella fuerza que los inspira a asumir el
martirio y a predicar con su vida el anuncio del Reino, San Clemente de Roma (PG I 30,2;
1,270),San Ignacio de Antioquía (Eph. 11,1: PG 5,654).
En seguida, a lo largo del siglo II aparecieron las primeras doctrinas gnósticas, sobre la
Gracia: (1) para Basílides, en el 130 d.C. la Gracia divina elige a hombres espirituales no
sólo para el conocimiento de Cristo sino también para una autolibreación del pecado; en el
140 d.C. Valentín propone una teoría de la predestinación de un destino dualista del
mundo de la creación y el mundo de la redención; hacia el 160 d.C. Marción, declara que
en Cristo no existía la divinidad, pues se había demostrado que poseía naturaleza humana
y por tanto no era fuente de la Gracia, por ello cada uno debía liberarse del pecado por
medio de la ascesis, la mortificación de la carne y la huida de este mundo.
Como respuesta a estas posturas, surge la doctrina de la Gracia de Irineo. El Hijo del
creador que se hizo carne, compendia en sí toda la historia (pasado-presente-futuro) y la
recapitula para hacer de todos los hombres, hijos e hijas de Dios, lo que incluye su
participación en la naturaleza divina. Cristo es también para Irineo, la personificación de
la Gracia, habiéndose unido en Él, Dios con el hombre de forma ejemplar y singularísima.
Adán poseyó al principio la gracia del estado originario, y con ella la imagen de Dios más
semejante al creador, que se perdió por el pecado y que Cristo restituye con la Gracia
salvífica. El Espíritu Santo de Dios, actualiza cada día esa historia de restablecimiento del
orden primero, en todo aquel que se una a Cristo, en su muerte y resurrección a través del
bautismo (Col 2,12) y participe por su medio de la filiación divina.
Los testimonios de la primera Iglesia apuntan a ese misterio dinámico y de unidad que
parte de Dios hacia el hombre para hacerle partícipe de su vida. En Oriente el tema de la
gracia queda unido —hasta hoy— a la Trinidad y la economía salvadora. Orígenes
propondrá el tema de la Gracia en la dinámica de la participación trinitaria, San Atanasio
resaltará la famosa postura de la Gracia como divinización por el Hijo, Cirilo de Jerusalén
subrayará el misterio de la Iconalidad (la imagen y semejanza del hombre con Dios)
y la inhabitación del Espíritu Santo, San Basilio pondrá el énfasis de su reflexión en la
Gracia como santificación por el Espíritu; Gregorio de Nisa acentúa la unión con Cristo.
Por último, los Padres Capadocios resaltan la unión sustancial con el Padre por el Hijo en
el Espíritu Santo, y se plantea ya el problema de la Gracia increada y la creada ¿si la
Gracia es Dios mismo, como entender las distintas formas de la Gracia en el hombre?
Cuestión que se trabajará años más adelante en occidente.
A inicios del siglo V en OCCIDENTE, surge una fuerte controversia por la propuesta
doctrinal de pelagio, que en respuesta al dualismo maniqueo que negaba la libertad del
hombre bajo la creencia de la predestinación fijada del hombre para el bien o para el mal,
propone la cuestión de que, el hombre fue creado para cumplir los mandamientos de Dios
por sus propias fuerzas, sin que para ello tenga necesidad de una fuerza diferente a la de
su voluntad, (esto incluía el auxilio de la Gracia sobrenatural). La capacidad que tenemos
de hacer el bien, viene exclusivamente de Dios, que de ella ha hecho merced a su criatura.
Es la Gracia por excelencia. Nada, en efecto, puede alterar, limitar o trabar la libertad
fundamental recibida del creador, ni el hecho de una caída primitiva y anterior al
nacimiento, ni la existencia de una Gracia gratuita, no merecida. Por consiguiente, el mérito
del hombre reside en la voluntad y en las buenas obras. Todo hombre en cuanto dotado de
libertad, participa de la Gracia y podría ser justo, sin necesidad del misterio redentor de
Cristo.
San Agustín respondió a esta postura, con toda una reflexión sistemática sobre la gracia,
que se desarrolla sintéticamente en 9 premisas:
1. El hombre caído es esclavo de la concupiscencia y del pecado, ha perdido la libertad
o poder de amar el bien y de cumplirlo.
3. ¿son pecado todas las obras de los paganos? El libre albedrío esclavo del pecado,
sólo puede hacer el mal. Quien no conozca a Cristo está privado de la Gracia.
7. El hombre justificado tiene siempre necesidad del Auxilio actual de Dios para
ejecutar las obras saludables y perseverar en la justicia.
Siglos más tarde, Santo Tomás, recordará que, el hombre fue creado para la inmortalidad,
pero el pecado que entró en este mundo por la envidia de Satanás lo alejó de ese fin último
(Sb 2,23-24) y para volver a Dios, el hombre caído necesita más que la libre voluntad de la
conversión y el buen obrar, necesita de la Gracia de Dios, que se presenta bajo dos
dimensiones fundamentales:
Gracia sanante: el hombre fue creado para la vida eterna, pero el pecado engendró en su
naturaleza la muerte, alejándolo del fin último para el que había sido hecho, así que lo que
viene a hacer la Gracia, que el cristiano recibe a través de Cristo, es en primer lugar sanar
la herida mortal del pecado, que impide al hombre alcanzar su fin último: la vida eterna. Es
el auxilio sobrenatural que le permite al hombre alcanzar la justificación de todos sus
pecados (Rm 4,25). El ser humano tiene siempre necesidad del auxilio divino (incluso antes
del pecado original), para obrar el bien que se le encomendó en el comienzo de la historia,
la misión de cuidar la creación Gn 2,15,para lo cual, Dios le otorgó un auxilio natural (la
voluntad y la inteligencia), pero para llevar a cabo su fin último: la vida eterna, —bien
sobrenatural que sobrepasa su naturaleza—, necesita un auxilio mayor, la Gracia
sobrenatural que se alcanza sólo por la mediación redentora de Cristo.
En este sentido, para Sto. Tomás, en contraste a san Agustín el pagano puede obrar el
bien, en los límites de la misión terrenal de cuidar la creación, pues reside en él como en
todos los seres humanaos un auxilio natural, para su misión, pero no por ello alcanza su fin
último, necesita además, de la Gracia sanadora de la muerte y resurrección de Cristo para
alcanzar su fin: la vida eterna. Todas las demás obras que se realizan fuera de la gracia
que se adquiere por la redención de Cristo, sean buenas o malas, no contribuyen al hombre
a alcanzar la vida eterna, son obra muertas, que mueren como el hombre que las obra,
pues por su medio jamás alcanzará la vida eterna.
Gracia elevante: la Gracia sana al hombre de las heridas del pecado que lo alejaron de la
vida eterna, pero además elevan su naturaleza, primero en la dimensión ontológica,
pasando de ser creaturas a Hijos de Dios (divinización), realidad que se va consolidando en
la dimensión moral, donde las obras humanas además de ser buenas, tienden a ser santas
y contribuyen a su salvación y a la glorificación de Cristo en ellos y sus obras, pero todo
esto lo obra la Gracia, no es únicamente mérito de la voluntad humana rescatada, sino del
dinamismo del Espíritu Santo que se encarna en la humanidad y la santifica.
Además de estas dimensiones, en Santo Tomás se hace una recopilación de todos los
modos en que puede manifestarse la Gracia, estos son:
La Gracia es el amor de Dios al hombre manifestado de una vez y para siempre en el envío
de su Hijo al mundo, para perdonar al pecador, y hacerlo partícipe de la vida divina. La
acción salvadora de Dios en Cristo tiene, pues, un aspecto fundamental de perdón del
pecado, de «justificación», que no consiste únicamente en el paso de la enemistad a la
amistad divina, ofrecida y otorgada en Cristo, sino que además, refiere a la dimensión
esencial de la salvación universal del hombre. Dado que, incluso quien no ha pecado
personalmente, se encuentra con privación de la gracia que arranca del primer pecado y con
sus efectos negativos en su relación con Dios, consigo mismo y con los otros.
Dios es justo y justificador del que cree en Jesús, señala Pablo en Rm 3,26. La justificación
del hombre es el resultado de su acogida de la justicia de Dios; ello tiene lugar por la fe en
Cristo, ya que en él se ha revelado esta justicia, la salvación para todos los hombres. Fe que
es ante todo Gracia y no mérito humano, Dios permite al hombre la aceptación de la justicia
que lo justifica, y este a su vez tiene la capacidad de acogerla o rechazarla por la libertad con
que Dios lo ha creado. Y es en este sentido que por medio la fe, el hombre conoce la
revelación de la justicia de Dios, acepta libremente el mensaje cristiano, e inseparablemente
con ello el hombre se confía completamente en Dios renunciando a sí mismo y aceptando la
justificación eficaz y auténtica que sólo Dios le puede dar y que lo rescata del pecado original
y su propia inclinación al mal.
Sin embargo, aunque parece una postura muy completa, el apóstol Santiago abre una nueva
dimensión en la justificación afirmando que, “de nada sirve la fe si no va acompañada de
obras: está muerta” (St 2,17.20.26). Las obras muestran la existencia de la fe (2,18). El
hombre es justificado por las obras y no sólo por la fe. Pero no se refiere a las «obras» de la
ley, sino las del amor; en ellas se perfecciona la fe, pues son fruto (Gracia creada) del Amor
de Dios (Gracia increada). No se trata de un camino de salvación al margen de Cristo, sino
de la consecuencia lógica de la fe en Jesús. La fe que no se manifiesta en la vida práctica
está muerta, es decir, no es auténtica fe. Las obras son garantía de que la Gracia de Dios ha
obrado en el hombre justificándolo, es decir, transformándolo en nueva creatura, en Hijo de
Dios.
Trento
En respuesta a la postura reformista frente a la justificación que anulaba la libertad humana
en el plan redentor de Dios, el concilio de Trento aclara que la justificación es ante todo una
transformación interior operada por la comunicación de la gracia santificante, de modo que,
no es un simple encubrimiento de los pecados. Así, toda la fuerza salvífica reside en la gracia
de Dios, donde el hombre colabora también con su libre voluntad que se encuentra
lesionada, mas no destruida, por el pecado original; de modo que, la voluntad a pesar de
todo solo tiene utilidad salvífica en l medida en que está santificada y movida por la gracia.
La familiaridad de este término indica que la filiación que se atribuye a Jesús llega hasta un
plano de intimidad excepcional. Esta relación lleva consigo un perfecto conocimiento
recíproco (Mt 11,25-27) y la perfecta complacencia del Padre en el Hijo (Mc 1,11; 9,7). La
filiación de Jesús es única (Mc 12,6). Por eso Dios no es del mismo modo padre de Jesús y
padre de los discípulos; de hecho, Jesús no se pone jamás en el mismo plano que los
discípulos hablando de Dios como «padre nuestro», sino que distingue siempre entre las dos
filiaciones, hablando de «padre mío» y de «padre vuestro» (Mt 5,45; 25,34; Lc 24,49; etc.).
Mientras que los demás hombres tienen que convertirse en hijos de Dios (Mt 5,44-45; Lc
20,36), Jesús es desde su infancia hijo de Dios (Lc 2,49). La filiación de los discípulos es
inferior a la de Jesús, pero también ellos pueden llamar a Dios Padre en un sentido nuevo y
verdadero. Los hombres se hacen hijos de Dios, no por su descendencia biológica, sino
porque tienen fe en Jesús (Mt 8,10-12). El que se haya alejado del Padre, volverá a ser
admitido como hijo, si vuelve a él arrepentido (Lc 15,22-29).
En las cartas de Pablo la filiación divina es la que distingue a los cristianos de los paganos y
es también la razón de que los cristianos no puedan participar de ninguna manifestación de
los idólatras (2 Cor 6,18). Más aún, la filiación divina nos introduce en una intimidad con
Dios, superior incluso a la que poseían los justos del Antiguo Testamento. La postura
cristiana ante Dios está compendiada en la invocación: ¡Abba! ¡Padre! (cf. también Gál 4,6-
7). Este término semita, introducido en el texto griego, es una repetición de la invocación de
Jesús (Mc 14,36); vemos, pues, cómo los cristianos tenían la costumbre de invocar a Dios
con tal familiaridad que a un judío le hubiera parecido escandalosa, si no se lo hubiese
enseñado el ejemplo del divino maestro. El fundamento de la filiación tampoco es en Pablo la
creación, sino la adopción divina.
Para poner más de relieve la doctrina bíblica, según la cual los hombres no nacen hijos de
Dios, sino que se convierten en tales porque Dios los acoge misericordiosamente como hijos,
Pablo recurre a una categoría no bíblica, sino griega, la de la «adopción» (υιοθεσία: Rom
8,15.23; Gál 4,5; Ef 1,5).La adopción, por la que Dios eleva al hombre a la intimidad filial, no
es sin embargo un acto meramente jurídico. Dios se convierte en padre, al hacerse para los
elegidos fuente de salvación, infundiéndoles una nueva vida (Gál 1,4-5; Ef 5,20; 2 Tes 2,15-
16) y sobre todo dándoles su Espíritu (Ef 1,17). Nosotros somos hijos porque somos
«guiados por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14; cf. Gá1 4,6-7; 2 Tim 1,7). La gran doxología de
Ef 1,3-14 contiene en síntesis toda la realidad de la filiación divina. Para situar nuestra
filiación en su ángulo justo, hay que tener en cuenta que, según Pablo, nuestra filiación
comporta relaciones diversas con las tres personas de la santísima Trinidad. Somos
hijos de la primera persona, hermanos adoptivos de la segunda persona, animados por el
Espíritu que hemos recibido para poder vivir filialmente.
En los escritos de Juan el tema de la filiación resulta fundamental para expresar la condición
del cristiano. El hombre se hace hijo de Dios, no por el nacimiento (Jn 1,13) sino porque
es regenerado (Jn 3,6). La filiación divina lleva consigo una manera determinada de vivir y
de obrar (1 Jn 2,29; 3,9-10; 4,7; 5,1-2); el que comete pecado, no es hijo de Dios (1 Jn 3,9;
5,18).Pero hacerse hijo de Dios no supone un mero cambio moral, sino que lleva consigo
una realidad ontológica: en efecto, la filiación es un don de Dios (1 Jn 3,1); nuestro
nacimiento de Dios se realiza por el Espíritu, es un don que viene de arriba (Jn 3,5-8) y que
se alcanza cuando recibimos la semilla de Dios, que permanece en el hombre (1 Jn 3,9): por
eso, no solamente somos llamados hijos de Dios, sino que lo somos realmente, aun cuando
todavía no se manifieste en la vida presente la realidad ya poseída (1 Jn 3,1-2).
3. LA INHABITACIÓN TRINITARIA
Ya desde Orígenes se concibe al alma en Gracia, como un cielo humano para el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, en el cual viven, aman y actúan, sin dejar de ser eternos e
inconmensurablemente trascendentes. Cirilo de Alejandría enseña la inhabitación
neumática del Dios trino en las almas con vistas a su creación continuada y su
transfiguración con Cristo. Imagen perfecta del padre (De SS. Trin. Dial. 7). Para San
Agustín la presencia activa del Espíritu divino –que es amor y engendra amor—; hace que
toda la Trinidad habite en nosotros” (De Trin. XV 18,32), y que hace que demos mucho fruto.
En lo más íntimo de nuestras almas, las tres personas divinas (inseparables) desarrollan de
consuno todas sus actividades ad Extra. El hombre objeto de la Gracia Divina tiene
permanentemente en sí al Dios solícito del hombre, y que desde este abraza al mundo
entero.
Tomás de Aquino por su parte, parece combinar una doctrina aristotélica de movimiento y
de la causa con alusiones a la etimología del grupo lingüístico: in-habitatio, para expresar la
inmanencia eficaz de la trinidad en el hombre que ha recibido la Gracia. La causa de la
Gracia habitual, es el Espíritu Santo, pero no está a la manera de una fuerza operativa
aislada y externa, sino más bien como quien a una en el Padre y el Hijo, les hace habitar en
nosotros (habere), para divinizar nuestra manera de ser (habitus). Duns Escoto, proyecta
su doctrina sobre la inhabitación trinitaria en el marco de una teología del amor (caritas).
Quienes se aman se tienen mutuamente y mutuamente son tenidos. Así entendido, el
habitus caritas no significa la posesión unilateral que reduce a la otra persona a la condición
de objeto. Más bien se trata de una forma de esencia y existencia del amante con respecto
del amado en una proexistencia permanente y justamente habitual. Esta relación del caritas
se realiza una autodonación permanente entre las personas de la trinidad, y entre estas y el
ser humano en el que obran su inhabitación, siempre tendiendo a un amor cada vez más
perfecto y fecundo, donde Dios santifica al hombre y el hombre lo glorifica con sus frutos de
santidad.
Cuando se está en Cristo y, por su medio, reconciliado con el Padre, el hombre es una
criatura nueva. Se produce en nosotros una transformación que es consecuencia y no causa
de nuestra amistad con Dios. Quien está inserto en Cristo y vive para él, reconciliado con
Dios, es algo distinto de lo que ha sido hasta este momento, ha sido internamente cambiado.
En él se obra a través del bautismo una regeneración y renovación esenciales, unidas entre
sí, a la abundancia del don del Espíritu Santo derramado por medio de Jesús; sobre los que
ahora serán herederos, en esperanza, de la vida eterna. Del testimonio del Nuevo
Testamento se puede deducir con claridad que la presencia interior del Espíritu Santo
perfecciona nuestro ser de criaturas llevándolo a la plenitud. Pero queda igualmente claro
que la novedad del ser humano aparece como el fruto, y nunca como el presupuesto, de la
autodonación de Dios al hombre que hace posible nuestra inserción en Jesús y nuestra
relación filial con el Padre.
El concilio de Trento señala por su parte que en la justificación se infunden en el hombre las
virtudes de la fe, la esperanza y el amor (DS 1530) Estas tres virtudes, que nunca podemos
considerar de manera aislada sino en su mutua interacción, definen toda la vida del cristiano
en su relación con Dios y consiguientemente con los hombres. La fe es la confesión de Jesús
como Señor y salvador con todo lo que ello implica: reconocimiento de que sólo en él
podemos ser justificados, renuncia al intento de salvarnos por nuestro propio esfuerzo. El
amor que brota en el ser humano hacia Dios y al prójimo fruto del Amor Trinitario que
inhabita en todo bautizado y lo transforma en otro Cristo que se dona a sí mismo por los
otros, y la esperanza que abre la dimensión escatológica del plan redentor, pues la salvación
está ya presente en Cristo, aunque todavía de modo oculto; el cristiano vive en la fe a la
espera de la manifestación definitiva del Señor en su segunda venida (cf. 1 Cor 15,22ss),
donde al fin será glorificado y resucitará junto con los justos para la vida Eterna.
Bibliografía
Baumgartner, C. (1969). La teología de la Gracia. En C. Baumgartner, Teología Dogmática:
La Gracia de Cristo (págs. 112-133; 191-252). Barcelona: Herder.
Ladaria, L. (1993). Gracia. En L. Ladaria, Teología del Pecado Original y de la Gracia (págs.
183-295). Madrid: BAC.