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Tema 24. La escatología cristiana como plenitud del Reino de Dios.

Muerte del hombre e


inmortalidad del alma. El retorno de Cristo al fin de los tiempos. La resurrección del hombre. El
juicio particular y el juicio universal. El cielo y el infierno. El purgatorio.

La escatología cristiana como plenitud del Reino de Dios.


El término “escatología” viene de escaton, que significa “acerca de las cosas últimas”. En el
siglo XIX son corrientes los títulos De Deo consummatore, enfocando algún aspecto de la teología,
ya que la historia humana y el universo tienen su consumación en Dios, y De novissimis, acerca de
las cosas nuevas1.
La expresión Reino de Dios (Basileia tou Theou) se nos muestra como la auténtica palabra
clave de la predicación de Jesús según el Nuevo Testamento, tanto que aparece 122 veces; se ve
claro que el término tuvo una importancia fundamental en la tradición referente a Jesús. Mateo
utiliza la expresión “reino de los cielos”, mientras que Marcos y Lucas “reino de Dios”; el término
“cielo” no hace más que sustituir a “Dios”. Eso es importante, porque se ve que Mateo, lo mismo
que Marcos y Lucas, no hablan primeramente de algo del más allá. No se trata del más allá, sino de
Dios que es quien actúa; el término “reino de Dios” está remitiendo al dominio de Dios, al poder
viviente de Dios sobre el mundo. Al echar mano de ese término Jesús no habla primariamente de
algo que esté en el cielo, sino de algo que Dios está haciendo y va a hacer aquí en la tierra. El reino
de Dios se encuentra en él; Jesús es, como dijo Orígenes, el autobasileia, el reino en persona2.

El Concilio Vaticano II:


Gaudium et spes 39: Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la
humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este
mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una
nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los
anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios
resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se
revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la
servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre. Se nos advierte
que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera
de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta
tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar
un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso
temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a
ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los bienes de la
dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la
naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del
Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados
y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de
vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya
misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.

Lumen gentium 48: La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la
cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino
"cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Act., 3,21) y cuando, con el género
humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su
fin, será perfectamente renovado (cf. Ef., 1,10; Col., 1,20; 2 Pe., 3,10-13). Porque Cristo levantado
en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn 12,32); resucitando de entre los
muertos (cf. Rom., 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su
Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del

1 WALTER SOTO, Apuntes.


2 JOSEPH RATZINGER, Escatología. La muerte y la vida eterna, Editorial Herder, Barcelona 1984, 37-38, 45.
Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí
más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida
gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con
la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también
acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros
llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf.
Flp., 2,12). La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10,11), y la
renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el
siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta,
santidad. Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad
(cf. 2 Pe., 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este
tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que
gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios
(cf. Rom., 8,19-22). Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo,
"que es prenda de nuestra herencia" (Ef., 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad
(cf. 1 Jn., 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Col., 3,4),
en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn., 3,2). Por tanto,
"mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor" (2 Cor., 5,6), y aunque
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom., 8,23) y ansiamos estar
con Cristo (cf. Flp., 1,23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y
resucitó por nosotros (cf. 2 Cor., 5,15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor
en todo (cf. 2 Cor., 5,9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las
asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef., 6,11-13). Y como no sabemos ni el
día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único
plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb., 9,27), si queremos entrar con El a las nupcias merezcamos ser
contados entre los escogidos (cf. Mt., 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y
perezosos (cf. Mt., 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt., 25,41), a las tinieblas
exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt., 22,13-25,30). En efecto, antes de
reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta
cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal (2 Cor., 5,10); y al fin del
mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la
resurrección de condenación" (Jn., 5,29; cf. Mt., 25,46). Teniendo, pues, por cierto, que "los
padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de
revelar en nosotros" (Rom., 8,18; cf. 2 Tim., 2,11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de
"la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo"
(Tit., 2,13), quien"transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo"
(Flp., 3,21) y vendrá "para ser" glorificado en sus santos y para ser "la admiración de todos los que
han tenido fe" (2 Tes., 1,10).

La Parusía indica que la historia tiene un fin (cronológico) y una finalidad (el triunfo de
Cristo). La historia no se destruye, se consuma. Cristo la lleva a plenitud. Las reflexiones en torno a
la Parusía como fin de la historia se encuadran en un planteamiento de la escatología en clave
comunitaria, que ha sido un punto importante de la renovación conciliar, sin negar los aspectos
individuales de la escatología. En segundo lugar supone la manifestación del señorío de Cristo, ya
actuante en la historia que se consumará en resurrección, juicio, nueva creación que llevan al reino
de Cristo a plenitud. Es la pascua de la creación, su paso a su configuración definitiva de total
armonía con Cristo. En tercer lugar la Iglesia debe esperar y desear la venida del Señor,ante la
continua tentación de anclarse a este mundo como si fuera lo definitivo. Esperar la Parusía es creer
la victoria de Cristo sobre la injusticia, el sufrimiento, el pecado y la muerte. Esperar implica actuar
para transformar este mundo y conducirlo a Cristo. Esta noción de Parusía ayuda a comprender que
el Reino de Dios y su desarrollo en este mundo no equivale al mero progreso de la civilización, sino
que tiene una dimensión trascendente y gratuita caracterizada por la intervención de Dios en la
historia, que se consumará en la Parusía3.

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668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14,
9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la
autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está
"por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación" porque el Padre "bajo sus pies
sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (Cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-
28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su
recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento trascendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (Cf. Ef 1, 22).
Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su
Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce
sobre la Iglesia (Cf. Ef 4, 11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio",
"constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 3;5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en
la "última hora" (1 Jn 2, 18; Cf. 1 P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la
renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está
ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una
verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su
presencia por los signos milagrosos (Cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia
(Cf. Mc 16, 20).
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con
gran poder y gloria" (Lc 21, 27; Cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino
aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (Cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes
hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (Cf. 1
Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia
peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este
mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y
que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden,
sobre todo en la Eucaristía (Cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (Cf. 2 P 3, 11-12)
cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (Cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que
seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (Cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por
tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente,
sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (Cf. Ap 20, 7-10) que hará
descender desde el Cielo a su Esposa (Cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal
tomará la forma de Juicio final (Cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este
mundo que pasa (Cf. 2 P 3, 12-13).

Muerte del hombre e inmortalidad del alma.


1. Muerte del hombre
El primero de los novísimos del hombre que señala el catecismo católico es la muerte. La
muerte es un hecho de experiencia inmediata que no necesita demostración. Basta abrir los ojos
para contemplarla por doquier; es un hecho indiscutible4. La muerte, aunque natural, es,
históricamente considerada, consecuencia del pecado. “Por esto, como por un solo hombre entró el
pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así a todos los hombres alcanzó la muerte, por
cuanto todos pecaron” (Rm 5, 12). La obra de Cristo es destructiva de la muerte. Paradójicamente,
Cristo destruye la muerte con su propia muerte. Esta destrucción de la muerte es, a la vez,

3 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología. Guía para la preparación del examen de
Bachillerato, Colección manuales, Instituto teológico san Ildefonso, Toledo 2009, 364.
4 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, BAC, Madrid 1997, 207-208.
destrucción del poder del diablo. En el bautismo morimos al pecado y somos así consagrados a ese
modo de morir que es “morir en el Señor”. Como el bautismo nos hace morir al pecado y resucitar a
una nueva vida, así también la muerte en el Señor es un paso en que, muriendo a la vida terrena, se
llega a la vida eterna5.
El Concilio de Cartago afirma: “Si alguno dijere que el primer hombre, Adán, fue creado
mortal, de tal suerte que, tanto si pecaba como si no pecaba, sufriría la muerte corporal, o sea, que
saldría del cuerpo, no en castigo del pecado, sino por necesidad de naturaleza, se anatema” (DZ
101)6.
En la constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII, está implícitamente definido que la
muerte es el final del estado de peregrinación y que después de ella no es ulteriormente posible
decidir a favor o en contra de Dios; en efecto, según la constitución, los estados de salvación y de
condenación (gloria e infierno), que son eternos y, por tanto, inmutables, empiezan en seguida
después de la muerte. Finalmente podemos afirmar que pertenece a la fe católica, como verdad
implícitamente definida, que el hombre no tiene posibilidad de decidir de su suerte después de
morir. En el Concilio Vaticano II ha sido explícitamente rechazada la idea de metempsicosis7.

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1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario "dejar este cuerpo
para ir a morar cerca del Señor" (2 Co 5,8). En esta "partida" (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se
separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (Cf. SPF 28).
1006 "Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre" (GS 18). En
un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es "salario del
pecado" (Rm 6, 23;Cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación
en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (Cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-
11).
1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en
el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final
aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a
nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no
contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida: Acuérdate de tu
Creador en tus días mozos,... mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu
vuelva a Dios que es quien lo dio (Qo 12, 1. 7).
1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la
Sagrada Escritura (Cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el
Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (Cf.
DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por
tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como
consecuencia del pecado (Cf. Sb 2, 23-24). "La muerte temporal de la cual el hombre se habría
liberado si no hubiera pecado" (GS 18), es así "el último enemigo" del hombre que debe ser vencido
(cf. 1 Co 15, 26).
1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la
muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (Cf. Mc 14, 33-34;
Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia
de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (Cf. Rm 5, 19-21).
1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es
Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él,
también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el
Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si
morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así

5 CANDIDO POZO, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, 466-468.
6 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, 211.
7 CANDIDO POZO, Teología del más allá, 477-478.
nuestra incorporación a Él en su acto redentor: Para mí es mejor morir en (“eis”) Cristo Jesús que
reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él,
que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima... Dejadme recibir la luz pura; cuando yo
llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).
1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar
hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y
puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de
Cristo (Cf. Lc 23, 46): Mi deseo terreno ha desaparecido…; hay en mí un agua viva que murmura y
que dice desde dentro de mí "Ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2). Yo quiero ver a
Dios y para verlo es necesario morir (Santa Teresa de Jesús, vida 1). Yo no muero, entro en la vida
(Santa Teresa del Niño Jesús, verba).
1012 La visión cristiana de la muerte (Cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en
la liturgia de la Iglesia: La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al
deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (MR, Prefacio de
difuntos).
1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de
misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir
su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no
volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9,
27). No hay "reencarnación" después de la muerte.
1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte
repentina e imprevista, líbranos Señor": antiguas Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios
que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José,
Patrono de la buena muerte: Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si
tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la
muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23, 1).

Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!


Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
(San Francisco de Asís, cant.)

2. Inmortalidad del alma


Forma parte de la fe de Iglesia, tal como la enseñaron los Concilios de Vienne y V de Letrán,
que el hombre está compuesto de cuerpo y alma inmortal, creada inmediatamente por Dios. Es
posible, incluso, conocer por la razón natural la inmortalidad del alma, aunque no siempre se haya
producido con claridad. De hecho las nociones del helenismo acerca del alma y su inmortalidad no
eran demasiado claras y había una tendencia a considerar el alma como una realidad divina por sí
misma; los Padres más antiguos, para negar ese extremo, incluso hablaron con poca precisión de
una mortalidad natural del alma, cuestión que la Iglesia posteriormente determinó en el sentido
indicado en los concilios citados. En el siglo XIII y posteriormente a principios del siglo XVI,
algunos proponían un alma inmortal, pero separada y única para todo el género humano, con lo cual
no se aseguraba la pervivencia personal e individual8.
El punto de partida, para poder hablar de la inmortalidad del alma, es la distinción entre las
dos venidas mesiánicas, la venida en humildad por la encarnación y la venida en gloria en la
Parusía: esta distinción introduce un tiempo intermedio entre ambas (cf. San Pablo 1 Ts 4, 16s y 1
Ts 5, 10). A la pregunta sobre la suerte de los difuntos entre su muerte y la parusía, la escatología
cristiana tradicional responde con la existencia de un estado de pervivencia de un núcleo personal
hasta la resurrección final. De sumo interés, en orden a conocer la antropología subyacente en el
Nuevo Testamento, es el logion que nos ha conservado Mt 10, 28, en el que Jesús dice a sus

8 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 365.


discípulos: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed, más bien,
al que puede arruinar cuerpo y alma en la gehenna”. En el NT la resurrección de los muertos nunca
aparece en conexión con el momento de la propia muerte, sino con el acontecimiento concreto que
llamamos parusía. Entre la muerte y la resurrección sobrevivimos en un estado de desnudez
corpórea, la cual perdura hasta que el día de la parusía seamos vestidos por el cuerpo resucitado
inmortal. Esta pervivencia de un elemento consciente entre la muerte y la parusía, al que se llama
“alma”, está definida en la constitución Benedictus Deus de Benedicto XII (DZ 530s/DS 1000ss)9.

Catecismo de la Iglesia Católica


363 A menudo, el término alma designa en la Sagrada Escritura la vida humana (Cf. Mt
16,25-26; Jn 15,13) o toda la persona humana (Cf. Hch 2,41). Pero designa también lo que hay de
más íntimo en el hombre (Cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y de más valor en él (Cf. Mt 10,28; 2 M 6,30),
aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: "alma" significa el principio espiritual en el
hombre.

366 La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (Cf. Pío XII,
Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres -, y que
es inmortal (Cf. Cc. de Letrán V, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la
muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final.

El retorno de Cristo al fin de los tiempos.


El término “Parusía” significa propiamente venida. Se trata siempre de de una manifestación
triunfal, de un despliegue de poder en clima solemne y gozoso. En el AT no se emplea el término en
su sentido técnico, aunque en los profetas sí que encontramos referencias al día de Yahvé, como
momento de la actuación definitiva de Dios, que libraría al pueblo de sus enemigos. En el NT el
término se emplea con frecuencia y con el sentido que tenía en el helenismo, pero referido a Cristo:
se designa con él la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. La Parusía se conecta
inmediatamente con el fin del mundo (Mt 24) y con el juicio (1Ts 5, 23; St 5, 7). La venida de
Cristo concluye y consuma la historia en cuanto historia de la salvación. La primitiva comunidad
cristiana deseaba la Parusía y la consideraba como un hecho inminente. San Pablo piensa que va a
llegar antes que él muera. La comunidad ha expresado en la liturgia, desde, desde el principio, su fe
firme en la Parusía: la Eucaristía se celebra como memorial de Cristo “hasta que Él vuelva” (1Co
11, 26). La fe en la Parusía aparece en los símbolos de fe (Credos) desde su manifestaciones más
antiguas, con la fórmula: ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Desde la patrística a nuestros días
la reflexión sobre la Parusía pasa a segundo plano. Sólo en dos ocasiones se ha ocupado el
magisterio del tema: en el IV Concilio de Letrán (1215) y en el II de Lyon (1274), donde
únicamente se repite la afirmación del Credo. En el Vaticano II se ha recuperado la importancia de
la Parusía para la configuración de la teología y de la fe cristianas: LG 48-49 se ocupan de la índole
escatológica de la Iglesia10.
Sólo por medio de imágenes se puede describir en su propia esencia la llegada del Señor. En
orden a esa presentación el NT tomó el material al respecto de lo que el AT dice sobre el día de
Yahvé, ideas estas que son deudoras, por su parte, a elementos más antiguos de la historia de las
religiones. Resulta, pues, claro que el día de Yahvé es, en concreto, el día de Jesucristo. De dos
modos se presenta a Cristo como el derrocamiento de las antiguas potestades de este mundo: su
irrupción es la aparición del verdadero emperador y su llegada significa la caída de los elementos
del mundo (Gal 4, 3.9; Col 2, 8.20; Mt 24, 29-31 ). Los textos del NT son una exposición del
misterio de la parusía valiéndose de lenguaje de la tradición litúrgica. La parusía representa el
culmen y realización suprema de la liturgia. La liturgia, por su parte, es parusía, acontecimiento de
parusía en medio de nosotros. Cada eucaristía es parusía, venida del Señor, y cada eucaristía es, con
todo, preponderantemente tensión del anhelo de que revele su oculto resplandor. Tocando al

9 CANDIDO POZO, Teología del más allá, 172, 176, 246, 284-285, 288.
10 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 363-364.
resucitado, la Iglesia toca la parusía del Señor, pide y vive, por así decirlo, dentro de la parusía,
cuya revelación representa la definitiva revelación y plenitud del acontecimiento pascual. La
parusía se convierte en obligación de vivir la liturgia como fiesta de la esperanza y de la presencia
en orden al cosmocrator que es Cristo. El tema de permanecer alerta se profundiza, por
consiguiente, en la tarea concreta de convertir en realidad la liturgia hasta que el Señor mismo le dé
esa plena realidad, que por ahora, sólo se puede buscar en imágenes11.

Catecismo de la Iglesia Católica


672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso
del Reino mesiánico esperado por Israel (Cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (Cf. Is 11, 1-9),
debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo
presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (Cf. Hch 1, 8), pero es también
un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (Cf. Ef 5, 16) que
afecta también a la Iglesia (Cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4,
3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (Cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
673 Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (Cf. Ap 22, 20)
aun cuando a nosotros no nos "toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su
autoridad" (Hch 1, 7; Cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier
momento (cf. Mt 24, 44: 1 Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de
preceder estén "retenidos" en las manos de Dios (Cf. 2 Te 2, 3-12).
674 La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al
reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que "una parte está
endurecida" (Rm 11, 25) en "la incredulidad" respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los
judíos de Jerusalén después de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros
pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo
que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración
universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: "si
su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección
de entre los muertos?" (Rm 11, 5). La entrada de "la plenitud de los judíos" (Rm 11, 12) en la
salvación mesiánica, a continuación de "la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; Cf. Lc 21, 24), hará
al Pueblo de Dios "llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13) en la cual "Dios será todo en nosotros"
(1 Co 15, 28).
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que
sacudirá la fe de numerosos creyentes (Cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su
peregrinación sobre la tierra (Cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo
la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus
problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del
Anticristo, es decir, la de un seudomesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo
colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (Cf. 2 Te 2, 4-12; 1 Te 5, 2-3;2 Jn
7; 1 Jn 2, 18.22).
676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende
llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del
tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha
rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (Cf. DS 3839), sobre
todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, "intrínsecamente perverso" (Cf. Pío XI,
"Divini Redemptoris" que condena el "falso misticismo" de esta "falsificación de la redención de
los humildes"; GS 20-21).

La resurrección del hombre.


La resurrección de los muertos constituirá siempre el horizonte final escatológico. Para el
Concilio Vaticano II, el cristiano “asociado al misterio pascual, configurado a la muerte de Cristo,

11 JOSEPH RATZINGER, Escatología, 188-191.


saldrá al encuentro de la resurrección fortalecido por la esperanza” (GS 22). Más aún, no sólo a los
cristianos, sino también a todos los hombres, el Espíritu Santo ofrece la posibilidad de asociarse, del
modo que Dios conoce, a este misterio pascual. Ya el NT presenta el tema de la resurrección con
una clara ambivalencia; además de una resurrección para la vida, que implica una comunión con el
Señor Jesús, victorioso, en cuanto resucitado, del pecado y de la muerte, habrá otro modo de
resurrección de los que obraron el mal: “Irán los que obraron el bien a la resurrección de vida, pero
los que obraron el mal, a la resurrección de condenación” (Jn 5, 29). Este texto es fundamental, ya
que presenta la universalidad de la resurrección, que comprende a los justos y a los injustos. Los
testimonios patrísticos que afirman y testifican la fe en la resurrección son muy abundantes: San
Justino, Atenágoras, San Ireneo, Tertuliano, Orígenes, San Cirilo de Jerusalén, San Agustín.
También los datos que la arqueología paleocristiana puede ofrecer, muestran la misma fe en la
resurrección: encontramos, en los monumentos sepulcrales, las palabras dormición, cementerio
(dormitorio), depositio. La iconografía sepulcral cristiana presenta las imágenes de la resurrección
de Lázaro, el ciclo de Jonás y la ballena, los huesos de la visión de Ezequiel. Los símbolos del ave
fénix12.

Los Padres de la Iglesia tuvieron que defender con fuerza la resurrección de la carne ante el
helenismo que la negaba y se limitaba a afirmar una inmortalidad divina para el alma del hombre.
Se trata de una verdad que pasó al símbolo de los apóstoles. Posteriormente la Benedictus Deus de
Benedicto XII la enseña, citando 2 Co 5, 10 y en LG 48 se pone en relación con el fin del mundo,
para evitar ciertas posiciones protestantes que la situaban en el momento mismo de la muerte; la
Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo que recordar que la resurrección de la carne se dará al
final de los tiempos, mientras que la retribución en el alma inmortal es inmediata en el juicio
particular. Diversos concilios, como el Lateranense IV (DS 801) y el II de Lyón (DS 859) han
precisado que se trata de la resurrección de la misma e íntegra carne, lo cual se ha explicado de
diversos modos. La resurrección futura de la carne nos recuerda que el aspecto material es parte
esencial del hombre, es una realidad buena, y por tanto también el hombre recibirá su retribución
en su cuerpo. No es fácil explicar la continuidad de ese aspecto material, pues la continuidad del
alma inmortal es bastante clara mientras que hay discusiones sobre la materia de la que constarán
los cuerpos resucitados. En este problema está de fondo la dificultad de definir el sentido de la
identidad de una determinada materia cuando pasa de una sustancia a otra. En cualquier caso se
dará una transformación y glorificación de los cuerpos de los bienaventurados, a los que se
extenderá la felicidad eterna13.

Catecismo de la Iglesia Católica


988 El Credo cristiano –profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su
acción creadora, salvadora y santificadora– culmina en la proclamación de la resurrección de los
muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.
989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado
verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su
muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (Cf. Jn 6,
39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad: Si el Espíritu de
Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de
entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en
vosotros (Rm 8, 11; Cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
990 El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (Cf.
Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no
habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" (Rm 8, 11)
volverán a tener vida.
991 Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento

12 CANDIDO POZO, Teología del más allá, 325, 342-343, 351-352, 358-359.
13 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 365-366.
esencial de la fe cristiana. "La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos
cristianos por creer en ella" (Tertuliano, res. 1.1): ¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que
no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si
no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe… ¡Pero no! Cristo resucitó
de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1 Co 15, 12-14. 20).
992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La
esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca
de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra
es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble
perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos
confiesan: El Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna
(2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser
resucitados de nuevo por él (2 M 7, 14; Cf. 7, 29; Dn 12, 1-13).
993 Los fariseos (Cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (Cf. Jn 11, 24)
esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde:
"Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error" (Mc 12, 24).
La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que "no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mc
12, 27).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la
resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes
hayan creído en él. (Cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Cf. Jn 6,
54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a
algunos muertos (Cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que,
no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del "signo de Jonás"
(Mt 12, 39), del signo del Templo (Cf. Jn 2, 19- 22): anuncia su Resurrección al tercer día después
de su muerte (Cf. Mc 10, 34).
995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22; Cf. 4, 33), "haber
comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos" (Hch 10, 41). La
esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo
resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y


oposiciones (Cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). "En ningún punto la fe cristiana encuentra más
contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy
comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma
espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida
eterna?
997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre
cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su
cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida
incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: "los que hayan hecho el bien
resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 29; Cf. Dn 12, 2).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo
mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él "todos
resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo
será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44): Pero dirá
alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú
siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple
grano..., se siembra corrupción, resucita incorrupción; ... los muertos resucitarán incorruptibles. En
efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se
revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible
más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la
transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Así como el pan que viene de la tierra, después de
haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos
cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son
corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al fin del mundo"
(LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del
cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16). Resucitados con Cristo.
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo,
que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana
en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
Sepultados con Él en el bautismo, con Él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios,
que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida
celestial de Cristo resucitado (Cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece "escondida con Cristo en
Dios" (Col 3, 3) "Con Él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6).
Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando
resucitemos en el último día también nos "manifestaremos con Los llenos de gloria" (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser
"en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno,
particularmente cuando sufre: El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que
resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros
cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis… Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro
cuerpo. (1 Co 6, 13-15. 19-20).

El juicio particular y el juicio universal.


Lo mismo que ocurre con el retorno de Cristo, así escapa también el juicio a nuestros
intentos por imaginárnoslo. Cristo no condena a nadie, él es pura salvación, y quien se encuentra
con él, se halla en el lugar de la salvación y de la liberación. La perdición no la impone Cristo, sino
que se da donde el hombre se ha quedado lejos de él; la perdición se debe a la permanencia en lo
propio. La palabra de Cristo, como oferta de salvación, pondrá de manifiesto que fue el condenado
el que puso la frontera y se separó de la salvación14.
La enseñanza de la Iglesia ha expuesto claramente que inmediatamente después de la muerte
se da el juicio particular del alma (escatología intermedia). Tanto en el caso de condena como en el
de salvación el alma recibe ya su retribución. Al final de los tiempos tendrá lugar el juicio universal,
que tiene el sentido de manifestar las diversas respuestas de los miembros de la humanidad ante
Dios; entonces sucederá la resurrección de los cuerpos, de la que tenemos certeza, aun
desconociendo el cuándo y el cómo. Tanto en el caso de los bienaventurados como de los
condenados, la retribución se extenderá entonces al hombre completo, alma y cuerpo, para siempre.
El juicio particular y la retribución del alma pone de manifiesto la responsabilidad personal,
mientras que la resurrección de todos el último día y el juicio final pondrán de manifiesto la
responsabilidad comunitaria. Frente a la enseñanza de la Iglesia que habla de un estado del alma
separada, explicación denominada como escatología intermedia, no han faltado autores que han
propuesto una resurrección en la muerte, con diversas explicaciones. En ese tipo de teorías, que son
incompatibles con la enseñanza de la Iglesia, subyace el rechazo a la noción de un alma separada e
inmortal, capaz de purificación, premio o castigo. Como en tantas ocasiones determinados
planteamientos filosóficos que niegan la existencia de un alma espiritual tienen repercusiones
negativas en la explicación de la fe, para la que muerte y resurrección del cristiano son momentos

14 JOSEPH RATZINGER, Escatología, 191-192.


distintos y separados. No es correcto atribuir al pensamiento helénico sin más la noción de
pervivencia del alma porque la fe cristiana debió purificar mucho las nociones griegas sobre el
alma: no era aceptable ni el carácter divino de una cierta falta de individualidad, como si se tratara
de un alma común15.
A la muerte se sigue inmediatamente el juicio particular. En substancia consiste en la
apreciación de los méritos y deméritos contraídos durante la vida terrestre, en virtud de los cuales el
supremo Juez pronuncia la sentencia que decide de nuestros destinos eternos. Al separarse del
cuerpo, el alma humana es inmediatamente juzgada por Dios. El juicio particular se celebra en el
instante mismo de producirse la muerte real, o sea, en el momento mismo que el alma se separa del
cuerpo. En cambio, después de la resurrección de la carne tendrá lugar el juicio universal de todos
los hombres. La existencia del juicio final es una verdad de fe expresamente contenida en la
Sagrada Escritura (Mt 24, 30-31; Mt 25, 31-46; 1 Pe 4, 4-5) y definida por la Iglesia de una manera
explícita (Símbolo de la Fe). Allí se pondrá de manifiesto la sabiduría infinita, la providencia
admirable, la justicia divina de Dios, aparecerá claramente ante el mundo entero que Cristo es el
Hijo de Dios, el Redentor de la humanidad y el Rey de cielos y tierra, las obras buenas y malas de
los hombres. Así afirma el Catecismo del Concilio de Trento compuesto por orden de San Pío V:
“El primero (tiempo) es cuando cada uno de nosotros sale de esta vida; porque al instante se
presenta ante el tribunal de Dios y allí se hace averiguación rectísima de todas las cosas que haya
hecho, dicho o pensado en cualquier tiempo; y esto se llama juicio particular. El segundo tiempo es
cuando en un día y en un lugar comparecerán juntas todas las gentes ante el tribunal del Juez para
que, viéndolo y oyéndolo todos los hombres de todos los siglos, conozca cada uno qué es lo que fue
juzgado y decretado de todos los demás. La promulgación de este sentencia será para los malvados
e impíos una parte no pequeña de las penas y suplicios que han de padecer; pero los justos y buenos
recibirán de esa sentencia gran contento y satisfacción, porque se verá claro quién fue cada uno en
esta vida. Y éste se llama juicio universal”16.

Catecismo de la Iglesia Católica


1038 La resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores" (Hch 24, 15),
precederá al Juicio final. Esta será "la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz
y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación" (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá "en su gloria acompañado de todos sus
ángeles,... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros,
como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su
izquierda... E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna." (Mt 25, 31. 32. 46).
1039 Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de
la relación de cada hombre con Dios (Cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas
consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
Todo el mal que hacen los malos se registra -y ellos no lo saben. El día en que "Dios no se callará"
(Sal 50, 3)… Se volverá hacia los malos: "Yo había colocado sobre la tierra, dirá Él, a mis
pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la
tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta
la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para
llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis
nada en Mí" (San Agustín, serm. 18, 4, 4).
1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la
hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de
su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido
último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los
caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El
juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus

15 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 366.


16 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, 269, 271, 275, 560, 562.
criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (Cf. CT 8, 6).
1041 El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres
todavía "el tiempo favorable, el tiempo de salvación" (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios.
Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la "bienaventurada esperanza" (Tt 2, 13)
de la vuelta del Señor que "vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que
hayan creído" (2 Ts 1, 10).

El cielo y el infierno. El purgatorio.


1. El cielo
Del término “cielo”, que refleja de modo natural la fuerza simbólica del “arriba”, de la
altura, se sirve la tradición cristiana para expresar la plenitud definitiva de la existencia humana
gracias al amor consumado, hacia el que se encamina la fe. Por consiguiente, el cielo es algo
primariamente cristológico. No es un lugar ahistórico, al que se llega. El hecho de que haya “cielo”,
se debe a que Jesucristo existe como Dios hombre, y a que es él quien ha dado al ser humano un
lugar en el ser mismo de Dios. El hombre está en el cielo cuando y en la medida en que se encuentra
con Cristo, con lo que halla el lugar de su ser como hombre en el ser de Dios. Así que cielo es
primariamente una realidad personal, que para siempre lleva la impronta de su origen histórico en el
misterio pascual de muerte y resurrección. Pero el enunciado cristológico implica también un
aspecto eclesiológico: si el cielo se basa en el existir en Cristo, entonces implica igualmente el estar
con todos aquellos que en conjunto forman el único cuerpo de Cristo. En el cielo no cabe
aislamiento alguno. Es la comunión abierta de los santos y, en consecuencia, también la plenitud de
todo co-existir humano. “Cielo” quiere decir participación ene sta forma existencial de Cristo y, en
consecuencia, plenitud de lo que comienza con el bautismo. El cielo, por tanto, no se puede
localizar en un sitio, ni fuera ni dentro de nuestro espacio, pero tampoco se le puede desvincular
sencillamente del cosmos, considerándolo como mero “estado”. Cielo quiere decir, más bien, ese
dominio sobre el mundo que le compete al nuevo “espacio” del cuerpo de Cristo, a la comunión de
los santos. El cielo en cuanto tal es realidad “escatológica”, manifestación de lo definitivo y
totalmente-otro. Su definitividad procede del carácter definitivo del amor de Dios, amor irrevocable
e indivisible17.
El verdadero cielo, que constituye la ciudad eterna de los bienaventurados, consiste en la
visión facial y goce fruitivo de Dios con todo el conjunto de bienes que le acompañan. Es la
posesión plena y perfecta de una felicidad sin límites, totalmente saciativa de las apetencias del
corazón humano y con la seguridad absoluta de poseerla para siempre. Es la bienaventuranza
exhaustiva total, que fue definida por Boecio “la reunión de todos los bienes en estado perfecto y
acabado”, y por Santo Tomás de Aquino “el bien perfecto que sacia plenamente el apetito”, sin que
pueda desearse nada más. Referencias de la Sagrada Escritura: Mt 6,9; Jn 6,51; Lc 23,43; 2 Co 5,1.
El Magisterio: Concilio II de Lyón DZ 464 y Benedicto XII DZ 53018.
En el lenguaje bíblico cielo indica una parte de la creación (Gn 1, 1), aunque en sentido
metafórico se entiende como morada del Dios trascendente, a la que los creyentes pueden subir (cf.
Gn 5, 24), de manera que es figura de la vida en Dios (Mt 5, 12). En el NT entre las diferentes
expresiones que hablan de la suerte definitiva del hombre justo destacan: la participación de la vida
que es Cristo, esto es, “ser-con Cristo” (Jn 3, 36); el “estar con Jesús”, en cuanto prolongación del
ser con Cristo y en Cristo ya ahora, pues Él es el compendio de todos los bienes divinos, el “sí” y el
“amén” definitivo de Dios (cf. Lc 23, 43); “la visión de Dios”, en el sentido de cercanía,
familiaridad, semejanza, gozar de su cercanía y participar de su vida (1 Jn 3, 2), también aparece la
divinidad como objeto directo de la visión (1 Co 13, 8-13); “la vida eterna”, como participación ya
ahora desde el nuevo nacimiento, y que alcanzará su total desarrollo en la resurrección gloriosa y
consistirá en el “conocimiento” de Dios, es decir, en una comunión íntima de participación y
relación personal. En el tema de la vida eterna es importante 1 Jn 3, 14-15 y Jn 17, 3. El mismo
Jesucristo ha hablado de la vida futura como felicidad eterna sirviéndose de un lenguaje simbólico

17 JOSEPH RATZINGER, Escatología, 217-220.


18 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, 444-445.
(Reino de Dios, paraíso, cielo, gloria, la perla fina, la red repleta de peces). En el NT se insiste en la
importancia de la mediación de Jesús – su misterio pascual - cuando consideramos nuestra relación
con Dios en la vida eterna. Esta es la realidad que el Magisterio describe en la constitución
dogmática Benedictus Deus (DS 1000): las almas tienen una visión intuitiva, facial e inmediata, de
la esencia divina; las consecuencias son el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna; es una
descripción de la visión beatífica de Dios. Aunque pueda parecer algo muy abstracto, hablar de
visión de Dios quiere decir que no se conoce a Dios mediante semejanzas, conceptos o imágenes
creadas, como sucede en este mundo, sino que el mismo Dios hace de concepto del entendimiento
creado. Esto es una gran unión con Dios, y para que se dé el entendimiento debe ser elevado por el
lumen gloriae, como enseña el Concilio de Vienne (DS 895). En el Concilio de Florencia de habla
también de la visión de Dios, pero aludiendo a la contemplación de las Personas Divinas. La LG 48-
51, pone de relieve el carácter cristológico de la vida eterna, manifiesta su índole social y
comunitaria. El Documento de la Congregación de la Fe de 1979 (Doc. 35), integra los elementos
de la tradición para superar la visión sólo intelectual y cognitiva de la visión de Dios. La solemne
profesión de fe de Pablo VI habla de la Iglesia celeste, constituida por las almas que están con Jesús
y María, gozan de la bienaventuranza eterna y ven a Dios como Él es. Esencialmente la
bienaventuranza consiste en la visión de Dios intuitiva, inmediata, y de todas las cosas de Dios, y en
la alegría, gozo, que sigue a esta visión. El cielo será para nosotros la perfecta vida de unión con
Cristo. El cristiano espera esta vida eterna como meta, aunque no sepa expresar bien el “cómo” de
la misma19.

Catecismo de la Iglesia Católica


1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados,
viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1
Jn 3, 2), cara a cara (Cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4): Definimos con la autoridad apostólica: que, según
la disposición general de Dios, las almas de todos los santos… y de todos los demás fieles muertos
después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron;...
o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la
muerte... aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al
cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de
los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la
muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y
cara a cara, sin mediación de ninguna criatura (Benedicto XII: DS 1000; Cf. LG 49).
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con
Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el
fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y
definitivo de dicha.
1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (Cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos
viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio
nombre (Cf. Ap 2, 17): Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está
el reino (San Ambrosio, Luc. 10,121).
1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los
bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo
quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido
fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente
incorporados a Él.
1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en
Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en
imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste,
paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó
para los que le aman" (1 Co 2, 9).

19 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 366-368.


1028 A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El
mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello.
Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia "la visión beatífica":
¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las
alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios..., gozar en el
Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la
inmortalidad alcanzada (San Cipriano, ep. 56, 10, 1).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la
voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con
Él "ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; Cf. Mt 25, 21.23).

2. El infierno
No hay situación que valga: la idea de una condenación eterna, que se formó
indudablemente en el judaísmo de los dos siglos últimos antes del cristianismo está fuertemente
enraizada tanto en la doctrina de Jesús (Mt 25,41; Lc 13,28) como en los escritos apostólicos (2 Ts
1,9; Flp 3,19). En primer lugar hay que decir que Dios respeta absolutamente la libertad de su
criatura. Se le puede regalar el amor y, en consecuencia, el cambio de toda la miseria que le es
propia. El hombre no tiene ni que “crear” el sí a ese amor, sino que es éste el que capacita para ello
con su propia fuerza. Pero sigue en pie también la libertad, la posibilidad de negarse a dar este sí y
de no aceptarlo como propio. La seriedad absoluta de la existencia y la acción humanas adquiere
toda su concreción en la cruz de Cristo. Dios se adentra en la libertad de los pecadores y la vence
gracias a la libertad de su amor que baja hasta el abismo20.
La existencia del infierno es una verdad de fe. Consta clarísimamente en la Sagrada
Escritura y ha sido expresamente definida por el Magisterio de la Iglesia. Con la palabra infierno
(sheol, ades, infernus) suele designarse el lugar donde las almas culpables son castigadas en la otra
vida21.
En el AT al principio no hay mucha claridad respecto de la condición de los difuntos, a los
que se sitúa de modo general en el Sheol, pero cada vez se habla más de un juicio escatológico, con
el correspondiente castigo (cf. Is 66, 24). Para referirse a un castigo eterno en el NT se emplean las
imágenes de fuego, incluyendo llanto y rechinar de dientes, de un castigo que se considera eterno.
Queda muy claro que el destino final de justos e impíos es muy distinto. Los Padres de la Iglesia
unánimemente admiten la existencia y eternidad de las penas del infierno con excepción de
Orígenes, quien considera dichas penas como temporales y pedagógicas, negando de hecho la
eternidad de las mismas conforme a su idea de que el fin debe ser como el principio, y hasta los
demonios serán reintegrados a Dios (Apocatástasis). En el Sínodo de Constantinopla del 543 (DS
411) fue formalmente condenado este planteamiento, que ya antes había encontrado fuertes
opositores, como san Agustín. El Magisterio de la Iglesia ha enseñado solemnemente la eternidad de
la pena, como en el símbolo Quicumque, cuyo elemento fundamental es la privación de la visión de
Dios (Concilio IV de Letrán); en Lyon II (DS 858) y Florencia (DS 1306) se distingue entre la pena
de daño, o privación de la visión de Dios, y la pena de sentido, descrita como tormentos y fuego.
Esta cuestión de la pena eterna es en realidad un mero aspecto del pecado, al que, por su rechazo de
Dios, corresponde este alejamiento eterno del Mismo. No es Dios quien se venga, sino el pecado,
misterio de iniquidad, lo que atrae el misterio de la justicia; es algo así como si alguien se sacase
voluntariamente los ojos y permaneciera ciego por toda la eternidad: Dios no sería culpable por no
restituirle la vista. La cuestión del infierno es un caso más de la permisión divina del mal, cuya
comprensión última se nos escapa. Por otra parte la obstinación en el mal, como consecuencia de la
decisión final del alma cuando abandona el cuerpo se convierte es algo que constituye a la criatura
puramente espiritual, y en ese sentido no puede rectificarla.
La hipótesis planteada por algunos teólogos, como von Balthasar, de un infierno vacío, no es
aceptable: se opone a la tradición de la Iglesia; de hecho reconduciría las afirmaciones bíblicas del

20 JOSEPH RATZINGER, Escatología, 201-202.


21 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, 300-301.
infierno a un purgatorio más o menos largo; los presupuestos de esta hipótesis carecen de
fundamento en la doctrina de la Iglesia y no dejan de tener un sabor gnóstico. Por otra parte el
Concilio Vaticano II ante la petición de algunos Padres para que se incluyera en LG la mención de
condenados de hecho recibió la respuesta de que era algo evidente por las palabras del Señor sobre
el juicio (Mt 25, 31) y no hacía falta22.
Catecismo de la Iglesia Católica
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no
podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros
mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino;
y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos
advierte que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los
pobres y de los pequeños que son sus hermanos (Cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin
estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él
para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la
comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (Cf. Mt
5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y
convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (Cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en
términos graves que "enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los
arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de Mí
malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas
de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después
de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (Cf. DS 76; 409; 411; 801; 858;
1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios
en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las
que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un
llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su
destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad
por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y
son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a
la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14): Como no sabemos ni el día ni la hora, es
necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera
que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos
y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores,
donde `habrá llanto y rechinar de dientes” (LG 48). 1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno
(Cf. DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado
mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los
fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos
lleguen a la conversión" (2 P 3, 9): Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de
toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos
entre tus elegidos (MR Canon Romano 88)

3. El purgatorio
Ya hemos visto anteriormente la situación intermedia que existe entre la muerte del hombre
y su resurrección: en la tradición occidental esta situación intermedia recibe el nombre de
“purgatorio”. El Concilio de Trento afirma su existencia DS 1820. He aquí el significado esencial
del purgatorio: non se trata de un campo de concentración en el más allá, donde el hombre tiene que
purgar penas que se le imponen de una manera más o menos positivista. Se trata más bien del
proceso radicalmente necesario de transformación del hombre, gracias al cual se hace capaz de

22 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 368-369.


Cristo, capaz de Dios y, en consencuencia, capaz de la unidad con toda la communio sanctorum23.
Con la palabra “purgatorio” se designa el lugar o estado de las almas de los justos que
murieron en gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificadas de las faltas cometidas en
el mundo. Antes de ser admitidos a la visión beatífica es preciso que desaparezcan en absoluto todos
los rastros y reliquias del pecado, a fin de presentarse ante Dios sin mancha ni arruga, enteramente
resplandecientes y limpias. Magisterio: Concilio II de Lyón DZ 464; Benedicto XII DZ 530;
Concilio de Florencia DZ 691-693; Concilio de Trento DZ 99824.
Es el estado posterior a la muerte en que las almas de los que han muerto en estado de gracia
expían y se purifican antes de gozar de la bienaventuranza eterna. Supone que, perdonado el
pecado, permanece una pena temporal que se ha de satisfacer: se insinúa esta idea en 2 M 12, 43-46,
al ofrecer sacrificios para la purificación de los difuntos y con más claridad en 1 Co 3, 10-17 en que
se habla de salvación, pero a través de una purificación de fuego. Asimismo la oración por los
difuntos estuvo presente desde muy pronto en la liturgia cristiana. Las enseñanzas de la Iglesia
insisten en dos puntos: existencia de un estado de purificación previo a la visión de Dios; dicha
purificación tiene lugar por penas distintas de las del infierno, pues se dan en estado de gracia. Hay
distintas explicaciones sobre estas penas: se pueden entender como un sufrimiento del alma en
gracia que tiende hacia Dios, pero es consciente todavía de sus imperfecciones y lo que le falta por
satisfacer. Buscan a Dios, pero todavía no pueden unirse a Él, de modo que el no haber conseguido
del todo unirse al amado produce sufrimiento, que hace expiar al alma y así se purifica. La
posibilidad de colaborar con los difuntos en su purificación, además de estar atestiguada por la
tradición litúrgica de la Iglesia, que en este sentido es un argumento teológico muy sólido, se basa
en una correcta comprensión de la comunión de los santos. Si no hubiera posibilidad de mutua
intercesión, el dogma de fe de la comunión de los Santos sería algo meramente nominal. De manera
particular les aprovecha el sacrificio eucarístico ofrecido por ellos25.
Catecismo de la Iglesia Católica
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una
purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es
completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe
relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (Cf. DS 1304) y de Trento (Cf. DS
1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por
ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador: Respecto a ciertas faltas ligeras, es
necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es
la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le
será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que
algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio
Magno, dial. 4, 39).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que
ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de
los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la
Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el
sacrificio eucarístico (Cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica
de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en
favor de los difuntos: Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job
fueron purificados por el sacrificio de su Padre (Cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que
nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a
los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos (San Juan Crisóstomo, hom. in 1 Cor
41, 5).

23 JOSEPH RATZINGER, Escatología, 204-205, 214.


24 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, 367.
25 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 369-370.

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