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Lumen gentium 48: La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la
cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino
"cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Act., 3,21) y cuando, con el género
humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su
fin, será perfectamente renovado (cf. Ef., 1,10; Col., 1,20; 2 Pe., 3,10-13). Porque Cristo levantado
en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn 12,32); resucitando de entre los
muertos (cf. Rom., 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su
Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del
La Parusía indica que la historia tiene un fin (cronológico) y una finalidad (el triunfo de
Cristo). La historia no se destruye, se consuma. Cristo la lleva a plenitud. Las reflexiones en torno a
la Parusía como fin de la historia se encuadran en un planteamiento de la escatología en clave
comunitaria, que ha sido un punto importante de la renovación conciliar, sin negar los aspectos
individuales de la escatología. En segundo lugar supone la manifestación del señorío de Cristo, ya
actuante en la historia que se consumará en resurrección, juicio, nueva creación que llevan al reino
de Cristo a plenitud. Es la pascua de la creación, su paso a su configuración definitiva de total
armonía con Cristo. En tercer lugar la Iglesia debe esperar y desear la venida del Señor,ante la
continua tentación de anclarse a este mundo como si fuera lo definitivo. Esperar la Parusía es creer
la victoria de Cristo sobre la injusticia, el sufrimiento, el pecado y la muerte. Esperar implica actuar
para transformar este mundo y conducirlo a Cristo. Esta noción de Parusía ayuda a comprender que
el Reino de Dios y su desarrollo en este mundo no equivale al mero progreso de la civilización, sino
que tiene una dimensión trascendente y gratuita caracterizada por la intervención de Dios en la
historia, que se consumará en la Parusía3.
3 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología. Guía para la preparación del examen de
Bachillerato, Colección manuales, Instituto teológico san Ildefonso, Toledo 2009, 364.
4 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, BAC, Madrid 1997, 207-208.
destrucción del poder del diablo. En el bautismo morimos al pecado y somos así consagrados a ese
modo de morir que es “morir en el Señor”. Como el bautismo nos hace morir al pecado y resucitar a
una nueva vida, así también la muerte en el Señor es un paso en que, muriendo a la vida terrena, se
llega a la vida eterna5.
El Concilio de Cartago afirma: “Si alguno dijere que el primer hombre, Adán, fue creado
mortal, de tal suerte que, tanto si pecaba como si no pecaba, sufriría la muerte corporal, o sea, que
saldría del cuerpo, no en castigo del pecado, sino por necesidad de naturaleza, se anatema” (DZ
101)6.
En la constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII, está implícitamente definido que la
muerte es el final del estado de peregrinación y que después de ella no es ulteriormente posible
decidir a favor o en contra de Dios; en efecto, según la constitución, los estados de salvación y de
condenación (gloria e infierno), que son eternos y, por tanto, inmutables, empiezan en seguida
después de la muerte. Finalmente podemos afirmar que pertenece a la fe católica, como verdad
implícitamente definida, que el hombre no tiene posibilidad de decidir de su suerte después de
morir. En el Concilio Vaticano II ha sido explícitamente rechazada la idea de metempsicosis7.
5 CANDIDO POZO, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, 466-468.
6 ANTONIO ROYO MARÍN, Teología de la salvación, 211.
7 CANDIDO POZO, Teología del más allá, 477-478.
nuestra incorporación a Él en su acto redentor: Para mí es mejor morir en (“eis”) Cristo Jesús que
reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él,
que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima... Dejadme recibir la luz pura; cuando yo
llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).
1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar
hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y
puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de
Cristo (Cf. Lc 23, 46): Mi deseo terreno ha desaparecido…; hay en mí un agua viva que murmura y
que dice desde dentro de mí "Ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2). Yo quiero ver a
Dios y para verlo es necesario morir (Santa Teresa de Jesús, vida 1). Yo no muero, entro en la vida
(Santa Teresa del Niño Jesús, verba).
1012 La visión cristiana de la muerte (Cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en
la liturgia de la Iglesia: La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al
deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (MR, Prefacio de
difuntos).
1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de
misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir
su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no
volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9,
27). No hay "reencarnación" después de la muerte.
1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte
repentina e imprevista, líbranos Señor": antiguas Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios
que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José,
Patrono de la buena muerte: Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si
tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la
muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23, 1).
366 La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (Cf. Pío XII,
Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres -, y que
es inmortal (Cf. Cc. de Letrán V, año 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la
muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final.
9 CANDIDO POZO, Teología del más allá, 172, 176, 246, 284-285, 288.
10 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 363-364.
resucitado, la Iglesia toca la parusía del Señor, pide y vive, por así decirlo, dentro de la parusía,
cuya revelación representa la definitiva revelación y plenitud del acontecimiento pascual. La
parusía se convierte en obligación de vivir la liturgia como fiesta de la esperanza y de la presencia
en orden al cosmocrator que es Cristo. El tema de permanecer alerta se profundiza, por
consiguiente, en la tarea concreta de convertir en realidad la liturgia hasta que el Señor mismo le dé
esa plena realidad, que por ahora, sólo se puede buscar en imágenes11.
Los Padres de la Iglesia tuvieron que defender con fuerza la resurrección de la carne ante el
helenismo que la negaba y se limitaba a afirmar una inmortalidad divina para el alma del hombre.
Se trata de una verdad que pasó al símbolo de los apóstoles. Posteriormente la Benedictus Deus de
Benedicto XII la enseña, citando 2 Co 5, 10 y en LG 48 se pone en relación con el fin del mundo,
para evitar ciertas posiciones protestantes que la situaban en el momento mismo de la muerte; la
Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo que recordar que la resurrección de la carne se dará al
final de los tiempos, mientras que la retribución en el alma inmortal es inmediata en el juicio
particular. Diversos concilios, como el Lateranense IV (DS 801) y el II de Lyón (DS 859) han
precisado que se trata de la resurrección de la misma e íntegra carne, lo cual se ha explicado de
diversos modos. La resurrección futura de la carne nos recuerda que el aspecto material es parte
esencial del hombre, es una realidad buena, y por tanto también el hombre recibirá su retribución
en su cuerpo. No es fácil explicar la continuidad de ese aspecto material, pues la continuidad del
alma inmortal es bastante clara mientras que hay discusiones sobre la materia de la que constarán
los cuerpos resucitados. En este problema está de fondo la dificultad de definir el sentido de la
identidad de una determinada materia cuando pasa de una sustancia a otra. En cualquier caso se
dará una transformación y glorificación de los cuerpos de los bienaventurados, a los que se
extenderá la felicidad eterna13.
12 CANDIDO POZO, Teología del más allá, 325, 342-343, 351-352, 358-359.
13 EDUARDO VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de teología, 365-366.
esencial de la fe cristiana. "La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos
cristianos por creer en ella" (Tertuliano, res. 1.1): ¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que
no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si
no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe… ¡Pero no! Cristo resucitó
de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1 Co 15, 12-14. 20).
992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La
esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca
de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra
es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble
perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos
confiesan: El Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna
(2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser
resucitados de nuevo por él (2 M 7, 14; Cf. 7, 29; Dn 12, 1-13).
993 Los fariseos (Cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (Cf. Jn 11, 24)
esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde:
"Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error" (Mc 12, 24).
La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que "no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mc
12, 27).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la
resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes
hayan creído en él. (Cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Cf. Jn 6,
54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a
algunos muertos (Cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que,
no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del "signo de Jonás"
(Mt 12, 39), del signo del Templo (Cf. Jn 2, 19- 22): anuncia su Resurrección al tercer día después
de su muerte (Cf. Mc 10, 34).
995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22; Cf. 4, 33), "haber
comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos" (Hch 10, 41). La
esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo
resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.
2. El infierno
No hay situación que valga: la idea de una condenación eterna, que se formó
indudablemente en el judaísmo de los dos siglos últimos antes del cristianismo está fuertemente
enraizada tanto en la doctrina de Jesús (Mt 25,41; Lc 13,28) como en los escritos apostólicos (2 Ts
1,9; Flp 3,19). En primer lugar hay que decir que Dios respeta absolutamente la libertad de su
criatura. Se le puede regalar el amor y, en consecuencia, el cambio de toda la miseria que le es
propia. El hombre no tiene ni que “crear” el sí a ese amor, sino que es éste el que capacita para ello
con su propia fuerza. Pero sigue en pie también la libertad, la posibilidad de negarse a dar este sí y
de no aceptarlo como propio. La seriedad absoluta de la existencia y la acción humanas adquiere
toda su concreción en la cruz de Cristo. Dios se adentra en la libertad de los pecadores y la vence
gracias a la libertad de su amor que baja hasta el abismo20.
La existencia del infierno es una verdad de fe. Consta clarísimamente en la Sagrada
Escritura y ha sido expresamente definida por el Magisterio de la Iglesia. Con la palabra infierno
(sheol, ades, infernus) suele designarse el lugar donde las almas culpables son castigadas en la otra
vida21.
En el AT al principio no hay mucha claridad respecto de la condición de los difuntos, a los
que se sitúa de modo general en el Sheol, pero cada vez se habla más de un juicio escatológico, con
el correspondiente castigo (cf. Is 66, 24). Para referirse a un castigo eterno en el NT se emplean las
imágenes de fuego, incluyendo llanto y rechinar de dientes, de un castigo que se considera eterno.
Queda muy claro que el destino final de justos e impíos es muy distinto. Los Padres de la Iglesia
unánimemente admiten la existencia y eternidad de las penas del infierno con excepción de
Orígenes, quien considera dichas penas como temporales y pedagógicas, negando de hecho la
eternidad de las mismas conforme a su idea de que el fin debe ser como el principio, y hasta los
demonios serán reintegrados a Dios (Apocatástasis). En el Sínodo de Constantinopla del 543 (DS
411) fue formalmente condenado este planteamiento, que ya antes había encontrado fuertes
opositores, como san Agustín. El Magisterio de la Iglesia ha enseñado solemnemente la eternidad de
la pena, como en el símbolo Quicumque, cuyo elemento fundamental es la privación de la visión de
Dios (Concilio IV de Letrán); en Lyon II (DS 858) y Florencia (DS 1306) se distingue entre la pena
de daño, o privación de la visión de Dios, y la pena de sentido, descrita como tormentos y fuego.
Esta cuestión de la pena eterna es en realidad un mero aspecto del pecado, al que, por su rechazo de
Dios, corresponde este alejamiento eterno del Mismo. No es Dios quien se venga, sino el pecado,
misterio de iniquidad, lo que atrae el misterio de la justicia; es algo así como si alguien se sacase
voluntariamente los ojos y permaneciera ciego por toda la eternidad: Dios no sería culpable por no
restituirle la vista. La cuestión del infierno es un caso más de la permisión divina del mal, cuya
comprensión última se nos escapa. Por otra parte la obstinación en el mal, como consecuencia de la
decisión final del alma cuando abandona el cuerpo se convierte es algo que constituye a la criatura
puramente espiritual, y en ese sentido no puede rectificarla.
La hipótesis planteada por algunos teólogos, como von Balthasar, de un infierno vacío, no es
aceptable: se opone a la tradición de la Iglesia; de hecho reconduciría las afirmaciones bíblicas del
3. El purgatorio
Ya hemos visto anteriormente la situación intermedia que existe entre la muerte del hombre
y su resurrección: en la tradición occidental esta situación intermedia recibe el nombre de
“purgatorio”. El Concilio de Trento afirma su existencia DS 1820. He aquí el significado esencial
del purgatorio: non se trata de un campo de concentración en el más allá, donde el hombre tiene que
purgar penas que se le imponen de una manera más o menos positivista. Se trata más bien del
proceso radicalmente necesario de transformación del hombre, gracias al cual se hace capaz de