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UNIDAD 2: Método clínico y encuadre ​ ​ Griselda Huanco 

Pascolini, A.: Cap. “La escucha”. En Huellas, silencios, horizontes:


una introducción crítica a la función del acompañante terapéutico”.

Inicio de un acompañamiento terapéutico

A​l decidir iniciar un proceso de acompañamiento es crucial tener en cuenta algo que
comúnmente no se advierte: si el futuro acompañado elige comenzar dicho proceso por
propia decisión y no por encontrarse coaccionado al hacerlo. ​Nadie está obligado a nada
por ningún motivo​. Si el acompañamiento es prescripto como una posible receta para
entrecruzar la conducta del paciente de una institución, ámbito familiar, etcétera, en
nombre de su bien de su salud o de algún precepto moral que debería seguir, pero éste
por su parte no lo demanda en forma alguna la implementación del dispositivo no es ni
más ni menos que un acto de violencia, una vulneración de su libertad.
Si es posible algún cambio es a partir de un pedido de ayuda de quien lo necesitaría y
no disposiciones disfrazadas de buenas voluntades terapéuticas. No somos
reformadores de sujetos, tal como Lacan lo advertía en el seminario de la ética: "Los
objetivos no formulados, apenas confesados pero muy a menudo explícitos, que se
articulan en la noción de rehacer el yo del sujeto, de lograr en el análisis la reformación
del sujeto - para no decir reformación, reforma en todas las implicaciones del análisis-
¿no entrañan acaso una dimensión ética? Quiero mostrarles simplemente que ella es
inadecuada, que no corresponde a nuestra experiencia, a las dimensiones reales en que
se propone el problema ético. Freud nos lo indica por la naturaleza del sentido mismo
que abrió".

De la misma manera, no somos empleados de los antojos del propio paciente so


pretexto de alojar sus necesidades, dejándonos agredir o maltratar en forma alguna, de
manera gratuita y caprichosa. Un pedido genuino de ayuda y no la obligación de tolerar
un trato indigno (por parte de los que prescriben el tratamiento o del paciente mismo) es
la condición insalvable para comenzar un trabajo posible.

En las primeras entrevistas con el paciente será más que necesario explicitar a todas
las partes involucradas (paciente, familiares, profesionales a cargo) que se trata de un
período de prueba en el cual tanto el A.T. como el paciente podrán verificar si se sienten
cómodos el uno con el otro.

La relación entre el paciente y el A.T. es la que enmarcará las posibilidades de que el


trabajo sea posible. Si un acompañado no puede ubicar a su A.T. como alguien que
puede ayudarlo y/o si un AT no se deja ubicar en ese lugar, no hay proceso de
acompañamiento terapéutico. Por ende, establecer un período de prueba para poder
concluir en que esta condición se verifique es ineludible.

Con respecto a los honorarios me parece que es mejor antes de iniciar el


acompañamiento poder pensar si se aceptan de buena gana el monto de los mismos ya
que sin esta condición no se cumple el oficio se convierte en un sacrificio donde más
que un sueldo parecería que se recibe una limosna, cuestión que puede afectar de
manera muy negativa el desempeño de la función.

Es preciso tener en cuenta que si es necesaria en algo nuestra presencia es porque el


futuro paciente espera algo de nosotros y no porque nosotros esperamos algún bien de
él. Nuestros intentos moralizantes o caritativos no están sino al servicio de imponer el
bien al otro pero un bien según nuestra perspectiva, la cual no nos brinda ninguna
garantía de que sea la suya propia:"En nuestra experiencia todo les sugiere que la
noción y la finalidad del bien son para nosotros problemáticas. ¿Qué bien persiguen
exactamente en relación a su paciente? Esta cuestión está siempre al orden del día en
nuestro comportamiento. Tenemos que saber en cada instante cuál debe ser nuestra
relación efectiva con el deseo de hacer el bien, el deseo de curar. Debemos contar con
él como algo por naturaleza proclive a extraviarnos, en muchos casos instantáneamente.
Diré aún más, se podría de manera paradójica, incluso tajante, designar nuestro deseo
como un no-deseo de curar. El único sentido que tiene esta expresión es el de alertarnos
contra las vías vulgares del bien, que se nos ofrecen con su inclinación a la facilidad;
contra la trampa benéfica de querer-hacer-el- bien-del sujeto". O dicho de otro modo por
el mismo autor en el mismo seminario: "Pues, si hay que hacer las cosas por el bien, en
la práctica lisa y llanamente uno tiene que preguntarse por el bien de quién. A partir de
aquí las cosas no funcionan solas".

Las herramientas de nuestro oficio

Para ejercer nuestra función y no ser meros "preceptores"de la realidad, la escucha,


la pregunta y la mirada son herramientas ineludibles. Puntualmente señalo a la escucha
como el elemento principal en nuestra función, ya que "escuchando" sutil y
respetuosamente el mundo de palabras y de silencios del paciente es como podemos
advertir lo más íntimo y real de su singularidad. El lugar óptimo para poder alojar esa
posición única es escuchándolo "a la letra y al silencio", es decir por el poder advertir no
"lo que quiso decir" ni mucho menos "lo que debiera decir", sino sus palabras, sólo sus
palabras, lo que explica y también lo que intenta omitir con ellas.

La historia de cada persona navega a través de un mar de letras, de frases,de puntos


y de comas, en una conversación permanente con Otros. Proponemos entonces intentar
la aptitud y actitud de dialogar con ese mundo de símbolos respetando lo que parece no
cuadrar con nuestro sentido común, leyendo el texto de quién acompañamos,
cuidándonos de "hacer oídos sordos" a cualquier punto de enunciación que nos remita a
su historia y su versión única de la misma.
No se trata, por ejemplo, de intentar conducir el relato de sus inquietudes vitales hacia
el desenlace por nosotros deseado, ni por lo que demarca una supuesta e ideal
perspectiva de salud sino de atestiguar esa escritura página por página respetando su
autoría de vida. Es por eso que Freud afirma: "El analista respeta la especificidad del
paciente, no procura remodelarlo según sus ideales personales -los del médico-, y se
alegra cuando puede ahorrarse consejos y despertar en cambio la iniciativa del
analizado".

Por supuesto, son los mismos pacientes los que detentan la brújula y el mapa de su
biografía, por lo que dejarnos conducir por ellos en el viaje de un acompañamiento y no
tomar el timón de sus palabras es la cuestión clave a tener en cuenta.

Si creemos que nosotros podemos conducir los mensajes a desplegarse en cada


encuentro hacia un sentido para nosotros coherente, podríamos preguntarnos con
sinceridad y ese derecho se encontraría basado en una existencia personal sin
contradicciones, sin fisuras…

En realidad, tanto pacientes como acompañante (como todo espécimen humano) se


encuentran divididos entre los que saben de sí y su verdad. En sentido general, No todo
lo que sabemos es cierto no sabemos todos los cierto. Por ende, concluiremos que no
tiene sentido alguno imponer coherencia alguna al paciente, ya que ni nosotros (ni
nadie) puede dar cuenta de ella de manera absoluta.

No somos directores de una orquesta de música armónica, sin sobresaltos, sino que
brindamos un oficio donde el paciente elige la melodía y especialmente la letra de la
canción que prefiere improvisar.

Puede acotarse a lo anterior que es muy común en nuestro oficio la labor con sujetos
que no poseen el recurso de la palabra hablada para dirigirse y escuchar al otro
(autismo, algunos casos de psicosis,etc.), Pero esto no significa que la mirada, los
gestos, la actitud corporal en general no representen (o pueden llegar a representar) un
intento de comunicar algo a alguien.

Más allá de los diagnósticos y cuadros psicopatológicos nuestra condición de


humanos implica necesariamente estar incluidos en la dimensión del lenguaje, por lo
cual toda experiencia humana puede ser traducida en los términos de un mensaje digno
de ser alojado y no como traducciones de una supuesta deficiencia orgánica o
neurológica.

Propongo en estos casos donde la iniciativa comunicativa verbal no es posible, la


opción de "escuchar con la mirada" a quienes nos hablan también con su mirada, su
mano confiada en la nuestra, en un paseo, en un abrazo que intenta salvar al cuerpo de
quien lo pronuncia de la caída al vacío.
Por ejemplo "la espera" es una modalidad de comunicación más allá de los
enunciados verbales explícitos. Si al llegar al lugar donde reside quién acompañamos,
percibimos que nos aguarda activamente, que nuestra presencia está ligada a su
expectativa, este signo podría ser señal (aunque no hable) de que al esperarnos a
nosotros espera, a su vez, algo de sí…

En este sentido, todo signo que dé cuenta de que se inaugura un antes y un después
en relación a nuestra presencia, puedes señalarnos que la misma invita al paciente a
establecer diferencias en su perspectiva cotidiana. Y las diferencias son la herramienta
de trabajo más rica que poseemos.

La elección con respecto a cuestiones que pueden parecer muy básicas y


elementales, como por ejemplo concurrir a una plaza, tomar o no un objeto, dirigir la
mirada hacia un punto u otro, indicadores de que preexiste en el paciente la posibilidad
de elegir entre opciones. Respetar y acompañar estas elecciones también son formas de
conversar y de establecer un vínculo mediado por una posible libertad.

No sólo se trata de poder advertir si el paciente nos espera sino recordar la


advertencia de que nosotros tenemos que esperar al paciente. No son nuestros tiempos
los que comandan sus acciones, no hay nada en realidad que comandar. Se trata de
esperar que él elija y que incluso el hija no elegir, cuestión que como tal es otra forma de
elección.

En el respeto permanente a este derecho a opción reside la relación terapéutica que


propongo. No somos dueños ni de los deseos ni de los miedos de nuestros
acompañados, por eso no nos asiste el derecho de obligarlos (ni de intentar
convencerlos) a que tomen la senda de la "salud o la normalidad" pero si de alumbrar la
ruta que muchas veces se oscurece por sus tendencias mortíferas, destructivas.

En este sentido sólo llevaremos a cabo acciones indicativas cuando la conducta del
paciente lo sitúe a esté en peligro en lo respectivo a su integridad física o a las personas
que lo rodean. Insisto, sólo en estos casos, que por cierto pueden presentarse con
mucha asiduidad, tutelaremos al paciente y sus intenciones. Por fuera de estas posibles
escenas riesgosas nuestra actitud sólo se orientará a brindar un lugar donde sus
elecciones y no las nuestras sean las que guiarán cada paso de cada encuentro.

O para decirlo desde Freud en "Más allá del principio del placer": "El analista respeta
la especificidad del paciente, no procura remodelarlo según sus ideales personales -los
del médico- y se alegra cuando puede ahorrarse consejos y despertar en cambio la
iniciativa del analizado".

Al respecto no está demás sumar el siguiente fragmento de Lacan: "Bien advertido


por Freud de que debe examinar de cerca los efectos en su experiencia de aquello cuyo
peligro queda suficientemente anunciado por el término Furor Sanandi, no se aferra
tanto a fin de cuentas a dar sus apariencias. Si admite pues la curación como beneficio
por añadidura de la cura psicoanalítica, se defiende de todo abuso del deseo de curar".
Y por último y retornando a Freud este fragmento exquisito en consonancia con lo
planteado: "He de recomendar calurosamente a mis colegas que procuren tomar como
modelo durante el tratamiento psicoanalítico la conducta del cirujano, que impone
silencio a todos sus afectos e incluso a su compasión humana y concentra todas sus
energías psíquicas en su único fin: practicar la operación conforme a todas las reglas del
arte. Por las circunstancias en las que hoy se desarrolla nuestra actividad médica se
hace máximamente peligrosa para el analista una cierta tendencia afectiva: la también
terapéutica de obtener con su nuevo método, tan apasionadamente combatido, un éxito
que actúe convincentemente sobre los demás. Entregándose a esta ambición no sólo se
coloca en una situación desfavorable para su labor, sino que se expone indefenso a
ciertas resistencias del paciente, de cuyo vencimiento depende en primera línea la
curación. La justificación de esta frialdad de sentimientos que ha de exigirse al médico
está en que crea para ambas partes interesadas las condiciones más favorables,
asrgurando al médico la deseable protección de su propia vida afectiva y al enfermo el
máximo auxilio que hoy nos es dado prestarle. Un antiguo cirujano había adoptado la
siguiente divisa: Je le pensai, Dieu le guérit. Con algo semejante debía darse por
contento el analista".

La escucha

Cuando escuchamos al paciente desde el secreto entusiasmo de intentar "pescar"


algún sesgo que "encaje" con el diagnóstico que nosotros o algún profesional vinculado
al tratamiento estableció, o si por otro lado nos perturbamos al percibir que no coinciden
sus manifestaciones con dicho diagnóstico, anulamos nuestra capacidad de advertir lo
más singular de su biografía y su actualidad. Esta actitud de forzamiento de la palabra y
de los actos en general de nuestro acompañado, a los fines de que refleje nuestros
parámetros normativos ( muchas veces adornados de conceptos psicológicos o
psicoanalíticos supuestamente eruditos), no deja de ser un acto de pura violencia.
Rápidamente dejamos de escuchar a personas para pasar a escuchar retazos de
teorías, y obramos en consecuencia con la certeza del idiota que está ciertamente
seguro de no serlo.

para intentar limitar en lo posible esta necedad en el campo que nos ocupa propongo
que nos situemos lo mas liberados posibles de aquellos saberes que más confort nos
causan. La comodidad intelectual y la indignación hacia aquellos que justamente
intentan con sus actos espontáneos desalojarnos de ese confort es la primera y
fundamental prueba de que estamos ubicados como ciegos rectores de conductas y no
como acompañantes. Si por ejemplo nuestra incomodidad tiene que ver con que el
paciente "no quiere hablarnos", quizás tenga que ver con que hablamos demasiado
acerca de lo que sabemos o creemos saber no brindando el mínimo espacio para que él
lo haga.

Muchas veces preferimos la verborragia de nuestras materias de formación, cuando


muchas de ellas paradójicamente nos indican la importancia de cerrar la boca en la
mayoría de las oportunidades en que consideramos hablar.
Otras veces el paciente rechaza nuestras intervenciones y nuestra presencia misma
de manera lógica ya que intentamos imponerle algún elemento de nuestra erudición y de
nuevo no lo escuchamos, pero sucede que en vez de pensar en nuestra falta ratificamos
nuestro prejuicio en afirmaciones como "claro, es un psicótico agresivo", etc.

Tenemos aquello que no cuadra, no sólo con nuestros propios anhelos o


necesidades, sino con el saber de quién es instituimos como maestros personales sobre
el oficio. Entonces tendemos a ubicar a nuestros pacientes como objetos de ratificación
de estos saberes y por supuesto de los intereses económicos, y de otras clases, que se
le vinculan.

Convencemos a nuestros acompañados a someterse a tal o cual designio teórico de


algún supervisor de la práctica, entonces lo que él puede decirnos queda supeditado a la
ideología de ese amo de turno y a sus apetencias, algunas veces mediocres.

Préstamos, eso sí, una muy buena escucha no a nuestros pacientes sino a quienes
responden por nuestros honorarios o a aquellos que en su aprobación encontramos ese
reconocimiento que buscamos cuando perdemos la brújula de nuestra labor. Cuando
nos habla quien nos paga parece que muy usualmente nos olvidamos también de
nuestro tan preciado bagaje teórico.

Por todo lo planteado propongo seguir incondicionalmente el camino trazado por las
palabras del paciente, conduzcan a donde conduzcan. No hay a priori un camino
correcto o un destino final coherente o beneficioso para quienes nos habla. No hay una
ruta preestablecida dónde debe transitar su decir, sino que en el hablar mismo delimita
el recorrido que lo acercará un poco más a decir quién es.

La validez del sentido de un discurso está determinada justamente por la ausencia de


imposición de algún sentido.

La pregunta

​ a pregunta, cuando no se utiliza de manera incisiva para lograr como respuesta a lo


L
que se desea escuchar, sino cuando está al servicio de "dar pie" a la enunciación de
quien escuchamos, es constitutiva de nuestro rol, es otra de nuestras principales
herramientas. Cuando se pregunta desde una ingenuidad creativa, no se intenta por
ningún medio que la respuesta a recibir se adapte a nuestros prejuicios o preferencias.

Una verdadera pregunta intenta sorprender no tanto a quien va dirigida sino a quien la
pronuncia. Si no estamos preparados a sorprendernos frente a la devolución a nuestros
interrogantes y conmueven nuestras certezas no sabemos preguntar; no sabemos
acompañar.

Acompañar es preguntar al otro como le interesa ser acompañado.


La ​Ingenuidad creativa​ es entonces ese candor necesario para no creerse en ningún
momento que sabemos más del paciente que lo que él puede decirnos (a través, por
ejemplo, de preguntas). Implica sostener una ética que impide "gozar" del otro,
imprimiéndole a fuerza de sugestión cómo y quién debe ser según la comprensión que
nos forjamos de su problemática. Al decir de Lacan: "Se trata de no comprender
demasiado deprisa, porque si se comprende demasiado deprisa, no se comprende nada
de nada".

Una expresión popular que puede servirnos de ayuda en este sentido es la que
advierte que "no hay que dar nada por sentado", es decir, no concluir el sentido de lo
que escuchamos en relación a dar por obvio "lo que se nos quiso decir" ( que en realidad
es lo que quisimos escuchar); sino que se trata de dejar libre el espacio para preguntar
cuál es puntualmente el significado o los significados que articulan lo expresado.

Sólo el otro sabe su verdad, aunque pueda olvidarse de ella con tanta facilidad.

Por eso nuestra posición es la de abstención en lo relativo a intentar conducir las


palabras y actos del paciente en función de nuestros ideales de salud, de bienestar, de
moral o de buen gusto. En este sentido está por ende excluida toda dirección de
conciencia: "El psicoanalista sin duda dirige la cura. El primer principio de esta cura, el
que deletrean en primer lugar, y que vuelve a encontrar en todas partes su formación
hasta el punto de que se impregna en él, es que no debe dirigir al paciente. La dirección
de conciencia en el sentido de guía moral que un fiel catolicismo puede encontrar, queda
aquí radicalmente excluida".

El buen gusto en todo caso, consistirá en poder captar de la manera más sutil cuáles
son sus gustos, sus ideales, sus motivaciones más allá de las prescripciones morales. El
movimiento entonces será de una permanente anulación de aquello que necesitamos y
deseamos "opinar" y más aún, insistir; dejando libre el espacio para que se despliegue
sus propias razones en los respectivos a sus modos de comunicación aunque las
mismas subviertan la comprensión que alcanzamos de su problemática o la idea del bien
que anhelamos para su vida. "Es un hecho de experiencia, lo que quiero es el bien de
los otros a imagen mía. Eso nos cuesta muy caro. Lo que quiero es el bien de los otros a
condición de que sigas yendo a imagen del mío. Diré aún más, eso se degrada tan
rápido como llega, a condición de que dependa de mi esfuerzo. No necesito pedirles que
avancen demasiado en la experiencia de sus enfermos, queriendo la felicidad de mi
cónyuge, sacrifico sin duda la mía, pero ¿quién me dice que la suya entonces no se
evapore totalmente después?".

Escuchar y observar con atención es nuestro trabajo, ni más ni menos. Pero, si bien la
atención debe ser permanente, no es una tensión que intenta "bajar línea" o controlar si
lo que se escucha se enmarca dentro de la normalidad, la moralidad, la coherencia o la
realidad, sino que es una atención que adjudica el mismo interés a todo lo que escucha
y observa. Si no seleccionamos lo transcurrido en cada encuentro según nuestro sentido
común (el menos común de los sentidos), sino que nos dejamos llevar por el diálogo y
los actos propuestos por el paciente, podemos captar algo de su expresión más
espontánea y no la repetición en sus palabras de nuestros pensamientos más
estereotipados.

En su conducta más sutil y esos actos más cotidianos podemos entrever (si estamos
con la disposición de hacerlo) si el paciente desea que se le pregunte, o si por el
contrario prefiere no realizar comunicación alguna.

Si bien la pregunta puede favorecer la apertura de un diálogo, y la puesta a punto con


el paciente de aquellas coordenadas significativas para él, su momento y su ritmo está
íntimamente vinculado a la coyuntura específica de cada momento de la relación
terapéutica y no a nuestra necesidad de saber más, a nuestra curiosidad o a cierto
accionar policial en torno a si cumplió con una exigencia del tratamiento, etc.

Es curioso notar incluso que si nos abstenemos de interrogar surge por sí sola en el
espacio que brindamos con nuestro silencio aquella respuesta que esperábamos, o algo
mucho mejor: aquella que nunca esperábamos.

En definitiva, si bien la pregunta es una herramienta valiosa no debemos perder la


noción de que en realidad somos nosotros quienes somos permanentemente
interrogados en nuestra función. Interrogación que apunta directamente a si podemos
acompañar y no imponer nuestras respuestas.

Tampoco la pregunta es un cuestionario para recabar información que sitúe aún más
acompañado en términos de una norma y su grado de adaptación a la misma. No es
preguntar para luego clasificar, controlar y anular las posibles diferencias con un canon
de normalidad. Precisamente, lo más rico y digno de aprendizaje para nosotros son
aquellas subversiones a eso que además no existe: la común medida de los
pensamientos, emociones y acciones de los humanos.

La pregunta puede ser una invitación a la ampliación de la verdad de nuestro


interlocutor siendo instituyente de la posibilidad del surgimiento de una nueva verdad, un
nuevo ser sentido atribuible a su devenir. Por tanto, si el preguntar no está al servicio de
encontrar como respuesta aquel enunciado anhelado por quien lo formule, puede
horadar cualquier ilusión de punto final de búsqueda de lo cierto incitando siempre un
nuevo interrogante.

Al respecto me parece de especial interés el siguiente fragmento clínico de Sigmund


Freud: "En conjunto, debo decir que yo no causaba en ella más impresión que la que
sería lícito esperar, profundizando de ese modo en su mecanismo psíquico, en cualquier
persona que me escuchase con plena confianza y gran claridad mental; sólo que la
señora Von N., en el estado que pasaba por normal, no era capaz con esa complexión
psíquica favorable. Toda vez que, como en el caso del miedo a los animales, no
conseguí aportarle razones para su convencimiento, o que no penetré hasta la historia
genética psíquica del síntoma, sino que pretendí operar mediante una sugestión
autoritativa, noté una expresión tensa, insatisfecha, en el gesto de la sonámbula, y
cuando para concluir le pregunté: Entonces, ¿seguirá teniendo miedo a estos animales?,
la respuesta fue:No, porque usted lo demanda. Semejante promesa, que sólo podía
apoyarse en su docilidad hacia mí, en verdad nunca cuajó; su éxito fue tan nulo como el
de tantas enseñanzas generales que le impartí, en lugar de las cuales lo mismo habría
válido que le repitiera esta única sugestión: Sane usted".

De alguna manera se trata de no comprender sino de escuchar en silencio lo que


puede enseñar cada paciente.

Las recomendaciones

Muchas veces sucede que el acompañante escucha "recomendaciones" de otros


profesionales que le dictan acerca de lo que debe atenerse el acompañado. Las
prescripciones de acción pueden ser por ejemplo que el AT debe lograr que el paciente
pueda "sentir entusiasmo" por un taller que, dicho sea de paso, muchas veces no
entusiasma ni siquiera a quienes lo llevan a cabo o que debe aceptar que su familia se
presentará en menor cantidad de veces por semana a visitarlo o que no lo visitará más,
etc. Estas recomendaciones pueden tomarse como tales y servir de orientación para el
proceso, pero en la medida en que no obturen la libertad de elegir a quién va dirigida. Si
un taller, actividad o salida no es del agrado del paciente habrá que revisar y cuestionar
las características de la propuesta y no "obligar a su deseo" a que se artículo con ella.

Para pensar este tema con más claridad podemos imaginarnos cómo nos sentiríamos
si nos presionaran para que "nos guste" una película, una obra artística, o una actividad
deportiva.

Recordemos siempre que en la historia de la humanidad los actos más cargados de


autoritarismo e incluso lo más crueles fueron en nombre del bien del otro y más aún de
la comunidad mundial. Servimos realmente el bien del otro acompañándolo a que elija
con la mayor libertad posible, lo que es para él su bien. Es más, podríamos considerar el
mal como la imposición de un bien.

Entonces, es relevante para entender desde qué lugar acompañar personas y no


acompañar órdenes, revisar nuestra propia formación académica y poder discernir si
reproducimos en nuestro oficio el mismo sistema de imposición de saberes y hábitos que
absorbimos pasivamente.

Esto no quita que algunas intervenciones intenten proponer perspectivas que puedan
aclarar problemáticas o señalar acciones que redunden en escenas favorables al
tratamiento. Pero estas intervenciones se ajustarán en todos los casos al asentimiento
del paciente, su negativa es el suficiente indicador de que otra opción debe tomar su
lugar. una propuesta es una propuesta, no una manipulación sutil ni una insistencia el
nombre del bien del paciente para lograr lo que es en realidad íntimamente conveniente
al AT.

Otro aspecto muy interesante y qué sucede con mucha habitualidad, es cuando
somos considerados en diversos ámbitos institucionales como profesionales ubicados en
la base de cierta pirámide jerárquica, en lo concerniente a la "importancia" profesional en
juego en un tratamiento.

Mediante órdenes de distinta clase, muchas veces disfrazadas de sutiles preguntas,


señalamos casuales y recomendaciones amigables o imperativas, nos señalan lo que
debemos hacer, de qué manera, cómo, cuándo y dónde.

Existe, por cierto, en el ámbito del acompañamiento terapéutico, cierta lógica


vinculada a una obediencia debida donde sólo falta recibir una orden de algún
profesional ubicado imaginariamente más arriba de la escala jerárquica para de manera
crítica e incluso irresponsable ejecutar la acción requerida.

Aquella aptitud, que desde distintas disciplinas vinculadas a nuestro oficio, se dice
promover en términos de pensamiento crítico y desnaturalizador del saber cómo
instituido, pasa a desconocerse de manera irónica y curiosa cuando tanto el que imparte
la noción a no discutir como el que la ejecuta obra de acuerdo a esta obediencia debida
en nombre de un supuesto respeto profesional.

No está de más aclarar que ésta obediencia ciega a todo lo que se escuche de quién
detentaría la autoridad técnica y teórica conlleva consecuencias iatrogénicas en el
paciente. Este, al percibir (ya que la tontería no es una cualidad inherente a su estado)
que quien se ofrece a acompañarlo, escucharlo y serle ante todo incondicional se ofrece
como objeto a decisiones externas e incluso inarticulables a sus deseos y cualidades
subjetivas, " imponiéndole a su vez estas decisiones es posible que no haga esperar su
rechazo" (plenamente entendible y justificable) no sólo al acompañante sino a todo el
dispositivo del que forma parte: "El procedimiento psicoanalítico se distingue de todos
los métodos sugestivos, persuasivos, etc., por el hecho de que no pretende sofocar
mediante la autoridad ningún fenómeno anímico".

Palabras de Colette Soler: "En todos los casos hay una cosa segura: si el analista
acoge la singularidad del sujeto psicótico -como de cualquier otro sujeto- no lo hace
como agente del orden, y la sugestión no es su instrumento".

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