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Al decidir iniciar un proceso de acompañamiento es crucial tener en cuenta algo que
comúnmente no se advierte: si el futuro acompañado elige comenzar dicho proceso por
propia decisión y no por encontrarse coaccionado al hacerlo. Nadie está obligado a nada
por ningún motivo. Si el acompañamiento es prescripto como una posible receta para
entrecruzar la conducta del paciente de una institución, ámbito familiar, etcétera, en
nombre de su bien de su salud o de algún precepto moral que debería seguir, pero éste
por su parte no lo demanda en forma alguna la implementación del dispositivo no es ni
más ni menos que un acto de violencia, una vulneración de su libertad.
Si es posible algún cambio es a partir de un pedido de ayuda de quien lo necesitaría y
no disposiciones disfrazadas de buenas voluntades terapéuticas. No somos
reformadores de sujetos, tal como Lacan lo advertía en el seminario de la ética: "Los
objetivos no formulados, apenas confesados pero muy a menudo explícitos, que se
articulan en la noción de rehacer el yo del sujeto, de lograr en el análisis la reformación
del sujeto - para no decir reformación, reforma en todas las implicaciones del análisis-
¿no entrañan acaso una dimensión ética? Quiero mostrarles simplemente que ella es
inadecuada, que no corresponde a nuestra experiencia, a las dimensiones reales en que
se propone el problema ético. Freud nos lo indica por la naturaleza del sentido mismo
que abrió".
En las primeras entrevistas con el paciente será más que necesario explicitar a todas
las partes involucradas (paciente, familiares, profesionales a cargo) que se trata de un
período de prueba en el cual tanto el A.T. como el paciente podrán verificar si se sienten
cómodos el uno con el otro.
Por supuesto, son los mismos pacientes los que detentan la brújula y el mapa de su
biografía, por lo que dejarnos conducir por ellos en el viaje de un acompañamiento y no
tomar el timón de sus palabras es la cuestión clave a tener en cuenta.
No somos directores de una orquesta de música armónica, sin sobresaltos, sino que
brindamos un oficio donde el paciente elige la melodía y especialmente la letra de la
canción que prefiere improvisar.
Puede acotarse a lo anterior que es muy común en nuestro oficio la labor con sujetos
que no poseen el recurso de la palabra hablada para dirigirse y escuchar al otro
(autismo, algunos casos de psicosis,etc.), Pero esto no significa que la mirada, los
gestos, la actitud corporal en general no representen (o pueden llegar a representar) un
intento de comunicar algo a alguien.
En este sentido, todo signo que dé cuenta de que se inaugura un antes y un después
en relación a nuestra presencia, puedes señalarnos que la misma invita al paciente a
establecer diferencias en su perspectiva cotidiana. Y las diferencias son la herramienta
de trabajo más rica que poseemos.
En este sentido sólo llevaremos a cabo acciones indicativas cuando la conducta del
paciente lo sitúe a esté en peligro en lo respectivo a su integridad física o a las personas
que lo rodean. Insisto, sólo en estos casos, que por cierto pueden presentarse con
mucha asiduidad, tutelaremos al paciente y sus intenciones. Por fuera de estas posibles
escenas riesgosas nuestra actitud sólo se orientará a brindar un lugar donde sus
elecciones y no las nuestras sean las que guiarán cada paso de cada encuentro.
O para decirlo desde Freud en "Más allá del principio del placer": "El analista respeta
la especificidad del paciente, no procura remodelarlo según sus ideales personales -los
del médico- y se alegra cuando puede ahorrarse consejos y despertar en cambio la
iniciativa del analizado".
La escucha
para intentar limitar en lo posible esta necedad en el campo que nos ocupa propongo
que nos situemos lo mas liberados posibles de aquellos saberes que más confort nos
causan. La comodidad intelectual y la indignación hacia aquellos que justamente
intentan con sus actos espontáneos desalojarnos de ese confort es la primera y
fundamental prueba de que estamos ubicados como ciegos rectores de conductas y no
como acompañantes. Si por ejemplo nuestra incomodidad tiene que ver con que el
paciente "no quiere hablarnos", quizás tenga que ver con que hablamos demasiado
acerca de lo que sabemos o creemos saber no brindando el mínimo espacio para que él
lo haga.
Préstamos, eso sí, una muy buena escucha no a nuestros pacientes sino a quienes
responden por nuestros honorarios o a aquellos que en su aprobación encontramos ese
reconocimiento que buscamos cuando perdemos la brújula de nuestra labor. Cuando
nos habla quien nos paga parece que muy usualmente nos olvidamos también de
nuestro tan preciado bagaje teórico.
Por todo lo planteado propongo seguir incondicionalmente el camino trazado por las
palabras del paciente, conduzcan a donde conduzcan. No hay a priori un camino
correcto o un destino final coherente o beneficioso para quienes nos habla. No hay una
ruta preestablecida dónde debe transitar su decir, sino que en el hablar mismo delimita
el recorrido que lo acercará un poco más a decir quién es.
La pregunta
Una verdadera pregunta intenta sorprender no tanto a quien va dirigida sino a quien la
pronuncia. Si no estamos preparados a sorprendernos frente a la devolución a nuestros
interrogantes y conmueven nuestras certezas no sabemos preguntar; no sabemos
acompañar.
Una expresión popular que puede servirnos de ayuda en este sentido es la que
advierte que "no hay que dar nada por sentado", es decir, no concluir el sentido de lo
que escuchamos en relación a dar por obvio "lo que se nos quiso decir" ( que en realidad
es lo que quisimos escuchar); sino que se trata de dejar libre el espacio para preguntar
cuál es puntualmente el significado o los significados que articulan lo expresado.
Sólo el otro sabe su verdad, aunque pueda olvidarse de ella con tanta facilidad.
El buen gusto en todo caso, consistirá en poder captar de la manera más sutil cuáles
son sus gustos, sus ideales, sus motivaciones más allá de las prescripciones morales. El
movimiento entonces será de una permanente anulación de aquello que necesitamos y
deseamos "opinar" y más aún, insistir; dejando libre el espacio para que se despliegue
sus propias razones en los respectivos a sus modos de comunicación aunque las
mismas subviertan la comprensión que alcanzamos de su problemática o la idea del bien
que anhelamos para su vida. "Es un hecho de experiencia, lo que quiero es el bien de
los otros a imagen mía. Eso nos cuesta muy caro. Lo que quiero es el bien de los otros a
condición de que sigas yendo a imagen del mío. Diré aún más, eso se degrada tan
rápido como llega, a condición de que dependa de mi esfuerzo. No necesito pedirles que
avancen demasiado en la experiencia de sus enfermos, queriendo la felicidad de mi
cónyuge, sacrifico sin duda la mía, pero ¿quién me dice que la suya entonces no se
evapore totalmente después?".
Escuchar y observar con atención es nuestro trabajo, ni más ni menos. Pero, si bien la
atención debe ser permanente, no es una tensión que intenta "bajar línea" o controlar si
lo que se escucha se enmarca dentro de la normalidad, la moralidad, la coherencia o la
realidad, sino que es una atención que adjudica el mismo interés a todo lo que escucha
y observa. Si no seleccionamos lo transcurrido en cada encuentro según nuestro sentido
común (el menos común de los sentidos), sino que nos dejamos llevar por el diálogo y
los actos propuestos por el paciente, podemos captar algo de su expresión más
espontánea y no la repetición en sus palabras de nuestros pensamientos más
estereotipados.
En su conducta más sutil y esos actos más cotidianos podemos entrever (si estamos
con la disposición de hacerlo) si el paciente desea que se le pregunte, o si por el
contrario prefiere no realizar comunicación alguna.
Es curioso notar incluso que si nos abstenemos de interrogar surge por sí sola en el
espacio que brindamos con nuestro silencio aquella respuesta que esperábamos, o algo
mucho mejor: aquella que nunca esperábamos.
Tampoco la pregunta es un cuestionario para recabar información que sitúe aún más
acompañado en términos de una norma y su grado de adaptación a la misma. No es
preguntar para luego clasificar, controlar y anular las posibles diferencias con un canon
de normalidad. Precisamente, lo más rico y digno de aprendizaje para nosotros son
aquellas subversiones a eso que además no existe: la común medida de los
pensamientos, emociones y acciones de los humanos.
Las recomendaciones
Para pensar este tema con más claridad podemos imaginarnos cómo nos sentiríamos
si nos presionaran para que "nos guste" una película, una obra artística, o una actividad
deportiva.
Esto no quita que algunas intervenciones intenten proponer perspectivas que puedan
aclarar problemáticas o señalar acciones que redunden en escenas favorables al
tratamiento. Pero estas intervenciones se ajustarán en todos los casos al asentimiento
del paciente, su negativa es el suficiente indicador de que otra opción debe tomar su
lugar. una propuesta es una propuesta, no una manipulación sutil ni una insistencia el
nombre del bien del paciente para lograr lo que es en realidad íntimamente conveniente
al AT.
Otro aspecto muy interesante y qué sucede con mucha habitualidad, es cuando
somos considerados en diversos ámbitos institucionales como profesionales ubicados en
la base de cierta pirámide jerárquica, en lo concerniente a la "importancia" profesional en
juego en un tratamiento.
Aquella aptitud, que desde distintas disciplinas vinculadas a nuestro oficio, se dice
promover en términos de pensamiento crítico y desnaturalizador del saber cómo
instituido, pasa a desconocerse de manera irónica y curiosa cuando tanto el que imparte
la noción a no discutir como el que la ejecuta obra de acuerdo a esta obediencia debida
en nombre de un supuesto respeto profesional.
No está de más aclarar que ésta obediencia ciega a todo lo que se escuche de quién
detentaría la autoridad técnica y teórica conlleva consecuencias iatrogénicas en el
paciente. Este, al percibir (ya que la tontería no es una cualidad inherente a su estado)
que quien se ofrece a acompañarlo, escucharlo y serle ante todo incondicional se ofrece
como objeto a decisiones externas e incluso inarticulables a sus deseos y cualidades
subjetivas, " imponiéndole a su vez estas decisiones es posible que no haga esperar su
rechazo" (plenamente entendible y justificable) no sólo al acompañante sino a todo el
dispositivo del que forma parte: "El procedimiento psicoanalítico se distingue de todos
los métodos sugestivos, persuasivos, etc., por el hecho de que no pretende sofocar
mediante la autoridad ningún fenómeno anímico".
Palabras de Colette Soler: "En todos los casos hay una cosa segura: si el analista
acoge la singularidad del sujeto psicótico -como de cualquier otro sujeto- no lo hace
como agente del orden, y la sugestión no es su instrumento".