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1.

Ir a la raíz de los males

«Pecado» y «estructuras de pecado», son categorías que no se aplican

frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se

puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos

ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.

Se puede hablar ciertamente de «egoísmo» y de «estrechez de miras». Se puede

hablar también de «cálculos políticos errados» y de «decisiones económicas

imprudentes». Y en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de

carácter ético-moral. En efecto la condición del hombre es tal que resulta difícil

analizar profundamente las acciones y omisiones de las personas sin que

implique, de una u otra forma, juicios o referencias de orden ético.

Esta valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente

coherente y si se funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe

el mal.

En esto está la diferencia entre la clase de análisis sociopolítico y la referencia

formal al «pecado» y a las «estructuras de pecado». Según esta última visión, se

hace presente la voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su

justicia y su misericordia. Dios «rico en misericordia», «Redentor del hombre»,

«Señor y dador de vida», exige de los hombres actitudes precisas que se

expresan también en acciones u omisiones ante el prójimo. Aquí hay una

referencia a la llamada «segunda tabla» de los diez Mandamientos (cf. Ex 20, 12-
17; Dt 5, 16-21). Cuando no se cumplen estos se ofende a Dios y se perjudica al

prójimo, introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van

mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo.

Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta

marcha debe ser juzgada también bajo esta luz. (JUAN PABLO II, Sollicitudo rei

socialis, 36-37)

2. «Pecado estructural»

Ciertas expresiones teológicas, que luego resultan ser muy profundas, a veces

surgen fortuitamente. Tal es el caso de los “signos de los tiempos”. Utilizada

ocasionalmente por los papas Pío XII y Juan XXIII, y que con el Concilio

Ecuménico Vaticano II pasó a ser una de las líneas maestras de una nueva

comprensión teológica. Algo parecido ocurre con el “pecado estructural”.

Inicialmente, la idea surge en el Documento de Medellín (1968). Habla él de

“situación de injusticia” y de “situación de pecado” de “estructuras opresoras” y

“estructuras injustas”. Ya el Documento de Puebla (1979) recoge algunas de esas

expresiones y añade otras. Habla tanto de “estructuras injustas” como de

“estructuras de pecado”, que nacen del corazón del hombre, pero que están

inspiradas también por el capitalismo liberal y por el colectivismo marxista; como

causas de miseria, es preciso modificarlas. En otras partes, el mismo documento,


señalando el pecado como raíz y fuente de toda opresión, injusticia y

discriminación prefiere hablar directamente de “pecado social”. Tenemos, pues,

que en textos teológicos se multiplican las expresiones para hablar de una misma

realidad: “situación de pecado”, “estructura de pecado”, “estructuras

pecaminosas”, “pecado social”, “pecado socio-estructural”.

Todas esas expresiones terminológicas ponen de relieve que esto es contrario a

los proyectos de Dios, por lo que, a la luz de la fe, se constituye en un verdadero

pecado. Ese pecado queda más de manifiesto cuando se descubre la mala

voluntad de enfrentarse con esa situación. En efecto, a lo largo de la historia han

existido siempre desigualdades sociales intolerables y multitudes viviendo en

condiciones infrahumanas. Sin embargo, en el pasado resultaba mucho más difícil

el acceso al conocimiento de esta realidad brutal; y, sobre todo, era mucho más

difícil la búsqueda de una solución. Hoy, en cambio, bastaría el empleo adecuado

de los recursos disponibles para poder atender a las necesidades básicas de toda

la humanidad. Y si no se hace así, es porque existen fuerzas interesadas en

mantener la actual situación de enfrentamiento con los planes divinos.

Persona y sociedad interactúan dialécticamente la una en la otra; son relaciones

de índole doble: de las personas a la sociedad y de la sociedad a las personas. Al

mismo tiempo que la sociedad es afectada por las personas, las personas lo son

por las sociedades. En otros términos, no se niega nada de lo que siempre se ha

dicho sobre la permanencia del pecado personal; únicamente se insiste en algo

decisivo. Siguen existiendo pecados realmente personales, pero también existen

pecados estructurales.
Aunque el pecado estructural no sea una mera suma de pecados individuales,

tampoco es un pecado sin pecador. Por el contrario, esa concepción presupone

exactamente que nadie puede lavarse las manos y declararse inocente. Las

personas y los grupos se hacen corresponsables de varios modos, pero más en

particular por la introyección, por la reproducción y por la omisión. Introyectar

significa aceptar acríticamente los “valores” dictados por esas estructuras de

pecado. La reproducción se concreta en la medida en que se asumen a escala

menor esos valores dictados por las estructuras del pecado. A su vez, la omisión

significa cruzarse de brazos ante lo que se tiene delante, bien por comodidad, bien

por juzgarse impotente. Está claro que, justamente en la omisión, se pone de

manifiesto que la responsabilidad personal es muy diversificada, de acuerdo con la

capacidad de cada persona y con las funciones que se ejercen en la sociedad.

A. Moser (fuente: www.mercaba.org)

JACQUES CHERY, PAÑO DE CUARESMA

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