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Nathalia Alexandra Acero Pérez

Seminario Asesinos Seriales


Prof. José Fernando Ramírez Sepúlveda

Definir la maldad: de cómo salvarse de la nada

El terremoto de Lisboa en 1755 cobró la vida de más de 100 mil personas, el


holocausto nazi de 6 millones de judíos y hoy el COVID-19 de 1.16 millones, sin
mencionar que la cifra va en aumento. La consecución de esta serie de eventos
desafortunados nos ha consternado como humanidad; las sensaciones son
diversas pero la pregunta siempre es la misma: ¿Por qué? Cuestionarnos acerca
de la razón, motivo o circunstancia que genera tanto dolor y sufrimiento dirige
nuestra atención hacia el mal en cualquiera de sus facetas. La misma historia lo
demuestra, son en estos momentos de terror masivo dónde nos preguntamos el
origen y la esencia del mal. Fue el terremoto de Lisboa el que significó una ruptura
en el pensamiento de la ilustración y llevó a pensadores como Rosseau y Voltaire
a producir un sinnúmero de ensayos refiriéndose a sus efectos. Asimismo, fue el
holocausto nazi el que llevó Arendt a hablar de la banalidad del mal y a Todorov
de los totalitarismos. No puedo asegurar con certeza a qué nos llevará el COVID-
19, pero sí sé que es esa conceptualización del mal -antigua y contemporánea- la
que devela detalles por poco imperceptibles de la esencia humana.

En esta disertación me propongo hacer una conceptualización filosófica del mal.


De antemano anuncio que no pretendo deconstruirlo, entiendo por la complejidad
del caso que mi cercanía al concepto el mal es mínima, solo busco hacer al mal,
por lo menos, más cognoscible a ojos del lector. Es por eso que mi reconocimiento
personal acerca de la complejidad del mal no es gratuito, pues -por ejemplo-
incluso asumiendo que el mal tiene un significado definido, ni siquiera en este
caso es susceptible de medición. Piénsese en el amor o en el universo: ¿acaso
hay forma de medirlos? El mal no es la excepción y, de hecho, supone aún más
obstáculos para su caso particular: ¿Quién o qué define la escala de la maldad?
¿Lo mide el sufrimiento de la víctima o la intencionalidad del victimario?¿El mal
natural y el mal humano caben en la misma bolsa? Pues bien, el caso es que lo
primero que hay que asumir para conceptualizar el mal es que es uno de estos
conceptos inconmensurables que se salen del terreno de la especificidad.

Sin embargo, definir su complejidad no impide identificar cómo este se ha


abordado y, para ello, la primera óptica a analizar es claramente la religión. Hablar
del mal nos remonta de manera primitiva -y casi que intuitiva- hacia el concepto de
dios, pues es el ser omnipotente y divino que -por lo menos en la mayoría de las
religiones o al menos para la religión católica- es la personificación de todo lo que
está bien, es decir, que aquello opuesto a su entidad es considerado, por defecto,
malo. Y de igual manera que el bien es personificado por dios, el mal es
personificado en el demonio y en sus diversas acepciones. En resumen, la
conceptualización del mal en la antigüedad y hasta el medioevo es aquello
opuesto a Dios y, al ser este ente una personificación, es también todo aquello en
contra de su voluntad. Esta simplicidad en la conceptualización del mal -y del
mismo bien- hacía que la categorización del mal, independientemente de su origen
(natural o humano), fuera relativamente sencilla: si me iba mal era porque había
hecho algo mal y si no había hecho nada mal era porque dios me estaba
preparando para el bien -como el personaje bíblico de Job-. Nótese que el carácter
del mal era castigo o prueba y en cualquiera de los casos este era justificado al
ser designado por dios. Sin embargo, dicha afirmación supone varias
contradicciones: ¿bajo qué criterio dios le otorga el bien a unos y el bien, a través
del mal, a otros? ¿acaso dios no puede detener el mal en el mundo y generar
directamente el bien?

Dichos cuestionamientos atacaban directamente la omnipotencia de dios, en tanto,


es su poder sin límites el que salva y condena al mismo tiempo. Pero matar a dios
-fuente de toda bondad y verdad- era simplemente un suicidio colectivo y,
claramente, una alteración en las dinámicas de poder que sostenían la estructura
social, pues dios era la justificación de toda potestad -eclesiástica, política o
económica-. Entonces dios -el mismo bien- se limitó, lo que es una salida
peligrosa pero inteligente: prefiero un dios con limitaciones a un dios inexistente o
cuya esencia es malévola. Esto último era precisamente el problema, que dios no
fuese lo que se pensaba que era, lo cual me lleva a una primera conclusión: en el
medioevo y, en general, en cualquier época donde la religión haya sido la
institución por excelencia, el mal era la muerte de dios, de su identidad o de
su existencia misma. Pero aún con todo esto, no había marcha atrás, la duda
estaba sembrada: era el bien -dios- el mismo origen del mal. La muerte de dios
era inevitable y con ella la caída del medioevo, de manera que nace la ilustración
como albor de la modernidad.

Es de conocimiento general que con la modernidad el antropocentrismo se hace


evidente, pero es necesario hacer una serie de precisiones con respecto a sus
implicaciones en la conceptualización del mal. Pensar al hombre en el centro de
todo lo que existe implica eliminar el papel de dios y su omnipotencia, lo que
desplaza el poder hacia el ser humano y, por tanto, transforma su esencia. El
hombre -sí, en connotación masculina- ya no depende de dios, el devenir de su
vida ahora es de su propia responsabilidad. Con esto, el hombre se asimila mucho
más a un humano socializado que a un animal humano. Vale la pena aclarar que
la socialización del ser humano a partir del surgimiento de su consciencia
evidentemente es muchísimo más antigua que la modernidad, sin embargo, la
destrucción del concepto de dios refuerza la idea de la consciencia del hombre.
Eso sin mencionar que el mal no puede existir sin consciencia, ya que es esta la
que permite su diferenciación del bien y surge a partir de lo que se conoce como
discernimiento. Con todo lo anterior, el cambio de puesto del pedestal de dios al
hombre también implica un cambio de autoridad, donde es el hombre el que
establece la verdad y, por tanto, quien determina el bien y el mal. Entonces
reemplazamos a la ley divina por la ley universal del hombre y le adjudicamos un
nombre: la ética. Hasta aquí todo parece mucho más correcto, el problema estaba
en que mientras la ley era universal -la manifestación misma del imperativo
categórico kantiano-, el hombre era solo una pequeña representación de toda la
humanidad, pues era occidental y estaba desprovisto de cualquier otra visión del
mundo.

Así como dios era el origen del mal, el hombre también lo fue en la modernidad,
con la construcción de la ética y bajo su sesgo occidental decidió qué estaba bien
y qué estaba mal bajo un criterio de diferencia homogeneizadora: es correcto todo
aquello que sea diferente pero no contrario. Y si el origen del mal deviene, al igual
que en la antigüedad, del bien, esto me permite afirmar como segunda conclusión
que el mal, en términos modernos, es una forma de materializar el juicio de lo
diferente, es decir, el mal se constituyó como herramienta del bien y
destrucción del otro. Nótese cómo en este caso el mal es más diáfano: se sabe
que el mal natural existe, pero como este no depende de la acción el hombre sale
de la esfera de importancia, no hay ninguna acción que lo justifique, el mal moral
es el que prima.

Ahora bien, ya está clara la concepción religiosa y moderna del mal y son notables
sus similitudes y diferencias. Sin embargo, no nos dice nada sobre la esencia
humana hasta el momento, entonces empecemos a hilar más fino: la modernidad
es de alguna forma la respuesta a la contradicción en la esencia de dios, es decir,
su maldad, pero la construcción de la ética -la verdad determinada por el hombre
occidental- termina siendo, al fin y al cabo, la extensión de esa misma maldad, es
decir, el hombre no reemplaza al dios piadoso, todo lo contrario. Entonces ¿qué
necesidad de replicar el medioevo por otros medios? La respuesta está en la
angustia que produce la muerte de dios y que se replica en la angustia que
produce la destrucción del bien para la modernidad. Hace algunos párrafos
mencioné cómo la muerte de dios era un suicidio colectivo, ojo a la lógica: si dios
no existe nada bueno existe, pero si dios es reemplazado por el hombre a partir de
la ley universal, el bien puede existir sin dios, por tanto, no hay angustia. Así, la
destrucción de la ley universal es la destrucción del bien, lo que revive la angustia.
Pero como el mal es herramienta y dependencia del bien, la muerte del mal es la
muerte del bien y, por lo tanto, fuente de toda angustia.

No era la muerte de dios lo que nos aterraba, era el vacío, la angustia o la


incertidumbre que produce existir sin el bien y el mal, uno de los mecanismos más
primitivos de nuestro raciocinio y la misma base de nuestra organización social.
Un mundo donde todo o nada está bien y mal, es un mundo del no valor, donde
prima la voluntad de la nada y la pulsión de muerte Badiou (s.f, p. 15). Entonces
el mal tiene una doble connotación: genera la muerte de dios -la verdad- y la
destrucción del bien, pero al mismo tiempo nos salva de la angustia de la
nada. En este punto, parece ser que la muerte del demonio es más
importante que la muerte de dios. Dios se puede reemplazar, pero el mal
nunca se puede destruir.

A manera de reflexión final, si esa es la abstracción que puede realizarse de la


modernidad ¿qué será entonces de la posmodernidad? Un mundo sin significados
absolutos e identidades cada vez más propensas a la fluctuación, solo nos reduce
a la angustia de la nada, pues si bien la tipificación del mal juzga y condena,
genera un marco de acción medianamente consensuando y, sobre todo,
ordenado. Y, por tanto, así es como el mal nos salva de la nada.

Referencias

Badiou, A. (SF). La ética ensayo sobre la conciencia del mal. Recuperado de:
http://biblio3.url.edu.gt/SinParedes/08/Etica-Badiou.pdf

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Neiman, S (2012) El mal en el pensamiento moderno. Una historia no


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