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FILOSOFIA DE LA
VOLUNTAD

PAUL RICOUER
PRESENTACION

El tema de la acción ha estado presente desde un comienzo en la filosofía de


Paul Ricoeur y ha sido examinado no sólo según las diversas dimensiones de
índole individual, institucional e histórica que es posible discernir en el obrar
humano, sino también de acuerdo con diferentes perspectivas representadas
por la fenomenología, el análisis lingüístico y la filosofía de la praxis. Esta larga
y reiterada reflexión tiene su hito inicial en una filosofía de la voluntad cuya
primera parte está constituida por el presente libro.1 En él se ofrece un análisis
fenomenológico de lo voluntario y lo involuntario, centrado sobre todo en la
dimensión individual de la acción. Por ambos lados corresponde, pues, al
primer escalón en el anterior bosquejo de ámbitos de la acción y puntos de
vista para su examen. Su descripción de los rasgos esenciales de la voluntad
de cada sujeto ensancha el panorama de la fenomenología e implica el rechazo
del privilegio asignado en un primer momento por Husserl a la conciencia
teórica, es decir, el abandono de la fundamentación de las vivencias afectivas y
volitivas en las representaciones perceptivas o derivadas de la percepción. A la
vez que somete la voluntad a un análisis intencional -método que reivindica y
practica cuidadosamente para prevenir una caída en la indistinción de lo vivido-
Ricoeur la considera como un fenómeno tan primitivo como la percepción. Y
subraya que la actitud puramente teórica es el resultado de un trabajo de
depuración que supone una presencia primaria de las cosas y en que se
conjugan la aprehensión perceptiva, la participación afectiva y el trato activo
con ellas.

1. Paul Ricoeur, Philosophie de la volonté. Le volontaire et l'involontaire, París,


Aubier, 1950.

La voluntad no sólo carece de una condición derivada sino que manifiesta una
peculiar donación de sentido por parte de la conciencia. Este poder se
manifiesta a través de la reciprocidad de lo voluntario y lo involuntario como un
primer dato que se revela a la descripción. La voluntad se despliega en las tres
formas del decidir, el actuar y el consentir, y se enlaza respectivamente con los
motivos, los poderes y los límites que le proporciona lo involuntario. De ese
modo le confiere un sentido porque lo determina por medio de un proyecto,
utiliza sus recursos en la acción y lo adopta por consentimiento. Esta
circunstancia revela una conexión de la conciencia con el cuerpo propio -el cual
es introducido por lo involuntario como campo de motivación de la voluntad,
órgano del movimiento y sostén de lo involuntario absoluto definido por el
carácter, el inconsciente y la organización vital. El tema del cuerpo, ya
incorporado a la fenomenología de la percepción, resulta del mismo modo
inevitable para una fenomenología de la voluntad. Y análogamente lleva a
cuestionar el alcance de la reflexión de un espectador desinteresado. El
análisis de este nexo entre la conciencia y el cuerpo es la ocasión para que
Ricoeur rechace la identificación de la conciencia con una pura transparencia,
es decir, enuncie una tesis característica de su pensamiento.

El primer momento de la voluntad es la decisión. Implica proyectar la


posibilidad práctica de una acción que depende de cada cual, imputarse a sí

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mismo la responsabilidad del proyecto y motivarlo con razones que
proporcionan una legitimación. Ricoeur pone de relieve una relación circular de
determinación mutua entre los motivos y la decisión, a fin de obviar un punto de
vista causal; observa que el cuerpo propio no sólo proporciona una primera
fuente de motivos sino que está presente como un medio afectivo en la
influencia de todos ellos, y juzga que estas razones tienen la particularidad de
manifestar o "historializar" valores. Estas consideraciones preceden a un
examen de la conciencia ética que toma distancia con respecto a la evaluación
prerreflexiva inherente a la decisión y se ocupa de las razones de estas
razones.

La voluntad no se limita a proyectar sino que se traduce en movimiento,


utilizando los recursos que el cuerpo propio pone a su disposición. En este
segundo momento se plenifica lo que la decisión señala de un modo vacío. Tal
relación entre la decisión y el proyecto es el equivalente en el orden volitivo de
la impleción analizada por Husserl en é! orden teórico entre la mención vacía
del objeto y su presentación intuitiva. Ahora bien, el nexo del obrar con el
término de la acción implica una intencionalidad práctica que difiere tanto de la
intencionalidad de la representación práctica -orientada desde la intención al
proyecto- como de la intencionalidad de la representación teórica -orientada
desde el acto de percepción al objeto. Es una relación que se confunde con el
poder de transformar el mundo y amplía el ámbito de la conciencia, de suerte
que no es solamente luz sino también fuerza". (p. 172). Lo cual significa tener
un correlato noemático particular en la obra. Ricoeur juzga que la acción de
abrir un libro, por ejemplo, no tiende ni al libro ni al movimiento del cuerpo. La
acción llega por la mediación del cuerpo, y el libro no agota la totalidad de la
obra o pragma. Por esta razón lo actuado en cuanto tal, como aquello de lo
cual tenemos conciencia en la intencionalidad práctica, sólo puede
caracterizarse de acuerdo con una expresión que responda a la pregunta por lo
que una persona hace. El análisis de esta dimensión de la intencionalidad, que
encierra considerables dificultades, pone al descubierto un Cogito no
representativo con una manera original de relacionarse con el mundo, y
constituye un aporte fundamental de Ricoeur al tema capital de la
fenomenología.

El tercer momento de la voluntad es el consentimiento, es decir, la adopción


activa de una situación en la que me encuentro implicado. Se trata de lo
involuntario absoluto por contraste con lo involuntario relativo corporal y resulta
permeable al modelamiento de la voluntad. Esta necesidad corporal permite a
Ricoeur examinar la ciencia de los caracteres, ocuparse de la concepción
freudiana del inconsciente y analizar nuestra organización vital como aquello
que nos hace existir y adquiere variados significados desde el nacimiento hasta
la muerte. Lo importante es que, con esta teoría del carácter, el inconsciente y
la vida, Ricoeur procura ilustrar la concepción de Heidegger acerca de la
disposicionalidad o encontrarse (Befindlichkeit).

En suma, la voluntad no sólo decide y mueve en virtud de motivos y poderes


corporales sino que consiente al reconocer una necesidad absoluta. Además
del proyecto y la obra, tiene como correlato intencional la situación. Y un
examen de su paciencia tiene que añadirse al que tiene en cuenta su

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legitimación y eficacia.2 Junto con el decidir y el mover, el consentir es un
momento de la libertad en el cual se enlazan, al igual que en los otros, una
forma de iniciativa y una forma de la receptividad en una condición de
independencia dependiente. Esta es la paradoja de una libertad, que, por ser
solamente humana, no se afirma de un modo absoluto.

2. En Le discours de l'action (1977), Ricoeur vuelve sobre algunos de estos


temas, y, al menos con respecto a la decisión, nos remite a la presente obra,
"ya que -declara- nada tengo que añadir hoy desde el punto de vista de la
descripción fenomenológica" (p. 126).

Nuevas cuestiones surgen y se multiplican sobre la base de este análisis de lo


voluntario y lo involuntario. Es necesario mencionar este enriquecimiento a fin
de situar adecuadamente la presente obra. Ante todo, la misma filosofía de la
voluntad exige una extensión que concierne al tema del mal. Que la voluntad
humana sea esclava de las pasiones es una cuestión que trasciende los límites
de un análisis de las estructuras esenciales de la voluntad humana en tanto
decidir, mover y consentir. Para dar cuenta de la libertad servil es menester
primero un pensamiento reflexivo sobre la falibilidad o debilidad constitucional
del hombre como condición de posibilidad del mal, y luego una "repetición" de
la confesión de la falta excesiva por parte de una conciencia religiosa que tan
sólo puede expresarse de un modo indirecto a través de símbolos. De este
modo la filosofía de la voluntad se prolonga en una descripción del hombre
falible y en una simbólica del mal.3 Y con este último tema, Ricoeur inicia su
itinerario desde la fenomenología descriptiva a la fenomenología hermenéutica,
porque dos símbolos, en tanto expresiones de doble sentido exigen un
desciframiento, y, por lo tanto, un conjunto de reglas que posibiliten la exégesis.

3. Paul Ricoeur, Philosophie de la volonté. Finitude et culpabilité. I. L'homme


fallible. II. La symbolique du mal, París, Aubier, 1960. Hay traducción
castellana: Paul Ricoeur, Finitud y Culpabilidad, Madrid, Taurus, 1969. Ricoeur
anunció una tercera parte de la filosofía de la voluntad como un volumen
ulterior que debería contener el pensamiento filosófico que se atiene a la
donación de sentido inherente al símbolo.

Una segunda ampliación implica trascender el ámbito de la filosofía de la


voluntad. Responde a la exigencia de caracterizar el ámbito de la
fenomenología de lo voluntario y lo involuntario frente a otras perspectivas
filosóficas.4 Ricoeur pone de relieve que la experiencia vivida de la que se
ocupa la fenomenología tiene un sentido y una estructura esencial, que es el
tema de un análisis conceptual, y paralelamente, destaca que la teoría de la
acción en la filosofía analítica intenta desentrañar el marco conceptual que
subyace a nuestro uso de expresiones relativas a la acción en el lenguaje
ordinario. Así, la fenomenología y el análisis lingüístico configuran un solo
discurso descriptivo que opera en los diferentes niveles del sentido de lo vivido
y las articulaciones del lenguaje. No obstante, la fenomenología muestra un
límite del análisis lingüístico al poner de manifiesto que el cuerpo propio es un
"yo puedo" al que es inherente una comprensión previa del mundo sobre la que
se apoya el lenguaje.

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4. Sobre estas cuestiones pueden consultarse sus artículos "La razón práctica",
en Paul Ricoeur, Hermenéutica y acción, Buenos Aires, Editorial Docencia,
1985, pp. 115-134, y "El filósofo y el político ante la cuestión de la libertad", en
Paul Ricoeur, Política, sociedad e historicidad, Buenos Aires, Editorial
Docencia, 1986, pp. 173-192.

Más allá del discurso descriptivo de la acción, se encuentra la filosofía de la


praxis, que, urgida por las cuestiones ético-políticas, proporciona nuevos
conceptos referidos a la libertad y las instituciones. Al ocuparse de las
condiciones de posibilidad de la libertad, Ricoeur reconoce su deuda con Kant
y señala la necesidad de escapar al ámbito de los conceptos teóricos y
descriptivos. Defiende un concepto práctico de libertad indisociable de las
normas y del concepto de persona como un fin en sí mismo. A este problema
de la posibilidad de la libertad sigue el de las condiciones de su realización. Al
respecto se debe llevar a cabo una tarea similar a la efectuada por Hegel con el
abandono de una moralidad puramente subjetiva y el examen del modo en que
la libertad se hace real desplegándose a través de las instituciones. Si bien la
acción humana carece de sentido al margen del nexo intersubjetivo implicado
en la dialéctica de la libertad y las instituciones, Ricoeur insiste en que las
entidades colectivas no son otra cosa que redes de interacción que remiten a
los individuos De lo contrario se perdería el criterio decisivo para juzgar una
acción como humana, esto es, la posibilidad de identificarla por medio de los
proyectos y los motivos de agentes a los cuales es imputable la
responsabilidad de la acción. Así, en la crítica a la hipóstasis o reificación de
las instituciones reaparece un tema central de la presente obra.

Advertimos que el tratamiento de la- acción humana en la filosofía de Ricoeur


refleja dos convicciones. Por un lado, se encuentra la tesis de que es una tarea
fundamental de la filosofía llevar a cabo una recapitulación crítica de su propia
herencia. Por el otro lado, está la propuesta de que toda idea de composibilidad
entre sistemas es la idea regulativa de toda discusión filosófica. Nada se
adquiere de una vez para siempre y nada se cancela definitivamente. Esto
exige un trabajo de intersección e intercambio entre universos del discurso
entre los cuales aparece a la vez una discontinuidad en los problemas, de
modo que se deben salvaguardar la novedad de cada esfera y una continuidad,
de modo que se conserve un sedimento en el pasaje de un nivel a otro. Pues
bien, las diversas dimensiones y perspectivas en el análisis de la acción no
dejan de tener su base en la fenomenología de lo voluntario y lo involuntario
que está depositada en las formas más complejas en virtud de la subsistencia
de temas como el proyecto, la responsabilidad y los motivos.

Roberto J. Walton

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INTRODUCCIÓN GENERAL

CUESTIONES DE METODO

El estudio de las relaciones entre lo Voluntario y lo Involuntario forma la primera


parte de un conjunto más vasto que lleva el título general de Filosofía de la
Voluntad. Los problemas que se abordan en esta obra y el método que se pone
en práctica en ella se encuentran, pues, delimitados por un acto de abstracción
que es necesario justificar en esta introducción. Las estructuras fundamentales
de lo voluntario y lo involuntario que aquí se buscan describir y comprender
sólo recibirán su significación definitiva cuando se retire la abstracción que ha
permitido la elaboración.

En efecto, una descripción pura y una comprensión de lo Voluntario y lo


Involuntario se constituyen poniendo entre paréntesis la falta, que altera
profundamente la inteligibilidad del hombre, y la Trascendencia, que encierra el
origen radical de la subjetividad.

Puede parecer extraño que se llame descriptivo al estudio realizado en los


límites de una abstracción que deja en suspenso aspectos tan importantes del
hombre. Por ello es indispensable decir que una descripción no es
necesariamente una descripción empírica, es decir, una pintura de las formas
que el hombre presenta de hecho en sus conductas voluntarias. Las formas
cotidianas del querer humano se dan como la complicación y, más
exactamente, como el enredo y la desfiguración de ciertas estructuras
fundamentales que son, con todo, las únicas capaces de suministrar un hilo
conductor en el laberinto humano. Ese enredo y esta desfiguración -que
buscaremos en el principio de las pasiones y que uno puede llamar falta o mal
moral- hacen Indispensable esta abstracción específica que debe revelarnos
las estructuras o las posibilidades fundamentales del hombre.

Esta abstracción se emparienta, por ciertos rasgos, con lo que Husserl llamara
la reducción eidética, es decir, la puesta entre paréntesis del hecho y el
afloramiento de la idea, del sentido. Pero Husserl no ha soñado hacer gravitar
la realidad empírica del hombre en torno a un hecho fundamental como es la
degradación ya efectuada del querer y su maquillaje bajo los colores de la
pasión. Se verá por el contrario que todo nos aleja de la famosa y obscura
reducción trascendental, en la que falta, según creemos, una comprensión
verdadera del cuerpo propio. Este estudio es entonces, de alguna manera, una
teoría eidética de lo voluntario y lo involuntario, aunque queremos ciertamente
guardarnos de toda interpretación platonizante de las esencias y considerarlas
simplemente como el sentido, el principio de inteligibilidad de las grandes
funciones voluntarias e involuntarias. Las esencias del querer es lo que
comprendo en un solo ejemplo, incluso en un ejemplo imaginario, cuando digo:
proyecto, motivo, necesidad, esfuerzo, emoción, carácter, etc. Una
comprensión esquemática de esas funciones-claves precede a todo estudio
empírico e inductivo conducido por los métodos experimentales tomados de las
ciencias de la naturaleza. Es esta comprensión directa del sentido de lo
voluntario y lo involuntario la que ante todo hemos querido elaborar.

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I. El método descriptivo y sus límites.

1. Las estructuras fundamentales de lo voluntario y lo involuntario

El primer principio que nos ha guiado en la descripción es la oposición de


método entre la descripción y la explicación. Explicar es siempre conducir lo
complejo a lo simple. Aplicada a la psicología, esta regla que hace a la fuerza
de las ciencias de la naturaleza lleva a construir al hombre como si fuera una
casa, es decir, a poner ante todo los cimientos de una psicología de lo
involuntario y a coronar a continuación esos primeros niveles de funciones con
un nivel suplementario llamado voluntad. Se supone así que la necesidad, el
hábito, etc., tienen en psicología una significación propia a la que se agrega la
de la voluntad, a menos que no derive de aquélla. Pero no se supone que la
voluntad ya se encuentre incorporada en una comprensión completa de lo
involuntario.

Al contrario, la primera situación que revela la descripción es la reciprocidad de


lo involuntario y lo-voluntario. La necesidad, la emoción, el hábito, etc. sólo
toman un sentido completo en relación con una voluntad a la que solicitan,
inclinan y, en general; afectan, y que, como contrapartida, fija sus sentidos, es
decir, los determina por su elección, los mueve por su esfuerzo y los adopta por
su consentimiento. No hay inteligibilidad propia de lo involuntario. Sólo es
inteligible la relación de lo voluntario y lo involuntario. Y por esa relación la
descripción es comprensión.

Esa reciprocidad de lo voluntario y lo involuntario no deja tampoco dudas sobre


el sentido en que es necesario leer sus relaciones. No sólo se trata de que lo
involuntario carece de significación propia, sino también de que la comprensión
procede de arriba para abajo y no de abajo para arriba. Lejos de poder derivar
lo voluntario de lo involuntario, al contrario, la comprensión de lo voluntario es
primero en el hombre. Me comprendo ante todo como aquél que dice "Yo
quiero". Lo involuntario se refiere al querer como lo que le da motivos, poderes,
cimientos, incluso límites. Esa inversión de perspectiva sólo es un aspecto de
esta revolución copernicana que bajo formas múltiples es la primera conquista
de la filosofía; toda función parcial del hombre gravita en torno a su función
central, la que los estoicos llamaban el principio rector. Se lo comprende de la
siguiente manera: para la explicación, lo simple es la razón de lo complejo:
para la descripción y la comprensión, lo uno es la razón de lo múltiple. Ahora
bien, el querer es lo uno que ordena lo múltiple de lo involuntario.

Por ello las diversas partes de este estudio descriptivo comenzarán siempre
por una descripción del aspecto voluntario, para considerar, en segundo
término, qué estructuras involuntarias resultan exigidas para consumar la
inteligencia de este acto o este aspecto de la voluntad; se describirán entonces
esas funciones involuntarias en su inteligibilidad parcial y se mostrará, por
último, la integración de esos momentos involuntarios en la síntesis voluntaria
que les confiere una comprensión completa 1.
Tendremos ocasión de subrayar más extensamente algunos corolarios
metodológicos de ese principio de reciprocidad entre la voluntario y lo

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involuntario; bástenos por ahora con señalar al pasar los dos principales: si los
así llamados elementos de la vida mental no son inteligibles en sí mismos,
tampoco podría encontrarse sentido al pretendido automatismo primitivo, a
partir del cual se desearía obtener la espontaneidad voluntaria por
complicación, amaestramiento y corrección secundarios. Uno se encuentra
igualmente conducido a rechazar toda inteligibilidad propia a lo patológico: los
productos de la desintegración son nuevos y aberrantes con relación a la
síntesis humana de lo voluntario y lo involuntario. Todos los ensayos por
comprender lo normal a través de los productos de la disociación patológica
reposan sobre una ilusión; uno se figura que la simplificación que a menudo
produce la enfermedad- pone al desnudo elementos simples que ya estaban
presentes en lo normal y que sólo se encontraban completados y
enmascarados por fenómenos de nivel superior, desprovistos por otra parte de
originalidad. Esta ilusión no es un error de la psicología patológica sino de la
psicología normal. La posibilidad de comprender directamente lo normal sin
recurrir a lo patológico vendrá a justificar este corolario de nuestro principio
fundamental 2.

La primera tarea que propone ahora la comprensión recíproca de lo voluntario y


lo involuntario es la de reconocer las articulaciones más naturales del querer.
En efecto, la misma práctica del método descriptivo enseña que no se puede
llevar muy lejos la descripción de la función práctica del Cogito y su oposición a
la función teórica de percepción y de juicio (juicio de existencia, de relación, de
cualidad, etc.) sin introducir distinciones importantes en el interior mismo del
círculo de funciones en imperativo, globalmente opuestas a las funciones en
indicativo.

Los primeros ensayos de descripción nos han impuesto una interpretación


triádica del acto de voluntad. Decir "Yo quiero" significa: 1) yo decido, 2) yo
muevo mi cuerpo, 3) yo consiento. La plena justificación de ese principio de
análisis se encontrará en la ejecución misma de ese plan. Sin embargo,
podemos decir, al menos esquemáticamente, cómo se determinan esos tres
momentos.

Es necesario invocar aquí un principio que va más allá del marco de la


psicología de la voluntad y que unifica la psicología en su conjunto. Una función,
cualquiera sea, se comprende por su tipo de orientación o, como dice Husserl,
por su intencionalidad. Puede decirse lo mismo de otra manera: una conciencia
se comprende por el tipo de objeto en el cual dicha conciencia se traspasa.
Toda conciencia es conciencia de... Esta regla de oro de la fenomenología
husserliana resulta hoy demasiado conocida para que sea necesario
comentarla de otra manera. Por el contrario, su aplicación a los problemas de
lo voluntario y lo involuntario es singularmente delicada. Los indicios de
descripción que dan Ideen I y II se encuentran principalmente consagrados a la
percepción y a la constitución de los objetos del conocimiento3. La dificultad
reside en reconocer qué estatuto puede tener el objeto, el correlato de
conciencia, en el marco de las funciones prácticas. Son precisamente las
articulaciones de lo "querido'', como correlato del querer, las que orientan la
descripción.

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1) Lo querido es ante todo lo que decido, el proyecto que formo: contiene el
sentido de la acción a realizar por el yo según el poder que tengo.

2) Ahora bien, un proyecto es un irreal, o más bien, una especie de irreal. Su


inscripción en lo real por la acción designa la segunda estructura de la voluntad:
la moción voluntaria. Hay una gran dificultad para reconocer la estructura
intencional de la conciencia cuando es una acción efectiva, una acción
efectuada. La relación obrar-acción será el tema directriz de la segunda parte
de esta descripción.

3) Pero existe un residuo; el querer no se reduce a poner el proyecto vacío y a


realizarlo prácticamente con una acción. Consiste asimismo en someterse a la
necesidad que no puede proyectar ni mover. Ese tercer rasgo del querer, hay
que reconocerlo, no aparece inmediatamente: resulta impuesto a la atención
por el rodeo de lo involuntario al cual responde y sobre el cual todavía no
hemos hablado.

En efecto, en virtud del principio de reciprocidad entre lo voluntario y lo


involuntario, las articulaciones del querer, que ya hemos indicado muy
esquemáticamente, sirven a su vez de guía en el imperio de lo involuntario.
Según creemos, una consecuencia preciosa de esa inversión de perspectiva,
cuyo principio hemos planteado más arriba, es la de brindarnos un orden de
comparecencia de las funciones llamadas elementales que, consideradas en sí
mismas, no compartan encadenamiento claro. Según su referencia a tal o cual
aspecto del querer, las funciones involuntarias reciben una diferenciación y un
orden:

1) La decisión se encuentra en una relación original no sólo con el proyecto que


es su objeto específico, sino también con los motivos que la justifican.
Comprender un proyecto es comprenderlo por sus razones -razonable o no-.
Decido esto porque. . .; el "porque" de la motivación, él mismo un "porque"
original, es la primera estructura de enlace entre lo involuntario y lo voluntario.
Permite relacionar numerosas funciones tales como la necesidad, el placer y el
dolor, etc., con el centro de perspectiva, con el "Yo" del Cogito.

2) La moción voluntaria, además de su estructura intencional típica, implica una


referencia especial a poderes más o menos dóciles que son los órganos como,
hace un momento, los motivos eran las razones de la decisión. De esta manera,
es posible hacer comparecer diferentes funciones psicológicas como órganos
posibles del querer: el hábito es el ejemplo más familiar y menos discutible.

3) Todo lo involuntario no es motivo u órgano de voluntad. Existe lo inevitable,


lo involuntario absoluto con relación a la decisión y al esfuerzo. Este
involuntario del carácter, de lo inconsciente, de la organización vital, etc., es el
término de ese acto original del querer que en la primera aproximación se
encuentra más disimulado que él: a ese involuntario nos sometemos.
2. La descripción del Cogito y la objetividad científica

Con lo involuntario entra en escena el cuerpo y su acompañamiento de


dificultades. En efecto, la tarea de una descripción de lo voluntario y lo

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involuntario reside en acceder a una experiencia integral del Cogito, hasta los
confines de la afectividad más confusa. La necesidad debe ser tratada como un:
tengo necesidad de..., el hábito, como un: tengo el hábito de...; el carácter,
como mi carácter. La intencionalidad, por una parte, la referencia al yo, por la
otra, que señalan un sujeto no son fáciles de comprender, tanto más cuanto
que la reflexión sobre el sujeto se encuentra mejor satisfecha en el plano de la
representación teórica. A veces hasta el índice psicológico (es decir,
precisamente la intención hacia un objeto específico y la irradiación del sujeto a
través de esta intención) parece imposible de reconocer: ¿qué es mi
inconsciente, por ejemplo?

Ahora bien, el cuerpo se encuentra mejor conocido como objeto empírico,


elaborado por las ciencias experimentales. Hay una biología dotada de
objetividad, que parece la única objetividad pensable, a saber, la objetividad de
los hechos en la naturaleza, ligados por leyes de tipo inductivo. El cuerpo-
objeto tiende, pues, a descentrar del Cogito el conocimiento de lo involuntario y,
progresivamente, a hacer inclinar hacia las ciencias de la naturaleza toda la
psicología. De tal manera se constituye una ciencia empírica de los hechos
psíquicos, concebidos como una clase dentro de los hechos en general.
Convirtiéndose en hecho, lo vivido de la conciencia se degrada y pierde sus
caracteres distintivos: la intencionalidad y la referencia a un yo que vive en ese
vivido. En verdad, la noción de hecho psíquico es un monstruo: si pretende el
título de hecho, es por contaminación del cuerpo-objeto, que sólo tiene el
privilegio de ser expuesto entre los objetos. Pero si quiere ser psíquico, es por
reminiscencia de lo vivido y, de alguna manera, por el ribete de subjetividad
que arrastra, fraudulentamente, al terreno de los hechos empíricos donde el
psicólogo pretende trasplantarlo.

Ahora bien, mientras lo involuntario se degrada en hecho empírico, lo voluntario,


por su parte, se disipa pura y simplemente: el "yo quiero", como iniciativa libre,
resulta anulado, pues sólo tiene significación empírica como cierto estilo de
comportamiento que no es más que una complicación de conductas simples
salidas de la objetivación empírica de lo involuntario. La comprensión de las
relaciones de lo involuntario y lo voluntario exige, pues, que, sobre la actitud
naturalista, se reconquiste sin cesar el Cogito captado en primera persona.

El Cogito de Descartes podría reivindicarse esta reconquista; pero Descartes


agrava la dificultad relacionando el alma y el cuerpo con dos líneas de
inteligibilidad heterogéneas, remitiendo el alma a la reflexión y el cuerpo a la
geometría: instituye así un dualismo del entendimiento que condena a pensar
al hombre como si estuviera quebrado. Con todo, Descartes nos advierte que
'Ias cosas que pertenecen a la unión del alma y el cuerpo... se conocen muy
claramente por los sentidos" 4. Y agrega: "Recurriendo sólo a la vida y a las
conversaciones ordinarias, y absteniéndose de meditar y estudiar las cosas
que ejercitan la imaginación, es como uno aprende a concebir la unión del alma
y del cuerpo" 5. "Para ello es necesario afirmar con más fuerza, concebirlos
como una sola cosa y, conjuntamente, concebirlos como dos, lo que se
contraría" 6.

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La reconquista del Cogito debe ser total; en el seno mismo del Cogito es donde
necesitamos reencontrar el cuerpo y lo involuntario que dicho cuerpo nutre. La
experiencia integral del Cogito envuelve el yo deseo, yo puedo, yo me oriento y,
de una manera general, la existencia coma cuerpo. Una subjetividad común
funda la homogeneidad de las estructuras voluntarias e involuntarias. La
descripción, dócil a lo que aparece en la reflexión sobre sí, se mueve así en el
universo único del discurso, el discurso sobre la subjetividad del Cogito integral.
El nexo de lo voluntario y lo involuntario no reside en la frontera de dos
universos de discurso, uno de los cuales sería reflexión sobre el pensamiento y
el otro física del cuerpo: la intuición del Cogito es la intuición misma del cuerpo
unida al querer que lo padece y reina sobre él; es el sentido del cuerpo como
fuente de motivos, como haz de poderes e incluso como naturaleza necesaria:
en efecto, la tarea será descubrir incluso la necesidad en primera persona, la
naturaleza que soy. Motivación, moción, necesidad son relaciones intra-
subjetivas. Hay una eidética fenomenológica del cuerpo propio y de sus
relaciones con el yo del querer.

Aquí son necesarias algunas explicaciones para precisar qué hay que entender
por cuerpo-sujeto y, en general, por Cogito en primera persona. La oposición
del cuerpo-sujeto y del cuerpo-objeto no coincide en absoluto con la oposición
de dos direcciones de observación: hacia mí mismo, un tal, un único, y hacia
los otros cuerpos, fuera de mí. Se trata, de una manera más compleja, de la
oposición entre dos actitudes que pueden recurrir a la introspección o a la
extrospección, pero con mentalidades diferentes.

En efecto, lo que caracteriza a la psicología empirista, no es tanto su


preferencia por el conocimiento externo, sino su reducción de los actos (con su
intencionalidad y su referencia a un Ego) a hechos. ¿Se dirá entonces que los
actos resultan conocidos más bien desde "dentro" y los "hechos" más bien
desde "fuera"? Tal cosa sólo es una verdad parcial, pues la introspección
misma puede quedar degradada en conocimiento de hecho si falta en ella lo
psíquico como acto intencional y como acto de alguien. Eso es lo que ocurre
con la interpretación empirista de la introspección en Hume y Condillac. La
introspección puede ser de estilo naturalista si traduce los actos en lenguaje de
hechos anónimos, homogéneos a otros hechos de la naturaleza: "hay"
sensaciones, como "hay" átomos. El empirismo es un discurso en el modo del
"hay". Inversamente, el conocimiento de la subjetividad no se reduce a la
introspección, como la psicología empírica tampoco se reduce a la psicología
del comportamiento. Su esencia reside en respetar la originalidad del Cogito
como haz de actos intencionales de un sujeto. Pero ese sujeto es yo y tú.

Estas observaciones son decisivas para comprender la noción de cuerpo


propio. El cuerpo propio es el cuerpo de alguien, el cuerpo de un sujeto, mi
cuerpo y tu cuerpo. Pues si la introspección puede resultar naturalizada, como
contrapartida el conocimiento externo puede resultar personalizado. La
intropatía (einfühlung) es precisamente la lectura del cuerpo del otro como
significante de actos que tienen una orientación y un origen subjetivo. La
subjetividad es por lo tanto "interna" y "externa". Es la función sujeto de los
actos de alguien. Por la comunicación con otro, tengo otra relación con el
cuerpo, una relación que ni está envuelta en la apercepción de mi propio

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cuerpo, ni inserta en un conocimiento empírico del mundo. Descubro el cuerpo
en segunda persona, el cuerpo como motivo, órgano y naturaleza de otra
persona. Leo sobre él la decisión, el esfuerzo y el consentimiento. No se trata
de un objeto empírico, de una cosa. Los conceptos de la subjetividad (de lo
voluntario y lo involuntario) están formados por la acumulación de la
experiencia privada de múltiples sujetos. Por una parte, por recurrencia de la
conciencia del otro sobre mi conciencia, esta última se transforma
profundamente: yo me trato a mí mismo como a un tú que en su apariencia
externa es expresión para otro; entonces, reconocerme a mí mismo es anticipar
mi expresión para un tú. Por otra parte, el conocimiento de mí mismo es
siempre en cierto grado una guía en el desciframiento del otro, si bien el otro es
ante todo y principalmente una revelación original de la intropatía. El tú es otro
yo. Así se forman, por contaminación mutua de la reflexión y la intropatía, los
conceptos de la subjetividad que valen de antemano para el hombre mi
semejante y superan la esfera de mi subjetividad. Se comprende entonces
cómo pasa uno desde el punto de vista fenomenológico al punto de vista
naturalista, no por inversión de lo interno a lo externo, sino por degradación
tanto de lo interno como de lo externo. Mi cuerpo queda desligado de mi
imperio subjetivo, pero también tu cuerpo queda desligado de su expresión
subjetiva. El cuerpo inerte e inexpresivo se ha convertido en objeto de ciencia.
El cuerpo-objeto es el cuerpo del otro y mi cuerpo arrancados del sujeto que
afectan y expresan. Por lo tanto sólo es posible ir del cuerpo-objeto al cuerpo-
sujeto por un salto que trasciende el orden de las cosas, mientras que se va del
segundo al primero por disminución y supresión, con lo que se encuentran
estas últimas legitimadas por el tipo de interés que representa la constitución
de la ciencia empírica como saber acerca de hechos.

Si esa es la subjetividad del Cogito -la intersubjetividad de la función "yo"


prolongada al cuerpo como cuerpo de alguien-, ¿podemos entonces decir que
el conocimiento objetiva-empírico de los "`hechos" corporales en la biología y
de los "hechos" involuntarios y voluntarios en la psicología naturalista debe,
pura y simplemente, quedar en suspenso? De ninguna manera. Parecería
posible, mientras nos atuviéramos a generalidades sobre el cuerpo propio.
Pero cuando uno quiere poner a prueba una descripción pura de lo involuntario,
articulada sobre funciones precisas, no puede fingir que ignora que lo
involuntario resulta, con frecuencia, mejor conocido empíricamente, bajo su
forma, a pesar de todo, degradada de acontecimiento natural. Entonces es
necesario entrar en una dialéctica estrecha entre el cuerpo propio y el cuerpo-
objeto, e instituir relaciones particulares entre la descripción del Cogito y la
psicología empirista clásica.

Tales relaciones son las que plantea el segundo problema preciso del método
sobre el cual esta introducción pretende dar un resumen; aunque, ciertamente,
la solución de dicho problema sólo pueda precisarse ejerciendo frente a las
dificultades particulares el método mismo.
Es demasiado fácil decir que el cuerpo figura dos veces, primero como sujeto,
segundo como objeto, o más exactamente, primero como cuerpo de un sujeto,
segundo como objeto empírico anónimo. En vano creeríamos haber resuelto
con elegancia el problema del dualismo substituyendo el dualismo de las
substancias por un dualismo de puntos de vista. El cuerpo como cuerpo de un

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sujeto y el cuerpo coma objeto empírico anónimo no coinciden: Uno puede
superponer dos objetos, pero no un momento del Cogito y un objeto. El cuerpo
vivido es recíproco de una "modalidad" de la voluntad. Es entonces una parte
abstracta, deducida del todo del sujeto. El cuerpo-objeto no es una parte sino
un todo, un todo entre otros todos en un sistema raso de objetos. Sólo hay
relaciones laterales a otros objetos, no una subordinación a un imperium
subjetivo. Entonces, la relación inmanente del `yo quiero" a lo involuntario
carece propiamente de correlato en una jerarquía objetiva; la dependencia de
mi cuerpo respecto de mí mismo, que quiero en él y por él, sólo tiene por
simetría en el universo del discurso de la ciencia empírica un cuerpo que se
explica por los otros cuerpos. Por ello, como veremos en detalle, la experiencia
del esfuerzo es siempre un escándalo para el conocimiento empírico y siempre
resulta reducida por éste. Se verán en particular los fracasos sufridos al tratar
de traducir en el lenguaje objetivo empírico el esfuerzo como un hecho, por
ejemplo, como una fuerza "hiperorgánica" o como una laguna en los hechos,
por ejemplo, como indeterminismo. Es natural y necesario que las leyes de la
objetividad empírica triunfen regularmente sobre todas las tentativas de traducir
sobre su plano la experiencia subjetiva de la libertad. Pero, a la vez, ese triunfo
de la ciencia empírica sobre el indeterminismo o sobre la fuerza hiperorgánica
expresa finalmente el fracaso de la objetividad rasa. Ese mismo triunfo,
comprendido como fracaso en el intento de captar la libertad del sujeto, invita a
cambiar de punto de vista; la libertad no tiene lugar entre los objetos empíricos;
es necesaria la conversión de la mirada y el descubrimiento del Cogito.

¿Entonces, no hay ninguna relación entre el cuerpo como mío o tuyo y el


cuerpo como objeto entre los objetos de ciencia? Debe haber alguna, ya que se
trata del mismo cuerpo. Pero esta correlación no es de coincidencia sino de
diagnóstico, es decir, que todo momento del Cogito puede ser la indicación de
un momento del cuerpo-objeto: movimiento, secreción, etc., y todo momento
del cuerpo-objeto la indicación de un momento del cuerpo perteneciente a un
sujeto: afectividad global o función particular. Esa relación no es de ninguna
manera a priori, sino que se forma lentamente por un aprendizaje de los signos.
Esta semeiología que ejercitamos aquí en beneficio del Cogito la ejerce el
médico en beneficio del conocimiento empírico, de manera que algo vivido
denuncia un funcionamiento o una turbación funcional del cuerpo-objeto. Pero
los dos puntos de vista nunca se pueden sumar; tampoco son paralelos. El uso
del método de descripción muestra que las lecciones de la biología o la
psicología empírica son un camino normal para encontrar el equivalente
subjetivo que con frecuencia se encuentra muy disimulado. En ciertos casos
llegará a parecer casi imposible descubrir el índice subjetivo, en lenguaje del
Cogito, de una función o un acontecimiento bien conocido en biología o en
psicología empírica (ejemplo: el carácter, el inconsciente, el nacimiento, sobre
el cual insistiremos mucho y que quizás sea el caso más notable).

Por ello nuestro método será muy receptivo con respecto a la psicología
científica, aunque sólo se sirva de ella como diagnóstico. Con frecuencia la
descripción del Cogito retoma de la psicología empírica los lineamientos de una
fenomenología que allí se encuentra objetivada y, de alguna manera, alienada.
Pero asimismo, con frecuencia, un concepto fenomenológico no será más que
una `subjetivación" de un concepto mucho mejor conocido por la vía empírica.

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3. Descripción pura (o fenomenología) y misterio

Acaso se pensará, en este estadio de nuestra reflexión, que una descripción de


las estructuras voluntarias e involuntarias puede desenvolverse en una
atmósfera de inteligibilidad sin misterio, que es la atmósfera ordinaria de los
estudios husserlianos.

En realidad, en la prueba de la práctica, la comprensión de las articulaciones


entre lo voluntario y lo involuntario que llamamos motivación, moción,
condicionamiento, etc., fracasa en los confines de una invencible confusión.
Lejos de que el dualismo del entendimiento resulte vencido por el
descubrimiento de una común medida subjetiva entre el querer y el cuerpo,
dicho dualismo parece en cierto sentido exaltado, en el mismo seno del Cogito
integral, por el método descriptivo. La descripción triunfa en la distinción más
que en la ilación. Incluso en primera persona el deseo es otra cosa que la
decisión, el movimiento otra cosa que la idea, la necesidad otra cosa que la
voluntad que consiente a ella. El Cogito resulta interiormente fracturado.

Las razones de esa íntima ruptura se muestran si uno considera cuál es la


pendiente natural de una reflexión sobre el Cogito. El Cogito tiende a la auto-
posición. El genio cartesiano reside en haber llevado al extremo esta intuición
de un pensamiento que al ponerse hace un círculo consigo mismo y que en sí
ya no acoge más que la imagen de su cuerpo y la imagen del otro. El sí mismo
se separa y se exilia en lo que los estoicos llamaban la esfericidad del alma,
libre de poner por un movimiento segundo todo objeto dentro de este cerco que
yo formo conmigo mismo. La conciencia de sí tiende a sobresalir en la acogida
del otro. Esa es la razón más profunda de la expulsión del cuerpo al reino de
las cosas.

Ahora bien, esta tendencia del yo a hacer un círculo en torno a sí mismo no se


vence con la simple voluntad de tratar al cuerpo como cuerpo propio. En
realidad, la extensión del Cogito al cuerpo propio exige más que un cambio de
método: el yo, más radicalmente, debe renunciar a una pretensión
secretamente oculta en toda conciencia, abandonar su deseo de auto-posición,
para recibir una espontaneidad nutricia y una suerte de inspiración que rompe
el círculo estéril que el sí mismo forma consigo.

Pero este redescubrimiento de las raíces ya no es una comprensión de


estructura. La descripción guardaba algo de espectacular: los conceptos de lo
voluntario y lo involuntario, en tanto estructuras comprendidas, constituyen
todavía una objetividad superior, no ya ciertamente la objetividad de las cosas,
la objetividad de una naturaleza empírica, sino la objetividad de nociones
observadas y dominadas. Ahora bien, el vínculo que une verdaderamente el
querer a su cuerpo requiere otra suerte de atención distinta de la atención
intelectual dirigida a estructuras. Exige que yo participe activamente de mi
encarnación co mo misterio. Debo pasar de la objetividad a la existencia.

Por ello el método descriptivo, dentro de cada una de las tres grandes
secciones, estará arrastrado por un movimiento de superación que parece

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finalmente extraño al genio propio de la psicología husserliana. La primera
elucidación de las formas del querer por vía de descripción simple exigirá en
cada caso una profundización en el sentido de los vínculos más frágiles pero
más esenciales.

Descartes mismo nos invita, más de lo que él lo ha sospechado, a cambiar de


régimen de pensamiento. ¿Cómo reconquistar, por encima de las disyunciones
del entendimiento, el sentimiento de estar a la vez librado a mi cuerpo y ser su
amo, sino por una conversión del pensamiento que, dejando de poner a
distancia de sí ideas claras y separadas, ensaye coincidir con cierta prueba de
la existencia que es el yo en situación corporal?

Puede reconocerse aquí el movimiento de pensamiento de Gabriel Marcel, que


vincula el redescubrimiento de la encarnación con un estallido del pensamiento
por objeto, con una conversión de -`la objetividad'' en "la existencia" o, como
dirá más tarde, con una conversión del "problema" en "misterio". En efecto, la
meditación de la obra de Gabriel Marcel se encuentra en el origen de este libro;
con todo hemos querido someter ese pensamiento a la prueba de problemas
precisos planteados por la psicología clásica (problema de la necesidad, del
hábito, etc.). Por otra parte, hemos querido ubicamos en la intersección de dos
exigencias: la de un pensamiento alimentado por el misterio de mi cuerpo, y la
de un pensamiento preocupado por las distinciones heredadas del método
husserliano de descripción. Sólo la puesta en práctica de este proyecto
permitirá juzgar si la intención era legítima y viable.

El tercer problema de método implicado por una teoría de lo voluntario y lo


involuntario es comprender cómo se limitan y completan mutuamente una
comprensión precisa de las estructuras subjetivas de lo voluntario y lo
involuntario con un sentido global del misterio de la encarnación. Al respecto, el
conjunto de esta obra es un ejercicio de método donde deberían afrontarse sin
cesar las dos exigencias del pensamiento filosófico, la claridad y la profundidad,
el sentido de las distinciones y el de las vinculaciones secretas. Por una parte,
el sentido de "la existencia" sólo es excluyente del sentido de "la objetividad"
cuando ésta ya se encuentra degradada. La objetividad no es el naturalismo;
ciertamente una psicología que pretende tratar al Cogito como una especie de
hechos empíricos que llama hechos mentales, psíquicos o de conciencia, y que
juzga justos los métodos de observación e inducción en uso dentro de las
ciencias de la naturaleza, que degrada en consecuencia las experiencias
cardinales de la subjetividad, tales como la intencionalidad, la atención, la
motivación, etc., al nivel de una física del espíritu, una psicología así es, en
efecto, incapaz de prestar claridad al sentido profundo de mi existencia carnal.
Sólo tiene el alcance de un diagnóstico. Pero existe un análisis lúcido del
Cogito que uno puede, perfectamente, llamar objetivo, en el sentido de que
pone ante el pensamiento, como objetos de pensamiento, esencias diversas, el
percibir, el imaginar, el querer. Ahora bien, entre esas esencias hay también
esencias relacionales, es decir, significaciones que se refieren a las uniones de
funciones: tales como motivación, cumplimiento de una intención vacía con una
intención plena, realización, fundación de un acto complejo en un acto de
primer grado. Esas relaciones son comprendidas corno relaciones descriptivas.
Por lo tanto, puede estimarse que un pensamiento no-reductivo, sino

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descriptivo, no naturalista sino respetuoso de lo que aparece como Cogito, en
suma, ese tipo de pensamiento que Husserl llamara fenomenológico puede
prestar su lucidez a las intuiciones evanescentes del misterio corporal. En
particular la experiencia masiva de ser mi cuerpo está articulada según
significaciones diferentes si mi cuerpo es fuente de motivos, centro de poderes
o trasfondo de necesidad.

Pero como contrapartida, si bien una objetividad específica, la de los conceptos


del Cogito, ofrece sin cesar al sentido del misterio una problemática más
desligada que la objetividad naturalista, nos parece con todo vano creer que
uno puede "salvar los fenómenos" sin esa conversión constante que conduce
del pensamiento que pone ante sí nociones al pensamiento que participa de la
existencia. Aunque el pensamiento por noción no sea necesariamente una
reducción naturalista, procede siempre de cierta disminución del ser. Me anexo
lo que comprendo; lo capturo; lo englobo en cierto poder de pensar que tarde o
temprano se tratará como posicional, formador, constituyente con respecto a la
objetividad. Esta disminución de ser, que del lado del objeto es una pérdida de
presencia, es del lado del sujeto que articula el conocimiento una
desencarnación ideal: me exilio al infinito como sujeto puntual. De tal manera,
por una parte me anexo la realidad y por la otra me desligo de la presencia. La
fenomenología husserliana no escapa en absoluto a este peligro solapado. Por
ello nunca ha tomado verdaderamente en serio mi existencia como cuerpo, ni
siquiera en la Quinta Meditación Cartesiana. Mi cuerpo no está constituido en el
sentido de la objetividad, ni es constituyente en el sentido del sujeto
trascendental; escapa a esa pareja de contrarios. Es yo existente.

Esta intuición no podía alcanzarse en ninguna de las "actitudes" propuestas por


Husserl. "La actitud" trascendental instituida por la reducción trascendental y la
actitud natural tienen en común la misma evacuación de la presencia de algún
modo auto-afirmante de mi existencia corporal. Si presto más atención a esta
presencia primera, ingenerable e incaracterizable de mi cuerpo, al mismo
tiempo la existencia del mundo, que prolonga la de mi cuerpo como su
horizonte, ya no puede quedar suspendida sin una grave lesión del Cogito
mismo que, perdiendo la existencia del mundo, pierde la de su cuerpo y,
finalmente, su índice de primera persona.

Por esta doble serie de razones, la filosofía del hombre se muestra como una
tensión viviente entre una objetividad elaborada por una fenomenología a la
medida del Cogito (y recuperada por encima del naturalismo) y el sentido de mi
existencia encarnada. Esta última no deja de desbordar la objetividad que en
apariencia la respeta más, pero que por naturaleza tiende a evacuarla. Por ello,
las nociones que usamos, tales como motivación, realización de un proyecto,
situación, etc., son los índices de una experiencia viva que nos baña más que
los signos del dominio que nuestra inteligencia ejercería sobre nuestra
condición de hombres. Pero, como contrapartida, es la vocación de la filosofía
esclarecer mediante nociones la existencia misma. Para ello conviene una
fenomenología descriptiva: es la cresta que separa la efusión romántica y el
intelectualismo sin profundidad. Esta región de los índices racionales de la
existencia es acaso la razón misma en tanto se distingue del entendimiento
divisor 7.

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4. La apuesta, la paradoja y la conciliación

Estas profundizaciones sucesivas del método de descripción reclaman una


consideración última, destinada a develar algunas de las intenciones más
lejanas de este estudio. Participar en el misterio de la existencia encarnada es
adoptar el ritmo interior de un drama.

En efecto, si uno quiere superar el dualismo del entendimiento, que procede


sólo desde la exigencia de claridad y de distinción del pensamiento por
nociones, y si quiere captar la vinculación que el cuerpo como mío posee
conmigo que lo vivo, lo sufro y lo gobierno, se descubre que esta vinculación es
una vinculación polémica.

Un nuevo dualismo, un dualismo de existencia en el interior mismo de la unidad


vivida, releva al dualismo del entendimiento y le da súbitamente una
significación radical y, si podemos decirlo así, existencial, que supera
singularmente las necesidades de método. La existencia tiende a quebrarse.
En efecto, el acontecimiento de la conciencia es siempre en cierto grado la
quiebra de una consonancia íntima.

"Armoniosa yo..." decía la joven Parca. Pero la conciencia surge como un


poder de retroceso con relación a la realidad de su cuerpo y de las cosas,
como un poder de juicio y de negación. La voluntad es noluntad.

En contraste, esta asunción de sí mismo por encima de una existencia


espontánea hace aparecer a la espontaneidad en su conjunto como un poder
más o menos hiriente. Un sueño de pureza y de integridad se apodera de la
conciencia que se piensa entonces como idealmente total, transparente y
capaz de ponerse absolutamente a sí misma. La expulsión del cuerpo propio
fuera del círculo de la subjetividad, su rechazo hacia el reino de los objetos
considerados a distancia, pueden en tal sentido interpretarse como la venganza
de la conciencia herida por la presencia del mundo. De ahora en adelante la
subjetividad que se siente expuesta, abandonada, arrojada al mundo, ha
perdido la ingenuidad del pacto primitivo.

Ese drama develará toda su virulencia en la tercera parte consagrada a la


necesidad. Principalmente, en tanto invencible naturaleza, en tanto carácter
finito, en tanto inconsciente indefinido, en tanto vida contingente, lo involuntario
me aparece como una potencia hostil.

Pero el drama ya se encuentra presente en el estudio de la moción voluntaria:


el esfuerzo no es sólo quebrantamiento de poderes dóciles sino lucha contra
una resistencia. Por último, el poder mismo de decidir, que constituye. el tema
de la primera parte, resulta siempre en cierto grado una negación, una
separación de los motivos negados. Siempre la voluntad dice no de alguna
manera. Así, progresivamente, las relaciones de lo involuntario con lo
voluntario se revelan bajo el signo del conflicto. La convicción que circula en
sordina a través de los análisis más técnicos es que la asunción de sí de la
conciencia, cuando ésta última se opone a su cuerpo y a todas las cosas e

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intenta formar un círculo consigo misma, es una pérdida de ser. El acto del
Cogito no es un acto puro de auto-posición; dicho Cogito vive de la acogida y
del diálogo con sus propias condiciones de enraizamiento. El acto del yo es al
mismo tiempo participación.

La intención de este libro es entonces comprender el misterio como


reconciliación, es decir, como restauración, a nivel de la conciencia más lúcida,
del pacto original de la conciencia confusa con su cuerpo y con el mundo. En
tal sentido, la teoría de lo voluntario y lo involuntario no sólo describe y
comprende, sino que también restaura.

Desde el punto de vista del método, esta última profundización de la


investigación abre el acceso a una reflexión sobre la paradoja. La conciencia es
siempre en cierto grado un arrancamiento y un salto. Por ello las estructuras
que insertan lo voluntario y lo involuntario son estructuras tanto de ruptura
como de vinculación. Tras esas estructuras es la paradoja la que culmina como
paradoja de la libertad y de la naturaleza. La paradoja es, a nivel de la
existencia, lo que el compromiso del dualismo es a nivel de la objetividad. No
hay procedimiento lógico por el cual la naturaleza proceda de la libertad (lo
involuntario de lo voluntario), o la libertad de la naturaleza. No hay sistema de
la naturaleza y la libertad.

Pero la paradoja sería destructiva y la libertad se anularía por su propio exceso,


si no consiguiera recuperar sus vínculos con una situación que de alguna
manera la nutra. Una ontología paradojal sólo es posible reconciliada
secretamente. Se percibe la unión del ser en una intuición ciega que se
reflexiona a través de paradojas; dicha unión nunca es lo que miramos, sino
aquello a partir de lo cual se articulan los grandes contrastes de la libertad y de
la naturaleza. Por otra parte, puede que, como Kant lo había comprendido en
su exposición de los postulados de la razón práctica, los conflictos de lo
voluntario y lo involuntario, principalmente el conflicto de la libertad y la
inexorable necesidad, sólo pueden apaciguarse en la esperanza y en otro siglo.
De modo que este estudio de lo voluntario y lo involuntario es una contribución
limitada a un designio más vasto, el del apaciguamiento de una ontología
paradojal en una ontología conciliada 8.

Resumamos en algunas palabras los problemas de método implicados por una


reflexión sobre lo voluntario y lo involuntario. El eje del método es una
descripción de estilo husserliano de las estructuras intencionales del Cogito
práctico y afectivo. Pero, por una parte, la comprensión de esas estructuras del
sujeto se refiere sin cesar al conocimiento empírico y científico que sirve de
diagnóstico a esas estructuras intencionales. Por otra parte, las articulaciones
fundamentales de esas estructuras no revelan la unidad del hombre más que
por referencia al misterio central de la existencia encarnada; para comprender y
reencontrar ese misterio que soy es necesario que yo coincida con él, que yo
participe de él más que mirarlo delante de mí a una distancia de objeto. Esta
participación se encuentra en tensión con la objetividad superior de la
fenomenología. Por último, en cuanto este misterio se halla incesantemente
amenazado por la ruptura, es indispensable reconquistarlo activamente,
restaurando el vínculo viviente que reune los aspectos voluntarios e

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involuntarios del hombre. En particular, el misterio de ese vínculo viviente debe
ser reencontrado más allá de las paradojas, en las cuales parecen resumirse
las estructuras descriptivas, y que pertenecen al lenguaje quebrado de la
subjetividad.

II. La abstracción de la falta

Las dificultades de una conciliación de la libertad y la naturaleza, en particular


la tendencia del "Yo" a hacer un círculo consigo mismo, ponen implícitamente
en cuestión esta falta, de la cual la descripción de lo voluntario y lo involuntario
hace abstracción. Es necesario en esta introducción justificar, al menos en su
principio, esta abstracción.

1. Las pasiones y la ley

Es importante ante todo decir cuál es el campo de realidad que resulta puesto
entre paréntesis: en una palabra, es el universo de las pasiones y de la ley, en
el sentido que San Pablo opone la ley que mata a la gracia que vivifica:
No se encontrará en esta obra estudio alguno sobre la ambición, el odio, etc.
Ahora bien, creemos precisamente que las pasiones no son entidades extrañas
a la voluntad misma. La ambición, el odio, son la voluntad misma, la voluntad
con su rostro cotidiano, concreto, real. Por ello, la exclusión de las pasiones
debe ser justificada.

Nos esforzaremos más adelante por mostrar en detalle que las pasiones son
una desfiguración de lo involuntario y lo voluntario. Se acostumbra
emparentarlas con las emociones, respecto de las cuales aquéllas serían una
forma más compleja, más duradera y más sistemática. En Descartes la
asimilación de las pasiones a la emoción es tan completa, que el Tratado de las
Pasiones del Alma es, en realidad, un tratado de las emociones fundamentales
y de sus complicaciones pasionales 9. Es cierto que nuestras emociones son el
incentivo de nuestras pasiones y que, en general, todo lo involuntario es el
punto de inserción, la ocasión de las pasiones y, como diría G. Marcel, una
invitación a la traición. Lo mostraremos concretamente tanto a propósito de la
necesidad, del placer, del hábito, como a propósito de la emoción.

Pero la pasión no es un grado en la emoción: la emoción pertenece a una


naturaleza fundamental que es la llave común a la inocencia y la falta; las
pasiones marcan las devastaciones operadas en el seno de esa naturaleza
fundamental por un principio activo y emparentado con la nada. Mantener en
suspenso las pasiones es intentar abstraer las posibilidades fundamentales del
hombre más acá de ese principio aberrante.

Ahora bien, esta abstracción no es sólo la abstracción de un involuntario puro,


sino también la de un querer puro. En -efecto, las pasiones son tanto la
complicación del querer como la de lo involuntario (por ejemplo, de la emoción):
la ambición es una figura pasional de la energía desplegada en la elección y en
el esfuerzo; la "virtud ' de Stendhal, la "voluntad de poder" según Nietzsche y,
en general, las pasiones que desgreñan los dramaturgos y novelistas son
formas pasionales del querer. Las pasiones, en efecto, proceden del centro

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mismo de la voluntad y no del cuerpo; 1a pasión encuentra su tentación y su
órgano en lo involuntario, pero el vértigo procede del alma. En ese preciso
sentido las pasiones son la voluntad misma. Se apoderan por la cabeza- de la
totalidad humana y la hacen totalidad alienada. Por ello ninguna pasión puede
quedar situada entre las funciones sintéticas de lo involuntario o de lo
voluntario; cada pasión es una figura de la totalidad humana.

La abstracción de las pasiones es asimismo la abstracción de la ley, la ley bajo


la forma concreta y real que toman los valores en el régimen de pasión. En esta
obra no hablaremos nunca de la ley sino de valores que motivan. Tenemos por
originaria la relación de la voluntad a motivos, a valores que legitiman la
elección por lo fundamental; la voluntad es fundamentalmente el poder de
acoger y aprobar los valores. Pero esa relación querer valor sigue siendo una
abstracción y no nos introduce en la realidad moral concreta. Esa relación
querer-valor es una posibilidad fundamental que la inocencia y la falta explotan
de distinta manera; sólo funda la posibilidad de principio de una moral en
general. La comprensión real y concreta de la moral comienza con las pasiones.
Entonces las palabras deber, ley, remordimiento, etc., adoptan otro sentido. Por
su referencia a las pasiones los valores obligan al modo de una ley dura.
Pervirtiendo lo involuntario y lo voluntario, la falta altera nuestra relación
fundamental con los valores y abre el verdadero drama de la moral que es el
drama del hombre dividido. Un dualismo ético desgarra al hombre más allá de
todo dualismo del entendimiento y de la existencia. "No hago el bien que quiero,
pero hago el mal que no quiero". Esta solidaridad de las pasiones y la ley es
capital: pasiones y ley forman, bajo la línea de la falta, el círculo vicioso de la
existencia real. Las pasiones rechazan los valores fuera del hombre, los
alienan en una trascendencia hostil y triste que es propiamente la ley, en el
sentido que San Pablo daba a esa expresión, la ley sin gracia; como
contrapartida, la ley condena sin ayudar; con una aparente perfidia, incentiva la
falta por la interdicción y precipita la decadencia interior, que parecía destinada
a impedir.

Por ello acaso sería imprudente extraer conclusiones éticas prematuras de este
ensayo. La búsqueda de la conciliación fundamental entre el alma y el cuerpo
tiene para la moral una significación que debe permanecer en suspenso; su
sentido resta oculto y poder percibirlo exige un largo rodeo. Parecería ante todo
que un ideal griego de medida y armonía está al alcance de nuestra mano.
Pero esta armonía es una posibilidad hasta cierto punto fuera de todo
menoscabo. La abstracción de la falta es la abstracción de la ética real, aunque
no carezca de nada en lo que respecta a una teoría de los valores y a la
relación de la voluntad con los valores. Por el contrario, lejos de que podamos
encontrar reposo en una sabiduría del equilibrio y de la posesión de sí, una
meditación sobre la falta estará llamada a destruir ese mito de la armonía, que
es por excelencia la mentira y la ilusión del estadio ético. La falta es una
aventura cuyas posibilidades son inmensas; en sus límites últimos es un
descubrimiento del infinito, una prueba de lo sagrado, de lo sagrado en
negativo, de lo sagrado en lo diabólico; es el pecado en el sentido más fuerte
del término. Pero, en ese momento, la falta, única capaz de poner sobre su
verdadero terreno al problema ético, es asimismo la única capaz de deponer la
ética considerada como el orden cerrado de la ley. La falta se encuentra en

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relación con Dios, está ante Dios, y la subjetividad es superada por su propio
exceso. Sólo más tarde, entre los frutos del Espíritu, podrá la armonía surgir
como una nueva ética.

El mayor error que puede cometerse a propósito de una ontología fundamental


del querer y de la naturaleza es interpretarla como una ética real e inmediata.
Celebrando el gobierno del querer sobre la naturaleza, conduciría falsamente al
elogio del "fariseo" y del "justo": prometiendo prematuramente la posesión de sí,
constituiría una promesa que no puede sostenerse.

2. La falta

Uno no dejará de sorprenderse por la amplitud del dominio que la abstracción


de la falta viene a dejar en suspenso. Lo puesto entre paréntesis ¿no es acaso
lo más importante? Esta primera impresión resulta agravada si se lo considera
el centro de donde prolifera el mal moral, entendiendo por tal, en el sentido
amplio del término, la pareja de las pasiones y la ley. Sin soñar de manera
alguna con elaborar una teoría completa de la falta, retendremos algunos
rasgos a los que continuamente se hará alusión.

1. El principio de las pasiones reside en cierta esclavitud que el alma se da a sí


misma: el alma se ata a sí misma. Esta esclavitud nada tiene que ver con el
determinismo, que sólo es la regla de necesidad que vincula objetos para una
conciencia teórica. La esclavitud de las pasiones es algo que acontece a un
sujeto, es decir, a una libertad. La esclavitud tampoco es la necesidad que
devela lo involuntario absoluto, la necesidad en primera persona, la que sufro
en tanto estoy con vida, nacido de una mujer. Habría asimismo que hacer
abstracción de la esclavitud de las pasiones para comprender el peso de esta
necesidad, pues esta necesidad sufrida puede aún ser recíproca de una
libertad que alimente allí la paciencia de su consentimiento. La esclavitud de
las pasiones introduce una peripecia de tal manera nueva, que nos
arriesgamos a perder esta vinculación posible de la necesidad vivida y de la
libertad. A partir de su falta, la libertad, fascinada por un sueño de auto-posición,
se exilia; se maldice la necesidad al mismo tiempo que se la hace servir de
coartada para las pasiones; invoco mi carácter para cuestionar mi
responsabilidad, declaro la tiranía de dicha necesidad y al mismo tiempo
consagro mi esclavitud en nombre de una necesidad que hubiera podido
convertirse en fraternal. Si el doble efecto de la falta es petrificar la necesidad y
agotar la libertad, habría que intentar una penetración heroica hasta esas
vinculaciones primitivas que unen la necesidad misma a la libertad.

2. La esclavitud de las pasiones es una esclavitud por la Nada. Toda pasión es


vanidad. Reproche, sospecha, concupiscencia, envidia, injuria, agravio, son a
título diverso persecución del viento. Esta ficción y esta mentira señalan la
función decisiva de la imaginación en la génesis de las pasiones; no dejaremos,
aquí mismo, de señalar los puntos de menor resistencia en que la imaginación
puede insinuar sus mitos y hacer desfallecer al alma bajo el encanto de la Nada.

En esta segunda observación tenemos una nueva razón para mantener en


suspenso la falta. La idea de Nada es una fuente inagotable de equivocaciones.

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En efecto, la negación conserva ya un lugar importante en la ontología
fundamental: carencia de necesidad, hueco abismado de la posibilidad abierta
por el proyecto, rechazo inaugurante de toda afirmación voluntaria, nada de la
finitud, impotencia anunciada por la muerte y por el nacimiento mismo. Pero
esta negación exigiría ser abstraída de la nada de la vanidad que la complica y
pervierte. La carencia del hambre, comparada con la sospecha del celoso, que
se nutre de su propia ficción, es aún una especie de plenitud, lo pleno de una
verdadera estrechez, y una suerte de verdad del cuerpo con respecto a ese
vacío que es la vanidad y la mentira del alma.

Sería, entonces, necesario suspender este temible poder, que detenta una
libertad, la de hacerse indisponible proyectando en una Nada intencional la
esclavitud que ella se inflige.

3. La pasión introduce un infinito, una desmesura, que es al mismo tiempo un


infinito doloroso, acaso una obscura religión del sufrimiento. Toda pasión es
desgraciada. Este rasgo se agrega al precedente: la nada proyectada arrastra
el alma a una persecución sin fin e inaugura el "mal infinito" de la pasión.

Este falso infinito debía quedar puesto entre paréntesis para mostrar al infinito
auténtico de la libertad, infinito sobre el cual Descartes decía que nos hace
semejantes a Dios. En particular, sólo un infinito auténtico, un infinito sin
desmesura puede abrazar su propia finitud sin tener la convicción de renegar
de sí mismo. La posibilidad del consentimiento sólo puede comprenderse
haciendo abstracción de esta divinización del querer, que en realidad es su
demonización.

4. La falta no es un elemento de la ontología fundamental homogéneo con los


otros factores que descubre la descripción pura: motivos, poderes, condiciones
y límites. Sólo puede pensarse como irrupción, accidente, caída. No forma
sistema con las posibilidades fundamentales contenidas en el querer y su
involuntario. Una génesis de la falta no es posible a partir de lo voluntario o lo
involuntario, aunque cada uno de los rasgos de ese sistema circular (placer,
potencia, costumbre, imperio, rechazo, posición de sí) constituye una invitación
a la falta. Pero la falta sigue siendo un cuerpo extraño en la eidética del hombre.
No existe inteligibilidad en principio de este desfallecimiento, en el sentido en
que hay una inteligibilidad mutua de las funciones involuntarias y voluntarias,
en cuanto sus esencias se completan en la unidad humana. La falta es lo
absurdo 10.

Tocamos aquí la razón de método que exige del modo más imperioso la
abstracción de la falta: la consideración de la falta y de sus ramificaciones
pasionales implica una refundición total del método. A partir de un accidente,
no es posible ya una descripción eidética, sino sólo una descripción empírica.
El desciframiento de las pasiones exige que uno capte al hombre por los usos
de la vida y las conversaciones ordinarias. Por ello el estudio que se
consagrará ulteriormente a la falta, a las pasiones y a la ley procederá con un
método totalmente diferente, por convergencia de índices concretos. Es el
único que conviene a una topología de lo absurdo.

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Puede parecer humillante para el filósofo consagrar la presencia de un
irracional absurdo en el corazón del hombre, no ya como misterio vivificante
para la propia inteligencia, sino como opacidad central y, de alguna manera,
nuclear que obstruye los accesos a la inteligibilidad, así como aquellos que
conducen al misterio. ¿Recusará, entonces, el filósofo la entrada en escena del
absurdo con el pretexto de que se encuentra gobernada por una teología
cristiana del pecado original? Pero, si la teología abre los ojos a una zona
obscura de la realidad humana, ningún a priori metódico podrá hacer que el
filósofo no tenga abiertos los ojos y no lea, de allí en adelante, al hombre, su
historia y su civilización bajo el signo de la caída.

Pero si la falta es *'entrada en el mundo" puede que un método de abstracción


permita la descripción de posibilidades primordiales que no son absurdas 11.

3. Posibilidad de hacer abstracción de la falta

Con todo, esta abstracción, exigida por tantas razones, ¿es posible?
Podría objetarse que una descripción es imposible, si hace abstracción de
caracteres tan importantes de la realidad humana. Pero no hay que olvidar que
una descripción eidética puede tomar incluso como trampolín una experiencia
imperfecta, tronchada, desfigurada, hasta puramente imaginaria. Esta última
observación, de acuerdo con la concepción husserliana de la eidética 12 es de
capital importancia para nuestra tentativa: pronto veremos lo que nutre a esta
imaginación de una vinculación primordial entre la libertad y su cuerpo. Además
la falta no destruye las estructuras fundamentales: mejor diríamos que lo
voluntario y lo involuntario caen tales como son en sí mismos en poder de la
Nada, como un país ocupado que queda librado, intacto, al enemigo. Por ello
es posible una antropología.

Se objetará entonces que la eidética pretende describir una existencia inocente,


que nos resulta inaccesible. Es inexacto que intentemos una descripción de la
inocencia, de estructuras inocentes, si así se puede decir. La inocencia no está
en las estructuras sino en las nociones; está en el hombre concreto y total,
como la falta. Además la inocencia no es accesible a ninguna descripción,-ni
siquiera empírica, sino a una mítica concreta cuya naturaleza esbozaremos
más adelante 13. Es ese mito de la inocencia el que sirve de trasfondo a toda
descripción empírica de las pasiones y la falta: la falta se comprende como
inocencia perdida, como paraíso perdido. Por lo tanto, la objeción tiene razón al
negarnos la posibilidad de una descripción directa de la inocencia; pero no es
el paraíso perdido de la inocencia lo que pretendemos describir, sino las
estructuras, que son posibilidades fundamentales ofrecidas a la vez a la
inocencia y a la falta, como la llave común de una naturaleza humana sobre la
cual juegan de manera diferente la inocencia mítica y la culpabilidad empírica.

Pero, se dirá, si la falta se apodera de todo el hombre voluntario e involuntario,


¿cómo describir posibilidades más acá de la inocencia o de la falta? Si esas
posibilidades no son intactas, ¿no es acaso necesario afirmar que tampoco son
neutras? Y, al mismo tiempo, ¿no se separa una naturaleza humana profunda
de una falta de superficie o de una inocencia de superficie? La objeción nos
conduce a lo esencial de los problemas que tendremos que resolver más

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adelante: será necesario comprender que una naturaleza fundamental subsiste
en una falta, con todo, total. La falta acontece a una libertad; la voluntad
culpable es una libertad sierva y no el retorno a una naturaleza animal o
mineral donde la libertad se encontraría ausente. A ese precio la falta es falta,
es decir, fruto de libertad, objeto de remordimiento. Soy yo el que me hago
esclavo; yo me doy la falta que me quita el imperio sobre mí. Por lo tanto,
necesitamos, por difícil y paradojal que sea, pensar en una suerte de
sobreimpresión en la naturaleza fundamental de la libertad y su esclavitud. El
hombre no es a medias libre y a medias culpable; es totalmente culpable, en el
corazón mismo de una libertad total como poder de decidir, de mover y de
consentir. Si la falta no fuera total, no sería seria: si el hombre cesara de ser
ese poder de decidir, de mover y de consentir, cesaría de ser hombre, sería
bestia o piedra: la falta ya no sería falta. Entre la libertad y la falta no es
cuestión de dosificación; por ello es posible la abstracción de la falta; la verdad
empírica del hombre como esclavo se une a la verdad eidética del hombre
como libre, no la suprime: yo soy libre y esta libertad es indisponible.
Ciertamente, es indispensable confesar que esta paradojal cohabitación de la
libertad y la falta plantea los problemas más difíciles; dichos problemas serán
objeto de un trabajo posterior en el cuadro de esta Filosofía de la voluntad.

Merece tomarse en consideración una última objeción: uno podría preguntarse,


en cuanto la falta abarca la totalidad humana, si no corremos el riesgo de
introducir en la descripción fundamental rasgos que pertenecen ya a la figura
culpable de la libertad; lo que llamamos libertad ¿no se encuentra en buena
parte exaltado por la falta, inaugurado incluso por ella? ¿No es posible que el
hombre tal como lo pensamos y comprendemos comience con la falta?

Este argumento parece opuesto a los precedentes, según los cuales la libertad
está demasiado perdida como para ser alcanzada; al contrario, éste parece
insinuar que la libertad es una invención de la falta; pero si uno no cree en la
posibilidad de alcanzar, aunque fuera idealmente y a título de horizonte o de
límite de la falta, cierta naturaleza fundamental de lo voluntario y lo involuntario,
que sería el ser en el cual la falta ha brotado, todo ocurriría como si el hombre
comenzara con la falta. La falta ya no se da como pérdida de la inocencia;
tiende a devenir constitutiva; la libertad sierva es entonces la única libertad
pensable; lo absurdo se convierte en fundamental. Este deslizamiento de una
teoría de la falta como caída a una teoría de la falta como nacimiento y
despertar de la libertad nos parece diseñado por Kierkeggard, que, de la
manera más equívoca, une esas dos ideas, una que hace nacer la falta del
vértigo de la libertad, y otra que hace nacer la conciencia de la falta 14.
Sin pretender que siempre hayamos practicado correctamente la abstracción
de la falta, pensamos que sólo una descripción pura de lo voluntario y lo
involuntario, más acá de la falta, puede hacer aparecer ésta como caída, como
pérdida, como absurdidad; puede, en suma, instituir el contraste que le confiere
su plena negatividad. La descripción pura da a una teoría de la falta el
trasfondo, el límite, de una ontología fundamental. Aunque este límite es
parcialmente inaccesible, impide constituir el conocimiento mismo de la falta,
de las pasiones y de la ley, en una ontología. Denuncia lo que podríamos
llamar, en un sentido especial, la fenomenalidad de la conciencia culpable en
relación al ser de la libertad encarnada 15. Pero aquí el fenómeno oculta más

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que lo que muestra; el fenómeno de la falta obtura el ser de la condición
humana. Lo hace indisponible. Pero, como vemos, el ser de la libertad es
limitativo porque es constitutivo.

Esta anterioridad de derecho de la descripción pura de la libertad sobre la


descripción empírica de la falta no excluye que de hecho sean ciertos
caracteres de esta descripción empírica los que han suscitado la elaboración.
Como Nabert lo mostrara recientemente, la falta es la ocasión privilegiada para
una reflexión sobre la iniciativa del yo 16. El hombre que va a actuar o que está
por hacerlo no reflexiona de buen grado sobre su yo fundamental; en el
recuerdo y, en particular, en la retrospección del remordimiento le aparece
repentinamente, a la vez, en el seno y más allá de su acto, un yo que podía y
debía ser otro. La falta es la que "ilimita" al yo más allá de sus actos. Por ello,
atravesando su falta, la conciencia va hasta su libertad fundamental;
experimentándola con una suerte de transparencia.

Asimismo es necesario agregar -pues lo empírico de la falta acaso nunca


aparece sin la mítica de la inocencia- que la inspección de las posibilidades
fundamentales del hombre se apoya, de hecho, sobre ese mito concreto de la
inocencia. El es' quien da el deseo de conocer al hombre más acá de su falta,
haciendo fracasar a una representación obsesiva y exclusiva del mundo de las
pasiones y la ley. Subjetivamente, es el mito de la inocencia el que revela una
naturaleza fundamental que, con todo, sólo se constituye por la fuerza de las
nociones puestas en juego. Dicho mito es el coraje de lo posible. Al mismo
tiempo, suministra esa experiencia imaginaria que antes mencionáramos en
lenguaje husserliano y que sirve de trampolín para el conocimiento de las
estructuras humanas. En particular, es la imaginación la que, por las historias
relatadas sobre la inocencia primitiva, seduce y conjura el sentido difuso del
misterio corporal que se conjuga con nuestra propia esencia de ser libre y sin el
cual la descripción pura se hundiría en la paradoja. El mito de la inocencia es el
deseo, el coraje y la experiencia imaginaria que sostienen la descripción
eidética de lo voluntario y lo involuntario.

Esas observaciones sólo prueban que la génesis psicológica de una obra de


conjunto tiene algo de global y que el orden metódico según el cual se
expondrá dicha óbra no coincide con la sucesión psicológica de las ideas. Si
por el mito de la inocencia el hombre se extraña de la falta, si por el
remordimiento se recoge en el centro de su libertad, poniendo entre paréntesis
tanto la mítica de la inocencia como lo empírico de la falta, intentaremos
comprender la articulación de lo voluntario y lo involuntario.
III. La abstracción de la Trascendencia

La abstracción de la Trascendencia promueve tantas dificultades como la


abstracción de la falta. En efecto, ambas abstracciones son inseparables. La
experiencia integral de la falta y su contrapartida mítica, la imaginación de la
inocencia, son estrechamente solidarias de una afirmación de Trascendencia:
por una parte, la experiencia integral de la falta es la falta experimentada como
un estar ante Dios, es decir, el pecado. Por ello, no es posible disociar falta y
Trascendencia. Pero, sobre toda, la Trascendencia es aquello que libera la
libertad de la falta. Así viven los hombres la Trascendencia: como purificación y

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redención de su libertad, como salvación. La Trascendencia resplandece para
nosotros en relación a un mundo espiritual que tiene lesiones reales. Todos los
otros accesos, que pueden parecer un camino más corto, son en realidad
extraños a la prueba concreta de la Trascendencia, que significa nuestra
integridad recobrada. La cautividad y la redención de la libertad son el único y
el mismo drama.

Dicho de otra manera: la afirmación de la Trascendencia y la imaginación de la


inocencia se encuentran ligadas por una afinidad subterránea, como ya lo
hemos dejado entrever. Los mitos de la inocencia que relatan la reminiscencia
de algo anterior a la historia están paradojalmente ligados a los mitos
escatológicos que relatan la experiencia del fin de los tiempos. La libertad
recuerda su integridad en la medida en que espera su liberación total. La
salvación de la libertad por la Trascendencia es entonces el alma secreta de la
imaginación de la inocencia. Sólo hay Génesis a la luz de un Apocalipsis.

Es suficiente como para comprender que no es posible suspender la falta sin


suspender la Trascendencia.

Sin embargo, no es posible decir hasta qué punto es difícil sostener esta
abstracción y cuánto deja de equívoco en la doctrina de la subjetividad. Nos
haríamos una idea absolutamente falsa del Cogito si lo concibiéramos como la
posición de sí por sí mismo: el sí mismo como autonomía radical, no sólo moral
sino también ontológica, es precisamente la falta. El Sí Mismo -escrito con la
mayúscula engañosa- es un producto de la separación. La trampa de la falta
reside en insinuar la creencia de que la participación de la voluntad con un ser
más fundamental sería una alienación, la dimisión del esclavo en las manos de
otro. Mientras que, por el contrario, el Sí Mismo, tomado en ese sentido
especial, es el yo extrañado lejos del ser; es el yo alienado.

¿Teníamos derecho a practicar esta peligrosa abstracción de las raíces


ontológicas del querer, que semeja una confirmación metodológica del
arrancamiento culpable del Sí Mismo? Era inevitable e, incluso, necesario. En
efecto, para nosotros, que siempre nos encontramos desde la falta, el
descubrimiento de las raíces ontológicas de la subjetividad es inseparable de la
purificación del yo, de una resistencia a la resistencia, como dijera Bergson.
Por ello, la doctrina de la subjetividad' no puede concluirse con el lanzamiento,
si es posible decirlo, de una descripción fundamental que río haya integrado la
peripecia más importante de la voluntad real, a saber, su esclavitud. La
conclusión de la ontología no puede ser sino una liberación.
Además, la conclusión de la ontología del sujeto exige un nuevo cambio de
método, el acceso a una suerte de "Poética" de la voluntad, que esté de
acuerdo con las nuevas realidades a descubrir. En el sentido radical de la
palabra, la poesía es el arte de conjurar el mundo de la creación. En efecto, es
el orden de la creación el que la descripción mantiene en suspenso.

Dicho orden sólo puede aparecernos concretamente como una muerte y una
resurrección. Significa para nosotros la, muerte del Si Mismo, como ilusión de
la posición de sí por sí mismo, y el don del ser que repara las lesiones de la

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libertad. Más adelante trataremos de sugerir esas experiencias radicales que
captan el querer en su fuente.

Por lo tanto, la fenomenología y toda la psicología constituyen una abstracción


de la Poética. Pero esta abstracción, que acabamos de presentar como
inevitable, en razón de las relaciones estrechas entre falta y Trascendencia y a
causa del cambio de método que exige que la aproximación concrete a esta
inspiración alcance al corazón del yo, es asimismo una abstracción necesaria
desde el punto de vista de la doctrina. Del mismo modo que la esclavitud de la
falta siempre corre el riesgo de quedar comprendida, por su degradación a
objeto, como un determinismo destructivo de la libertad y no como algo que
acontece a la libertad, también la muerte del sí mismo y el don del ser corren el
riesgo de resultar objetivados y pensados como una suerte de violación de la
subjetividad, es decir, como una compulsión ejercida sobre una cosa. Sin
embargo, la muerte del Sí Mismo golpeado por la Trascendencia y la gracia,
que es la sustancia vivificante de esta mortificación, acontece a una libertad.
Para preparar la comprensión de ese misterio, el más alto, era ante todo
indispensable ejercitarse prolongadamente en la comprensión de la libertad
como imperio sobre motivos, sobre poderes e incluso sobre una necesidad
instalada en el corazón de la propia libertad.

La comprensión de la libertad como responsabilidad de la decisión, de la


moción y del consentimiento, es una etapa necesaria, que no puede eliminarse,
en aras de la superación hacia la objetividad, sin correr el riesgo de que la
dialéctica de la trascendencia se hunda en este peligroso estadio. Toda esta
obra no es más que un aspecto de esta primera revolución copernicana que
restituye a la subjetividad su privilegio. Es necesario, ante todo, aprender a
pensar el cuerpo como yo, es decir, como recíproco de un querer que yo soy.
Esa superación del objeto no resulta puesta en cuestión ni por la doctrina de la
esclavitud, ni por la de la Trascendencia.

El deseo de detenernos en el estadio del yo explica sin duda que no hagamos


uso alguno de la noción de Acción tal como Maurice Blondel la utilizara a partir
de 1893. Hemos creído necesario detenernos prolongadamente en la
exploración de las bases de la subjetividad antes de esbozar la superación a
través de lo interior y, de alguna manera, del exceso de inmanencia. Este
método nos ha conducido a acentuar el salto de la libertad hacia la
Trascendencia y el hiato entre el método de la descripción de conciencia y el
método de una Poética de la libertad. Nos parece que la noción tan amplia y
tan precisa de acción alcanza su sentido pleno a nivel de una poética o, mejor
aún, de una pneumatología de la voluntad, tal como se la encuentra en Pascal,
en Dostoyevsky, en Bergson y en G. Marcel. En ese plano reinan nociones
esencialmente unitivas más allá de la diversidad de los actos y, en particular,
más allá de la dualidad entre conocer y actuar, que hemos debido respetar en
su divergencia de orientación y de objeto. La acción es una de esas nociones
unitivas. Pero acaso Maurice Blondel subestima las dificultades de este método
de inmanencia, en particular las que proceden del accidente de la falta; la
libertad culpable, quebrada entre una inspiración ética impotente y una extraña
eficacia de la nada en el corazón de todas sus obras, obtura el acceso a su
propia superación. La reasunción del método de inmanencia es entonces

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inseparable de una redención de la libertad por una Trascendencia que se hace
inmanente a medida que el querer se purifica asociándose activamente a su
propia liberación. Acaso la obra de Maurice Blondel sea ante todo no sólo un
método de inmanencia sino un método de inocencia. Tenemos a veces la
impresión de que a través de los rodeos de la Eidética, la Empírica y la Poética
de la voluntad, se busca una seguridad onerosa, que al maestro de Aix se le
otorga directamente. . .

Otra consecuencia de la limitación de nuestro método es que la noción de amor


tampoco figurará en nuestro análisis del querer. El amor de los seres entre sí
nos ha parecido demasiado solidario del amor de los seres hacia el Ser como
para que pueda figurar fuera del marco de la poética. La relación de una
voluntad a una voluntad, cuando ya no es de imitación, de gobierno, de
solidaridad, de fusión afectiva o de cohesión social, sino que resulta una
creación amigable desde el interior, forma parte de esta pneumatología que,
según creemos, excede las posibilidades de una descripción de conciencia. Por
ello, "el otro" sólo figurará en nuestro análisis de manera secundaria y no
esencial, como pesando en mi decisión, entre los motivos que proceden de mi
cuerpo, de la sociedad o de un universo dé abstracciones.

Confesamos sin dificultad que el problema del otro no resulta aquí


verdaderamente planteado: pues el otro se hace verdaderamente "tú" cuando
no es un motivo o un obstáculo para mis decisiones, sino cuando me ilumina
desde el centro mismo de mi decisión, cuando me inspira desde el corazón de
mi libertad, ejerciendo sobre mí una acción de alguna manera seminal,
emparentada con la acción creadora. El estudio de los encuentros, que no
siempre son malentendidos, también nos servirá, más tarde, para atraer la
poética de la libertad. Pero eso ya no es competencia del análisis de los
motivos, de los poderes y de los límites de la voluntad, tal como lo hemos
intentado. Esta distinción entre la eidética y la poética nos conduce
inesperadamente a disociar la intersubjetividad del amor. El individuo capturado
en la trama de las mutuas inspiraciones llamémoslo, entonces, la persona-, el
individuo superado por el nosotros pertenece ya a un entusiasmo, a una
generosidad que es una suerte de creación mutua.

Es momento de decir que trascender el yo es siempre retenerlo al mismo


tiempo que suspenderlo como instancia suprema.

Con relación a esta primera revolución copernicana, la poética de la voluntad


debe aparecer como una segunda revolución copernicana que descentra el ser,
pero sin retornarlo a un reino del objeto.
Está claro que esta revolución en el centro mismo del yo será extraña a la
mentalidad general del trascendentalismo. La génesis ideal de la naturaleza, de
la temporalidad a partir de un Ego trascendental que sería la condición a priori
de la posibilidad, y acaso incluso de la realidad, resulta en todo caso mantenida
en suspenso por nuestro método de descripción. Tomamos al yo como se da,
es decir, encontrando y sufriendo una necesidad que él no hace (cfr. en
particular mis observaciones sobre la temporalidad en la primera y la tercera
parte). En efecto, es urgente que el método de abstracción alcance a la vez los
problemas trascendentales planteados por el espíritu del idealismo crítico y, al

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mismo tiempo, los problemas de trascendencia planteados por una filosofía
religiosa: ciertamente, la inteligencia del yo concreto corre el riesgo de resultar,
demasiado rápidamente, sacrificada a ambiciosas construcciones, con cuya
llave no contamos en nuestra condición encarnada. Acaso la descripción fiel de
la libertad encarnada prepara asimismo, más que lo que parece, la disolución
del fantasma del Ego trascendental. La Trascendencia nos aparecerá más
adelante como una posición absoluta de presencia que sin cesar precede a mi
propio poder de afirmación, aunque éste siempre parezca estar a punto de
englobarla. Por ello, la relación de la Trascendencia a la libertad no puede
menos que resultar paradojal. Justamente, la tarea del tercer tomo de esta
Filosofía de la Voluntad consistirá en llevar a plena luz las dificultades de dicha
paradoja. No hay sistema pensáble de la libertad y la Trascendencia, como
tampoco lo hay de la libertad y la naturaleza. Nos veremos llevados a criticar
los sistemas que buscan una armonización conceptual de la libertad y la
Trascendencia, ora sacrificando una a la otra, ora adicionando una semi-
libertad y una semi-Trascendencia. Esperamos mostrar la fecundidad de una
"analogía de la paradoja" para renovar los viejos debates sobre la* libertad y la
gracia (o la predestinación). Todo me es dado y ese don consiste en lo
siguiente: en que soy una libertad plena hasta en la acogida de ese don. Pero
la paradoja de la libertad y la Trascendencia sólo se sostiene como un misterio
que la poética tiene por tarea conjurar.

No es posible, en el marco de esta introducción, decir más. Como puede verse,


las verdaderas dificultades residen en los enlaces: ¿cómo puede una libertad
ser ella misma y ser sierva? ¿Cómo puede resultar redimida como libertad y
ser responsable en su propia redención? Parecería que el método de
abstracción, a pesar de correr el peligro de proponer conclusiones prematuras,
es el único medio de plantear correctamente el problema y de hacer presentir
que servidumbre y eximición son cosas que le acontecen a una libertad.

Pero eso no es todo. El beneficio del método de abstracción no sólo se


encuentra en relación con la empírica y la poética futuras de la voluntad. En el
propio marco de la descripción pura, el método de abstracción es ocasión de
una superación y de una profundización de ese yo que siempre está a punto de
cerrarse sobre sí mismo. En efecto, la abstracción resultaría vana si no fuera
más que una reducción de enfoque y una amputación del ser. Suspendiendo
falta y Trascendencia, es decir, esclavitud e inspiración, puedo dar toda su
envergadura a la experiencia de la responsabilidad; dicha experiencia nunca
resultará anulada sino complicada por la esclavitud y por la inspiración
trascendente. Ahora bien, esta experiencia comporta ya una ruptura del círculo
que el ya forma consigo mismo; la libertad se supera ya en su cuerpo. A favor
de la abstracción, que conduce a la falta y a la Trascendencia, es posible
restaurar el sentido de la libertad comprendida como diálogo con la naturaleza;
esta abstracción resultaba necesaria para comprender, en la medida de lo
posible, la paradoja y el misterio de una libertad encarnada.

Como contrapartida, la comprensión de la libertad encarnada, protegida por


esta, abstracción, prepara la reintegración de los, aspectos puestos entre
paréntesis. En efecto, haciendo estallar el círculo estrecho que el sí tiende a
formar consigo mismo y develando en el corazón de la libertad un poder no

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sólo de posición sino también de acogida, la meditación de la encarnación
prepara la inteligencia de una acogida más íntima que consuma la libertad en
su propio poder de poner actos. Acaso el cuerpo sea una figura enferma de la
Trascendencia, y la paciencia que se recuesta sobre la inquebrantable
condición carnal sea una figura velada del abandono a la Trascendencia.

¿Es acaso todavía necesario confesar que la anterioridad de derecho de la


descripción pura sobre la poética de la voluntad no excluye- que el conjunto de
los temas hayan sido elaborados simultáneamente? La empírica y la poética
han suscitado la descripción como si fueran sus propios prolegómenos. El mito
de la inocencia y la seguridad de una única creación, más allá del
desgarramiento de la libertad y la naturaleza, acompañan como una esperanza
nuestra búsqueda de una conciliación entre lo voluntario y lo involuntario.

NOTAS

1. Aunque muy diferente en su inten- ción y de derivación engañosa" (p. IX).


ción, nuestra empresa de descripción y Nuestra intención es comprender por la
comprensión encuentra en este punto el fenomenología del sujeto esta
reciprociensayo de explicación genética de M. dad funciona¡ que Pradines
explica por
Pradines en su Traité de psycho%gie gé- su "ley de génesis recíproca".
nérale. El autor muestra que la apari- 2. La ontogénesis mórbida, escribe
ción de una función superior en el cur- Pradines, op. cit., p. XX, 'es más bien
so de la filogénesis entraña una transfor- una necrogénesis.. . La
enfermedad crea
mación "de alguna manera retrospecti- el desorden y no se contenta con
liberar
va" (t. I, p. VIII). Las funciones que pa- órdenes abolidos. Crea la locura por la
recen simples a la psicología analítica cual la especie no ha pasado de ningu
proceden con frecuencia de una evolu- na manera". En un sentido próximo, K.
ción ulterior; entonces es lo complejo lo Goldstein, Der Aufbau des Organismus,
que precede a lo simple "y fija así en la 1934, págs. 2-3, y sobre todo págs.
266ontogénesis una apariencia de consecu- 282.

3. Con todo, la fenomenología del 11. Estas observaciones nos alejan del
sentir y del actuar está esbozada en uso que hacen de la idea de falta
muchos Ideen l, págs. 197-199, 244-245, 262- pensadores contemporáneos:
por una 264. parte, dicha idea resulta secularizada e
4. Descartes, Carta a la princesa El¡- incorporada a otros elementos de la
exis
sabeth, 28 de junio de 1643. tencia humana; por otra parte, a medida
5. lbldem. que pierde originalidad, contamina a la ontología fundamental con
una suerte de 6. Ibídem. Toda esta carta esclarece absurdidad difusa. Por
ello no podríamos
singularmente el Tratado de las Pasiones. poner a la falta entre las
situaciones-I í
7. En el lenguaje de G. Marca¡ hemos mites, como K. Jaspers, ni en la
estructu

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buscado una problematización que no re- ra de la "cura", como M.
Heidegger en
sulte degradante, sino esclarecedora con Seín und Zeit, págs. 175-180.
respecto a la experiencia viva de la liber- 12, Ideen l, parágrafo 4 y
parágrafo
tad encarnada: esta problematización la 70. hemos encontrado en una
eidética feno menológica, dando así una respuesta par- 13. Esta mítica
concreta pertenece ya
cial a las cuestiones planteadas en G. a la Poética de la Voluntad. La
inocencia
Marcel y K Jaspers, págs. 369-370. Asi- "de antes" no puede ser
alcanzada si no
mismo, seguimos con ello algunas suges- se la vincula a otro mito de la
libertad
tiones de K. Jaspers en Vernunft und "de después" de la historia. La Esperan
Existenz, donde la razón recibe el nom- za de la libertad revela la
Reminiscencia
bre de das Verbindende (lo que religa). de la inocencia. De tal manera, la Poéti
8. Mikel Dufrenne y Paul Ricoeur, K. ca y la Empírica de la Voluntad se
interfieren sin cesar. Por último, la falta mis
Jespers et la philosophie de l existence,ma, penetrando en la región de lo
sagra
págs. 379-393. do, participa ya de la Poética: el pecador está más cerca
del santo que el justo.
9. En Descartes pasión se opone sim
plemente a acción (Treité des Passions, 14. Mikel Dufrenne y Paul
Ricoeur,
art. 1, 17, 27, etc.); más adelante mostra- Karl Jaspers et la philosophie de
l'exis
remos que el alma tiene dos maneras de tence, págs. 189-193 y 391-393.
Paul Ri
padecer: padece la espontaneidad de su coeur, G. Maree¡ et K. Jaspers,
págs. 141cuerpo, según reciba diversamente sus 144.
motivos, sus poderes y su condición ne- 15. En tal sentido, en la frase
enun
cesaria, y se padece a sí misma en la fal- ciada más arriba: yo soy libre y
mi li
ta, según padezca la esclavitud que seda bertad es indisponible, la palabra
ser no
ella misma. está en el mismo nivel: la libertad es más
10. En tal sentido, Lachelier sostenía fundamental que.la falta.
decididamente que el mal es incompren- 16. J. Nabert, Eléments pour une
sible. éthique, P.U.F., 1943, págs. 3-19.

Pag 47-48

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Primera Parte

Decidir:

La elección y los motivos

CAPITULO 1 DESCRIPCION PURA DEL "DECIDIR"

La descripción pura, comprendida como una elucidación de significaciones,


tiene sus límites; la realidad surgente de la vida puede quedar oculta bajo las
esencias. Pero si finalmente es necesario superar la eidética, es indispensable
ante todo extraer de ella cuanto pueda dar, comenzando por la ubicación de
nociones cardinales. Las palabras decisión, proyecto, valor, motivo, etc. tienen
un sentido que es indispensable distinguir. Por ello, antes que nada
procederemos al análisis de las significaciones.

Iremos, entonces, como adelantáramos en la introducción, de lo superior a lo


inferior, encadenando las significaciones de múltiple involuntaria a las de lo uno
voluntario. Comenzaremos por la descripción directa del acto voluntario para
luego referir a él lo involuntario.

Nuestro punto de partida se encontrará circunscripto por el círculo más


estrecho de la abstracción. La eidética es una suerte de abstracción dentro de
la gran abstracción de la falta y de la Trascendencia, la cual no será excluída
en esta obra. Por el contrario, podrá retirarse la abstracción de la esencia al
término del primer capítulo consagrado a la descripción pura; entonces
tendremos que recuperar:

a) la presencia del cuerpo, que viene a dar su cualidad de existencia a la idea


de motivo evocada por la descripción.

b) La duración vivida, donde mueren las relaciones abstractas entre la decisión


y el motivo, entre el proyecto y la determinación de sí mismo, etc., que la
eidética nos condena a describir fuera del tiempo o, si se quiere, en cortes
instantáneos practicados en el flujo de la conciencia.

c) el acontecimiento del Fiat, que da su cualidad de existencia soberana al acto


mismo de elección.

Por lo tanto, algo se pierde en la descripción; pero sólo un método de


abstracción permite comprender las significaciones fundamentales implicadas
por la vida; y cuando pueda retirarse el paréntesis, las significaciones
conquistadas gracias a la árida abstracción servirán para esclarecer, en la
medida dé lo posible, el obscuro manar de la libertad 1.

La primera distinción a justificar es la de decisión y la de moción voluntaria.


Dicha distinción no significa que un intervalo de tiempo deba separar
necesariamente la decisión de la ejecución. La deficiencia de la psicología

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ecléctica residía en dar una imagen artificial de la realidad; distinguiendo fases
diferentes en el proceso voluntario: deliberación, decisión, ejecución. Por
nuestra parte, criticaremos ampliamente, cuando hayamos reintroducido la
duración en la vida voluntaria, la distinción temporal de la deliberación y de la
decisión. Por el contrario, puede aquí establecerse la distinción entre decisión y
acción, pues el intervalo que las separa no es necesariamente de tiempo sino
de sentido. Una cosa es significar una acción por proyecto, y otra actuar
corporalmente conforme al proyecto. La relación de la decisión con la ejecución
es la de una especie particular de idea (cuya estructura queda por determinar)
con una acción que la pone en ejecución, un poco como una intuición llena una
representación teórica vacía2.

Dicha relación puede ser instantánea, es decir, que el proyecto y su ejecución


pueden ser simultáneos, permaneciendo el primero implícito como el sentido
continuo que impongo a mi acción. Se dirá, entonces, que la acción resulta
proyectada a medida que la acción misma queda dibujada por el cuerpo en el
mundo. Ése tipo de acción que todos llaman voluntaria responde al esquema
de las acciones simplemente controladas. El proyecto puede incluso ser hasta
tal punto implícito que, de alguna manera, se pierda en la acción misma: tal es
lo que ocurre cuando, al mismo tiempo que hablo, armo un cigarrillo; no
dudamos sin embargo de que esta acción es voluntaria, pero ¿en qué sentido?
En el sentido qué habría'' podido proyectarla claramente en la situación actual
con la que conviene o, al menos, con la que no es incompatible. Cuando un
automatismo comienza a ser observado -aunque sea como de reojo- y una
voluntad expresa podría reconocerlo por retroacción y volverlo a recorrer,
empieza a responder a la estructura que ensayamos desenmarañar 3.

El límite inferior de la acción voluntaria -teóricamente al menos es posible


plantearlo, aunque por lo común sea difícil reconocerlo de hecho- sería el
siguiente: es verdaderamente involuntaria la acción explosiva, impulsiva, donde
el sujeto no puede reconocerse y respecto de la cual afirma que se le ha
escapado. La patología, e incluso cierta "psicopatología de la vida cotidiana",
conocen esas acciones que ni siquiera se encuentran bajo el control lejano de
la voluntad. De tal manera, la distinción que examinamos, y que es una
distinción de significaciones, abraza un inmenso campo de casos concretos,
que van de realizaciones inmediatas fuertemente automatizadas, donde el
proyecto se encuentra sumido en la acción misma, a realizaciones diferidas. A
su vez estas últimas pueden adoptar formas alejadas donde la relación del
proyecto a la ejecución resulte distendida hasta lo extremo, como hace un
momento se encontraba concentrada hasta lo extremo. El tipo normal de
acción diferida es el siguiente: se toma la decisión, pero su ejecución queda
subordinada a una señal que no depende del yo (circunstancias materiales,
condiciones corporales, acontecimiento, social, etc.) Lo notable es que la
decisión, cortada respecto de su ejecución por una dilación, por un espacio en
blanco, no es, sin embargo, indiferente a su ejecución; cuando he decidido
hacer una gestión delicada, me siento de alguna manera cargado, como está
cargada una pila: tengo el poder del acto, soy capaz de él. Dicho poder -dicha
capacidad- pertenece ya al orden de la acción, llena virtualmente el proyecto
respecto del cual contiene, como replegada, la ejecución. En la segunda parte

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estudiaremos con mayor detenimiento ese poder. Ciertamente, esa impresión
de poder, de ser capaz, puede resultar desmentida por el acontecimiento; la
acción pudo haber sido soñada y no querida; sólo la ejecución pone a prueba
nuestras intenciones. Lo mismo ocurre en los casos en que tengo
incertidumbre sobre la firmeza de mis propias decisiones. Eso es lo que ocurre,
por ejemplo, con el combatiente antes; de haber recibido su bautismo de fuego:
no sabe de qué es capaz, ni conoce el peso de su deseo de intrepidez. Pero
esta inquietud del agente respecto al alcance de sus propias decisiones
confirma nuestro análisis: sólo la ejecución es el criterio, la prueba del proyecto.
Un proyecto, aunque se encuentre separado por una dilación ilimitada de su
puesta en práctica, espera de esta última su consagración. Por lo tanto,
afirmaremos lo siguiente: una decisión puede estar separada en el tiempo de
toda ejecución corporal, pero es, sin embargo, el poder o la capacidad de
acción (o de movimiento) la que hace de ella una decisión auténtica. Y como,
de hecho, sólo conocemos los poderes por su puesta en práctica, la ejecución
es el único criterio de la fuerza del poder mismo. Pero la eidética no tiene
necesidad de esta verificación, pues no juzga el valor de los actos reales, sino
que sólo define posibilidades abstractas. Con todo, dicha eidética puede
enunciar la siguiente regla teórica: una decisión implica que el proyecto de
acción esté acompañado por el poder o la capacidad de movimiento que realiza
ese proyecto. Esta regla permite distinguir al menos en principio, es decir, en
cuanto a estructura, las intenciones voluntarias de las que no lo son.

Dos ejemplos permitirán comprender esta distinción. Hay una diferencia de


principio (aunque no se la pueda reconocer en todos los casos) entre una
decisión y un simple deseo o una orden 4. En los dos casos puedo tener una
idea precisa e incluso impaciente de lo que debería hacer, pero la ejecución no
está en mi poder 5, sea porque depende estrictamente de los acontecimientos
(como cuando deseo el buen tiempo, la salud o el fin de la guerra), sea cuando
ordeno a subordinados o a un apoderado ejecutar mis órdenes. Como se ve, la
distinción teórica puede resultar enmascarada por un anudamiento de actitudes,
de manera que del deseo a la acción condicional hay un pasaje continuo:
proyecto una excursión en caso de que haya buen tiempo; la condición es el
objeto de un deseo, pero la acción misma, en cuanto depende de mí, es un
auténtico proyecto. Del mismo modo, la orden está complicada por la acción
personal del que ordena, pues dicha orden se prolonga por una acción
inmediata de dirección, de control.

Puede comprenderse la flexibilidad extrema que en los análisis de detalle


requiere la descripción pura; pero como contrapartida se, acordará que sólo un
sólido análisis de las significaciones permite dar un hilo conductor en este
laberinto de casos. Por ello, los eclécticos, que no habían procedido a este
análisis eidético, se limitaban prudentemente a las experiencias medias del
proyecto explícito y la acción diferida que presentan de manera más clara las
relaciones fundamentales de significación; con todo, dichos eclécticos
consideraron, erróneamente, esas experiencias como ejemplares y canónicas.
Sin embargo, lo canónico es la relación de significaciones que se encuentra
incluída hasta en los casos más excéntricos.

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Son precisamente esos casos excéntricos los que, proponiéndonos una
reflexión límite, nos permiten plantear con claridad la relación entre el proyecto
y su ejecución:

a) como lo muestra la degradación del automatismo observado en la acción


puramente impulsiva y explosiva, una acción es voluntaria cuando la conciencia
puede reconocer en ella una intención, aunque sea extremadamente implícita,
pasible de afirmarse retroactivamente como el proyecto virtual de una acción
diferida. Expresado negativamente, este criterio teórico nos autoriza a afirmar
que la dilación en la ejecución del proyecto no es necesaria a la existencia de
la decisión.

b) inversamente, como se muestra en la degradación de la acción


indefinidamente diferida en el simple deseo o en la orden, una intención es una
decisión auténtica cuando la acción que proyecta aparece en el poder de su
autor; lo que significa que podría ser ejecutada sin dilación si las condiciones a
las cuales se encuentra subordinada se encontraran realizadas. Negativamente:
la ejecución efectiva no es necesaria a la existencia de la decisión.

Los dos corolarios que acabamos de unir a los dos criterios de la decisión
voluntaria en sus relaciones con la acción nos permiten apartar las definiciones
de la volición que restringen de manera ilegítima el campo del análisis,
exigiendo, por ejemplo, que el sujeto tenga una conciencia explícita de decidir
claramente en el tiempo de la ejecución, o exigiendo que la decisión sea
seguida de un comienzo de ejecución.

I. La intencionalidad de la decisión: el proyecto

1. Querer es pensar

Dando resueltamente la espalda al naturalismo y a toda física mental, es


indispensable que renunciemos por ahora a buscar, bajo el nombre de voluntad,
cierta fuerza que serviría de avanzada a energías más simples. Como le
ocurría al viejo empirismo, la psicología llamada dinámica olvida con frecuencia
lo que es una conciencia. Sin duda, falta aún decir por qué el prejuicio
naturalista es más fácil de adoptar en la psicología de la acción que en la del
conocimiento: la voluntad como modo de pensamiento parece asimismo una
especie de fuerza, por las influencias que dicha voluntad ejerce sobre el cuerpo,
sea como poder baja tensión, sea como moción efectiva. Es cierto, y la
psicología del esfuerzo deberá resolver esta dificultad. La descripción de la
decisión está comprometida con ello; en tanto el poder-hacer adhiere al
proyecto del hacer. Con todo, por ahora, es necesario dejar de lado la voluntad
como fuerza; reservándonos para comprender ulteriormente dicha fuerza como
lo que realiza la intención del proyecto.

La intención del proyecto es un pensamiento. Ello significa que forma parte de


los actos en el sentido amplio. Ya Descartes nos invitaban a tomar el término
pensamiento en su sentido amplio en la enumeración que da de los diversos
modos de pensamiento en las Meditaciones o en los Principios 6. Pero a
continuación Descartes nos lleva por mal camino cuando define el pensamiento

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por la conciencia de sí mismo. Busca algo distinto de lo que buscamos
nosotros: el testimonio que el pensamiento se da a sí mismo de ser una
existencia indubitable cuan do las cosas se encuentran sometidas a la duda. Al
contrario, todo nuestro análisis tenderá a mostrar los vínculos de la conciencia
con el mundo y no la insularidad de una conciencia que se ira en sí misma.
Ciertamente, todos los actos de pensamiento resultan en cierto grado
susceptibles de reflexión y disponibles para la conciencia de sí mismo; el
carácter reflexivo de la decisión queda, en particular, subrayado por el propio
giro del lenguaje: yo me decido. Con todo, la relación consigo mismo plantea
problemas demasiado difíciles como a para que podamos abordarlos en primer
lugar. Debemos comenzar a comprender el pensamiento por su lado menos
reflexivo, por su orientación hacia lo otro. Por lo tanto, recurriremos para
comenzar a otra sugestión de la lengua: los diversos modos de pensar se
expresan por un verbo transitivo que reclama un complemento directo. Percibo
algo, deseo, quiero algo. La originalidad del pensar reside en su relación a un
objeto; esa relación fuera de serie nos prohibe transplantar de la física a la
psicología las categorías que rigen la relación de objeto a objeto. Ofrecer al
psicólogo la forma substantivada de los actos de pensamiento constituye una
trampa tendida por el lenguaje (el lenguaje es a veces revelador por su tacto,
pero es con frecuencia perturbador por sus orígenes prácticos). Se dice: la
percepción, la volición, con lo que parecería factible asimilar los actos a las
cosas. Con Husserl llamamos intencionalidad a ese movimiento centrífugo del
pensamiento vuelto hacia un objeto: soy en lo que veo, imagino, deseo y quiero.
La intención primera del pensamiento no es la de testimoniarme mi existencia,
sino la de unirme al objeto percibido, imaginado, querido. Si llamamos proyecto
en el sentido estricto al objeto de una decisión lo querido, lo que decido-,
decimos: decidir es volverse hacia el proyecto, olvidarse en el proyecto, sin
retrasarse para mirarse como sujeto del querer.

Precisando el tipo de intención que orienta el proyecto, la definimos así: la


decisión significa, es decir, designa en vacío, una acción futura que depende
de m í y que está en mi poder.

2. Decisión y juicio

La decisión es una especie del "juzgar", es decir, de los actos que significan,
que designan en vacío. Consideremos cuatro especies de juicios: el tren
pasará mañana a las 17; ojalá haga buen tiempo; tomaré el expreso de las 17;
sírvase sacarme un boleto. Estos enunciados de un acontecimiento, un deseo,
un proyecto, una orden, son especies de juicios. ¿Qué tienen en común?

Consideremos la proposición infinitiva latina traducida así: "Estar de viaje";


expresa un núcleo de significación que puede ser común a actos muy
diferentes, los cuales se orientan a ella de maneras que también son muy
diferentes. "Estar de viaje" no es un estado de cosa verificado, ni el contenido
de un deseo, ni un proyecto, ni la estructura de una orden; es una significación
neutra que podría incorporarse a actos de cualidad diferente. Llegará un día en
que "me encuentre de viaje": aquí una posición de existencia se apodera del
sentido para establecer un hecho; ¡ah! si fuera cierto que "yo salga de viaje": el
sentido es, a la vez, reclamado y mantenido en suspenso por su índice

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problemático. En la decisión el sentido queda inserto en una posición de
existencia no comprobada, pero afirmada como dependiendo de mí, como "a
hacer por mí y susceptible de ser realizada por mí".

¿Cuál es entonces esa significación común? ¿Diremos que es la parte del


entendimiento? Esa expresión nos reduce peligrosamente al círculo de las
antiguas discusiones sobre la relación entre facultades; en realidad la
significación en cuestión sólo sé distingue por abstracción del acto concreto de
comprobación, de deseo, de orden, de decisión; de ninguna manera es un acto
de comprensión que podría tener una existencia autónoma y sobre el cual se
construiría secundariamente una comprobación o una decisión. Menos aún es
un juicio de existencia primitivo, modificado luego para convertirse en deseo, en
decisión. El infinitivo absoluto "estar de viaje" no es en absoluto un
pensamiento, un acto, sino un núcleo de significación obtenido por abstracción
partiendo de actos de "cualidad" diferente. La decisión como juicio práctico no
se construye sobre el juicio teórico de existencia concebido como la forma
primaria del juicio. Diremos, por lo tanto, que la comprobación, el deseo, la
orden, la. decisión, son juicios porque se prestan a una modificación
secundaria idéntica que extrae de ellos el mismo núcleo de significación,
expresado por el infinitivo absoluto o la proposición subordinada que comienza
por "que": "que salga de viaje". Esta proposición no es un juicio sobre lo que
compruebo, deseo, ordeno y quiero, sino un producto convergente de la
abstracción, formado en el seno de una reflexión sobre los actos y sus objetos.

3. Designar en vacío

¿En qué sentido significa el infinitivo absoluto común a toda la clase de juicios?
En el sentido de que designa en vacío la estructura del acontecimiento o de la
acción (comprobada, deseada, ordenada, querida).

Tocamos aquí la diferencia que en general puede existir entre dos maneras de
encontrar un objeto: en vacío o en pleno 7. Por ejemplo, en el orden del juicio
de existencia, puedo significar que una cosa tiene tal o cual carácter, sin ver o
imaginar de ninguna manera dichos caracteres; los comprendo, sin que mi
visión se complete con la pulpa o la carne de una presencia o de una cuasi-
presencia; se trata del famoso pensamiento sin imagen; tan discutido, pero
ilustrado, con todo, por la comprensión más ordinaria, la que corta y comprende
los términos sin tener tiempo de llenar el sentido de los mismos ni siquiera con
auras o esbozos de imágenes. Cuando la cosa está ahí, ya no la significo, la
percibo, la como con los ojos; colma mi mirada y llena el vacío abierto de la
significación abstracta. Lo mismo ocurre cuando la imagino: mi pensamiento
está colmado por la representación calurosa y coloreada que, aunque golpeada
por la inexistencia y la ausencia, no es por ello menos plena. Incluso es tanto
más engañosa cuanto su ausencia y su plenitud se aguzan e irritan
mutuamente.

Tal es el juicio de existencia, tal es, asimismo, la decisión: una designación en


vacío, no de lo que es, sino de lo que tengo que hacer. Lejos de ser una
imagen -por ejemplo, como se ha llegado a decir, una imagen motriz derrotada
por toda la constelación mental-, la imagen no es esencial a la decisión. No es

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necesario que me imagine el tren y que me dé a mí mismo el espectáculo de la
boletería. La imagen es más bien una complicación que se traduce en efectos
muy variados; en general, la imaginación opera como una espera en la tensión
del querer, imitando la presencia de lo irreal. En el límite, la complacencia con
la imagen puede fascinarme de tal manera que lo imaginario se convierta en
una coartada para el proyecto, librándome de la carga de realizarlo. Si bien
también es cierto que lo imaginario puede facilitar la acción: pintándome la
acción con vivos colores, la imaginación me conduce como por los aires hasta
el juramento que me hago a mí mismo. Esta doble función de la imaginación
será estudiada más adelante, cuando consideremos el nacimiento concreto de
la decisión.

Si la imagen no es esencial a la decisión, si puede inclusive llegar a turbarla, es


porque la realización específica del juicio no es aquí una presencia o una cuasi-
presencia, sino una acción de mi cuerpo, una acción de la que soy capaz, una
acción que hago. La relación de la ejecución con el proyecto es, en el orden
práctico, el equivalente de la relación de la percepción o de la imagen con la
significación en el orden teórico. De la misma manera, la orden y el deseo
tienen un modo original de quedar colmados o ejecutados: por un
acontecimiento favorable o por la obediencia del otro.

Por lo tanto, todos los juicios tienen en común el significar un vacío: la cualidad
diferente del juicio anuncia una manera diferente de ser realizado. Al mismo
tiempo, conocemos la medida común, al menos eidética, de la decisión y la
moción, de la idea y el movimiento: se trata de la coincidencia de sentido entre
idea y movimiento, la "cobertura" de un proyecto por una acción del mismo
sentido; una realiza la orientación del otro dentro de la misma significación
práctica. Por eso hemos dicho al comienzo que un movimiento era voluntario si
su significación implícita podía ser reconocida retroactivamente como el
proyecto, es decir, como el objeto práctico designado en vacío por una
intención clara de su ejecución. Asimismo, por eso la imaginación puede dañar
al proyecto: pues ella también realiza, pero ficticiamente, el proyecto;
colmándolo con una cuasi-presencia en lugar de un movimiento real,
frustrándolo en su consumación propia que es una acción efectiva. Pero es
incluso posible que dicha frustración constituya un momento que lo incite a la
vía de su consumación.

4. Afirmar categóricamente una acción propia

La diferencia de realización de los diversos modos de juzgar atrae nuestra


atención sobre la diferencia de estructura de dichos modos; proyecto, deseo,
orden, designan prácticamente. Son modos originales del pensamiento que el
lenguaje expresa a través de modos verbales igualmente originales, tales coma
el subjuntivo (¡que me traigan de comer!), el optativo, el imperativo (salgamos!),
el gerundio, el supino, el adjetivo verbal, etc. (siendo el indicativo generalmente
el modo del juicio teórico). Por otra parte, esos modos se suplen mutuamente y
pueden resultar reemplazados por formas no-verbales tales como el adverbio
(¡fuera! ¡de pie!), el adjetivo (¡acostado!), el substantivo con o sin preposición
(¡en marcha! ¡silencio!), interjecciones propiamente ligadas (¡y bien!), términos
de enlace (por lo tanto), signos convencionales, entonaciones, silencios, gestos

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(una crispación del puño, un índice apuntando, etc) 8. Una única función reúne
dichas expresiones y hace posible esas substituciones: todos los juicios
prácticos enuncian algo no "existente" y que hay "que hacer".

Dentro de este gran corte, entre los enunciados prácticos y los enunciados
teóricos, se proponen nuevas separaciones. Entre todos los actos que
designan prácticamente, "lo que hay que hacer", la decisión, se distingue por
dos rasgos: 1) Designa categóricamente 2) una acción propia.

1) Por la decisión tomo una posición (¡Fiat!, ¡sea!); su carácter categórico


distingue la decisión de la veleidad que se orienta a una acción propia pero de
manera evasiva, como también del deseo vago y de la orden vacilante. 2) Pero,
por otra parte, tomo posición con relación a mis propias acciones; el proyecto lo
tengo que realizar yo; soy yo el que se empeña y el que vincula, soy yo el autor
de los gestos y de las transformaciones en el mundo. Figuro en el proyecto -y,
por lo tanto, en el objeto querido- como el sujeto de la acción proyectada.
Aunque no me piense a mí mismo como aquél que en este momento se decide,
aunque no acentúe el "soy yo quien. . ." del verbo de la decisión, con todo, me
implico a mí mismo en el proyecto, me imputo la acción a realizar. Por eso, la
decisión se distingue del deseo y de la orden, donde la cosa que hay que hacer
no es una acción propia, sino el curso de las cosas o la acción de otro. Tal es lo
que expresan con frecuencia el optativo y el imperativo.

Sin embargo, ¿en qué medida puede la decisión aparecer como un deseo que
me formulo o como una orden que me impongo? Sólo por una alteración del
sentido mismo de proyecto. Sólo puedo considerar mi acción como deseable a
raíz de cierta alienación que absorbe mi propia conducta en el curso anónimo
de las cosas, sustrayéndola, por lo tanto, de mi imperio. Tal es lo que ocurre en
ciertas ocasiones excepcionales en las que no sé qué puedo esperar de mí
mismo; por ejemplo, la emoción puede arrebatarme a mí de tal modo a mi
propio imperio, que venga a ser, con relación a mí mismo, como la caída de
una piedra, una explosión o una tempestad. Entonces mi decisión de afrontar la
situación se anuncia como un deseo: " ¡Ah!, ¡ojalá pudiera estar a la altura de
los acontecimientos! ¡Ojalá pueda resistirlo! ". La alienación de mi propio
cuerpo ha derrumbado las fronteras que separaban la decisión del deseo. La
posibilidad de esta confusión se encuentra inscripta en la propia condición
corporal; mi cuerpo siempre puede sorprenderse, escapárseme,
decepcionarme; se encuentra en la frontera existente entre las cosas que no
dependen de mí, como la salud, la fortuna y el buen tiempo, y las cosas que
dependen de mí, como el juicio puro.

Razones similares pueden llevar a la confusión entre orden y decisión. Una y


otra son afirmaciones categóricas. Como máximo la decisión puede
considerarse como una orden que me doy, en cuanto mi cuerpo adopta frente a
mí,, no ya el anonimato de una fuerza extraña, sino la autonomía de una
persona que tiene intenciones o iniciativa propias. Entonces dialogo con él; se
convierte en la segunda persona: "Tiemblas, viejo esqueleto, pero si
supieras..." Aparte del artificio oratorio que se desliza en tales expresiones, es
necesario, con todo, admitir que la conciencia de sí mismo comporta
permanentemente la posibilidad de ese desdoblamiento, de ese diálogo

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consigo mismo. Me encuentro en relación conmigo mismo como el hermano
menor con el primogénito; respondo de mí mismo como si fuera otro que
escucha, imita, obedece; ante la presencia de un valor me siento más bien un
hermano menor; frente a una acción que mi cuerpo desobedece, me siento
más bien el primogénito. Esta situación es mucho más fundamental y
permanente que la alienación antes evocada, a propósito del deseo. Pensar es
hablarse a sí mismo, querer es ordenarse a sí mismo. En tal sentido hablamos
de imperio sobre sí mismo, sirviendo el imperativo empleado en segunda
persona del singular o en primera persona del plural para expresar la decisión;
" ¡Mi querido P., debes levantarte!". Por eso la filosofía medieval, e incluso la
clásica, describían la decisión como un imperio.

Con todo, la decisión no es una verdadera orden sino una orden por analogía.
La descripción pura debe partir de las diferencias de principio existentes entre
los actos de pensamiento y mostrar en segundo término las situaciones que
favorecen la analogía o inclusive la confusión. Mi cuerpo no es otra persona. La
dualidad que nace en la conciencia es una dualidad en el seno de la primera
persona; por eso, el sujeto de la acción perseguida en el proyecto es el mismo
sujeto que se encuentra implícito o explícito en el acto de decidir y de perseguir
el proyecto: yo decido, yo haré.

Aquí sería necesario reintroducir el sentimiento de poder, que acompaña a la


orientación, de la conciencia. Ese sentimiento es el que vincula el yo
proyectado, como sujeto de la acción, al yo percibido en sordina, como el que
proyecta. Yo que quiero, puedo. Yo que decido hacer, soy capaz de hacer; esa
capacidad es la que proyecto en el sujeto de la acción. Hace a la esencia de la
capacidad ahora experimentada la posibilidad de ser objetivada de modo
original como sujeto de la acción, pero dicha capacidad queda objetivada en
vacío como el propio proyecto. Aquí sólo podemos señalar el lugar del
sentimiento de poder, para analizarlo más adelante en el marco de una
descripción de la acción misma 9.

Esa relación del proyecto con una acción propia da a la decisión una posición
excepcional entre todos los juicios prácticos: la decisión me pone como agente
de mi orientación respecto a la acción a realizar. Por lo tanto, su alcance en la
existencia es considerable: soy yo el que proyecta y realiza, proyectando o
realizando algo.

5. La temporalidad futura del proyecto

El rasgo más importante del proyecto es sin duda su índice futuro. Esta
estructura temporal plantea dificultades por lo menos tan complejas como las
planteadas por su estructura intelectual; como veremos, los dos problemas son
estrechamente solidarios. La dificultad es la siguiente: el futuro abierto por la
decisión ¿supone acaso una relación previa de la conciencia con el futuro,
revelado, por ejemplo, por la conciencia teórica? o bien, el futuro querido ¿es el
fundamento del futuro conocido? o, por último, la conciencia ¿se relaciona con
un futuro de ella misma y del mundo más fundamental que toda anticipación
por la voluntad o el conocimiento? Puede adivinarse que estos problemas
deben conducirnos hasta las raíces de la conciencia y acaso, una vez más,

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hasta los límites de la descripción pura. Intentemos ante todo describir
directamente ese futuro del proyecto.

El proyecto es lanzado hacia adelante, es decir, que decido para un tiempo por-
venir, tan próximo e inminente como se quiera. Decidir es anticipar. Por ello el
tipo más notable de decisión es aquel donde una dilación separa la ejecución
del proyecto; pero la posibilidad de haber podido resultar anticipados anuda a
esta estructura los automatismos vigilados. El proyecto es entonces la
determinación práctica de lo que será. Pero ese futuro no es más que algo
hacia lo que me oriento; lo que hago resulta a medida de la acción presente.
Por ello, ese futuro no queda sujeto al orden continuo y reversible del tiempo
vivido: de proyecto en proyecto salto por encima del tiempo muerto; vuelvo a
momentos anteriores; esbozo los ejes más interesantes de la acción futura,
encierro las lagunas, pongo fines delante de los medios que los preceden,
inserto proyectos secundarios en los proyectos primarios por engaño gradual o
intercalación, etc. 10. Tal es el tipo de la finalidad humana, que organiza el
tiempo delante del presente. La discontinuidad y la reversibilidad son la ley de
ese tiempo designado en vacío donde sólo resultan significadas las relaciones
prácticas de los plazos más notables de la acción (la duración misma de la
acción proyectada puede por otra parte quedar significada, por ejemplo, para
otro, a título de enseñanza, de modelo a imitar o de orden a ejecutar). Por el
contrario, la acción carece de lagunas, contribuye a la plenitud del tiempo
presente, al avance de la existencia. El orden de lo significado no es el de lo
vivido ni, si es posible decirlo, el de lo actuado.

Pero el futuro es visualizado por gran número de actos que no lo alcanzan


como estando en mi poder: orden, aspiración, deseo y temor forman una
gradación donde el límite inferior es el futuro de la previsión: en el deseo y el
temor el futuro ya pesa como una amenaza o una gracia que vendrá a herirme
o a reconfortarme: no puede ser más que encontrado, acordado. Con la
previsión, el futuro no me tiene en cuenta; ya no se lo inventa sino que se lo
descubre.

Esas dos maneras de focalizar el futuro ¿son irreductibles? Buenas razones


sugieren, alternativamente, la reducción de una a la otra. Este equívoco
constituirá, precisamente, la indicación de otra salida.

Ante todo, parecería que sólo puedo hacer proyectos a condición de disponer
previamente de un esbozo de datos, de plazos, de situaciones por-venir que no
pueden sino ser previstas, pues en lo esencial constituyen acontecimientos
fuera de mis alcances. Alojo mis proyectos en los intersticios de un mundo
determinado en sus grandes líneas por el curso de los astros, por el orden del
todo. Además, mis proyectos anticipan una acción que, pone en obra medios
diversos; ahora bien, la subordinación de los medios unos a otros y a sus fines
supone un conocimiento de la sucesión y la causalidad; un fin es siempre un
efecto pensado como regla de construcción de su causa. Es lo que nos
recuerdan las viejas máximas sobre el saber, prever y proveer. Entonces sería
necesario afirmar que no quiero el futuro, sino en el futuro entendido como
futuro previsto. Así, aproximadamente, razona un espíritu de tendencia

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intelectualista, poco atenta a las estructuras que son más primitivas que el
propio conocimiento.

Ahora bien, un examen más detenido nos invita a invertir la relación de las
funciones. No preveo el futuro sino en el futuro. Con frecuencia prever no es
más que extrapolar una relación establecida en el pasado y esperar que una
serie causal, o un entramado de series causales, restablezca en el porvenir un
efecto conocido en el pasado. Pero ¿qué es lo que permite decir que habrá un
futuro? Las relaciones conocidas no nos autorizan a ello, pues el futuro de un
pasado más antiguo no es más que un pasado más reciente, y, si fue
anticipado en el pasado, tuvo que ser a partir de un pasado conocido.

Generalicemos esta observación que no conviene a todos los casos: en efecto,


la previsión puede conducirnos a un fenómeno nuevo; pero entonces la
relación es conocida ante todo como necesaria, es decir, como intemporal, y la
cuestión que hay que responder es cómo procede la conciencia de la
necesidad intemporal a la espera temporal. La pre-visión supone un futuro del
mundo que la hace posible, o lo que viene a ser lo mismo, supone que la
conciencia se conduzca adelante de sí misma, que esté fuera de sí misma de
esa manera original que consiste en ser para un porvenir, en tener un porvenir.
Uno puede estar tentado a buscar en el deseo, en el temor, en el querer, en
síntesis, en la conciencia práctica, este impulso hacia el futuro supuesto por la
previsión. Y si vamos más lejos, para señalar la actividad de la conciencia y
acaso su poder constitutivo y fundante del ser, uno está tentado a decir que el
futuro es el proyecto mismo de la conciencia, que conducirse adelante de sí
mismo en el futuro y abrir el futuro por el proyecto son una y la misma cosa. El
proyecto sería entonces el impulso de la conciencia hacia el futuro; se
señalaría incluso que la conciencia sólo se constituye como pasado porque se
constituye, en primer lugar, como futuro, es decir, como proyecto,
experimentando los límites de su poder de proyectar; el pasado no resultaría
abolido sino porque ya no puedo proyectarlo, ni para retenerlo ni para borrarlo.
El pesar y el remordimiento son como un querer que refluye luego de resultar
quebrado por un obstáculo; la contemplación reconciliada del pasado en una
memoria apaciguada es el consentimiento a una impotencia. Recordar es
fracasar en el intento de lanzarse.

Así como la previsión pareció ser la extrapolación de la memoria; ahora la


memoria parece ser el límite del proyecto, para un análisis que da al proyecto
el primado en la conciencia del futuro y a ésta la precedencia sobre toda otra
conciencia.

En realidad, este segundo análisis no suprime el anterior. No proyecto el futura


sino en el futuro. Reducimos por la fuerza el futuro al proyecto. En el orden
práctico mismo, el deseo, el temor, no son formas disfrazadas del proyecto. Por
otra parte, la -subordinación del proyecto a la previsión no puede quedar
eliminada por ningún artificio.

Puede, entonces, pensarse que la conciencia es para al futuro de algún modo


más fundamental que las estructuras parciales de la previsión y del proyecto. El
lugar de la anticipación en todos los modos de la conciencia ya nos advierte

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que ninguno de esos modos constituye o agota esa aptitud de la conciencia
para señalar el futuro: nos encontraremos con la anticipación en la percepción,
en la conciencia cenestésica e incluso en el reflujo. Una totalidad inconclusa
suscita un sentimiento de inconclusión y de inminencia una protensión como
dice Husserl-, que una discordancia o un atraso en la resolución de la
disonancia puede conducir hasta la ansiedad. ¿Se dirá acaso que la melodía,
por ejemplo, no desenvuelve esta espera sino por mediación del deseo? Pero
el caso de las totalidades temporales no es una excepción: toda percepción se
hace en el tiempo por contactos, esbozos, perfiles; percibir tal color como color
del árbol es tanto anticipar los esbozos por venir como retener los esbozos
pasados. Percibo este mundo como abierto al porvenir. Presiento el porvenir
hasta en el dolor y su inminencia, en el placer y su promesa de saciedad, hasta
en el reflejo cuyo encadenamiento se precede a sí mismo (se lo verifica hasta
en el estornudo, sobre el cual Pascal no desdeñaba meditar).

Parece, entonces, que la temporalidad futura de cada modo de conciencia


resulta posible por los otros aspectos del futuro que ese modo no constituye.
Eso explica el círculo vicioso de la previsión y del proyecto. Por eso, asimismo,
cada tipo de anticipación aparece en el futuro, aunque dicho futuro no sea un
cuadro, una caja, un continente. La preposición "en" indica que si la conciencia
es por-venir para sí misma y el mundo futuro para ella, esta dirección futura no
es un acto en el sentido que el percibir, imaginar, dudar, querer, son actos
vueltos hacia un objeto determinado, sino más bien una situación fundamental
que hace posible la dimensión futura del proyecto, la de la previsión y la de los
otros actos. Con esa expresión subrayamos que la dirección futura, más que un
impulso, es la condición de un impulso, porque es asimismo la condición del
temor y, por principio, todo temor desemboca en mi propia muerte. No
podríamos exagerar hasta qué punto la conciencia se encuentra desarmada y
sin poder ante su propio deslizamiento hacia adelante, y mucho nos
equivocaríamos si consideráramos que sólo el pasado está fuera de mi alcance.
El futuro es lo que no puedo eludir, ni retrasar; condiciona la impaciencia del
deseo, la ansiedad del temor, la espera de la previsión y, finalmente, subordina
el cumplimiento del proyecto a la gracia del acontecimiento. El pasado parece
más fundamentalmente fuera de mi alcance porque excluye la posibilidad de
cambiarlo; hace posible una retrospección no una acción; pero que exista un
futuro, que hace posible una previsión y una acción, no está menos fuera de mi
alcance; el futuro es la condición de una acción; no es una acción.

Se dirá: la descripción fenomenológica debe alzarse aquí hasta el nivel de una


fenomenología trascendental donde lo que parece menos querido está
constituido por un Ego puro y trascendental, obtenido por reducción del Ego
empírico. Todavía no estamos en condiciones de apreciar esta filosofía
trascendental. Pero intentamos desprender la descripción pura, que procede
del juramento de tomar las cosas como ellas se dan, de una teoría de la
constitución trascendental de lo dado. La génesis ideal de la dimensión futura
de la conciencia no está contenida en la descripción pura: para la descripción
pura el proyecto, en el sentido estricto de correlato de la decisión, no es
constitutivo del futuro; la temporalidad futura de la conciencia no es reductible a
su aptitud para hacer proyectos. Es importante disipar este equívoco sostenido
por un uso mitad descriptivo, mitad trascendental de expresiones tales como: la

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conciencia "como" proyecto, la conciencia "como" impulso, etc... La dimensión
futura antes mencionada pertenece más bien, con la temporalidad en general,
al orden de lo involuntario absoluto, al orden de lo inevitable; depende del
consentimiento, corno la condición de que no puedo querer todo lo que puedo
querer bajo la forma de proyectos y cuya ejecución por venir depende de mí.
Es la misma conciencia que proyecta en el futuro y la que acepta el "tempo" de
la duración y la arbitrariedad del plazo cumplido. Suponiendo que una génesis
ideal de la temporalidad futura por una conciencia trascendental no sea un puro
juego del espíritu, es con todo esencialmente vana ante una sabiduría que se
mantiene al nivel de la conciencia tal como ella se da; dicha sabiduría es la de
una conciencia que actúa bajo la condición de una dirección futura que no es
su obra. Asimismo es posible estimar que el recurso prematuro a la idea de
constitución trascendental obscurece la comprensión de la conciencia y de las
necesidades absolutamente invencibles que la misma encuentra en el corazón
de su intimidad 11.

6. El proyecto, lo posible y el poder

Nos falta reintroducir en el análisis un elemento importante que hemos


mantenido en suspenso: el sentimiento de poder. No lo abordaremos
directamente; sólo podremos esbozar su análisis, el que entra ya en el campo
de la descripción del mover. Lo introduciremos aquí a través de la idea de
posible, que' tiene la ventaja de darse ante todo como una aplicación de la
discusión precedente sobre el futuro; del mismo modo, los Antiguos ligaban el
estudio de la posibilidad al de los "futuros contingentes".

¿En qué sentido puede decirse que la voluntad abre posibilidades en el seno
de lo real?
El sentido de lo posible comporta la misma ambigüedad que lo futuro: hay un
posible abierto a la conciencia práctica y un posible abierto a la conciencia
teórica. El último es más fácil de entender correctamente: lo posible es lo que
permite el orden de las cosas; es posible que tome un tren mañana, porque ese
día hay un tren. La posibilidad de mi acción está determinada por todo un orden
real de acontecimientos que ofrecen un punto de aplicación a mi acción, es
decir, por un conjunto de interdicciones y de ocasiones, de obstáculos y de vías
practicables; así es el mundo para el agente voluntario: un conjunto complejo
de resistencias y de puntos de apoyo, de muros y de caminos (expresiones
tales como atrapar la ocasión al vuelo, perder el tren, etc. son totalmente
reveladoras). Esas permisiones de lo real se encuentran afectadas por un
índice variable de certidumbre: son ciertas, probables o simplemente posibles,
en el sentido de que la permisión es, en cuanto a su modalidad, simplemente
calculada de modo muy hipotético en función de condiciones requeridas para
que cierto acontecimiento se produzca. La posibilidad como permisión para...
puede asimismo ser modalmente posible, es decir, subordinada a condiciones
más o menos desconocidas o probables. Ese sentido ya complejo de lo posible,
en cuanto resulta analizado en una permisión y una modalidad de la previsión,
es el único sentido de lo posible para la conciencia teórica. Ese posible no es
anterior, sino lógicamente posterior a lo real. Lo posible debe concebirse
siempre partiendo de lo real o por retrospección hacia lo real. Tal es la parte de
verdad contenida en la crítica de Bergson al primado dé lo posible sobre lo real.

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Pero la aptitud de la conciencia para el proyecto nos obliga a invertir la
precedencia de lo real sobre lo posible. Un acontecimiento se hace posible -con
una posibilidad específica- porque yo lo proyecto. La presencia del hombre en
el mundo significa que lo posible se adelanta a lo real y le `abre el camino; una
parte de lo real es una realización voluntaria de posibilidades anticipadas por
proyecto. Para una conciencia enteramente creadora, lo posible sería anterior a
lo real, que procedería de la realización, aunque la anulación de la dilación,
ordinariamente imputable a un real inoportuno o desfavorable, debería hacer
indiscernible la realización de su intención. Pero en cuanto la voluntad está
atrapada en necesidades, por el hecho primitivo de su situación corporal, se
encuentra constreñida a concordar sin cesar esos posibles que proyecta con
los posibles que prevé, y sólo puede integrar estos últimos a su libertad por
consentimiento y no ya por proyecto.

Aquí, un hecho nuevo se agrega a esa doble determinación de lo posible: lo


que proyecto sólo es posible si el sentimiento de poder da su impulso y su
fuerza a la pura designación en vacío de la acción a realizar por mí; lo posible
completo que abre el querer es el proyecto más el poder.

No podemos, por lo tanto, contentarnos con transponer a lo posible el análisis


del futuro. En efecto, la concordancia de mis propias posibilidades con las
posibilidades del mundo sería incomprensible si las obras del hombre y el
orden del mundo no estuvieran amasados en una misma complexión de
existencia por el intérprete de la moción voluntaria. Lo posible que proyecto y lo
posible que descubro están cosidos uno con otro por la acción. El hombre que
sube al tren une la posibilidad abierta por su proyecto a la posibilidad ofrecida
por la empresa ferroviaria. Ahora bien, en el seno del proyecto la acción resulta
diseñada como poder de mi cuerpo; lo posible ya no se encuentra
absolutamente vacío; es, si es posible decirlo así, una posibilidad "efectiva" y
ya no "en el aire". Aquí es esclarecedor el parentesco verbal entre las palabras
poder y posible: es posible lo que puedo y no sólo lo que quiero; lo posible
adquiere una consistencia y una suerte de espesor carnal; se encuentra en el
camino de lo real; es la capacidad de realización del proyecto por el cuerpo.
Más adelante estudiaremos ese sentimiento de poder en el marco de la moción
voluntaria.

Agreguemos sólo que el poder de mi cuerpo está ligado a un contexto de


impotencia; toda permisión es un desfiladero entre murallas /de interdicciones;
esas interdicciones se encuentran en mí según las modalidades que
estudiaremos en la tercera parte carácter, inconsciencia, organización,
nacimiento. De tal manera, proyecto, poder en un mundo no resuelto,
impotencia en un mundo que tiene un orden inflexible, se encuentran
estrechamente encadenados y los tres momentos de lo posible son
contemporáneos: es el poder con el cual el cuerpo está cargado el; que
mediatiza lo posible abierto por el proyecto y lo posible permitido por el mundo
como un camino a través de lo imposible. La vinculación de las tres formas de
lo posible anuncia ya la del decidir, del mover y del consentir.

Y sin embargo la noción de lo posible no resulta agotada por esta triple


determinación respecto de la cual los dos primeros términos apenas se han

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esbozado. La posibilidad evocada permanece, cada vez, en el registro del
hacer: el proyecto es a-hacer; el poder es poder-hacer (como el mover es el
hacer mismo), el consentimiento conduce al no poder-hacer. Ahora bien, lo
posible concierne por otra parte al ser mismo de aquel que proyecta hacer, al
sujeto y no sólo a la acción. Pues haciendo algo yo me hago-ser, yo soy mi
propio poder-ser. Este insólito tema nos propone una reinversión del análisis;
abandonando la dirección intencional -según la cual decidir es decidir algo-
debemos ahora describir la dirección reflexiva de la decisión: yo me decido.
Sólo al fin de este análisis podremos elucidar este último sentido de lo posible
como poder-ser del querer.

II. La imputación del yo: decidirse

Esta referencia de la decisión al yo plantea difíciles problemas. ¿En qué


sentido puedo designarme a mí mismo designando al proyecto, y decir: ¿soy yo
el que haré, hace, ha hecho? 12.

1) Es indispensable confesar que esta referencia no siempre se percibe: lo más


frecuente es que yo me encuentre de tal manera en eso que quiero y no me
señale a mí mismo como queriendo; no tengo ni la necesidad, ni la ocasión de
reivindicar mi acto y reclamar una suerte de derechos de autor. Esta referencia
al sí mismo ¿no resulta entonces agregada al acto voluntario e, incluso, no
viene a alterarlo profundamente, invirtiendo la dirección centrífuga de la
conciencia vuelta hacia el proyecto y substituyéndola por un acto totalmente
diferente, de carácter reflexivo, que detiene el impulso de dicha conciencia?

2) Esta incertidumbre nos obligará a remontar desde el juicio reflexivo: "soy yo


el que. . ." a una referencia a sí mismo más fundamental que todo juicio; de la
mirada sobre sí mismo a la determinación del sí mismo. Entonces, ¿cómo está
implicada la reflexión en esta acción de sí mismo sobre sí mismo,
contemporánea de la decisión?

3) Estos difíciles análisis deben conducirnos a los confines de las cuestiones


metafísicas más obscuras sobre el poder-ser, cuestiones que el poder-hacer
nos parecía suscitar inevitablemente.

1. El juicio de reflexión: soy yo el que...

Descartes estaba seguro de que la conciencia de sí mismo era inherente al


pensamiento: "Es por sí mismo tan evidente que soy yo el que dudo, el que
entiendo y el que deseo que no hay necesidad de agregar nada para
explicarlo" (2da. Meditación). Sin duda, en última instancia, Descartes no se ha
engañado: cierta presencia ante mí mismo debe acompañar como en sordina a
toda conciencia intencional; nos haríamos una idea simplista de esta
focalización objetiva de la conciencia si tuviéramos a la reflexión por un acto
extraño y segundo 13. Pero, por otra parte, al juicio explícito: "Soy yo el que. . ."
no es esta presencia ante mí mismo sin distancia que adhiere al impulso de la
conciencia. Entonces, ¿cuál es ese carácter del proyecto que lo mantiene
presto para esta apercepción desenvuelta por la cual me imputo el acto?

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Partamos por lo tanto de situaciones en que la afirmación de sí mismo resulte
explícita e intentemos elevarnos hasta sus condiciones de posibilidad, tales
como se encuentran contenidas en toda decisión.

Principalmente, en ocasión de mis relaciones con otro, en un contexto social,


formo la conciencia de ser el autor de mis acciones en el mundo y, de una
manera más general, el autor de mis actos de pensamiento; alguien plantea la
pregunta: ¿quién ha hecho eso? Me levanto y respondo: fuí yo. Respuesta:
responsabilidad: Ser responsable es estar presto a responder una pregunta
como ésa. Pero puedo también adelantarme a la pregunta y reivindicar esta
responsabilidad que el otro acaso no observa ni cuestiona. La afirmación de sí
mismo puede entonces llevar el acento vanidoso, de la complacencia,
invocándose al otro para que atestigüe y aplauda; el otro es el que me
consagra como yo. La rivalidad, la envidia, la áspera comparación, etc. hacen a
la conciencia del yo una orquestación pasional cuya difícil exégesis tendremos
que emprender más adelante.

Y sin embargo presentimos que el otro no introduce en mí desde fuera, sino


que sólo viene a suscitar, como un revelador privilegiado, esta aptitud para
imputarme mis actos que debe estar inscripta en mis actos menos reflexivos.
Asimismo, la vida con el otro puede ser nuestro sueño común, nuestra similar
abolición en el "Uno" anónimo. La afirmación de sí mismo es el gesto de salir,
de mostrarse, de adelantarse y de afrontar. El "Uno" no responde a la pregunta:
¿quién piensa así, quién echó a rodar ese rumor? porque "uno" no es nadie. Es
necesario que alguien salga de la multitud donde cada uno -donde todo-el-
mundo- se oculta. Contra el "uno", "yo" me hago cargo del acto, lo asumo 14.

Todas estas expresiones -reanimarse, reasumir, salir, mostrarse, afrontar-


hacen aparecer la conciencia de sí mismo como una separación: pero no me
separo de los otros, en tanto no son nadie, si no me separo de mí mismo, en
tanto me encuentro alienado, es decir librado a los otros que no son nadie. Es
necesario entonces buscar en la propia conciencia las fuentes de la conciencia
de sí mismo, respecto a la cual los otros no son más que una ocasión y un
accidente, pero también un peligro y una trampa.

Ahora bien, saliendo del anonimato, descubro que no tengo otros medios para
afirmarme que mis propios actos. "Yo" no soy más que un aspecto de mis actos,
el polo-sujeto de mis actos 15. No tengo ningún medio de afirmarme al margen
de mis actos. Eso es lo que me revela el sentimiento de responsabilidad.

Ante todo por retroacción, y en una situación de culpabilidad, la reflexión


aparece a sí misma como la explicitación de una ligazón, más fundamental que
toda reflexión, entre el agente y el acto. Soy yo quien ha hecho eso. Me acuso
y acusándome repaso los rasgos de mi firma al pie del acto; acusar: designar
como causa. Dejemos aquí de lado la tonalidad menor de esta conciencia
herida por sí misma; olvidemos la mordedura, la conciencia de caída y de
deuda; una certidumbre brilla en el corazón de mi angustia: el yo está en sus
actos. Como lo analizara magistralmente Nabert, la conciencia de falta "ilimita"
mi acto y me muestra un yo mala en la raíz de un acto malo 16.

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Pero ese sentimiento de responsabilidad que se mira retroactivamente en una
conciencia culpable de sí misma puede resultar sorprendido directamente en su
impulso hacia el acto. En ciertas circunstancias graves, cuando todo el mundo
se oculta, me adelanto y digo: yo me hago cargo de esos hombres, de esta
obra. Aquí el sentimiento de responsabilidad, en el momento del compromiso,
acumula la más alta afirmación del sí mismo y el ejercicio más decidido de un
imperio sobre una zona de la realidad por la cual el yo responde. Dicho
sentimiento lleva el doble acento del yo y del proyecto. El ser responsable está
presto a responder por sus actos, porque plantea la ecuación de la voluntad:
esta acción soy yo.

Nos encontramos a punto de descubrir una relación original respecto del sí


mismo que no es un juicio de reflexión, que no es una mirada retrospectiva,
sino que se encuentra implicada en la intencionalidad, en el lanzamiento del
proyecto.

Intentemos por lo tanto retomar el análisis del proyecto y tratemos de percibir


en él un incentivo para cierta reflexión posible.

2. La imputación pre-reflexiva del yo

El análisis apuesta al floramiento de un aspecto del proyecto que podríamos


llamar la imputación pre-reflexiva del yo; debe haber una referencia a sí mismo
que no es todavía una mirada sobre sí, sino cierta manera de relacionarse o de
comportarse con relación a sí mismo, una manera no especulativa, o mejor no
espectacular: una implicación de sí mismo rigurosamente contemporánea del
acto de la decisión y que es, de alguna manera, un acto respecto a sí mismo.
Esta implicación de sí mismo es la que debe tener en germen la posibilidad de
la reflexión, tener el querer presto para el juicio de responsabilidad: soy yo el
que...

La lengua expresa esa doble e indivisible relación a sí mismo y al objeto de una


intención por verbos transitivos de forma pronominal: yo me decido a. . ., yo me
represento. . ., yo me acuerdo de..., yo me alegro de... 17. Dejemos de lado por
ahora la diversidad de relaciones consigo mismo implicada en esas
expresiones distintas; dicha diversidad se encuentra ligada a la diversidad de la
relación intencional. Ya se muestra que esta referencia a sí mismo, cualquiera
sea, no es aislable de la referencia al proyecto, a lo representado, a lo
recordado, a aquello de lo que me alegro. El sí mismo no hace círculo consigo
mismo. En particular, no quiere "en el aire" sino en sus proyectos. Me afirmo en
mis actos. Precisamente eso es lo que enseña el sentimiento de
responsabilidad: esta acción soy yo. Pero esto ¿cómo es posible?

Hay que tomar como punto de partida un carácter del proyecto que ya fue
señalado antes: decidir es designar una acción propia. El yo figura en el
proyecto como aquel que hará y que puede hacer. Me proyecto a mí mismo en
la acción a realizar. Antes de toda reflexión sobre el yo que proyecta, el yo se
"introduce" en "la cuestión", se inserta en el designio de la acción a realizar; en
el sentido propio, se compromete. Y comprometiéndose, se liga: pues dispone
su figura por venir. Se lanza hacia adelante de sí mismo poniéndose en

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acusativo en el complemento directo del proyecto. De tal manera,
proyectándome, me objetivo de algún modo, como me objetivo en una firma
que podría reconocer, identificar como mía, como signo de mí mismo.

Está claro entonces que la implicación, realmente primera, de mí misma no


es una relación de conocimiento, una mirada. Me comporto activamente en
relación a mí mismo, me determino. También aquí el lenguaje es esclarecedor:
determinar su conducta es determinarse a sí mismo. La imputación pre-
reflexiva de sí mismo es actuante y no espectacular.

Pero, por ese carácter, la decisión no está, propiamente hablando, presta para
la reflexión explícita. En efecto, siempre hay un "yo" sujeto, proyectante y no
proyectado; y podría decirse que cuanto más me determino en acusativo como
aquel que hará, más me olvido como aquel que, hic et nunc, en nominativo,
emite la determinación de sí mismo proyectada como agente de realización del
proyecto.

Este primer análisis del yo pre-reflexivo debe completarse con un segundo


análisis del que no puede quedar separado: todo acto comporta la conciencia
sorda de su polo-sujeto, de su centro de emisión. Esta conciencia no suspende
la dirección hacia el objeto del percibir, del imaginar, del querer. Precisamente,
en los actos que se expresan bajo una forma Pronominal, se hace una unión,
anterior a toda disociación reflexiva, entre la conciencia sorda de ser sujeto-
nominativo y este sujeto-acusativo, implicado en el proyecto. Hay una
identificación primordial que resiste a la tentación de exilar al yo a las márgenes
de sus actos: se trata de la identificación del yo proyectante y del yo proyectado.
Yo que ahora quiero (y que proyecto) soy el mismo que realizará (y que es
proyectado). "Esta acción soy yo" significa: no hay dos yo, el que está en el
proyecto y el que proyecta; precisamente me afirmo como sujeto en el objeto
de mi querer.

Esta difícil dialéctica puede esclarecerse de otra manera: la presencia del


sujeto en sus actos todavía no es un contenido de reflexión, en cuanto
permanece como una presencia de sujeto. La reflexión desenvuelta tiende a
hacer de ella un objeto de juicio: el sentimiento de responsabilidad orienta esta
objetivación, hasta cierto punto inevitable, en el sentido de esta objetivación
específica .del proyecto. Me encuentro a mí mismo en mis proyectos, estoy
implicado en mi proyecto, proyecto de mí mismo por mí mismo. De tal manera,
la conciencia de mí mismo reside en el origen de la identidad; identidad
prejudicial, prejudicativa, de una presencia como sujeto proyectante y de un yo
proyectado. A partir de esta imputación pre-reflexiva del yo en mis proyectos
puede comprenderse el juicio de reflexión 18.

Uno se representa de buen grando la reflexión como una conversión de la


conciencia que, primero fuera de sí misma, entra a continuación en sí misma y
suspende su intención centrífuga. Nos encontramos entonces obligados a
considerar a la conciencia vuelta hacia el otro como inconsciente de sí misma y
a la conciencia de sí misma como corrosiva de la conciencia intencional dirigida
hacia el otro distinta de sí misma. Re-flexión sería retro-spección, destructiva
del pro-yecto.

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Ese esquema deja escapar lo esencial, a saber, esta referencia práctica a mí
mismo que es la raíz propia de la reflexión. La reflexión expresa, bajo la forma
desarrollada del juicio: soy yo el que. . ., no hace más que elevar a la dignidad
de discurso una afirmación más primitiva del yo, que se proyecta en el designio
de una acción. Dicha reflexión "tematiza" una afirmación práctica pre-reflexiva.

La reflexión toma entonces todo su sentido como momento de una dialéctica


interior por la cual acentúo ora el yo, ora el proyecto, exaltando uno por el otro.
No es otra cosa la mediación de la responsabilidad. Es falso que la conciencia
de sí mismo se encuentra implicada como un fermento activo del impulso de la
conciencia hacia su complemento. Todos los actos en los que "tomo posición"
(con relación a una realidad, una ficción, un recuerdo, un proyecto) son
susceptibles de quedar confirmados y no alterados por una conciencia de sí
mismo más explícita. Esos son los actos que la lengua expresa con un verbo
pronominal: acordarse, representarse, decidirse. En todos esos actos una
acción sobre sí mismo ya está implicada en el movimiento que conduce la
conciencia hacia el pasado, lo irreal, el proyecto; el juicio explícito, cuyo modelo
es el juicio de responsabilidad, sólo viene a subrayarla. Se engaña uno al
razonar únicamente sobre actos en los que la conciencia se encuentra disipada
y alienada, como la cólera y en general las pasiones cuando éstas se lanzan a
la emoción; me encuentro fuera de mí, no en el sentido en que me vuelvo hacia
otra cosa, sino en el sentido de que estoy desposeído de mí mismo, apresado
por... La conciencia de sí es el momento decisivo de una recuperación de sí,
esboza un sursum de la libertad: en un resplandor fugaz, dicha alienación
resulta suspendida. La emoción o la pasión no son por otra parte los únicos
ejemplos de conciencia poseída o fascinada que la conciencia de sí daría de sí
misma si pudiera despuntar en ellos: la conciencia inauténtica, perdida en el
"uno", suministra otro. De tal manera, la conciencia de sí constituye una
dialéctica revulsiva, cuando se encuentra relativamente alienada, como ocurre
en la pasión o en el "uno". Por el contrario, constituye una dialéctica de
confirmación, cuando es relativamente dueña de sí misma, como ocurre en los
actos de "toma de posición".

Con todo, es verdad que, separado de esa dialéctica interior, el juicio reflexivo
se desarraiga de la afirmación práctica y vi-viviente y se hace pura mirada y
complacencia; hace al destino de la conciencia de sí el corromperse toda vez
que sé convierte en puro espectáculo. Entonces, llega a ser verdad que
suspende la conciencia vuelta hacia la acción y, de manera general, hacia lo
otro. Sólo por contraste con esta conciencia desarraigada, la conciencia
considerada en su impulso hacia lo otro se muestra como olvido de sí.
Descartes llamaba "generosidad" a ese salto hacia adelante. Más adelante
tendremos que meditar ese deslizamiento por el cual la afirmación de sí se
hace mirada complaciente. Fieles a nuestra regla metódica, suspendemos aquí
las idas y venidas de la conciencia fascinada por el Sí mismo y por la Nada, y
concebimos una afirmación de sí, presta a la reflexión, que es la llave común
del amor inocente hacia mí mismo y de esta conciencia de sí fascinada. La
descripción pura se mantiene más acá de los discursos de la Serpiente: "Quien
quiera que seas, ¿acaso no soy yo -Esta complacencia que aguijonea En tu

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alma, cuando ella se ama? - ¡Estoy en el fondo de su don, -Este inimitable
sabor- Que tú no encuentres más que en ti mismo!" 19.

3. El poder-ser de la conciencia

La determinación de sí mismo implicada en la determinación del proyecto nos


conduce al sentido del vocablo posible, reservado al fin de nuestro análisis de
la posibilidad focalizada en el proyecto. ¿Acaso yo mismo no soy
primordialmente posible, un yo que inaugura posibles en el mundo? 20.

El problema del poder-ser inherente al ser que quiere se abordará


tangencialmente, partiendo de los análisis anteriores; pues dentro del marco de
la descripción pura no se lo puede conducir muy lejos. Deberemos entonces
retomarlo, con renovados esfuerzos, cuando se hayan planteado todos los
otros elementos de la doctrina de la elección.

Nos guiarán dos reglas de método: ante todo, es necesario partir de esta
imputación pre-reflexiva y activa de nosotros mismos y no de la reflexión
explícita: una meditación falta de preparación, que partiera del vértigo o de la
angustia del poder-ser parecería orientada más a extraviar el análisis que a
hacerlo progresar. Segunda regla: es necesario capturar la posibilidad más
simple de mí mismo, la que inauguro en mí al determinarme. Este análisis es el
más fácil., en cuanto se apoya todavía sobre el análisis del proyecto; en efecto,
para el ser responsable, que se compromete en el proyecto de una acción
respecto de la cual se reconoce al mismo tiempo como el autor, tanto el
determinarse como el determinar su gesto en el mundo forman una unidad.
Podemos entonces buscar qué posibilidad del yo es aquí contemporánea de la
posibilidad de la acción abierta por el proyecto. Evitaremos así, por este
segundo medio, toda evocación prematura a la angustia que se mantiene no
sólo en el plano de la reflexión, sino también más acá del compromiso, en el
borde vertiginoso de la determinación de sí y del proyecto. Nos situaremos
entonces en el nivel pre-reflexivo de una voluntad que realiza el salto, el
lanzamiento del proyecto.

Asimismo uno puede preguntarse si la posibilidad se aplica aún a mí, mismo en


tanto me determino a algo. El lanzamiento del proyecto ¿no me arranca acaso
de la potencia elevándome al acto? La expresión: determinarse ¿no es acaso
en tal sentido esclarecedora? Ligándome, por ejemplo a través del juramento o
la promesa, ¿no se extingue toda indeterminación y con ella toda posibilidad?

Y sin embargo, como nos lo enseñará en seguida el análisis de la angustia, la


posibilidad de la indecisión sólo se esclarece por la posibilidad más
fundamental, que inauguro por la decisión misma. Justamente, para prevenir
una grave ilusión hemos inaugurado la descripción de la decisión por la del
proyecto, es decir el objeto de la decisión, y no por la reflexión sobre mí que
decido, para no perder de vista que el querer es ante todo impulso, lanzamiento,
salto, es decir esto, "generosidad". Ahora bien, el proyecto, ya lo hemos visto,
abre posibilidades en el mundo por el compromiso que lo liga. En tanto no
proyecto nada, no labro en lo real posibilidad alguna. Nuestra invitación del

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proyecto nos invita entonces a buscar ante todo la posibilidad del yo que abro
al decidirme y no la que pierdo al decidirme.

Al determinarme, no sólo doy fin a una confusión previa, sino que inauguro una
vía para ser el que soy; esta vía es mi porvenir, y mi posible, lo posible
implicado por el proyecto de mí mismo. ¿Bajo qué relación soy entonces
posible a partir de mis propias decisiones? Ante todo, bajo la relación de los
gestos del cuerpo que realizarán esta posibilidad. Decidirse es proyectarse a sí
mismo en vacío como tema de conducta propuesta a la obediencia del cuerpo.
Lo posible que soy, en tanto proyecto una acción posible, se encuentra en la
avanzada que hago sobre mi cuerpo. Esta posibilidad de mí mismo está
entonces en relación con el poder que el proyecto simultáneamente, despierta
y encuentra en el cuerpo. Es potencia de obrar, en tanto el porvenir de mi
cuerpo es ante todo posible antes de ser real (al mismo tiempo que, como lo
hará comprender la inteligencia de lo involuntario, bajo otra relación lo real
procede siempre a lo posible).

Pero yo soy posible todavía en otro sentido: con relación a realidad por-venir no
sólo de mi cuerpo sino también de mi duración y de las decisiones que
eventualmente tomaré. Cada decisión tomada devela un porvenir posible, abre
ciertas vías, cierra otras, determina los contornos de nuevas zonas de
indeterminación, ofrecidas como una trayectoria posible para las decisiones
ulteriores. La potencia instituida en el yo por el proyecto se encuentra por lo
tanto siempre delante de dicho yo, como poder corporal de realizar y poder
ulterior de decidir.

Tal es la posibilidad del yo, no reflexionada explícitamente, que resulta puesta


en juego cada vez que formo un proyecto. Dicha posibilidad significa que lo que
seré no se encuentra ya dado, sino que depende de lo que realizaré, mi poder-
ser está suspendido de mi poder-hacer.

Parece entonces que la potencia aquí tematizada no es la potencia desnuda de


los metafísicos que, al menos lógicamente, precede al acto, en resumen la
"hylé" indeterminada; la primera potencia que encontramos es la que inaugura
el acto por delante de sí. Desde la perspectiva de esta potencia, la
indeterminación comprendida como indecisión es impotencia.

Interviene la reflexión y, progresivamente, va ascendiendo la angustia.

Afirmamos que la reflexión puede ser ante todo un momento en una dialéctica
de vaivén del proyecto al yo. ¿Pero en qué se convierte mi poder-ser cuando
reflexiono sobre mi responsabilidad? No cambia aún de sentido: sólo viene a
acentuarse simultáneamente lo posible del proyecto. Yo, que puedo hacer, yo
puedo ser. Momento de recogimiento que se reduce a una conciencia más
cerrada de la acción proyectada. Cuanto más me ligo, y cuanto más potencia
tengo, más posible soy. Sólo afirmo mi poder-ser confirmándolo a través de los
actos. Mi posibilidad es ante todo mi potencia ejercida.

Nos parece que uno se engaña completamente cuando liga al vértigo y al terror
la experiencia de la libertad; la experiencia de la libertad ejercida carece de

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angustia; sólo a condición de una alteración profunda (que examinaremos más
adelante) esta experiencia adopta el carácter dramático que la literatura
contemporánea le ha acordado con frecuencia. La "generosidad" que
Descartes enseña carece de angustia. La oposición de mi ser al ser de las
cosas, que viene a reforzar con un poderoso contraste esta seguridad de
poder-ser por mí mismo, puede permanecer perfectamente en la tonalidad
alegre evocada por Descartes en el Tratado de las Pasiones y en su
Correspondencia. La cosa está allí, se encuentra allí, determinada por lo otro
de sí misma; la libertad no se encuentra allí, no se comprueba, no se descubre
como encontrándose allí ante mí que la miro; se hace y afirma en tanto se hace;
es el ser que se determina a sí mismo. De ninguna manera su poder-ser es un
abismo abierto, sino que constituye la obra que la libertad es para ella misma
en el instante en que se hace por la decisión que adopta. En suma, en tanto
que la reflexión sobre el poder-ser permanece empeñada en el ejercicio de la
decisión, es una reflexión no angustiada. Por ello la oposición entre el ser de la
conciencia, como poder-ser; y el ser de las cosas, como ser comprobado, no
nos parece surgir del mismo plano de análisis que el tema de la angustia de la
libertad. Esta oposición se puede constituir por completo en el marco de una
reflexión sobre la libertad comprometida, en el poder-ser en ejercicio en la
determinación de sí mismo. Por ello aplazamos el estudio de la hiperreflexión
angustiada que pone en juego la temporalidad de la elección y la dimensión
propiamente existencial de la libertad 23.

Pero el análisis de la imputación de mí mismo, tal como lo esbozamos en el


marco de la descripción pura, sólo es el incentivo de problemas difíciles que
sólo podrán abordarse al precio de una recomposición del método. La
descripción pura no tiene en cuenta la historia del proyecto, de los conflictos
alimentados por el cuerpo de donde procede la indecisión, de la maduración de
todo debate en el transcurso y, por lo tanto, del nacimiento mismo de la
elección como acontecimiento. Por ello, palabras como impulso, salto,
lanzamiento, acto, permanecen incomprensibles fuera de un esfuerzo de
coincidencia con esta historia vivida. Por ello hemos tenido asimismo cuidado
de no pronunciar juicios definitivos sobre la libertad a propósito del poder-
querer y del poder-poder; comprender la libertad es precisamente comprender
esta historia que hemos puesto en suspenso. Ahora bien, la historia de la
conciencia introduce la indecisión y la elección. Nos aparecerá entonces, en el
límite de la comprensión de las esencias o de las estructuras, una posibilidad
viviente ligada a la atención. Pero todavía no es posible decir hasta qué punto
esos nuevos análisis pondrán en cuestión las primeras conclusiones de la
descripción pura.

III. La motivación del querer

No hay decisión sin motivo. Esta relación original conduce a las fronteras del
problema central de lo voluntario y lo involuntario. En efecto, bajo esa primera
relación el cuerpo entra en la síntesis voluntaria, mientras se ofrece como
órgano al moverse y como necesidad invencible al consentimiento.
Anticipándose a la interpretación general de las raíces corporales de la
motivación, es posible afirmar que en parte a causa del cuerpo no hay libertad
de indiferencia.

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La descripción del proyecto como apertura de posibles en el mundo y sobre
todo de la imputación de mí mismo como autodeterminación podría en efecto
insinuar el sentimiento de que la voluntad es un decreto arbitrario. La relación
con los motivos, que da su tercera dimensión a la descripción pura del acto de
decidir, hace fracasar esta opinión precipitada: la voluntad más alta es la que
tiene sus razones, es decir que lleva a la vez la marca de una iniciativa del yo y
la de una legitimidad.

Nuestra tarea es, entonces, 1) distinguir esa relación de motivación de toda


otra, en particular de toda noción de estilo naturalista; 2) determinar la
búsqueda del lado de la moral: si un motivo es un valor, la descripción del
querer ¿debe sobrecargarse con una filosofía de los valores e implicar una
ética?; 3) componer ese nuevo rasgo de la decisión con los dos precedentes:
¿cómo puedo a la vez determinarme a algo y decidir porque eso es
aparentemente lo mejor?

1. La esencia de la motivación

La relación de la decisión con los motivos contiene una trampa, e incluso una
invitación a traicionar la libertad. Por ese lado, el querer se hace blanco de una
interpretación naturalista que lo degrada. ¿Acaso no se dice: quiero hacer esto
porque..., a causa de...? La palabra misma motivo evoca una moción, un
movimiento observable del lado de los objetos como un fenómeno natural.
Todo el lenguaje conspira en la confusión de una razón de obrar con una causa,
como por otra parte de un esfuerzo con un efecto. La acción parece un
conjunto de efectos cuyos motivos son las causas.

Debemos entonces reconocer la relación original de los motivos con la decisión


en el seno del Cogito, distinguiéndola de la relación instituida en el plano de los
objetos entre la causa y el efecto 24.

Sin necesidad de volver sobre las razones generales, enunciadas en la


introducción, de oponer el orden de la conciencia al de los objetos, podemos
oponer directamente motivo y causa.

Lo propio de una causa es poder ser conocida y comprendida antes de sus


efectos. Un conjunto de fenómenos puede ser inteligible fuera de otro conjunto
de fenómenos que resultan del primero. Es la causa la que confiere su sentido
al efecto: la comprensión procede de manera irreversible de la causa al efecto.
Por el contrario, la esencia de un motivo reside en no tener sentido completo
fuera de la decisión que lo invoca. No nos está dado comprender de antemano
y en ellos mismos los motivos; y derivar de ellos la inteligencia de la decisión.
Su sentido final se encuentra ligado de manera original a esa acción de sí
sobre sí que es la decisión; en un mismo movimiento una voluntad se
determina y determina la figura definitiva de sus argumentos afectivos y
racionales, impone su decreto a la existencia futura e invoca sus razones: el yo
se decide apoyándose en... Inversamente, no se podría afirmar que la decisión
es la causa de sus propios motivos: distinguimos claramente un motivo de un
pretexto, es decir de una razón postiza que el yo ofrece al otro -o a sí mismo

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considerado como otro susceptible de ser engañado; sólo se comprende con
precisión el pretexto por contraste con el verdadero motivo que oculta y que
funda la decisión. La relación es entonces recíproca; el motivo sólo funda la
decisión si la voluntad se funda en él. No la determina sino en tanto que ella se
determina.

Se notará la imaginería naciente en estas expresiones: apoyarse en... fundarse


en... (¿en qué se basa? Su decisión no se funda en nada.) Se trata de la
metáfora del apoyo. Cosa curiosa, para luchar contra la conceptualización
abstracta del naturalismo, el lenguaje nos brinda el refugio de la imagen, como
lo sabía Bergson. La imagen conserva el halo de significación por el cual el
lenguaje sigue siendo capaz de designar el orden del Cogito.

Ahora bien, esta metáfora del apoyo es solidaria con la del impulso. Sólo me
apoyo en cuanto me lanzo. Todo motivo es motivo de. . ., motivo de una
decisión 25.

Esa relación rigurosamente circular, como toda relación de lo voluntario con lo


involuntario, de la moción con sus órganos, del consentimiento con la
necesidad, nos asegura que, para un motivo, determinar no es causar, sino
fundar, legitimar, justificar.

Parecería entonces que resulta vano querer unificar el lenguaje de la psicología


y el de la física, integrándolos en una cosmología general de tipo causal. En
efecto, en el plano de los objetos empíricamente considerados, la explicación
causal no conoce límites; el determinismo carece de lagunas; o es total o no es;
su reino es coextensivo de la objetividad empírica. Pensar cualquier cosa como
objeto empírico, es pensarlo según la ley. Es indispensable entonces renunciar
a colocar las estructuras fundamentales del querer (proyecto,
autodeterminación, motivación, moción, consentimiento, etc.) en los intersticios
del determinismo, es decir en una cosmología general que tomaría como
primer apoyo el orden fenoménico de la causalidad física. Por ello no es
necesario investigar si la motivación es un aspecto, una complicación, o al
contrario una limitación, una ruptura de la causalidad empírica: el problema
mismo carece de sentido y supone la objetivación y la naturalización previas
del Cogito. Nace así una física del espíritu y el falso dilema que ella comporta:
o se imaginará una jerarquía de causalidades superpuestas, donde la más
elevada consuma la más baja, sin ser capaz de mostrar cómo se inserta de
hecho en la biología y en la física; o se sacrificará la conciencia a un monismo
naturalista. La descripción pura comienza por restaurar la originalidad de la
conciencia con relación a las estructuras objetivas que por otra parte se
relacionan a su vez con el Cogito, como puede mostrarlo una descripción pura
de la percepción y de las estructuras edificadas sobre ella 26.

Esta distinción de principio entre el motivo y la causa nos suministra un hilo


conductor entre las psicologías recientes de la voluntad:

1. Nos autoriza ante todo a hacer algunas reservas con respecto a las
psicologías llamadas de la síntesis o de la totalidad que se oponen al atomismo
psicológico, pero dentro del mismo prejuicio naturalista; no basta con oponer la

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totalidad psíquica a una composición por átomos o elementos simples para
salvar la originalidad de la voluntad: esta totalidad resta en el registro de una
física mental; es una noción ambigua que transporta al plano de la naturaleza
un halo de significación tomada de la apercepción de sí; la descripción se
embrolla en falsos problemas tales como los de la relación entre el todo y la
parte. Un motivo no es una parte; la decisión no es un todo: ¿cómo podría
dicha decisión oponerse a una parte del yo y engendrar el yo? Hay que salvar
la originalidad de la relación de los motivos con la decisión que la psicología
llamada de las tendencias se arriesga a alterar en provecho de un proceso de
composición o de totalización de fuerzas psíquicas, que resta esclavo de los
modos del pensamiento naturalista.

2. La psicología bergsoniana, al menos la del Ensayo, comparte unos cuantos


prejuicios con el atomismo: es ilusorio interpretar el determinismo psicológico
como un error en la sucesión de los estados de conciencia, como si la identidad
de los mismos motivos a través del tiempo fuera el postulado fundamental de
ese determinismo. Bergson cree superarlo suavizando y diluyendo los estados
de conciencia en la duración pero no se remonta nunca a la raíz de la
naturalización de la conciencia; no puede hacerlo porque su visión continuista
de la vida mental no rompe con el prejuicio según el cual el estado de
conciencia es una realidad en la conciencia. La crítica radical del determinismo
psicológico se sustenta por completo en el redescubrimiento de la
intencionalidad de los actos de conciencia. La conciencia no es un fenómeno
natural. De ahí que una cierta multiplicidad, no de estados sino de actos de
conciencia en el tiempo, sea perfectamente compatible con la relación entre el
motivo y la decisión; el sentido de tal motivo puede distinguirse de cualquier
otro y conservarse en la duración; los motivos múltiples e identificables no son
por lo tanto tributarios del determinismo en cuanto no están en la naturaleza;
entran en el acto de decisión de acuerdo con relaciones absolutamente
originales. Esta originalidad tampoco exige, para comprenderla, que se reforme
la comprensión de la duración.

Un corte instantáneo permite hacer aparecer en un momento dado de la


maduración voluntaria la relación cada vez naciente, creciente, decreciente
entre el motivo y la decisión. Una decisión que se esboza es relativa a motivos
que se esbozan; la incertidumbre que divide el querer y que lo mantiene en
suspenso es asimismo una motivación dividida y evasiva. En cada momento de
la búsqueda de la elección se esboza el gesto interior de apoyarse en razones.
Es lo mismo decir que la elección no resulta reprimida y que el motivo no
resulta determinante. La historia de una decisión es asimismo la historia de una
motivación a través de esbozos, incentivos, retrocesos, saltos, crisis y decreto.
Por uno y el mismo gesto me determino y me justifico. El "porque" de la
motivación se busca al mismo tiempo que lo posible del proyecto. Por ello no
es posible corregir totalmente el atomismo con una psicología de la duración si
uno no ha reconocido la esencia original de la motivación.

Pero si bien el Ensayo de Bergson no nos suministra ningún auxilio para


corregir los prejuicios de la psicología clásica concernientes a la propia esencia
de la motivación, como contrapartida, es dicho Ensayo el que nos brinda los
medios que permiten hacer saltar los límites de una descripción pura ligada a

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un corte instantáneo en la duración. El conflicto, la maduración, la elección son
inseparables del tiempo; Bergson nos ha enseñado que la duración es la vida
misma de nuestra libertad. No lo olvidaremos cuando intentemos dar un soplo
de vida a ese esqueleto de nociones que nuestro primer capítulo intenta
construir.

3. Una última confrontación nos permitirá precisar el sentido de esa relación de


motivo y decisión. Cierta tradición intelectualista cree su deber salvar la
originalidad de la voluntad oponiendo los motivos a los móviles; los móviles
serían afectivos y pasionales; los motivos, racionales y juiciosos. La motivación
voluntaria sería una especie de razonamiento práctico, en que la decisión
desempeñaría la función de conclusión y los motivos, de premisas. El
sentimiento de obligación que acompaña frecuentemente ese razonamiento no
sería más que la necesidad intelectual que acompaña al razonamiento
científico1. Por nuestra parte no recurrimos a tal tipo de oposición; que supone
que fuera del juicio racional la vida mental sólo es tributaria de una explicación
naturalista y causal: este intelectualismo comparte con el empirismo el prejuicio
de que un móvil es una causa, y de que sólo nos sustraemos al imperio de las
cosas por la claridad de un razonamiento. Sin embargo, habrá que
convencerse de que la mayor parte de nuestros motivos no están hechos sino
de la tela de nuestra vida afectiva; toda nuestra concepción del cuerpo, de lo
involuntario corporal ofrecido al magisterio del "Yo quiero" reposará sobre la
convicción que reconoce que, si bien es el impulso de lo involuntario corporal el
que mueve nuestro querer, con todo lo hace con una moción su¡ generis que
nuestro arbitrio adopta al decidirse: La relación motivo-decisión es más vasta
que la relación de las premisas y la consecuencia en un razonamiento práctico.
Dicho razonamiento no es sino una forma desprovista de todo carácter
ejemplar; la vida real sólo ofrece pocos ejemplos de ella, como veremos más
adelante. El tipo de decisión racional es una suerte de caso-límite donde llegan
incluso a degradarse ciertos rasgos fundamentales de la decisión.
Seguramente, Descartes estaba mucho más cerca de la verdad cuando
vinculaba la decisión práctica con la imposibilidad de agotar el análisis racional
de una situación cuya urgencia por otra parte no permite llevar más adelante la
clarificación.

Si el intelectualismo estrecha arbitrariamente la motivación al marco limitado


del razonamiento práctico, es por no haber considerado la esencia de la
motivación, tanto en su rigor excluyente de la causalidad como en su amplitud
recolectora de la infinita diversidad de la experiencia.

Es necesario y suficiente para que una tendencia sea motivo que se preste a la
relación recíproca entre las tendencias afectivas o racionales que inclinan el
querer y una determinación de sí mismo por sí mismo que se funde en ellas. La
relación circular entré los motivos y la decisión es la medida eidética dé toda
observación empírica. Podríamos en tal sentido repetir la fórmula antigua: el
motivo inclina sin obligar. Pero el término obligar tiene demasiados sentidos
que es indispensable distinguir. 1° Si la obligació n es sinónimo del
determinismo natural, la fórmula se traduce así: motivo no es causa. 2° Si la
obligación designa el fondo invencible del carácter, del inconsciente y de la vida
sobre la cual se separa un motivo determinado, y todo lo que Jaspers llama las

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situaciones-límites de la existencia humana, la fórmula toma entonces otro
sentido: subraya la diferencia entre un involuntario susceptible de resultar
discernido, afrontado y cambiado, que es precisamente el motivo, y un
involuntario difuso, circunvalante e incoercible, que ya no puede ser motivo de...
Pero esta obligación en primera persona muestra aún otra dimensión del libre
querer: el consentimiento. 3° Por último, el términ o obligar podría designar
impropiamente la esclavitud de las pasiones, la cautividad en manos de la
Nada. Dicha esclavitud resulta aquí puesta entre paréntesis. La fórmula adopta
ahora un tercer sentido: la motivación de un libre querer es más fundamental
que la alienación de la conciencia fascinada.

2. Motivo y valor: el límite entre la descripción pura y la ética

Ya hemos delimitado la descripción de la motivación con respecto a la física;


debemos ahora hacerlo con respecto a la moral. Ahora bien, si bien es fácil
mostrar el nacimiento del problema moral en una reflexión sobre los motivos
del querer, es más difícil trazar la línea demarcatoria entre las dos disciplinas.

Un motivo figura y, si es posible decirlo así, "historializa" un valor y una relación


de valores 28: invocar una razón no es explicar, sino justificar, legitimar; es
invocar un derecho. Pero el valor implicado en el impulso del proyecto no
adopta necesariamente la forma del juicio de valor, como la imputación de mí
mismo por él, envuelta en la decisión; sólo estaba presta para una reflexión que
la explicite en forma de juicio de responsabilidad. Esta reflexión que eleva el
motivo al rango de valor juzgado toma asimismo por ocasión las relaciones del
yo con el otro: me justifico ante. . ., a los ojos de. . ., busco una aprobación,
cuestiono o prevengo una desaprobación; aprendo a mi vez a evaluar mis
actos evaluando los actos de los otros; en suma, es en un contexto social de
adulación y reprobación donde reflexiono sobre el valor 29. Pero una meditación
sobre el "uno" y sus evaluaciones inauténticas, semejante a la que hemos
esbozado a propósito del juicio de imputación, nos conduciría a
consideraciones similares: la evaluación social no es más que la ocasión; a
veces la oportunidad y con frecuencia la degradación, de un poder más
primitivo de evaluación constitutivo de la voluntad individual. Hace a la esencia
de una voluntad el buscarse razones; por ella pasa la evaluación social, en ella
dicha evaluación encuentra algunas raíces y un medio.

El carácter reflexivo de la evaluación confiere por lo tanto al juicio de valor una


significación comparable al juicio de responsabilidad; la evaluación implícita,
cuando se encuentra llevada por el movimiento hacia adelante de la conciencia,
resta un sentimiento envuelto en el propio proyecto: es el proyecto el que vale.
Cuando reflexiono sobre el valor del proyecto, sofreno un poco el impulso; la
evaluación es entonces un movimiento de recogimiento durante el cual
interrogo la legitimidad de mis proyectos y pongo en cuestión mi propio valor,
pues mi proyecto soy yo: ese recogimiento, esa vuelta hacia el valor, puede
restar un momento envuelto en una dialéctica, más vasta, del impulso y la
reflexión. Pero cuando la vuelta hacia el valor se hace durable, cuando el
impulso hacia la decisión resulta suspendido durante mucho tiempo, cuando la
relación entre la evaluación y algún proyecto queda enteramente abolida, la
evaluación se aísla del impulso de la conciencia hacia la acción. Por eso los

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juicios de valor no llevan la marca futura del proyecto sino que se enuncian en
el presente del valor: esto es bueno; y en cuanto pierden generalmente toda
referencia a una inserción inminente o aplazada del proyecto en el mundo, su
modo gramatical ya no es el imperativo o el gerundio, sino el indicativo de
valor30.

¿Cuál es, en esas condiciones, la frontera entre la descripción pura del querer
y la ética? Puede verse ante todo claramente que la ética comienza por hacer
abstracción del impulso del proyecto en el cual se encuentra envuelta la
evaluación pre-reflexiva. La conciencia se constituye como conciencia moral
cuando se hace por completo evaluación, reflexión sobre sus valores. Esta
evaluación desenvuelta es sin duda un juicio, más precisamente, de
comparación: esto es mejor que aquello; esto es hic et nunc lo mejor. Ese juicio,
en la escala reducida de una situación, tiene por horizonte o trasfondo marcas
o referencias de valor que no son cada vez activamente re-evaluadas sino que
forman más bien, para una conciencia dada, en una época dada de su
desenvolvimiento; una tabla concreta más o menos ordenada, o mejor una
configuración o una constelación de astros fijos; esos valores no reevaluados
forman, si es posible decirlo así, su cielo ético, su `habitus" moral. El término
horizonte sugiere bien lo que es una conciencia ética: una conciencia que, a la
inversa de la conciencia que quiere, se eleva de las' razones de su proyecto a
las razones de esas razones, pone en cuestión sus referencias de valor y se
interroga sin cesar primero por sus valores próximos, luego por los lejanos,
después por los penúltimos, en fin por los últimos, y reevalúa su ciclo ético. De
tal manera, a medida que toma distancia con relación a su proyecto presente,
radicaliza todos sus problemas y evalúa su vida y su acción en totalidad. La
ética es esta radicalización. Ahora bien, esta prueba no se realiza sin otra
especie de angustia, que ya no es la angustia del poder-querer o del poder-
poder, sino la angustia de los fines últimos. En efecto, cada proyecto sólo pone
en juego un sector de valores con relación al cual todo el campo de valor sirve
de referencia. En una situación dada, busco un punto de apoyo: lo encuentro
normalmente en la totalidad de los valores no reevaluados hasta ese momento
y que en el curso del debate conmigo mismo revelaron su poder de motivación
en esta situación. Todos mis otros valores funcionan como surgidos en una
evaluación parcial; tal es lo que Bergson describe en las Dos Fuentes bajo el
nombre del todo de la obligación. Pero en las grandes crisis, con ocasión de
una prueba que me radicaliza, frente a una situación trastornante que me ataca
en mis razones últimas, interrogo a mis estrellas fijas. Todo ha cambiado. Ya
no puedo preguntar cuál es el horizonte de valor de tal evaluación. Los últimos
valores repentinamente se develan como aquéllos que ya no se refieren más
a... Mis estrellas fijas, ¿son realmente fijas? ¿Cómo trazar los ejes últimos de
referencia? ¿Qué significa último? La angustia del fundamento del valor me
estrecha; pues esta pregunta: ¿qué significa último? se muda necesariamente
en otra: ¿existe un último en el valor? El anagke stenai se me hace sospechoso.
El Grund se hace Abgrund.
Esta angustia, también ella, es una angustia en la reflexión, y no hay algo cierto
que ésta pueda desanudar en la reflexión. Podría hacerlo si existiera algo así
como una intuición platónica de los valores y si el recogimiento de la reflexión
perfilara el campo cerrado de una apercepción absolutamente pura donde se
mostrarían valores absolutos. Esta intuición vendría de algún modo a cegar el

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abismo, dilatándose y radicalizándose a medida que la cuestión de mis fines se
inflara y se elevara hasta el nivel de las cuestiones últimas.

Creo, por mi parte, que existe cierta revelación emocional de los valores en una
situación dada; Max Scheler ha orientado la ética en una dirección satisfactoria
por su concepción de los apriori emocionales; pero creo que se ilusiona con la
autonomía de esa intuición emocional con relación al impulso de mi
consagración, es decir con relación a un proyecto en acto; por eso mismo se
ilusiona con la posibilidad de una ética pura. Esta intuición emocional, sobre la
cual pronto volveremos, parece sometida a una extraña condición que la hace
insólita. Los valores sólo se me muestran en la medida de mi lealtad, es decir
de mi activa consagración. En nuestro lenguaje de descripción pura: todo vale
con relación a un proyecto eventual; lo que significa: los valores sólo se me
muestran en una situación histórica cualificada donde me oriento y busco
motivar mi acción. La motivación de un proyecto preciso es la relación
fundamental donde se insertan juicios morales. Por ello decíamos más arriba:
un motivo "figura" o, si podemos decirlo así, "historializa" un valor o una
relación entre valores: desde J. Royce y G. Marcel diría que los valores no son
ideas intemporales sino exigencias supra-personales, subrayando con ello que
su aparición se encuentra ligada a cierta historia con la cual colaboro
activamente con toda mi potencia de consagración, en suma a una historia que
invento. Sí, tal es la paradoja del valor: no es absolutamente un producto de la
historia, no es inventado, sino reconocido, saludado, descubierto, pero sólo en
la medida de mi capacidad de hacer la historia, de inventar la historia. Royce
ha señalado particularmente que sólo una consagración de carácter colectivo
(o más bien comunitario) a lo que llama una causa puede hacer aflorar los
valores que confieren un sello a dicha causa; y cuanto mayor sea la medida en
que esa causa es la causa de la humanidad entera, mayor será nuestro acceso
a valores universales. Pero no es cierto que dicha consagración sea el único
modo según el cual se historializan los valores o, más bien, según el cual los
hacemos figurar históricamente haciendo la historia. Nos basta con decir, al
nivel de abstracción que hemos adoptado: motivando un proyecto (siendo tal
proyecto mismo un momento dentro de una conciencia militante) es como
encuentro valores. Si hay alguna contemplación del bien, la misma no se
sustenta sino por el impulso de la conciencia que incorpora sus valores a un
proyecto. Separado de esta dialéctica viviente de contemplación y decisión, de
legitimación e invención, el juicio de valor pierde no sólo su función sino
también su posibilidad. Hace a la esencia del valor el no poder aparecer sino
como el motivo posible de una decisión. Sólo soy el testigo de ciertos valores si
soy su caballero. Allí reside la fuente de cierta decepción que parece atacar a
toda teoría de los valores. No veo valores como quien ve cosas. Sólo veo lo
que estoy dispuesto a servir. La naturaleza del valor y del ver que le resulta
apropiado parece encerrar toda teoría de los valores en un círculo. Por una
parte, la voluntad busca en ellos su legitimidad, se vuelve hacia ellos para
recibir de allí la consagración del bien, por otra parte, la evaluación sólo es un
momento de una iniciativa de la voluntad que se alista a su servicio. Sólo
quiero si veo, pero ceso de ver si dejo absolutamente de querer. Tal es la
diferencia de principio que separa la verdad del bien de la verdad de la cosa; la
atención requerida por esta última sólo pone en juego el puro entendimiento, en
el que se han podado las pasiones; la atención exigida por la primera moviliza

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todo mi ser. Nunca los valores se dan a una conciencia espectacular;
imparcialidad y objetividad no tienen el mismo sentido con relación al valor y
con relación a los objetos empíricos. Eso explica las intermitencias y la ceguera
que, de manera más o menos durable, afectan nuestra percepción del bien.

Acaso ahora comprendamos por qué la pura reflexión sobre los valores, al
margen de todo compromiso, debe ser una angustia sin retorno. Por segunda
vez la reflexión aparece como la subversión de cierta relación viva que siempre
necesito reencontrar, pues la reflexión siempre tiende a anularla. Del mismo
modo que la imputación de mí mismo en el proyecto no puede retirarse del
proyecto sin perderse en el mal infinito de la reflexión, la evaluación desligada
de la consagración sólo puede abismarse en una cuestión sin fin. Siempre se
hace necesario volver a una segunda ingenuidad, suspender la reflexión que,
por su parte, suspendía la relación viviente de la evaluación con el proyecto.

Esta es la condición que puede unirse a la interpretación de Scheler de los a


priori emocionales; dicha condición está indefensa ante una crítica que de
antemano los retira de la historia y la acción y los somete al efecto disolvente
de la reflexión que debe verdaderamente zozobrar en una duda mortal. Pero,
reubicada en su contexto de consagración, reencontrada como una nueva
inmediatez, la evaluación pre-reflexiva es, ciertamente, una especie de
descubrimiento de a priori que trascienden el querer y que por otra parte sólo
resultan percibidos masivamente: la veracidad ligada al amor, el amor a la
justicia, la justicia a la igualdad, etc..., sin que nunca pueda un valor tener una
significación aislada. Esos a priori tampoco pueden quedar separados de la
historia o de la civilización que precedió el alumbramiento de los mismos: el
honor conserva su "aura" feudal, la tolerancia, su acento del siglo XVIII, la
hospitalidad, su resonancia homérica, etc...; y sin embargo, se trata de a priori
inagotables, ilustrados muy parcialmente por un siglo o una clase social, que
dan una nobleza y un estilo a ese siglo o a esa clase. La tarea de la ética es
entonces hacer explícitos los actos emocionales originales por los cuales la
conciencia se sensibiliza hacia los valores: Kant mismo ha inaugurado esta
descripción con el estudio del respeto y de lo sublime; pero esta sensibilidad a
la vez humillada y exaltada sólo es uno de los posibles modos de evaluación
que puede modular sobre una infinidad de otros tonos afectivos según
concuerde con lo noble, lo heroico, lo justo, etc... Cada modo emocional
representa un tropismo diferente de la conciencia evaluante que se vuelve
hacia un sector de valores de fronteras indeterminadas, que como
contrapartida hacen posible, en el seno de la motivación, la legitimación de un
sector de proyectos.

¿Cuál es entonces la frontera entre la descripción pura del querer y la ética? Es


más fácil mostrar el pasaje de una a la otra que designar el momento en que se
franquea la frontera. La descripción pura del querer reclama una reflexión
específicamente moral sobre la evaluación: ¿cuáles son las relaciones de
evaluación con lo a priori por una parte y con la historia por la otra? ¿Cómo
puede quedar ligada por un lado con la revelación afectiva de a priori
materiales y, por el otro, con los criterios formales de universalización que Kant
llevara dichosamente a la luz y que poseen una función subordinada pero
fundamental en la evaluación? ¿cómo respetar el vínculo de la evaluación con

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los problemas finitos, las situaciones históricamente determinadas, las
personas cuyo destino, vocación y experiencia resultan limitadas, sin
desbaratar por otra parte su referencia a un misterio infinito de santidad que
ilimita todo valor y que luce en la transparencia de su reclamo y de su exigencia?

Esta reflexión sobre la evaluación, que es la ética, resulta por lo tanto


reclamada por nuestra descripción pura; pero esta última denuncia allí, al
mismo tiempo, la fragilidad existente en los márgenes de la vida. Si la ética y la
práctica dejan de hacer un círculo, una y otra se corrompen. La ética, por lo
tanto, sólo es posible como reflexión sobre la evaluación implicada en el
impulso del proyecto, y sin embargo esta reflexión deja de ser posible y se
abisma en la angustia sin fondo sí corta el cordón umbilical que la une al
impulso, a la generosidad misma de la libertad. Esta “situación de amenaza a
los valores éticos" torna siempre precaria la reflexión ética; la misma, ora debe
esbozarse al margen de la acción y ora debe anularse a sí misma por ese
movimiento de separación a distancia de la acción.

3. Motivación, determinación por sí mismo, proyecto

El círculo de la ética y la práctica repite el círculo más fundamental del motivo y


la decisión. Todo motivo que "historializa" un valor es motivo de... y toda
decisión que "consagra" el querer a un valor es decisión a causa de... Este
círculo, a su vez, se enraíza en la más elemental de las reciprocidades, la de lo
involuntario y lo voluntario, siendo lo involuntario corporal la fuente existencial
de la primera capa de valores y la resonancia afectiva de todos los valores,
incluso los más delicados. Dicho círculo figura pues la dificultad central de la
descripción pura: ¿cómo se anudan en la decisión la determinación por el
motivo y la determinación por sí mismo?

También partiendo del proyecto debemos comprender el nexo. Dichas


determinaciones, que no son ni una ni otra determinaciones causales de índole
empírica o naturalista, son dos dimensiones compatibles y coherentes del
proyecto. Una designa la iniciativa del impulso y la otra, su punto de apoyo.

Con mayor exactitud, la imputación del yo y la motivación designan la


vinculación en el corazón del decidir entre una actividad y una receptividad
específica. Nos engañaríamos completamente sobre el hombre
-progresivamente descubriremos que la condición del hombre tiene por índice
limitativo el ser de la Trascendencia- si tuviéramos al querer por un acto puro.
La actividad no sólo es un contrario sino también un complemento: un contrario
de pasividad cuyo tipo es la esclavitud de las pasiones, un complemento de
receptividad sobre el cual los motivos nos ofrecen el primer ejemplo. Pero
sobre el mencionado complemento, los órganos de la motivación voluntaria y la
necesidad de una condición no-elegida nos ilustrarán todavía de una manera
diferente. Realizo mis actos en la medida en que doy acogida a las razones de
ellos. Fundo el ser físico de mi acción en cuanto me fundo en su valor, es decir
en su ser moral.

Sólo es posible esclarecer más esta vinculación fundamental recurriendo a la


exégesis de algunas metáforas reveladoras; ya hemos subrayado el poder de

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sugestión de las metáforas cuando se anulan mutuamente como imagen y se
libran mutuamente de su significación indirecta.

No es por azar que la receptividad del querer se expresa a través de metáforas


sensoriales: la percepción es el modelo mismo de la receptividad; es la
primerísima disponibilidad de la conciencia. Entender-entendimiento-voz-
palabra-logos: uno presta oído a la tentación, uno se hace sordo a ella para no
escuchar más que a su deber 31. La imagen del tribunal desenvuelve esta
metáfora de manera rígida: el querer es un albedrío (libre o esclavo) que
escucha y consulta; los eclécticos han tomado la metáfora al pie de la letra y
han canonizado la deliberación en forma de proceso, con su pompa, su
procedimiento y, por así decirlo, su liturgia. La argumentación compleja del
proceso es, como veremos, una complicación, salida del obstáculo y el fracaso,
de una actitud más primitiva, más envuelta: a saber, un breve retroceso, una
cuestión informe, una consulta sin discurso.

Ver-intuición-respeto-luz: video meliora, deteriora sequor. El gusto: el amargo


deber.

Con todos sus sentidos la conciencia acoge lo que no engendra, al menos


desde la perspectiva de una descripción fiel a lo dado y haciendo reserva de
una producción trascendental de los objetos y de los valores que en todo caso
no podríamos considerar como un dato puro de la descripción.

El acto sensorial esencial consiste en abrirse o en cerrarse, en volverse o


apartarse: esta puesta en dirección del sentido que se ofrece a su objeto es la
propia figura de la evaluación. Pero, como contrapartida, como lo sugiere la
relación intersubjetiva de la acogida bajo la forma desenvuelta de la
hospitalidad, no hay acogida sin la madurez de un yo que recibe en su aire, en
su ambiente, en suma, en una zona que dicho yo cualifica activamente y que
es su en Sí 32. La acogida es siempre la otra cara de una generosidad que
irradia y abraza al ser recibido. Esto último viene a sugerirnos otro círculo de
metáforas de carácter más dinámico: me someto a razones, adhiero a un
partido, me ordeno a una opinión (en el siglo XVII se decía "unirse por
voluntad"), adopto una posición, como un niño extraño acogido por su padre
adoptivo. Esas metáforas de la adhesión, o mejor, de la adherencia, insisten en
el movimiento que anula una distancia, la humilde distancia del respeto y la
distancia soberana del arbitrio; de esta manera resulta corregida la intención
impropia de las metáforas sensoriales: el ver resta espectacular; lo que miro
permanece ante mí; lo que adopto penetra en mí; el querer y el valor se
confunden y unen. Esta es la unión que hace de un valor un motivo de...: recibo
el valor en el hogar de mi conciencia. Dicho valor está en mí; y yo vivo de sus
dones.
Estas primeras reflexiones permiten interpretar la peligrosa metáfora de la
orden y la obediencia. Se la toma de la comunicación de las conciencias, pero
es análoga a esa relación más íntima entre el valor y el proyecto. El valor no es
necesariamente una orden recibida de otro; el respeto del valor no surge
necesariamente de la obediencia a la autoridad social fuera de mí; pero la
obediencia es la ocasión, la posibilidad, -y una vez más la trampa- donde se
me ofrece reencontrar el problema de la legitimidad; la orden de otro me

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plantea la cuestión de la legitimidad de su orden, pero también la de la
legitimidad de mi sumisión. La obediencia auténtica es la consentida, es decir
la que suscita en mí razones de obedecer. Ahora bien, una razón de obedecer
es un motivo personal de decisión. Diremos por lo tanto que hace a la esencia
del acto voluntario el poder ser a la vez algo así como una orden -a lo posible,
al cuerpo, al mundo- y algo así como una obediencia -a valores reconocidos,
aclamados y recibidos.

Con todo, debemos usar esta metáfora con precaución; no tanto en razón del
equívoco que crea entre una relación social y una relación fundamental en el
seno de la conciencia, sino más bien por su resonancia moral e incluso
kantiana. La obediencia al imperativo de la obligación no agota la motivación
voluntaria; los móviles afectivos no pueden quedar excluidos de la misma por
razones descriptivas; es un argumento extraño a la descripción pura el que ha
conducido a Kant a constituir la relación de la libertad a la ley en su pureza con
algo de química; dicho pensador busca qué relación puede ser necesaria y a
priori entre la máxima de una acción y un querer libre; ahora bien, esta
exigencia de método aquí nos resulta extraña. Al contrario, buscamos descubrir
en toda su amplitud la relación proyecto-motivo, anteriormente a toda
restricción impuesta por una exigencia ética a priori. En tal sentido, los notables
análisis de Rauh, demasiado olvidados en nuestros días, pueden ayudarnos a
restituir a la motivación voluntaria toda su envergadura; nada impide a priori
considerar un deseo como un motivo e incluso como un valor con tal que en la
acogida del deseo el querer se apoye en él determinándose a sí mismo; por
principio, toda espontaneidad, corporal o no, puede inclinar sin obligar y fundar
una decisión soberana. Por lo tanto, si queremos restituír a la motivación toda
la amplitud compatible con el rigor de su noción, no podemos sino comprender
la obediencia como el índice de esta receptividad de valores donde
sustentamos la esencia de la motivación, valores que rodean a todas las otras
metáforas, del oído, la vista, la adhesión, la acogida. Esta convergencia de
todas esas metáforas es la que orienta al espíritu hacia la significación de la
motivación, cuyo análisis debe respetar la amplitud de la misma.

Puede introducirse una última metáfora, la más importante en cuanto da su


etimología al término motivo, la más peligrosa en cuanto invita a una
interpretación naturalista del querer. El motivo es como una moción, una
impulsión. La voluntad sólo mueve a condición de ser movida. Esta metáfora,
de tonalidad aristotélica, se prestaba a menos equívocos cuando la noción de
movimiento todavía no había sido agotada por la experiencia empírica del
movimiento en el espacio, del "movimiento local", sino que englobaba todo
cambio de un contrario en otro. Bajo la influencia de las ciencias exactas, este
margen de significación se estrechó y el exceso de sentido buscó refugiarse en
la metáfora: ¿qué motivo lo ha empujado?. . . me inclino a pensar que... El
motivo es el clinamen del querer. Ciertamente, y ya lo hemos repetido bastante,
la moción por el valor difiere de la moción física como la razón difiere de la
causa y permanece como la otra cara de una determinación de sí por sí mismo.
Sin embargo, más allá de la distinción de las significaciones, la analogía reside
en que tanto la decisión voluntaria como el efecto físico son receptivos, una con
relación a sus motivos, otro con relación a su causa.

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Hemos llegado a un punto en que la descripción pura permite ya tomar partido
contra la famosa libertad de indiferencia; ésta repugna a la esencia misma de la
motivación. Pero, al mismo tiempo, la descripción pura nos autoriza a rechazar
el dilema: o la libertad de indiferencia o el determinismo. La segunda confunde
el motivo y la causa, y en general, la conciencia y la naturaleza; la primera
carece de la relación fundamental del proyecto al motivo.

¿Podemos al menos descubrir esta relación más allá de las metáforas, en el


nudo de la actividad y la receptividad, de la posibilidad inaugurada y de la
legitimidad acogida? Algunas experiencias privilegiadas conducen la reflexión a
las proximidades de esa relación; en el primer rango se ubica el sentimiento de
responsabilidad, respecto del cual más arriba iniciamos el análisis; en él se
anudan el sentimiento de poder y el de valer; en efecto, si asumo la carga de
las cosas y de los seres a los cuales respondo, lo hago en la medida en que
me siento cargado, es decir en que recibo la carga. No hay responsabilidad
auténtica sin la conciencia de una misión confiada, de un poder legitimado por
una delegación que, por otra parte, puede permanecer como virtual (de parte
de mi país, de una comunidad, de la humanidad entera). El acto responsable
se distingue del acto gratuito y más aún de la apuesta estúpida -que es por
nada, para reírse, para nadie- por tal acto sagrado, por la unción que confiere
el valor a la acción y por el influjo que ejerce sobre mí y al cual respondo. Por
este sesgo del valor legitimante puedo ser no sólo responsable de. . ., sino
también responsable ante...; pues el valor, en la situación histórica peligrosa en
que yo lo aprehendo, es el vínculo transpersonal de un grupo de hombres al
que me consagro. Soy responsable ante ellos que me envían a una suerte de
misión -ante aquellos en particular que cierta diferenciación social erige en
guardianes especialmente vigilantes de esos valores amenazados o militantes.
En esa legitimación de mi responsabilidad se inscribe la posibilidad de principio
de un juicio pronunciado sobre mi acción, de condena o de aprobación, en
suma de sanción: basta que mi juicio haya sido de alguna manera consagrado
como garante de esos valores respecto de los cuales soy el militante. Por lo
tanto, si puedo ser responsable ante. . ., es ante todo porque mi soberanía
tiene por medida un orden de valores que la ha motivado o que debería
motivarla.

En esta mutua implicación del valor y del poder, la iniciativa procede


alternativamente de uno o del otro. Ora es mi poder el que me aparece en una
disponibilidad exaltante que se busca una causa digna de su consagración, tal
como la disponibilidad del esclavo liberado, ignorante todavía del uso que hará
de ese talento desenterrado33. Se hace un agujero en la historia, se abre un
lugar para lo posible, lo no resuelto se descubre como algo a lo cual puede
imponerse algún valor. Ora, al contrario, es el sentimiento de una misión el que
se apodera de una vida caduca y acaso de un cuerpo débil, y despierta en mí
poderes que no conocía. Las guerras, las revoluciones, las desgracias
domésticas, las vocaciones filantrópicas o religiosas revelan esas situaciones
extraordinarias en que el valor se abre un camino hacia la posibilidad. Tú debes,
luego tú puedes, dice la vocación. Entonces es indispensable abrirse paso con
un hacha en un mundo que no parecía haber previsto el lugar de ese gran
designio. Acaso, por su intransigencia la intransigencia de la Electra de
Giraudoux-, el valor deberá parecer destructivo de una realidad histórica

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obstinadamente no porosa. De manera que ora la posibilidad se busca una
legitimidad y ora la legitimidad suscita una iniciativa para su devoción.

Si ahora se rompe ese pacto primitivo del proyecto, de la determinación de sí


por sí mismo y del valor motivante, el acto del querer que los reúne salta en
pedazos: los residuos desfigurados se llaman acto gratuito, angustia, escrúpulo.

Ya conocemos la angustia del poder-poder, sin proyecto que lo lastre y lo


comprometa; pero el poder sin proyecto es asimismo el poder sin valor; la
misma hiperreflexión que extenúa al poder, impidiéndole determinarse, lo
desarraiga al mismo tiempo de su humus de valores y suspende, con el gesto
de esbozar un futuro determinado, el de fundarse en... En el fondo de esta
detención no hay más que hacer un semi giro para incorporarse al país de los
proyectos y, a la vez, de los valores. Si la vida comienza más allá de la
angustia, este más allá es un retorno al más acá, a la ingenuidad, a una
ingenuidad que hubo de encontrarse muerta por la experiencia de la angustia.

Entonces el acto gratuito puede aparecer como la reacción de la salud al


término de esta reflexión quintaesenciada sobre el poder-ser; hago algo, algo
inútil, acaso vano que, sin tener la densidad de los actos responsables, hace al
menos cristalizar una intención determinada en el enredo de la posibilidad
informe. Pero si el acto gratuito a su vez aflora a nivel de la reflexión homicida,
debe aparecer como desesperación, desesperación de la libertad vil, es decir,
sin valores; es necesario que la reflexión se hunda en ese túnel; pues, por un
movimiento admirable, comparable al descubrimiento del cogito en el fondo de
la duda, el acto gratuito hace aún brillar la invencible relación del decidir y el
motivo; la libertad se afirma apasionadamente a sí misma a causa de sí misma,
por respeto hacia sí misma, celebrándose como su último motivo.

El escrúpulo es la corrupción del querer simétrica con el acto gratuito: se trata


asimismo de una especie de angustia, surgida de una reflexión sin fin sobre el
valor, en la impotencia de la decisión; también ha perdido la ingenuidad del
impulso y del apoyo; el gusano roedor de la reflexión se aplica a corromper la
experiencia del valor que ya no es una impulsión sino un estancamiento. Las
razones son puestas sin cesar en cuestión, mantenidas a distancia y criticadas,
en un raciocinio que permanece en el modo problemático. Ahora bien, esta
angustia del valor procede de otra extenuación de la generosidad original: la
angustia resulta degradada en potencia de dilación; se hace laguna interior,
distancia que escucha, silencio para el valor; pero este armisticio del poder es
una pérdida funesta del impulso: el querer que no se compromete ni se
consagra es asimismo un querer que no adhiere a valor alguno; pues un valor
no se revela verdaderamente sino en el momento en que lo adopto, me apoyo
en él, lo invoco como motivo de... ; así, poder y motivo se corrompen
conjuntamente, testimoniando aún, por su solidaria degeneración, su primitiva
mutualidad. Ausencia de acto, nada de poder, sombra de valor...

Todos nuestros análisis -procedan de la elucidación directa de nociones, de la


exégesis de metáforas reveladoras o del esfuerzo por esclarecer algunas
experiencias fundamentales- concurren a la misma definición de la esencia del
decidir. Decidir es, 1), proyectar la posibilidad práctica de una acción que

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depende de mí; 2), imputarme a mí mismo como autor responsable del
proyecto; 3), motivar mi proyecto por razones y móviles que "historializan"
valores susceptibles de legitimarlo. En particular, el vínculo de la actividad y la
receptividad anuncia el límite fundamental de una libertad que es la de una
voluntad de hombre y no de un Creador.

La entrada en escena del cuerpo y de lo involuntario corporal debe ahora, al


precio del estallido del método, proponernos esclarecer, en el límite de la
objetividad de las esencias, la existencia misma de esta voluntad de hombre,
inclinada por un cuerpo existente, y nutriendo con la duración el acontecimiento
concreto de la elección.

NOTAS

1. Es posible encontrar los lineamien- cuenta de la verdadera naturaleza del


intos de una fenomenología puramente tervalo fenomenológico y no
necesariadescriptiva del querer en D.V. Hilde- mente temporal que separa la
"resolu brand, Die Idee dar sittlichen Nandlung, ción", como acto
voluntario, de la "rea
Jahrbuch für Philosophie und phinome- lizacián". Si bien es cierto que nosotros
nologische Forschung, III; Pfánder, Zui mismos atenuamos este corte
mostrando
Psycho%gie dar Gesinnungen, ibid.; Mo- que por el sentimiento de poder,
el pro
tive und Motivation, 1911,1 (2da. ed., yecto ataca ya lo real.
Leipzig, 1930); Hans Reinar, FreiheiL 3, Cfr. I I Parte, cap. II, 3. Wol%n
und Aktivitát, Niemeyer, Halle,
1927. Se la puede también extraer de los 4. Sobre volición, deseo, orden,
cfr.
trabajos de K. Lewin y de su escuela Shand, Types of Will, Mind, 1897, págs.
(Cfr. más abajo, II Parte, Actuar, cap. 289-325, y Bradley, The definition of
I); se encuentran también análisis precio- wi//' 11I, Mind, 1904, págs. 1 y ss.
(los
sos en Stout, Voluntery action, Mind, tipos volitivos).
1896; Shand, Analysis of attention, 5. Cfr. la noción de esfera de poder
Mind, 1894; Attention and will, a stu- en Pfénder, Phanomenologie des Wo
dy in involuntary Action, Mind, 1895; llens, 1899, 2da. ed. Leipzig, 1930,
págs.
Types of will, Mind, 1987; y, sobre to- 82 Y ss.• Y la noción de Machibereich
en
do, Bradley, The definition of will, 1, Hans Reinar, Freiheit, Wol%n und
AktiMind, 1902, pág. 437 y ss.; I1, 1903, vitát, Niemeyer, Halle, 1927, págs. 31.
pág. 145 y ss.; 111, 1904, pág. 1 y ss.; On 6. 2e. Méditation: Príncipes, I, 9
y 65.
active attention, Mind, 1902, pág. 1 y 7, Husserl, Logische Untersuchunss.;
On mental conflict and imputation,
gen, I y V Estudio.
Mind, 1902, pág. 289 y ss.
2. Cfr. II Parte, cap. I, 1. Definien- 8' Brunot, La pensée et la langue, págs.
557

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do al proyecto como un designar "en va- -573.
cío" parecemos alejarnos de Bradley, 9. Flfánder, Phdnomenologie des
W0que ve en la volición "la auto-realiza- llens: la representación de un hacer,
ción de una idea con la cual el yo se esencial al querer, es "la
representación
identifica" (The definition of will, de un devenir en tanto resulta introduci
Mind, 1, 1902, pág. 437). Pero la defini- do Y acompañado por ese sentimiento
ción de Bradley abraza el conjuntó de los de hacer", pág. 91.
tres momentos que aquí nosotros distin- 10. Bachelard, Dialectique de la
duguimos. Con todo, Bradley no ha dado rée.
11. Cfr. Iil Parte, cap. III. rece poner en juego una causalidad sos
12. El método de introspección ex- Pechosa (Bradley, con todo, 'acepta
que
perimental practicado por Michotte y cuando la ejecución ha comenzado, la
Prüm (le choix volontaire et ses antécé- idea del cambio, realizándose, altera
dent inmediats, Arch. de, Psych., t. X, por contra golpe la apercepción del yo:
dic. 1910) lleva claramente á la iuz esta yo, que soy uno con la idea que trans
conciencia del "soy yo el que-ligada a la forma lo real, soy igualmente
modifi
conciencia de "designar", de "volverse cado). Si sabemos distinguir la causal¡
hacia"; cfr. págs. 132-134. En 187-208 dad y la imputación del yo en sus ac
hay resúmenes de las actas. tos, no hay lugar de oponer esta identificación
de sí mismo al proyecto con /a 13. Cfr. discusión, más adelante, 111 acción
de sí mismo sobre sí mismo, a
Parte, cap. 11, 2, en lo Inconsciente. condición de señalar que bajo su forma
pre-reflexiva esta determinación de sí 14. G. Marcel, Homo viator, Yo y el
mismo está operada "en" el proyecto
Otro, págs. 15 y ss.; Du Refus á l' in- mismo de la acción. Completar con On
vocation, sobre el acto y la persona, mental conflict and imputation, M1
ind,
págs. 139-157. 1902, pág. 289.
15. En tal sentido, Husserl afirma19. P. Valéry, Esbozo de la serpien
que fuera de su implicación en sus ac- Ce.
tos el yo no es un "objeto propio de in- 20, Cfr. los análisis de K. Jaspers
sovestigación": "si se hace abstracción de
su manera de relacionarse (Beziehungs- bre la existencia posible que es
"lo que
weisen) y de comportarse (Verhaltungs- se comporta activamente con
relación
weisen), está absolutamente desprovis- a sí mismo", Philosophie, t. II, pág. 35.
to de componentes eidéticos y tampo- Pero en tal sentido es Heidegger el que
co tiene ningún contenido que pueda ha ido más lejos: "Das seiende, dem es
hacerse expl (cito; es en sí mismo in seinem Sein um dieses Selbst geht,
y pa- verhált sich zu seinem Sein als sainar ra sí mismo indescriptible, yo y
nada
más" (Ideen, I, pág. 160). eigensten Móglichkeit. Dasein ist je seine Mbglichkeit
und es hat sie nicht nur 16. J. Nabert, Eléments pour une noch
eigenschaftlich als ein Vorhan
éthique, pág. 6 denes '. Sein und Zeit, pág. 42. Comen
17. Sobre la noción de toma da po- tando el "es geht um" del texto, Hei

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sición, cfr. Hildebrand,_Die Idee dersi- da99er revela que se trata allí del "ser
ttlichen Handlung, Jahrbuch. que se proyecta hacia su poder-ser más
Husserl, Ideen, I, pág. 236. íntimo ', ibid, pág. 191. Cfr. principalmente
Jean-Paul Sartre, El ser y la
18. Bradley, The definition of will, nada, II Parte, cap. 1 y IV Parte, cap.
11, Mind, 1903, pág. 145 y ss., intenta 1. evitar esta idea de imputación donde
él
ve una trampa del substancialismo y 23. Cfr. más adelante cap. III, III
del voluntarismo; dicho autor hace de Y IV.
la identificación del yo con la idea el 24. Sobre la oposición entre motivo
único criterio de la volición; la idea que y causa, A. Pfánder, Pháhomeno%gie
mi yo produce, opera el cambio --en des Wo1/ens, págs. 98-105, y, sobre to
s íntesis, la idea de una agency- le pa- do, Motive und Motivation, págs. 157
159. En el mismo sentido: Michotte tre el formalismo del deber y el hedo
y Prüm, Le choik vo%ntaire et ses en- nismo (el utilitarismo; etc. y en general
técédents immédiats, págs. 209-210: el afectivismo) del bien; 2. Los aprio
'°la razón, la justificación de la elec- ri materia les ` (no-formales) no tienen
ción ', "la razón de obrar". otra manera de revelarse que los senti
25. Pfánder, Motiva und Motiva- mientos psicológicos y el desenvolvi
tion: "Este acto de apoyarse en algo miento de la historia. Tendremos oca
para la operación de un acto volunta- sión de mostrar la relación entre lo
rio es una acción mental; original. Sólo a Priori y la afectividad individual, en
por ese acto mental de apoyarse resulta particular en el estudio de los
motivos
instituído un vínculo entre fundamen- vitales, en el cap. II. Por el contrario; la
to y acto voluntario y el motivo posi- relación entre lo a priori y la historia
ble se torna un fundamento verdadero rebasa el marco estrechamente psico
del querer", pág. 152. Pfáner propone lógico de ese trabajo; dicha relación es,
"tomar el término motivo únicamente con todo, el problema más importante
en el sentido de funda.mento del quererde la ética: que no ~¡existen invariantes
que exige y entender correlativamente morales a/ lado o poh, encima de los jui
por motivación únicamente la relación cios, de los sentimié!ntos y de las cos
original del fundarnento del querer que tumbres variables, y que sin embargo la
exige al acto volemtario que se apoya
él", pág. 153. historia variable sea elimodo de apare
en cer de los a priori mor~les, tal es lo que
26. Cfr. márs abajo cap. 11 1 y IV. Por habría que mostrar de ',una manera sis
eso no es posible llamar a la libertad y temática para justificart~nuestra expre
a la motiva%ción la "causalidad vista sión de historializaciónl de
los valores.
desde dentro": Schopenhauer, La cuá- Acentuamos más de lo que lo hace
Max
druple raíz !del principio de razón sufi- Scheler esta mediación hecesaria de la
ciente, V1;) , parágr. 43. acción y la historia que 'impide tratar los valores
como si fueran esencias a
27. WY. James se preguntaba a pro- . contemplar. Por ello nos
negamos a en
pósito del amor a sí mismo: Z"Cuál es durecer exageradamente nuestra oposi
el amor que se ama en el amor a sí mis- cíón a la concepción del valor en
J.P.

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mo?" Principles, I, pág. 139: P. Janet, Sartre: no es exagerado decir que desci
que Ici cita, pregunta a su vez: "¿Cuál framos el bien por nuestro propio sa
es el yo que quiere?" De l'angoisee á crificio; una interpretación apriorista
l' Exaase, I, pág. 313; todas estas pre- de los valores puede estirarse hasta all
í. guntas (como la de Claparéde: Does
the will express the entire personali- 29. Sobre la aprobación, Le Senne,
ty?') permanecen en el plano de las rela- Traité de morale, págs. 3.>5-329.
oi,ones inadecuadas del todo a la parte. 30. Los escolásticos distinguían
en tal sentido el juicio especulativo prác 28 Esta fórmula abreviada está li-
tico (no hay que mentir) y el juicio de
bremente inspirada en Max Scheler, practicidad-práctico (le diré todo),
liga
Dar Formalismus in dar Ethik und die do al imperium de la decisión: entre la
materiales Wertethik, Niemeyer, Halle, prescripción abstracta de la regla y la
1927, obra respecto de la cual retene- intimación efectiva de la acción concre
mos dos ideas: 1. Hay un camino en- ta existe la misma distancia que entre

la infima species y el individuo apre- Seelenleib (al yo excéntrico, dice por


hendido hic et nunc. su parte Hans Reinar), que toda tendencia puede
conmover e incluso for
31. Pfánder, Motive und Motiva- zar y embriagar (pág. 155). tion,
distingue el motivo de la simple
tendencia impulsiva por; esta actitud 32. Sobre el "en" y el "recibir": G.
correlativa del querer qué escucha una Marca¡, Du refus á l' lnvocation, págs.
reivindicación: Pfénder llama a éste 119-123'
geistiges Gehór; a este punto de acogi- 33. Cfr. el esclavo liberado en Te
miento, el Seelengeist, y lo opone al rre des hommes de Saint-Exupéry.
Pag 97-98-99-100

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CAPITULO II
LO INVOLUNTARIO CORPORAL Y LA MOTIVACION

Introducción: La existencia corporal en los límites de la eidética

Mi cuerpo sólo es una fuente de motivos entre otras; pero si bien puedo evaluar
mi vida y medirla de acuerdo con otros bienes, él es la fuente más fundamental
de motivos y el revelador de una capa primordial de valores: los valores vitales.
Preferir otros valores -"canjear" como dice Platón, mi vida por la justicia por
ejemplo- no es entonces resolver un debate puramente académico, sino poner
en juego mi propia existencia, sacrificarme. Todo otro valor adquiere entonces
una gravitación, un alcance dramático por comparación con los valores
"historializados” por mi cuerpo.

Mi cuerpo es el que introduce este rasgo de existencia: es el primer existente,


ingenerable, involuntario. Se anima entonces, repentinamente, la relación
abstracta del querer con sus motivos; el paréntesis que protegía a la
descripción pura resulta levantado; el "yo soy" o "yo existo" desborda
infinitamente al "yo pienso".

Pero si, como se ha mostrado en la introducción, la descripción pura que


permanecía aún en el nivel de una objetivación de las estructuras del cogito
debe resultar trascendida, con todo, no se la debe transgredir; la vocación del
entendimiento sigue siendo la de comprender lo más posible. Por esa razón la
relación de lo involuntario corporal y la voluntad debe quedar esclarecida a la
luz de las relaciones comprendidas entre motivo y proyecto. Mi hambre, mi sed,
mi temor al dolor, mi apetito de música, mi simpatía, se refieren a mí querer
bajo la forma de motivos. La relación circular del motivo y el proyecto exige que
mi cuerpo sea reconocido como cuerpo-para-mi-querer y mi querer como
proyecto-que-se funda (en parte) en-mi-cuerpo. Lo involuntario es para la
voluntad y la voluntad es en razón de lo involuntario. La descripción pura nos
arma por lo tanto contra los prejuicios del naturalismo y contra su explicación
irreversible de lo superior por lo inferior.

Pero esclarecer no es comprender, dominar, una estructura. Lo involuntario


corporal no es sólo la ilustración de las puras relaciones descriptas por la
eidética, sino que trasciende todo discurso. Nuestras necesidades, en todos los
sentidos del término, son la materia de nuestros motivos. Ahora bien, nuestras
necesidades no sólo son opacas al razonamiento que quisiera deducirlas a
partir del poder de pensar, sino también a la claridad de la reflexión.
Experimentar es siempre más que comprender. No es que el hambre o la sed
no se presten a ninguna claridad de la representación; al contrario, en ella la
necesidad se consuma y significa, entra en el ciclo de la voluntad; pero lo hace
más acá de la representación, la afectividad resta incapturable y propiamente
incomprensible. La afectividad es, en general, el lado no transparente del cogito:
Decimos bien: del cogito. La afectividad es aún un modo del pensamiento en el
sentido más amplio; sentir es aún pensar, pero el sentir ya no es representativo
de la objetividad sino revelador de la existencia; la afectividad devela mi
existencia corporal como el otro polo de toda existencia tosca y densa del

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mundo. Dicho de otra manera, por el sentir el cuerpo propio pertenece a la
subjetividad del cogito. ¿Pero cómo alcanzar al sentir en su pureza? Todo
ensayo de prolongar la conciencia de sí mismo a las regiones tenebrosas de la
necesidad es hasta cierto punto engañoso. Una introspección del cuerpo es
una apuesta. Sería necesario descender más acá del juicio en todas sus
formas, en indicativo, en imperativo, en optativo, etc., es decir más acá del yo
que se orienta en la existencia y toma posición, más acá incluso de la
representación que reviste a la necesidad con su intención objetiva. Hemos de
confesar que esta regresión sólo puede ser fingida, sugerida por una suerte de
torsión, de regresión e incluso de renegación de la conciencia clara que intenta
ir más allá del límite de su propia extenuación 1.

Esta opacidad de la afectividad nos invita a buscar en la objetivación de la


necesidad y de la existencia corporal la luz que el cogito se rehúsa a sí mismo.
Todo nos invita a tratar la vida involuntaria como un objeto, del mismo orden
que las piedras, las plantas y los animales. El hecho mismo de que la voluntad
se sienta investida por la necesidad la hace oponerse a veces violentamente a
ésta como para expulsarla de la conciencia, la pone a mitad de camino entre la
conciencia y la cosa extraña, el estoicismo va hasta el fin de ese movimiento y
trata al cuerpo como extraño. Ahora bien, el vínculo que la necesidad instituye
entre mi cuerpo y las cosas confirma esta tentación; nutrirme es situarme en el
grado de realidad de las cosas respecto de las cuales me encuentro en
dependencia; al mismo tiempo que las transformo en mí mismo, me atraen al
plano de los objetos y me insertan en los grandes ciclos de la naturaleza -ciclos
del agua, del carbono, del nitrógeno, etc. Este aspecto de las cosas se impone
no sólo al espectador, sino también al que experimenta la necesidad: las
técnicas por las cuales cuido mi cuerpo lo asimilan a una máquina que uno
repara. La necesidad subraya entonces la ambigüedad esencial del cuerpo: por
una parte el sentir lo integra a la subjetividad, pero por la otra el cuerpo es
nuestra intimidad librada al espectáculo, ofrecida, expuesta entre las cosas y
expuesta a las cosas; tal es la tentación del naturalismo, la invitación a librar la
experiencia del cuerpo de su índice personal y a tratar al cuerpo como a los
otros objetos. Y si progresivamente toda la conciencia queda amenazada por
ese tratamiento objetivo, es en última instancia porque así el cuerpo resulta
mejor conocido que en la intimidad de la conciencia de sí mimo. El hecho
central y primitivo de la encarnación es a la vez la primera localización de toda
existencia y la primera invitación a traicionarla.

Pero como contrapartida, si la opacidad de la afectividad invita a tratar lo


involuntario corporal como un objeto, el fracaso de esta objetivación nos debe
conducir al centro de la conciencia para intentar desde allí la apuesta de una
introspección del cuerpo propio en el límite de la inteligibilidad. Nunca
señalaremos lo suficiente hasta qué punto la realidad de la necesidad resulta
traicionada por la psico-fisiología. La descripción' de la necesidad será una
ocasión excelente para poner a prueba los esquemas corrientes y para
substituírlos por aquella relación de diagnóstico, que invocamos en la
introducción, entre el conocimiento objetivo del cuerpo y la experiencia viva del
cogito encarnado. No conozco la necesidad desde fuera, como un
acontecimiento natural, sino desde dentro como necesidad vivida y, en rigor,
por simpatía, como tuya; pero obtengo el diagnóstico objetivo a través del

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empobrecimiento de la sangre y de los tejidos, en las reacciones motrices o
glandulares de este empobrecimiento. Por una parte, el paralelismo tiende, de
manera inevitable, a explicar la conciencia por el cuerpo; pero también nos
invita a ello el uso de la vida: con mucha frecuencia es necesario obrar y basta
con hacerlo sobre el cuerpo como cosa para cambiar la experiencia que
tenemos de él; por otra parte, la relación de diagnóstico, que relaciona el
conocimiento objetivo del cuerpo con la apercepción del cogito, opera una
verdadera revolución copernicana: ya no es más la conciencia el síntoma del
cuerpo-objeto, sino que el cuerpo-objeto resulta el indicador del cuerpo-propio
del cual el cogito participa como de su existencia misma.

Se comprenderá este lenguaje si uno subraya que el problema nunca es


vincular la conciencia (sujeto) con el cuerpo (objeto). La vinculación entre la
conciencia y el cuerpo ya está operada y vivida en el seno de mi subjetividad y
de tu subjetividad; es la adherencia de la afectividad al pensamiento; e incluso,
como descubriremos poco a poco, todas las relaciones de lo involuntario y el
"yo quiero", en la forma de motivos, de órganos de acción o de necesidad
vivida, son otros tantos aspectos de esta vinculación, de esta inherencia del
cuerpo propio al cogito. La unión del alma y del cuerpo debe ser perseguida en
un único universo de discurso: el de la subjetividad del "yo pienso" y del "tú
piensas". Entonces el problema plantea relaciones, no de dos realidades,
conciencia y cuerpo, sino de dos universos de discurso, de dos puntos de vista
sobre el mismo cuerpo, considerado alternativamente como cuerpo propio
inherente a su cogito y como cuerpo-objeto, ofrecido entre otros objetos. La
relación de diagnóstico expresa ese encuentro de dos universos de discurso.

Tal es pues nuestra tarea: intentar esclarecer la experiencia de lo involuntario


corporal en el límite de una eidética de la motivación y en tensión con un
tratamiento objetivo y empírico del cuerpo.

I. La necesidad y el placer

Lo involuntario corporal no es más que una fuente de motivos entre otras; a su


vez, la necesidad en el sentido estricto sólo es una parte de lo involuntario
corporal. Nuestra búsqueda comportará por lo tanto tres ciclos: 1) la necesidad
en el sentido estricto, 2) el imperio de lo involuntario corporal, 3) la ubicación de
los valores ilustrados por el cuerpo, entre los otros valores motivantes. Esta
ampliación progresiva del análisis debe confirmar, por contraste con la
diversidad material de las tendencias, su comunidad formal o eidética como
motivo.

1: Naturaleza de la necesidad

Admitimos con Pradines que la necesidad en el sentido estricto se relaciona


con la actividad de asimilación alimentaria o sexual. Es el apetito. Adoptamos
pues la distinción instituida por tal autor entre dos grandes formas de nuestra
vida de relación: según la primera el viviente tiende a apropiarse y asimilar
cosas o seres que completan su existencia y que como tales le son congéneres
(el alimento, el líquido, el otro sexo); según la segunda, en la función de
defensa, tiende a expulsar fuera de sí lo que amenaza su existencia y que

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como tal le resulta extraño. Más adelante deberemos mostrar por qué el
lenguaje corriente habla de necesidad en un sentido más amplio: necesidad de
luz, de música, de amistad, etc.; de entrada parecería que esta extensión del
sentido se sustenta en dos razones: las necesidades en el sentido amplio
tienen una semejanza material con los apetitos por la nota de falta que
comportan y por la revelación afectiva generalizada de una laguna en el
corazón de la existencia; por otra parte, el término necesidad tiende a cubrir el
campo de la motivación y a designar la forma común a todos los motivos, nos
referimos al inclinar sin obligar.

Vamos pues a hundirnos en la afectividad pura para esclarecer desde allí los
rasgos obscuros por los cuales la necesidad (en el sentido estricto) se presta a
la motivación.

El apetito se da como una indigencia y una exigencia, una falta experimentada


de... y una impulsión orientada hacia... Falta e impulsión son vividas en la
unidad indivisa de un "afecto" (diríamos afección, si la palabra no perteneciera
por otra parte al lenguaje de los sentimientos intersubjetivos; tampoco decimos
estado afectivo, pues la palabra implica reposo y detención; en tal sentido, sólo
la saciedad sería un estado). Precisemos: falta e impulsión son vividas en la
unidad de un afecto activo, por oposición al placer y al dolor, que, al contrario,
son afectos sensibles. La necesidad es un afecto en cuanto es, por completo,
una indigencia que por su impulso tiende hacia lo que la llenará.

¿Pero qué es lo que le falta? ¿Hasta qué está tendida? Aquí la reflexión debe
convertirse a lo más obscuro y hacerse pura experiencia de la falta y de la
impulsión, más acá de toda toma de posición del querer e incluso de toda
representación de la cosa ausente.

En esta regresión hacia la pura vida, presentirnos una falta y una impulsión que
no son aún la orientación era percepción, en imagen o en concepto, hacia algo.
No se trata, con todo, de una falta cualquiera, de un impulso cualquiera, sirvo
de una falta especificada, de un impulso orientado. Estoy vuelto hacia lo otro,
hacia un otro especificado, sin que, a pesar de esto, esta orden se dé en una
representación, o de alguna otra manera. La falta de la que sufro, que sufro,
tiene un contorno, como la palabra que tengo en la punta de la lengua y que
reconoceré cuando, luego de separar las palabras que no convienen a esa falta,
reencuentra aquélla que llene el hueco de mi búsqueda. Su objeto no está allí,
ni en la carne, pues debe ser buscado, ni en retrato pues no está dado de
ninguna manera, ni siquiera "dado-ausente'', como dice J. P. Sartre respecto a
lo imaginario; imaginar es figurarse lo ausente, no carecer de él. Un dato
(presente o ausente) es siempre relativo a un don, es decir a un hallazgo que
es como una gracia. Puede verse con qué prudencia debe decirse que la
necesidad anticipa afectivamente el alimento, el agua, etc. . . . poseyendo
sobre ellos una "prenoción orgánica" 2; esas expresiones se encuentran ya en
el registro de la representación. Todavía no hay agua, ni hay pan. Pero más
acá de la representación sólo es posible hablar negativamente de esta
ansiedad electiva; esta ausencia especificada, tomada por debajo de la
representación de su objeto, no es más que la impulsión, y esta impulsión,

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tomada más acá del movimiento asumido por el querer, no es más que una
ausencia inquieta y alerta, una falta orientada y activa.

Por lo tanto, diremos negativamente que la necesidad no es una sensación


interna. Ante todo, la expresión "interna" no da cuenta de la dirección hacia lo
otro que es esencial a la necesidad y que atestigua que es, como todo acto del
cogito, conciencia de. . . Cuando tengo hambre, estoy en ausencia de... en
impulsión hacia...; aun sin la representación del pan, mi hambre me conduciría
fuera de mí. Además, la expresión "sensación" sacrifica el carácter tensionado
de la necesidad; brevemente, sacrifica lo que hace a la originalidad de un
afecto activo. Es posible explicar fácilmente la tendencia de la mayoría de los
psicólogos a considerar la necesidad como una sensación interna; por una
parte, la descomposición de dicha necesidad en dos elementos, una sensación
y un movimiento, permite aplicarle el cómodo esquema "excitación-reacción";
se hablará entonces de una excitación interna como quien habla de una
excitación externa dando a la pretendida sensación una función de estímulo;
pero, sobre todo, este lenguaje defectuoso sugiere una hipótesis paralelista:
uno imagina que la sensación es el doblete de ciertos procesos fisiológicos que
constituyen el verdadero excitante de la reacción motriz; se dice de buen grado
que el hambre "traduce" en la conciencia la carencia orgánica, que atrae
movimientos nacientes o tendencias 3. Ahora bien, es falso que la necesidad
sea la sensación de una carencia orgánica completada por la sensación de un
movimiento naciente; este enunciado procede de un puro prejuicio de método
según el cual lo afectivo sería la conciencia de lo fisiológico, a la manera de
una traducción en otra lengua. Los autores de ese lenguaje confiesan por otra
parte que esta traducción es perfectamente ininteligible, con una ininteligibilidad
muy diferente de la que se une a, la afectividad como tal, con una
ininteligibilidad que no hace fracasar al pensamiento en los confines de una
experiencia viva: en efecto, esta "traducción" carece de sentido en el lenguaje
objetivo y no resulta vivida por el sujeto. La absurdidad del paralelismo reside
en buscar algún pasaje entre el conocimiento empírico del cuerpo-objeto y la
conciencia, y en afirmar que ese pasaje es de naturaleza objetiva, aunque
permanezca desconocido. Hay que eliminar este prejuicio, no sólo en general
sino también en cada caso particular. La necesidad no es una sensación que
traduce una carencia orgánica y que estaría seguida por una reacción motriz.
No es sensación, ni reacción; es una falta de... que es una acción hacia... La
descripción tiene por lo tanto por tarea primera rescatar de esta aberrante
objetivación la intencionalidad de la necesidad subrayada en la expresión falta
de...; esta intencionalidad excluye la posibilidad de que la necesidad traduzca
en la conciencia una carencia orgánica. La necesidad de. . . no me revela mi
cuerpo, sino a través de él, lo que no se encuentra allí y que me falta; no siento
contracciones y secreciones; me uno a mi cuerpo globalmente como falta de...
Ni la turbación orgánica, ni los movimientos son aquello de lo que tengo
conciencia; son el diagnóstico objetivo y empírico de una experiencia afectiva
que pertenece al pensamiento, es decir al cogito integral; esta experiencia
afectiva, como toda cogitatio; tiene una orientación; yo-cuerpo estoy implicado
sólo como el polo-sujeto del afecto.

La descripción tiene por segunda tarea esclarecer la indivisión de la falta y la


impulsión. De todas maneras, el esquema "estímulo (externo-interno)-reacción"

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está fuera de cuestión: si la necesidad es una acción, no es una re-acción sino
una pre-acción, anterior de derecho a la sensación y al placer que anunciarán
que la falta está en vías de ser llenada. Pero también habría que poder
descubrir la necesidad como afecto activo más acá de la disyunción naciente
entre la falta y la impulsión. Aquí es donde resulta más difícil respetar la
intimidad. La mencionada disyunción no carece de razón: está subrayada, en
un nivel superior, por la disociación entre la representación que esclarece la
falta en cuanto a su propio objeto y el movimiento voluntario que toma por su
cuenta la impulsión. Tomando posición, la voluntad termina de escindir la
experiencia de la necesidad: si la impulsión puede resultar dominada por la
voluntad, la falta permanece, por su parte, definitivamente incoercible: puedo
no comer, no puedo dejar de tener hambre. Pero, por debajo de ese clivage
instituído por la representación y la voluntad, se diseña una falla en la
experiencia de la necesidad. En efecto, las sensaciones dolorosas o pre-
dolorosas se mezclan con la necesidad y la sobrecargan de sensaciones
internas con relación a las cuales la impulsión de la necesidad parece una
reacción segunda. Ahora bien, resulta extremadamente difícil situar
correctamente esas sensaciones con relación a la falta y a la impulsión indivisa
que afectan al individuo en su integridad. Soy yo, en toda mi integridad, el que
soy apetito; pero al mismo tiempo se localiza un malestar en las regiones que
resultarán afectadas por la satisfacción final o por el hallazgo que preludiará,
por el placer sensorial, al goce profundo. Esta localización del malestar y del
dolor, que complica el reclamo de la necesidad, no debe ocultar la naturaleza
ilocalizable de esta última 4. Encontramos aquí sobreimpresos dos aspectos
paradojalmente ligados a la existencia corporal: indivisible en el apetito,
divisible en el dolor y en general en las sensaciones internas; éstas refieren la
necesidad a un volumen dispar del cuerpo propio; dichas sensaciones no son
más que afectos sensibles que ilustran la variedad orgánica, a diferencia del
afecto activo que es mi vida no localizada y no dividida, mi vida abierta como
apetición de lo otro.

Tenemos pues oportunidad de estrechar un poco más la naturaleza de la


necesidad, distinguiéndola del dolor que con frecuencia la complica; el afecto
activo resulta, por otra parte, duplicado por afectos sensibles que se ejecutan
sobre todo el teclado de lo agradable y lo desagradable, desde cierta alegría
del apetito hasta la ansiedad extrema y el frenesí (de la dipsomanía, por
ejemplo). Pero, incluso aquí, esta angustia nunca carece de dolor. Pradines ha
insistido vivamente en esta disyunción que él interpreta, con gran seguridad, de
manera biológica y de manera funcional: el dolor se encuentra ligado a una
agresión externa, es decir a la intersección del viviente y de las fuerzas de la
naturaleza; por ello suscita una rea-cción que separa o expulsa al agente hostil.
A1 contrario, la falta penosa es inherente a la necesidad; precede al encuentro
de lo otro; va hacia dicho encuentro; se trata de una falta que pre-obra; por ello
de ningún modo puede quedar asimilada a un reflejo frente al dolor, a una
aversión disfrazada 5.

La necesidad se distingue de una sensación de agresión, a la vez que de un


reflejo frente a la agresión; dicha distinción es capital para nuestra
interpretación de lo involuntario. Nunca insistiremos lo suficiente en que el
reflejo es inasimilable a la voluntad y debe permanecer como un cuerpo

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extraño en la conducta responsable del individuo. Al contrario, hace a la
esencia de esta impulsión, indiscernible de la falta, el no ser un reflejo, el no
desencadenarse de manera irreprimible, sino el poder quedar "suspendido"
(según una expresión de P. Janet). La impulsión, en cuanto no es un
automatismo reflejo, puede devenir un motivo que inclina sin obligar y posibilita
que existan hombres que prefieren morir de hambre antes que-traicionar a sus
amigos.

2. Las necesidades como motivos

Librado a mi cuerpo, sometido al ritmo de mis necesidades, no dejo sin


embargo de ser un yo que toma posición, que evalúa su vida, que ejerce su
imperio -o que se embelesa y se liga a una servidumbre por la cual pierde todo
prestigio.

¿Cómo puedo ser, ante mis necesidades, una voluntad?


Por una parte, es necesario que la necesidad se preste a una relativa
integración en la unidad de la conciencia. La descripción pura nos invita a
plantear la cuestión de la siguiente manera: ¿por qué rasgo puede la necesidad
ser un motivo a partir del cual el querer se apoye determinándose? Es
indispensable entonces situar nuestro estudio en el cruce de este doble análisis,
uno de los cuales se dirige a la forma del motivo, mientras que el otro lo hace a
la materia afectiva de la necesidad tal como se nos ha aparecido.

Nuestra experiencia vital cotidiana nos asegura que no estamos planteando un


falso problema; nuestra sabiduría se encuentra en buena parte en la
encrucijada de nuestra voluntad y nuestras necesidades. El hombre es hombre
por su poder de afrontar sus necesidades y, a veces, de sacrificarlas. Ahora
bien, tal cosa debe ser constitucionalmente posible, es decir debe encontrarse
inscripta en la naturaleza misma de la necesidad. Si bien no soy el amo de la
necesidad como falta, con todo puedo repelerla como razón de obrar. En esa
experiencia extrema el hombre muestra su humanidad. Incluso la vida más
trivial esboza ya ese sacrificio: lo que se ha dado en llamar la "socialización de
las necesidades" supone que la necesidad se preste a la acción correctiva
ejercida sobre ella por las exigencias de una vida propiamente humana
(costumbres, reglas de cortesía, programa de vida, etc.) Pero la más
reveladora es la experiencia del sacrificio; los relatos de expediciones a las
regiones de sed o de frío, los testimonios de combatientes, son la larga
epopeya de la victoria sobre la necesidad. El hombre puede elegir entre su
hambre y otra cosa. La no-satisfacción de las necesidades puede no sólo ser
aceptada, sino también sistemáticamente elegida: el que estuvo sin cesar ante
la elección entre una denuncia y un trozo de pan prefirió el honor a la vida; y
Gandhi eligió no comer para quebrar a su adversario. La huelga de hambre es
sin duda la rara experiencia que revela la naturaleza verdaderamente humana
dé nuestras necesidades, tal como, en cierto sentido, la castidad (monacal u
otra) constituye la sexualidad como sexualidad humana. Estas situaciones
extremas son fundamentales para una psicología de lo involuntario. La
necesidad puede por lo tanto ser un motivo entre otros.

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Pero la adherencia de la necesidad a la existencia corporal más insujetable no
puede hacer de ella un motivo como los otros. Constituye la espontaneidad
primordial del cuerpo; como tal es un revelador original e inicial de valores que
lo colocan aparte de todas las otras fuentes de motivos. Por la necesidad
aparecen valores sin que el yo, en tanto generador de actos, los haya puesto:
el pan es bueno, el vino es bueno. Antes de querer, ya estoy solicitado por
algún valor, por el solo hecho de existir como encarnado; ya hay por el mundo
alguna realidad que se me revela a través de la falta, este reclamo que se
eleva desde mi indigencia es la señal de una primera erección de valores que
no he engendrado. La receptividad del querer con respecto a los valores
encuentra aquí su primera expresión: la necesidad significa que un sistema de
valores es indeducible de una exigencia puramente formal de coherencia
consigo mismo, o de un puro poder de auto-posición de la conciencia. El primer
indeducible es el cuerpo como existente, es la vida coma valor. Señal de todos
los existentes, el cuerpo es el primer revelador de valores. El pasaje de la
lógica analítica a la dialéctica sintética no puede llenar la distancia que separa
la afirmación pura de sí mismo de esta ansiedad existente por la cual el pan y
el vino son originalmente buenos. El misterio del cogito encarnado vincula el
querer a esta primera capa de valores por la cual la motivación comienza.

¿Bajo qué condiciones la necesidad puede ser un motivo, si no como los otros,
al menos entre los otros?
Nombraremos ante todo una condición negativa (que aquí no podremos
desarrollar, pues se encuentra en la intersección del problema de la motivación
y el problema de la ejecución motriz). Una necesidad sólo puede convertirse en
un motivo si la conducta que asegura la satisfacción de la necesidad no es un
automatismo inevitable.

Tal es precisamente la conducta que se engrana con la necesidad: no se trata


de un reflejo. Esta afirmación ya es válida respecto al animal, pero en el
hombre resulta acentuado ese carácter suspendible de la acción. En la
segunda parte mostraremos que las conductas vinculadas a la necesidad
poseen una doble regulación, por signos percibidos y por tensiones surgidas de
la propia necesidad; veremos asimismo que dichas conductas no son acciones
de montaje rígido. Podremos también observar cómo estos caracteres
fundamentales hacen posibles los "saber-hacer" que ostenta el querer.
Agreguemos que la suspensión de la acción está favorecida por cierta
regresión del animal al hombre, sufrida por los saber-hacer ya mencionados.
En el animal poseen una complejidad considerable, una adaptación
espontánea, si no infalible, al menos suficiente en el medio normal
característico de una especie dada; dichos saber-hacer relativamente perfectos
y no aprendidos son los instintos; no dejan prácticamente ningún problema vital
sin resolver y dispensan de la invención; hacen del animal un problema
resuelto sin cesar (no hay necesidad, para afirmarlo, de aceptar la
inmutabilidad e infalibilidad que los antiguos autores atribuían al instinto, ni de
recurrir a una realidad distinta de la que suministra la descripción empírica).
Son esas conductas instintivas las que se encuentran en regresión en el
hombre. Este, cuantitativamente, tiene más instintos, si tenemos en cuenta las
nuevas ansiedades e impulsiones que inventa; pero es menos instintivo, si se
atiende a la disolución de esas conductas no aprendidas, espontáneamente

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adaptadas al medio. Lo típico es que el hombre deba aprender prácticamente
todas las conductas fundamentales, a partir, sin duda, de cierto saber-hacer
preformados, pero que permanecerían evasivos si no resultaran consumados
por una técnica aprendida. Esta indigencia motriz abre un curso ilimitado a la
invención, y ante todo al conocimiento, al lenguaje, a los signos, que orientan
nuestros gestos conforme al estilo de una civilización.

Esta plasticidad de los saber-hacer desde el simple punto de vista motor nos
revela al mismo tiempo la condición positiva de nuestro imperio sobre la
necesidad: la representación, el saber aprendido regula la conducta
propiamente humana surgida de la necesidad. Dicha conducta es la que, ante
todo, despierta la necesidad a la conciencia de su objeto y la eleva a la
dignidad de motivo para un querer posible.

Estamos por lo tanto invitados a buscar en la imaginación -en la imaginación de


la cosa ausente y de la acción en dirección de la cosa- el entrecruzamiento de
la necesidad y del querer.

Pero para entender correctamente cómo puede una imagen consumar la ciega
experiencia de la necesidad, hay que comprender ante todo la función de la
percepción que la imaginación da como alternativa en ausencia de la cosa; en
efecto, si la falta precede de derecho a la percepción, la imaginación, también
de derecho, es posterior a ella: la imaginación no puede sobrecargar la
intencionalidad de la necesidad si la percepción no le ha enseñado su objeto y
el camino para alcanzarlo. En efecto, es la percepción la que muestra el
alimento, el líquido, etc. Ciertamente, como ya hemos dicho, la necesidad
reducida a sí misma no carece, con todo, de intencionalidad; la falta y el
impulso están especificados (la carencia orgánica, que es su índice objetivo, es
una laguna electiva); pero, principalmente en el hombre, si el conocimiento del
objeto y de los medios no vinieran a esclarecer la falta, la necesidad restaría
una aflicción vagamente orientada. La experiencia, realizada al menos una vez,
de la satisfacción de la necesidad constituye dicho conocimiento. La misma no
se sitúa en el fin del ciclo de la necesidad, cuando el objeto poseído y
consumido se pierde en el cuerpo, sino antes de dicho fin, en el momento del
hallazgo sensorial, cuando el objeto es aún una presencia distinta del cuerpo.
La imaginación evocará ese precioso momento; pero el momento de la
posesión y del goce, llenando la necesidad, suprime la representación, pues
sólo hay representación a la distancia (esto último también puede decirse del
tacto que guarda una posición periférica y de avanzada con relación a las
vísceras). "Como el fruto se funde en goce como cambia su ausencia en delicia.
En una boca donde su forma se muere. . ." 6.

Cuando el objeto de la necesidad está presente a nuestros sentidos, y


principalmente a distancia de vista y de oído, entonces constituye un excitante,
es decir, constituye la promesa de un goce y, anunciando la próxima plenitud
del ser, conduce la necesidad al tono de la acción. La presencia aumenta la
falta, pues muestra el término de la necesidad sin otorgarlo, y en tal sentido el
goce ya no será falta ni ausencia, ni siquiera presencia, sino unión. Ahora bien,
al mismo tiempo que la presencia despierta la necesidad, le da una forma,
forma de objeto.

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Ese es el hecho decisivo: la necesidad que ha conocido su objeto y su itinerario
ya no será sólo una falta y una impulsión que se elevan a partir del cuerpo, sino
un reclamo que viene de afuera, de un objeto conocido; no sólo estoy
empujado fuera de mí a partir de mí mismo, sino atraído fuera de mí a partir de
algo que está allí en el mundo. De ahora en adelante, la necesidad tiene
realmente un objeto conocido que pertenece a la configuración perceptible del
mundo. El mundo se encuentra poblado de signos afectivos que se unen a las
cualidades propiamente sensibles y que se convierten en indiscernibles de
ellas. Esos "caracteres del reclamo" flotan sobre las cosas, sobre la presencia
percibida de las exigencias de la necesidad. La presencia se convierte en luz
para la falta; ya no es posible separar, en la percepción total, lo afectivo y lo
propiamente aparatoso. De tal manera, la necesidad encuentra un lenguaje: los
adjetivos que alimentan a las proposiciones atributivas (grande, liviano,
delicioso, etc.) son, de manera indivisible, la expresión de la percepción y de la
afectividad. Cada vez la necesidad ingresa más adentro en la esfera del juicio:
puede decirse algo del lado del objeto al mismo tiempo que se experimenta, en
el polo opuesto del sujeto, la existencia pesada y opaca del cuerpo afligido.

A partir de esta mezcla de la percepción y la necesidad es posible comprender


la función capital de la imaginación en la bisagra de la necesidad y el querer. El
motivo afectivo fundamental ofrecido por el cuerpo al querer es la necesidad
prolongada por la imaginación de su objeto, de su itinerario, de su placer y de
su saciedad: lo que llamamos corrientemente deseo de... anhelo de... Si la
imaginación puede jugar tal función, es porque ella misma constituye,
contrariamente a la opinión psicológica corriente, una orientación intencional
partiendo de la ausencia, una elevación de la conciencia por encima de la nada
de realidad, y no una presencia mental 7. Intencional como la percepción, la
imaginación en cuestión puede, como la percepción antes mencionada,
perfeccionar la intencionalidad virtual de la necesidad: la ausencia da forma
-viva y vana- a la falta.

Desde esa perspectiva lo imaginario es heredero de lo percibido. "Presentifica",


como dice Husserl, las propiedades. Sobre lo imaginario aparecen los
caracteres de reclamo de la necesidad. De tal manera, lo imaginario esclarece
a la necesidad con respecto a su significación, le muestra su objeto como otra
cosa que no es ella, lo pinta por una suerte de cuasi-observación, como dice J.
P. Sartre. Si bien difiere de la observación inagotable de una cosa presente,
encontrándose limitada por el saber anterior, la cuasi-observación del objeto
ausente es, con todo, la luz de la necesidad, tal como ocurría con la presencia
misma del objeto.

Ahora bien, lo notable es que lo imaginario sea esta luz en ausencia del objeto,
por lo tanto, antes de un nuevo hallazgo y posesión. El hambre se hace
necesidad de pan en ausencia del pan, en la indivisión de una falta
experimentada y de una ausencia cuasi observada.

Ciertamente, podrá objetarse que lo imaginario es la nada, la ausencia pura, la


existencia anulada, y que no puede por lo tanto jugar la función prospectiva en
el anhelo, tan perfectamente intra-mundano, de la necesidad. Pero sin duda, la
imaginación no se encuentra enteramente reducida a una función de evasión y

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desmentida del mundo. La imaginación es asimismo, y acaso ante todo, un
poder militante al servicio de un sentido difuso del futuro, por el cual
anticipamos lo real por venir, como un real-ausente sobre el fondo del mundo.
Por eso la imaginación puede mediatizar la necesidad y el querer,
encontrándose ambos abiertos al porvenir del mundo: el segundo para abrir en
él nuevos posibles, la primera para esperar de él un fruto que sea
simultáneamente conquista y hallazgo. Todo nos conduce hacia adelante de
nosotros mismos y en un mundo irresuelto y pleno de promesas y amenazas.
La imaginación va puntualizando esta doble anticipación del proyecto y el
anhelo. La imaginación que `anula" perfectamente y que nos transporta "a otra
parte" -en esa otra parte que el exotismo busca más allá de los lejanos
océanos y que la mayoría de las veces resulta representada en una escena de
teatro y evocada por un personaje novelesco-, esta imaginación es una
imaginación de lujo, una imaginación estética conquistada sobre la imaginación
indigente que no pinta la pura nada de presencia, sino una presencia
anticipada y aún ausente en las cosas, que la falta nos hace sufrir. Esta última
necesidad es la lámpara que ponemos delante de nosotros para esclarecer la
falta de una ausencia mundana, la necesidad que confiere, como contrapartida,
a lo imaginario un color carnal y anhelante, mucho más acá de las creaciones
estéticas que desorientan.

Podrá incluso objetarse que esta síntesis de la necesidad y la imaginación en el


deseo altera profundamente la necesidad: en efecto, la imaginación no se limita,
como la percepción, a mostrar a la necesidad su objeto ausente, sino que
también la fascina y seduce. Desde Montaigne y Pascal, los moralistas han
señalado esta potencia engañosa de lo imaginario que imita la presencia y la
satisfacción y fascina la conciencia. Todavía no estamos en condiciones dé
comprender dicha potencia de fascinación salida de la imaginación; ante todo,
porque todavía no hemos atendido al placer y al carácter particular que adopta
la imaginación cuando anticipa no sólo una presencia objetiva, sino un placer o
un dolor; y sobre todo, porque para nosotros la imaginación es además el punto
de aplicación privilegiado de lo que en la siguiente obra llamaremos la falta; la
falta se encuentra por una parte en el ligarse a la nada; la vanidad "que se
extiende a todas las cosas" es esta cautividad en la que nos encontramos a la
vez como carceleros y como detenidos: pero resulta también proyectada fuera
de nosotros, como la nada que atrae, seduce y encadena, como un elixir
embrujado que bebemos con el mundo. El encanto de la imaginación, la
potencia mágica de la ausencia nos parecen pertenecer a una conciencia
culpable, a una conciencia que ya ha caído en la tentación. Pero no existe en el
hombre potencia capaz de encadenarlo; todo lo involuntario es por la libertad y
la conciencia sólo puede ser esclava de sí misma. Intentaremos por lo tanto
poner entre paréntesis esta fascinación por la imagen, no sin mostrar al pasar
cómo la necesidad, hechida por lo imaginario, se presta a ese vértigo: lo
haremos introduciendo el rasgo decisivo del análisis del deseo: la anticipación
del placer.

Por lo tanto, si nos remontamos hasta la raíz de lo imaginario, más acá de su


magia, hasta su poder de mostrar el objeto cuyo reclamo sólo es el eco de
nuestras necesidades que resuena en el mundo, alcanzaremos la pura
representación de la ausencia.

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Ahora bien, la ausencia no está representada sino con base en un saber que
da un armazón intelectual a lo imaginario; sólo me imagino lo que sé por
haberlo aprendido o inventado. Ciertamente, a diferencia del pensamiento
abstracto que designa en el vacío y que puede carecer de imagen, la
representación imaginativa es un pensamiento que designa su objeto de
manera sensible, embelleciendo el saber con movimientos nacientes, con
esbozos afectivos (que comentaremos inmediatamente) que figuran en imagen,
aunque ausente, al objeto 8: no debe perderse de vista ese carácter sensible de
la imaginación. Pero el núcleo de sentido de la imaginación sigue siendo el
saber; por eso el deseo de pan y de agua se encuentra arrebatado hacia la
esfera de los juicios virtuales, en la región del discurso acerca del fin y los
medios; por lo tanto, en el campo cerrado de la motivación. Como saber, la
imaginación hincha nuestros deseos y es susceptible de caer bajo el imperio de
la voluntad y, ante todo, nuestra propia vida puede resultar evaluada. Todo
nuestro poder sobre los deseos conducirá a ese momento representativo.

3. La imaginación del placer y el valor

Nuestro anterior análisis mantuvo en reserva el elemento más importante del


deseo, ya que es la anticipación del placer la que da su matiz afectivo completo
a la imagen del objeto y enriquece de una manera nueva la pura aflicción de la
necesidad.

La imaginación del placer, tal como ocurría con la imaginación del objeto y de
los medios para alcanzarlo, debe comprenderse a partir de la propia
experiencia del placer. El paralelismo de los análisis es tanto más estrecho
cuanto el placer resulta más contemporáneo de la percepción.

En efecto, como la percepción, el placer es posterior de derecho a la tensión de


la necesidad: la actividad es primera con relación a la sensibilidad; no hay
autonomía del placer; el mismo es el índice de una necesidad en vías de
satisfacción; tal cosa resulta bien conocida, ya fue afirmada con vigor por
Aristóteles, y se la debe seguir repitiendo, aunque haya que introducir algunos
matices en la expresión. Por lo tanto, si el hombre es capaz de perseguir el
placer por el placer mismo y de hacer de él un motivo autónomo, no nos
encontramos en ese caso ante un pimpollo recién florecido, sino ante una flor
cortada y marchita prematuramente. Deberemos reconocer en ello un punto de
menor resistencia en la actividad humana, un punto a través del cual se
introduce la falta: en efecto, uno de los signos del hombre es su poder de
despegar el afecto sensible del afecto activo, que por destinación estaría
llamado a indicar. Y precisamente, será en la imaginación donde se opere la
escisión. Pero, antes de ser la invitación a la falta, la imaginación del placer es
tributaria del placer efectivo, que es segundo con relación a la necesidad.

Como la percepción, el placer es un hallazgo -es cierto, también el dolor posee


esa condición; pero si éste es un accidente, el placer es una consumación 9.
Con mayor exactitud, el placer es un hallazgo en una percepción; en efecto, es
notable que el placer señale y aclame el momento en que el objeto aborda
nuestra frontera, sin perderse aún en nuestra substancia; el placer sólo es la
penúltima fase del ciclo de la necesidad, siendo la última la posesión y el goce,

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que corresponde a la disolución del objeto en nosotros; este goce más allá del
placer sensorial y diversificado es de una trivialidad desconcertante, pero
constituye la plenitud. El placer sólo tiene sentido con relación a dicha plenitud
a la cual tiende la necesidad a través de él: dicho placer tiene la ambigüedad
de adelantar el objeto, haciéndolo sentir en la anticipación del goce sosegado,
y de llevar a su ápice la tensión de la necesidad, exaltando la dualidad
desfalleciente del cuerpo y su bien; el objeto se asocia a nosotros, en una
suerte de pre-posesión a nivel de los sentidos, pero a distancia de nuestra vida
profunda, en una posición de avanzada con relación a la intimidad de nuestras
vísceras. Asimismo, es difícil fijar el estatuto del placer, en la flexión entre la
tendencia y el estado, de falta y de plenitud donde muere la intencionalidad.
Sólo el goce carece de ambigüedad, de militancia y localización: la conciencia
de nuestra divisibilidad profunda que nos destina al polvo y la de nuestra
periferia expuesta y amenazada se borran completamente ante la conciencia
paradojal de una intimidad informe, disipada e inclinada a olvidarse a sí misma
-como si el yo no se experimentara sino al contacto con el obstáculo o, al
menos, en el tacto de un hallazgo que da el alerta en sus fronteras y designa la
diversidad de sus partes amenazadas.

El placer especificado, localizado y diversificado al infinito, el placer de mil


matices, mantiene, en efecto, relaciones complejas con los sentidos: es placer
de los sentidos, engendrado en una sensación, gratuito como todo lo que se
encuentra y recibe; al respecto, sólo somos artesanos de nuestros dolores.
Dicho placer está vinculado tanto a la fortuna como a nuestro propio cuerpo,
que no engendra más que sus propias privaciones. Ese placer de los sentidos y
no la satisfacción profunda el goce o fruición es, a través de la imaginación, el
objeto de los artificios humanos; si el hartazgo no permite refinamiento, los
placeres del tacto, el olfato, el gusto, la vista y el oído lo aceptan. Por eso los
llamamos sensibles, como son sensibles las cualidades de los sentidos; la
sensorialidad y la afectividad hedonista resultan por otra parte prácticamente
indiscernibles (a diferencia del dolor, que es una especie de sensación
entremezclada con el tacto). Se ha requerido, asimismo, una larga y lenta
acción correctiva de la reflexión para disociar, en la impresión, las
significaciones relativas a nuestro cuerpo, al cual dicha impresión promete
satisfacción, de las significaciones relativas a una cosa, respecto de la cual la
impresión en cuestión revela la presencia y la estructura. Pero esta historia de
nuestros sentidos en marcha hacia la objetividad no concierne a nuestro tema.
Por el contrario, disociándose, la sensorialidad pura hace aparecer por
contraste y a título de residuo la función pura del placer, que reside en anunciar
la cosa como buena y al mismo tiempo como real. Tal es el momento en que se
acentúa la imaginación.

En efecto, el placer ingresa en la motivación a través de la imaginación:


constituye entonces un momento del deseo. El deseo es la experiencia
presente de la necesidad como falta e impulso, prolongado por la
representación de la cosa ausente y por la anticipación del placer. ¿Pero qué
es esta anticipación del placer? Se creería de buen grado que el placer como
tal no puede ser imaginado, que esto sólo es posible con respecto a su
decoración geométrica, a sus circunstancias objetivas. Conocemos el famoso
debate sobre la memoria afectiva: se ha señalado, y ciertamente es verosímil,

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que no es posible imaginar un placer, como ausente y no dado, sin tener su
sabor previo en forma de esbozos motrices y emocionales, de reviviscencia
afectiva que lo hacen de alguna manera presente y dado. Es cierto, pero nos
engañamos sobre la función de ese sentimiento presente: no es sólo él lo que
siento; partiendo de ese afecto sensible anticipo el placer futuro, al cual me
oriento por adelantado, como quien enfoca un placer irreal y ausente; el
sentimiento presente es "la efigie afectiva", el representante, el análogo (o
como se quiera llamarlo) del placer futuro.

Puede pensarse que esa efigie afectiva del placer futuro es el elemento más
importante del deseo y que transforma profundamente la pura experiencia de la
falta e incluso la representación de la cosa ausente. Dicha efigie brinda al
deseo una carnadura y una suerte de plenitud. La imagen de lo ausente se
nutre de esa extraña presencia que vale por una ausencia pero que es una
suerte de emisario adelantado de la misma; la imagen en cuestión vale .por ese
afecto sensible, de carácter paradojal, en el vaivén de la tensión y la posesión,
necesitado y satisfecho, militante y triunfante; ella "presentifica" su enigmática
ambigüedad.

Pero la efigie presente del placer ausente no es sino la materia afectiva que
atraviesa la intención imaginativa; la anticipación del placer comporta un
aspecto formal que es del mismo orden que el saber. Ya hemos evocado esos
saberes agitados por la imaginación; pero mientras la imaginación de la cosa
como existente en otro lado, como teniendo tal o cual propiedad perceptible y
ulteriormente tal o cual estructura físico-química, implica un saber con respecto
a la realidad, la imaginación del placer implica un saber respecto al valor;
anticipar un placer es estar preparado para decir: eso es bueno.

Por eso, una teoría de la imaginación afectiva que identifica a ésta con
sentimientos presentes que figuran el placer en ausencia es a la vez
irrecusable o insuficiente; tales sentimientos son productos de la abstracción,
de esa abstracción especial que disocia una materia de una forma. A dicha
efigie afectiva le falta "la aprehensión" que la anima para ser un acto concreto.
¿Diremos entonces que esa intención afectiva del placer por-venir ya es un
juicio de valor explícito? De ninguna manera. El juicio de valor también es un
producto de abstracción; nace por la reflexión sobre la forma de la intención;
dicha reflexión es, por otra parte, muy habitual; siempre que apreciamos los
objetos de nuestras necesidades, explicitamos la aprehensión afectiva envuelta
en la imaginación del placer; juzgamos la bondad del pan y el vino a partir de la
efigie afectiva del placer anticipado; pero la imaginación estaba presta para
esta abstracción que la eleva hasta el nivel del juicio de valor.

Partiendo de esa función de anticipación afectiva y de evaluación latente, es


indispensable comprender el poder de fascinar, de engañar, de decepcionar,
que tiene la imaginación, y al que ya hemos aludido. Esa imaginación donde se
anuda el pacto de nuestra libertad con nuestro cuerpo es asimismo el
instrumento de nuestra esclavitud y la ocasión de la falta; para la conciencia
culpable, la imaginación no muestra sólo la cosa y el valor; sino que fascina por
esta ausencia misma, o mejor por la efigie de la ausencia que opera de ahora
en más como la trampa de una falsa presencia. Se requiere allí una mentira

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previa instalada en el corazón de la conciencia. Nos encontramos pues ante las
fuentes de una psicología de la tentación: la imaginación tienta y seduce por la
ausencia que figura y describe. A través de ella la propia necesidad no sólo
exige sino que a su vez tienta y seduce. Tras dicha seducción, el placer
imaginado puede quedar desarraigado de la necesidad y perseguido por sí
mismo, refinado indefinidamente en lo que hace a la cantidad, a la duración, a
la diversidad, etc. Entonces la fascinación también se acelera, pero operando
siempre a través de la imaginación, pues el derrotero del placer desligado de la
medida de la necesidad procede de una invención, que merecería el nombre de
creación si no fuera porque opera completamente en vano. De esta
imaginación fascinada proceden los rasgos más notables de la conducta
humana con relación a sus necesidades. Por ellas, aquéllos poseen un nivel
finito de exigencia cuya imagen es el ciclo cerrado. Se trata de la medida de la
sobriedad enseñada por las más diversas sabidurías, epicúrea, estoica,
cristiana. Pero el deseo humano es desmesurado, infinito. Incluso en el orden
alimentario, pero más evidentemente en el orden sexual, un deseo humano
tiene un aura que lo distingue radicalmente de un simple ritmo biológico; su
punto real de satisfacción está enmascarado por exigencias ficticias que hacen
del mismo bienestar físico un horizonte fugitivo; la necesidad resulta
enloquecida, engañada respecto a su verdadera exigencia. Toda la civilización
humana, desde su economía hasta sus ciencias y artes, se encuentra marcada
por ese rasgo de inquietud y de frenesí. La "mala infinitud" del deseo es el
motor de la historia, más allá de los determinismos técnicos que sólo dan los
medios y nunca los fines. Acaso sólo se puede encontrar el sentido del placer
al término de una sabiduría, más allá del dilema del hedonismo o del rigorismo,
que es una solución hecha de temor y de huída, ante el placer y el cuerpo.

Se eleva ante nosotros la tarea de reencontrar la destinación del placer y en


general del cuerpo con relación al querer; por ello era indispensable remontar
de la imaginación seductora y seducida hasta la tentación que no es aún la
falta sino la invitación a la falta; la tentación no es más que el punto de menor
resistencia que la afectividad humana ofrece a la irrupción del vértigo. La
imaginación no es constitucionalmente la sede de las fatalidades; por
destinación, la voluntad es más grande que la necesidad esclarecida por la
imaginación del placer.

Pero si por un momento entreabrimos el paréntesis, volvamos ahora a cerrarlo:


de ahora en adelante haremos abstracción de ese paso en falso de la
conciencia, de esta imaginación fascinada y del placer erigido en fin autónomo
y supremo; en efecto, se requiere más bien comprender cómo mediatiza a la
necesidad y al querer antes de romper el pacto a causa de los falsos prestigios.
Por eso sólo hemos considerado a la imaginación como poder de figurar
afectivamente y de evaluar implícitamente el placer por venir.

Tenemos pues los principales elementos para un análisis del deseo: el deseo
es la experiencia especificada y orientada de una falta activa -es la necesidad o
afecto activo-, esclarecida por la representación de una cosa ausente y de los
medios para alcanzarla, alimentada por sentimientos afectivos originales: por
su materia, que es la imagen afectiva del placer, esos afectos sensibles figuran
el placer por venir; por su forma, que es la aprehensión imaginativa del placer,

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tienen presta a la necesidad para un juicio que designa ad objeto de la
necesidad como bueno, es decir, presta para un juicio de valor.

Por lo tanto, es la anticipación del placer la que da el acento del valor a la pura
representación de la ausencia. Dicha anticipación introduce la necesidad en la
esfera de la evaluación; pero del mismo modo que la falta propia de la
necesidad es un involuntario que no es posible deducir del puro poder de
pensar, el placer anticipado, por su parte, revela un valor espontáneo que no
puede deducirse de ningún principio formal de obligación: la anticipación que
valoriza o evalúa está arraigada en la experiencia previa del placer, en la
prueba efectiva de la satisfacción de la necesidad. La imaginación sólo puede
ejercer su función de mediación a partir de esta experiencia viva del placer:
anticipando un placer ya probado, dicha imaginación hace con él un saber
virtual sobre el valor. Pero como contrapartida, la imaginación del placer da a la
necesidad la forma del valor; ésta es inseparable -salvo en idea- de su materia,
en el sentido de que en la imagen del placer corporal el placer imaginado
revela a la conciencia el objeto de la necesidad como bueno y prepara el más
elemental de los juicios de valor. De manera que, por su materia, la
imaginación afectiva se une a la carne del placer, respecto de la cual es la
imagen, y a la carne de la existencia corporal; pero por su forma contiene una
evaluación latente, en el borde del juicio, en ese punto donde el sentimiento
pre-reflexivo es una creencia espontánea sobre el bien del cuerpo. Dicha forma
es la que le confiere, como a las otras fuentes de la motivación, el estatuto de
motivo y la tiene presta para la comparación con otros motivos.

II. Motivos y valores de nivel vital

La limitación rigurosa que impusimos a nuestro análisis de la necesidad podría


insinuar la idea fácil de que la vida se reduce a un sistema simple de motivos,
que arranca del entramado de las necesidades de asimilación y que la única
revelación de valor positivo es el placer: "es bueno lo que da placer". Se creería
gustosamente que bastaría con agregar: "es malo lo que hace sufrir", para
tener una visión de conjunto de los motivos y los valores del nivel vital.

1) Un análisis más cuidadoso del dolor nos enseña que dicho dolor no es lo
contrario del placer dentro de un mismo género, sino que es heterogéneo
respecto a él.

2) La pareja de placer y dolor no es la última palabra del anhelo vital: otras


tendencias, con frecuencia discordantes entre sí vienen a complicar el
esquema bastante claro del placer y el dolor. Si bien lo útil y lo nocivo no
plantean cuestiones nuevas con relación al placer y al dolor -otro tanto ocurre
con lo agradable y lo desagradable- , parece con todo que el gusto por lo fácil
constituye una dimensión original de la motivación conducida por el cuerpo: el
examen de las funciones entrelazadas y sobre todo de las tendencias surgidas
del hábito dará algún crédito a esta interpretación.

3) Pero, curiosamente, otra serie de observaciones nos llevará a dar un valor


positivo a lo difícil: aquí la psicología sensualista resulta derrotada por ciertas

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intuiciones de la psicología medieval, la clásica y la nietzscheana, que
consideramos difícil cuestionar.

4) Todo nos conduce a pensar que no hay un querer-vivir central, respecto del
cual las diferentes tendencias serían especies subordinadas: a nivel humano, la
vida es sin duda un entramado de exigencias heterogéneas y revela valores
discordantes.

Justamente, este análisis, que por otra parte adoptará con frecuencia el sesgo
de un desbrozamiento bastante incierto, apuesta a esa ambigüedad de la vida.
Como contrapartida, se tratará de mostrar que es siempre la imaginación
anticipante la que transmuta las múltiples fuentes de motivos surgidos del
cuerpo, y la que confiere a su materia heterogénea una forma emparentada, la
forma del motivo pronta para el juicio de valor de carácter canónico: esto es
bueno, esto es malo. En su sentido amplio, el término necesidad, tomado como
sinónimo de deseo (por ejemplo: la necesidad de ejercicio, de música, la
necesidad proveniente del hábito, la necesidad de luchar), expresa esta
evaluación latente del desgaste, de la música, de la conducta habitual, de la
lucha, etc. como buenas y deseables.

1. El dolor como mal

El mal es lo contrario del bien. Está claro: cada valor positivo tiene un contrario
con el cual forma un género. Al amparo de esta evidencia se forma un juicio
prematuro: el dolor es lo contrario del placer. En efecto, el placer ¿no es acaso
el que revela el bien, y el dolor el que revela el mal?

Con todo, si uno acepta descender por debajo del dolor imaginado y el temor
que él inspira, hasta la prueba del dolor, repentinamente se disuelve toda
simetría. También aquí es el punto de vista objetivo, funcional, el que sirve de
diagnóstico a la experiencia extremadamente obscura de la vida afectiva.
Pradines, que se ubica en ese punto de vista, señaló con claridad "la
heterogeneidad funcional del placer y del dolor" 10. Primero, el placer está
subordinado a una actividad de asimilación que tiende hacia una realidad
congénere; el placer señala el hallazgo feliz y anuncia la fusión de la cosa y el
viviente en la intimidad del goce. Segundo, el placer sucede, en el ciclo de la
necesidad, a una falta que nace de la indigencia profunda del viviente y que es
su verdadero contrario; dicha falta afecta al viviente en su indivisión y sólo es
local secundariamente. Tercero, la actividad de asimilación que precede al
placer es de carácter impulsivo y no reflejo: puede quedar suspendida,
controlada y asumida por la voluntad.

El dolor es incomparable con el placer y ninguno de los tres rasgos antes


mencionados podría aparecer como su contrario. Ante todo, el dolor está
primero con relación a una actividad de defensa que tiene por función rechazar
lo extraño y hostil a la vida; nada hay ante ella que pueda compararse con la
necesidad que precede al placer. La afectividad precede aquí a la actividad.
Segundo, de manera alguna es comparable a una falta, a un vacío: expresa
una agresión muy positiva, una amenaza para el organismo. Asimismo, es por
esencia local, diferenciado como el acto, al que se encuentra estrechamente

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ligado, aunque se distingue de él desde el punto de vista anatómico y
fisiológico. Se sitúa, pues, en otra línea de experiencia que el placer; tiene su
propio contrario, la cesación del dolor, que sólo es un placer por contraste, un
placer de relajamiento, que resulta absorbido poco a poco en la neutralidad
afectiva. Tercero, la acción que sucede al dolor es incomparable con la acción
que precede al placer; se trata de una rea-cción de tipo reflejo y no de una pre-
acción de tipo impulsivo; realiza plenamente el esquema excitación-reacción
con el cual con frecuencia se ha confundido a la acción entera. Por ello el
dominio del cuerpo en el dolor no tiene el mismo sentido que el dominio del
cuerpo en la necesidad: el mismo hombre que puede cargar con el hambre no
puede evitar gritar si se lo tortura; depende de su voluntad el suspender o
consumar el movimiento naciente hacia el alimento; si la voluntad fascinada por
la imaginación cede, nos encontramos ante un verdadero desfallecimiento de la
voluntad (que por otra parte no se trata de juzgar moralmente). Por el contrario,
bajo los golpes, las picaduras, las quemaduras, las heridas, las descargas
eléctricas, etc., la tarea de la voluntad no es la de suspender o consumar una
impulsión, sino a lo más la de sobreponerse lo mejor posible a un reflejo
extraño a su imperio; puede acaso frenarlo y contenerlo, si se encuentra en el
trayecto ordinario de una acción voluntaria; de tal manera cierta represión del
grito, de la gesticulación, o la mímica es posible en la medida en que la
mecánica neuro-muscular permita responder al órgano. Pero si el reflejo -
escapa y explota, nos encontramos no ante una voluntad seducida, sino ante
una voluntad frustrada. Más que vencido, el hombre resulta destrozado. El
hombre torturado no es verdaderamente responsable de sus gritos.

En tal sentido, hay que decir que el dolor sufrido no es un motivo o un contra-
motivo del querer. La necesidad al contrario era virtualmente un motivo, pues
suscitaba una acción de tipo "suspensivo" y permitía una dilación para edificar
una acción original surgida de la representación.

Pero la imaginación transforma profundamente esta situación, instituyendo una


similitud estrecha entre el dolor anticipado y el placer anticipado. Si el placer
imaginado se llamaba deseo, el dolor imaginado se llama temor. Pero mientras
el deseo prolonga la necesidad que anticipaba el placer, el temor invierte las
relaciones de precedencia entre la acción y el encuentro doloroso. El temor
puede preceder y prevenir a la amenaza como la necesidad y el deseo
precedían y buscaban el placer. De tal manera, la imaginación asimila el temor
a un deseo negativo y dicho temor revela al dolor como un mal, es decir como
lo contrario de un bien.

Recorramos los diversos elementos introducidos por la imaginación del dolor:

1. Temor de sufrir, que ante todo es imaginar objetivamente las cosas y los
seres que serán los agentes o los instrumentos o los intermediarios del
sufrimiento. Pero que es asimismo imaginar afectivamente el propio dolor; esta
imaginación afectiva del dolor, como la del placer, tiene una materia, una carne,
que es un sentimiento presente en la imagen del dolor; imaginando, vivamente
una picadura, una quemadura, una mordedura, etc., oriento afectivamente el
dolor hacia sentimientos presentes que por otra parte pueden escalonarse y
animarse hasta alcanzar la emoción visceral y motriz que les da una

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resonancia orgánica ilimitada. De manera que el dolor, antes de ser
experimentado, reina en mi carne; la imaginación que lo anticipa tiende a imitar
la plenitud afectiva del deseo; pues si bien el temor no está sostenido por la
pesadez de la angustia de la necesidad, puede con todo desenvolver una
ansiedad capaz de llevarlo hasta el terror que precede a las grandes pruebas
corporales de sufrimiento y tortura. Los objetos representados como
"portadores" del dolor resultan entonces afectados por un índice negativo, que
imita al reclamo irradiado por el objeto de la necesidad. El instrumento de
tortura repele, como el objeto de la necesidad atrae. De ahí que el poder de
fascinación y de vértigo que puede vincularse a la imaginación del sufrimiento
es el mismo que el vinculado a la imaginación del placer.

2. Ahora bien, a partir del temor de esta anticipación carnal del dolor, se
desarrollan movimientos repulsivos que, a diferencia de los reflejos de dolor,
previenen el encuentro doloroso; esas conductas defensivas y ofensivas se
parecen en tal sentido a las conductas alimentarias y sexuales: son
movimientos flexibles y variables, susceptibles de resultar suspendidos y
asumidos por la voluntad como puede verse en la huída, el ataque y
ulteriormente el rodeo, el acecho, el engaño, etc.; dichas conductas recuerdan
la persecución, la caza, la eliminación de la presa, la conquista sexual, etc.: se
trata de conductas no-reflejas, regladas por percepciones a distancia y
eminentemente disciplinables; si bien difícilmente puedo impedirme gritar bajo
los golpes, puedo impedirme huir ante la amenaza de los golpes. Tal es el
verdadero derrotero de la voluntad ante el dolor; el temor al sufrimiento, más
que el sufrimiento padecido, es el motivo a integrar, a rechazar o aceptar; el
sufrimiento que viene, aceptado y a veces querido, une su testimonio al que la
necesidad sacrificada rinde a la gloria del querer humano. La huída puede ser
una falta, mientras que al grito en el sufrimiento no le ocurre lo mismo, pues la
voluntad no sucumbe ante uno y otro de la misma manera; frustrada por el
reflejo, en el caso del deseo y del temor, sólo resulta vencida por sí misma, es
decir por su propia fascinación. Puede incluso afirmarse que si hay para la
voluntad un problema en el sufrimiento padecido, no es tanto el de sostener su
cuerpo, el de retener la crispación, el grito, sino más bien el de afrontar el
sufrimiento que viene, es decir, el sufrimiento representado antes del
sufrimiento padecido: el aguante reside en continuar sufriendo, si la idea así lo
exige. De esta manera resultan unificados el deseo y el temor, del lado mismo
de la acción que respectivamente despliegan; de esta manera, asimismo, se
unifica el coraje: la lucha contra el frío, el calor, el hambre, la sed, la fatiga, el
sueño, a pesar de la diferencia profunda de la experiencia, desde el punto de
vista psíquico, constituyen un único combate, donde la lucha contra los reflejos
tiene un débil lugar y donde la aceptación de los contra-motivos surgidos de la
imaginación posee el lugar principal. Los mártires del deber, de la ciencia, de la
fe, los pioneros de los polos, los desiertos, los glaciares, la estratósfera, los
combatientes y los héroes de la libertad, afrontan a la vez un cuerpo que no es
un paquete de reflejos, sino de impulsiones y una imaginación que se
encuentra en la costura del querer y del cuerpo. Aguantar: mirar la idea, la
misión, la causa común, sin considerar la imagen fascinante del placer posible
y del sufrimiento que viene. Esos movimientos repulsivos que forman las
conductas de la defensa, tienen pues un doble control, como ocurre con los
movimientos impulsivos ligados a la falta: poseen en los signos percibidos su

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regulación externa y en el afecto representativo del dolor su regulación
interna11.

3. A partir de esta imagen representativa del dolor, aprehendo el dolor eventual


o inminente como un mal. Dicha aprehensión, que da forma de pensamiento a
la materia afectiva, es propiamente el momento de evaluación latente del dolor.
En ese nivel, el dolor representado se torna verdaderamente un motivo
susceptible de ser apreciado y eventualmente aceptado como el duro camino
del bien. Asimismo, en ese nivel se instituye la verdadera simetría del placer y
el dolor, que es una simetría de valor y no de experiencia vivida. "La
heterogeneidad funcional del placer y del dolor" resulta aquí superada en una
pareja de evaluaciones contrarias, dentro de un género común, el del valor a
nivel vital. Obviamente, la contrariedad del bien y del mal orgánico sólo es
pensada como contrariedad en un plano avanzado de reflexión; de manera
prerreflexiva resulta aprehendida en la oposición de las dos imaginaciones
afectivas del placer y del dolor. Pero por su forma de aprehensión, esas dos
imaginaciones están prestas a un saber explícito que conduzca a los valores
contrarios del placer y del dolor.

Pero la heterogeneidad profunda del placer y el dolor subsisten en la raíz de


esos dos motivos contrarios. Finalmente, un placer y un dolor restan
incomparables en su espesor afectivo. El deseo está sostenido por una
necesidad vivida que se eleva desde el cuerpo y que no es asimilable a un
dolor; es una privación que reclama una plenitud y un placer positivo. Si la
necesidad resulta saciada, el deseo queda vaciado de su substancia y se
desvanece; un deseo alimentado sólo por la imaginación es artificial,
adulterado, sofisticado; es el vano deseo de la conciencia desgraciada. Al
contrario, el temor no está llevado por el cuerpo de la misma manera que el
deseo; no hay necesidad negativa que brinde a la repulsión la densidad
orgánica del apetito; es la imaginación -una imaginación que, ciertamente, es
carnal por su materia- la que lleva todo el peso del temor; ese carácter
imaginativo es la condición natural del temor, cuando anuncia una alteración
del deseo, por separación de la necesidad efectiva.

Esta heterogeneidad profunda del placer y el dolor es esencial a una psicología


de la voluntad: pues, aunque contrarios, esos dos motivos restan
incomparables; el placer, con su propio contrario que es la privación; el dolor,
con su propio contrario que es el cero de dolor: por eso, al mismo tiempo,
puedo experimentar el placer y el dolor: ¿quién no ha disfrutado una buena
comida o un espectáculo agradable, sufriendo un forúnculo, un dolor de muelas
o un callo en el pie? El placer y el dolor no son contrarios dentro de la misma
pareja afectiva homogénea; ninguna aritmética afectiva puede decirme si el
placer que pondrá fin a tal privación valdrá la pena que costará su obtención. El
placer negativo al cesar de sufrir un dolor de muelas, que el frío vendría a irritar,
vale acaso la pena de renunciar al placer positivo de tomar una bebida helada
en una calurosa tarde de verano? El placer y el dolor no forman parte de la
misma serie que permitiría una clasificación homogénea. Son cualitativamente
distintos uno de otro. Queda, pues, excluida la cuantificación relativa de una
escala de intensidad en la que representarían los dos polos.

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De manera que la oposición de valor positivo y negativo resta una pura forma:
sólo significa que el placer y el dolor pueden participar de la misma evaluación,
que se prestan a la misma operación de motivación afectiva con signos
contrarios. Pero la heterogeneidad del placer y el dolor, en cuanto a su materia
afectiva anuncia ya que la vida comporta diversas dimensiones de valor, e
introduce en la raíz de la elección una ambigüedad esencial que reside en el
principio de la vacilación.

2. Complejidad de los valores de nivel vital

Esta complejidad de tendencias vitales -y esta heterogeneidad de bienes y


males que ellas hacen aparecer- deben subrayarse todavía con más vigor:
parece que la existencia corporal revela otros valores además de los que
corresponden al placer y el dolor. Dichos valores se ocultan con frecuencia bajo
el nombre equívoco del placer y del dolor, perdiendo así su sentido preciso de
satisfacción orgánica (vinculada a una privación orgánica) y de dolor físico
(vinculado a una agresión contra el cuerpo). El placer, y sobre todo el acto de
complacerse, tienen la extensión de valores de nivel vital y designan el campo
total de la evaluación afectiva en ese nivel; más aún, la emoción da una
resonancia orgánica a toda evaluación perteneciente a otros estratos de valor y,
progresivamente, toda la sensibilidad puede llegar a adoptar por analogía o por
el eco el lenguaje del placer y del dolor. Existe un placer e incluso un goce de
lo bello, de los números, e incluso de la presencia divina...

Igualmente, lo agradable y lo desagradable cubren un área de significación


muy indeterminada: lo que agrada es en el sentido amplio todo lo que despierta
y toca a la afectividad positiva. Sentirse agradado y complacido son entonces
cosas indiscernibles y el placer en el sentido orgánico es el estrato inferior de lo
agradable. Sucede así que damos a lo agradable un sentido más restringido y
que lo oponemos al placer para designar a la afectividad que no se relaciona
con la necesidad sino con el feliz ejercicio de la sensorialidad, de la actividad y
de la inteligencia. Pero incluso en ese sentido, lo agradable no designa un valor
especial sino una masa confusa de valores pertenecientes a niveles diferentes.
Trataremos de reconocer algunos valores especiales del nivel vital que no se
reduzcan, sin embargo, al placer y al dolor en el sentido preciso que hemos
dado a estos afectos sensibles, ni a la imaginación afectiva que se inserta en
ellos.

No nos detengamos empero en el examen de lo útil y lo nocivo (de lo inútil y de


lo indiferente): esos valores se encuentran en gran parte subordinados -y no
coordinados de manera heterogénea- al placer y al dolor; lo útil es el valor
positivo del utensilio (útil, bien de uso o de consumo, obra de arte) considerado
como medio de placer y de cero de dolor, la nocivo es el valor negativo del
utensilio considerado como medio de dolor y de privación. Lo útil y lo nocivo
son pues valores unidos al medio como tal. Lo útil, con otros fines además de
los fines vitales. Con todo, relacionándose sólo con el fin de la satisfacción de
la necesidad o la cesación del dolor, lo útil puede entrar en conflicto con el
placer y el dolor, y hacerlo en el plano mismo de la vida: basta para ello con
evaluar lo bueno para el cuerpo, no desde la perspectiva subjetiva en función
del placer y del cero de dolor, sino objetivamente, desde el punto de vista;

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funcional de la biología: se trata de la actitud del higienista y del médico que
consideran por ejemplo la ración alimentaria desde el punto de vista de
carencias orgánicas específicamente determinadas; el conflicto entre lo útil y lo
agradable refleja, por ejemplo, en el cuadro del arte culinario y en general de
las costumbres, la dualidad de los puntos de vista con respecto al cuerpo y la
vida. Pero esta utilidad biológica no se reduce directa-` mente a una utilidad
instrumental en sentido propio, referida a un placer último o a una cesación de
dolor. Lo útil es un valor-diagnóstico del placer, como el cuerpo-objeto es el
diagnóstico teórico del cuerpo-propio.

Por el contrario, nos detendremos en los valores de lo fácil y lo difícil, que


tienen de notable por una parte cierta originalidad con relación al placer y al
dolor, y por otra el hecho de ser heterogéneos entre sí: desde ciertas
perspectivas lo fácil es deseable, pero con lo difícil ocurre lo mismo, si bien
desde otras perspectivas inconmensurables con las primeras; lo fácil y lo difícil
no parecen ni promociones del placer y del dolor, ni, entre sí, contrarios dentro
del mismo género afectivo.

3. Lo fácil como bien

Lo fácil se encuentra vinculado a la ausencia, o mejor aún, a la cesación del


obstáculo o de la traba. Ahora bien, uno y otra representan una situación muy
general que no se reduce a la privación ni a la agresión generadora de dolor.
Pero por razones que ya expresaremos, una función entorpecida resulta
expresada en el lenguaje de la necesidad: necesidad de orinar, de respirar,
necesidad de movimiento y en general de actividad y de libertad 12. Partamos
del caso más simple: el reflejo de evacuación (urinaria o excretoria) inhibido por
mí mismo. El esfuerzo voluntario opera como freno (una ligadura operatoria o
un trastorno funcional pueden por otra parte desempeñar el mismo papel):
aunque el mecanismo de impulsión sea absolutamente original con relación a
la impulsión que procede de una falta y con relación a los reflejos del dolor, el
movimiento retenido imita la impulsión de la necesidad y la tensión subjetiva, la
impulsión de la falta; en efecto, la imaginación prolonga la sensación específica
de repleción por una anticipación representativa y efectiva de la acción que
liberará la función, de los lugares propicios, del placer específico ligado a esta
satisfacción; la forma común del deseo -incluída la evaluación positiva (sería
bu0o poder...)- resulta impuesta a esa impulsión específica quo adopta
entonces el nombre de necesidad de eliminación.

Lo fácil es pues el valor de dejar-pasar acordado a la función impedida.

Este esquema puede verificarse en cierto número de funciones reflejas dotadas


de significaciones fisiológicas muy diferentes: el caso de la respiración es el
más notable. El aire es aparentemente el objeto de una necesidad de
asimilación; como el aire se encuentra en todas partes, esta pseudo-necesidad
queda satisfecha continuamente sin una falta previa; además la asimilación se
encuentra reglada por un reflejo finalmente incoercible (un hombre puede hacer
huelga de hambre, no de respiración); no se trata de una conducta reglada a la
vez por signos percibidos y por una falta orgánica. Pero la respiración impedida
se revela como una necesidad, sea cuando la voluntad la inhibe (al atravesar

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un lugar nauseabundo, al sumergirse, etc.), sea cuando el aire se enrarece o
corrompe; la imaginación se adueña entonces de la penuria y de la impulsión a
buscar el aire, representa los lugares donde sería bueno respirar, sugiere la
cualidad agradable del aire del campo o la montaña e imprime en el espíritu la
creencia en el valor de una estancia en una región de aire puro. De tal manera,
lo agradable confina con lo fácil; en este primer caso, es fácil lo que carece de
traba.

Estos ejemplos de reflejos impedidos nos permiten interpretar el grupo más


importante de cuasi-necesidades surgidas de las funciones de relación:
ejercicio sensorial, desgaste ocasionado por el movimiento, actividad del
espíritu, puesta en práctica de innumerables aptitudes y talentos creados por la
civilización y la cultura. La inactividad opera como una traba: existe una laxitud
de la noche polar o del silencio, del trabajo sedentario, del enclaustramiento; la
función contrariada se prolonga en imaginaciones venturosas que permiten
hablar de una necesidad de ejercicio o de desgaste: para el enfermo
inmovilizado en una posición incómoda, moverse en el leche puede, en un
momento determinado, representar el bien supremo; para el prisionero bajo
régimen celular, abrir una puerta, atravesar una calle, encender y apagar la luz
sin obedecer a cierto horario, afirmarse mediante la actividad más arbitraria y
absurda, resulta, con la ayuda del colorido prestada por la imaginación, un
placer sin igual; un placer que, por otra parte, al hacerlo efectivo se disipa a la
manera del placer negativo que corresponde a la cesación del dolor.

El exceso de actividad puede asimismo ser experimentado como una


compulsión: el trabajo forzado del presidiario, del esclavo o del trabajador
explotado, los trastornos ocasionados por exceso de trabajo, con motivo de
necesidades sociales o morales, hacen aparecer el descanso como un bien
supremamente envidiable; la lucha por la liberación del trabajo es sostenida por
una experiencia asimilable a la lucha por el pan.

De tal modo, un ejercicio moderado de todas las funciones, organizado con un


descanso también moderado, aparece como un aspecto fundamental del
bienestar, entre los dos excesos de la inacción forzada y la sobrecarga de
trabajo. Este ejercicio moderado es la segunda forma que reviste lo fácil.

Somos conducidos así como de la mano, a las cuasi-necesidades surgidas del


hábito. Digamos ante todo que no es cierto que el hábito crea universalmente
necesidades, es decir un deseo de ejercerlo 13. No es rara que el hábito cree,
no la necesidad, sino la repulsión; por otra parte, muchos hábitos técnicos o
profesionales son afectivamente neutros. La necesidad del gesto habitual es un
efecto secundario del hábito; dicho efecto ora se encuentra presente, ora
ausente. Tales efectos contradictorios no se explican por el hábito sino por su
incidencia en la vida profunda de las necesidades y de las fuentes de intereses:
no me siento privado de golpetear la máquina de escribir, de hacer acrobacia o
de resolver ecuaciones por la sola razón de que he adquirido el dominio de
dichas actividades y de que me falta entonces la ocasión de ejercerlas; se trata
de útiles inertes que no tienen en sí mismos su fuente de interés: pero la
necesidad de ganarme la vida, el gusto de asombrar a mis familiares, etc.
puede con frecuencia animar esas hábitos y prestarles una exigencia de la que

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por sí mismos se encuentran desprovistos. Si a veces el hábito parece crear la
necesidad, es porque brinda una salida fácil a necesidades preexistentes que
estaban adormecidas. En efecto, dando forma a los poderes, el hábito da
asimismo forma a la tensión de la necesidad. El uso revela la necesidad a sí
misma; su intencionalidad vaga se precisa al ver despejado el camino de sus
orientaciones usuales; se fija en su periodicidad y su nivel de exigencia, se
instala en una categoría precisa de objetos; en síntesis, adopta la forma usual y
de tal modo se conoce a sí misma en su fin. Se establece pues una dialéctica
muy compleja entre el fin y el medio: la necesidad se busca una salida, y el
conocimiento de un camino practicable exalta la tensión de la necesidad. Lo
que con frecuencia se denomina la fuerza del hábito no es otra cosa que la
tendencia de una necesidad preexistente a adoptar una forma usual que es la
más fácil de satisfacer. Prolongando la necesidad a través de una conducta
fácil, mostrándole que puede y cómo puede satisfacerse, el esquema de la
acción disponible contamina de alguna manera a la propia necesidad. Los
objetos que nos rodear se convierten entonces en sugestiones para la acción:
muestran a la vez el objeto codiciado y la forma de acción por la cual
podríamos tocarlo. De modo que los objetos acumulan tanto una fisonomía
desinteresada, como un carácter de reclamo y un esquema de acción, todo
esto estrechamente entremezclado en la expresión, el halo, el aire que ofrecen
a la mirada: ese sillón nos recuerda que estamos fatigados, nos muestra la
forma acogedora que nos dará descanso y diseña, como si se brindara a los
ojos, el gesto de sentarse. El atractivo y el esquema de la acción fácil se
fundan tan bien en la cosa que nuestro universo de percepción está henchido
cíe valores afectivos y surcado por las huellas de la acción. Por ese sesgo, el
uso no cesa de remodelar la figura de nuestras necesidades; es lo mismo decir:
"tengo hambre" y: "apetezco cortar una rebanada del pan que está en el
aparador". El deseo envuelve tanto el objeto de la necesidad como el esquema
motor familiar.

Por lo tanto, si el hábito afecta a la necesidad hasta el punto de que parece que
la inventara, es como consecuencia del efecto de retorno que la forma usual
adquirida ejerce sobre las necesidades latentes. Siempre son las fuentes de la
necesidad las que se esparcen en esas cuasi-necesidades, no es cierto que el
hábito cree la necesidad; las necesidades más artificiales, como las
necesidades de estupefacientes y excitantes, se comunican siempre con
auténticas napas de necesidad en las cuales el ejercicio ha operado una suerte
de sangría derivativa. El uso sólo es un revelador de fuentes primitivas de la
motivación que, de ahora en adelante, trabajan a través de las líneas de menor
resistencia. Que la necesidad se extinga, que ninguna otra sea capaz de
hacerse cargo del hábito, y entonces éste parecerá crear yo ya la necesidad
sino el disgusto; como ocurriría por ejemplo si una obligación cualquiera -
profesional o de otra índole- nos obligara a ejecutar la acción considerada más
allá del punto de saturación de las necesidades auténticas que la alimentan.

Con todo, a través de esos efectos secundarios variables, subsiste el privilegio


del hábito: su disponibilidad, su facilidad. El uso de un gesto familiar puede
estar acompañado de placer o de disgusto, pero sigue siendo por su forma una
disposición del querer actuar según un esquema privilegiado, de querer pensar
y sentir de acuerdo con ciertos modos usuales y cómodos; aunque la acción

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me repugne, aunque me encuentre constreñido a actuar -a corregir copias más
allá de la curiosidad, del placer de leer, de comprender, de comunicarme con
otro, de trabajar, de estar ocupado - será con todo el gesto usual, el gesto más
fácil el que se ofrezca espontáneamente; un gesto que se resiste si quiero
desviarlo, aunque dicho gesto me repugne afectivamente.

De tal modo, el caso de los hábitos neutros y sobre todo el de los hábitos
fastidiosos pone al desnudo el motivo de la facilidad que ordinariamente
coincide con el del placer. La imaginación se apropia de la representación del
medio fácil, anticipa la sencillez de la ejecución a través de una imagen afectiva
original, y aprehende el valor de la facilidad. En un nivel más elevado de la
reflexión, la facilidad como tal es pensada explícitamente como deseable; y se
convierte en motivo autónomo cuando entra en conflicto con el placer, también
él claramente evaluado. Un nuevo principio de vacilación aparece así en la raíz
de la elección: ¿qué vale más: lo agradable al cabo de un camino doloroso, o el
camino fácil en dirección a un placer irrisorio?

Cuando el motivo de la facilidad tiende a convertirse en el centro de evaluación


de la vida, adopta la forma más sistemática del principio de economía, respecto
del cual Jankélévitch mostrara sus múltiples ramificaciones. Acaso el motivo en
cuestión constituya un nuevo punto de menor resistencia en la estructura
afectiva del hombre, un punto a través del cual puede insinuarse el vértigo
pasional; por paradojal que pueda parecer, existen acaso pasiones de inercia y
de pereza en la línea del motivo de facilidad, como existen pasiones del placer
en la línea de los motivos surgidos del deseo y del temor, y pasiones del poder
en la línea de los motivos de dificultad y de lucha que ahora vamos a elucidar.

4. Lo difícil como bien

A medida que nos alejamos del círculo bien diseñado de la necesidad y el


placer, y que intentamos reconocer el rastro de otras ondas más amplias del
querer-vivir, se van acumulando las dificultades y las incertidumbres. Con todo,
parece que el análisis del anhelo vital debe experimentar una iluminación
decisiva: placer, dolor, útil, agradable, fácil, tienen, a pesar, de su
heterogeneidad, un aire familiar que reúne el término bienestar. El bienestar es
el fin compuesto del homo oeconomicus. Por él uno produce, transforma,
intercambia y hace planes. ¿Tenemos, asimismo, acaso la seguridad de que
los placeres positivos en vinculación con las necesidades, de que la cesación
del dolor en todas sus formas, de que la facilitación de todas las funciones
(primitivas, adquiridas o artificiales) agoten el imperio de lo deseable?
Conocemos la crítica formulada por Nietzsche a esta interpretación sensualista
y empirista de la vida: la vida, dice, tiende no sólo a la conservación sino
también a la expansión y a la dominación. Busca el poder, desea el obstáculo,
tiende positivamente a lo difícil 14. Esta interpretación de la vida -tuvo
repercusiones en psicología, en particular en ciertas formas no freudianas del
psicoanálisis: mientras Freud intenta sistematizar todas las energías vitales en
la noción única de libido que, si bien está centrada en la energía sexual, tiende
a cubrir todo el campo de la actividad hedonista. Adler, por ejemplo, distingue
un grupo irreductible de instintos que llama "Ichtriebe" 15.

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Esta cuestión es muy perturbadora: la psicología de inspiración nietzscheana
engloba bajo el nombre de voluntad de poder aspectos muy diferentes de la
vida de consciencia que es extremadamente difícil disociar: se reconoce en ella,
por una parte, un poder de afirmación práctica y de auto-determinación que
desarrollamos aquí bajo el nombre de querer propiamente dicho (decidir,
moverse, consentir); por otra parte, una complicación pasional de la voluntad y
de la vida en el sentido de las pasiones de potencia, ilustradas por el hombre
del Renacimiento caro a Nietzsche; es entonces muy difícil reconocer el
residuo afectivo y activo que pertenece incontestablemente al plano vital. En
verdad, el análisis nietzscheano no puede ser superpuesto a nuestro esquema
de lo voluntario y lo involuntario, pues excluye la distinción entre la voluntad y la
vida que es la piedra angular de este estudio de la motivación, e ignora el
problema de la falta que se encuentra en la base de nuestra teoría de las
pasiones. En nuestro lenguaje, la voluntad de poder es a la vez voluntad, vida y
pasión. Entonces, si uno distingue la voluntad como poder de evaluar la vida y
el "infinito malo" de las pasiones de la violencia y de la guerra, ¿restan acaso, a
nivel de la vida, tendencias irreductibles a la búsqueda del placer y a la
eliminación del sufrimiento? ¿resta un "irascible", un gusto original por lo difícil?

Una respuesta positiva a este interrogante no excluye que ese "irascible" sólo
pueda revelarse empíricamente a través de las pasiones de la ambición, la
dominación, la violencia; lo mismo que lo "concupiscible" se revela
empíricamente a través de las pasiones del placer y de la facilidad. Dichas
pasiones encuentran precisamente en lo irascible el punto de menor resistencia,
la tentación que la conciencia fascinada consuma en falta.

¿Puede la biología darnos algún índice objetivo, algún diagnóstico, de esta


tendencia a lo difícil? Precisamente, eso es lo obscuro; el testimonio de la
biología al respecto es dudoso. La razón principal reside en que la biología
nunca nos pone frente a un querer-vivir central sino más bien frente a un
entramado de funciones que tienden a un equilibrio del medio interno con
relación a un medio externo. Las nociones de equilibrio y adaptación, que para
el biólogo siempre tienen una significación precisa, no conservan la misma
precisión en el sentido de una interpretación nietzscheana de la vida. Es cierto
que podemos pensar que la fisiología sólo raramente nos muestra al viviente
en su unidad, y que lo desparrama en una diversidad de equilibrios funcionales,
de manera que sólo 'el examen del comportamiento podría suministrar el
diagnóstico decisivo. Darwin ya había mostrado que la lucha es esencial a la
vida, que ésta comporta una componente agresiva; pero la significación
funcional de dicha lucha no parecía favorable a la idea de la voluntad de poder:
es una lucha para vivir, es decir para comer, para reproducirse, para no resultar
devorado, no perecer de frío, etc. La lucha parece entonces sustentarse en la
necesidad como el medio en el fin; se trata de una lucha de fuerzas vitales
coalicionadas contra la muerte para restablecer un equilibrio que se deshace
sin cesar; se trata de una lucha por el equilibrio y no, parecería, por desborde o
el exceso.

Y sin embargo, diversos aspectos del comportamiento hablan en favor de una


tendencia a lo difícil que no estaría subordinada a la necesidad o que, en tal
sentido, sería relativamente desinteresada.

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Ya el ejemplo del juego resulta bastante inquietante: el juego parece revelar en
la vida un exceso de actividad, un desgaste gratuito, un ejercicio para nada.
Viendo jugar a cachorros o a niños, uno se pone a pensar que la vida comienza
más allá del peligro, más allá del equilibrio: la vida es generosa. Acaso sea,
para el viviente, una manera de ser que va más allá del no-morir. Acaso la vida
sea positivamente este cercado de ocio al que accede el viviente cuando ya no
tiene hambre ni sed, cuando está fuera de peligro y carece de trabas. Esta
observación que ensayamos nos lleva a considerar ciertos aspectos del placer
que tuvimos que dejar en la sombra; el placer encubre, al parecer, en su
positividad ese elemento de ocio y de juego que va más allá de la simple
señalización de la necesidad, o mejor: un matiz de lucha no para vivir sino para
vencer; el placer, decimos con Pradines, es una dualidad vencida, pero gusta
del obstáculo al mismo tiempo que anticipa el goce: "la dificultad, afirmaba
Montaigne, da el precio a las cosas" (Ensayos, II, 15).

La psicología del combate y de los instintos combativos aporta a esta discusión


un testimonio que puede, acaso, ser decisivo. Dichos instintos parecen
representar la punta de agresividad de la vida, su afán de poder más allá de su
afán de supervivencia. El juego señalaría la generosidad a la que accede el
viviente cuando alcanza este claro del ocio vital más allá de la falta y del dolor.
La lucha expresa el lado destructor, imperialista, de dicha expansión. Atestigua
que la guerra se encuentra en la prolongación de una tendencia vital
inquietante, a la cual se alía naturalmente una afirmación pasional de sí mismo,
un frenesí de auto-afirmación. Siempre la paz es una conquista ética sobre el
querer-vivir violento; procede de la afirmación de otros valores supra-vitales, de
valores de justicia y de fraternidad. Por eso no hay moral puramente biológica;
porque la vida tiende a la efusión y a la destrucción con una asombrosa
indistinción.

Pero el testimonio más decisivo en favor de una tendencia agresiva de la vida


lo constituye el propio curso de la historia que la lleva: si la búsqueda del placer
y de lo fácil y el temor al dolor fueran los únicos recursos vitales de la actividad,
la historia no sería este desarrollo terrible, alimentado sin cesar por un
elemento trágico hecho de ambición, de poder, de catástrofe y de destrucción.
La historia sería la historia económica, la historia hecha por el homo
oeconomicus, y no la historia política, la historia hecha por el hombre
depredador; la historia sería la historia del bienestar y del malestar y no la
historia del poder y del fracaso. La separación -entre el curso efectivo de la
historia y los esquemas teóricos de la psicología sensualista debe resultar
llenada, ya en el plano de la psicología, por la consideración de una raíz
agresiva de la vida. El gusto por lo terrible, con su desprecio latente del placer y
lo fácil, con su inquietante acogida del sufrimiento, parece ciertamente uno de
los primeros componentes del querer-vivir.

Parece pues que el gusto de vencer obstáculos es heterogéneo respecto a la


búsqueda del placer de asimilación, al temor al sufrimiento y a la búsqueda de
la facilidad; sostenida por la imaginación dicha búsqueda sería percibida como
necesidad; pero dicha necesidad no estaría atraída por ninguna privación, por
ninguna agresión, por ninguna traba. Al no tener como polo opuesto al
sufrimiento en ninguna de sus formas, el placer del, obstáculo no adoptaría

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nunca la forma de la plenitud, de la anulación del dolor, de la liberación de la
traba, en síntesis, del reposo. El verdadero placer en movimiento sería el único
en revelar la auténtica tensión de la vida más allá de la avaricia, del deseo y del
temor; sólo él atestiguaría la dimensión heroica, y si es posible decirlo así,
quijotesca, de la vida contra Sancho Panza, atraído sólo por el placer de la
posesión, del no sufrimiento y de la comodidad.

Si seguimos hasta el fin las sugestiones de este análisis nos encontraremos


llevados a corregir la interpretación anterior de las necesidades del desgaste y
el ejercicio. Tales necesidades -o cuasi-necesidades- son esencialmente
ambiguas: están atraídas por los dos polos de lo fácil y lo difícil. La vida
comporta, según parece, una atracción por el obstáculo; dicha atracción es
acaso la raíz primitiva de la voluntad de poder; pero antes de desviarse hacia
los mitos nietzscheanos del imperialismo y la guerra, la imaginación ejerce su
función de mediación entre las tendencias vitales y el querer: representa el
obstáculo y su ornamento físico, figura en un sentimiento original el placer
también original de la lucha y sugiere así el valor de la energía.

Una nueva fuente de vacilación resulta de la raíz de la libertad: en efecto, el


gusto por el obstáculo inclina a elegir el sufrimiento mismo y a sacrificar el
placer de poseer al puro placer de vencer; éste agregaría entonces a los
valores más elementales del alimento y del sexo complementario los valores
aún vitales y espontáneos, pero de alguna manera desinteresados y utópicos
de la lucha.

5. La confusión afectiva y la heterogeneidad de los valores vitales

Decíamos al comienzo del capítulo que, en tanto afectividad, la existencia


corporal trasciende la inteligibilidad pretendida por las esencias del Cogito. El
estudio del placer, del dolor, del atractivo de lo fácil y del gusto por lo difícil
otorga un sentido preciso a este tema de la confusión afectiva.

La experiencia de las diferentes situaciones fundamentales en las cuales el


viviente se encuentra comprometido -privación, agresión, traba y obstáculo-
comporta, incluso en el plano elemental de la vida, una revelación compuesta y
heterogénea de valores. No es sólo que la posición del cuerpo no puede
resultar deducida de un acto eventual de auto-posición del Cogito; también
ocurre que dicha posición no es una posición simple. La afectividad no forma
sistema; ilustra valores dispares en placeres y sufrimientos dispares. En lugar
de una pareja única de placer y dolor, hemos enumerado varias series
afectivas, sin pretender por otra parte haber cerrado el ciclo de los valores en el
nivel vital. Cada serie afectiva representa una escala de intensidad de valor que
permite en cada oportunidad una comparación homogénea por seriado entre el
polo negativo y el polo positivo, por ejemplo entre la privación y el goce, entre
el dolor externo y el placer apenas positivo de la seguridad, etc.

Parece entonces que la noción de querer-vivir no podría ser una noción simple.
Sólo define un nivel de valor, no un valor o una pareja de valores. En ese nivel,
"la historialización" de los valores figura una suerte de ápeiron (de caos
indefinido), en la raíz del cogito. No hay tendencia central que uno podría

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llamar querer-vivir y respecto de la cual las tendencias antes enumeradas
serían formas derivadas; en efecto no hay afecto sensible respecto del cual las
diversas imágenes afectivas del placer (ligado a la asimilación), del no-dolor, de
lo fácil y lo difícil serían especies; por ello, tampoco hay un valor de la vida que
la imaginación afectiva podría focalizar a partir de una materia afectiva simple.
La vida, al menos en el estadio humano, es una situación compleja sin
desanudar, un problema sin resolver, cuyos términos no son ni claros ni
concordantes. Por ello, constituye un interrogante abierto planteado al querer;
finalmente, por ello hay un problema de elección y un problema moral. En la
unidad del Cogito la experiencia del nivel vital no forma un Estado dentro del
Estado, con su orden propio; no hay orden vital; se trata más bien de una
multiplicidad a clarificar y a unificar por el corte de la de-cisión 16.

Esta conclusión puede parecer extraña: ¿sería acaso la vida una pseudo-
noción? En tal situación extrema, ¿no tengo que elegir entre mi vida y mis
amigos, la verdad, mi fe? Precisamente si en ciertos momentos mi vida se me
aparece reunida en un valor global, esto no ocurre en el interior de la
experiencia afectiva indefinida y abigarrada, sino desde el exterior, partiendo de
la muerte. La muerte es la que da su unidad a la vida, en el sentido que sólo
una situación de catástrofe, arrinconándome en la elección entre mi vida y la de
mis amigos, tiene el poder de poner globalmente en cuestión mi existencia. La
eventualidad de este acontecimiento simple, mi muerte, mi morir, reúne
repentinamente todo lo que soy como cuerpo en un abrazo igualmente simple.
Del morir, el vivir recibe toda la simplicidad de la que es capaz; frente al
"peligro-de-muerte" 17, "el-ser-con-vida" aparece como una situación total que
tiene la simplicidad, si no de un acto que pongo, al menos de un estado que es
el estado mismo de existir corporalmente.

Esta revelación de la unidad del vivir a través del sacrificio, -respecto de la cual
no hay que cansarse de señalar la riqueza de implicaciones filosóficas que
posee-resultaría traicionada si no fuéramos capaces de discernir, detrás del
morir que unifica al vivir, la afirmación de valores por los cuales mi muerte se
encuentra implicada como eventualidad y para los cuales mi vida está en
peligro. Diremos pues: mi vida sólo me aparece como valor si a la vez se
encuentra amenazada y trascendida, amenazada por la muerte y trascendida
por otros valores. El sacrificio reúne en una única situación esa amenaza y esa
trascendencia. Por eso podemos afirmar que la vida se encuentra reunida por
la muerte y por otros valores; a la luz del sacrificio podemos decir que la vida
define no un valor simple, sino un nivel simple de valores. Importa pues
comprender ahora los valores del plano vital por contraste con otros valores de
nivel diferente, para aprehender en toda su amplitud la confusión de la
afectividad y la heterogeneidad de los motivos que alimentan a un querer.

III. El cuerpo y el campo total de motivación

1. El plano de la historia y el plano del cuerpo

La experiencia-límite del sacrificio subraya con bastante claridad que existen


otras fuentes de la motivación voluntaria, además del anhelo de mi vida. Más
difícil es esbozar una enumeración, aunque más no sea aproximativa de dichas

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fuentes originales de motivos. Tal enumeración sólo nos interesa
indirectamente pues nuestro objetivo es comprender la relación del cuerpo al
querer. Pero no podemos dejar de lado una reflexión, por breve que sea, sobre
los otros motivos; pues ante todo es ella la que puede esclarecer el querer
mismo; en efecto, si el querer es la evaluación de la vida, es oponiendo otros
valores a mi propia vida como abro el abanico de mi motivación; pero, además,
la inteligencia de otros motivos es esencial a la comprensión misma de lo
involuntario corporal: en efecto, el cuerpo no es sólo un valor entre otros, sino
que se encuentra de alguna manera implicado en la aprehensión de todos los
motivos y, a través de ello, de todos los valores. Se trata del medium afectivo
de todos los valores: ningún valor me alcanza si no dignifica él un motivo y
ningún motivo me inclina si no impresiona mi sensibilidad. Accedo a todo valor
a través de la vibración de un afecto. Abrir el abanico de los valores es al
mismo tiempo desplegar la afectividad en su mayor envergadura.

La escuela sociológica francesa nos ha habituado a buscar en la función de las


representaciones colectivas la- diferencia entre el querer y el deseo. También
se sabe la claridad brindada por Bergson a esas perspectivas, aunque fuera
para mostrar inmediatamente su insuficiencia, en Las dos fuentes de la Moral y
de la Religión.

Las reflexiones de los sociólogos tienen una fuerza invencible contra las teorías
que, de una u otra manera, intentan derivar el querer de intereses vitales
diversamente refinados, sistematizados o sublimados. Bajo el nombre de
representaciones colectivas, dichos sociólogos han evocado, frente al viejo
empirismo, qué exigencias extrañas al anhelo vital son las que dan al hombre
su propia cualidad de humanidad. El plano orgánico no es el plano humano; era
natural buscar por el lado del "medio social" lo que el "medio biológico" no
bastaba para explicar, en la esperanza de volver a encontrar más allá del
agnosticismo filosófico y religioso heredado de A. Comte y de Spencer el
dualismo ético de la gran tradición filosófica 18.

No hay necesidad, hoy en día, de repetir los excelentes análisis que han hecho
los sociólogos sobre la influencia de las representaciones colectivas sobre el
pensamiento abstracto, sobre la memoria e incluso sobre las necesidades
orgánicas. Lo que debemos subrayar aquí es la contribución de tales análisis a
la psicología de lo involuntario; el interés principal de estas reflexiones es atraer
nuestra atención hacia la esfera original de los sentimientos por los cuales una
conciencia individual se encuentra afectada por representaciones colectivas. Y
si bien es cierto que los sociólogos tienen tendencia a reducir el plano
psicológico a una simple fusión de lo social y de lo orgánico, a un lugar de
pasaje de representaciones colectivas, razón por la cual no atienden al
momento esencial de la voluntad -ya volveremos sobre ello- al menos han visto
que son los sentimientos específicos los que insertan las representaciones
colectivas en el ciclo de las representaciones y las tendencias del individuo. En
efecto, finalmente la sociedad juega su destino en las conciencias individuales.
En estas últimas y principalmente en una afectividad original resultan impresos
los imperativos sociales 19. Un temor, un respeto específicos inclinan nuestra
sensibilidad en el sentido de los mandamientos, y la emoción, de acuerdo con
su función ordinaria, asocia toda la vibración del cuerpo a la empresa afectiva

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de nuestros imperativos. A través de los afectos la sociedad penetra en el
individuo y puede entrar en competencia con las necesidades vitales dentro del
propio ámbito psico-orgánico.

Pero si bien la escuela sociológica tuvo el mérito de señalar hasta qué punto
las representaciones colectivas tienen una fuente que no es la de las
necesidades orgánicas, con todo, no ha tenido de ningún modo en cuenta la
relación entre los sentimientos unidos a esas representaciones y la voluntad. A
falta de un análisis previo de las nociones de querer y de motivo, a falta, en
consecuencia, de una eidética de la motivación, la voluntad corre el riesgo de
aparecer como un' epifenómeno de sus propias representaciones colectivas.
En tal sentido, el lenguaje de los psicólogos de inspiración sociológica es
particularmente equívoco. La voluntad "traduce" una "influencia" ejercida por
representaciones que "penetran" la conciencia. Los imperativos "se imponen";
ora se identifican al fiat con el imperativo mismo en tanto domina a las
tendencias vitales, ora con la obediencia de la conciencia, "obediencia
consentida si se quiere, pero con todo obediencia, pues la conciencia recibe su
ley desde afuera". La autonomía de la conciencia se torna "una heteronomía
que se ignora"; -"la conciencia de grupo instalada en nosotros" 20.

En realidad, por debilidad fenomenológica, la psicología sociológica ha


insertado simplemente su noción de representaciones colectivas en una
psicología naturalista: tales representaciones son fuerzas, tendencias que
luchan mecánicamente con las tendencias vitales.

De tal modo, cuando se opone la élite a la masa, uno se queda sin recursos
para comprender cómo puede un individuo alzarse por encima de sus propias
representaciones colectivas. Finalmente queda uno condenado a buscar la
razón por debajo de esas representaciones colectivas, en la permeabilidad
orgánica del individuo ante el empuje, auto-creador, según parecería, de las
representaciones colectivas 21. Se llega así a afirmar que -`la sola presencia de
las representaciones colectivas frente a la conciencia basta para hacer de
nuestra actividad una actividad voluntaria” 22.

Frente a esa conciencia "sede", "reflejo", nunca hay que dejar de rehacer el
camino cartesiano de la duda al Cogito. Yo pienso significa ante todo: yo me
opongo para evaluar. Yo soy el que evalúa los imperativos sociales.

Este incesante redescubrimiento del Cogito de ninguna manera me instala en


una soledad arisca; más bien, me enseña a consultar como motivo lo que sufro
como sugestión. No es otra cosa el evaluar. El error de la psicología
sociológica es haber a menudo elegido como patrón a las conciencias
inauténticas "que quieren a través de voluntades ya constituídas" y asimismo
haber intentado comprender el querer auténtico como un refinamiento de esa
conciencia alienada, como una alienación genial. En el camino de este
redescubrimiento y con vistas a ese sursum del querer, la eidética es una
plataforma indispensable; al mismo tiempo que nos dice: querer no es sufrir,
nos repite: motivo no es causa. Mecanicista o dinamista, la psicología implícita
de los sociólogos dürckheimianos está siempre pensada en términos de física
mental.

101 / 396
La eidética nos enseña que si bien la afectividad que se refiere a las
representaciones colectivas difiere "materialmente" de la afectividad en el plano
vital, se parece con todo "formalmente" a ella, en tanto motivo de...

Dicho parecido formal es precioso: pues nos autoriza a comprender según una
mutua analogía las relaciones de mí mismo y mi cuerpo y las relaciones de mí
mismo y mi historia. La historia y mi cuerpo son los dos planos de la motivación,
las dos raíces de lo involuntario. Del mismo modo que no he elegido mi cuerpo,
tampoco he elegido mi situación histórica; pero uno y otra son el lugar de mi
responsabilidad. Entre mi cuerpo y yo se instituye una relación circular, una de
cuyas formas es precisamente la relación de motivación: otro tanto ocurre entre
mi historia y yo; la historia "historializa" valores en un momento dado y solicita
mi adhesión de una manera análoga a lo que sucede con mi hambre, mi sed,
mi sexualidad. La historia me inclina como mi cuerpo. Por ello no es un objeto
23
; puede llegar a serlo sólo si me evado de mí mismo, a la manera en que el
cuerpo propio se torna cuerpo-objeto para un espectador puro y desencarnado,
para un espectador no-situado. Como ocurre con la afectividad del plano vital,
el temor y el respeto me revelan los valores que ilustran mi siglo. Pero, como
contrapartida, si la historia tiene una espontaneidad propia en su
desenvolvimiento y yergue en su pasaje valores, como mi hambre yergue el
valor del pan, soy yo el que evalúa, compara y decide. La receptividad del
querer con respecto a los valores sociales, como la receptividad con respecto a
los valores orgánicos, es recíproca de la decisión soberana que invoca los
valores recibidos. Tal receptividad sólo se convierte en pasividad y esclavitud a
través de la dimisión y la alienación.

Estas perspectivas en apariencia abstractas tienen una aplicación política


inmediata: la objeción de conciencia con respecto al tirano -hombre, partido o
masa- se encuentra inscripta en la estructura mismo del querer individual; la
motivación social, como la motivación corporal, puede ser juzgada y criticada.
Me encuentro ante el Estado como ante mi cuerpo. No hay dos libertades, una
libertad "civil" y una libertad "interior". Sólo hay un libre albedrío.

2. Obligación y atractivo

¿Cuál es entonces esa afectividad según la cual la conciencia se sensibiliza


ante los imperativos sociales? La gran novedad afectiva es el hallazgo de una
superioridad, de una trascendencia, no sólo en el sentido impropio y horizontal
de una alteridad que me desborda, sino en el sentido propio y vertical de una
autoridad que me domina. El bien de las comunidades de las cuales participo
está representado a mi sensibilidad por un prestigio específico.

, Parecería que dicho prestigio comporta dos aspectos contrarios: un atractivo y


una obligación que sin duda figuran ya en este nivel la relación equívoca de mí
mismo con toda trascendencia, la cual ora eleva y ora domina, ora llena y ora
anonada. Consideremos un valor como la justicia, cuyas formas históricas
varían, en parte en función de las situaciones técnicas en que ellas se insertan,
en parte en función de la capacidad cíe invención y de generosidad de las
conciencias que prolongan sin cesar las exigencias de dicha justicia a sectores
siempre nuevos de la vida en común. La exigencia de justicia, que se encarna

102 / 396
históricamente en formas esencialmente variables, tiene su raíz en la
afirmación radical de que el otro vale frente a mí, de que sus necesidades valen
como las mías, de que sus opiniones proceden de un centro de perspectiva y
de evaluación que tiene la misma dignidad que yo. El otro es un tú: tal es la
afirmación que anima subterráneamente la máxima de la justicia, tanto en su
forma antigua: neminem laedere, suum cuique tribuere, como en su forma
kantiana: tratar a la persona como un fin y no como un medio. La exigencia de
justicia consiste pues en un descentramiento de perspectiva por el cual la
perspectiva del otro -la necesidad, la reivindicación del otro- equilibra mi
perspectiva.

Es justamente ese descentramiento el que mi sensibilidad experimenta de


manera diferente como obligación y como atractivo.

Por una parte dicho descentramiento no puede dejar de ser una obligación: en
efecto, mi propia vida está humillada por los valores puestos en juego por las
instituciones y las estructuras que componen entre sí las exigencias diversas
de los individuos; en última instancia es el valor del otro el que humilla mi
propia vida. El sentimiento de estar obligada por. . . expresa afectivamente la
desnivelación de valor entre el valor de mi vida y el valor de las comunidades
que hacen posible en todas sus formas la vida del otro. La obligación significa
que el descentramiento de perspectiva que inaugura el otro es una
desnivelación de valor.

Pero tal sentimiento tiende a degradarse en-compulsión; erróneamente se


confunden con tanta facilidad obligación y compulsión. La obligación concierne
a una libertad. La compulsión es un aspecto de la esclavitud. La obligación
motiva; la compulsión encadena, atañe a un querer inauténtico, a una libertad
alienada; acaso ella represente la más temible de las pasiones, la pasión de
inercia que hemos señalado en otro afloramiento, a nivel vital, al atender al
gusto por lo fácil. Pero esta contrapartida de la obligación atrae nuestra
atención hacia un aspecto fundamental de la obligación: la presión social tiende
a su límite inferior en la medida en que permanece difusa y anónima y se
identifica con el "Uno" sin rostro de los prejuicios muertos: "uno" piensa así.
"uno" hace esto o no hace aquello. La obligación deja de ser una compulsión
cuando los valores ilustrados por las costumbres adoptan el rostro de alguien,
son conducidos por el impulso de decisiones vivientes, en síntesis., son
encarnados por personas auténticas. Al respecto, Bergson aportó una
contribución decisiva a pesar de las graves incertidumbres que señalaremos a
continuación; parecería que la compulsión de los imperativos sociales se
encuentra ligada a su anonimato.

Ahora bien, esta observación nos permite pasar al otro límite: al contrario,
cuanto más encarnado se encuentra un valor como la justicia por una
conciencia militante que le confiere el ímpetu de su indignación y de su
generosidad, más se convierte la compulsión en reclamo. La compulsión es el
signo de una deshumanización de los valores que pesan como pesos muertos
sobre la conciencia; el reclamo es el signo de una, creación, de una
"historialización" viviente de los valores, realizada por hombres ellos mismos

103 / 396
vivientes. Compulsión y reclamo son el límite inferior y el límite superior de las
"representaciones colectivas".

Pero uno se engañaría enormemente si pensara, que el momento de la


obligación puede resultar levantado por la compulsión: uno de los peligros del
análisis bergsoniano, como le ocurre también a la psicología de inspiración
sociológica, es el de tomar por patrón las formas inauténticas de las relaciones
del querer y los valores; volveremos pronto sobre ello' cuando intentemos hacer
justicia al análisis kantiano de la obligación- "el reclamo del héroe" no suprime
la obligación; el sentimiento de obligación de ninguna manera está sustentado
en el anonimato del -'Uno", sino que procede de la trascendencia de los valores
comunitarios con relación a los valores vitales.

Por el contrario, si la compulsión es el límite inferior de la obligación, el reclamo


es el límite superior del atractivo que ejerce sobre el querer el bien de las
comunidades que buscan la justicia: "felices aquellos que tienen hambre y sed
de justicia"; pues la exigencia de justicia es como un hambre y como una sed.
Lo que viene a significar que la facultad de desear es más vasta que el anhelo
vital. Estoy vacío y falto de algo más que de pan y agua. Pero ¿de qué? ¿de
entidades acaso? ¿de formas ideales que tendrían por nombre justicia,
igualdad, solidaridad? ¿Hablamos entonces de "inclinaciones ideales" y las
oponemos a las inclinaciones vitales? Nos arriesgarnos así a caer en la trampa
de las abstracciones muertas. La justicia, la igualdad nunca son sino reglas
vivientes de integración de personas en un nosotros. En última instancia, es el
otro el que vale. Siempre hay que volver a ello. Lo que me falta es el otro. El yo
está vacío con relación a otro yo. Este me completa como el alimento. El ser
del sujeto no es solipsista; es un ser-en-común. De tal modo la esfera de la
relación intersubjetiva puede resultar análoga a la esfera vital y el mundo de las
necesidades suministra la metáfora fundamental del apetito el otro yo, como el
no-yo -por ejemplo, el alimento- , vienen a llenar al yo.

Partiendo de esta estructura fundamental de la intersubjetividad, los valores


que la hacen posible pueden ser atrayentes y no sólo obligatorios. La
comunidad es mi bien porque tiende a consumarme en el nosotros, donde el
vacío de mi ser se encontraría colmado. En ciertos momentos de preciosa
comunión, presiento que el yo aislado sólo puede ser un desgarramiento de los
otros que habrían podido llegar a ser para mí un tú.

Pero a su vez esta comunidad que me consuma me obliga, pues sólo tiende á
hacerlo superándome como querer-vivir. El atractivo sin duda es más
fundamental que la obligación, pues la obligación no es más que la idea de un
atractivo superior al querer-vivir unida a la del obstáculo del querer-vivir. El
descentramiento de perspectiva del yo al tú y al nosotros es a la vez lo que
deseo y lo que temo, lo que me completa y me obliga. Por eso la afectividad a
nivel social resta fundamentalmente equívoca. ¿En qué sentido entonces
podemos decir que el límite superior del atractivo es el reclamo? En el sentido
de que el reclamo ya no puede ser del orden de la motivación; que la excede
como, por su parte, la compulsión carecía, por su parte, de ella. Está
constituido por ciertos hallazgos que me aportan no sólo razones para vivir que
yo pude evaluar, aprobar, sino también que verdaderamente operan en el

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corazón mismo de querer una conversión que tiene el alcance de un real
engendramiento espiritual. Tales hallazgos son creadores de libertad. Son
liberadores. Puede ser la amistad o el amor de pareja; entonces el vínculo del
yo al tú cambia profundamente de naturaleza: no se trata ya de una relación
social, pública, sino esencialmente privada que excede la regla de justicia. Al
mismo tiempo el otro ya no es análogo a mi cuerpo: su querer ya no está frente
al mío como una fuente de opiniones que pueden motivar mi querer. La
relación de motivación resulta trascendida y se une a una relación de creación.
La acción de alguna manera "seminal" que el amigo ejerce en el corazón
mismo del querer pertenece ya a la "poética" del querer, que aquí nosotros
mantenemos en suspenso.

De tal manera, la obligación y la atracción que describimos se sustentan en esa


zona medianera de las relaciones públicas o civiles con el otro: es la zona de lo
"social", que tiene por límite inferior la compulsión o la esclavitud en donde ya
no hay sociedad ni derecho y donde el querer se encuentra alienado; y por
límite superior la amistad donde ya no hay sociedad ni derecho, sino un
reclamo liberador, donde el querer ya no se encuentra motivado, o aconsejado,
sino creado 24. Sin duda, hace a la esencia de la intersubjetividad el ser una
relación inestable entre la relación amo-esclavo y la relación de comunión. Con
todo, la responsabilidad política es esa zona donde la libertad nunca encuentra
justificativo ni en la tiranía del príncipe, ni en la dictadura del Uno, y donde la
transformación de todo vínculo civil en amistad es una utopía.

En esa zona medianera, donde el otro aún no es el "tú" de la amistad sino el


"socio", el ciudadano -o mejor, el conciudadano-, el sujeto del derecho, no hay
que creer que el otro representa un valor simple ante mi vida. Ya habíamos
dicho que mi vida tampoco es un valor simple sino más bien un plano de
valores que de ningún modo están unificados; el lugar de la elección ya se
encontraba inscripto en la discordancia de los motivos afectivos que gravitan en
torno a mi vida; la necesidad de elegir está asimismo marcada por el conflicto
de los valores vitales tomados globalmente con el orden igualmente global de
los valores sociales; tal conflicto está ilustrado por el sacrificio; pero la elección
también está suscitada por el conflicto interno de los valores sociales. Podemos
efectivamente decir, de manera radical, que el otro es el que vale, pero este
valor del otro se encuentra indirectamente focalizado a través de un laberinto
de situaciones sociales donde se refracta en valores inconmensurables:
igualdad y jerarquía, justicia y orden, etc... Sin embargo, no es nuestra tarea
esbozar ni siquiera simplemente dichos conflictos que habría que leer "en" la
historia y que nunca deberían resultar tratados de manera abstracta, ideológica.
Baste con indicar que la situación histórica del libre-arbitrio es aún menos
simple que su situación corporal. Uno nunca concluye de abrir el campo de la
motivación del querer humanó. Por último, la inconmensurabilidad de los
valores se revela esencialmente en la confusión afectiva de los motivos: como
consecuencia de ella toda la historia se encuentra en escorzo en la vida
involuntaria de cada sujeto y afecta a un querer personal.

3. Valores "materiales" y valor "formal"

105 / 396
Es difícil concluir el- examen de la motivación involuntaria sin afrontar la
dificultad que suscita, incluso para la psicología de la voluntad, la interpretación
kantiana de la obligación moral. Aquí sólo podemos afrontar dicha dificultad
desde el punto de vista estrictamente limitado de una fenomenología de lo
voluntario y de lo involuntario y no desde el punto de vista de una ética a priori
como la que supone Kant. Pero es imposible eludir esta dificultad pues la ética
kantiana implica una fenomenología implícita de lo voluntario y lo involuntario y,
a su vez, nuestra fenomenología explícita de la motivación pone en cuestión,
como decíamos más arriba, una teoría de los valores.

La fenomenología implícita del kantismo sostiene que la voluntad sólo es digna


de tal nombre cuando obedece a un principio a priori distinto de la facultad de
desear, a la razón como potencia práctica: Parecería pues que fuera del
vínculo con la razón no hay voluntad y que dicho vínculo debe excluir toda
relación con la sensibilidad. El kantismo se encuentra dominado por el
problema c'9 una voluntad "pura", independiente de toda condición empírica, es
decir de toda motivación afectiva 25.

La voluntad »'pura" sólo está determinada por la razón en tanto potencia


práctica que impera, Dejemos de lado por ahora la tesis kantiana según la cual
sólo el imperativo puramente racional que puede determinar una voluntad pura
es "formal" y de ninguna manera "material".

Pero la exclusión de la "facultad de desear" fuera del campo de la voluntad


"pura" supone una concepción más amplia de la voluntad humana que nos
remite precisamente a una teoría general de la motivación. En efecto, las
predisposiciones de la sensibilidad sólo pueden entrar en competencia con "el
principio a priori del querer" dentro del mismo ámbito psicológico, dentro del
mismo campo de motivación; la moral kantiana supone una medida común
entre los móviles resumidos en la idea de bienestar y el "principio del querer, a
partir del cual se produce la acción sin tener en cuenta los objetos de la
facultad de desear" 26. El conflicto entre el deber y el bienestar supone la
medida común de la motivación. Esto implica dos cosas: por una parte, que los
móviles afectivos no traen aparejado necesariamente el querer; de lo contrario
éste- nunca podría cambiar los móviles afectivos por móviles racionales; dicho
de otra manera, el determinismo psicológico ya se encuentra roto a nivel de la
facultad de desear. Por la otra, que la razón práctica sólo puede determinar al
querer si la sensibilidad no lo determina necesariamente. "Móviles a posteriori"
y "principios a priori" deben entonces revestir la común servidumbre al motivo.
La oposición kantiana del deber y la sensibilidad en el plano ético supone pues
una fenomenología más amplia de la motivación y de la decisión que engloba
los términos mismos de la oposición.

Pero es necesario ir todavía más allá: no sólo debe poderse referir la


sensibilidad al querer como un motivo que inclina sin obligar, sino que a su vez
un principio racional, cualquiera sea, debe poder "tocarme" de una manera
análoga a los bienes sensibles. Por otra parte, Kant lo acepta expresamente: el
respeto es ese sentimiento sui generis "que expresa simplemente la conciencia
que tengo de la subordinación de mi voluntad a una ley sin mediación de otras
influencias sobre mi sensibilidad" 27. Ciertamente que Kant opone lo más

106 / 396
posible tal sentimiento a todos los otros: no estaría "recibido por influencia
como ocurre con los sentimientos de deseo y temor, sino que se encontraría
espontáneamente producido por un concepto de la razón". -'Hablando con
propiedad, dice, el respeto es la representación de un valor que conlleva
perjuicio para mi amor propio" 28. Pero esta oposición no puede anular la
analogía profunda existente entre el respeto y la pareja afectiva de inclinación y
temor. En tanto la ley es obra de la razón, por lo tanto mi obra, en resumen, en
tanto soy autónomo, me encuentro espontáneamente de acuerdo con ella,
como mi deseo se encuentra de acuerdo con el placer; en tanto dicha ley se
opone a mi amor propio, tiene analogía con el temor.

De tal manera, es necesario decir, para hacer inteligible al kantismo, que por
una parte todos los sentimientos humanos, incluídos los sentimientos de deseo
y temor, son proporcionados al querer, y que por la otra, la ley más racional
"me afecta" a través de un sentimiento análogo a los sentimientos vitales. El
kantismo como moral se inscribe entonces necesariamente dentro de una
fenomenología que va más allá de la oposición de la razón y la sensibilidad.

Pero si bien el kantismo no nos obligó a invertir los principios de nuestra


descripción de lo voluntario y lo involuntario, ¿no introduce con todo una
dimensión absolutamente nueva en la motivación, que hace de alguna manera
estallar desde adentro el marco en el cual, por un momento, parecía factible
incluirla? El respeto, se ha dicho, es un sentimiento no receptivo sino
espontáneo, pues la ley es la legislación misma de la razón. Esta legislación de
la razón sería hasta tal punto homogénea con el querer, que el principio no
sería ya un involuntario que inclina, sino la auto-determinación de un ser
racional. El deber sería yo mismo como razón que impero sobre mí mismo
como voluntad. Más allá de la motivación que inclina, sería, no el reclamo, sino
la autonomía 29.

Parece razonable abordar esta dificultad intentando situar esta legislación


racional con relación al valor del otro. Es el otro, el derecho del otro, como
hemos dicho antes, el que me humilla y colma. Por otra parte, hemos hablado
del respeto hacia el otro en los mismos términos utilizados por Kant para
describir el respeto a la ley. Precisamente, Kant nos advierte que "todo respeto
a una persona no es propiamente más que respeto a la ley (la ley de
honestidad entre otras) que dicha persona nos da como ejemplo". He aquí el
meollo de la dificultad: ¿no ha extendido Kant indebidamente el valor "formal"
de universalización de nuestras máximas? En particular, el prestigio de esa
famosa regla "formal" de universalización ¿no ha sido adoptado, sustraído, al
valor "material" del otro? Podríamos incluso preguntarnos, una vez restituido al
otro valor directo y no derivado, de modo alguno, de la ley, si dicho principio
formal tiene alguna otra función además de la de someter a una prueba crítica
la autenticidad de nuestros sentimientos. No es posible que un proyecto sea
nocivo al otro cuando es universalizable. Pero sin el valor "material” del otra, y
fuera de dicha función crítica, el valor "formal" de no-contradicción perdería
toda significación. Tal criterio formal es un criterio de control. Se encuentra
subordinado a esa irrupción en el seno de mi vida de la-preocupación por el
otro en tanto otro; supone el surgimiento del Mitsein en el Selbstsein,
surgimiento revelado en un sentimiento específico de disolución y arrebato.

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Además de esa función de control; la regla formal de universalización parece
tener otra función, de sustitución, de interregno. Como lo demostrara Rauh
magistralmente 30, me refugio en una voluntad formal de no-contradicción
cuando ceso de vivir espontáneamente, "apasionadamente" los valores
"materiales" de la vida en sociedad. En la intermitencia del sentimiento, me
repliego en la ley. A falta de la fidelidad hacia el otro, intento permanecer
constante, mantenerme en acuerdo conmigo mismo 31.

Remitida a esta función subordinada, la regla formal de universalización de


nuestras máximas resta, con todo, irreductible. Hay que renunciar a reducirla a
la presión de los imperativos colectivos o incluso al valor del otro en tanto otro.
Se trata de una regla de pensar correcto, aplicada a la acción. Es el arma
crítica del individuo. Como tal, la regla "formal" es irreductible a los valores
"materiales". Plantea, pues, un problema que, de entrada, parecería insólito: en
efecto, dicha regla no motiva mi acción del mismo modo que pueden hacerlo
los valores "materiales": tal regla del pensar correcto es de alguna manera
consustancial a la voluntad que delibera; coincide con la espontaneidad del
querer. En tal sentido, Kant está en lo cierto cuando dice que expresa la
autonomía de la legislación racional. Pero dicha autonomía no es otra cosa que
la autonomía crítica de un querer que ensaya racionalmente sus proyectos y
que, por esta prueba racional, se eleva de una motivación ingenua a una
motivación madura. Estrictamente hablando, la autonomía formal no es más
que la espontaneidad del querer, ligada por su propia racionalidad. La
autonomía formal sólo es la obligación racional de permanecer de acuerdo
consigo mismo en la deliberación. En tal sentido, no expresa un aporte en
forma de valor, un bien sobre el cual uno delibera, sino el valor mismo de la
operación de deliberación. En un sentido estricto, en que la motivación se
reduce al juego de valores "materiales" a través de los sentimientos que los
ilustran, uno puede afirmar que la regla kantiana de universalización no es un
motivo, sino el deber mismo de deliberar racionalmente. Pero, en un sentido
amplio del término motivo, uno puede afirmar que el anhelo mismo de examinar
racionalmente una situación y los valores en juego en la misma puede ser un
motivo, una razón invocada: " ¡Veamos, vamos a reflexionarlo detenidamente!"
El respeto de la forma misma de la deliberación racional se dirige, como bien lo
ha dicho Kant, no a una cosa o a una persona, sino a una ley.

También es cierto que, respetando su propia racionalidad, la voluntad no recibe


nada, sino que produce espontáneamente en sí misma un sentimiento de
respeto. Es el único caso en que produce en sí misma un sentimiento; pero, de
tal manera, no produce razones de elegir o de hacer esto o aquello; la voluntad
no se inclina, en esa producción, ni por su cuerpo ni por el otro, ni por su vida ni
por la historia; sólo produce una razón de razonar y esta razón le aparece aún
en un sentimiento específico, el respeto hacia su propia racionalidad. Y
finalmente, ¿qué es respetar su propia racionalidad, sino crear concretamente
una zona de silencio para que el respeto por el otro pueda hablar tan fuerte
como el apego a mi vida? Cuando dejo hablar a la justicia y no sólo a mi interés,
cuando accedo al valor "material" del otro, respeto al máximo el valor "formal"
de mi propia racionalidad. Diríamos de buen grado, para hablar un lenguaje
menos abstracto que el de Kant, que el único deber "formal" que entra en el
campo de la motivación es el de no consentir que el abanico de la motivación

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se cierre sólo en torno a los valores "materiales" que revuelvan el desea y el
temor, y el de tenerlo abierto de acuerdo a su envergadura más grande:
"Cuando deliberes contigo mismo, acoge los valores más altos, aquellos que
tienen por centro al otro".

NOTAS

1. Sobre esta "regresión analítica a sible", La signification du sensible, pág.


lo inmediato", cfr. Pradines, Philoso- 57.
phie de la sensation, t. 11: La sensibili- 2
té élémentaire, les sens du besoin, pág.~ Pradines, op. cit., págs. 13-15.
9. J. Nogué ha señalado con fuerza la 3. Es el lenguaje de G. Dumas en
dificultad de esta "pura experiencia de Nouveaun Traité de Psycho%gie, T. II:
la vida" por "extenuación de todo sen- . . . la necesidad, es decir'las sensacio
nes internas generales o locales que tra- necesidad nunca es completo.
Por otra
ducen el entorpecimiento o la progre- parte, en el hombre esas conductas pre
siva detención de las funciones orgáni- formadas de la defensa se encuentran
en
cas correspondientes", pág. 487; de completa regresión; la efigie efectiva
que
igual manera págs. 475, 449-450. alimenta nuestros miedos siempre
resulta aprendida.
4. Pradines, op. cit., págs. 81-92.
12. Sobre las funciones entorpeci
5. Cfr., al contrario, Cellerier, Les é!é- das, cfr. Pradines, op. cit. ments de la
vie affective, Rev. Phil.,
1926. 13. P. Guillaume, "Les aspect affecüfs de l' habitude, Journal de psych.,
6. P. Valéry; El cementerio marino. 1935, números 3-4.
7. J.P. Sartre, L' imagínaire, págs. 13 14. Es una visión penetrante de la psi
29. cología escolástica: lo irascible es irre
8. J.P. Sartre, op. cit., págs. 78-110. ductible a lo concupiscible; se orienta a
lo arduo como lo concupiscible se orienta al placer; cfr. más abajo, II Parte, cap.
cit.,
I1, II.
10. Pradines, L' hétérogénéité fonc- 15. Adler, El temperamento nervio
tionnelle du plaisir et de la douleur, Rev. so. phil., 1927; Les sens du
besoin, págs. 12
y ss., 27 y ss., 81-92. 16. En el mismo sentido: la ambivalencia en la raíz
de la libertad, J. Bouto 11. Uno puede preguntarse si ciertas nier, L'
angoisse, pág. 269 y ss. R. Da¡
impresiones afectivas preformadas, em- biez, La méthode
psychanalytique et 1a
parentadas con el temor, no preceden a doctrine freudienne, t. 11, págs.
481 -483:
toda experiencia, a /todo "aprendizaje" el autor cita a Malinowski, La saxualité
del dolor, como ocurre con los miedos et sa répression dans les aociétés
pr?mi
ancestrales que despierta en ciertos ani- t¡ves: la plasticidad de los
instintos en el

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males la percepción a la distancia del hombre reclama una regulación propia
enemigo de la especie. ¿Diremos enton- mente humana, ética y cultural.
ces que dichas impresiones afectivas son
comparables a la "prenoción orgánica" 17. En alemán —peligro-de-muerte" se
del objeto de la necesidad que precede al dice "Lebensgefahr". Sobre el
sentido
placer? No, porque la pretendida "preno- del morir como revelador de
contingen
ción orgánica" del dolor no tiene el po- cia• cfr. 11I parte, cap. II1.
der de despertar las conductas de defen- 18. Ch. Blondel, Les volitions, en
sa en ausencia del objeto nocivo: si bien Nouveau traité de psycho%gie,
por G.
la conducta de defensa precede al con- Dumas, T. V1: "La gracia de San Pablo,
tacto doloroso, permanece con todo su- el imperativo de Kant, la representación
bordinada a la percepción a distancia del colectiva del sociólogo no son
más que. .
peligro. Los montajes motores preforma- ... la triple elaboración divergente
de
dos adaptados a situaciones peligrosasuna realidad, en tanto podemos saberlo,
tienen pues una regulación interna subor- propiamente humana,... la
actividad psi
dinada a la presencia de los signos perci- coorgánica sólo se torna
actividad vo
bidos. Por lo tanto, el paralelismo con la luntaria a condición de
sublimarse, por así decirlo, bajo la acción de representa- 27. Ibídem y
Critique de la raison
ciones colectivas", págs. 321-324. pratique I, 111 (Sobre los móviles de la
ra
19. Ibídem., pág. 233. zón pura práctica); cfr. la proximidad entre el respeto,
lo sublime y la admira 20. Ibídem., págs. 355-366. ción, Critique de la faculté
de jugar, pa
21. Ibídem., pág. 360. rágrafos 23, 27, 29.
22. Ibídem., pág. 363. 28. Fondements de la méiaphysique
23. R. Aron, lniroduction á la philo- des moeurs, 1° sección.
sophie de la histoire. 29. Kant, Critique de la raison pra
24. Acaso el bergsonismo corre el tique, I, I.
riesgo de caer en falta respecto a la esen- 30, L'expérience morale, caps. I,
IV,
cia de lo social por el método de pasajes V l. al límite inferior y superior.
' 31. G. Marca¡, La fidélité créatrice,
25. Kant, Fondements de la méta- pu refus á l' invocation, págs. 192 y ss.
physique des moeurs, 1 ° sección.
26. Ibídem.

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CAPITULO III

LA HISTORIA DE LA DECISION: DE LA VACILACION A LA ELECCION

Introducción: La existencia temporal en los límites de la eidética

La descripción pura que inaugura el estudio de la decisión propone sólo una


regla de pensamiento; la existencia brota en el límite de las esencias; la
existencia del cuerpo es el hecho decisivo que nos obliga a superar el punto de
vista de las esencias y a esclarecer la vida concreta en el extremo de la
inteligibilidad; de tal manera, la idea completamente pura de motivo ha
encontrado de algún modo una materia en la necesidad y el placer, en el dolor,
en fin, en la afectividad. Esa primera superación de la eidética reclama una
nueva superación: la existencia no sólo es cuerpo, sino también elección. La
eidética de la decisión mantuvo en suspenso el nacimiento de la elección: la
triple relación con el proyecto ("yo quiero esto"), consigo mismo ("yo me
determino así"), con el motivo ("yo decido porque. . .") no hace alusión a la
historia donde surgirá la elección; la elección es esa avanzada, ese nacimiento,
ese crecimiento por el cual existe y la relación al proyecto, a sí mismo, al
motivo. En verdad, la descripción pura sólo suprimiría la historia existente
procediendo a un corte instantáneo y fijando en lo intemporal una elección ya
operada; en este instante la conciencia simplificada se dirige hacia un único
proyecto; al mismo tiempo se determina a sí misma como una e invoca en un
gesto eternamente petrificado una constelación invariable de motivos.
Ciertamente, dicha relación también concierne a la conciencia vacilante: a lo
largo de esta historia laboriosa, soy una conciencia que decide; pero siempre la
descripción pura flaquea ante la historia respecto de la cual la elección
constituye el desenlace, la historia en el curso de la cual. se busca una elección,
se la pierde y encuentra a través de conflictos esbozados vías muertas, salidas
teatrales o de lenta gestación.

Esta meditación sobre la duración de la elección se encuentra íntimamente


ligada a la meditación sobre lo involuntario corporal; por una parte, la unión de
lo voluntario y lo involuntario por integración de motivos corporales en el seno
de una decisión concreta sólo puede aparecer en una historia donde se ensaye
e invente la medida común del cuerpo y del querer. La duración es el medium
de la unidad humana: es la motivación viviente, la historia de la unión del alma
y el cuerpo; esta unión es un drama, es decir una acción interior que demanda
tiempo. Es por lo tanto necesario descubrir esa duración allí donde las
relaciones fundamentales resultan esbozadas y declaradas. A su vez, la
duración sólo puede ser comprendida como drama; la existencia sólo avanza
por el doble movimiento de la espontaneidad corporal y del dominio del querer;
la duración tienen doble cara: se la sufre y se la conduce, es tiempo vital que
me empuja al ser y arte de conducir el cambio de los pensamientos. Para un
ser encarnado, la libertad es temporal; encarnación y temporalidad hacen a la
única y a la misma condición humana.

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Pero si la historia de la elección prolonga el descubrimiento del cuerpo, esta
peripecia permanece, como la precedente, bajo el signo de la eidética; la
duración sólo puede resultar esclarecida a la luz de las relaciones intemporales
establecidas por la descripción pura. Ciertamente, la duración brotante sigue
siendo en su existencia absoluta ingenerable desde las ideas, pero la menor
inteligibilidad de la condición temporal de la libertad procede de esencias
intemporales, en el punto de extenuación de la descripción pura. De manera
que la duración que soy trasciende las puras relaciones de la decisión y el
proyecto, del yo y los motivos, pero sin transgredirlas. La decisión forzada es la
que hace inteligible lo informe de donde procede la elección y el propio
progreso de su formación. A la luz de ésas relaciones, la historia aparece como
el despertar, el nacimiento, la maduración de un sentido (esencia o sentido no
implican aquí ninguna hipóstasis platonizante). En particular, sólo la descripción
pura puede proteger una meditación sobre la duración de una regresión hacia
una física del espíritu donde la sucesión de los momentos estaría pensada bajo
la idea de causalidad. Ahora bien, dicho peligro nunca resulta completamente
conjurado, pues sólo tenemos, para leer una génesis, conceptos inadecuados
que difícilmente superan el nivel de las metáforas: despertar, crecimiento,
maduración, movimiento, viaje, salto, desenvolvimiento, desarrollo, etc... Esas
metáforas no son peligrosas si se las protege de sí mismas con relaciones
puras tales como proyecto, determinación de sí, motivación; aparecen entonces,
en los confines de lo inteligible y de la existencia experimentada y operada,
como los índices desfallecientes de una experiencia interior que, al mismo
tiempo, es una acción.

I. La vacilación

La historia de la elección verifica una primera exigencia de la descripción pura:


la voluntad que decide no se reduce a un acto terminal, a un fiat último que
surgiría repentinamente en el seno de una situación interior que no la
comportaría. Cualquiera sea el caos de la indecisión y el carácter repentino de
la elección, ésta no hace aparecer un tipo nuevo de conciencia; aunque
irrumpa como una salida teatral en medio de la indecisión, ese salto se
encuentra en el interior mismo de una conciencia que quiere, su surgimiento no
hace que antes de él la voluntad estuviera ausente o anulada. Nunca dejo de
existir como cuerpo y como querer, querer vacilante, querer vencido, querer
indisponible, querer que decrete. El Fiat, si es una discontinuidad, surge dentro
de cierta continuidad de existencia voluntaria.

Por ello nuestra primera tarea será reconocer en la vacilación cierta manera de
ser del poder de elegir.

Nuestra segunda tarea será comprender cómo de la vacilación a la elección la


decisión avanza y vive de la duración.

Nuestra tercera tarea será esclarecer el acontecimiento de la elección como


desenlace de una historia que dicho acontecimiento viene a la vez a romper y a
consumar.

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Asimismo, habrá que reflexionar sobre las dificultades filosóficas que comporta
una doctrina de la libertad suscitada por el estudio de la elección en el límite y
bajo la égida de la descripción primitiva.

1. La manera de ser del querer en la vacilación

La vacilación es una elección que se busca. Esa relación de la vacilación y una


elección eventual se hace notar de dos maneras. La vacilación se da a la vez
como una falta de elección y como un incentivo, un esbozo de elección; pero es
siempre la elección la que pienso como ausente, imposible, deseada, retardada,
temida.

Por una parte, nombro la vacilación como in-decisión. Esta imperfección del
querer con frecuencia resulta experimentada dolorosamente; la siento como
una pérdida de mí mismo; me angustio porque todavía no soy, porque no soy
uno. En la vacilación soy muchos, no soy. Nos engañaríamos
considerablemente si identificáramos el descubrimiento de la posibilidad de
nuestro ser con el de esta indecisión. La posibilidad radical no es la indecisión
que malogra la elección, sino el poder que la inaugura (cfr. cap. I, II); la
verdadera posibilidad es la que abro en mí decidiendo, es decir abriendo, por
un proyecto efectivo, posibilidades en el mundo; el signo de esta posibilidad
proyectada ante mí es el sentimiento de poder y de potencia que mantienen
completamente alerta al cuerpo todos los poderes retenidos al borde de la
acción real y que el proyecto despierta o encuentra en el espesor del cuerpo.
La vacilación ilustra por vía del absurdo estas verdades de derecho: en el caos
de mis intenciones se arrastra la convicción de mi impotencia; pruebo no mi
posibilidad, sino mi imposibilidad: "no estoy a la altura", "pierdo pie", "estoy
perdido, atascado"; me siento impotente.

Es cierto que ese déficit de la vacilación comporta asimismo la posibilidad de


un sentimiento refinado de hiper-potencia y de goce que nace precisamente de
esta fecundidad indecisa y siempre retenida más acá de la elección; pero esta
experiencia proviene de una situación muy distinta de la vacilación de alguna
manera ingenua en que se busca la elección; el rechazo de la elección, o al
menos su aplazamiento, convertido en estilo de vida, supone un reflujo de la
conciencia que se complace en la reflexión sin fin; no está vuelta hacia un
proyecto eventual sino hacia una posibilidad de segundo grado: la posibilidad
de devenir posible eligiendo; esta experiencia del poder-poder surgida de una
lucidez suprema queda reasumida por encima de una voluntad ingenua que
quiere sin mirarse querer y que vacila con vistas a la elección sin mirarse
vacilar. Dicha posibilidad remite a la vacilación-para-la-elección. Más adelante
intentaremos encontrar el principio de la misma, de una posibilidad donde
presentimos una corrupción de la reflexión y, si es posible decirlo así, una
concupiscencia reflexiva, respecto de la cual el mito de Narciso es otra
manifestación.

Por otra parte, la vacilación es positivamente un querer perplejo que se orienta.


En ella se esbozan los tres rasgos fundamentales de la decisión formada; tales
esbozos muestran el déficit de la in-decisión.

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1. Incapaz de un proyecto firme, no dejo de ser una conciencia absorbida en
una diversidad de intenciones prácticas donde se perfilan acciones que
dependen de mí; con relación a esos proyectos ensayados se examinan los
motivos. La estructura intencional de la conciencia que vacila no difiere en tal
sentido de la conciencia que decide más que por la modalidad de los proyectos
entre los cuales se reparte la conciencia; vacilar es dudar; "yo me pregunto
si...", "¿qué haré?". El imperativo de la decisión resulta ensayado en modo
problemático, sin que esta modalidad estropee el tipo fundamental de
estructura del proyecto y anule el carácter volitivo general que posee la
vacilación. Esa nota dubitativa que afecta a los proyectos nacientes contamina
todos los elementos del proyecto; el índice "a hacer", que marea con un signo
práctico tal o cual acción sugerida, también es dubitativo; si el futuro y lo
posible que engendran la decisión estuvieran ausentes en lugar de estar
"modificados" de una manera dubitativa, no me sentiría en un mundo en el que
me encuentro embarcado en la elección, en un mundo en el que hay algo por
hacer, algo enredado por desenlazar, algo no-resuelto por determinar; si la
voluntad sólo surgiera al término de la deliberación, como la espada del Galo
cayendo en el último acto sobre la balanza, el futuro ofrecido a la conciencia
que vacila sólo sería el futuro de la previsión, obstruido por la necesidad,
cerrado a la acción, en síntesis, un futuro que dispensaría de la vacilación
misma. Vacilo precisamente porque el mundo es una pregunta irónica: ¿y tú
que harías? Cada proyecto ensayado es como una respuesta balbuceante
cuyo camino se encuentra diseñado por un trazado de vías cerradas y abiertas,
de asperezas y de utensilios, de ocasiones y de muros. Pero pronto dicha
respuesta resulta borrada por otra. La desazón de la indecisión reside en un
contraste entre una previsión cierta y una decisión incierta; el curso del mundo
sigue, y yo pataleo; de ahí nace la impresión de estar sumergido, revolcado por
el oleaje: el rigor de la previsión abruma la debilidad del futuro proyectado.
Vemos entonces en -qué sentido es posible tal o cual partido que aún no he
adoptado: cómo el proyecto detenido es por lo pronto posible con esa
posibilidad de previsión que es la permisión misma de las cosas; esta
posibilidad "teórica" se compone, por otra par, te, con la posibilidad "práctica"
del proyecto mismo; pero ésta se encuentra a su vez afectada por su índice
problemático; la posibilidad como "modalidad" de todo juicio teórico o práctico,
como modificación de la modalidad categórica (por lo tanto como concepto
formal) viene pues a complicar la posibilidad real, si es posible, decirlo, abierta
por todo proyecto; cuando digo: "es posible, teniendo en cuenta todo, que no
me vaya de París", designo particularmente el carácter problemático de mi
proyecto inconsistente; al mismo tiempo la posibilidad corporal, el poder físico a
medias despierto resta indeciso e informe, y mi vago proyecto flota a distancia
de lo real, sin morder la realidad; ningún poder firme evocado en mi cuerpo
sutura las posibilidades proyectadas con las posibilidades ofrecidas por el
curso del mundo; mis intenciones se encuentran como desencarnadas,
cerebrales, y amenazan sin cesar con virar hacia lo irreal, hacia ese imaginario
que anula la realidad en lugar de anunciar su transformación.

2. Pero mis intenciones informes no sólo flotan lejos de las cosas, sino también,
de algún modo, lejos de mí, sin que pueda proclamar: "esta acción soy yo"; la
imputación del proyecto también es dubitativa; una conciencia aparatosa e
irresponsable que juega con el porvenir siempre está presta a degradar y abolir

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la voluntad en curso de acción. Esta modificación de la relación con respecto a
sí mismo es solidaria de la modificación del proyecto: en efecto, en el proyecto,
yo me implico a mí mismo; la acción anticipada debe "ser realizada por mí"; me
proyecto a mí mismo como aquel que realizará; me imputo la acción futura
identificando ese yo proyectado con el yo que proyecta. Ahora bien, en la
vacilación la inconsistencia del sentido proyectado afecta al yo que realizará;
no sé quién será; cada proyecto eventual propone un yo incierto; de tal manera,
el joven que aún no eligió su carrera se ve vagamente tras un mostrador o con
un guardapolvo de médico sin afirmar todavía: ese hombre soy yo; me esbozo
varios mí mismos en el modo del "acaso"; el proyecto dubitativo me parece
extraño a mí mismo pues el yo implicado en él no soy categóricamente yo; aún
no me he unido a uno de esos "yo mismos" que flotan ante mí; vacilar es
ensayar diversos yo, es esbozar la imputación. No hay dos "yo", el que
realizará y el que ahora quiere; del mismo modo que por una suerte de
recurrencia, la afirmación de algún proyecto implica la afirmación de mí mismo
que lo realizaré; la duda con respecto a algún proyecto es asimismo la duda
con respecto a mí mismo. No hago lugar a ninguna acusación, a ninguna
contestación que pueda hacerme el otro; y sin embargo nada soy, soy un yo en
el modo dubitativo; estoy presto a asumir un acto que me engendrará como yo
declarado; vacilar es afrontar ya el "uno" que me arranca de la masa; el
aislamiento perplejo donde la vacilación me recoge ya es el signo de mi
vocación voluntaria; como un rey sin reino, soy una conciencia incoativa que
todavía no ha adoptado su esfera de responsabilidad.

Ese estatuto indeciso del yo reclama algunas observaciones críticas: el modo


incoativo y problemático del yo debe tomarse tal como se da; no tenemos
derecho a substituirlo por la imagen triunfante de un yo invariablemente uno
que habría que erigir por encima de sus propias vacilaciones; se trataría de un
prejuicio cosmológico; el yo resulta objetivado, puesto en lo abstracto como una
entidad invariable, ornada con atributos soberanos; no especialidad, unidad,
identidad, etc.; esta representación abstracta no es más que una imagen
hipostasiada, tal como las márgenes inmóviles del río o el foco inmutable de
donde brotan rayos múltiples e intermitentes; subsisto en una identidad
intemporal intacta más allá del tiempo en que vacilo, busco y elijo. Hay que
tomar en serio la significación radical de la vacilación; me realizo a partir de la
existencia informe de mi propia subjetividad. En la vacilación no soy ni una
ausencia de conciencia -como si pudiera ausentarme de mí mismo y dejar la
escena vacante para otro modo de existencia distinto de la existencia como
voluntad-, ni una conciencia triunfante -como si el tiempo fuera un simulacro, un
tiempo para bromear. Soy una conciencia militante, es decir capaz de modular
en los modos diversos de lo categórico y lo problemático. Debo mantener con
igual firmeza estos dos aspectos de la situación: por una parte, en la vacilación
existo ya como voluntad por esta vocación misma de unidad, de afirmación
categórica, que me salva como sujeto de afirmación en mi perplejidad y que me
hace conciencia desgraciada; por la otra, en la vacilación no tengo otra manera
de existir que esa duda y esta incoherencia. Soy entonces mi propia indecisión;
no tengo derecho, ni medio de "sustantivar" la existencia, la conciencia, la
voluntad fuera de su propio alcance; tampoco puedo "hipostasiar" este reclamo
de elección, esta vocación por la unidad, al margen de la multiplicidad interior
de la que dicha vocación no consigue escapar. La conciencia que vacila sólo

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expresa su vocación por la unidad superándose en una conciencia de sí
dolorosa, en una presencia a sí aguda y solitaria; refluyendo hacia mí mismo,
me siento existir terriblemente, a la manera de una llaga viva. Pero esa
conciencia herida de mí mismo en la que me reúno no es más que la
conciencia intencional repartida entre sus esbozos de proyecto; la unidad de
apercepción de mi división íntima no sustenta el acto de elección que me
unificaría inmediatamente; se agota en hacer aparecer mi propia diseminación.

3. La indecisión del yo es, finalmente, la indeterminación de los motivos; dicha


indeterminación también debe ser encontrada entre los dos límites claros de la
ausencia y de la plena determinación.

Por una parte, uno estaría tentado a afirmar: estoy indeterminado porque la
relación con los motivos aún no existe, y sólo existirá en el resplandor de la
elección; sólo la elección hace que tenga razones; hasta que no haya elegido
carezco de ellas. Pero a eso es necesario responder lo siguiente: en la
vacilación, en realidad, soy un ensayo de proyecto con relación a un ensayo de
motivos; la pura relación del proyecto al motivo esclarece aquí lo informe. La
elaboración de la elección es una elaboración de los propios motivos; la
motivación hace aparecer una diversidad de lados o aspectos en la situación,
en los valores propuestos, en la relación de los valores entre sí y con la
situación; detener el sentido de dichos valores y detener su elección es lo
mismo; nunca la elección hace al valor; siempre lo invoca; un proyecto
dubitativo "se apoya en" motivos inconsistentes; a decir verdad, no puedo tener
nada en cuenta; no me puedo apoyar en nada; la vacilación es la experiencia
del apoyo que se sustrae; en tal sentido, la relación con los motivos no se
encuentra ausente sino naciente.

Pero, inversamente, uno podría pensar que la indecisión procede del conflicto
de motivos totalmente constituidos, invariables como cosas; un conflicto en el
que cada uno de esos motivos, si estuviera solo, obtendría la decisión; la
indecisión sería una decisión inhibida por otra decisión también inhibida. Este
error, exactamente opuesto al precedente, nos hace señalar, asimismo, el
sentido de la conciencia problemática de decisión; la primera procedería de un
desconocimiento de la relación primitiva de la decisión con los motivos; ¡a
segunda asimila el motivo a una causa; ahora bien, la causa existe
completamente antes del efecto, en tanto el motivo sólo existe en su relación
con la elección; si la elección es "en razón del" motivo, el motivo es motivo "de"
la elección. Esta regla eidética esclarece el sentido de la vacilación: allí donde
la elección no queda detenida, un instinto, un deseo, un temor, no ha recibido
aún su sentido definitivo, sino que hace aparecer "lados" variables: la
motivación se encuentra aún en suspenso. En la indecisión me encuentro
sumergido en la confusión de motivos.

De tal manera, la vacilación propone la tarea, imposible para el entendimiento,


de pensar un querer que es y que todavía no es. Pero la aritmética nos
traiciona; la multiplicidad de proyectos y de yo no es una multiplicidad "exacta",
pues afecta a la unidad de una vocación de elección y se supera en la unidad
de mi presencia ante mí mismo; y la unidad bajo la cual pienso el reclamo, el
recogimiento, la soledad, no es una unidad "exacta", pues constituye la

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revelación de una multiplicidad específica que hiere a la existencia. En general,
la existencia naciente e informe opone una resistencia tenaz a la claridad; y
ciertamente es la descripción pura la que permite reconocer la forma en lo
informe y afirmar que lo informe es el despertar de la forma; dicha descripción
nos advierte que la conciencia sólo puede nacer de sí misma, aunque en su
propia infancia aún no sea ella misma; pero a su vez, la eidética supone la
superación hacia cierto tacto, hacia cierta fineza -capaz de descubrir el
nacimiento, el despertar y el crecimiento en el límite de las formas adultas; así
lo exigen tanto la existencia como la historia.

2. La indeterminación por el cuerpo

¿Por qué es necesario que la voluntad comience y recomience sin cesar por la
indeterminación? ¿Por qué el hombre es una historia que desenvuelve todo
sentido a partir de una confusión primordial, toda forma a partir de lo informe?
Es necesario mirar del lado de la motivación, o más exactamente del lado del
cuerpo que da una materia a la idea formal de motivo. A raíz de que la
existencia corporal es un principio de confusión y de in-' determinación, no
puede ser de entrada proyecto determinado, determinación de mí mismo,
apercepción de razones determinadas. El proyecto es confuso, el yo informe,
porque estoy turbado por la obscuridad de mis razones, hundido en esta
pasividad esencial de la existencia que procede del cuerpo; el cuerpo va
adelante como "pasión del alma" -y hay que tomar ese término en su sentido
filosófico radical: la pasividad de la existencia recibida.

Por lo tanto, la encarnación es la que gobierna a una meditación sobre la


temporalidad; a causa de la confusión de motivos, la motivación demanda
tiempo, y la elección debe conquistarse desde una conciencia vacilante. Si se
desbrozara la libertad como integral, como plenamente creadora de la
existencia, no sólo dejaríamos de lado la relación con los motivos en general y
con los motivos corporales en particular, sino que tampoco podríamos justificar
al tiempo como ensayo de la libertad, a falta de percibir el vínculo entre la
temporalidad y la encarnación; con ello quedaría destruido el sentido
fundamental de la libertad, a saber, que la elección no es una creación.

Vamos a esclarecer a la luz de nuestras observaciones anteriores sobre los


valores vitales esta indeterminación que impone el cuerpo al nacimiento de la
elección. La vida, lo involuntario y en general, el campo de motivación no
forman un sistema; o para decirlo de otra manera: no existe, en un momento
dado, una totalidad presente de tendencias que nos autorice a hacer un
balance de las necesidades, los deseos, los ideales suscitados por una
situación dada; tampoco existe entre los valores aprehendidos una jerarquía
evidente que detenga por agotamiento la búsqueda del bien. Interroguemos
sucesivamente las ideas de totalidad presente y jerarquía evidente.

Sea que tomemos un deseo aisladamente o la constelación mental en un


momento dado, siempre nos encontramos ante una sinfonía inconclusa. Idea
que es la consecuencia rigurosa de nuestras reflexiones sobre la afectividad;
por esencia, la afectividad es confusa; ante una impresión afectiva, puedo
preguntar indefinidamente: '¿de qué se trata? Todo sentido, recolectado en

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palabras, debe ser determinado, definido, es decir comprendido a partir de un
falso infinito, de un indefinido, el afecto. ¿Quién llora allí, sino el viento puro, en
esta hora A solas con diamantes extremos ... Pero ¿quién llora, Tan próximo a
mí en el momento de llorar?

Esta mano, posada en mi rostro, que sueña rozar apenas, Distraída, dócil a
cierto fin profundo,
Espera de mi debilidad una lágrima que se deshace, Espera que se abra paso
lentamente en mis destinos El inmaculado y que en silencio ilumine un corazón
destrozado 1.

Es la parte de verdad del principio estoico según el cual el bien y el mal del
cuerpo son opiniones; cada necesidad, cada deseo es problemático, al punto
de que el sí mismo no se encuentra orientado con respecto a él. Ciertamente,
se encuentra presente ante mí de manera inmediata, pero dicha presencia
inmediata es informe y se presta a una inquisición sin fin. Por eso el tiempo
importa al conocimiento de sí mismo; mis deseos cuestionados tienen aspectos
indefinidamente nuevos que se prestan a una elucidación y a una confrontación
móviles. Sólo el tiempo clarifica. A esta imprecisión de cada deseo en particular
hay que agregar el inacabamiento de la totalidad: la posición recíproca de dos
o más deseos es confusa y reclama tiempo para resultar determinada; como
diremos más adelante siguiendo a los clásicos, es muy cierto que el último
juicio práctico de preferencia gana la elección; pero, por principio, el campo de
la motivación resulta ilimitado y siempre comporta un horizonte indeterminado
cuya progresiva determinación suscita sin fin nuevos horizontes indeterminados;
no hay suma con respecto a la existencia.

Ahora bien, la idea del yo como totalidad abierta, como campo de búsqueda
rodeada de horizontes resulta constantemente degradada por los prejuicios de
una física mental; nos formamos la imagen de un campo total susceptible de
representaciones cuasigeométricas; como se sabe, la Gestalttheorie usa sin
discreción ese género de metáforas2. Con el pretexto de que el cuerpo
percibido en el espacio objetivo es una totalidad espacial, el psicólogo se
respalda por otra parte en el precepto de isomorfismo para construir una
dinámica de tensiones orientadas dentro de esa totalidad cerrada y finita. Para
una descripción pura de la subjetividad dicha totalidad carece de sentido.

Ella supone: 1. que cada sistema de tensiones ya se encuentra determinado


objetivamente; siendo el tiempo reclamado para la resolución de las tensiones
y la producción de una resultante dinámica sólo el tiempo físico de un proceso
cósmico, es decir un tiempo que no inventa nada, la resultante ya está
contenida en las tensiones; la indeterminación de la misma está dominada
desde el comienzo por la determinación de las tensiones; en síntesis, el tipo
original de la indeterminación afectiva resulta totalmente traicionado.

2. que existe una suma finita de tales sistemas de tensiones no resueltas o en


vías de resolución; el campo total es esa suma finita; de tal manera, sé deja de
lado el tipo original de lo indefinido de la conciencia, de ese "mar de la
reflexión" con respecto al cual tanto Kierkegaard como Nietzsche tuvieron
amarga experiencia, y por el que Maine de Biran sufrió, antes que ellos, tan

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cruelmente. Nunca deberíamos cansarnos de advertir contra el peligro de ese
género de topografía y de dinámica que, por otra parte y desde ciertas
perspectivas, es la que más se aproxima a las objetivaciones de la conciencia.
Desquicia los caracteres fundamentales de la conciencia: degrada bajo la
forma de tensión orientada a la intencionalidad por la, cual la conciencia
trasciende el cerco del campo diseñado por el cuerpo y anula la relación
específica al yo que vive en el corazón mismo de dicha intencionalidad,
reduciéndola a un sistema particular de tensiones dentro del campo total; ahora
podemos ver que deja así de lado la indeterminación original que la condición
corporal impone al querer. No hay equivalente objetivo de la confusión primera
a partir de la cual me elijo. La totalidad nunca está dada; sólo es una idea,
reguladora y no constitutiva, por la cual pienso la posibilidad de buscarme sin
fin a mí mismo de horizonte en horizonte.

Pero si la física puede hacerme dejar de lado la condición original del querer, la
moral puede conducir a una equivocación semejante: en efecto, podría
objetarse a la crítica de la idea de totalidad que no es necesario para decidirse
haber realizado el balance, la suma de las necesidades y de los deseos
implicados por la situación; bastaría que "sobre" la afectividad lea valores cuya
jerarquía se me mostraría claramente. Pero una teoría de los valores a priori
-cuya verdad o error no ponemos aquí en cuestión- puede hacernos
desconocer la confusión en la que emerge la elección. Suponiendo, en efecto,
que existiera tal jerarquía absoluta, con todo, la búsqueda de la elección es
algo totalmente distinto de la eventual intuición de las esencias morales y de su
orden. El moralista procede a una evaluación sistemática de los bienes fuera
de toda elección concreta. El problema de la elección es el del bien aparente,
es decir, el del bien tal como aparece aquí y ahora ante mí como tal, en esta
situación única.

Pero el problema del bien aparente resume todas las dificultades precedentes y
viene incluso a agregar dificultades nuevas. ¿Qué significa el bien que aparece?
Es el bien que aparece en una ganga afectiva y corporal, que no resulta
percibido en sí mismo, desligado de toda referencia a mí, sino precisamente
leído "desde" un deseo, un impulso, una tendencia. El valor debe ser
"ensayado" como el sentido mismo del afecto: detener el sentido de un deseo
es fijar su acento de valor; la aplicación de un a priori de valor a la afectividad
no es instantánea, sino que se la ensaya lentamente. Por lo tanto, una cosa es
el valor en sí y otra el valor de este deseo, este valor singular; su ensayo es la
motivación misma.

Si ahora subrayamos que todo valor es comparativo, que todo "bien" es un


"mejor", adivinaremos que las dificultades concernientes a la idea de totalidad
repercuten en la idea de jerarquía: la comparación de dos o más valores es
siempre móvil e inacabada, siempre pueden considerarse nuevos puntos de
vista, la jerarquía aparente depende en parte de saber qué "horizontes"
resultarán determinados, es decir qué valores, dejados en sombras; serán
conducidos al centro de la conciencia; el carácter inacabado de la totalidad
hace a la precariedad de la jerarquía. La búsqueda de una jerarquía es siempre
un proceso indefinido.

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Pero a estas dificultades, que las consideraciones precedentes sobre lo
indefinido de la conciencia vienen a prolongar, se agregan otras que hacen
fracasar de manera más directa el descubrimiento de una jerarquía evidente.
Algunas se sustentan en las exigencias de la acción, es decir en las
condiciones impuestas, por la inserción del proyecto en el mundo, a la génesis
del proyecto. Una acción es concreta, excluyente de su contrario, urgente. Esto
significa: 1°, que entre la regla aceptada y la dec isión concreta hay siempre una
separación comparable a la descubierta por el pensamiento teórico entre la
ínfima species que acuña las abstracciones y la presencia real de un individuo
existente; siempre es indispensable inventar algún encaminamiento original
para encarnar un principio en una acción que, de alguna manera, carece de
precedentes, y dicha invención guarda un carácter irreductible de inexactitud;
2°, la situación que sirve de contexto a nuestras e lecciones determina la mayor
parte de las veces el plazo de nuestras decisiones; toda ocasión tiene término,
mientras que, rectamente considerada, la reflexión no tiene fin; 3° la urgencia
impone una improvisación; la realización material de un proyecto exige el
sacrificio de ciertos puntos de vista que podemos componer en la mente pero
que estamos condenados a separar en el gesto; cuando el pensamiento
aparatoso dice "tanto esto... como aquello. . .", la ley de la acción en el mundo
dice "o esto... o aquello. . . "; las opciones son crueles; y los compromisos
contienen una parcialidad que muestran una pobre imagen ante las bellas
síntesis donde todos los valores propuestos resultan salvaguardados; pero
dichas síntesis posibles según la ley del pensamiento, no es posible
componerlas según la ley de la acción. Inexactitud, improvisación, parcialidad,
tales son las servidumbres impuestas por la acción a la génesis del proyecto:
tales servidumbres impuestas recuerdan la condición corporal del querer.

Finalmente, la evidencia de la jerarquía de valores fracasa a raíz de una


circunstancia última, inherente a la condición corporal: los valores vitales leídos
en la afectividad son incomparables entre sí y con otros valores; en tanto
comparo en abstracto el placer y el deber, la vida de mi cuerpo y la salud de la
ciudad, el hambre y al honor, puede aparecer una subordinación evidente; pero
cuando afronto una situación dada, una duda viene a obscurecerlo todo; ¿no es
acaso mi vida un valor fuera de serie, en cuanto para mí los valores más altos
se hunden en la noche si por ellos pierdo mi vida? Dichos valores sólo existirán
para los otros, para mí estarán perdidos; subordinar mi vida a otros valores es
arriesgar perderme y, de alguna manera, perderlo todo; esta sombra de la
muerte da a la jerarquía teórica un sentido dramático y transforma en sacrificio
lo que para el moralista no era más que la serena actualización de una idea
con respecto a una idea. La adhesión primordial a la vida interfiere sin cesar
con esta impasible jerarquía y tiende a hacer inconmensurables los valores
entre sí. Y, en efecto, la conmensurabilidad de los valores sólo aparece a
condición de una abstracción, de un olvido de la elección concreta que, como
sabemos, se encuentra en el principio mismo de una reflexión moral; cuando
me encuentro buscando el bien aparente, los valores relativos que comparo se
hallan como enmascarados bajo la incógnita de los signos afectivos
incomparables: el aguijón del hambre es incomparable con la fina emoción que
me inspira la recia palabra del honor; y la angustia ante la muerte es
absolutamente heterogénea con respecto al reclamo de la comunidad en
peligro. Por lo tanto, una jerarquía soberana de valores siempre debo leerla

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"sobre" signos afectivos incomensurables, sobre el placer, lo agradable, lo
sublime, etc.

Todas estas fuentes de confusión situadas en el origen de la elección se


componen conjuntamente. La historia social de cada conciencia individual
viene incluso a sumarse a esta confusión afectiva. Valores ensayados por otros,
ilustrados por épocas históricas diferentes, quedan inscriptos en nosotros y
hacen de nuestros propios ideales un caos de valores, que alcanza al plano
más abstracto de nuestra conciencia moral. Los valores se van acumulando en
nosotros por estratos sedimentarios; hay en nosotros una conciencia de estilo
feudal que gravita en torno al honor y al heroísmo caballeresco, una conciencia
de estilo cristiano centrada en la caridad y el perdón, una conciencia de estilo
burgués y enciclopédico atraída por las ideas de libertad y tolerancia, una
conciencia moderna prendada por la justicia y la igualdad; todas las edades de
la humanidad están figuradas en el resumen de la conciencia.

Además la conciencia individual refleja a su manera la topografía social


contemporánea, tal como concentra la historia humana: ahora bien, la sociedad
no es un medio homogéneo, sino que se encuentra separado y dividido contra
sí mismo; desde fuera parece representar círculos concéntricos -humanidad,
nación, profesión, familia- en el centro de los cuales vendría a ubicarse el
individuo como un punto de vista; pero, vividos por una conciencia, esos
círculos múltiples representan pretensiones, obligaciones, presiones,
reclamaciones que se superponen unas a otras y nos exigen acciones
incompatibles: la topografía social se proyecta en signos afectivos contrarios y
en dolorosas alternativas. las agrupaciones familiares, profesionales, culturales,
deportivas, artísticas, religiosas, etc. nos desgarran hasta tal punto, que es la
persona la que debe crear su unidad, su independencia, su originalidad,
arriesgando su estilo propio de vida. La persona nace del distanciamiento
dentro de los conflictos que se establecen entre los deberes.

Otros conflictos proceden de la propia pureza de la conciencia: se trata, ante


todo, de los conflictos entre medios y fines. ¿Por qué no es posible alcanzar
fines legítimos sino por medios que la conciencia rechaza? ¿Puedo ocultar un
documento para hacer manifiesta la inocencia de un acusado? ¿puedo aceptar
que se restrinja la libertad de pensamiento y de acción para acrecentar la
justicia social? ¿que se ejerza la violencia para asegurar el orden? Pero los
conflictos más íntimos nacen en esta región del alma donde se enfrentan la
intransigencia de nuestros principios con el tacto, la terneza que debemos a los
que amamos; cualquiera que tenga autoridad se encuentra con el cruel
conflicto entre la persona y la regla, entre el amor y la justicia. Pero la
diversidad social no suscita el conflicto franco, sino un tironeo sutil, un fino
desgarramiento del que depende la seguridad de una amistad o la armonía de
un hogar.

Todos esos conflictos, hasta los más espirituales y refinados se entrelazan


finalmente en un estado general confuso. La jerarquía de los bienes siempre
aparece bajo los obscuros contornos del deseo y bajó las formas de una
afectividad problemática de horizontes ilimitados. El principio de vacilación

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reside en la confusión corporal a la cual la existencia humana se encuentra
sometida; toda la historia de la elección procede de tal vacilación.

II. La duración y la atención

De la vacilación a la elección, la decisión avanza y vive de duración.

El precedente análisis nos ha hecho percibir la vinculación fundamental entre la


temporalidad y la encarnación; pero falta aún percibir la vinculación de la
decisión con la temporalidad; es decir, falta descubrir qué dominio tengo sobre
el crecimiento del proyecto en el tiempo. Esta búsqueda que parece posponer
continuamente el estudio de la elección es en realidad la única introducción
posible para la inteligencia de dicho acto terminal: la elección consuma algo,
desenlaza una historia. Además, tenemos la convicción de que conseguiríamos
resolver implícitamente el problema de la elección si llegamos á comprender
cómo conducimos un debate interior en la duración. La hipótesis de trabajo que
pondremos en práctica es la siguiente: el poder de detener el debate no es más
que el poder de conducirlo y este imperio sobre la sucesión es la atención.
Dicho de otra manera: el imperio sobre la duración es la atención en
movimiento; la elección es en cierto sentido la atención que se detiene 3. A
continuación, mostraremos que la asimilación de la elección a una atención que
se detiene sólo es un aspecto de lo que llamaremos la paradoja de la elección.

Según creemos, la entrada en escena de la atención es decisiva; dicho tema se


sustenta en una madeja de nociones que luego desplegaremos, y que por
ahora esbozaremos globalmente.

l. No es posible llevar muy lejos una reflexión sobre la duración sin esclarecerla
mediante la atención. La idea de la duración como orden de sucesión sólo hace
aparecer la condición a priori de un desenvolvimiento personal. Dicha condición
constituye una estructura universal donde no aparece el índice personal de una
aventura.. Ahora bien, la duración entendida como una aventura, como un
desenvolvimiento personal, ora es sufrida y ora conducida. El índice de
actividad de la duración es la atención; la atención es la sucesión conducida. A
su vez, la atención sólo puede resultar comprendida como arte de cambiar de
objeto, como movimiento de la observación, en síntesis como una función de la
duración. Duración y atención se implican, pues, mutuamente.

2. La teoría de la atención, que es fácil de esbozar ante todo en el marco de


una reflexión sobre la percepción, debe poder prolongarse al conjunto del
cogito. En la atención reside todo mi poder cuando debato conmigo mismo. Si
todo mi poder reside en la sucesión y si tal poder es la atención, podemos
dominar-la discusión clásica sobre la deliberación y rechazar el dilema del
racionalismo y el irracionalismo. La libertad no reside sólo allí donde los
motivos racionales la conducen por encima de los motivos afectivos (o móviles);
a su vez, dicha libertad no se encuentra sólo allí donde una corriente
subterránea derrumba las razones intelectuales anónimas y muertas; reside
donde gobierno la sucesión, donde el movimiento de la observación está en mi
poder.

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3. La atención y la duración comprendidas la una por la otra deben darnos una
inteligencia más completa de la función fundamental de la imaginación en la
invención de la decisión. En efecto, en el análisis de los motivos, una de las
ideas fundamentales era que todas las formas de lo involuntario venían a
refractarse en la imaginación. Este ensayo de valores en la imaginación se
comprende aquí a partir del carácter universalmente imaginante de la atención.
Atender es ver, en un sentido muy amplio, no intelectualista; es decir,
desarrollar de alguna manera intuitivamente todas las relaciones y todos los
valores; la- atención opera en este ambiente intuitivo donde se ensayan los
valores más abstractos. Resultan así anudadas las tres ideas de duración,
atención e imaginación. Pero la que hace comprender las restantes es la
atención.

1. La sucesión sufrida y dirigida: la atención

El progreso de la decisión a través de sinuosidades, estancamientos, saltos,


retrocesos, es una sucesión. La cualidad voluntaria de la elección refleja la
cualidad voluntaria del debate a partir del cual, de una u otra manera, aquélla
procede. ¿Cómo podemos afirmar que la forma de la sucesión es voluntaria?

Todo el anterior análisis en el plano de la descripción pura mantuvo en


suspenso tal función de la sucesión; hasta el presente sólo se ha considerado
al tiempo como la dimensión futura del proyecto; sin embargo, de ningún modo
tal dimensión temporal de la anticipación es el tiempo mismo; cada acto
instantáneo tiene un horizonte futuro; incluso en la vacilación el proyecto más
naciente, más dubitativo, contiene una orientación incierta hacia un futuro vago,
una orientación adosada al instante presente. Siempre estamos en el hoy;
siempre es ahora. El tiempo es la forma según la cual el presente cambia
incesantemente en cuanto a su contenido, es decir es el orden de sucesión de
momentos en cada caso presente, es algo que expresaremos a través de una
metáfora: el tiempo es el flujo del presente. Ahora bien, cada momento
presente tiene por esencia un horizonte de anticipación (o, como dice Husserl,
de protensión), y un horizonte de memoria o mejor, en el sentido más amplio
del término, de retención 4. "El presente se hace sin cesar otro presente", lo
que significa: "cada futuro anticipado se hace presente" y "el presente se hace
pasado retenido". En estas tres fórmulas se sustenta el sentido del término
devenir. En efecto, no son dispares sino solidarias; la memoria se hincha
porque siempre hay presente haciéndose pasado y siempre hay presente
porque siempre hay futuro apuntando al horizonte.

Pero esta triple fórmula del devenir sólo expresa una forma; las palabras: cada
momento futuro, cada momento presente, cada momento pasado no expresan
que en esta forma esté en juego una subjetividad, un sí mismo. ¿Bajo qué
condición la forma del devenir constituirá el crecimiento de una persona, el
desenvolvimiento de un sujeto?

Planteado en estos términos, el problema tiene algo de singular: es


sorprendente no encontrar el signo de la subjetividad en el tiempo que, sin
embargo, es el modo de ligazón típico de una subjetividad, como de manera
diferente lo han mostrado Kant y Bergson. ¿Habrá que afirmar que el signo de

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la subjetividad sólo se agrega a los actos que liga la sucesión? ¿que el tiempo
es la forma de la subjetividad porque es el orden de sucesión de las
percepciones, de las imaginaciones, de los recuerdos, etc., en síntesis, de
operaciones susceptibles de resultar alcanzadas inmediatamente por reflexión?
El signo de la subjetividad debe buscarse en ciertos aspectos del propio
cambio, en aspectos de los cuales ninguna física mental puede dar cuenta, en
la propia forma de la sucesión: a saber, que la sucesión puede vivirse en el
modo activo o en él modo pasivo. La sucesión presenta la bipolaridad
fundamental de la existencia humana, que buscamos comentar en esta obra:
dicha sucesión resulta sufrida y conducida. Si la duración es una aventura
personal es porque el mantenimiento o el cambio de una percepción, de un
recuerdo, de un deseo, de un proyecto, etc., por una parte dependen de mí, y
por la otra no. Lo que radicalmente no depende de mí es que el tiempo se
escurra: ya hemos hecho alusión al aspecto radicalmente involuntario del
deslizamiento de adelante hacia atrás, a raíz de la previsión y el proyecto;
volveremos a ello sistemáticamente en el marco de una meditación sobre la
necesidad en primera persona. Pero, a su vez, la espontaneidad del Cogito y,
más precisamente, la marcha voluntaria de un debate interior consisten en que
nos orientamos en la duración; conducimos el debate haciendo aparecer o
comparecer a los testigos. Nos vemos por ello llevados a buscar el índice
voluntario de la duración en cuanto tal y a confiar el destino de nuestra libertad
a cierto arte capaz de mantener a cambiar nuestros proyectos.

Acabamos de pronunciar el término libertad: en efecto, la introducción de la


duración es asimismo la introducción del problema de la libertad; hasta ahora
no conocíamos más que el acto instantáneo de querer (fuera incoativo o
determinado), caracterizado por el proyecto, la determinación de sí mismo y la
invocación de motivos. Lo libre concierne a la actividad temporal donde se
engendra el acto, la emisión, el avance de la duración que hace a la existencia
misma del acto. Es un adjetivo que expresa de la mejor manera el nacimiento
temporal que no es un acto, sino el carácter de un acto -de un poder, de un
deseo, de un querer-. Por ello, sin pleonasmo, hablamos de querer libre. El
sustantivo querer designa la estructura' del acto instantáneo cuyo análisis
eidético realizamos al comienzo del presente capítulo; el adjetivo libre designa
el modo de su nacimiento en el tiempo; el término libertad no es más que un
adjetivo sustantivado. Podemos asimismo emplear el adjetivo voluntario para
caracterizar el nacimiento temporal del querer. Entonces dicho término es
sinónimo de libre.

¿En qué consiste lo libre, lo voluntario, aplicado al crecimiento de nuestros


motivos y al nacimiento de nuestras elecciones? La atención es ese arte de
gobernar la duración, cuyo flujo es radicalmente involuntario. En ella se
consuma lo libré o lo voluntario; es lo atento, es decir no una operación
diferenciada sino el modo libre de todas las cogitationes.

La atención no aparece, de entrada, como la clave del problema de la


deliberación (para retomar una expresión clásica, un tanto intelectualista, según
creemos, como comentaremos más adelante). La atención se da ante todo
como un modo de la percepción. Por generalización podemos extraer de la
atención perceptiva (o mejor de lo atento como modo del percibir) los

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caracteres universales que hacen de la misma un arte de producir la
permanencia o el cambio de pensamientos en general, en el sentido amplio
dado por Descartes a este término. Un poco más adelante comprenderemos
por qué la atención retiene en sus formas afectivas o intelectuales ciertos
caracteres de la percepción y resta siempre un percibir en un sentido muy
amplio, que habría que determinar; la necesidad de hablar de la atención
perceptiva, que por ahora parece un rodeo, se verá entonces justificada.

La atención en la percepción resulta comprendida como un libre


desplazamiento de la mirada; entonces el análisis de la atención suprime su
propio objeto, si omite el carácter temporal fundamental; los caracteres
estáticos de la atención, tales como aparecen en un corte instantáneo de la
conciencia, sólo se comprenden por referencia a cierto movimiento de la
mirada. La lengua señala el lugar de la atención distinguiendo ver y mirar, oír y
escuchar, etc. no como dos actos diferentes, sino como los dos aspectos de la
misma percepción: ver es recibir las cualidades del objeto, mirar es extraerlas
activamente de un fondo. La atención es pues primero inseparable de esa
receptividad del sentido, dicho de otra manera, de la intencionalidad en general
que constituye la estructura de toda cogitatio. La atención es atención a. . ., no
atención a la representación, como si repasara la percepción para reflexionarla;
la intencionalidad de la atención es la intencionalidad primera, directa,
trascendente del percibir, por la cual vengo a ser, de alguna manera, todas las
cosas; atiendo a la cosa percibida misma ' . Pero en segundo lugar la atención
es el carácter activo de la percepción misma. En efecto, la misma receptividad
del sentido puede vivirse en el modo pasivo de la fascinación, de la obsesión,
etc., o en el modo activo de la atención.

¿Ahora-bien, dónde reconocer este modo activo de la atención? Ante todo, en


una manera muy particular de aparecer el objeto: éste se separa de un fondo
del que no me ocupo, pero que está implicado como contexto del objeto
remarcado, "copercibido". Husserl expresa dicha selección de la siguiente
manera: das Erfassen ist ein Herausfassen, jedes Wahrgenommene hat einen
Erfahrungshintergrund (Ideen, pág. 62): el objeto adopta un relieve y una
claridad especiales, no un relieve en el espacio, o una, claridad en cuanto a la
luminosidad: ambas palabras son las metáforas de la atención 6; lo chato y
obscuro como cualidades de las cosas, como momentos en el núcleo de
sentido del objeto, pueden resultar señalados y adoptar el relieve y la claridad
"atencionales". "La gran atención del espíritu, decía Malebranche, aproxima por
así decir las ideas de los objetos a los cuales dicha atención se aplica".
Claridad y relieve que no son cualidades del objeto sino de su aparecer. Tal es
el secreto de la atención: el que un objeto se separe del fondo o ingrese en él,
permaneciendo igual en cuanto a su sentido; no conozco otro objeto, sino el
mismo más claramente. Extraña acción, en efecto, una acción que acentúa,
pero hace aparecer lo que ya estaba allí. Atendiendo a la parte del contrabajo,
no cambio el sentido de la sinfonía, no cambio el sentido que pueda tener en sí
(más allá de lo que esto signifique), o para el autor, o para el ejecutante, o para
otro oyente, sino que cambio el sentido que tiene para mí: escucho mejor la
parte que tenía relegada. Puede entonces vislumbrarse que la notoria
significación de la atención gobierna toda reflexión ulterior sobre sus alcances
en los grandes problemas de la verdad y la libertad 7.

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Ahora bien, no es posible comprender esta extraña acción sin considerar al
tiempo; esta distribución entre el fondo y el objeto subrayado implica por
principio que puedo dejar deslizar el objeto en el fondo y hacer emerger otro
objeto -u otro aspecto del mismo objeto- del trasfondo. Este último supone la
posibilidad de convertirse en primer plano, supone que está presto a la
atención. La atención es el movimiento mismo de la mirada que,
desplazándose, cambia el modo de aparecer de los objetos y de sus aspectos.
En efecto, ni el mundo, ni el menor de sus objetos, pueden darse de una sola
vez. Todo objeto desborda la percepción actual, es inagotable. Pero los
múltiples esbozos, las caras o perfiles diversos que debo recorrer y mentar
para poner un objeto en su unidad no constituyen una sucesión discontinua.
Cada esbozo, cada cara subrayada, implican asimismo otros aspectos, que se
encuentran rodeados de una atmósfera de desatención; de manera que cada
mirada atenta envuelve en su contexto nuevos aspectos prestos a ser
subrayados con atención. Es así como el objeto mismo me guía por las
solicitaciones de su contexto; y sin embargo yo me oriento entre las apariencias,
yo desplazo el acento principal, yo hago girar al objeto o yo desenvuelvo el
mismo lado para desplegar los múltiples detalles, o yo la capto dentro de un
conjunto más amplio.

Señalemos entonces que la atención es tanto más pura cuanto más


interrogativa y dócil sea la mirada. El grado más bajo de atención está
constituido por los esquemas anticipantes con los cuales abordamos el objeto
para reconocer en él una figura atendida. Ahora bien, con dicha figura
concordamos por adelantado, como el niño que busca la cabeza del lobo en las
sombras y las ramas de una silueta de espino. Me encuentro tanto más atento
cuanto menor sea mi intento de "llenar" intuitivamente una intención vacía y
cuanto más ingenuamente explore el campo de percepción. No es la pre-
percepción ni el deseo lo que hace a la atención, sino la ingenuidad de la
mirada, la inocencia de la mirada, la acogida de lo otro en tanto otro. Por esta
activa disponibilidad, me inscribo a cuenta del objeto. El verdadero nombre de
la atención no es la anticipación sino el asombro; es lo contrario de la
precipitación y de la prevención. El error, nos recuerda Descartes, es ante todo
memoria, recuerdo de la intuición, y no intuición, y Malebranche agrega que las
ideas preconcebidas ofuscan la verdad, haciéndola proporcional a nuestra
inatención. Acaso nunca haya existido un acto de atención, en el sentido que
Kant afirmaba que acaso nunca hubo un acto de buena voluntad; se trata de un
límite, pero comprendemos su sentido; y ese sentido muestra las formas
degradadas de la mirada fascinada, que son entonces consideradas como un
déficit de atención, como una libertad alienada. Esta comprensión basta para
una ontología fundamental del querer: dicha comprensión anuncia que la
actividad más alta realiza la receptividad más grande. El error de la psicología
empirista es haber explicado la atención libre a partir de una atención esclava;
asociación de ideas, principio de interés, leyes de organización del campo, etc.,
son otras tantas expresiones que anulan la esencia propia de la atención.
Cuando una idea empuja a otra según la necesidad de la contigüidad o del
parecido, cuando el objeto de mi deseo no sólo reclama mi mirada sino que la
atrae, la ocupa, la capta, la absorbe, cuando la forma y el fondo se distribuyen
y se reorganizan según leyes de acento impuestas por la distribución y la
reorganización de tensiones surgidas de las formas de las necesidades y de las

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cuasi-necesidades que constituyen el campo total, cuando esto ocurre, ya no
hay yo que se orienta; el "mirar" se desvanece, se convierte en su contrario; me
encuentro apresado por el objeto.

La esencia de la atención es, pues, el movimiento temporal de la mirada que se


vuelve hacia... o se aparta de... y hace así aparecer al objeto tal cómo es en sí
mismo, es decir tal como se encontraba, en sordina, incluido en el trasfondo.

De manera que la distinción completa de lo voluntario y lo involuntario no


aparece más que como carácter temporal de la atención. En efecto, la atención
pura y la fascinación están tanto una como otra caracterizadas por la
distribución del campo, en un momento dado, entre un primer plano esclarecido
y un trasfondo obscuro. Un corte instantáneo en la vida mental no permite
distinguir el carácter voluntario o pasivo de la mirada. Lo voluntario o no es el
devenir de dicha distribución. En la fascinación, he perdido mi poder de
cambiar de objeto: el flujo de la conciencia está como detenido, congelado;
acaso toda conciencia fascinada guarda la nostalgia de ese libre movimiento,
tal como el "Cisne" de Mallarmé. La atención es pues un dominio sobre la
duración, o más exactamente el poder de hacer aparecer, de acuerdo con la
regla de sucesión, objetos o aspectos del objeto, extrayéndolos del fondo o
dejándolos borrarse en el fondo que constituye, para cada mirada, el trasfondo
de inatención.

2. Atención y deliberación: el falso dilema del intelectualismo y el irracionalismo


La atención en la percepción sólo es la ilustración más asombrosa de la
atención en general que consiste en volverse hacia... o en apartarse de. . . El
acto de mirar debe generalizarse de acuerdo con la doble exigencia de una
filosofía del sujeto y de una reflexión sobre la forma de la sucesión. En efecto,
por una parte la atención es posible donde quiera que reine el Cogito en el
sentido amplio, conforme a la enumeración cartesiana: "no sólo comprender,
querer, imaginar sino también sentir es aquí lo mismo que pensar". Es el modo
activo según el cual se operan todas las intenciones del Cogito, de tal manera
que el propio sentir puede de algún modo ser una acción. La atención es la que
refiere al yo todas esas intenciones, como rayos luminosos conducidos al
centro del cual brotan. Es dicha atención la que devela el "yo" en sus actos y
autoriza a agregarlos a la definición del Cogito: "pues es en sí mismo tan
evidente que soy yo el que dudo, el que comprendo y deseo, que no hay aquí
necesidad de agregar nada para explicarlo". Yo, tal es mi perspectiva hasta en
el sentir 8.

Por otra parte, la atención es posible donde quiera que el tiempo sea la forma
de la sujetividad. Es el modo activo de la forma temporal, es el tiempo en
primera persona, el tiempo activo. Yo, tal es la movilidad de mi perspectiva
hasta en el sentir.

Apliquemos esta idea a nuestro problema: ¿cómo, preguntamos, de la


vacilación a la elección, la decisión vive en la duración y cómo puede dicha
duración depender de nosotros? El estudio de la atención en la percepción
contiene en germen la respuesta. Es la atención la que desenvuelve en el

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tiempo, acentúa y esclarece los diversos "lados" de una situación confusa, los
diversos "aspectos de valor" de un enigma práctico.

El estudio de la vacilación nos había revelado que la confusión del proyecto se


encontraba ligada a la confusión de los motivos en general y a la confusión de
los motivos afectivos en particular. Por lo tanto, la vacilación está ligada a cierta
pasividad, a la pasividad esencial a la existencia corporal. Ahora afirmamos: la
clarificación de nuestros motivos con la ayuda del tiempo depende de cierta
actividad, de la actividad esencial a la libre mirada de la atención. El tiempo que
cuesta dicha claridad es entonces a la vez la continuación y la contrapartida de
la encarnación. Entonces el carácter problemático de la afectividad se enraíza
por una parte en la confusión corporal y por la otra está ofrecido a la
interrogación atenta. La clarificación consiste en consecuencia en desenredar
los valores confundidos en la afectividad y en reunir los esbozos sucesivos de
un valor en una idea que se afirma progresivamente. La atención a los valores
se parece en ello a la atención a las cosas: la atención separa de su contexto
los aspectos del mismo valor, para confirmarlo a través de retoques sucesivos
y por sumatoria de los esbozos. Un valor comienza a despuntar; se lo separa;
se considera otra cosa; se retorna al primer perfil de valor; por contraste, ahora
éste adquiere relieve; surge otro aspecto de la situación que revela una
confusión en la idea, etc. Ningún motivo, ningún valor se da de una sola vez;
una idea de valor unifica bajo una regla simple de significación una sucesión
múltiple de esbozos. De modo que la atención procede a un reparto de
aspectos confundidos, refiriéndolos a valores diferentes y a una unificación de
aspectos esparcidos, refiriéndolos a valores simples. Por este doble trabajo de
la atención, el tiempo clarifica la motivación.

La atención en la motivación naciente y desfalleciente señala definitivamente la


diferencia entre el motivo y la causa. Cuando decíamos: el deseo inclina sin
obligar, enunciábamos negativamente lo que ahora formulamos en términos
positivos: la forma definitiva de mi deseo depende de mi atención. La mala fe
consiste en ocultarse tras un determinismo. Sólo la omisión de la atención hace
a la fatalidad de la pasión. Más allá de toda teoría de la falta me afirmo como
libre mirada en el hambre, la sed, el deseo sexual, la voluntad de poder y el
voto de inercia, el impulso a imitar y a obedecer, la obligación y el reclamo
surgidos de los valores de verdad, justicia y amor. La seguridad de que soy esa
libre mirada en el tiempo debo redescubrirla sin cesar como el Cogito respectó
del cual dicha seguridad no se distingue; nadie puede dármela, nadie puede
arrebatármela. Carece de garantía objetiva.

El recurso a la atención, radicalizando el problema de la libertad, nos permite


dominar el debate clásico del intelectualismo y el anti-intelectualismo
rechazando el, falso dilema.

Se trata de un dilema falso por una parte porque la determinación por razones
más que por impulsos o deseos basta para hacernos libres 9. Un desarrollo
racional de las ideas, una meditación ligada de acuerdo a una necesidad
emparentada a la del razonamiento matemático no es por derecho una libre
actividad. En efecto, no basta oponer la acción dé'1 juicio a la tiranía del deseo,
y celebrar esta creación de la verdad, donde se sopesan las consecuencias

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extremas, se exponen las implicaciones morales, los partidos opuestos se
refieren a todo el edificio de nuestra felicidad y nuestro honor: falta aún afirmar
por qué el juicio es una acción y no un determinismo de ideas. Uno quisiera
que la decisión más alta y la más digna del nombre de libertad fuera la que se
identifica con el conjunto más claro y más comprensivo de nuestras razones
determinantes: pero' lo cierto es que mientras nos limitamos a considerar la
implicación de objetos de pensamiento entre sí, todavía no hemos afrontado la
libertad. Dicha implicación, aunque esté relacionado pon la necesidad
geométrica y se oponga claramente a la vinculación fortuita y mecánica de la
asociación de imágenes, no basta para caracterizar al pensamiento como
nuestro. Lo que hace que el pensamiento sea nuestro acto es la atención por la
cual lo acogemos y lo hacemos nuestro. Adoptar el nivel de la claridad, aceptar
meditar en lugar de arrojarse sin reflexión a la acción, es la libertad no sólo al
término sino en la raíz de la razón, por un acto primero de atención que
mantiene desde el comienzo del debate la dignidad del problema a resolver. La
atención es la fuente de la idea como una primera interrogación lanzada en la
dirección más elevada. De tal manera, es la falta de libertad en la atención la
que en ciertos momentos hace ineficaz, aburrida, incluso inaccesible, toda la
dialéctica de las ideas, y nos destierra de la razón. La pureza del verbo, como
diría Malebranche, siempre es la respuesta a la plegaria de la atención.

Pero la atención no sólo es la acogida que sostiene a la idea en un momento


dado; es también, de un instante al otro, la movilidad de la mirada que conduce
el debate. La fuerza de las ideas sólo cesa de conducirnos si dejamos de
aguijonear nuestra atención con las múltiples inflexiones sugeridas por el
campo de inatención de cada idea clara. El intelectualismo finge creer que sólo
una serie de pensamientos desenvuelve sus implicaciones en un intervalo de
duración considerado: en verdad, necesitamos orientarnos sin cesar en un
dédalo de encrucijadas y de vías mal demarcadas; raramente los problemas
prácticos se exponen ante el tribunal de la evidencia; el orden de la acción es el
orden de lo verosímil. La heterogeneidad de los valores en juego, la
interpenetración de aspectos en una situación hacen más importantes los
problemas del aguijoneo que los del encadenamiento, más numerosos los
pasajes discontinuos que las ligazones lógicas.

Entonces la racionalidad de una meditación no sólo no basta para caracteriza


la libertad, sino que tampoco es necesaria. Es cierto que deliberar es elevar
nuestros motivos a la claridad y la distinción; pero no siempre es cierto que
dichos motivos se conformen a lo que, se ha convenido en llamar la
racionalidad. Una idea es clara cazando se encuentra en el centro de la mirada,
cuando está presente al espíritu; la atención hace que esté presente. Y si la/
distinción es el colmo de la claridad, las disociaciones que opera comprometen
tanto al imperio de los sentimientos como al de las ideas. La distinción no es
siempre, ni siquiera principalmente, una operación racional en el sentido de un
encadenamiento de razones de acuerdo con la lógica deductiva o dialéctica;
acaso sólo existe el cálculo del interés personal, de los medios, el rendimiento
y la eficacia según la regla de economía (el maximum de efecto para el
minimum de medios) que ¡adopta el carácter de una argumentación racional.
Cuando los fines resultan puestos en cuestión, diversas cualidades
incomparables de existencia se ofrecen a nosotros; cada una de ellas

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desenvuelve un ambiente, suscita actitudes por afinidad y asonancia, según un
tacto que no tiene medida rigurosa. En consecuencia, la determinación por las
razones más lógicamente encadenadas y la determinación por los sentimientos
más irreductibles a máximas intelectuales se encuentran una y otra
suspendidas de la libertad de la mirada que ora -considera esto, ora aquello,
que reúne los aspectos diversos en un valor único y que disocia los elementos
confundidos en valores distinguibles; entonces es la comunidad de una misma
operación, la atención, la que confiere una libertad común a las formas más
dispares de la motivación: por sentimiento y por razón.

La misma convicción nos permite asimismo desestimar las pretensiones de un


irracionalismo de estilo bergsoniano como el expresado en la época del Ensayo
sobre los datos inmediatos de la conciencia. Es demasiado lo que debemos a
Bergson como para no afirmar nuestro reconocimiento a dicho pensador.
Muchos elementos críticos del bergsonismo siguen siendo admirables, tal como
la crítica al determinismo como espacialización (y la crítica a la previsión que
resulta de él), que es un pariente tan próximo de la crítica a la objetivación
común a nuestro trabajo y a otros pensamientos contemporáneos. Y ante todo
nos ha enseñado a pensar la libertad y la duración una por la otra. Por el
contrario, el anti-intelectualismo y el pragmatismo nos parecen los aspectos
más envejecidos de la obra bergsoniana. La razón sólo aparece ante Bergson
como un curso de pensamientos muertos y extraños a la vida: a sus ojos
nuestras razones son muy a menudo una legitimación póstuma de nuestras
elecciones. Adoptando un momento el lenguaje del determinismo para destruir
su fundamento, evoca esa "psicología muy atenta" que "nos revela a veces
efectos que preceden a sus causas". De tal manera, la motivación racional,
rápidamente desacreditada, remite al yo profundo de donde procede toda
decisión auténtica. Pero uno puede preguntarse si Bergson no ha omitido la
función esencial de la atención, retrasando así una oposición que sólo puede
retomar un sentido en la perspectiva de una reflexión sobre la atención: la
oposición de lo vivo y lo muerto, de lo superficial y lo profundo. En efecto, a
través de una curiosa inversión, la tiranía de las razones muertas parece ceder
su lugar a una necesidad completamente vital y pasional: "Es el yo el que
desde abajo se eleva hacia la superficie. Es la corteza exterior la que estalla,
cediendo a un impulso irresistible. . ." lo. ¿Pero qué hemos ganado al elevarnos
a motivos indistintos y de coloración vital? Hay que afirmar decididamente que
por sí mismo ese "impulso irresistible" no ríos hace libres. De nada sirve un
entusiasmo que impregna toda nuestra mentalidad; de nada sirve que la
yuxtaposición de alguna manera espacial de ideas marcadas por el lenguaje y
la sociedad deje lugar a la interpenetración viviente de un flujo continuo; de
nada sirve tampoco que me encuentre completo en un acto: lo esencial es que
soy señor de ese flujo en lugar de padecerlo; en suma, que lo sostengo
mediante la atención, que adopto el nivel en que me sitúo; pues mi falta es,
precisamente, permanecer en el nivel del yo superficial; ¿cómo podríamos de
lo contrario decir con el propio Bergson: "que con frecuencia abdicamos
nuestra libertad en las circunstancias más importantes, y que, por inercia o por
molicie, dejamos a ese proceso local consumarse cuando toda nuestra
personalidad debería por así decirlo vibrar"? 11 ¿Cómo podríamos hablar de la
"inexplicable repugnancia hacia el querer", por la cual "rechazamos a las
profundidades obscuras de nuestro ser" 12 los sentimientos profundos que en el

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momento de la libertad estallan en la superficie de nuestra vida? Consideramos
que el yo superficial es la atención omitida. Nuestro yo profundo es nuestro
poder de atención a los valores más nobles y raros. Es dicho poder de atención
el que engendra nuestra rebelión contra los valores que se nos muestran
obliterados como viejas estampillas.

Si buscamos comprender las específicas razones de método que han inclinado


al pensamiento profundo de Bergson en el sentido de un sospechoso
irracionalismo nos encontramos con una serie de prejuicios que comparte con
sus contradictores asociacionistas y que provienen de la falta de una eidética
previa; uno diría que tanto para él como para ellos un motivo no podría
distinguirse de una causa y que es indispensable ahogar los contornos de los
motivos más claros y distintos en una fluidez inconsistente, para salvar la
invención del yo. Si mantenemos presente al espíritu la distinción entre motivo
y causa y si encontramos la libertad de la atención en la raíz de los motivos
más diversos ya no estamos obligados a ligar la libertad a una psicología
continuista que en el límite elimina pura y simplemente la idea misma de motivo
al mismo tiempo que la idea de la distinción entre motivos. Bergson afirma que
la pluralidad de motivos procede de la reconstrucción de la realidad mental en
una suerte de espacio interior donde los partidos y sus motivos se encontrarían
yuxtapuestos, tal como dos caminos en un mapa ideal, tal como "cosas inertes,
indiferentes, que aguardan nuestra elección"; dichos "partidos inertes y como
solidificados" no son más, según dice; que representaciones simbólicas: "el
tiempo no es una línea sobre la cual se vuelve"; no hay dos partidos sino "una
multitud de estados sucesivos y diferentes en el seno de los cuales, mediante
un esfuerzo de la imaginación, desenredo dos direcciones opuestas... y un yo
que vive y se desenvuelve por efecto de esas vacilaciones hasta que una
acción libre se separa de allí como un fruto demasiado maduro" 13.

Pero este análisis no es convincente, porque Bergson nunca distinguió los


actos de los correlatos que ellos focalizan intencionalmente; los confunde sin
cesar bajo el nombre de estados de conciencia; asimismo, la sucesión vivida
de los actos de vacilación, que por otra parte analizó de manera magistral, no
le permite comprender que esas focalizaciones múltiples pueden constituir por
retoques sucesivos un pequeño número de partidos a tomar y de motivos
cuyas significaciones se reparten y unifican progresivamente. La crítica tan
profunda que hace a la espacialización de lo vivido no impide en absoluto que a
través de infinidad de actos continuos se constituya una pluralidad real de
motivos focalizados; pero dicha pluralidad no es mental; no es una pluralidad
en la conciencia como centro de actos: es una pluralidad intencional. Tal
confusión mancha toda la psicología bergsoniana que siempre busca eludir el
problema de los claros conflictos y de las alternativas racionalmente
enumeradas y se refugia en el claro-obscuro de las metáforas orgánicas.
Consideramos que no había necesidad de criticar la pluralidad de razones
distinguibles para salvar la libertad. Pues esa misma distinción de razones,
sentimientos, motivos puede ser obra de la libertad por la atención que la
conduce.

Pero todavía de una manera más fundamental, el pensamiento de Bergson


rechaza instintivamente la posibilidad de nombrar al poder de la atención, pues

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se trataría de un poder indeterminado, de una potencia de prestar atención a
esto o aquello, de situarse en uno u otro nivel. Bergson, demasiado fiel aún al
empirismo, quiere que la libertad sea un hecho y no una potencia, una
capacidad. Sin duda, aquí se encuentra la clave de la crítica tenaz a la idea de
posibilidad, que se desenvuelve a lo largo de toda su obra. Para él un poder
actualmente indeterminado es siempre una ilusión retrospectiva. El Ensayo
busca eliminar la idea de "la igual posibilidad de dos acciones o dos voluntades
contrarias" 14. El poder de optar por el partido contrario no es más que la
impresión retrospectiva de haber podido elegir otra cosa; precisamente es aquí
donde interviene la crítica a la alternativa como una espacialización póstuma.
Ahora bien, no creemos que pueda eliminarse de la libertad esta potestas ad
opposita constituída por la atención misma. Ya vimos que la crítica de la
espacialización de la conciencia deja intacta la pluralidad intencional de los
motivos focalizados; por otra parte, no se ve por qué la impresión de haber
podido tomar otro partido debe ser solidaria de la ilusión espacializante, es un
dato inmediato de la conciencia, si bien es cierto que la formamos con
frecuencia retrospectivamente; pero las grandes revelaciones sobre la libertad
sólo se manifiestan de esta manera: la experiencia de la falta, como lo ha
mostrado Nabert 15, no se vincula a la explicación sino a la revelación más
primitiva de nosotros mismos, que por otra parte el mismo Bergson invoca. La
retrospección no inventa un poder que no existía en el momento del acto; lo
descubre, porque luego del acto ya no es posible ocultarlo y mentirse; esa
posibilidad obturada, perdida, se eleva ante mí como un reproche viviente: la
atención inempleada me acusa.

Por lo tanto, consideramos que una doctrina de la atención es la más


acogedora y la más respetuosa de la infinita riqueza de la motivación.
La .amplitud de la motivación que muchas veces hemos defendido encuentra
aquí su fuente subjetiva más radical. Por una parte, la racionalidad de los
motivos sólo es la forma privilegiada que adopta, en ciertos casos favorables, el
curso de la motivación; por la otra, el calor afectivo, la masa indivisible de
nuestra personalidad aporta un entusiasmo y una nobleza que ningún cálculo,
que ninguna dialéctica pueden llegar a igualar.

Pero la libertad sigue siendo siempre esa mirada, ese silencio donde resuenan
todas las voces. Siempre la atención crea tiempo, gana tiempo, para que todas
esas voces hablen claramente, es decir en una sucesión.

III. La elección

1. El acontecimiento de la elección: la suspensión de la atención y el


surgimiento del proyecto

En la descripción pura del proyecto, tal como la esbozamos en el primer


capítulo, el verdadero carácter de la decisión permanecía enmascarado. En
tanto se la define, en virtud de un corte instantáneo, como el acto de designar
en vacío una acción futura que depende de mí y que está en mi poder, se
pierde de vista el rasgo fundamental del acto como anticipo de mi existencia.
La descripción pura resta una estática de los actos. El lanzamiento del proyecto,
la activa determinación de la acción y de mí mismo, tomado en tanto pasaje a

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la determinación, en suma, la dinámica del acto, sólo pueden resultar
esclarecidas en una perspectiva temporal. Aunque el acto irrumpa en la
duración como instante surgente -algo que como veremos sólo es la mitad de
la verdad-, el instante sigue siendo una calificación de la duración. El pasaje al
acto del yo que se muestra para afrontar y que se imputa a sí mismo de
manera pre-reflexiva y obrante, el impulso generoso de la conciencia que da el
salto del proyecto, conciernen verdaderamente al nacimiento mismo de la
elección como acontecimiento. Por ello antes pudimos decir que, fuera de un
esfuerzo por coincidir con una historia vivida, los términos impulso, salto,
lanzamiento, acto, restan incomprensibles 16. Reubicado al término del
crecimiento de donde procede, el proyecto se muestra como elección. En
efecto, la descripción del proyecto en el instante mantenía en suspenso la
historia anterior del proyecto y la confusión a la cual dicho proyecto viene a
poner fin. La elección es el acontecimiento que resuelve en proyecto unívoco la
confusión previa que, en los casos más favorables, queda elevada a la
dignidad de alternativa por el trabajo de clarificación de los motivos.

Ahora bien, el acontecimiento de la elección tiene una relación insólita con la


duración que lo precede: dicho acontecimiento la consuma a la vez que la
rompe. No cesaremos de ser remitidos, a través de una dialéctica viviente, de
uno al otro aspecto de la elección: como consumación de la maduración previa
y como surgimiento de novedad.

Esta temporalidad paradojal del acto de elegir nos debe permitir esclarecer de
manera nueva la paradoja fundamental en torno a la cual gravita toda esta
primera parte, la paradoja de una iniciativa y de una obediencia, de una
actividad y de una receptividad, de una posibilidad inaugurada y de una
legitimidad acogida. Justamente, tal es la paradoja que viene a duplicar la
paradoja de la existencia elegida y la existencia sufrida, que se refleja en la
paradoja temporal de un acto que consuma una duración y que la rompe. En
efecto, es así como tal paradoja temporal, que examinaremos con detenimiento,
se une a la paradoja de la actividad y la receptividad. El acontecimiento de la
elección siempre permite dos lecturas: por una parte, se vincula al examen
precedente respecto del cual constituye el fin, o más exactamente la
suspensión; por otra parte, inaugura verdaderamente el proyecto como simple
orientación hacia la acción por venir. Ahora bien, es fácil reconocer- en esa
suspensión del examen la suspensión de la atención que hemos considerado
en movimiento en el debate interior conducido por ella misma. Por lo tanto,
nuestro anterior análisis permite esclarecer dicha cara de la elección. La
atención que se fija sobre una constelación de motivos es el lado receptivo de
la libertad; es, hasta en la elección, el reverso del surgimiento de la novedad
que constituye el avance de la libertad.

Esta doble cara de la elección ya está sugerida por las metáforas que pueden
extraerse de la etimología de términos abstractos emparentados con la idea de
elección. Elegir es cerrar, clausurar un debate: concluir, ent-schliessen;
asimismo, es cortar, separar el nudo gordiano de la vacilación: de-cidir.
Mientras que el término pro-yecto remite a la intencionalidad futura, estas dos
imágenes hacen alusión a la historia anterior que la elección viene a finalizar.
Por lo tanto, la orientación futura no es todo; parece incluso que aquí lo más

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subrayable no es el impulso sino la suspensión de la vacilación. Se
comprenderá mejor este matiz si se considera que toda vacilación, toda
alternativa se destaca a partir de un fondo de querer sin alternativa que
sustenta al impulso futuro de la conciencia; incluso para las elecciones
anodinas que los psicólogos de laboratorio proponen a sus alumnos: "He aquí
dos números: deben elegir por razones ponderables la adición o la
multiplicación" 17. La alternativa es como un nudo ahondado dentro de una
decisión más vasta y presente en la forma del habitus; el sujeto acepta la
experiencia, acepta hacer una operación matemática, e incluso acepta hacer
una de las dos que se le ofrecen y entre las cuales deberá elegir. Ese
complexus -voluntario es el que brinda su impulso al conjunto del debate,
confiriendo a la elección, desde que se lo emite, el índice futuro, el signo: "a
realizar por mí', que el acto puro de atención a las razones últimas no comporta.
Podría decirse otro tanto de las decisiones poco importantes de la vida
corriente: ¿qué haré en mis vacaciones? ¿iré al campo o a París? Pero
también es cierto que puedo cambiar de ocupación y romper el ritmo de trabajo:
la alternativa siempre se encuentra alojada en el corazón de un proyecto más
vasto que por algún lado es unívoco 18. Acaso no existe nunca una alternativa
absolutamente radical, de la forma ser o no ser 19.

De modo que el momento de la atención que se suspende es el gesto de el


partido que se tomará de constituir el sentido de la acción mantenida en
suspenso por la vacilación; por una suerte de gesto mental, muestro, como con
el índice, a un espectador ficticio que asimismo soy yo mismo, el "quid" de la
acción; ese "quid" se encuentra al mismo tiempo revestido por el espíritu de
decisión de los caracteres fundamentales ostentados por el impulso, del "a
realizar por mí en el porvenir" 21. Por ello dicho gesto libera el impulso del
querer que al mismo tiempo lo preceda y envuelve. Por sí mismo, el gesto en
cuestión pertenece no a la dimensión prospectiva del impulso hacia el futuro,
sino a -esa cuasi-reminisencia constituída por la atención que considera la
dignidad "anterior" de sus valores, como si la búsqueda del valor fuera una
suerte de memoria con relación al impulso de la acción tendida hacia el
porvenir. Pero como contrapartida, el fin del examen es el comienzo de la
acción: la suspensión de la atención es la inauguración del proyecto.

La segunda imagen -elegir es separar- confirma la aproximación de la elección


a la atención que se suspende, sugerida por la imagen de la clausura. La
suspensión del debate que uno procede a cerrar es la suspensión de una
operación de segregación emparentada con la atención perceptiva 21. Entre el
tejido de mis perplejidades, arranco un partido. Lo "pongo al frente": lo
"prefiero". Por esta disyunción me simplifico y reúno en un proyecto unívoco:
esta segregación práctica es la contra partida del acto esencial de la conciencia
teórica que, al contrario, pone en relación; cuando dos ideas son todavía
compatibles, las dos acciones que les corresponden ya son incompatibles
prácticamente; la ley del pensamiento teórico es la conjunción: tanto... como... ;
la ley de la acción es la disyunción: o bien... o bien. . . ¿Cómo no acercar ahora
la disyunción al gesto de extracción, de ex-cepción en el que reconocimos la
esencia de la atención? En efecto, si eliminamos de la elección el esfuerzo que
la complica y que luego volveremos a encontrar, y si abstraemos el impulso
futuro del proyecto, queda aún una mirada que se suspende. La propia esencia

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del mirar resulta comprometida en contextos diferentes, si se mira una cosa, un
valor o un partido a tomar. No hay duda de que ninguna mirada hace que la
conciencia se tienda al futuro y se impulse hacia una acción que depende de
ella; por eso no hemos dicho que querer sea prestar atención; ciertamente, el
querer es la estructura del proyecto, de la determinación por sí mismo y de la
motivación; pero el nacimiento voluntario del proyecto comporta el movimiento
y la suspensión de la mirada; el mismo poder de preferir, cuando está incluido
en la interrogación de cosas se llama propiamente mirar (con los ojos); incluido
en la interrogación de los valores se llama deliberar; por último, cesar de
deliberar es elegir. Y,- con todo, la elección nunca es sólo esa suspensión; pero
la suspensión, resolviendo la ambigüedad del proyecto dividido, lo hace
aparecer como impulso simple. Por ello la elección parece enmascarar el
momento de la atención y no parece retener ya nada de la interrogación sobre
los valores, de la inspección del bien; la suspensión de la atención que se fija
sobre tales o cuales motivos resulta como engullida en el lanzamiento del
proyecto; pero la deliberación se consuma en la elección, como el proyecto se
busca en la vacilación y el debate previo; por una parte, la decisión no surge de
la nada: en la vacilación ya soy un ser presto a la decisión; en la elección la
mirada que elige un partido libra del atolladero al impulso previo y radical del
decidir que me constituye como existencia.

Parece pues que el movimiento y la suspensión son las dos armas de la misma
y la única libertad temporal de atención que puede considerar esto o aquello, o
cesar de considerar y de elegir.

Tal paradoja de una atención que se suspende en la consideración de sus


razones y de un proyecto que surge, domina las dificultades más clásicas
vinculadas a la psicología de la elección: si la elección no sale del examen,
¿para qué sirve deliberar? Si la elección no es un acto original, ¿cómo escapar
del pantano de la reflexión? Acaso la continuidad y la discontinuidad, la
maduración y el surgimiento se encuentren paradojamente inscriptos en todo
proceso voluntario, y acaso sea posible, á partir de tal paradoja, abrazar en una
única vista de conjunto los casos más dispares, aquellos en los que la elección
parece caer como un fruto maduro de la fecundidad misma del debate interior y
aquellos en los que parece resplandecer como el relámpago en la noche.

Esta dialéctica temporal de la duración y el instante, que desborda la


descripción pura, conduce a su vez a los umbrales de un problema
verdaderamente metafísico, que reservaremos para el siguiente capítulo: el de
la indeterminación que conviene a la libertad y que no es reductible, sin
embargo, a una ausencia de "razones". Estaremos a punto de comprender que
la indeterminación sui generis de la atención es el reverso de la auto-
determinación del acto como salto, como surgimiento. Manteniéndonos
deliberadamente más acá de esta última dificultad, podremos esbozar las dos
"lecturas" de la elección, la "lectura en continuidad" y la "lectura en
discontinuidad", donde la una respeta la función de la deliberación anterior y la
otra la novedad de la elección. Mostraremos a la vez la necesidad y el fracasó
de esas dos lecturas unilaterales; el propio fracaso de la síntesis de las dos
lecturas constituye la paradoja. La doble lectura nos dará ocasión de examinar
las teorías de la elección, cuya falta, podemos adivinarlo, es resultar

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unilaterales y querer escapar a la paradoja. No perdamos de vista que esa
paradoja temporal y, si es posible decirlo, horizontal de la continuidad y la
discontinuidad en la duración resume la paradoja vertical de la motivación y del
proyecto, es decir, finalmente, dé lo involuntario y lo voluntario. El
acontecimiento de la elección es precisamente la conciliación práctica de la
paradoja en un instante que, simultáneamente, consuma la duración y viene a
surgir.

2. Lectura en continuidad: la elección como suspensión de la deliberación


La primera lectura es la de la filosofía clásica de tendencia intelectualista; la
misma puede reducirse a dos proposiciones: 1) suspender un partido es
suspender la motivación: elegir no es otra cosa que cesar de deliberar; 2) la
suspensión de la motivación no es nada: la extinción de un movimiento no
plantea ningún problema particular.

La primera proposición -que es una afirmación- es verdadera y la defendemos


contra las negaciones sugeridas por la segunda lectura. La segunda
proposición -negativa- es falsa: nos conducirá a la otra cara de la paradoja.

Con todo lo dicho sobre la vacilación y la deliberación, la proposición afirmativa


puede comprenderse con facilidad; el proyecto, si bien es un acontecimiento
nuevo, no es por ello una estructura nueva que aparezca de repente al término
de un proceso interior que no la comportaba; la vacilación es un esbozo de
proyectos múltiples. En consecuencia, la elección no está creada por el
surgimiento de una conciencia que proyecta, sino por la simplificación de la
conciencia que vacila. Ahora bien, ¿cómo hace el proyecto para adelantarse?
Por el progreso de la motivación. Soy siempre una conciencia que esboza un
proyecto porque. . . Vacilar es tener diversas razones confusas, deliberar es
desenredar y clarificar tales razones, elegir es hacer aparecer una preferencia
en las razones. Se equivoca uno respecto de la naturaleza del querer s: se
imagina que antes de la elección vivo entre diversas razones sin proyecto y que
en el momento de la elección vivo en un proyecto sin razones. El proyecto
madura lentamente con sus razones: a razones confusas, proyecto equívoco; a
razones clarificadas, proyecto unívoco. Por ello puede afirmarse que elegir es
cesar de vacilar, es suspender la atención prestada a un grupo de motivos; de
modo que el juicio de preferencia que se encuentra al final determina ipso facto
la elección; no es que dicho juicio pese desde fuera sobre ella a la manera de
una necesidad física; como sabemos, el lado motivo y el lado proyecto sólo
abstractamente se distinguen en la decisión: en virtud de la relación del
proyecto al motivo, la determinación del último juicio práctico resulta
indisociable de la emisión de la elección. Esta es pues la suspensión de la
liberación.

La presente lectura triunfa en todos los casos en que la deliberación tiende


hacia un complejo de razonamientos y la elección hacia una conclusión lógica.
El partido eliminado se desvanece por sí mismo pues se muestra incompatible
con las reglas invocadas en el debate. Este límite está designado por las
decisiones que Kant había relacionado con las reglas de habilidad; el debate,
cuanto más lleve de los medios relativos a los fines precisos y no puestos en
cuestión en el momento de la decisión, más tenderá a una discusión técnica y

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una solución económica. Lo mismo ocurre, aunque menos frecuentemente,
cuando dicho debate, planteándose respecto de los fines, sólo pone en juegó
fines homogéneos y que ya se encuentran vigorosamente sistematizados en un
ideal coherente de vida; la deliberación no conduce entonces a conflictos
profundos de valores, como los que veremos cuando llegue el momento del
análisis. La deliberación se suspende cuando uno de los partidos está
claramente ligado a las máximas generales de una vida habitualmente confiada
a la fortaleza de ciertos principios. Entonces reconozco mi línea de conducta en
la nueva decisión; me reconozco a mí mismo; estoy de acuerdo conmigo
mismo. La elección es el reconocimiento racional de dicho acuerdo.

Pero esta lectura permanece fundamentalmente tributaria de una construcción-


límite, que es más una idea en el sentido kantiano que una abstracción en el
sentido aristotélico: se ordena la realidad en relación con un esquema respecto
del cual dicha realidad nunca es más que una aproximación lejana; veremos
que el acontecimiento de la elección suscita precisamente dos construcciones-
límites contrarias; con frecuencia los clásicos han orientado la psicología de la
voluntad con relación a la idea de una voluntad integralmente esclarecida;
tomando como patrón dicho ideal, comprendían las situaciones complejas de la
vida cotidiana como una imperfección, a raíz de la insuficiencia de razones. De
tal manera, tenían poca estima a lo que los modernos llaman, de buen grado, la
grandeza de la elección concebida como audacia, como riesgo, incluso como
angustia; por ello nos invitan a buscar lo esencial de nuestra libertad no en la
elección arriesgada en medio de las tinieblas, sino en el dominio que ejercemos
sobre nuestro juicio cuando es el más esclarecido. La perfección de la libertad
es la perfección del juicio.

La filosofía contemporánea no debe olvidar este permanente mensaje del


intelectualismo, aunque es cierto que debe completarlo con otro mensaje. El
mismo se resume en algunas fórmulas: la elección se conforma al último juicio
práctico; la libertad de indiferencias, hacia la cual tiende una elección
arriesgada a falta de razones suficientes, es el grado más bajo de la libertad;
es una imperfección con relación a la decisión perfectamente esclarecida, cuya
libertad se encuentra en proporción a la luz que la esclarece 22.

Con todo, la necesidad de recurrir a otra lectura y a otra construcción-límite


está señalada por el fracaso que sufre toda tentativa de eliminar de la elección
todo elemento nuevo con relación a la deliberación anterior. ¿Es entonces
cierto que la suspensión de la deliberación no es nada?

Podemos aquí extraer los frutos de la crítica del intelectualismo incentivada


más arriba por la luz que arroja una meditación sobre la atención: el gesto de
suspender el examen es una realidad positiva, pues se trata de una operación
de la atención respecto de la cual el libre movimiento es la clave de la libertad
del debate más intelectual. Pensar es un acto, razonar es un acto a través de la
atenta acogida de razones. Por lo tanto, si la sucesión de actos de
pensamiento plantea un problema irreductible al problema del encadenamiento
de contenidos de pensamiento, es comprensible que la suspensión de la
atención constituya un problema igualmente irreductible; aunque sea cierto
que la elección se adquiere con el último juicio práctico, aunque este último

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juicio tienda hacia una conclusión de tipo racional, con todo, concluir es una
avanzada del pensamiento que toma posición con relación a las premisas;
puedo no concluir; si concluyo, la conclusión, ciertamente, es necesaria: pero
esta necesidad misma, la hago aparecer agregando un paso a mi marcha. Así
se puede comprender el juicio de la psicología tomista: la elección procede del
último juicio práctico, pero hacer que un juicio sea el último es obra de la
libertad. El pensamiento inspirado por el estoicismo, por Spinoza, o incluso por
Leibniz, tiende a omitir la consideración de los actos y a sacrificarla a la de los
contenidos de pensamiento y de su encadenamiento. Se deja así de lado la
atención, su movimiento y suspensión. A partir de dicha omisión, se intenta
cerrar a la filosofía de la libertad en el falso dilema de la libertad de indiferencia,
que resulta proscripta, y de la determinación racional, que es objeto de elogio;
ignorando a la atención que sostiene a las propias razones, no puede llegar a
reconocerse que la verdadera indeterminación de los actos se encuentra en la
raíz de la decisión más esclarecida, es decir en la menos indiferente a las
razones yen la más determinada en cuanto a su contenido por esas razones 23.

Justamente, la segunda lectura nos prepara para comprender esa


indeterminación, a la que consagraremos las últimas reflexiones de esta
primera parte. Pero la lectura en cuestión la aborda por otro lado, tomando por
tema de reflexión la elección como acontecimiento nuevo, como acto original 24.

3. Lectura en discontinuidad: la elección como surgimiento del proyecto

La segunda lectura corresponde a las filosofías consideradas voluntaristas y


existenciales; la misma comporta una afirmación que responde a las
imperfecciones de la negación precedente: mantenerse en suspenso es algo;
es incluso el momento más notable de la libertad, el momento del brinco, del
salto, del brote, del surgimiento 25. Pero esta afirmación se orienta a su vez
hacia una negación; en efecto, se dirá que es la elección la que da su figura
definitiva a los motivos; mientras la primera lectura, señalando la función
conductora de la motivación, tendía a hacer de la elección una nada, la
segunda lectura, partiendo de la positividad de la elección, tiende a anular la
receptividad de la atención y, a través de ella, su docilidad hacia los valores.
Tal deslizamiento nos conducirá a la primera lectura, la lectura de los clásicos,
que medía la libertad arbitraria desde la libertad esclarecida.

Esta segunda lectura se encuentra incentivada por todas nuestras reflexiones


anteriores sobre el proyecto como lanzamiento de la acción y lanzamiento de sí
delante de sí mismo. Más precisamente, la novedad de la elección es la
aparición de la modalidad categórica en el seno de una conciencia que se
desenvolvía en el modo problemático; la discontinuidad concierne pues al
cambio de modalidad: por-la elección, las tres dimensiones de la decisión, -la
triple relación al proyecto, a sí mismo, a los motivos- surgen bajo el modo
categórico. Por una parte, el proyecto tórnase un auténtico imperativo: dirijo en
el vacío el acontecimiento; el propio índice "a realizar por mí" se convierte en
categórico. Lo posible que abro ya muerde las cosas a través del poder
despertado en mi cuerpo, en lugar de flotar a distancia de lo real. Al mismo
tiempo que el proyecto se torna categórico, me determino categóricamente; me
elijo determinado quién seré al hacer eso; el yo proyectado me brinda

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consistencia a mí que ahora proyecto. Antes de la elección, sólo era la unidad
de un deseo de elección y la unidad de apercepción dolorosa de mi división
íntima. Me hago unidad actual y viviente como mi acto: en ese instante de
elección, vengo a mí mismo, procedo de las tinieblas interiores, surjo, existo.
Por último, con la elección, la constelación de motivos resulta fijada en su
orden definitivo; la motivación se convierte en categórica; elijo porque...; se
consagra sin apelación una preferencia; se desvanecen los "pero"; las razones
contrarias se pierden en el trasfondo de inatención, que de ahora en adelante
resulta imposible convertir en primer plano, al menos mientras el proyecto
considerado no es puesto en cuestión.

Tal es la novedad de la elección: repentinamente mi proyecto está determinado;


yo me determino, mis razones quedan determinadas: esta triple- determinación
-o resolución- constituye el surgimiento de la elección.

La lectura a la que venimos haciendo referencia triunfa en todos los casos


donde la discontinuidad está señalada por algún fracaso de la motivación. Uno
ya observa cierta brusca inflexión en el curso del pensamiento siempre que hay
que inventar una solución nueva para un problema insólito; la marcha de la
inteligencia, como lo subrayara la psicología de la invención, ya muestra ese
carácter repentino; se busca durante mucho tiempo, se ensayan diversas
fórmulas., se esbozan recetas operatorias y de repente el conjunto de los datos
se reagrupa de acuerdo con una nueva figura: es el momento del
descubrimiento y de la invención 26.

Si la comprensión intelectual comporta tal ruptura, ¿cómo extrañarse de que la


elección voluntaria, cuyos datos son más afectivos, más dispares, más
indefinidos, constituya siempre cierto grado de novedad? Hay que atreverse: la
libertad siempre es un riesgo 27. Si la lectura precedente convenía a las
situaciones más serenas donde la reflexión puede mostrar el acuerdo del
partido adoptado con un entramado de valores no-contradictorios y no sujetos a
contestación, con ese fondo de valores que da su consistencia y su estabilidad
a la conciencia, esta nueva lectura conviene a las circunstancias en que se
enfrentan fines inconmensurables, en que nuestro propio fondo de valor resulta
puesto en cuestión, en suma, circunstancias donde nuestra elección es más
ética que técnica. Vivir de acuerdo consigo mismo era la máxima de esas
elecciones coherentes con nuestras razones permanentes de vivir; atreverse,
arriesgarse es la máxima que corresponde a las elecciones que son una
respuesta a la inconmensurabilidad de los valores producidos en el curso de la
deliberación. Más allá de lo que uno piense de la objetividad a priori de los
valores, el orden en sí -si esta expresión tiene algún sentido-- sólo aparece en
la historia confusa de una conciencia vinculada a la historia moral de la
humanidad. No hay conciencia moral sin esos conflictos de deberes sobre los
cuales ya hemos reflexionado.

Ahora bien, tales conflictos no tienen otra solución que la elección; una larga
racionalización los ha endurecido en alternativas rígidas; la meditación personal
los conduce a callejones sin salida; hay un punto donde ya no existen más
reglas para resolver un conflicto de reglas; al menos el conflicto tiene como
virtud despertar a sí misma a la conciencia socializada y sacudir al

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automatismo racional; reclama una iniciativa, una invención personales,
susceptibles como máximo de constituir una jurisprudencia privada, una moral
provisional que siempre puede resultar revocada. La generosidad, en el sentido
que Descartes daba a ese término, no sólo es amar el bien, sino también
decidir, en la confusión y el conflicto, lo que hic et nunc es lo mejor para mí. En
tal sentido, la indecisión es un vicio. En las almas divididas, los enigmas y los
conflictos de la acción se encuentran ausentes: se trata de los escrupulosos.
De los que no saben salir de la perplejidad. Por una parte, son cerebros que
refinan sin cesar las razones sin alcanzar la conversión que conduce a la
conciencia de la reminiscencia del bien a la anticipación de la acción, de la
multiplicidad de razones a la simplicidad del proyecto. Son asimismo,
conciencias integrales que no pueden resignarse a eliminar los otros posibles,
los otros aspectos del bien, y que quisieran que la ley de la acción siempre sea
la síntesis y nunca la alternativa. Son, por último, conciencias puras que tienen
horror a los compromisos y a la posibilidad de comprometerse, prefiriendo el
desastre de todos a la posibilidad de una injusticia. Todos resultan superados
por el acontecimiento que elige por ellos y que les inflige el espectáculo del
hecho consumado más doloroso que la duda misma, a menos que no se dejen
finalmente conducir en el trono de la conciencia colectiva. Acaso el escrúpulo
sea un error sobre el sentido de la libertad humana en tanto humana, una
suerte de angelismo de la libertad. La condición humana es elegir por qué la
conciencia no puede estar totalmente unificada, no puede ser totalmente
racional. No nos está dado convertir en visión los equívocos de la fe. El riesgo
es la forma humana y no divina de la libertad. Huelga decir que no confundimos
el riesgo con los valores puramente vitales de la agresividad que lo complican y
que es posible encontrar en las formas exaltadas de la elección denominadas
heroísmo. Existe una manera simple, calma, detenida de arriesgar, que
conviene a la modestia de una conciencia que de ninguna manera ha trazado
el alfa y el omega del mundo y que aprende los valores en el seno de una
condición confusa y a partir de una historia limitada y parcial.

Parecería entonces que los "conflictos de deberes" que, aparentemente, eran


una excepción y una suerte de caso-límite expresan la condición normal de la
voluntad. Al contrario, lo que constituye una excepción es la coherencia del
bien aparente en una situación dada. Incluso, aunque los valores manifestaran
una jerarquía indiscutible para un hombre teórico, extraño a la elección, para el
agente, el sacrificio de un valor inferior siempre se mostrará como un acto
discutible y hasta absurdo: los valores vitales son incomparables con los otros
por la sola razón de que su sacrificio entraña el hundimiento para mí de todos
los otros valores; entre la vida y los valores superiores nunca el debate está
claro. Eligiendo consagro la jerarquía de valores. Por último, entre la regla
menos contradicha y su aplicación siempre hay un hiato: sólo el brotar de la
decisión concreta, única, inimitable, adapta la regla a la medida de una
situación que también es única.

Esta segunda lectura parece, de entrada, ir más allá de la hipótesis-límite; lejos


de tener, parecería, un carácter canónico e ideal, parece estrechar al máximo
la verdadera condición humana, en cuanto se encuentra en una situación
histórica y corporal; en cuanto no está en el comienzo ni en el fin, sino siempre
en el medio, in media res, el hombre debe decidir en el curso de una vida breve,

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en el marco de una información limitada y en situaciones de urgencia que no
permiten dilación 28. La elección surge en un contexto de vacilación radical que
es un signo de la estrechez de la existencia humana; no soy el entendimiento
divino; mis claridades son limitadas y finitas.

Pero si bien los modernos tienen una preocupación más manifiesta por la
verdadera condición humana, replican a dicha condición con otra construcción-
límite que se equilibra con la precedente: la segunda lectura se refiere de
manera más o menos explícita a una construcción-límite, respecto de la cual la
experiencia no puede lograr más que cierta aproximación. A la idea de una
voluntad integralmente esclarecida oponemos ahora la idea de una voluntad
que decide soberanamente el sentido de su existencia; desde el patrón de ese
ideal, todo automatismo, aunque fuera racional, aparece como una forma
inauténtica y como el grado más bajo de libertad; el individuo auténtico inventa
cada día una existencia siempre nueva; ningún modelo a copiar puede ocupar
el lugar de una elección en cada caso única, tomada por un individuo único.
Por lo tanto, si las fórmulas del intelectualismo universalizan la elección por el
lado de sus razones más claras, las fórmulas del voluntarismo, por su parte, la
individualizan por el lado de su audacia más soberana. Aquí la idea-límite
claramente planteada sería la de un individuo que no sería la individuación
secundaria de una forma, de un tipo, de una esencia primaria, sino la de un
individuo que "se individualiza" a sí mismo eligiendo en cada instante su
existencia; según la fórmula contemporánea: la existencia aventaja a la esencia.

Pero la imposibilidad de excluir a la otra lectura -e incluso la necesidad de


mantenerlas vinculadas- aparece cuando se considera cómo a partir de la
afirmación de la elección como surgimiento se pasa a la negación de la función
conductora de la motivación. ¿Cómo siguiendo la pendiente natural del análisis,
no concluir que la elección determina las razones de la elección, que elijo mis
motivos, que la elección es una creación de valores? - El voluntarismo
comporta la tentación de anular como inauténtica la atención hacia los valores,
de absorber la evaluación en la decisión, la receptividad de la libertad en su
actividad y, en el límite, lo involuntario en lo voluntario.

Esta tentación encuentra una base descriptiva en el análisis del pretexto -o


"mala razón"- al cual uno se esfuerza por reducir el motivo. Es cierto que el
ordenamiento de nuestras razones con frecuencia no es más que una pequeña
comedia que representamos ante los otros y ante nosotros mismos. Pero,
precisamente, bien sabemos, en el mismo momento que dicha comedia resulta
secretamente denunciada por una idea más verdadera de la motivación, una
idea que la juzga desde lo alto: un pretexto es una falsa razón, un motivo
postizo; el pretexto es la mala fe en el sentido estricto; y es la buena fe la que
la califica como mala; ahora bien, ¿qué es la buena fe sino la idea misma de
una elección que invoca verdaderamente la convicción de sus propios motivos
y se apoya en dicha convicción? Todo pretexto simula un motivo auténtico.

No creamos que esta discusión se plantea simplemente en torno a las palabras;


cuando intentamos comprender la condición concreta de la libertad,
necesariamente la medimos de acuerdo con un modelo; tal modelo tiene por
tema central una idea a priori: la relación eidética de la elección con el motivo

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tal como la hemos descripto es el comienzo de la obra. Decido porque... Esa
idea a priori resulta completada por un ideal implícito en todo hombre que los
clásicos han identificado con el hombre mismo: el ideal de una elección
perfectamente esclarecida, respecto del cual toda otra elección es imperfecta.
No podemos separar la experiencia del riesgo de esta conciencia deficitaria
que nos da la construcción ideal y, si es posible afirmarlo, canónica de la
elección deliberada.

Pero el análisis moderno invoca otras situaciones donde la elección aparece,


de manera más auténtica que en el pretexto, como una elaboración más o
menos retrospectiva de sus propios motivos; podemos encontrar una forma
atenuada de esta interpretación en William James: la elección se muestra en él
como una fuerza adicional que, en consecuencia, falsea en cierto grado el valor
espontáneo de nuestros motivos y móviles; con todo, es posible disociar en
William James la admirable descripción del Fiat de la interpretación que la
desfigura. La falla del análisis de James se debe mucho más al lenguaje que a
la doctrina.

El Fiat resulta opuesto a otras formas de acción deliberada (en tanto estas
últimas se oponen globalmente a la acción indeliberada o ideo-refleja respecto
de la cual aquéllas no son, por otra parte, más que cierta complicación) 29.

William James no busca ninguna medida común entre la decisión razonable


(tipo n°1) que, aproximadamente, hemos descripto ba jo el título de la
deliberación racional y el Fiat, donde el sujeto tiene conciencia de "que la
decisión es la obra personal y directa de la voluntad que interviene para hacer
inclinar la balanza". Ese tipo de decisión aparece "dondequiera que ciertas
motivos no-instintivos requieren un suplemento de fuerza adicional para lograr
determinar la decisión" 30. La situación privilegiada por William James es por lo
tanto decididamente auténtica: se trata de la experiencia de la victoria sobre sí
mismo; el borracho o el perezoso no afirman haber vencido la sobriedad o el
coraje. La victoria reside allí donde la voluntad sigue la línea de la mayor
dificultad; el Fiat es "la acción en el sentido de la mayor resistencia" 31. Pero
una imaginería enfadosa domina, muy pronto, a la experiencia transcripta por
James de la siguiente manera: el Fiat es la dirección del esfuerzo hacia el ideal,
"la fuerza adicional o sobreagregada a ciertos motivos que terminan por
prevalecer''. En seguida se ofrece una notación cuasi-aritmética. Si llamamos I
al ideal, P a la inclinación inferior, y E al esfuerzo, podemos escribir I P, I E P. Y
para concluir diremos que. E es una "fuerza adicional indeterminada ante
rem"32; el problema del libre arbitrio es saber si la "cantidad de esfuerzo` es una
cantidad determinada o una "variable independiente" 33.

Es notorio que este lenguaje es el de una física del espíritu, donde los motivos
son fuerzas y no motivos de. . ., la elección es una adición de fuerzas y no la
decisión de hacer esto porque... Quedaba entonces por insertar el elemento
voluntario como una fuerza suplementaria, eximiéndose de precisar que de
ningún modo pertenece al tipo de fuerzas físicas.

Ahora bien, el propio James nos brinda el medio para evadirnos de esta
imaginería que él considera puramente descriptiva, cuando identifica el Fiat con

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la atención. "El querer más voluntario se encuentra esencialmente realizado en
la atención que prestamos a una representación difícil para mantenerla
enérgicamente bajo la mirada de la conciencia. Tal es lo que constituye el Fiat.
El esfuerzo de atención es pues el acto esencial de la voluntad. . .” 34. En efecto,
lo difícil es hacer silencio: la pasión asfixia la voz austera de la razón, del honor,
del deber: "El hombre de fuerte voluntad es aquel que escucha, sin desviarse,
la voz todavía débil de la razón. . ." 35. Es la atención la que trabaja contra la
corriente: "Librada a sí misma (la idea) se deslizaría fuera de la conciencia,
pero no queremos dejarla ir; la eficacia del esfuerzo sólo reside en realizar un
consentimiento ante la presencia exclusiva de la idea. . ." En resumen, intente
uno triunfar sobre impulsos o inhibiciones, sea uno sano o enfermo de espíritu,
todo el esfuerzo moral se concentra exclusivamente en sostener
representaciones, en pensar" 36.

De manera que todo el esfuerzo se orienta a hacer silencio: el Fiat que al


decirse se suma a ciertos motivos consiste en escuchar los motivos más nobles.
¿En qué sentido puede entonces afirmarse que la atención se suma a dichos
motivos? En el sentido que podría no resultar aceptado, que uno podría no
intervenir. La atención se suma, si puede hablarse aún así, a su posible
omisión. Tal es su verdadera indeterminación, que no es posible comparar con
la de una magnitud variable. La fuerza adicional es el imperio sobre nuestra
mirada, que puede conducirse o no, sobre esto o sobre aquello.

Por ello, el Fiat no se opone a la "decisión razonable": lo que hace de ésta una
decisión y no una mecánica de las ideas es la atención que sostiene la claridad
de las razones. Consideremos incluso los otros tres casos: en ausencia de
"razón mayor", la decisión resulta conducida por una circunstancia accidental
de orden exterior (tipo n°2) o de orden interior (t ipo n°3), o por último, por una
conversión instantánea de nuestro temple y de nuestra óptica (tipo n°4); esos
tipos de decisión se vinculan al Fiat por la omisión o la dimisión de nuestra
atención que nos hace aún responsables de nosotros mismos y del curso de
nuestros pensamientos. En todos los casos la elección no trastorna la
motivación como si fuera una fuerza extraña, sino que la sigue: es inseparable
de la atención que sostiene las razones del partido escogido.

El análisis de William James se refiere aún a una situación clásica; tiene por
tema la elección difícil, la victoria del deber sobre el deseo; asimismo, la
libertad pudo aparecer, gracias a una falla verbal, como una fuerza adicional
extraña a la vida del yo. Pero Bergson ya orientaba nuestra atención hacia
esas elecciones eruptivas donde un flujo de existencia más profundo viene a
romper un curso de pensamientos muertos que constituyen las verdaderas
fuerzas extrañas a la vida; se insinúa así la idea de que lo extraño no es la
libertad, sino el motivo. En ese clima privilegiado de convalecencia, de
despertar juvenil, se mueve el análisis bergsoniano de la época del Ensayo. Lo
que aquí vamos a afirmar sobre Bergson está fundamentalmente preparado por
la crítica de carácter más técnico realizada con anterioridad: Si, como
pensamos, la libertad bergsoniana no se comprende sin una atención a los
valores más serios y nobles, los mismos que Bergson más tarde nos enseñará
a escuchar a través del llamado profético de los sabios y los santos, parecería
que la libertad sólo es una auténtica revolución contra ciertos valores muertos,

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en la medida en que invoca valores más nuevos y profundos, los valores de los
héroes. Lejos de que la libertad reine allí donde la motivación está desorientada,
hay aún una motivación ingenua y virgen que aflora con el yo profundo. Toda
revolución procede de una obediencia más profunda que ella misma, que la
eleva al tono de la indignación ética. El error de cierto romanticismo vital reside
en no saber reconocer la napa de valores donde se sacia la libertad cuando ha
logrado socavar la capa de arena de las ideas extenuadas. Este equívoco del
bergsonismo nos exige estar atentos a la advertencia de Kant, que señala que
no hay libertad sin ley y sin respeto.

Precisamente, una parte de la literatura contemporánea socava la raíz de toda


ley, a saber, el valor y el respeto al valor: parecería que en el acto de invocar
valores que el querer no instituye reside el principio de la alienación. La libertad
no puede entonces sino aparecer como una ruptura y un rechazo, una ruptura
con toda fidelidad naciente hasta en la indignación y la revolución, un rechazo
de la condición de la libertad que se liga con la motivación despertada por un
orden posible de valores. Kierkegaard, que por otra parte ha dado a la filosofía
moderna el sentido agudo de la existencia individual, es parcialmente
responsable de la ilusión de proponer, para la subjetividad, la posibilidad de
ponerse al margen de la objetividad en todas sus formas y, en particular, en su
forma axiológica. Su influencia se vincula así a la ejercida por Nietzsche y su
proceso a los valores establecidos. Dicha conjunción contribuye a mantener,
dentro del pensamiento moderno, graves confusiones con respecto a las
relaciones que guarda la libertad con un orden cualquiera de valores. Tanto la
idea de valor como la de ley muerta sucumben bajo la crítica, como si la
libertad fuera incompatible con un orden cualquiera de valores37.

Por último, es necesario volver ala eidética del querer para corregir los errores
de la filosofía de la libertad; aunque todavía no sepamos qué objetividad le
conviene a los valores, al menos podemos leer, en la propia subjetividad, la
relación primitiva entre la decisión y los motivos; dicha relación resulta
comprendida instantáneamente, aunque sea recurriendo a un ejemplo ficticio;
se trata de la relación que juega en todas las situaciones y que denuncia su
ininteligibilidad a la luz de su inteligibilidad primordial. Y denuncia, en particular,
como superficial la definición de la libertad por la ruptura de la legalidad, y la
definición de la subjetividad por explosión de la objetividad. La mencionada
denuncia es la que nos invita a buscar con paciencia una vinculación más
profunda entre la libertad y los valores, y a encontrarla incluso en la revolución,
y acaso en lo arbitrario del acto gratuito: cuando la libertad repudia todo valor y
produce un gesto vano, se invoca a sí misma como valor último que legitima su
arbitrariedad. La libertad se torna su propio motivo, en el que viene a refugiarse
la preocupación por el valor, cuando queda extenuada. Por evanescente que
resulte esa legitimidad, lo cierto es que instituye una suerte de división íntima
por la cual la libertad, dando un apoyo a su impulso, se escinde en poder y en
valor. El acto gratuito caricaturiza, por la pobreza de una razón demasiado
estrecha, la atención prestada a los valores de vida y comunidad que dan su
densidad a la libertad; una libertad se encuentra tanto más cargada de
sustancia cuanto más se aleja de la preocupación avara dirigida a probarse a sí
misma su independencia y cuando invoca razones de consagrarse que
trascienden más radicalmente su subjetividad.

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De tal manera, resultamos remitidos de una a otra lectura: el surgimiento de la
elección es finalmente, en su forma más auténtica, una discontinuidad en el
seno mismo de la motivación, a veces incluso una inversión de valores, una
revolución en la evaluación. Desde este ángulo debemos tratar el caso más
favorable al voluntarismo, el caso del conflicto de valores, para concluir con él:
la objetividad de los valores no queda negada; se extenúa a sí misma y fracasa
por la invencible contradicción. De tal manera nos vemos conducidos de los
casos excéntricos -pretexto, esfuerzo adicional, irrupción del yo profundo,
revolución, libertad sin valor- al caso más auténtico, aquel donde la elección
procede no de la nulidad sino de la propia sobreabundancia de la motivación.
Parecería que el brotar de la elección no es aquí más que la emisión del último
juicio práctico; el riesgo, la audacia, es la suspensión de la motivación. De
manera que el debate consigo mismo no es vano: la gravedad de la elección
mide la profundidad de las razones puestas en juego; la elección auténtica
supone a su vez un debate auténtico entre valores no inventados, sino hallados.
El poder de acoger y escuchar al bien es el que eleva la conciencia hasta ese
punto de tensión de donde la elección vendrá a librarla. Por ello el salto de la
opción tiene por reverso la aparición repentina de una preferencia en el seno
de los motivos en conflicto. Elegir un partido es preferir las razones de ese
partido a las razones del otro. Discutir no es entonces algo vano: el partido
elegido no tiene otro valor que el que la motivación hace aparecer. Arriesgar es
algo completamente distinto que apostar: se apuesta sin razón; se arriesga con
razones insuficientes. El surgimiento de la elección y la suspensión de la
atención sobre un grupo de motivos que dan valor a la elección son
paradojamente idénticos.

Continuidad, discontinuidad -conformidad con el último juicio práctico,


surgimiento del acontecimiento-, tal es la paradoja de la duración conducida en
la que cada momento de existencia inventada se funda en el precedente y
brota como novedad. El gesto de fundarse en. . ., que constituye la esencia de
la motivación, mantiene la continuidad de la conciencia consigo misma: es la
posibilidad permanente del acuerdo consigo mismo. El gesto de surgir de. . .
instituye la discontinuidad de la conciencia que avanza: es la posibilidad
permanente del riesgo. La lectura en continuidad subraya la función conductora
de la motivación, pero no puede mostrar la nulidad del acto de elegir; la lectura
en discontinuidad pone de relieve el salto del acontecimiento, pero no puede
anular la función nutricia de la motivación. Es indispensable entonces afirmar
simultáneamente: "la elección sigue al último juicio práctico" y "un juicio
práctico es el último, cuando la elección surge". El acto reconcilia
prácticamente la discordancia teórica de ambas lecturas38.

La reconciliación en el acto domina el diálogo de lo voluntario y lo involuntario,


al menos en su primera dimensión. El gesto de fundarse que hace la
continuidad de la libertad en la duración es la acogida atenta del bien que lo
involuntario describe y transmite; por dicha acogida la subjetividad acepta ser
trascendida en su cuerpo y, a través de su cuerpo, por el otro. El gesto de
surgir y de arriesgar, que hace la discontinuidad del instante, es la existencia
voluntaria que trasciende los motivos salidos de su existencia involuntaria o
mediatizados por ella. De tal modo, la paradoja de la continuidad y la

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discontinuidad esclarece la paradoja de lo involuntario y lo voluntario; y la
misma conciencia práctica y pre-reflexiva -que reconcilia el surgimiento de la
elección y la meditación continua sobre los motivos- reconcilia la existencia
querida y la existencia recibida.

IV. Determinación e indeterminación

La paradoja de una suspensión de la atención y un surgimiento del acto


anuncia un nudo de dificultades entre las cuales la más grave debe
conducirnos a los límites de una filosofía de la subjetividad. La filosofía de la
atención parece introducir, inevitablemente, cierta indeterminación en la
definición de la libertad. Sin embargo:
1. Introducir la indeterminación en la libertad, y por lo tanto una potestas ad
opposita, ¿no es volver a la libertad de indiferencia y contradecir nuestro
rechazo de una elección sin razón?
2. Si se coloca a la libertad en el poder, ¿cómo ubicarla al mismo tiempo en el
acto, como lo exige el análisis del surgimiento?
3. ¿Es posible formular una teoría de la determinación y de la indeterminación
en el marco de una fenomenología de la subjetividad sin referirse a una teoría
del ser y más precisamente a un sistema de la naturaleza, a una cosmología,
respecto de la cual la teoría de la libertad no sería más que un capítulo
subordinado?

1. La indeterminación del querer

La indeterminación que interesa introducir en la libertad no tiene, según


creemos, nada en común con esa otra indeterminación que caracterizaría a
una libertad de indiferencia, es decir una elección sin razón, un querer sin
motivos.

Tres sentidos diferentes se ligan a los términos determinación e


indeterminación del querer. El primero, que gobierna a los otros dos, procede
directamente de la eidética del querer; los dos restantes se refieren
respectivamente a dos hipótesis-límites invocadas antes con el fin de
esclarecer la descripción de la elección.

1. En un primer sentido diremos que toda elección está determinada por sus
motivos. En ese sentido muy amplio y común a las dos hipótesis consideradas,
la elección sigue siempre al último juicio práctico, sea este último por extinción
del debate o por una suspensión brutal; cambiar de decisión es cambiar de
razones. Lo importante es no interpretar causalmente los términos: depender
de. . ., seguir. . ., estar determinado 39. . .

La determinación del querer no es otra cosa que la motivación misma. Decir


que la elección está determinada por motivos es decir que toda elección es
motivada; entre el último juicio práctico y la elección no hay distancia alguna,
no hay exterioridad alguna; por eso esta relación pudo percibirse antes de la
reafirmación de la duración existente; la elección no viene después de sus
razones; está motivada en el mismo instante; la elección determinada por
razones determinadas viene después, no de sus razones, sino de una elección

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indeterminada que se encuentra a su vez en una relación instantánea con una
constelación de motivos confusos. La conciencia progresa simultáneamente
hacia un juicio de preferencia y hacia un acto de elección, pues tanto uno como
otro no son más que la relación entre esas dos dimensiones; la ligazón su¡
generis entre el imperativo de la decisión y el indicativo de la evaluación es tan
estrecha que es lo mismo decir: "que esto sea" y "esto es lo mejor para mí hic
et nunc"40.

La indeterminación excluida por la determinación tomada en este primer


sentido es pues la indeterminación de una elección sin motivo: sólo puedo decir
si prefiero algo; no hay en esto una constricción, sino un hecho de constitución;
sólo puedo tener o ser una libertad cuyo sentido sea el de un querer motivado.
Otra indeterminación, la de la atención que considera, no resulta excluida por
esta estructura del querer: al contrario, será justamente ella la que venga a
calificarlo como querer libre.

2. En un segundo sentido la determinación de la elección por razones claras


representa, no una idea extraída de la experiencia por abstracción, como la
precedente, que pertenece a la eidética de la voluntad, sino una idea formada
por idealización; la misma representa una forma-límite de la libertad, una
libertad consumada por una motivación perfectamente clara y racional. De esta
libertad estaría excluidos todo equilibrio, toda indiferencia en los motivos. La
determinación del querer significa ahora que la evidencia práctica que habita a
una evaluación racional determina ipso facto la univocidad del imperativo de
elección. Este nuevo sentido no es más que un caso particular de la regla
precedente: si no hay elección sin motivo, la claridad de los motivos constituye
la preferencia de la elección. Sólo que se introduce aquí una medida ideal del
querer humano, según la cual la perfección de la elección se encuentra en
proporción con la racionalidad de .la motivación. En lo que concierne a la
indeterminación que conviene a la libertad, no aparece ningún problema nuevo:
en efecto, si necesariamente la claridad de las razones pone fin a la vacilación,
esto ocurre en virtud del axioma que liga el proyecto a sus motivos y que
prohíbe distinguir, salvo que se recurra a la abstracción, el sentido de la
decisión del sentido de la evaluación. La única necesidad aquí manifestada no
es la necesidad de una sucesión de actos, sino la necesidad de un
encadenamiento de contenidos, de significaciones intelectuales, suponiendo
que se las considere atentamente. Sólo el principio de la intencionalidad puede
guardarnos de los errores: ciertamente, es algo muy distinto extraer una
consecuencia necesaria y extraer necesariamente una conclusión; el orden de
las ideas no es el de las operaciones mismas.

Como contrapartida, el interés de esta hipótesis-límite es considerable: la


misma nos permite aislar por contraste la verdadera indeterminación que
conviene a la libertad, la que subsiste incluso cuando de la motivación ya ha
desaparecido toda indiferencia; el famoso ejemplo de Buridán comete
justamente el error de mezclar dos indeterminaciones, la del sentido de una
motivación equívoca y la que nosotros -buscamos en la raíz de las operaciones
que animan la motivación. En el colmo de la necesidad mirada hay que buscar
la libertad de la mirada 41.

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3. Un tercer sentido del término indeterminación resulta introducido por la
descripción de la elección como surgimiento y por la segunda construcción-
límite, la del individuo que se elige soberanamente en la insuficiencia de sus
razones: la determinación por sí mismo responde a la indeterminación del lado
de las razones, es decir del lado del contenido intencional de los juicios de
evaluación que animan a la motivación. Esta nueva determinación difiere
sensiblemente de la precedente, pues no concierne ya a la relación eidética
instantánea que mantiene la elección con sus motivos, sino al acontecimiento
existente del surgimiento. La determinación por sí mismo tiene lugar después
de la indeterminación anterior y marca la iniciativa positiva de la libertad, que
sin cesar trasciende su propia confusión por su sursum inaugural. Ahora bien,
esta determinación de la existencia no vuelve a poner en cuestión la regla
eidética de determinación del sentido de la elección por el sentido de sus
motivos, pues, según el análisis anterior, no puedo determinarme sino
determinando mis razones de elegir, e incluso, lo arbitrario de una elección
categórica sería aún recíproco de lo arbitrario de una evaluación
repentinamente categórica. La determinación de sí por sí mismo es por lo tanto
la determinación existente, en la duración existente, que a su vez es
homogénea de la indeterminación existente de la atención. Esta
indeterminación es la que se resuelve en esta determinación en el surgimiento.
La determinación temporal del acto permanecía oculta por la primera lectura de
la elección; el dominio sobre la decisión resultaba eclipsado por el imperio de
mis razones sobre mí en la hipótesis-límite de la decisión plenamente racional;
uno está tentado entonces a definir la libertad por la ausencia de constricción y
no por la potencia positiva de decidirse por sí mismo. Depende de mí que yo
me decida.

La indeterminación que se determina es la indeterminación de una mirada que


puede considerar o no esto o aquello. Se trata ciertamente de una potencia de
los contrarios. En ella Santo Tomás, Descartes y Malebranche encontraron la
raíz del juicio: nuestros actos dependen de nuestros juicios, pero nuestros
juicios dependen de nuestra atención; somos, pues, señores de nuestros actos
porque somos señores de nuestra atención. La libertas judicii es la que en el
examen de los motivos se mueve y en la elección se suspende 42.

Pero aquí deben colaborar las dos lecturas: la segunda enseña de qué
determinación la libertad es la indeterminación y quién conduce a esta
indeterminación existente en la duración de la atención; la primera, que como
contrapartida enseña que esta indeterminación de la atención nada tiene en
común con la libertad de indiferencia, es decir con la indeterminación que el
axioma de la motivación viene a excluir. No se trata de una ausencia de
motivos, sino, en la determinación de la elección por los motivos, de la libertad
de considerar tal o cual motivo. En efecto, ¿cómo descubrir esta
indeterminación tan universal como la determinación por motivos, si no se la
busca en el caso aparentemente más desfavorable, en el colmo de la
determinación por razones? La indeterminación de la atención es la
indeterminación que acompaña universalmente a la determinación por motivos,
y más particularmente, a la determinación por motivos evidentes. Tal es el
sentido de la respuesta de Descartes al P. Mesland con respecto a doctrina del
P. Petau: no hay evidencia sin atención; creo en tanto miro las razones de

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creer; y así puedo suspender mi juicio en presencia de la evidencia. Es la
potestas ad opposita del lado del acto la que sostiene la determinatio ad unum
del lado del contenido de los motivos y por lo tanto también de la elección. La
indeterminación se desdobla ora en indiferencia de opción, ora en preferencia
ineludible; es común a las dos hipótesis de la determinación del sentido de la
elección por razones claras y de la indeterminación de las razones como
situación precedente a la determinación por sí mismo del proyecto; es, por fin,
la indeterminación en el tiempo vivido de un acto de intención y no de un
contenido o de una significación de la intención, de un poder obrar en la
sucesión.

2. Indeterminación de la atención y determinación de sí por si mismo en el


surgimiento

En este punto de nuestra difícil reflexión, un nuevo escrúpulo nos exige


detenernos. Hemos afirmado un poco ligeramente que la indeterminación en
cuestión conviene a la determinación de sí por sí mismo: ahora bien, parecería
al poner la libertad ora en un poder indeterminado, ora en un acto de auto-
determinación, que caemos inevitablemente en cierto equívoco. La descripción
pura del capítulo' I ¿no invita acaso a buscar la libertad en la posibilidad abierta
por el proyecto determinado, más que en la indecisión que deja abiertas todas
las posibilidades? Y ahora, la indeterminación de la atención ¿no nos invita a
privilegiar otro momento del crecimiento del proyecto, a poner la libertad en el
momento de la indecisión? Entonces, la libertad ya no es el acto de elegir sino
el poder de elección.

La respuesta a esta objeción debe permitirnos abrazar por última vez la


paradoja de la libertad, la, paradoja de la motivación continua y el proyecto
discontinuo, la paradoja de la atención que se suspende y la elección que
surge. En efecto, es necesario afirmar que la indeterminación de la atención y
la determinación por sí mismo son el reverso y el anverso de la misma libertad
que debe leerse como poder y como acto.

La determinación del acto y la indeterminación del poder no conciernen a dos


momentos diferentes: no hay momento de libertad. La indeterminación de la
que se trata no se encuentra sólo en la indecisión, la determinación de sí
mismo no se encuentra sólo en la decisión. Hay una indeterminación de sí
mismo que subsiste en la decisión y que constituye el poder de continuar
considerando otra cosa; hay una determinación de sí mismo que subsiste en la
indecisión y que es el avance del acto que conduce a considerar otra cosa.
Determinación e indeterminación son en ese sentido rigurosamente
contemporáneas y conciernen al surgimiento de los actos de evaluar y de elegir,
de elegir evaluando, de evaluar en dirección de la elección. Determinación e
indeterminación se aplican tanto al momento problemático de la vacilación
como al momento categórico de la elección. Lo que habría que llegar a
comprender es que determinarse a elegir y estar indeterminado a mirar son una
y la misma cosa 43.
Mostremos una vez más que esta indeterminación de la atención y esta
determinación por sí misma de la elección se implican mutuamente.

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Por una parte, sería una grave ilusión creer que es posible pensar la
determinación por sí misma en la elección sin recurrir a la indeterminación de la
mirada. En efecto, si la elección se encuentra determinada en cuanto a su
contenido por el contenido de los motivos, me determino en mi acto en cuanto
los términos opuestos de elección, considerados desde el contenido de sus
motivos, no tienen con qué constreñir la mirada para que se vuelva a ellos. "Me
determino" significa: mis motivos inclinan sin obligar; siempre depende de mí,
aun en presencia del motivo más evidente, mirar o no a él o a otro. Si lo miro,
determina mi elección en el primer sentido de la palabra determinar, es decir,
en cuanto a su contenido; los actos son independientes como actos de los
contenidos; no hay objeto determinado de pensamiento que pueda captar la
capacidad de mi mirada. En tal sentido la determinación por sí mismo implica la
indeterminación de la atención como acto en relación con los motivos como
contenidos. Toda doctrina que no distinga la indeterminación de los actos
sucesivos en relación con el contenido de los motivos permanece aprisionada
en un falso dilema: el dilema de la libertad de indiferencia y de un determinismo
cualquiera, racional de estilo leibniziano, vitalista de estilo bergsoniano,
sociológico a la manera de Ch. Blondel. Es la indeterminación de la atención la
que hace a la espontaneidad de la auto-determinación de la elección. Hasta en
la dimisión de mi libertad;, percibo aún como acto de mi no-acto, como activa
dimisión, pues puedo captar que no estoy determinado por nada como acto; en
la peor esclavitud capto que puedo mirar otra cosa, en un nivel más radical de
mí mismo que la fascinación de mi conciencia; la indeterminación es esta
independencia de los actos que los hace verdaderamente actos. Esta
independencia del acto en cuanto a su determinación como operación no
contradice el alcance intencional del acto de atención que acoge valores y
recibe así en el corazón de la libertad la vida misma de lo involuntario.
Precisamente, el acto debe ser independiente para acoger lo que de ninguna
manera hace. De modo que la determinación por sí mismo implica la
indeterminación de la atención como potestas ad opposita. Pero no es menos
importante afirmar que el poder no es nada fuera del acto que lo pone en obra;
es tan difícil constituir una filosofía de la libertad exclusivamente sobre la
experiencia del poder como eliminar dicha experiencia de la consideración de
los actos. Reflexionando sobre mis actos los reconozco como la resolución de
un poder más vasto. El remordimiento, en particular, reposa sobre la dolorosa
certeza de que habría podido ser otro; entonces se eleva un reproche desde el
poder inempleado, que habría podido consagrarse a la realización del valor
traicionado. Se discierne el acto que ha estropeado la libertad y, más allá de
dicho acto, se reclama la expiación al yo cuyo acto se ha erigido en portavoz
ante el mundo. Y siempre es el poder la sombra simultánea del acto. Ante todo
está el surgimiento, y en seguida se encuentra el retorno reflexivo sobre el
poder empleado y sobre el poder inempleado.

Estas observaciones prolongan todos nuestros primeros análisis sobre el


poder-ser de la conciencia. Nos preguntábamos entonces en qué sentido la
conciencia no sólo abre posibles, sino que aparece también ella misma como
poder-ser. Habíamos intentado, en esa oportunidad, abordar dicha dificultad a
partir del proyecto efectivo que abre posibles en el mundo. La posibilidad que
soy, decíamos, es la que yo inauguro en mí mismo -es decir, en mi cuerpo y en
mi porvenir como libertad, realizando el salto del proyecto. El análisis de la

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atención nos permite remontar, más allá de esta potencia de obrar que procede
del acto mismo del proyecto, hasta la potencia de los contrarios que está en la
raíz misma de la motivación. Pero es notable que la reflexión, cuando se
adueña de ese poder radical y suspende la generosidad de la conciencia que
avanza ejerciendo su poder, se hunde en la estéril angustia del poder
aprehendido al margen del impulso gozoso; la reflexión sobre la
indeterminación nos permite prolongar y comprender esta dialéctica. No es
posible que la conciencia se asfixie a sí misma en esta usurpación sin fin de un
poder que siempre se precede a sí mismo. Cuando pongo al margen de los
poderes que inaugura el querer el poder mismo del querer, éste no cesa de
duplicarse a sí mismo como poder-poder, oculto en el poder-querer-hacer.
Dicho poder, que es precisamente el que me angustia, es una potencia
reservada, no comprometida, mantenida en suspenso, en el punto muerto de la
indeterminación.

¿Qué significa esta aventura? Por una parte, sé bien que me hace hombre; se
asemeja a la aventura cartesiana de la duda: la epojé del juicio de existencia
dirigido al mundo atestiguaba en Descartes la certeza inmanente de la
existencia de sí mismo; de igual modo, la apercepción de mi poder-mirar, tras
mi poder-elegir, y la de mi poder-ser, tras mi poder-mirar: suspendo, pongo
entre paréntesis los posibles abiertos por la decisión y el mundo mismo como
lugar de los posibles; realizo la epojé del lanzamiento de todo proyecto y
atestiguo el querer mismo como existencia posible. En esta hiper-reflexión, en
la que soy yo mismo para mí mismo "el hueco siempre futuro", hago
indefinidamente círculo conmigo mismo, en la esterilidad de un retorno sin fin
sobre mí mismo.

Por eso sospechamos que, si bien por una parte esta aventura me hace
hombre, por la otra, y más profundamente, es la pérdida de un impulso, la
pérdida de una ingenuidad y de una infancia. Efectivamente, cierta infancia del
querer gozaba comprometiéndose y, por pudor, sólo podría descubrirse en la
huella del proyecto de obrar en el mundo y en el corazón del proyecto de sí
mismo envuelto por el proyecto de la acción.

La angustia no tiene salida porque la reflexión desarraigada del proyecto se


convierte en una insurrección del poder contra el acto. Poniendo en escena al
argumento de Zenón de Elea, se hace "esta flecha alada -que vibra, vuela y
que a pesar de ello no vuela". En el torbellino que lo agita en el mismo lugar, el
poder-querer se ha convertido en un nuevo Aquiles que nunca alcanzará a la
tortuga de la lenta pero eficaz decisión: el acto no es más que una sombra que
se encuentra separado sin fin por una distancia espiritual indefinidamente
divisible, por el mal infinito de la reflexión, con respecto a dicho poder-querer:
entonces " ¡el sol. . . qué sombra de tortuga, para el alma, un Aquiles inmóvil de
grandes pasos!" La angustia es la flor corrompida de la reflexión; si la libertad
es, según la sentencia de Nietzsche, la enfermedad del ser-ahí, no es su
impulso generoso el que la enferma, sino la agonizante reflexión que la
desarraiga del acto. ¡Oh, muertos, "el verdadero roedor, el gusano irrefutable -
No es para vosotros, que dormís bajo la mesa; -Dicho gusano vive de vida, y
no me abandona nunca". Sólo a través de un salto, por el cual Aquiles rebasa,
de una sola vez, a la tortuga, un salto efectivo y no pensado o dividido sin cesar

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por la reflexión, se puede romper la marcha inmóvil y la tristeza de dicha
reflexión. Pero el salto en cuestión no es fruto de la angustia, sino que se lo
retoma sobre ella, como la segunda inmediatez del querer; ahora bien, la
angustia no era primera, sino que ella misma resultaba retomada a partir de la
generosidad del impulso. Suspendo el paréntesis que suspendía el acto.
Bergson enseñaba que con suspensiones virtuales no se constituye un
movimiento: con la angustia de la reflexión indefinida no se realiza un acto.
Denunciamos el poder-poder como castración de un primer querer que
descubría su propio poder en su ejercicio mismo. Esta es la reflexión segunda
que revela que la reflexión primera era en realidad segunda en relación a una
ingenuidad primordial del querer. Sólo el querer en acto es el revelador del
poder-querer.

3. Posibilidad de una definición de la libertad al margen de toda cosmología

Como puede verse, no hemos intentado demostrar a priori la indeterminación


de la libertad a la manera tomista; como Descartes44 hemos buscado
directamente, en el sujeto mismo, la experiencia viva de la determinación de sí
mismo y de la indeterminación que procede de la independencia del cogito con
respecto a sus contenidos objetivos. Es necesario justificar nuestra abstención
en cuanto a esta célebre doctrina que subordina la indeterminación respecto de
lo finito a la determinación respecto de lo infinito 45.

La demostración de la indeterminación del querer con respecto a los bienes


finitos comporta cierto número de momentos que se encuentran
comprometidos, según creemos, por un vicio fundamental en lo que hace a una
eidética y a un esclarecimiento existencial del sujeto. 1°) Es necesario ante
todo admitir que la voluntad es una especie del género deseo. Como todo
deseo, tiende naturalmente hacia su fin, es decir, hacia la forma o el acto que la
hace perfecta. Este primer tema supone el contexto general de una cosmología,
de una doctrina fundamental de la naturaleza que extiende un sistema común
de determinaciones a los sujetos y a las cosas, mezclando, determinaciones de
las cosas, como la idea de naturaleza, y determinaciones del sujeto, como la
idea de apetito. Una finalidad vagamente aureolada de significación humana
resulta proyectada en las cosas y, como contrapartida,, la finalidad natural
absorbe las significaciones fundamentales de la conciencia. De tal manera, un
elemento de necesidad queda introducido en la voluntad considerada como
naturaleza; el sujeto ha perdido su privilegio de sujeto; se ha convertido en una
parte de la naturaleza, en una floración en la jerarquía de los apetitos que no
suponen por sí mismos ninguna libertad y que son movidos por su objeto. 2°)
Se plantea luego que el grado de deseo es función del grado de conocimiento;
de modo que la voluntad queda nombrada como un deseo racional y ordenada
entre las potencias razonables. Este segundo tema gobierna la relación general
entre la voluntad y el entendimiento concebidos como facultades distintas: la
voluntad "sigue" al entendimiento y lo "obedece". Es fácil reconocer en esta
doctrina la relación fundamental del proyecto y el motivo, pero transplantada en
un contexto cosmológico: por una parte, la voluntad es una forma del apetito
natural, por la otra las determinaciones del entendimiento resultan interpretadas
de acuerdo con el espíritu general de la cosmología del conocer; por fin, se
instituye una relación de causalidad entre las dos facultades: de manera que la

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pura relación entre el imperativo de la decisión y el indicativo de la evaluación,
que nada tiene que ver con la cosmología, queda enteramente alterada por
esta última. 3°) Se caracteriza al apetito racional como racional en tanto es
"capax omnium "; la voluntad tiende, pues, naturalmente, hacia el bien general
(universale bonum): el deseo invencible, implícito en todo deseo particular,
hace que no queramos nada, nisi sub ratione boni. Sólo habría entonces un
objeto proporcionado a la voluntas ut natura; sería aquel en el cual todas las
formas del bien, en todos los sentidos, se encontrarían comprendidas: sólo la
visión intuitiva de Dios, percibido en sí mismo, nos colmaría. Esta tesis que
sirve de punto de partida a la demostración de la indeterminación del querer en
cuanto al bien particular nos parece demasiado comprometida por la
cosmología de las dos tesis precedentes para poder ser admitida en este
contexto. Si atendemos al deseo de Dios creemos necesario tener el coraje de
tacharlo de la cosmología objetiva, para reencontrarlo en su verdadera
dimensión, incaracterizable, inobjetivable, metaproblemática. Será objeto de la
"Poética" de la voluntad. Pero mientras mantenemos en suspenso a la
"Poética" de la voluntad y su misterio ontológico, no tenemos medio de
demostrar la indeterminación de la voluntad a partir de la determinación de la
voluntas ut natura por el bien general. "La eidética" de la conciencia sólo puede
contar con las nociones susceptibles de leerse en los actos de un sujeto. Ahora
bien, la indeterminación del querer puede leerse directamente en el cogito
como acto, sin necesidad de invocar el deseo de Dios. En tal sentido, el cogito
es, para cierta descripción de la subjetividad, un terminus, un requisito último,
un absoluto desde cierto punto de vista. La consecuencia extrema de la
revolución cartesiana parece ser la siguiente: el descubrimiento de la
originalidad de la conciencia en relación con toda naturaleza pensada
objetivamente es de tal magnitud, que ninguna cosmología puede englobarla.
La "Poética" de la voluntad no podrá entonces reencontrar el deseo de Dios
sino favorecida por una segunda revolución que hará estallar los límites de la
subjetividad, como ésta hizo estallar los límites de la objetividad natural. La
segunda revolución no se realiza en el tomismo, porque la primera tampoco se
encuentra en él. Dios, la conciencia, las cosas, se prestan a un único universo
de discurso, a una cosmología total que disimula los saltos entre la objetividad,
el cogito y la trascendencia, y evita así los misterios que sostienen los pasajes
paradojales. 4°) La demostración propiamente dicha de la indeterminación de la
voluntad con respecto a los bienes finitos consiste en que no existe vínculo
necesario entre el fin superior y el fin particular; el dominio de lo contingente no
es el de la demostración; esta tesis, del aristotelismo, completamente lógica, es
la que soporta todo el edificio. Por el contrario, pensamos que el hiato entre la
Trascendencia y un bien terrestre tiene otra dignidad; dicho bien sería la
libertad misma tomada como bien supremo a encarnar en el mundo: el pasaje a
la "Poética" ya constituye una conversión. Se puede observar que en este
punto de la argumentación la indeterminación del apetito racional con respecto
a los bienes finitos de ninguna manera aparece como el reverso de la
determinación por sí mismo: por el contrario, se la demuestra enteramente por
la carencia del objeto finito que se propone movilizar la potencia de desear, por
lo tanto a parte intellectus; todavía la libertad no llega a ser la potencia positiva
de los contrarios; la originalidad de Descartes es haber definido la
indeterminación por la determinación por sí mismo, lo que es natural en una
doctrina del cogito que parte del acto del sujeto, en cuanto primera y última

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palabra de la subjetividad. 5°) La quinta tesis con cierne precisamente a la
determinación por sí mismo, que el tomismo no ha ignorado, a pesar de que
dicha determinación no gobierna el edificio. Se encuentra por una parte
subordinada a la precedente, y por la otra, ligada a una línea de reflexión
distinta; en efecto, por un lado la determinación de la voluntad por sí mismo
responde al déficit de la determinación por el objeto. Cuando la voluntad se
dirige a un objeto, el principio de su determinación se encuentra en ella misma,
a falta de un objeto capaz, por su virtus activa como motor, de exceder o
igualar la virtus passiva del móvil. De esta manera, la ganga cosmológica de la
teoría de los móviles y los motores, de las virtudes pasivas y activas, envuelve
a la intuición real del poder del hombre de dominar positivamente sus propios
actos 46. Ahora bien, es notable, por otro lado que la indeterminación como
potencia de los contrarios pudo haberse directamente, como lo expresan
diversos textos47, a partir del imperio del hombre sobre sus actos, es decir a
partir de su naturaleza propia como voluntad. Ciertamente, esta dominación
sobre sus propios actos sigue siendo la réplica de la indeterminación que
confiere a la voluntad la capacidad de lo universal del entendimiento, pero
pertenece al mismo tiempo a otra dimensión del tomismo, que por otra parte de
ningún modo es contradictoria con la precedente: es la escala de las potencias,
y no sólo el tipo de determinación del apetito por su objeto, la que constituye la
dignidad creciente de los seres en los diferentes grados del universo. Pero, una
vez más, la cosmología general de las `potencias" confunde los reinos y
traiciona la intuición central del poder-querer. Con todo, en los numerosos
textos en que se afirma el imperio de la voluntad sobre sus actos, uno queda
sorprendido por la positividad de ese poder. Santo Tomás parece en ellos muy
cerca de una psicología que toma verdaderamente al 'Yo" y no a una
naturaleza como centro radical de perspectiva. De manera que la reflexión,
entendida como el poder de juzgar su propio juicio, se muestra ligada al poder
de moverse ella misma para juzgar. Finalmente, la acción sobre sí mismo, y de
cada potencia sobre la otra, hace aparecer el círculo mismo que la sujetividad
hace consigo misma. Si ahora uno considera la moción de la voluntad sobre el
entendimiento, es decir el punto de vista del "ejercicio" (quantum ad agere vel
non agere), nos enfrentamos con una verdadera acción. Sin duda, nuestra
acción es extraída del Acto puro de la divinidad a través de la inclinación
natural hacia el bien en general, pero la originalidad de la moción propia hacia
esto o aquello es indiscutible; se trata efectivamente de una determinación de
sí mismo respecto del querer. Ya hemos recordado, más arriba, cuáles son los
puntos de aplicación de ese movimiento: es necesario que la voluntad
comience por considerar, que considere esto o aquello y que elija el último
partido.

En suma, puede decirse que el tomismo tiende hacia el reconocimiento del


poder de pensar sin reconocer su originalidad absoluta; ésta permanece
sumergida en una teoría general de las causas segundas que no está a la
medida del cogito; con todo, la doctrina en cuestión integra, sin reconocerlos,
elementos de una eidética autónoma del sujeto. Esta ambigüedad de una
psicología mezclada con una cosmología es particularmente visible si se
considera cómo el impulso natural hacia el bien en general se resuelve en la
formación de un proyecto concreto que sólo compromete bienes particulares; si
se subraya la dependencia de los bienes particulares al bien en general,

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refiriéndolos como lo hacen los medios con-respecto a su fin, la voluntad
aparece como movida por el bien en general; de tal manera se hace la
economía de la determinación de sí por sí mismo; una voluntad movida no es
un "sí mismo" en el espíritu de la cosmología. Por el contrario, si se subraya el
hiato que separa al bien infinito de los bienes finitos, aparece la
indeterminación del impulso hacia sus bienes finitos; entonces es necesario
poner de relieve la determinación de sí por sí mismo en el primer movimiento
de la deliberación en el propio curso y en la suspensión de la deliberación
mencionada. Santo Tomás llega incluso a evocar el vértigo que se apodera de
la reflexión cuando ésta toma por tema de deliberación el hecho mismo de
deliberar. Queda claro entonces que el deseo del bien general aparece como
un motivo vano a partir del cual es posible derivar, de acuerdo con silogismos
capaces de ser probados, cualquier cosa. La libertad pura queda ubicada en el
origen mismo de la deliberación: "quod deliberet vel non deliberet... hujus modi
etiam est homo dominus". De manera que ora el primer movimiento de la
voluntad que se determina aparece envuelto en el impulso recibido hacia el
bien en general, y ora aparece como algo distinto de dicho movimiento, según
se insista en la inclusión de todo fin como medio en el fin supremo o en la
imposibilidad de derivar un bien finito de un bien infinito: sólo este último punto
de vista subraya la iniciativa del querer que "se habet ad diversa". Dicho
recurso a la determinación de sí mismo, si se lo tomara realmente en serio y se
lo vinculara a una reflexión radical sobre el Cogito, haría estallar todo el edificio
de la cosmología, que no puede contener a un verdadero sujeto. Pero si bien el
tomismo invoca suficientemente esta determinación de sí por sí mismo como
para hacer una buena psicología, pronto la vincula a todo el orden de la
naturaleza en una medida tal que le basta para dispensarse de llevar dicha
psicología hasta una verdadera metafísica de la subjetividad. Siempre el sujeto
termina enmascarado por alguna derivación a partir de una potencia recibida.
Por eso creemos que no se reúnen las condiciones necesarias como para
hablar de una psicología de la atención en Santo Tomás; la preocupación por el,
sistema, dentro de la cual la voluntad viene a insertarse, asfixia demasiado a
esta última como para que pueda llevar a cabo su destrucción y demoler la
Suma cosmológica a la cual se la quiere reducir como si fuera sólo un
momento. En la Suma la subjetividad resulta fácilmente superada porque
nunca estuvo plenamente afirmada. Por nuestra parte, consideramos que es
necesario hacer el camino inverso: sustentarse en la subjetividad del sujeto
mismo, referirle todo lo involuntario, dilatando la subjetividad hasta los límites
de la encarnación: Sólo entonces puede abordarse el extraño vínculo que une
el poder subjetivo y el acto creador y que los hace, simultáneamente, uno y dos,
el mismo y el otro, según la operación fuera de serie que Jaspers llama "cifra".

Tal es el conjunto de razones de método que nos prohíben derivar la


indeterminación con respecto a los bienes finitos de una determinación más
fundamental por el bien absoluto. Dicha demostración está ligada a una
cosmología general inaceptable. Consideramos que la indeterminación de la
atención es el reverso de la determinación por sí mismos que constituye la
primera y la última palabra de la doctrina de la subjetividad. Es necesario que
desde ciertas perspectiv4s la responsabilidad aparezca sola y sin apoyo alguno.
Es necesario que el descubrimiento de otra presencia distinta de sí mismo sea

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una conmoción con respecto a esa soledad, como si el Cogito a su vez
explotara.

¿De modo que renunciando a una cosmología de la libertad, que la haría


aparecer como un momento de la naturaleza, renunciamos acaso también a
toda "noción" de libertad? De ninguna manera. Precisamente aquí es donde
consideramos que la fenomenología husserliana es capaz de relevar a las
antiguas cosmologías. Hemos adoptado los enfoques de Husserl sobre la
pluralidad de "regiones" del ser y de ontologías regionales; la región conciencia
y la región naturaleza comporta nociones propias, "primitivas" para hablar como
Descartes. La eidética de la voluntad elaborada al comienzo de la presente
obra ya suponía una ontología regional. Pero dicha ontología no implica de
manera alguna un platonismo, sino que constituye el campo de las
significaciones comprendidas a partir de algunos ejemplos o incluso a partir de
uno solo, aunque fuera imaginario; de manera alguna se supone que tales
nociones tengan una existencia análoga a la existencia y que se ordenen en
cosmos. Por otra parte hay que señalar que las nociones de naturaleza y las
nociones de conciencia, aunque pertenezcan a regiones diferentes, participan
de un campo constituido por significaciones comunes, tales como ser, real,
posible, objeto, propiedad, relación, etc... Pero dichas significaciones no forman
una región del ser, sino una ontología formal, es decir el conjunto de
determinaciones contenidas en la idea de objeto de pensamiento en general 48.
Tales nociones no prejuzgan sobre la diferencia entre el ser como naturaleza y
el ser como conciencia; no prejuzgan sobre el tipo de relación entre esos seres;
en particular, no exigen que dichos modos de ser deban coordenarse ni afirman
que poseen la misma dignidad, como si fueran dos absolutos que entablaran
una relación fortuita. Por ello, la posibilidad puramente formal pudo
fragmentarse, en nuestro primer capítulo, en diversas significaciones materiales
relativas, una a, la previsión objetiva, la otra al proyecto voluntario; del mismo
modo, los términos determinación e indeterminación pertenecen a esa esfera
formal y se bifurcan inmediatamente en determinación como objeto de la
naturaleza y en determinación como operación del acto de conciencia;
asimismo, la indeterminación en el sentido físico del término -si existe alguno-
no tiene el mismo contenido que la indeterminación comprendida como
independencia del poder de pensar. Esta comunidad completamente formal de
la esfera de la conciencia y de la esfera natural es la que ha servido como
pretexto para una confusión de nociones regionales; la cosmología aristotélica
es a la vez una mezcla de "regiones" entre sí y con la ontología formal; y nació
así una física fantástica, cargada de nociones "subjetivas" degradadas, que a
su vez absorben a la conciencia en uña suerte de naturaleza general. Par el
contrario, es indispensable comprender que el desarrollo científico reclama una
purificación de las nociones naturales, que retire de ellas toda noción alógena;
mientras que, por su parte, la profundización de la subjetividad, desde
Descartes, Kant y Kierkegaard, impone un reconocimiento de las nociones
primitivas pertenecientes a la conciencia.

Gracias a tales nociones formales y materiales, es posible conferir cierta


inteligibilidad a las estructuras de la conciencia; una filosofía de la libertad no
es puramente inefable y no es cierto, como pretende Bergson, que todo
esfuerzo por definir la libertad termine dándole la razón al determinismo.

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Pero confesamos sin reparos que esta inteligibilidad deja escapar lo esencial:
nosotros nos hundimos progresivamente en el misterio de la existencia
individual, que es encarnación, duración, surgimiento. Consideramos que la
filosofía de la voluntad libre es el vaivén entre esta experiencia viva y la
objetividad superior suscitada por el método husserliano. No hay duda, y lo
hemos afirmado con fuerza en la introducción, que dicha experiencia resulta
obscurecida y disimulada; pero la esclavitud de la falta se denuncia a sí misma
como libertad por la protesta de una certeza más profunda, la certeza de haber
podido ser y hacer de otra manera; la falta anuncia un poder que me hace
responsable en el corazón de una impotencia que gime y reclama la liberación.
Esta experiencia cegada es la que sostiene la lectura nocional, al mismo
tiempo que la prolonga en dirección de la existencia viva del cuerpo y la libertad.
Pero Husserl no ha subrayado lo suficiente hasta qué punto las significaciones
de la región conciencia son frágiles y evanescentes; en efecto, la experiencia
de la libertad es una experiencia fugaz que debe reconquistarse
incesantemente por la acción de sí sobre sí mismo. Puedo disimularme mi
libertad y mentirme a mí mismo; a través de dicha denegación, que constituye
un aspecto de la falta, la conciencia imita a la cosa y se oculta tras ella: al
mismo tiempo la ontología regional de la conciencia se disipa como si se
esfumara: "la actitud" que hace posible la lectura de la ontología regional de la
conciencia resultó inhibida por la denegación de la propia libertad. Por el
contrario, las cosas siempre están allí; no tengo necesidad de actuar sobre mí
mismo, de respetar en mí la humanidad como fin en sí, para que continúen
apareciéndome como cosas; "la actitud natural" que condiciona su aparición es
fácil y permanente. Por ello la experiencia frágil, y en realidad muy velada de mi
libertad, no podría sostener a la descripción pura de la región donde reina la
libertad, si no fuera completada con los mitos ejemplares de la inocencia, por
una suerte de reminiscencia de la pureza, que responde polarmente a la
esperanza de pureza tal como se expresa en el Reino de Dios. Ya hemos
evocado, en la introducción, el vínculo existente entre tales mitos y una marcha
propiamente religiosa de la liberación y, asimismo, hemos mostrado cómo se
sujetan a la descripción pura a título de ilustración ó de ejemplificación de la
ontología regional de la conciencia.

NOTAS
1. P. Valéry, La joven Parca. rité, VII, I, IV: "La atención del espíritu
2. Sobre la Gestalttheorie, cfr. 11 Par- as a los objetos del espíritu lo que la fija
te, cap. I, II, una discusión más rigurosamirada de nuestros ojos es a los
objetos
de los principios de método. En el cur- de nuestros ojos". Sobre la generaliza
so de la presente obra podremos ver bas- ción de la "mirada": Husserl,
Ideen, I,
tante bien la riqueza descriptiva que se Parágrafos 35-37.
oculta tras la sistematización ghestáltica. 9. J. Nabert, L' expérience
intérieu
3. Aquí el análisis de Husserl, Ideen I, re de la liberté llos límites del determi
parágrafos 35-37, 80-83, 114-115, 122, nismo, págs. 108-123).
se une al de Santo Tomás, Descartes, Me- 10. Bergson, Essai sur les
données

157 / 396
lebranche (J. Laporte, '2e libre-arbitre immédiates de la conscience, págs.
118
et l' attention chez saint Thomas, Rev. 119 y 126-127.
de mét. et de mor., 1931-1932-1934; La11. Ibídem, pág. 127; el subrayado es
liberté selon Descartes", ibídem., 1937; nuestro: _ "La liberté selon
Malebranche", ibídem.,
1938). 12. lbídem.
4. Husserl, Vorlesungen zur PUno- 13 y 14, Ibídem, págs. 130-137.
menologie des inneren 2eitbewusstseins,
parágrafos 10 y ss.; Ideen l, parágrato 8 15. J. Nabert, Eléments pour une
81. éthique, páqs. 3-19.
5. Shand, Analysis ofattention. Mind, 17. Michotte y Prüm, Etude expéri
1894. Puede verse el error de tantas des- mentale sur le choix et ses
antécédents cripciones psicológicas que, luego de immédiats, Arch. de psych., t.
X, dic. confundir el objeto de la percepción y 1910. Sobre la relación de la
elección al
la representación "en" la conciencia, in- querer disyuntivo, cfr. A. Pfánder, Phá
terpretan la atención como una redupli- nomenologie des Wol%ns, págs. 114-
118;
cación de la representación, como si uno --Shand, Types of will, Mind,
1896;
atendiera a sus representaciones (por ej. Bradley, The definition of the will,
III
Wundt, Psycho%gie physiologique, t. 11, parte, Mind, 1904.
IV sección). 18. Los sujetos de Michotte aceptan
6. Dallenbach distingue correctamen- la tarea unívoca de "hacer una opera
te claridad atributiva y claridad percep- ción", o. c., págs. 147-164.
tiva. 19. Gilson, 1Éssai sur la vie intérieu
7. Bradley define notablemente a la re, Rev. phil., 1920.
atención: "Desenvolver el objeto ideal- 20. Lo interesante del trabajo de Mi
mente tal como es en sí mismo y así Ile- chotte es el hecho de haber
aislado la
gar a conocerlo"; "el objeto mismo de- elección de toda realización ulterior, po
senvuelto por dicho proceso no podemos n¡endo así al desnudo el
"designar", el
considerar que de este modo pueda cam- ••gey.to mental" que fija la
alternativa, sin
biar" (On active attention, Mind, 1901). ¡a interferencia de una orientación futu
8. Malebranche, Recherche de la Ve- ra, o. c., págs. 187-204. El trabajo de
Ach, Ueber den Willensakt und das Tem- págs. 149-209; J.P. Sartre, L'
étre et le
perament, 1910, conduce por el contra- néant, págs. 115-150, 508-643.
rio a una determinación futura; en una 26. K&hler, Gestalipsychologie, cap.
Nota complementaria, o. c., págs. 310- X (Insight); Claparéde, Genése de lhy
320, Michotte explica muy claramente Pothése, Arch. de psych., t. XXIV, págs.
cómo un simple hecho de "designar", 91, 136-138; Dunker, Zur Psycho%gie
un gesto sin orientación hacia el futuro, des produktiven Denkens, estudia parti
se torna la condición de realización de cularmente la reorganización
estructura¡

158 / 396
un proyecto previo, del proyecto de rea-en las resoluciones de problemas
práctilizar lo que uno elegiría, ibídem, pág. cos y matemáticos (reseña: J. de
Ps., 316.
19361.
21. También es posible encontrar la 27, Nadie ha temblado más que Lé
aproximación en Michotte, o. c., págs qu¡er ante ese poder solemne del
comen318-319. Minkowski sugiere la misma
zar, del designar y del "mirar": , de poder comenzar: Resherche d'une
premiére verité, págs. 107-120;
mirar, nos dice, "es un fenómeno de or- también son conocidas las páginas
admi
den general respecto del cual el mirar rables tituladas La feuille de charmille,
con los ojos no sería más que una de las
donde el poder de "hacer o (de) no ha
diversas modalidades", Vers une cosmo
logie, pág. 53. cer", la emoción ante el carácter inaugural del acto y su
retención ¡limita 22. Cfr. los textos de Santo Tomás da adoptan un acento tan
auténtico.
más abajo 180, 182. Descartes, !V Me- 28
dit: Traité des passions, parágr. 20; Prin- ' K. Jaspers, Philosophie I, 1-4.
Pe
cipes, parágr. 32 y ss.; y sobre todo Let- ro los clásicos no han ignorado
esta situación concreta, irreductible a la eviden
tres au P. Mesland, 2 de mayo 1644 y 9cia. Descartes, Discours de la méthode,
de febrero 1645; Malebranche, Recher- III Parte; Malebranche, Recherche de la
che de la vérité, libro I, 1 y 2, IV, libro vérfté, I, III, 2. IV, 1.
29. W. James, Précis de psychologie,
23. Descartes, Lettre au P. Mesland, trad. Baudin, págs. 563 y ss. 2 de mayo
1644.
30. Ibídem, pág. 580
24. Aquí ya no podemos seguir a Ma
lebranche cuando reduce el "consenti- 31. lbid., pág. 591.
miento" a una "cesación de la búsqueda 32. lbid., pág. 591. y el examen",
a un reposo que constitui
33. Ibid., pág. 606.
ría una nada.
25. W. James, Précis de psychologie, 34. lbid., pág. 599.
pág. 563 y ss.; Lequier, Recherche d'une 35. Ibid., pág. 601. premiére
vérité, págs. 107-120, 137 y ss.;
La Feuille de Charmille et Analyse de 36. lbid., págs. 602; 605.
l' acte libre (fragmentos publicados por 37. Nabert, L' expérience intérieure
Dugas, Rev. de Mét. et de Mor., 1922, en de la liberté, págs. 262-323; M.
Dufrenne
part., págs. 296-301); Bergson, Essai sur y P. Ricoeur, K. Jaspers et la
philosophie
les donnéea immédiates de la conscience, de I' existence, págs. 211-217,
348-354,
cap. III; K. Jaspers, Philosophie, t. II., 376-378.
38. Del mismo modo que seguimos a cia y el acto es la manera radical de afir

159 / 396
Malebranche, para abandonarlo cuando mar la libertad. Por una parte, la
remo
reduce el reposo de la atención a una na- tio coactionis de San Agustín, de
San
da de ser, seguimos a J. Lequier hasta Bernardo, de Pedro Lombardo, sólo se
que pretende extraer del poder de elegir salva por la potestas ad opposita
de San
el fundamento de la certeza y la "postu- to Tomás, reafirmada por Descartes,
Me
¡ación- de la primera verdad, o. c., págs. lebranche, por el fragmento 99
de los
133-135; Fgmt, Rev. de met. y de mor., Pensamientos de Pesca¡, etc. Pero, co
1902, págs. 74-75. En general, si la teo- mo contrapartida, la potestas ad
oppo
ría de la elección de Lequier tiene, fi- sita no puede disociarse del aconteci
nalmente, un acento más desesperado miento del acto, del avance mismo de
la
que gozoso, es porque intentó construír- existencia, como busca
vanamente Le
la al margen de toda motivación y por quier, que quiere mantener la experíen
lo tanto de la atención, y pretendió ex- cia del poder de elegir al margen del ac
traer una doctrina de la verdad de una to de elegir, Discours du Prédestiné et
doctrina de la libertad. du Réprouvé en Esquisse d' une premiére vérité,
págs. 233-239.
39. Nos resulta difícil conservar el '
lenguaje clásico que refería los momen- 44. Príncipes, parágr. 39;
Réponses
tos de la decisión a facultades diferentes (sobre cuestiones objetadas
contra la IV
e instituía entre dichas facultades una re- Médítation, parágr. 111): Es una
"no
lación de causalidad: "Omnis electio ción primera". A Mersenne, dic. 1640.
et actualis voluntas in nobis inmmedia- 45. Santo Tomás de Aquino, De Ma
te ex apprehensione intellectus causa- /o, q, 6; De Veritate, q. 22 y 24; Summa
tur". "Motus voluntatis. . . natus est Teológica, I, q. 82-83; Contra gent, semper
sequi judicíum rationis" (Santo 48. Tomás). El juicio "resulta del concurso
de dos causas... de mi entendimiento y 46. De Malo, q. 3, art. II I; De Verita
conjuntamente de mi voluntad" (Des- te q. 22, art. V, en el cuerpo, y ad. 2;
cartes). q. 9, art. III; q. 10 ad. I. Textos citados por J. Laporte, op. cit., 1931,
pág. 40. En el lenguaje de Descartes, la 70.
voluntad sólo puede superar al entendi
miento claro, pero no al entendimiento 47. De Potentia, q. I. art. V, en el
en general: Réponses (sobre la IV Médi- cuerpo; y sobre todo q. 22, art.
VI ad
tation, II); Lettre é Hiperaspistes, agos- IM. Textos citados por J. Laporte, op.
to 1641; y sobre todo Príncipes, 1, 34. cit.. 1932, pág. 199.
41. Actitud próxima a la de Descar- 48. Husserl, Ideen I, parágr. 9-17. tes
con respecto a la tesis de P. Petau so
bre el libre-arbitrio, Lettre á P. Mesland, 2 de mayo 1644.

160 / 396
42. J. Laporte, art. cit., y La conscience de la liberté, Flammarion, 1947,
págs. 183-225.
43. Esta concomitancia de la poten-
Pag 219-220-221

161 / 396
DESCRIPCION PURA DEL OBRAR Y DEL MOVER

Paul Ricecur 1

Lo voluntario y lo involuntario II

PODER, NECESIDAD Y
CONSENTIMIENTO EDITORIAL DOCENCIA

Segunda Parte

Obrar:
La moción voluntaria y los poderes

CAPITULO I DESCRIPCION PURA DEL OBRAR Y DEL MOVER

La voluntad sólo es un poder de decisión porque es un poder de moción. Sólo


por abstracción, como ya lo hemos dicho en el comienzo de la primera parte,
podemos separar estas dos funciones de la voluntad. No nos debemos dejar
engañar por el análisis clásico que distingue en el tiempo varias fases de la
actividad voluntaria: deliberación, decisión, ejecución. La decisión no sucede
pura y simplemente a la deliberación, tampoco la acción sucede a la decisión.
Las acciones diferidas, separadas por un blanco de la decisión, no son
canónicas; hay acciones espontáneas, operadas a medida que son concebidas;
y aún las llamamos voluntarias; en el límite nos encontramos con los
"automatismos reconocidos" (armar un cigarrillo mientras caminamos); los
mismos no encierran más que una intención muy implícita, que con frecuencia
sólo resulta reconocida retroactivamente; me digo: habría podido quererlo
expresamente. Esto es suficiente para que reconozca esas acciones como
mías y no como si se me hubieran escapado por completo. La distinción entre
la decisión y la acción es entonces más de sentido que de tiempo. una cosa es
proyectar, otra es realizar.

La adherencia de la acción a la decisión se puede mostrar aún con más


precisión.

Un querer que proyecta es un querer incompleto: no se ha puesto a prueba y


no se encuentra sancionado; la acción es el criterio de su autenticidad; una
voluntad que no llega a poner en movimiento al cuerpo y, a través de él, a
cambiar algo en el mundo está muy próxima a perderse en los anhelos
estériles y en el sueño. El que no realiza todavía no ha querido
verdaderamente. La legitimidad de una intención separada de la eficacia de la
acción se encuentra bajo sospecha. Basta considerar que todo valor envuelve
un deber-ser; en tal sentido exige la existencia. Cuando la conciencia se colma
en una interioridad desdeñosa, el valor queda herido con una esterilidad que lo
altera profundamente. Se pone rancio y se irrealiza, se endurece y se erige
como un obstáculo entre el genio inventivo de la voluntad y la materia, hecha
de existencia, donde los valores deben ponerse a prueba. La encarnación de
los valores en el mundo no se agrega pues desde afuera a su pura legitimidad,

162 / 396
sino que aquélla coopera desde dentro con ésta. La dignidad de la acción no es
secundaria, no sólo se la ejecuta retroactivamente respecto de los planes y
programas, sino que también debe ponerse a prueba sin cesar frente a las
asperezas de lo real, es decir de las cosas y de los hombres, para que su
autenticidad pueda madurar.

Las perspectivas más proféticas, las utopías más anticipantes, reclaman gestos
que al menos sean simbólicos, esbozos en miniatura, en suma una
consagración práctica por la cual el cuerpo las atraiga hacia su realización.
Esos esbozos reales son los que, brotando de la idea naciente, protegen
constantemente la juventud de la misma y hacen que la conciencia continúe su
tarea inventiva; de tal modo, según Alain, el artista no tiene idea de la obra de
arte antes de haberla realizado; su idea completa es el sentido de la obra
consumada; el proyecto y la obra se engendran mutuamente; el educador, el
político sólo escapan a las ideas fijas por el esfuerzo militante que los conjura a
recrear sin cesar sus ideales. El fracaso de nuestras ideas en el mundo no
debe encerrarnos en una amarga reflexión sobre la iniquidad de lo real, sobre
el rebajamiento infligido por la acción a la pureza de las ideas sublimes; este
rumiar el fracaso no nos dejaría otra elección que la evasión idealista o el
realismo cínico. El fracaso visible debe más bien hacernos atender al fracaso
más íntimo que consiste en el endurecimiento y el envejecimiento de nuestras
ideas lejos de la prueba de lo real. El fracaso material debe por eso mismo
despertar en nosotros la esperanza de una invención ideal y de una
encarnación real de nuestras ideas, de manera que sean estrictamente
contemporáneas una de la otra 1.

Por lo tanto, sólo por abstracción se distingue el mover y el decidir: el proyecto


anticipa la acción y la acción prueba el proyecto. Esto significa que la voluntad
sólo decide realmente por sí misma cuando cambia su cuerpo y, a través de él,
cambia al mundo. En tanto no hago nada, no he querido nada completamente.
Estas reflexiones nos conducen a la idea central que constituye, según
creemos, el corazón de toda meditación sobre la voluntad. La génesis de
nuestros proyectos no es más que un momento de la unión del cuerpo y el
alma.

La acción, por último, ya estaba presente en el proyecto más vacío; el


sentimiento de poder nos había aparecido como un momento esencial del
proyecto; decidir, hemos dicho, consiste en orientarse en el vacío hacia una
acción futura que depende de mí y que está en mi poder; me siento cargado
con la acción a realizar; me siento con la fuerza al mismo tiempo que con la
intención. Lo que quiero, lo puedo. El índice "a realizar" que distingue al
proyecto del anhelo o de la orden ya hace alusión a mi capacidad para la
acción considerada. Dicha capacidad no se encuentra normalmente señalada
como tal, sino que se encuentra proyectada en el tema de la acción; más
exactamente, proyectándome a mí mismo como sujeto de la acción, me afirmo
como capaz de dicha acción; decidirme, hemos dicho, es proyectarme a mí
mismo en el vacío como tema de conducta propuesta a la obediencia del
cuerpo. Mi capacidad se oculta en la imputación del yo en el seno mismo del
proyecto. Por eso la posibilidad abierta por el proyecto no se encuentra
absolutamente vacía; no es una simple no-imposibilidad; el poder concentrado

163 / 396
en mi cuerpo orienta el proyecto en dirección de la acción, es decir en dirección
de la realidad, en dirección del mundo. La. presencia del poder en el seno del
querer significa que mis proyectos están en el mundo. Por ello la voluntad se
distingue de la imaginación, al menos de la imaginación que se destierra e
"irrealiza"; por el poder el proyecto es el fermento de una inserción de lo posible
en lo real. En el proyecto ya se muestra la unión del alma y el cuerpo: me
siento capaz, como ser encarnado y situado en el mundo, de la acción a la que
me oriento en el vacío. Por su vinculación con el poder, el querer se encuentra
sobre el fondo del mundo, orientado en el mundo, aunque se lo piense en el
vacío. El poder lo inclina hacia lo real en lugar de derivarlo hacia lo imaginario.
Más radicalmente aún, una acción discreta acompaña al querer más indeciso;
más vacilante: sólo podemos hacer valer un motivo si poseemos nuestro
cuerpo: "Querer reflexionar, decía Hamelin, es mantener, en varios sentidos, el
cuerpo inmóvil".

Hay que decir que la moción voluntaria no consiste sólo en lanzar un gesto, en
producir un movimiento en un músculo en reposo, que de alguna manera está
a la espera; se trata sobre todo de desenvolverlo y apaciguarlo para que el juez
consulte. Si la voluntad tiene por objeto mover un cuerpo que permanecía
inmóvil, tiene entonces ante todo por tarea impedir que ese cuerpo indócil nos
arrastre, tiemble y comience a huir; o bien hay que arrancarlo del sopor del
acostumbramiento; estas observaciones alcanzarán todo su sentido luego,
cuando se comprenda que el esfuerzo se aplica principalmente a un cuerpo
que ya está quebrantado por la emoción y acomodado al hábito:, por lo tanto, si
mover mi cuerpo es ante todo domarlo, domesticarlo, poseerlo, esta función del
querer duplica constantemente la motivación. Una motivación voluntaria está
condicionada por un querer dueño de su cuerpo. Una necesidad, una tendencia
cualquiera no proponen valores si el tropel de movimientos nacientes que le
forman séquito no ha arrancado al cuerpo del lugar o no lo ha hecho
inaccesible al impulso voluntario. El cuerpo sólo motiva al querer si el querer
posee el cuerpo. De tal manera que el problema de la motivación voluntaria
acompaña en todo momento al problema de nuestra actitud frente a los valores:
después de la decisión, para realizarla; antes y durante la misma, para dominar
y conducir el cuerpo.

Asimismo, hay que ir todavía más lejos: desde cierta perspectiva, la motivación
es una especie de acción, e incluso de moción voluntaria. No sólo mi cuerpo es
el término de mi acción, sino también todos mis pensamientos, que son como
el cuerpo de mi pensamiento. No es fácil entenderlo: todo lo aprendido, todo lo
que llamo mi experiencia y que me acompaña aun cuando no lo evoque
efectivamente, en suma, todo lo que en un sentido muy amplio podríamos
llamar el saber, debe ser movido como mi cuerpo; se trata de métodos,
instrumentos, órganos de pensamiento de los que me sirvo para formar
pensamientos nuevos; cuando evoco un saber, no para repensar el mismo
objeto, sino para formar un pensamiento nuevo con la ayuda de esos
pensamientos antiguos que no son reconocidos como .tales, dispongo de lo
que yo sé como dispongo de mi cuerpo. Tal cosa se esclarecerá cuando
hablemos del hábito: mi pensamiento es, como veremos, una suerte de
naturaleza para mí mismo. Entre yo mismo y mi saber existe la misma relación
ambigua que entre yo mismo y mi cuerpo; esto podrá, desde una primera

164 / 396
aproximación, parecer algo escandaloso para una filosofía del sujeto, pero el
cuerpo en el sentido más estricto no es el único en dar asidero a la tentación de
objetivar el Cogito. Es posible encontrar en el saber, si tenemos en cuenta el
esfuerzo aplicado a él, los caracteres de resistencia que convienen al cuerpo.
En el sentido auténtico, existe un movimiento del pensamiento y un esfuerzo
por pensar. La esencia de la moción voluntaria no resulta alterada; sino que se
entremezcla de manera más estrecha con la motivación, y de algún modo
fundida inclusive con la representación. Por lo tanto, en virtud de una
abstracción todavía más audaz, en cuanto se encuentra siempre fundada en la
intelección directa de los actos del Cogito, podemos distinguir en la motivación
la consideración del valor y la puesta en obra más o menos fácil o difícil de un
saber anterior: en el capítulo precedente sólo hemos considerado una
motivación abstracta, separada del esfuerzo que acompaña tanto al
movimiento del pensamiento como al del cuerpo: sólo hemos conocido en el
motivo el valor y no la resistencia; ahora bien, todo puede ofrecer resistencia,
tanto el cuerpo como el pensamiento. Sólo en el contexto del esfuerzo la
voluntad tiende hacia su característica completa. Sólo me represento el
contenido de valor si domino el movimiento del cuerpo y el movimiento de la
idea. La primera función se encuentra en el registro de la representación
práctica; la segunda constituye la relación original del querer y la realidad que
es propiamente el obrar.

I. La intencionalidad del obrar y el mover


La descripción del obrar encuentra tales obstáculos, que corre el riesgo de
quedar reducida a un discurso sobre las dificultades de la descripción.

1. El presente del obrar

La primera dificultad reside en el carácter presente y pleno de la acción. El


gesto de tomar un libro está más allá de toda anticipación, de todo proyecto. Ya
no es más una palabra, un Logos, sino un acto tejido en lo pleno de lo real. La
acción es el acontecimiento mismo. Inaugura lo nuevo en el mundo. Ya no es
un posible en camino a lo real, sino un aspecto de lo real mismo, la carne de la
duración que avanza. El índice temporal de la acción es el presente que se
renueva sin cesar. Mientras la duración futura, significada por el proyecto o la
previsión, puede ser discontinua y reversible -salto adelante de mí mismo hasta
un acontecimiento que ocurrirá pasado mañana, vuelvo sobre mis pasos y
afronto una acción que realizaré mañana, etc.-, la acción participa por
definición de la avanzada misma de la existencia, de mi existencia y de la
existencia del mundo: lo que ocurre se encuentra en el presente, lo que realizo
está en el presente. Dicho presente tiene al menos dos caras: el accidente y la
obra. Por una parte es el presente de la presencia irrecusable, plena, de un
mundo que ya está ahí, más allá de toda espera, de toda exigencia, de toda
construcción ideal. Pero, por otra parte, en ese presente indeducible, actúo,
opero con presencias, soy autor de acontecimientos: obro.

Del mismo modo que nada se puede decir de la pura presencia, de lo pleno de
la existencia, por medio de los sentidos que la acogen -pues todo discurso
permanece más acá del acontecimiento, del puro "esto", y resulta suspendida
la posibilidad o la necesidad, la generalidad del concepto, la ley-, otro tanto le

165 / 396
ocurre a la acción en tanto acontecimiento: no digo mis actos sino la intención
realizada en ellos. Lo único que puedo decir de la acción no es en absoluto su
presencia efectuada, sino su relación con la intención vacía que dicho acto en
mayor o menor medida viene a llenar. La "realización" -es decir el pasaje de la
posibilidad del proyecto a la realidad de la acción- entra en la categoría de los
"cumplimientos", que engloba tanto la consumación de un anhelo o de una
orden, como la satisfacción de un deseo o la repleción de un temor y, en el
orden de la representación teórica, la efectuación o actualización de una
presencia, para sufrirla, gozarla, verla. En esta realización de cumplimiento hay
que considerar dos aspectos: ante todo, el sentido de la presencia o de la
acción que "satisface" el proyecto, la orden, el deseo, el temor, etc., es el
mismo que el sentido del proyecto. "Reconozco" la intención vacía en el acto
pleno; existe una coincidencia, hay un "recubrimiento" entre el sentido pleno y
el sentido vacío; de lo contrario no podría declarar que "es esto o no es esto lo
que yo había querido". Por otra parte, dicha coincidencia es la existente entre
algo vacío y algo pleno. Esta metáfora de lo vacío y lo pleno es asombrosa;
conviene igualmente a la relación pensar-ver y a la relación pensar-obrar. Del
mismo modo que ese paisaje que veo cumple lo que pienso sólo por medio de
los libros de geografía y los relatos de viaje, la excursión que hago cumple el
vacío de mi proyecto de viaje. De manera que, en el sentido estrecho del
término pensar, que designa una intención de significación que carece de
presencia, el obrar trasciende al pensar, del mismo modo que el sufrir. el ver y
todas las formas de intuición también lo trascienden. En tal sentido, el obrar no
es paralelo al "puro pensar", sino al gozar, al sufrir, al ver: todos ellos se
encuentran en el límite del "puro pensar", del "designar en el vacío": lo
cumplen2.

Pero lo que distingue la realización de un proyecto y el cumplimiento de una


intención por una intuición es que dicha realización es obra mía, es una
operación corporal que une lo real al pensamiento. ¿Podremos entonces
describir esta realización constituida por el obrar?

2. La intencionalidad práctica del obrar

Aquí se hace presente una segunda dificultad. Si no hay discurso sobre la


acción sino sobre la relación de realización que la une a su proyecto, el matiz
propio de la "realización" es a su vez difícil de captar en razón de su carácter
práctico. Si el obrar reside en el límite del pensar, en el sentido estrecho en que
pensar significa designar en el vacío (figurarse, proyectar, etc. : .), ¿se
encuentra con todo incluído en el pensar en el sentido amplio, es decir en el
Cogito integral? Dicho de otra manera, ¿puede el obrar figurar en la
enumeración cartesiana al lado del deseo, quiero, percibo, siento? Este
interrogante adquiere un sentido preciso: ¿podemos hablar de la
intencionalidad del obrar? La cuestión es grave pues hemos pretendido
identificar la psicología fenomenológica con el imperio mismo de la
intencionalidad. Hay que confesar que el problema es obscuro: a primera vista
parece que el obrar se opone globalmente al pensar, no ya a título de
consumación de una representación práctica vacía, sino como un vasto
dominio que resultaría excluído del imperio antes mencionado; caminar, tomar,
hablar serían incomparables con ver, imaginar, desear. La mutua exclusión del

166 / 396
pensar en el sentido amplio y del obrar se justificaría de la siguiente manera: la
intencionalidad coma tal es adinámica: el pensar es una luz, el obrar una fuerza;
los términos fuerza, eficacia, energía, imperio, producción, esfuerzo, etc.
pertenecerían pues a una dimensión del sujeto totalmente distinta de la
intención no-productiva de la percepción, el recuerdo, el deseo, el anhelo, la
orden, y en consecuencia de la intención igualmente no-productiva del proyecto.

Este argumento parece insuficiente; sería más bien indispensable ampliar la


noción de intencionalidad e incluso la de pensamiento; en la primera parte ya
hemos introducido en la psicología intencional la noción de afecto activo
(necesidad o cuasi-necesidad) al lado de los afectos sensibles (placer, dolor,
etc. . .); la noción dinámica de tensión ya implicaba dicha ampliación. Por
diversas razones, el obrar parece ser un aspecto del pensar intencional en un
sentido ampliado. El pensamiento integral, que envuelve a la existencia
corporal es no sólo luz sino también fuerza. El poder de producir
acontecimientos en el mundo es una especie de relación intencional con las
cosas y el mundo. La estructura transitiva del verbo hacer (¿qué haces? hago
esto) y en general la de los verbos de acción (cuelgo un cuadro, sostengo un
martillo, aprieto los dedos), no puede carecer de toda analogía con la
estructura transitiva de verbos que expresan actos de representación (deseo un
cuadro, veo un martillo, miro mis manos). Los verbos de acción también
expresan una dirección del polo sujeto al polo objeto. El verbo tiene un sujeto
personal y un complemento de objeto. La analogía va incluso más lejos: en el
lenguaje corriente llamamos "objetos" a los "utensilios" que manipulamos. No
se trata sólo de un equívoco verbal entre el objeto-utensilio y el objeto en el
sentido gramatical de "complemento de objeto" o en el sentido fenomenológico
de "correlato intencional" (en el sentido en que se habla del "objeto" de un
reclamo, de un afán, de una percepción). Es cierto que la estructura transitiva
de los verbos de acción expresa asimismo las relaciones de objeto dentro de la
naturaleza y en particular la relación causal: la bola golpea a la bola. Eso es
justamente lo que obscurece el análisis: el término de la acción designa a la
vez lo que un sujeto hace con su cuerpo y lo que un objeto hace contra otro
objeto. Esta duplicidad del término acción se explica bastante bien: el agente
humano, considerado como un objeto entre otros, es la causa de cambios; la
causalidad empírica es el índice objetivo de la moción corporal; en virtud de la
relación de diagnóstico que hemos reconocido entre mi propio cuerpo y el
cuerpo-objeto, se establece cierta correspondencia entre la acción voluntaria y
las relaciones objetivas de causalidad; dicha correspondencia, en la cual
volveremos a detenernos especialmente, justifica la ambivalencia de la
terminología. Pero dicha ambivalencia se ha convertido en confusión; los
términos acción, eficacia, fuerza, dinamismo, están en lo sucesivo cargados de
equívoco: el reino de la subjetividad 3 y el reino de la objetividad se contaminan
mutuamente y de tal manera la física se carga de antropomorfismo. Las fuerzas
de la naturaleza son concebidas como especies de energías humanas; al
mismo tiempo la psicología se carga de física: la fuerza corporal del querer es
concebida como una causa, respecto de la cual el movimiento sería su efecto.
Y así la ligazón continua y vivida de la idea con el movimiento y la relación
externa y objetiva de la causa con el efecto se apresan una a la otra. Si uno
separa el reino de la subjetividad, sin dejar de incluir ese él al cuerpo propio, la
transitividad de la acción voluntaria debe aparecer en su pureza, sin mezcla

167 / 396
con la causalidad física. Es una relación original de la subjetividad con el
mundo. Obrar es para un sujeto cierta manera de relacionarse con los objetos.
En ese sentido muy amplio podemos llamar intencionalidad práctica a la
relación del obrar con el término de la acción. Dicha intencionalidad no es ya la
de la representación que va desde el decidir hasta el proyecto, tampoco es, en
absoluto, la intencionalidad de una "representación": es lo simétrico de la
intuición, que cumple una intención teórica, es la acción que cumple el proyecto.

Esta intencionalidad práctica permite respetar el carácter subjetivo de la noción


de fuerza. En la primera parte evitamos tratar al querer como una fuerza, para
asentar bien la descripción fenomenológica y evitar toda confusión con la física,
aunque fuera una física mental. Podemos ahora ampliar el campo de la
fenomenología y por lo tanto de la intencionalidad, para reconocer que la fuerza
es un aspecto del Cogito. Pero es mucho más difícil respetar el carácter
subjetivo de la fuerza voluntaria que el de la decisión; en efecto, uno se
encuentra tentado a creer que la representación sola no es un "hecho"
observado empíricamente en la naturaleza; ahora bien la fuerza voluntaria de
ninguna manera es una representación; se trata por el contrario de la
producción de un cambio en el mundo "a través" de la moción del cuerpo
propio, sin que me represente el movimiento como objeto de percepción. No
habrá que extrañarse de no encontrar representación alguna en la relación
práctica del querer con el cuerpo movido por él: por principio mover mi cuerpo
no es representarme mi cuerpo. Y sin embargo sería necesario comprender
que el obrar es una dimensión original del Cogito, una "conciencia de. . ." en el
sentido husserliano. Una conciencia no-representativa, no ya una
representación práctica, como ocurre con el proyecto; una conciencia que es
una acción, que se da como materia un cambio en el mundo a través de un
cambio en mi cuerpo. La "naturalización" de esta fuerza voluntaria parece
inevitable en razón del carácter objetivo del movimiento que esta fuerza
produce y, de alguna manera, ex-pone entre los objetos. Además difícilmente
duplica la representación al. Cogito no representativo; hiende pues a desertar
de los modos activos de la conciencia y a librarlos al proceso de objetivación,
que por otra parte coincide con el espíritu científico.

3. El "pragma" o correlato intencional del obrar

Hay que confesar que nada de esto es completamente satisfactorio:


suponiendo que - esta intencionalidad del obrar, simétrica de la intencionalidad
de la intuición, no sea una falsa abertura en el edificio de la fenomenología
intencional, es con todo difícil afirmar cuál es el objeto de la "realización". Uno
está tentado de decir que se trata de un movimiento corporal: ¿qué haces? un
gesto, un movimiento con la cabeza, muevo mi cuerpo. La respuesta tiene una
doble falta: ante todo, un movimiento del cuerpo es un producto del análisis. No
hago tal o cual movimiento: cuelgo un cuadro. La acción es una forma de
conjunto que tiene un sentido global, que puede obtenerse por medios
diferentes, es decir a partir de posturas iniciales diferentes y por una
configuración variable de movimientos elementales. La acción no es una suma
de movimientos: el movimiento sale de la descomposición de una forma matriz
por un observador externo que considera al cuerpo como un objeto. La
Gestaltpsychologie 4 lo afirmó de manera rotunda, e incluso algunos

168 / 396
behavioristas hicieron otro tanto, como Tolman 5 . Pero la elevación de ese
punto de vista puede aún operarse a través de una psicología científica,
objetiva en el sentido que dimos a ese término en relación con la
fenomenología de la subjetividad. Hay que corregir de una manera aun más
radical la opinión de que "el objeto" de la acción, el término de la "realización",
es el movimiento. La forma motriz no es todavía el verdadero objeto de la
acción. En efecto, cuando obro, no me ocupo de mi cuerpo. Diría más bien que
la acción "atraviesa" el cuerpo. En seguida intentaremos reconocer el sentido
del cuerpo en relación con el término de la acción, cuando lo hayamos
encontrado. Me ocupo menos de mi cuerpo que del producto de la acción: el
cuadro colgado, el golpe del martillo sobre la cabeza del clavo. Lo que es
"obrado" (forjando una forma simétrica al término percibido) es la
transformación de mi entorno, es el factum recíproco del (acere, el "hecho" en
tanto perfecto pasivo6 , "lo que ha sido hecho por mí", el pragma. Si el
movimiento complejo de la mano que manipulea el martillo no es exactamente
el objeto de la acción, ¿diríamos entonces que tal objeto es la pared, el cuadro,
el clavo o el martillo? Tampoco esto sería aceptable. Si bien estas cosas
también se encuentran implicadas en "lo obrado en cuanto tal", lo hacen de
distinta manera que el cuerpo y no constituyen íntegramente el pragma.

El pragma completo es "cuelgo este cuadro de la pared". Queda expresado por


el complemento global que responde a la pregunta: ¿qué haces? Desde esta
perspectiva todo verbo de acción puede resultar descompuesto en un "hacer
más una acción-complemento: (hago)-(yo-colgar-el-cuadro-de-la-pared). El
pragma es el correlato completo del hacer.

Esa acción-complemento, considerada en sí misma, contiene una gran


cantidad de relaciones que constituyen la estructura completa de la acción.
Pueden encontrarse los elementos principales de esta descripción en las más
diversas psicologías, en la medida en que el anhelo de explicación no ha
terminado ya por disolver la descripción. Los análisis más notables se
encuentran en Lewin y sus alumnos 7, en Koffka (todos se vinculan a la
Gestaltpsychologie) y en Tolman 8.

Ante todo, el pragma se separa como una forma de un fondo: en el ejemplo


citado, la pared es el fondo del pragma. Cada pragma aparece como la
solución de una dificultad local en el mundo, de manera que lo percibido y lo
conocido sirven en general de fondo al pragma. Toda dificultad es mi "nudo"
que hay que desanudar prácticamente.

Las articulaciones internas del pragma pueden analizarse con los conceptos
utilizados por Tolman. Todos ellos son teleológicos: el mundo es un "means-
end-field "; el mundo "obrado" me aparece ante todo por las cualidades y las
formas percibidas: podemos llamar discriminenda a esos índices considerados
en su función práctica, es decir en tanto para diferencias los instrumentos y los
caminos de la acción. Las otras dos nociones fundamentales utilizadas por
Tolman son manipulanda y utilitanda. Esta distinción es interesante: se trata en
ambos acaso de "means-objects" a diferencia del "goal-object" (por ejemplo, el
alimento que hace cesar el hambre); pero el manipulandum es la función
manejable y practicable del objeto considerado independientemente del fin: el

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bastón puede ser tomado, el camino puede ser recorrido. El utilitandum es la
propiedad del manipulandum de conducir a. . .; se trata de la relación del medio
al fin: el camino recorrible conduce al alimento. Tolman ha señalado
particularmente el carácter equívoco, ambiguo, de estas relaciones teleológicas
de discriminación, de manipulación y de utilidad. El mundo de la acción es el de
la probabilidad práctica y en consecuencia aquel donde "la espera" puede ser
burlada, y aquel donde hay que hacer "hipótesis", arriesgar "ensayos". En
Koffka y en Lewin es posible encontrar un análisis comparable sobre los
caminos fáciles o difíciles de este mundo práctico. Tales autores insisten más
en el aspecto dinámico que en el teleológico del campo de comportamiento
desde el punto de vista descriptivo: cuando estoy acostado apaciblemente
sobre una playa, el campo es homogéneo, se encuentra en equilibrio, sin
tensión; un grito: ¡socorro! basta para transformar el campo en un "cono de
reclamo", atraído hacia el lado de los gritos. Los índices prácticos del mundo se
refieren a esta "practicabilidad" de nuestros caminos: obstáculos, pared,
perforación, escándalo, (escollo), enredo, etc.

Pero, ciertamente, habría otras articulaciones si uno quisiera tener en cuenta la


multitud de cambios técnicos posibles, considerados desde el punto de vista
del objeto producido, de la meta a alcanzar (espacial, social, etc), del medio
principal empleado, de la resistencia a vencer, de la materia a emplear y, por
último, del estilo de la moción corporal (en seguida volveremos especialmente
sobre este último punto). Nuestro medio de civilización es particularmente
complejo: está poblado de productos de la acción humana; campos, mojones,
mesas, libros, etc., son a la vez obras y utensilios implicados en nuevas
acciones; el medio de comportamiento del hombre ha salido del
comportamiento, con lo cual el hombre vuelve a obrar sobre sus propios
resultados. Este carácter eminentemente técnico del medio humano y de la
acción humana se sustenta, como sabemos, en el hecho de que el hombre
trabaja con útiles para producir objetos "artificiales" ligados a sus necesidades
de civilización e incluso a sus necesidades vitales. Por ello la acción humana
es típicamente "artificial"; es la tejne, madre de las artes y las técnicas.

De manera que el obrar se tiende entre el "yo" como querer y el mundo como
campo de acción. La acción es un aspecto del mundo. En todo proyecto se
encuentra envuelta implícitamente alguna interpretación: estoy en un mundo
donde hay algo que hacer; estoy embarcado para obrar en él; hace a la
esencia de toda situación que me afecta el plantear una cuestión a mi actividad;
una situación reclama una toma de conciencia y una obra corporal; hay cosas
por desenredar; a veces la urgencia de la situación solicita mi proyecto y me
impone obrar; otras veces es mi proyecto el que me hace producir la ocasión
misma donde se insertará atrapando otra ocasión que conduzca a la brecha
favorable. De todas maneras este mundo no es sólo espectáculo sino también
problema y tarea, materia a obrar; es el mundo para el proyecto y la acción;
hasta en el proyecto más inmóvil, el sentimiento de poder, de ser capaz, me
revela el mundo como horizonte, como teatro y como materia de mi acción.

4. El mover como órgano del obrar

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Si el obrar no termina en el cuerpo sino en el mundo, ¿qué significa el cuerpo
en él obrar? No es término de la acción, pero sí una etapa, con la mayor
frecuencia sin señalar, en esta relación con las cosas y con el mundo. Por un
movimiento de reflujo de la atención señalo mi cuerpo y constituyo su sentido
original: el cuerpo no es el objeto del obrar sino su órgano. La relación órgano-
pragma es una relación absolutamente específica. Decíamos antes que el
obrar "atraviesa" al cuerpo: es esta "mediación" original del órgano la que
queda así designada.

El carácter no-señalado del órgano y de su relación con el término del obrar


crea una nueva dificultad, con la que la fenomenología descriptiva viene a
enfrentarse: parece que su principal tarea es distinguir esta relación de las
relaciones mejor conocidas y en particular de las relaciones objetivas infra-
mundanas, por las que uno está tentado a sustituirla. De manera que uno diría
con gusto que el cuerpo es el instrumento de la acción. Me sirvo de mi mano
para escribir, para tomar. Tomo "con" mi mano, por medio de mi mano. Sin
embargo, esta asimilación del órgano al-instrumento es defectuosa 9. El
instrumento es lo que prolonga al órgano, pero se encuentra fuera del cuerpo;
figura como una mediación material y no ya orgánica entre mí mismo y la
acción producida; este intermediario agregado caracteriza a una acción
propiamente humana, una acción técnica, artificial. Obrar, es en gran parte,
trabajar con instrumentos. El que sabe servirse de sus manos es alguien que
sabe manejar útiles, que tiene un oficio en las manos. Esta vinculación "órgano
más útil" suscita un nuevo problema que no esclarece, sino que viene a
complicar la relación "órgano-pragma", que se convierte en la relación órgano-
útil-pragma; dicha relación es muy ambigua, pues tiene una cara orgánica y
otra física. En efecto, por un lado la práctica familiar de un útil incorpora de
algún modo el útil al órgano: el trabajador obra en el extremo de su útil, como
un ciego que remite su tacto al extremo de su bastón. Desde el punto de vista
del que obra, con el útil en la mano, la acción atraviesa como un único
mediador orgánico el órgano prolongado por el útil; la atención reside
principalmente en el pragma, y secundariamente en la pareja indivisible
órgano-útil, percibido como una extensión del órgano. Pero por el otro, la
relación útil-labor se encuentra enteramente en el mundo, es una relación física;
el útil "obra", "trabaja", en tanto fuerza de la naturaleza, conocida según las
leyes de la física; toda noción orgánica queda excluída de la técnica industrial,
que es simple aplicación de la ciencia por transformación de la relación de
causa a efecto en relaciones de medio a fin. Ahora la interpretación puramente
objetiva de la relación entre el útil y la labor puede remontar hasta la relación
del órgano al útil y finalmente a la relación entre el querer y el órgano. La fuerza
muscular es una fuerza física asimilable a la del martillo; el rendimiento del
obrero se torna una parte del rendimiento del conjunto de útiles. Es así como el
carácter físico e industrial de la relación del útil con la labor devora el carácter
orgánico de la relación del hombre con el útil.

Por eso la serie voluntad-órgano-útil-labor es muy ambigua, pues está recorrida


en los dos sentidos: a partir de la voluntad - -y por lo tanto desde el punto de
vista de la fenomenología a partir de la labor -y por lo tanto desde el punto de
vista de la física--. El útil es el punto de cruce de las dos lecturas, y no es él
quien esclarece a la función del órgano.

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Por último, si trato al órgano como un útil, me comprometo en una regresión sin
fin; pues el útil tiene por sentido prolongar al órgano, si el órgano fuera el útil
del querer, éste debería ser orgánico, lo que supondría el problema resuelto.
Por otra parte, veremos que el dualismo del querer-sujeto y del cuerpo-objeto
se encuentra fundamentalmente acreditado por esta tendencia más o menos
explícita a tratar al órgano como un instrumento; la organicidad del cuerpo se
pierde de vista y el cuerpo entero, convertido en máquina, se convierte en
extraño al querer.

Cuando la atención se desplaza del pragma, que es el objeto del obrar, a la


forma motriz, que es su órgano, se modifica el sentido de la acción. A esta
modificación del obrar la llamarnos moverse. El moverse es el obrar en tanto se
aplica al órgano y no en tanto termina en el pragma, es decir en las cosas y en
el mundo. Esta modificación de sentido es perfectamente natural y la misma
acción la exige. Paso constantemente de un punto de vista a otro;-por ejemplo,
puedo decir: cuelgo un cuadro, sostengo un martillo, aprieto los dedos. Como
hay que aprender a servirse de los útiles y objetos usuales (salidos también
ellos del trabajo humano), la atención es remitida constantemente de la
producción de la obra o pragma a la utilización del útil y a la moción del órgano.
Una parte del aprendizaje motor se hace incluso "en el vacío", sin útil ni labor:
se trata de la gimnástica en el sentido más amplio. Aquí sólo me ocupo de mi
cuerpo; hago movimientos, que son movimientos para nada, para ejercer el
cuerpo. Los mismos corresponden a un estudio muy artificial y puramente
preparatorio, en el cual el resultado no cuenta y en el que el contexto moral,
profesional, social del trabajo desaparece; las actitudes de, laboratorio que se
hace adoptar a los sujetos en la psicología experimental del trabajo son de este
orden.

Pero hay otras situaciones, además del aprendizaje, del ejercicio, de la


investigación psico-técnica, que nos llevan a tomar conciencia del moverse. La
acción completa encuentra obstáculos. resistencias que exigen sin cesar un
reajuste del movimiento; en general, es la indocilidad del cuerpo la que me
recuerda su función de mediación. Esta situación propicia a la reflexión sobre el
cuerpo es lo que corrientemente se llama esfuerzo; el esfuerzo es el moverse
mismo complicado por la conciencia de una resistencia. Pero si bien el
esfuerzo mantiene al cuerpo-órgano presto a la reflexión, puede al mismo
tiempo falsearla: uno está tentado a reducir la descripción del moverse a una
de sus formas; a la relación entre el esfuerzo y la resistencia orgánica. El
dualismo vuelve aquí a encontrar cierto respaldo: no se ve más que la
oposición entre el cuerpo y el querer; sin embargo, lo esencial es que el cuerpo
cede al querer; la resistencia sólo se comprende como complicación de la
docilidad misma del cuerpo que, desde otro aspecto, responde al querer. En el
capítulo III volveremos a tratar extensamente este punto.

Por último, reflexiono acerca de mi cuerpo fuera de la acción, cuando me


interrogo sobre mis capacidades. Volvemos aquí a encontrarnos con la noción
de poder. El poder es el moverse mismo, retenido más acá del acto, es el
moverse en potencia. A él me refiero cuando digo que sé o que puedo (nadar,
bailar, trepar a los árboles, etc.). Aparezco ante mí mismo como un complejo,

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no sólo de proyectos, sino también de poderes (por otro lado, como veremos
en la tercera parte, de datos: carácter, salud, etc.). Los poderes son a la vez
residuos de acción y promesas de acción. Sólo aparecen ante la reflexión y al
margen de la acción, antes o después de ella. Tales poder-hacer pueden, por
otra parte, ser llamados saber-hacer, en un sentido práctico de la palabra saber,
que recubre exactamente el de la palabra poder (en inglés o alemán se dice: yo
puedo nadar, en francés se dice: yo sé nadar). En el mismo sentido, Tolman no
vacila en decir -en un lenguaje que se esfuerza por mantenerse en la línea
behaviorista- que la rata "conoce" el camino más corto: todo hábito, afirma,
puede recibir el nombre de "cognitiva postulation" de los aspectos del medio
circundante 10. Por nuestra parte emplearemos con frecuencia el término saber-
hacer en el sentido de poder. Pero puede pensarse que el término saber sólo
conviene verdaderamente a poderes humanos que han sido reflexionados, que
han atravesado la toma de conciencia. Llamaremos al saber-hacer un poder-
reflexivo.

Tal es pues la reflexión sobre el cuerpo en la acción: es una reflexión sobre el


órgano del querer, favorecida por el aprendizaje, por el ejercicio gratuito del
cuerpo, por la conciencia de la resistencia a la ejecución fácil o por la toma de
conciencia de mis capacidades. En cierto grado, esta reflexión es siempre una
modificación del obrar que normalmente atraviesa de modo irreflexivo el cuerpo
y llega a su término en las cosas mismas.

Bajo esta forma modificada del obrar o moverse, el contenido eficaz es el


cuerpo-órgano, el órgano-movido, no el cuerpo sentido, imaginado,
representado, sino mi cuerpo-movido-por-mí. En la conciencia del moverse el
sentido del Cogito es la encarnación voluntaria, no ya la encarnación padecida,
como en el sufrimiento, o implícitamente sentido en la percepción, sino la
encarnación activa, el imperio ejercido vale sobre mi yo-cuerpo. Todas las
razones se acumulan para hacer casi imposible la reflexión sobre la moción
voluntaria del cuerpo; el obrar ya es en sí mismo difícilmente accesible a la
reflexión, más aún el moverse que sólo es una etapa desapercibida del obrar;
la reflexión reduplica naturalmente las orientaciones hacia los objetos de
representación, en el sentido más amplio del término, que comprende la
orientación del proyecto; el desenvolvimiento del "yo quiero" ya lo reduplica con
dificultad, y en el desenvolvimiento de éste en el órgano la dificultad en
cuestión crece todavía más; me encuentro a tal punto comprometido en lo que
hago, que no pienso en mi cuerpo-movido; lo muevo; tanto la conciencia del
obrar como la conciencia aun más ensordecida de moverse a mí mismo se
mantienen como una conciencia secundaria, marginal, con relación a la
conciencia principal, focal. Cuando obro, pienso en las metas de la acción, en
los objetos de percepción y, en general, de representación que la ordenan. La
conciencia de obrar es en gran parte una decisión continua, un mantenimiento,
una corrección, una renovación del proyecto. La conciencia más reflexiva, más
pronominal de ser yo el que "me" muevo a mí mismo se adhiere a dicha
intención principal como una suerte de halo obscuro. Por lo tanto, la decisión
era una conciencia eminentemente presta para la reflexión, en razón de su
carácter fundamentalmente pronominal: "me decido"; la moción voluntaria se
sustrae a esta reflexión: la conciencia que se expresa en el enunciado simétrico:
"me muevo a mí mismo" resulta "atravesada" por la conciencia de obrar: hago

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tal o cual acción, -y ésta a su vez, y en razón de su carácter no-representativo,
es difícilmente reflexiva.

Por todo ello es tan difícil capturar la operación de la conciencia ocupada en


obrar orgánicamente.

II. El mover y el dualismo

1. El dualismo de entendimiento

La reflexión sobre el moverse resulta entonces reconquistada con grandes


esfuerzos a partir de la intencionalidad del obrar -por su parte tan difícil de
reflexionar-, pero ahora nos encontramos al pie de la abrupta dificultad. La
última expresión del parágrafo precedente, "la operación de la conciencia
ocupada en obrar orgánicamente" es lo suficientemente chocante como para
estar seguro de que tras la dificultad de la reflexión se encuentra la paradoja y
hasta cierto punto la absurdidad del movimiento voluntario. En efecto, la
moción voluntaria presenta a la conciencia inmediata una operación continua e
indivisible que el entendimiento no puede pensar más que como una serie de
momentos distintos e incluso heterogéneos. Ahora bien, la conciencia
inmediata no es nada sin el entendimiento que busca comprender lo que dicha
conciencia experimenta globalmente. El esfuerzo es el despliegue de mí mismo,
que no soy objeto, en mi cuerpo que todavía es mí mismo pero también es
objeto. Ahora bien, no pienso verdaderamente dicho despliegue que constituye
una suerte de espesamiento corporal, de espacialización orgánica del "yo
quiero". Y sin embargo, para mí, que muevo mi cuerpo e intento capturarme en
el acto mismo, una y la misma cosa es querer, poder, moverse y obrar; la orden
dirigida al cuerpo, la disposición del órgano a responder a la orden, la
respuesta efectiva sentida en el órgano, la acción conducida por mí, todo ello
constituye una única conciencia práctica sobre la que no sólo reflexiono con
dificultad, sino que incluso sólo puedo comprender destruyéndola. El dualismo
es la doctrina del entendimiento.

Hemos criticado globalmente, a partir de la introducción general, el dualismo


del entendimiento tal como surge en Descartes; podemos retomar la crítica
aplicándola más precisamente al problema de la moción voluntaria: el dualismo
cartesiano es invencible en tanto se refiere al pensamiento (proyecto, idea,
imagen motriz, etc.), a la subjetividad y al movimiento hacia la objetividad. Tal
dualismo está creado de uno a otro extremo por el método. Y con todo,
Descartes mismo enseña que la continuidad del "yo quiero" en el movimiento
depende aún del pensamiento e incluso de un pensamiento, a su manera, claro:
"Las cosas que pertenecen a la unión del alma y el cuerpo... se conocen más
claramente por los sentidos" 11. De algún modo tenemos un conocimiento cierto
del pasaje del yo quiero al movimiento. Pero Descartes nos prohíbe introducir
en filosofía esas evidencias prácticas sustentadas por "el uso de la vida" y
propuestas en forma de enigma al pensamiento que distingue 12. Para tener
éxito en esto es necesario reintroducir el cuerpo en el Cogito integral y
recuperar la certeza fundamental de estar encarnado, de estar en situación
corporal. Siempre debemos reconquistar, por encima de las disyunciones del
entendimiento, la seguridad de ser amos de nuestro cuerpo. Toda la filosofía

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del moverse debe aguzar este pensamiento por contraste con el entendimiento
divisor. Hay que encontrar un único universo de discurso donde el pensamiento
y el movimiento sean homogéneos.

El naturalismo, que la psicología científica profesa con demasiada frecuencia,


se imagina que la dificultad cartesiana está creada por completo a raíz de la
estructura metafísica del cartesianismo y que un tratamiento más empírico
sería capaz de disiparla: en efecto, la dualidad de las sustancias, además de
situarse en un terreno ontológico donde está prohibido entrar, aparece
introducida y sostenida por una dualidad de certezas, la certeza del Cogito y la
certeza del espacio. Todo debería resultar más simple para una psicología que
pretende tratar al Cogito como una especie de hechos empíricos que llama
"hechos mentales" o "hechos de conciencia" y que declara ejecutables a través
de los métodos de observación e inducción en uso en las ciencias de la
naturaleza. Ahora bien, no sólo que la dificultad no se reduce por el
advenimiento del naturalismo en psicología, sino que la unidad del método
realizada en beneficio del conocimiento objetivo carga con el problema de una
absurdidad suplementaria que se vincula a los postulados invocados; de
manera aun más implacable, se muestra un divorcio entre dos tipos de física:
una física del espíritu y una física de la materia; la certeza íntima e
indesgarrable de que muevo mi cuerpo, transportada a este terreno se
convierte en un problema absurdo: ¿cómo puede una idea, que es un hecho
mental, producir un movimiento, que es un hecho físico? Se conocen de sobra
los atolladeros del paralelismo psico-fisiológico: ora, para satisfacer los rigores
del método, se prohíbe pensar una relación cualquiera entre idea y movimiento,
ora se postula un fenómeno único con dos caras, para apretujar más
estrechamente el sentido de la experiencia interior que muestra una operación
indivisible, orientada alternativamente del cuerpo hacia el pensamiento (como
se ve en la emoción que padezco por el hecho de mi cuerpo) y del
pensamiento hacia el cuerpo (como en el movimiento voluntario donde el
pensamiento muestra su eficacia) 13.

Hay que rehacer el camino, si se quiere sacar del atolladero al problema del
esfuerzo; hay que renunciar a enlazar dos órdenes de hechos, los hechos
psicológicos y los hechos físicos, objetos mentales y objetos biológicos, y hay
que encontrar a partir del Cogito cartesiano el índice subjetivo del movimiento,
la moción corporal en primera persona (y asimismo, como ya se ha dicho, en
segunda persona). Este es el momento de recordar que el Cogito envuelve
cierta experiencia del cuerpo; éste figura dos veces, una vez del lado del sujeto,
otra del lado del objeto. Por una parte, mi-cuerpo-movido-por-mí se encuentra
englobado como órgano en la experiencia indivisible querer-moverse; la
docilidad y la resistencia de mi cuerpo forman parte de la experiencia de mi
querer como fuerza desplegada: el "yo quiero" se despliega eficazmente en
movimiento vivido. El Cogito es la intuición misma del alma unida al cuerpo, ora
padeciendo de hecho al cuerpo ora reinando sobre él. Sin duda vamos más allá
que el propio Husserl, al menos en su segundo período, correspondiente a las
Ideen; su última filosofía y su noción de Lebenswelt nos estimulan a extender la
intencionalidad más allá de la representación teórica, e incluso de la práctica (la
del proyecto) y a incluir en la conciencia su propia ligazón al cuerpo. Esta
extensión del método descriptivo amenaza seguramente hacerlo estallar; en

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efecto, las nociones demasiado próximas al cuerpo carecen de claridad propia.
Conceptos tales como sentir, sufrir, moverse sirven más bien como índice,
como "signo" a una situación que el espíritu nunca puede llegar a dominar
perfectamente y que el entendimiento sólo puede reflexionar si la pervierte. Las
"esencias" son aquí inexactas al extremo e "indican" un misterio que el
entendimiento transforma necesariamente en problema insoluble. Experimento,
mucho más de lo que puedo saberlo por inspección directa del sentido de las
palabras, lo que son poder y moverse, y experimento asimismo que no hay
querer sin poder; lo comprendo en un solo ejemplo; pero esta proposición
eidética tan clara en sí misma se refiere a una certeza práctica que Descartes
denomina "el uso de la vida" y que desorienta al entendimiento. Los conceptos
que gravitan en tomo al moverse designan funciones que, nos animaríamos a
decir, son siempre "obradas", y que unifican prácticamente lo que el
entendimiento divide: el pensamiento del movimiento y el movimiento mismo.
La fenomenología debe superar una eidética demasiado clara, hasta llegar a
elaborar "índices" del misterio de la encarnación.

Ente esos índices, los más importantes son precisamente los que orientan
hacia la experiencia primitiva de ser una fuerza voluntaria, de poder mover mi
cuerpo y de moverlo efectivamente. "El entendimiento librado a sí mismo"
(intellectus sibi permissus) recae en el dualismo del Cogito; dicho intelecto sólo
refleja claramente las representaciones y carece de esta seguridad indivisible
de ser un querer que domina sobre su cuerpo. Dicha seguridad debe siempre
estar en tensión con la reflexión que la descompone y debe asimismo
reconquistarse a partir de ella; sólo así puede el entendimiento esclarecerla:
por contraste y por paradoja; pues sólo pensamos los misterios a través de
problemas y en el límite de los problemas.

Aquí hemos de poner a prueba nuestra concepción del diagnóstico. En efecto,


si el movimiento corporal (mi-cuerpo-movido-por-mí) es un momento
inseparable de la experiencia del sujeto, la dualidad del moverse en primera
persona y del movimiento, considerado objetivamente como un acontecimiento
que cae en el marco de la experiencia externa, pone en cuestión la naturaleza
precisa del dualismo de los puntos de vista sobre el cuerpo. Ya hemos dicho,
en términos generales, que no hay paralelismo entre el cuerpo-propio y el
cuerpo-objeto. En efecto, la moci6n voluntaria, tal como es "obrada", se da
como un despliegue, un cambio continuo de planos, como sí el querer se
expandiera desde un punto que no residiría en parte alguna a un volumen que
es vivido como mío, a un volumen propio, a una extensión carnal en primera
persona; va entonces sin ruptura desde una simplicidad no espacial al plano de
la multiplicidad y la organización; el despliegue corporal del yo quiero es
aquello por lo que me hago activamente extenso y compuesto, por lo que me
hago este espacio vivido que es mi cuerpo (señalemos que la relación que
mantengo con lo diverso de mis ideas, de mis recuerdos, en tanto los pongo en
obra, los muevo, es idéntica). Ahora bien, el misterio del despliegue del
esfuerzo no puede compararse rigurosamente con el conocimiento del cuerpo-
objeto. Mientras el cuerpo-propio se da como cuerpo-movido-por-un-querer, es
decir como el término de un movimiento que desciende del "yo" a su masa, el
cuerpo-objeto es pensado como cuerpo sin más, como espacio ante todo y
únicamente; es un eslabón en un sistema chato de objetos. La idea de que lo

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no-espacial. se espese en espacialidad no tiene sentido objetivo. Y esta
imposibilidad, que hace a la constitución misma de un mundo de objetos, es
más radical que la ley de conservación de la energía, de la cual siempre es
posible decir que se refiere a la estructura de un universo científico y que se
trata de un postulado limitado en su aplicación. Por ello el despliegue del
esfuerzo no tiene correlato objetivo que resulte exactamente paralelo a él. La
dependencia del cuerpo-propio al yo que quiere sólo guarda simetría en el
plano objetivo con un cuerpo que, por definición, se explica por otros cuerpos.
He aquí una razón más imperiosa que la precedente para que la experiencia
del esfuerzo constituya un escándalo para el entendimiento y para la ciencia
que se mantiene en el cuadro de las leyes generales de la objetividad, es decir,
del número y de la experiencia metódica.

Sin duda, esta anomalía explica qué dificultades eludieron los autores que
intentaron transportar al terreno objetivo de la biología un equivalente del
imperium voluntario. Recordemos el famoso ejemplo de Maine de Biran: el gran
filósofo creyó que era posible tratar al yo, tal como se encuentra envuelto y
revelado en la apercepción del esfuerzo, como una fuerza hiperorgánica
aplicada a la organización. Este filósofo consideraba que la mencionada fuerza
era al centro orgánico lo que éste es a los órganos 14 .Pero tal relación de
proporción carece totalmente de homogeneidad; esa fuerza hiperorgánica en
ningún momento resulta sugerida por el examen directo de la serie orgánica,
sino que sigue siendo una proyección dé la experiencia del Cogito sobre el
plano de los objetos; la idea misma de buscar el signo o el símbolo fisiológico
del querer contiene una absurdidad intrínseca.

No cabe duda que la experiencia del imperium no puede dejar de plantear un


problema al biólogo; es lo que hace interesante la aventura de Maine de Biran;
pero el científico carece de medios para resolver el enigma de la experiencia
interior en su propio terreno. Es natural que uno se sienta tentado a encontrar
un signo objetivo del poder de la voluntad, se trate de un signo negativo en
alguna laguna del determinismo, o de un signo positivo en una fuerza superior
a la vida qué, al mismo tiempo, pertenecería a su plano. Pero aunque estas
tentativas sean explicables, es necesario, con todo, que fracasen: el
determinismo siempre tiene razón en su terreno, que es el de los" hechos
empíricos". Este fracaso, respecto del cual el positivista es inocente, reclama
un cambio de actitud, el pasaje de la actitud "naturalista" a la actitud
"fenomenológica": sólo aquí mi cuerpo adquiere su sentido, por su docilidad o
por su resistencia a mi querer.

El único símbolo objetivo del querer es cierto carácter orientado del


comportamiento, una "forma" específica de la acción; veremos hasta qué punto
los notables estudios de la escuela "guestáltica" pueden ayudarnos a liberar
esta función de "diagnóstico" del cuerpo-objeto con respecto al cuerpo-propio.
Dicha función, ya lo hemos afirmado, se elabora de manera muy empírica, por
un aprendizaje gradual de las correspondencias entre los conceptos científicos
de la biología, de la psicología del comportamiento, de la psicología de la
Gestalt, y los datos más ingenuos de la reflexión que ejerzo sobre mí mismo o
de la "comunicación" (o intropatía) que ejerzo sobre el otro. El esfuerzo dei otro
sobre su cuerpo, la facilidad del bailarín, la tensión del atleta que trabaja en el

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límite de sus fuerzas, la lucha contra la fatiga extrema me "presentan" (o me
"presentifican") un esfuerzo en segunda persona desplegado en un cuerpo en
segunda persona. La expresión del esfuerzo y, de una manera más amplia, la
expresión de la fuerza de voluntad me revela el imperio del "tú" sobre su
cuerpo, de un modo sin duda menos intuitivo que la reflexión sobre mí mismo,
pero al menos de manera inmediata e indubitable. En relación con dicha
experiencia en primera persona y en segunda persona de la fuerza del querer
sobre el cuerpo es posible elaborar el conocimiento objetivo del hombre.

Por lo tanto, hay que vincular un saber fisiológico del movimiento a la


experiencia del esfuerzo: ese saber y esta experiencia pertenecen a dos
universos diferentes de discurso. Asimismo hay que renunciar a establecer un
paralelismo término a término entre la fenomenología del esfuerzo en primera y
segunda persona y el conocimiento objetivo del movimiento. Este sólo sirve de
diagnóstico tanto a la reflexión sobre mí mismo y mi cuerpo como a la intropatía
por la cual accedo a tu cuerpo y a ti mismo.

2. "Comprensión" y "explicación "de la acción

Es indispensable dar algunas explicaciones sobre las relaciones entre la


fenomenología de la acción puesta en práctica por nosotros y ciertas formas de
la psicología del comportamiento o de la Gestaltpsychologie.

Está claro que no podemos satisfacernos con una psicología del


comportamiento como la de Watson, aunque más no fuera debido a su carácter
"molecular". Es más interesante precisar la comparación con autores en los
que la descripción esté próxima a la nuestra, tales como Tolman, Köhler, Lewin,
Koffka, etc., pero que, finalmente, pasan de dicha descripción a una explicación
de tipo objetivo y causal de nivel fisiológico.

Tolman no duda que su descripción "molar" de la acción, que es como hemos


visto, de estilo teleológico, no debe quedar reabsorbida en una explicación
fisiológica que, según él, es de tipo "molecular". Con más precisión, dicho autor
declara que los signos discriminantes son en última instancia los efectos de
stimuli fisiológicos y los medios para manipular causas con miras a la obtención
del "objeto-final" de la intención 15. Pero uno podría preguntarse, siguiendo a
Tilquin, si la descripción, en lugar de preparar la explicación no viene más bien
a postergarla y si el alcance de la explicación no reside más bien en la
reducción de los elementos originales y propiamente "emergentes" suscitados
por la descripción16. En realidad, la excelente descripción de Tolman no
procede de exclusivo examen del comportamiento y toma mucho de la
introspección, o más exactamente de una fenomenología implícita que, por
nuestra parte, hemos intentado recuperar. Entonces la explicación causal
aparece como una destrucción y una denegación de los resultados alcanzados
por la descripción.

Ahora bien, los guestaltistas han intentado una explicación que no regrese a lo
elemental, a lo "molecular". sino que permanezca en el nivel "molar" de la
descripción. Esta tentativa debe ser considerada con especial atención pues
pretende evitar los escollos del behaviorismo estricto de Watson e incluso los

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del behaviorismo mitigado de Tolman 17. Antes hemos visto el uso que hacen
los guestaltistas de la noción de "medio de comportamiento" como campo
fenoménico de acción, por oposición al "medio geográfico" definido en términos
físicos. Tal campo fenoménico es recíproco del comportamiento que lo revela
como mundo de los "manipulanda" (para hablar como lo hace Tolman), al
mismo tiempo que el comportamiento replica a ese medio 18. El campo
fenoménico es pues el medio tal como aparece "behaviourally". Koffka no
ignora los enormes inconvenientes que suscita el pasaje a una. ciencia realista
de la conducta: él mismo señala que el medio de comportamiento del animal
sólo puede ser inferido a partir del comportamiento del animal en nuestro
"medio de comportamiento", de manera que la conducta aparente del animal se
sitúa con relación a mi "conducta fenoménica" o "vivida". Pero finalmente la
ciencia debe englobar tanto la "conducta aparente" del otro para mí como mi
conducta fenoménica o vivida y el medio de comportamiento relativo a esta
conducta aparente en un sistema objetivo de relaciones; dicho sistema no
puede en última instancia estar más que entre el medio geográfico real y el
organismo real. La conducta fenoménica y lo que la introspección llama
conciencia son, pues, simples reveladores de la conducta real de un organismo
con relación al medio geográfico. De tal manera uno es conducido a afirmar
que el medio de comportamiento y la conducta fenoménica están incluidos en
el organismo real y que el "ego fenoménico" lejos de incluir la totalidad de sus
relaciones, pertenece a título de sistema subordinado a la conducta fenoménica.
Esta inversión de perspectiva conduce a la noción central de campo
psicofisiológico 19, que es el único y el último universo de discurso con relación
a la descripción de conciencia o de comportamiento. El pasaje a ese campo
resulta facilitado por varios factores:

1. Ante todo, la noción de campo ya está elaborada a nivel descriptivo: pero,


desde el punto de vista estrictamente fenomenológico, si el mundo aparece
como un campo total con diversas formas, fuerzas, un trasfondo, un horizonte,
es a mí al que aparece como tal. El campo total es el correlato de un sujeto
total (que decide, percibe, obra). El salto, la violencia diríamos, reside aquí en
la objetivación del yo con relación al cual se ordena el campo total de la
percepción y de la acción y en la ubicación de dicho yo en el campo total que
ya no es para nadie, sino de alguna manera es en sí mismo. Con el pretexto de
que las condiciones de distribución de lo subjetivo y lo objetivo, por ejemplo en
el movimiento relativo de los objetos con relación al cuerpo, forman parte de la
distribución misma, el yo tal como aparece y la apariencia de todas las cosas
para él resultan objetivadas corno partes del campo total. Esta argumentación
es un puro sofisma que permite conservar la intención descriptiva y
fenomenológica de la noción de campo en un sistema explicativo que, sin
embargo, distorsiona enteramente al objetivar la experiencia misma para la
cual existe un campo.

2. Por otra parte, la descripción del campo de percepción y de acción tal como
aparece y el carácter de la acción en dicho campo requieren una terminología
dinámica: el comportamiento concreto y la experiencia vivida sólo presentan
"totalidades de extensión temporal" (Lewin) si se los describe en términos de
fuerzas, de tensiones, de resolución de tensiones. Los conceptos dinámicos
suscitados por la descripción parecen invitar a una transcripción fisiológica e

179 / 396
incluso física. La objetivación del yo resulta facilitada por el parecido del
dinamismo descriptivo con un dinamismo explicativo. Precisamente, los
modelos de la fisiología y la física que Lewin y Koffka pueden invocar son ellos
mismos modelos dinámicos y no mecánicos; si la fisiología no está condenada
a explicaciones moleculares (mecánicas, anatómicas), si, al contrario, un
parecido de forma entre los fenómenos de conciencia y de comportamiento, por
una parte, y la realidad fisiológica, por la otra, puede señalarse por doquiera,
evitaremos los escollos del antiguo paralelismo y podremos hablar de un
isomorfismo entre los fenómenos de conciencia y de comportamiento, por un
lado, y el campo fisiológico inferido, por el otro. Consideramos que el
isomorfismo no es capaz de ocultar el verdadero hiato entre los productos de
descripción (conducta y vivencia) y el plano fisiológico de la explicación: pues ni
la conducta aparente del otro, ni mi conducta tal como me aparece se dan
como apariencia de algún campo objetivo de naturaleza fisiológica. En la
argumentación guestáltica se disimula una mala fenomenología de la
apariencia y, finalmente, de la percepción. El parecido estructural de la
fisiología y la fenomenología de la acción sólo reposa, como Köhler lo había
visto por un momento 20, en el carácter puramente formal de los conceptos
dinámicos, que por lo tanto son superiores al uso material que se hace de una
y otra parte.

Para hablar en lenguaje husserliano, diremos que los conceptos dinámicos se


aplican a diversas regiones sin pertenecer a ninguna. En la "región" de la cosa
o en la "región" de la conciencia hay muchas otras nociones que se
superponen en todas las "regiones"; tal lo que ocurre con los términos objeto,
propiedad, relación, pluralidad, etc. 21 . La fenomenología de la conciencia
requiere la dinámica, tanto como las otras nociones "de ontología formal".
Resulta perfectamente factible instituir una dinámica puramente psicológica y
sin referencia a la física ni siquiera a la fisiología. Fue para evitar el
deslizamiento de la dinámica psicológica (con sus nociones de fuerza, de
tensión, de expansión, etc.) hacia una interpretación física, que mantuvimos
hasta ahora en suspenso la descripción del querer como fuerza,
considerándolo más bien como pensamiento, es decir como orientación
práctica a-dinámica. Pero no debemos olvidar que las fuerzas voluntarias e
involuntarias son al mismo tiempo fuerzas que suscitan o realizan un sentido.

Por último, el campo fisiológico de los guestaltistas constituye en gran parte


una construcción no justamente inferida del comportamiento, sino supuesta a
imagen suya y vuelta enseguida contra él para absorberlo.

3. La objetivación del Ego en el campo total se encuentra por otro lado


estimulada por el carácter inconsciente de una gran parte de las tensiones y de
las resoluciones de tensiones que uno se ve obligado a inferir a partir de ciertos
aspectos de la acción y de la conciencia. Parecería que todo nos invita a
considerar al Ego como un sistema de tensiones que está contenido dentro del
campo total, y que se `segrega" en función de leyes generales de organización
pertenecientes a un campo de fuerzas 22 . El problema de la acción, de la
voluntad (por ejemplo en el hábito, la emoción, etc.) aparece entonces como el
problema de la "comunicación”, entre los subsistemas relativamente
temporarios de tensión y el subsistema del Sí mismo, cuyas tensiones son

180 / 396
durables 23 . Con esto se hace posible tener un concepto general de acción: el
motorium de Lewin o, mejor, el executive de Koffka, la acción es una forma de
supresión de tensiones, junto a la supresión de tensiones sin acción, por la
organización sensorial o por el pensamiento: "La ejecución comprende todos
los medios por los cuales la acción puede suprimir o contribuye a suprimir
tensiones". Los trabajos de la escuela de Lewin, de considerable riqueza desde
el punto de vista descriptivo y a los cuales con frecuencia hacemos alusión, son
la puesta en práctica de la teoría de las tensiones en la psicología afectiva y
volitiva. Desgraciadamente, hay que temer que el guestaltismo y su doctrina del
"campo fisiológico total" no sean más que una vasta mitología: la existencia de
tensiones inconscientes y de una "organización silenciosa" de ninguna manera
nos obliga a incluir al Ego como una parte del campo; en la IIlera. parte
veremos que pueden integrarse tales hechos en una doctrina del sujeto y que,
al contrario, es la organización silenciosa la que se encuentra implicada por el
cuerpo propio.

4. El interés de la Gestalipsychologie con relación al behaviorismo reside en


haber ensayado superar el conflicto clásico de la introspección y la observación
externa del comportamiento, integrándolos en la explicación última como
momentos descriptivos que revelan y permiten inferir las leyes de organización
del campo fisiológico. De tal manera, Lewin considera la conciencia y el
comportamiento como un simple plano "fenotípico" con relación al plano
"causal-dinámico": en ese plano los sistemas de tensiones constituyen el
"genotipo" revelado por la conciencia y el comportamiento; y es allí donde se
alcanza la unidad del discurso que la psicología busca con gran dificultad 24 .
Asimismo, es allí donde nuestro método se separa de la manera más radical
del método de los guestaltistas. Nosotros buscamos comprender lo voluntario y
Io involuntario en tanto subjetividad. Y, como hemos dicho en la introducción,
no creemos con todo estar encerrados en la introspección; por el contrario,
pensamos que las nociones de la subjetividad son las únicas capaces de
superar el contraste entre la introspección y el comportamiento. Pero, para
reconciliar los dos métodos de descripción en una comprensión de la
subjetividad, hay que corregir radicalmente las dos falsas ideas que
ordinariamente se vinculan a los términos de conciencia y comportamiento. Si
la introspección sólo revela estados de conciencia de un "yo" sin salida al
mundo, sin encarnación en el cuerpo, la misma sólo revela un mundo interior,
cerrado y en última instancia ficticio. Si la observación externa sólo acoge
movimientos carentes de sentido y sin arraigo en el "tú", sólo revela un ornato
motor sin relación con un sujeto. Si, por el contrario, la experiencia integral del
Cogito envuelve la del cuerpo propio y a través de él la experiencia de obrar en
el mundo, si, por otra parte, la conducta del otro resulta descripta como
reveladora de un sujeto, de un "tú", las nociones de acción o de conducta que
debemos formar conciernen sin lugar a dudas a la acción de un sujeto en el
mundo "a través" de su cuerpo; tal sujeto soy yo, erres tú, es el hombre, mi
semejante; la experiencia propia de mí; mismo y la simpatía (o mejor la
intropatía) hacia otro son las dos experiencias vivas que suscitan esas
nociones fenomenológicas que, de entrada, son válidas para la subjetividad en
general. Ciertamente, podría decirse, con una razón aparente, que; la
experiencia propia revela mejor el sentido del proyecto y la. observación
externa mejor el sentido de la acción. Esta dualidad de métodos mantiene,

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erróneamente, el falso problema de las relaciones entre la idea (subjetiva) y el
movimiento (objetivo). Pero esta distinción no puede sostenerse hasta el fin.
Los proyectos, como sabemos, son asimismo poderes retenidos en -el cuerpo y
legibles a partir del cuerpo del otro: como contrapartida, hay que afirmar que
nuestras acciones son intenciones encarnadas cuyo sentido es para mí mismo.
Por lo tanto, no puede remitirse "la idea" a la introspección y el "movimiento" al
behaviorismo. Como Lewin, rechazamos el falso dilema de la introspección y la
psicología de la conducta, pero intentamos superarlo, no objetivando el Ego,
sino formando nociones de la subjetividad salidas tanto de la percepción de sí
mismo como de la comprensión de la conducta del otro como segunda persona.

3. La dualidad "dramática" de lo voluntario y lo involuntario

El dualismo del entendimiento no es la única ni la principal división que se


introduce en el seno de 'la subjetividad. La unidad del querer y del movimiento,
que se disuelve en tanto pensada, también envuelve cierta dualidad, nana
dualidad vivida. El vínculo con el cuerpo, si bien indivisible, es polémico y
dramático. En efecto, en el mismo instante que decimos con Descartes: "sólo
porque tenemos la voluntad de pasear, nuestras piernas se mueven y
caminamos" 25, tenemos la certeza de que esta docilidad del cuerpo es, de uno
al otro extremo, una conquista. El cuerpo es en principio torpe, convulsivo e
impotente. La idea de que todas las intenciones del querer encontrarían, por
privilegio de nacimiento, la respuesta ¿te los movimientos convenientes, es
insostenible. todo se ha adquirido partiendo de una ineptitud fundamental y
primitiva, más aún, todo se ha conquistado partiendo de un desorden que es el
verdadero estado infantil. del cuerpo. Frente a la proposición de Descartes hay
que escribir esta otra: "No hay acto voluntario que no hayamos, al principio,
cumplido involuntariamente". Toda adopción voluntaria del cuerpo es una
readopción a partir de un uso involuntario del cuerpo.

He aquí introducida una nueva peripecia que será el hilo conductor de todo
este capítulo: la moción, voluntaria del cuerpo no se da como la potencia nativa
de un imperium sobre un cuerpo inerte, sino como un diálogo con una
espontaneidad corporal que reclama el reino del hegemonikón. Por lo tanto;
reencontraremos en el registro de la moción voluntaria nuestro principio de la
reciprocidad del querer y de lo involuntario. Nuestro plan ya se encuentra
trazado:

1. Conviene ante todo buscar las funciones de movimiento reguladas por el


esfuerzo; mostrar la aptitud fundamental de las mismas para ser domesticadas
por el "Yo quiero", distinguiendo entonces entre los poderes de la voluntad y el
pensamiento causal, como hemos distinguido entre éste y los motivos. Tal será
el objeto del próximo capítulo.

2. Será necesaria a continuación describir los modos según los cuales el


esfuerzo opera la síntesis de las diferentes fuentes de movimiento. Tal
constituirá el objeto del tercer capítulo de este estudio sobre el obrar.

Pero si el esfuerzo es un diálogo con el cuerpo, nuestra primera ambición, que


era capturar el despliegue del "Yo quiero" en el movimiento, ¿no resulta

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entonces completamente burlada? Con el principio de la reciprocidad del
querer y lo involuntario, ¿no introducimos un nuevo dualismo? Sin duda alguna,
pero este dualismo, o mejor, esta dualidad "dramática", recubre y oculta una
verdadera vinculación del pensamiento y el movimiento, que hay que buscar
más acá del esfuerzo; es en lo involuntario donde se opera el vínculo, viviente
e imposible de desgarrar, entre la idea y el acto. Se arroja así una nueva luz
sobre todo nuestro anterior análisis: el dualismo no es sólo una exigencia del
entendimiento; es también, a su manera, una realidad cotidiana: "Homo simplex
in vitalitate, duplex in humanitate", gustaba repetir Mame de Biran. La unión del
compuesto humano se realiza demasiado abajo como para poder capturarla
con facilidad. Lo que ante todo nos es dado es el debate, que mantenemos
durante toda nuestra vida, con nuestro cuerpo; pero hay que saber ahondar
más abajo de esta lucha entre el esfuerzo y el cuerpo, hasta el pacto vital
inscripto en las poten-cías involuntarias del movimiento. Allí es donde hay que
buscar la unidad ontológica del pensamiento y el movimiento, más acá de la
dualidad del querer y lo involuntario. Es decir que la descripción de lo
involuntario no sólo deberá revelarnos la materia prima del esfuerzo sino
también esta “simplicitas in vitalitate” que es más fundamental que toda
dualidad.

Las funciones involuntarias del movimiento estudiadas aquí son tres: los saber-
hacer preformados, las emociones y los hábitos. La primera piedra del edificio
no es el reflejo ideo-motor, a saber el vínculo mecánico de un movimiento con
la idea de dicho movimiento, sino la vinculación preformada de las formas
motrices más flexibles con las percepciones reguladoras absolutamente
extrañas a todo conocimiento erudito del cuerpo e incluso a todo aprendizaje
de movimiento.

Pero estas captaciones anteriores a todo saber y a toda experiencia adquirida


dejarían al hombre más desarmado que ningún otro ser viviente si, al aprender,
no multiplicara al infinito sus medios de acción: aquí nos aparece el hábito
como la gran mediación entre las intenciones abstractas de una voluntad y lo
diverso de la acción.

Sin embargo, no es el hábito lo que colocaremos en segundo lugar luego de los


saber-hacer preformados: según una maravillosa visión de Hegel en la
Fenomenología del Espíritu, el hábito sólo se comprende bien como educador
de otra función que acaso nos extrañemos de encontrar en la Ilda. parte y no
en la primera: la emoción. Pero en la emoción no buscamos los motivos
afectivos ya considerados más arriba, sino la explosión, la turbulencia y el
desorden del cuerpo que atraen la acción. Aristóteles lo decía con Ravaisson:
la voluntad no mueve más que por el deseo. El misterioso pasaje del
pensamiento a la acción se opera de tres maneras diferentes. Hay allí, bajo una
triple forma, una suerte de "hecho primitivo" que constituye el uso práctico que
hago de mi cuerpo; y ese hecho primitivo se sitúa más abajo del esfuerzo, que
no hace más que adoptarlo.

4. La disociación patológica

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La patología nos revela un nuevo tipo de dualismo: por disociación, “liberación
funcional" o "represión"; este dualismo no permite comprender directamente la
unidad normal del hombre y la dualidad dramática que dicha unidad envuelve:
se fracasa en el intento de comprender una función a partir de sus desórdenes;
sólo lo normal es inteligible; no hay inteligibilidad intrínseca a la patológico;
pero lo que es un poder para un querer, las potencias involuntarias sólo toman
todo su sentido por el querer que las hace inteligibles ordenándolas y
conduciéndolas a nivel humano. Nos engañaríamos creyendo que la
disociación patológica restaura una simplicidad primitiva; lo degradado no es
simple; los productos de la enfermedad son en gran parte productos originales.

Pero al mismo tiempo hay que afirmar que lo normal contiene la posibilidad de
lo patológico; más que su posibilidad, su amenaza y su atractivo. La realidad
humana es una dualidad "dramática" construida sobre una unidad vital. Entre
mi voluntad y la espontaneidad corporal y mental siempre se inscribe una
discordancia naciente. La relación inestable entre la voluntad y las funciones
que le dan una apropiación del cuerpo contiene la posibilidad permanente de
una liberación de las funciones domesticadas. Tal es el principio de lo
patológico.

A esta prioridad de lo normal y a su definición por la reciprocidad de lo


voluntario y lo involuntario podrá objetarse que en el tiempo la anarquía
emocional precede al dominio voluntaria y que el equilibrio de la voluntad y el
hábito se encuentra al, término de la educación y no a sus comienzos. Es cierto,
pero eso no da prioridad alguna a los hechos de automatismo y de agitación
desde el punto de vista de la comprensión; lo primero en el orden inteligible
puede ser segundo en el tiempo: la razón viene después de la infancia, pero es
la razón la que se hace conocer como razón. La voluntad tiene una historia,
pero esta historia es la historia del hombre; y nunca se dice cómo comienza el
hombre. El sentido del hombre se revela poco a poco, pero no se engendra 26.

El presente estudio no es una historia de la voluntad, sólo se dirige al sentido


del hombre, es una eidética. Dicho sentido sólo podrá acaso encontrarse en el
adulto; acaso constituya un ideal irrealizable, el precio de la completa libertad
pero esta histo0, aunque inconclusa, sólo se comprende por el sentido
inmutable que poco a poco se va develando.

NOTAS

1. Jean Nabert, Elérnents pour une 3. Recordamos una vez más que la
éAlue, págs. 1936. subjetividad debe ser entendida en su
2. Sobre el —cumplimiento- del -pan- sentido amplio: yo y tú; y en sus mani
sar en vacío—, cfr. Husserl, Logisc4e Un- festaciones corporales: mi
cuerpo y tu
tersuchungen, ll, 5to. estudio, cuerpo.
4. Koffka, Principles of Psychology, a las conversaciones ordinarias, y
abste
págs. 25-41, distingue como Tolman Ja niéndose de meditar y estudiar las co
conducta molar en un "medio de com- sas ejercidas por la imaginación, uno

184 / 396
portamiento" y los movimientos mole- aprende a concebir la unión del alma y
el
culares de la reflexología. cuerpo".
5. Sobre el "behaviorismo molar", 13. Blanché, La notion de fait psy
Tolman, A new formula for behavio- chique, págs. 49-59, 222-6. rism, Ps.
Rev. 29, 1922, págs. 44-53. El
comportamiento molar se distingue del 14. Maine de Biran, Réponses á Stap
movimiento que estudia el fisiólogo por fer, en Morceaux choisis, publicados
por
la unidad orgánica de una acción que H. Gouhier, págs. 231-253.
"persiste hasta que" se alcanza un repo- 15. Tolman, Purposive behavior,
Ps
so fisiológico. Tolman llama "purpose" Rev., 1928, pág. 538. Tolman and
Bruns
a esta "persistencia hasta que. . .", Cfr. chwick, The organism and the causal
tex
Purposive behavior in animals and men, ture of the environment, Ps Rev.,
1935, 1932.
págs. 43-77.
6. J.P. Sartre, Esquisse dune théo- 16. Tilquin, Le behaviorisme, págs.
ríe des émotions, Hermann, 1939, págs. 404-6, 414-439, 457-66. 30-33.
17. Koffka, Principles of Gestalrpsy
7. El conjunto de estos trabajos fue chology, págs. 25-41 y passim.
publicado por la Psych. Forschung a par- 18. Ibid., pág. 32, definición de la
tir de 1926 bajo el título: Untersuchun- conducta. gen zur Handlungs-und
Affekt-psycholo
gie. Del propio K. Lewin: Vorbemerkun- 19. Ibid., págs. 41-68.
gen über die psychische Kráfte and Ener- 20. K&hler, Gestaltpsychology.
gie and über die Struktur der Seele,
¡bid., 1926, págs. 294-329, y: Vorsatz, 21. Husserl, Ideen, 1, parágrafos 9-17.
Wille and Bedürfnis, ¡bid., 1926, págs. 22. Koffka, o.c., págs. 319-342. Koff
329-385; cf. más abajo, págs. 255, n. 2, ka invoca el comienzo de la toma de
con
306, n. 1 y 2. ciencia, donde no existe aún Ego, y ar
8. Behavior in animals and men, gumenta a partir de la atribución de as
1932, cap. V., Cf. Tilquin, Le Behavioris pectos psíquicos a otras partes del cam
me, págs. 356-418. po (música, paisaje, rostro del otro); viendo en todo ello no
hechos de inten
9. Gabriel Marcel, Journal métaphy- cionalidad sino vicisitudes de la "segre
sique, pág. 236 y ss. gación".
10. Tolman, Purpose and cognition, 23. )bid., págs. 342-367. the
determiners of animal teaming. Ps
Rev., 32, 1925, págs. 285-297. Citado 24. Kurt Lewin, Vorbemerkungen ü
por Tilquin, Le behaviorisme, págs. 363- ber die psychische Krafte and
über die
4, Stru ktu r der Seele, •Psych. Forschung, 1926.
Il. Descartes, Lettre à la princesse
Elisabeth, 28 de junio de 1643 (y ya el 25. Tratado de las Pasiones, art. 18. 21
de mayo de 1643).
26. Sobre génesis y significación, cf.

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12. Ibid. "Acudiendo sólo ala vida y más abajo, III Parte, cap. 11, IV.

186 / 396
LA ESPONTANEIDAD CORPORAL

CAPITULO II
LA ESPONTANEIDAD CORPORAL

I. Los Saber-hacer preformados

La componente más elemental de la conducta humana no es el reflejo; el


germen de todos los movimientos que podemos captar y de los cuales se
apodera el esfuerzo es una especie de no-reflejo de movimientos innatos o
mejor, preformados; por razones que expondremos más adelante, llamaremos
a dichos movimientos saber-hacer preformados en lugar de denominarlos
movimientos instintivos. Nuestra tarea es limitada: no queremos hacer un
estudio sistemático de dichos saberes sino distinguirlos unos de otros desde el
punto, de vista de una descripción psicológica de lo involuntario, es decir,
queremos establecer de qué peculiar manera son involuntarios.

Para evitar todo equívoco, digamos ante todo que entenderemos por reflejo un
tipo descriptivo de reacción y no un esquema teórico e idealmente simple,
salido del análisis e impuesto como explicación de acciones complejas. Ya se
sabe a qué críticas se vio sometida, luego de treinta años, la teoría del reflejo:
según la interpretación mecanicista, el funcionamiento de conjunto del sistema
nervioso sería una suma de procesos parciales de tipo mecánico: un stimulus
definido obraría sobre un receptor localmente definido y produciría una
respuesta definida; las consideraciones anatómicas, topográficas, gobernarían
la forma de la respuesta; es cierto que autores como Sherrington han buscado
llenar la separación entre la observación real y esta concepción por el juego de
leyes de composición, irradiación, inhibición, integración, etc.

La crítica que Weizsäcker 1 y Goldstein2 realizaron a esta teoría del reflejo se


encuentra en la actualidad bastante conocida en Francia, en particular gracias
a la obra de Merleau-Ponty3. Uno estaría tentado a concluir, al menos si la
crítica de estos autores es exacta, que la distinción que vamos a hacer entre
los saber-hacer preformados (que otros autores denominan conducta instintiva,
perceptiva, suspensiva, etc.) y los reflejos pierde sentido, porque el reflejo no
existiría. No hay que perder de vista que Weizsäcker y Goldstein critican el
reflejo teórico, el reflejo puro, estereotipado, constante para un excitante dado;
tal reflejo, afirman, no representa la actividad normal de un organismo, sino el
comportamiento de un organismo enfermo o el comportamiento de laboratorio,
que uno obliga a responder por partes disociadas a stimuli artificialmente
simplificados; tomado incluso en ese sentido podemos decir que el reflejo
existe. Pero desde el punto de vista descriptivo en que nos ubicamos, no
vamos a comparar al reflejo puro, producido por la enfermedad o el laboratorio,
con los primeros movimientos educables. El funcionamiento normal del
organismo presenta movimientos que es posible caracterizar como reflejos en
función de ciertos criterios descriptivos. ¿Cuáles son dichos criterios?

Los criterios que retenemos conducen al tipo involuntario realizado por los
diversos tipos de movimientos elementales, a saber, cierta estereotipia, una
autonomía relativa con relación a la vida impulsiva y afectiva y, sobre todo, una

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incoercibilidad fundamental con relación a la voluntad. Tales reflejos se
distinguen en el interior mismo del comportamiento organizado que Goldstein
opone al reflejo teórico de los clásicos. Pero nuestra tarea no es fisiológica
como la de Goldstein, sino psicológica. La psicología del reflejo comienza con
el estudio de las funciones que dicho reflejo cumple y, más precisamente, con
el estudio del carácter involuntario de las mismas. Lo importante en tal sentido
es que los reflejos, a diferencia de otros movimientos primitivos, son
incoercibles, inasimilables a una síntesis voluntaria; por lo tanto, no entran en el
esquema circular de lo voluntario y lo involuntario, sino secundariamente en la
medida en que la voluntad puede limitarlos en amplitud o retardarlos en su
desencadenamiento. Para la conciencia los reflejos señalados se producen a
pesar de sí misma; realizan un involuntario absoluto y no relativo a la voluntad.
Estoy en su sede y aparezco ante mí mismo como conciencia epifenómeno de
esta acción que se me escapa.

Los movimientos que proponemos llamar saber-hacer preformados son


totalmente distintos; antes de todo aprendizaje, de todo saber sobre nuestro
cuerpo, poseemos un uso primitivo de nuestro cuerpo en vinculación con
ciertos objetos percibidos; más exactamente, si no hay gesto adulto que no
haya sido aprendido, tampoco hay ninguno que no haya salido de un primer
poder de obrar no aprendido y ligado ya a señales discriminantes del mundo
percibido. La psicología de la primera infancia revela la importancia de estos
conjuntos senso-motores incontestablemente preformados; "sin haberlo
aprendido, el niño sabe seguir un objeto por un desplazamiento combinado de
ojos y cabeza, estirar la mano, que no ve, en la dirección de un objeto que
atrae su atención; a los once días sabe inclinar hacia adelante la cabeza y la
parte superior del cuerpo; la locomoción, a pesar de su aparición más tardía
debida a la maduración orgánica, tampoco es aprendida; los gestos de
agacharse, de levantarse, etc., se aprenden con un minimun de ensayo y
parecen directamente gobernados por la vista" 4 . En esta primera práctica del
cuerpo, cuyo tipo es la vinculación de la mano a la mirada, se opera el enlace
del movimiento al pensamiento antes de toda voluntad concertada. A partir del
momento en que el mundo me resulta presente, sé realizar algo con mi cuerpo,
sin saber ni mi cuerpo, ni el mundo.

¿Por qué hemos preferido el término saber-hacer preformado al término, en


apariencia más claro y más clásico, de acción instintiva? El término instinto ha
sido descartado por dos razones: ante todo, no designa con suficiente precisión
un tipo descriptivo de conducta y evoca, peligrosamente, un principio de
explicación que se presta a discusiones filosóficas inoportunas; pero sobre todo,
nos pareció que el término instinto debía ser reservado para designar no tanto
un tipo de conducta como más bien un nivel general de comportamiento que
define en bloque a la animalidad 5. En dicho nivel el instinto no figura aún como
un momento involuntario recíproco de una voluntad posible y ofrecido a su
regulación, sino como un comportamiento que tiene en sí mismo un orden y
que realiza una auto-regulación propiamente vital. El término saber-hacer tiene
la ventaja de ser puramente descriptivo y de no prejuzgar sobre el impulso que
conmueve, ni sobre todo sobre la instancia superior que lo ordena. El
calificativo preformado se ha preferido por todas las razones que convierten en
impropio al término innato. Tales acciones ordenadas por el ver, el escuchar,

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etc., sobre las cuales se construirán al infinito gestos nuevos, se distinguen
fundamentalmente de los movimientos producidos en nosotros sin nosotros,
por una acción de las cosas sobre nosotros (los términos producto y acción son
tomados en su sentido descriptivo y no explicativo y causal). Vamos a
suministrar algunos ejemplos antes de considerar su oposición general.

Por cuanto nuestro estudio es psicológico y descriptivo, dejamos de lado un


vasto grupo de fenómenos que los fisiólogos llaman todavía reflejos pero que,
desde el punto de vista psicológico, no entran en la clase de las acciones
reflejas; tienen los caracteres fisiológicos del reflejo pero están incorporados a
otras funciones; tal lo que sucede con los mecanismos de contracción y
secreción que la fisiología muestra en la base de la necesidad alimentaria
(reflejos tróficos, etc.) 6 y que no se dan como reflejos, sino que sólo acceden al
conocimiento a través del impulso, con respecto al cual son una suerte de
reverso; ahora bien, es el impulso de la necesidad y no el reflejo mismo, oculto
por el impulso, el que la voluntad viene a encontrar; como nuestro método
descriptivo exige que abordemos las funciones tal como se dan a título
involuntario, no hablamos aquí de dicho reflejo. Más en general, tales reflejos,
que no se deducen de la vida de relación, deben ser vinculados a lo que Koffka
llama con mucha exactitud "la organización silenciosa"; es decir, el conjunto de
equilibrios y de regulaciones que no aparecen como tales a la conciencia y que
sólo contribuyen a la conciencia global para que ésta esté con vida, se porte
bien o mal, se encuentre de tal o cual humor, etc.; en la IIIera. parte
consideraremos los sentimientos vitales que nos revelan esta vida que ya no es
motivo ni poder de obrar, sino condición, situación, fundamento, y con la cual
no se puede menos que consentir 7.

Por oposición a los reflejos que la fisiología descubre en la base de la


necesidad y, más ampliamente, de la organización, los reflejos de protección y
de defensa, de apropiación, de acomodación y de exploración se dan como
reflejos en el cuerpo o como influencia incoercible del mundo sobre mí; no
están implicados en otra vivencia, con respecto a la cual serían una suerte de
reverso objetivo; constituyen por sí mismos un embrión de función con una
adaptación de primera urgencia; la voluntad los afronta entonces de una
manera completamente original. Tales reflejos deben distinguirse de los saber-
hacer correspondientes: veremos que si los reflejos tienen una función
importante en el orden de las primeras defensas, los saber-hacer la poseen de
manera decisiva en el orden de las adaptaciones elementales. Reservaremos
para un examen particular el pretendido poder reflejo del modelo externo que
nos conducirá al examen del famoso reflejo ideo-motor en el cual muchos
autores se han creído en el deber de encontrar la materia prima del movimiento
voluntario.

1. Defensa y protección

Es bastante fácil separar los reflejos de protección y de defensa de los saber-


hacer correspondientes: es notable que los reflejos ofrecen medios de defensa
considerablemente adaptados. Podemos ubicar a la cabeza los reflejos de
protección especializados que aseguran la integridad del funcionamiento de los
órganos de los sentidos (el parpadeo, el lagrimeo que sucede a una irritación

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de la envoltura exterior del ojo, de la córnea y de la mucosa conjuntiva, el
estornudo y la secreción nasal que responde a una excitación del conducto
auricular del oído medio). Se trata de reflejos del sistema extero-ceptivo que
sólo guardan relación con la sensorialidad por su acción protectora. A este
grupo hay que agregar los mecanismos de expulsión que sirven a la protección
de los órganos de asimilación: la tos que expulsa los sólidos o líquidos que
irritan la mucosa traqueal y el vómito que responde a la irritación de la
campanilla por cuerpos demasiado grandes o particularmente filosos 8.

Todos esos reflejos representan funciones muy estrechas y tan útiles que la
voluntad no tiene ocasión de combatirlos; hacen de manera más adecuada lo
que una conducta inteligente haría con demasiada lentitud; con todo, la
conveniencia o la voluntad de superar un peligro o una prueba pueden ponerlos
en conflicto con la voluntad; ésta podrá en ocasiones ir más allá y sumergir de
alguna manera esta función estrecha en la amplitud y la tenacidad de una
conducta concertada; así, el que ha decidido franquear una barrera de gases
lacrimógenos no podrá, ciertamente, evitar lagrimear, pero puede conseguir
que el reflejo no altere por sus incidencias la línea general de acción ordenada
por una intención de conjunto. Otras veces, la voluntad podrá reprimir
relativamente el desencadenamiento del reflejo (por ejemplo, la tos o el
estornudo), en cuanto esos mecanismos no siempre son acciones que se
bastan a sí mismas, sino un momento de una conducta emocional, o imitada, o
sugerida por representaciones. El soldado de patrullaje que quiere impedirse
toser o estornudar se encuentra en la frontera de lo irreprimible y lo irreprimible;
podemos imaginar a dicho soldado acusado de haber hecho fracasar un golpe
de mago por su torpeza; entonces en el consejo de guerra se plantearía el
serio interrogante siguiente: la tos o el estornudo ¿comprometen la
responsabilidad del hombre? De todas maneras, la voluntad puede
sobreponerse al reflejo sin. asimilarlo; el control está limitado a los músculos
situados en un trayecto voluntario y -se circunscribe a un retraso o a una
limitación de la amplitud del reflejo.

A los reflejos de defensa o de protección especializada hay que agregar los


reflejos de defensa general que son propiamente los reflejos del dolor. Su
carácter no-sensorial es tan evidente como el de los reflejos de protección; no
hay que olvidar el gran principio de la sensibilidad dolorosa: la percepción
misma nunca es dolorosa. Sólo los órganos de la sensibilidad vecinos a las
terminaciones sensoriales conducen el dolor. Ya hemos tenido oportunidad de
reflexionar sobre las conductas salidas del dolor; por su propio carácter, el
dolor puede ser ocasión de reflejos; la necesidad nace de la indigencia general
del ser, es local a título secundario, y anticipa y reclama un objeto, una
sensación, un placer; el dolor, al contrario, supone un encuentro, es primero
con relación a la defensa, que no es acción sino reacción. Se comprende que
esta reacción sea un reflejo al cual el querer puede sobreponerse con mayor o
menor éxito 9.

El dolor padecido obra como extenuación, como choque, como agresión


propiamente dicha; en efecto, prolongado, fatiga, aniquila y sustrae -al querer la
base vital de su ejercicio; esta acción se deduce de la función de
condicionamiento del cuerpo que trataremos en la IIlera. parte; como choque,

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se asemeja a las emociones-chocantes; sorprende, asombra y desconcierta al
querer que demanda dilación y respuesta concertada; hay pocos límites tan
brutales para el querer como el choque, es como si una presencia bruscamente
absorbente ocupara la capacidad de la atención, aturdiendo su potencia de
volverse a considerar otra cosa, y rebajando brutalmente el nivel de eficacia del
querer10; lo que nos interesa aquí son los movimientos localizados y
relativamente adaptados que constituyen los verdaderos reflejos del dolor; sin
participación cortical, la reacción presenta una adaptación asombrosa11.
Prácticamente la voluntad nada puede. Y sí logra tratar de reprimir, de limitar el
desencadenamiento de los reflejos, es porque el movimiento se encuentra en
un trayecto voluntario, porque el mecanismo neuro-muscular permite al órgano
responder y porque la acción de choque y extenuación permiten aún pensar y
querer 12.

Pero, precisamente-, lo esencial de la defensa no reside, para el hombre, en


estas reacciones al dolor padecido, sino en las conductas que previenen el
dolor y suponen una anticipación del agente nocivo por los sentidos o la
imaginación; el dolor anticipado suscita, como ya sabemos, verdaderos
impulsos asimilables a m deseo negativo: los impulsos del temor que llevan a
huir, a aguardar, a ocultarse, a atacar, y que solicitan al querer a la manera de
las necesidades; pero del temor no se deducen ya reflejos sino diversos saber-
hacer, los que corrientemente se denominan "los instintos de ataque y de
defensa", ordenados por objetos percibidos a la distancia. Mientras los reflejos
del dolor no suponen el preaviso de la percepción, sino que responden por
mecanismos estereotipados relativamente aislables y ampliamente incoercibles
con respecto al dolor padecido, los impulsos motrices del temor proceden del
dolor que viene y de la amenaza de duración del mal que se encuentra ahí
presente. Ahora bien, lo esencial de la sabiduría humana concerniente al dolor
no reside en la represión de los reflejos de dolor, sino en el coraje de obrar a
pesar del dolor que hay que atravesar. El coraje reside aquí en afrontar las
representaciones que forman cortejo a la amenaza y en consagrar la mayor
atención disponible a la idea pasional o moral que exige sustento -a la fe en la
que se debe apoyar el testigo, en la ambición a satisfacer, en el record a batir,
en la meta a alcanzar, etc. En todos estos casos el coraje se adelanta sin cesar
al dolor presente y lucha con el vértigo que nace de la inminencia. Este trabajo
de atención tiene una componente muscular: la atención a la idea es asimismo
esfuerzo sobre un tropel de músculos, ahora bien, aquí no nos encontramos
con reflejos a refrenar sino con esbozos motores, en parte preformados, de la
familia de los saber-hacer: la represión de las manifestaciones reflejas del dolor
tiene en el coraje una significación más espectacular que moral; la ética del
sufrimiento sólo comienza verdaderamente con el rechazo que desprecia la
atención al peligro y con la represión de la huida esbozada.

¿Qué son esos saber-hacer preformados? Bajo una forma rudimentaria, el


pequeño presenta el esbozo de una técnica del ataque y la defensa: pararse de
una vez, llevándose la mano al rostro, evitar un proyectil por el movimiento de
todo el cuerpo, llevar las manos hacia adelante en la caída, proteger el vientre
y el estómago, repeler, golpear. Se trata de conductas "instintivas", y no de
reflejos como los que ya hemos mencionado, que serán utilizadas en las
conductas aprendidas al azar o incluso sistemáticamente, como puede

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observarse en los deportes de ataque y de defensa: en el lenguaje corriente se
los llama reflejos, pero el hecho mismo de que aprendemos a complicarlos, a
corregirlos e incluso a invertirlos en las fintas y en las sabias tomas de la lucha,
el boxeo, la esgrima, nos debe advertir que se trata de algo totalmente distinto
de los reflejos. Son conjuntos motores muy variables, ordenados por
percepciones, que constituyen un primer uso del cuerpo en relación con objetos
percibidos globalmente y a la distancia, un primer ajuste de la motricidad a los
sentidos; son en sí mismos inertes mientras un impulso, susceptible de ser
suspendido, no los anime. Sé golpear pero sólo lo hago en el temor, en la
cólera. Todo el impulso del gesto reside, no en el montaje perceptivo-motor
sino en el impulso de la necesidad, la pasión, la voluntad.

2. Apropiación, acomodación, exploración

Si bien en esta segunda clase de actos elementales el saber hacer lleva


decididamente hacia el reflejo rígido, sería falso creer que todos los reflejos son
reflejos de defensa. Los reflejos de apropiación (reflejo de succión del recién
nacido, de salivación, de masticación) ya constituyen un tipo de respuesta que
no se relaciona' con un excitante nocivo. Tales reflejos son suficientemente
notables en cuanto los trabajos de Pavlov sobre los reflejos condicionados se
refieren a uno de ellos, el reflejo de salivación. Pero hay que señalar dos
puntos que limitan el alcance de los mencionados reflejos: ante todo, como
será desarrollados más adelante con motivo del hábito, el condicionamiento por
el cual Pavlov espera explicar las formas superiores del comportamiento no
lleva a construir una conducta nueva, sino a transferir el poder reflexógeno a
ciertos excitantes asociados; con lo cual el movimiento tiene el tipo
rudimentario de la respuesta y no de la exhibición 13; ésta última procede de
movimientos elementales que no se desencadenan con el contacto sino que
están ordenados a partir de objetos percibidos de lejos, como se puede ver en
las conductas de búsqueda, de caza, etc., que Pierre Janet llama "conductas
perceptivas" 14; por otra parte, estos reflejos de apropiación se insertan, sin
integrarse verdaderamente, a título de segmento parcial y fácilmente aislable,
en una conducta más vasta -comer, beber- cuyos segmentos más importantes
y decisivos para el curso de la acción -explorar, perseguir, manipular- no son
de tipo reflejo. Sin duda, con relación a esta conducta completa estos reflejos
se distinguen de los reflejos de defensa como reflejos "preparatorios" y no ya
como "consecutivos": pero sólo son una "puesta a punto" de órganos
particulares y no una conducta completa ordenada por percepciones 15.

Existe por otro lado todo un grupo de reflejos cuyo punto de partida es un
órgano sensorial, siendo el órgano móvil que conduce el sentido el que los
efectúa: se trata de los reflejos de acomodación y exploración: guiñar los ojos
ante la brusca irrupción de un objeto o bajo el efecto de una luz intensa y súbita,
seguir con los ojos un objeto que no sale del campo visual, acomodar, preparar
los ojos en convergencia hacia un objeto poco distante, he allí una serie de
reflejos que por otra parte no son incoercibles en el mismo grado; entre ellos
los hay que se gobiernan por sinergia (por ejemplo, la contracción de las
pestañas, la convergencia y la acomodación) y que no manifiestan reflejos de
defensa sino más bien de orientación, de adaptación a una situación:
constituyen la parte refleja de la atención; no se dan como reflejo de mi cuerpo

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sino como rapto de mi atención por las cosas, como imperio invencible del
mundo sobre mi conciencia. Pero, como en la defensa, el reflejo esboza un
ajuste de primera urgencia; la voluntad más lenta sólo reina en la dilación; si
bien no entra normalmente en conflicto con ellos (a título de ejercicio o de juego
puedo intentar no guiñar los ojos); además, como ocurre con los reflejos de
apropiación, estos reflejos de acomodación y exploración se insertan en ciertas
conductas más amplias, de observación, de búsqueda, cuyos segmentos más
importantes no son de tipo reflejo: de tal manera la atención-reflejo parece
fundirse en la atención espontánea o incluso voluntaria, gobernada por la
sorpresa emotiva o el esfuerzo.

Se objetará que estos reflejos se distinguen menos de los saber-hacer que los
precedentes, pues reaccionan ante un objeto percibido a la distancia mientras
que los reflejos del dolor procederían de una excitación esencialmente no
sensorial. En la misma medida se distinguen de las conductas preformadas de
exploración, de la locomoción, de la prensión, de la manipulación que ajustan
primitivamente toda la vida de relación con la percepción. El niño de días que
dirige la mano en la dirección de un objeto visual, el de meses que esboza los
movimientos del andar, no son la sede de una acción aislable, cuasi fatal. Su
acción se subordina a necesidades y es indefinidamente educable. Los reflejos
sensoriales más que continuaciones de la percepción como acto del sujeto son
la empresa material de las cosas sobre nosotros. Percibiendo a distancia
padezco a nivel de contacto la acción de la cosa. Pero, con todo, la continuidad
del reflejo respecto del saber-hacer preformado se afirma aquí a pesar de su
diferencia; la acomodación o la fijación refleja de la mirada, por ejemplo,
prepara una conducta adaptada; ciertamente, no se trata aún de una
"respuesta adaptativa", sino sólo de una "puesta a punto" de órganos como en
el caso de los reflejos de asimilación; pero la conducta que implica a todo el
organismo incorpora la reacción del órgano local; desde el punto de vista
fenomenológico esta última se disimula en la conducta de conjunto, respecto
de la cual no es más que un segmento.

3. Oposición general del reflejo y del saber-hacer preformado

Ahora es posible fijar el punto de comparación entre el reflejo y el saber-hacer


preformado. Se ha afirmado antes el triple carácter descriptivo del reflejo: es
relativamente estereotipado, fácilmente aislable y, sobre todo, incoercible. Por
tres rasgos antitéticos el saber-hacer preformado se distingue del reflejo.

1. La estereotipia del reflejo no representa el funcionamiento de base del


organismo; Goldstein señala que fuera de la enfermedad y de las condiciones
artificiales de laboratorio o del examen médico, en el mejor de los casos, se
puede observar los reflejos en "situaciones límites", en las que el ser, puesto en
presencia de una amenaza repentina o de un estímulo brusco, tal como un
golpe de luz en los ojos, reacciona sólo con una parte de sí mismo. El carácter
repentino equivale aquí al aislamiento: cuando el sujeto conoce por adelantado
las condiciones de la experiencia, los reflejos provocados artificialmente
resultan modificados. No tenemos, pues, derecho a hablar de reflejos fuera del
método por el cual se los obtiene, y parece que siempre las condiciones de la
experiencia realizan una suerte de aislamiento. No es posible por lo tanto

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comprender al organismo y, lo que aquí nos interesa, una conducta
verdaderamente orgánica, partiendo del reflejo; pero, a su vez, en virtud del
principio metodológico que Goldstein nos recuerda y que, por nuestra parte, no
dejamos nunca de aplicar en la presente obra, "el progreso del conocimiento
sólo puede hacerse en la dirección hacia lo más "perfecto" y jamás a la
inversa"16.

Por eso los primeros saber-hacer no son cadenas de movimientos invariables,


sino ya, como luego ocurrirá con los hábitos, formas flexibles, estructuras de
contenido variable -"melodías kinéticas", se ha dicho; los mismos no responden
a estímulos simples (pero el reflejo tampoco responde, acaso, a un estímulo
simple e invariable), sino a aspectos discriminantes (cualidades, formas, etc.)
que ya presentan una organización perceptiva compleja. Por ello estos
primeros movimientos podrán servir de temas motores a variaciones
indefinidamente transponibles y a composiciones cada vez más complejas17.

Por otra parte, cada conducta de alguna manera local está orgánicamente
ligada a una postura de conjunto que le sirve de fondo y sobre la cual se
destaca como un proceso de figura. Goldstein también ha mostrado que los
conjuntos figura-fondo así realizados por las posturas globales en las cuales se
incorpora cada movimiento parcial no son ilimitadas en número como ocurre,
por el contrario, con las variaciones en la situación: la acción tiende a realizar
cada vez un "comportamiento privilegiado" 18: de modo que, por ejemplo, para
mostrar un objeto, describir un círculo, etc., a partir de una posición inicial
(erguido, inclinado hacia delante, etc.) el organismo adopta espontáneamente
una postura notable, tras la cual se modulan las posturas familiares a cada
individuo que le dan un sentimiento de facilidad, de comodidad y de dominio.
Parece que hay que aproximar a este fenómeno las leyes de "buena forma"
que se observan en la percepción; se puede por lo tanto afirmar que, siendo
dada una tarea, una intención, una situación de comienzo, una postura inicial,
existe un diseño privilegiado de la acción que realiza el "comportamiento
privilegiado".

Esta distribución involuntaria del movimiento entre figura y fondo es tan


importante para nuestro propósito como la forma particular de los diversos
saber-hacer no aprendidos que están prolongados por el hábito y que la
voluntad toma por su cuenta. Se puede considerar esta distribución como el
aspecto estructural más general o, mejor dicho, más global y total de los
poderes involuntarios que la voluntad puede disponer: aunque haga lo que
quiero, lo hago a partir de ciertos saber-hacer involuntarios y según la figura
global de un comportamiento privilegiado involuntario.

2. La autonomía relativa del reflejo con relación al comporta-miento global debe


ser puesta en relación con su débil dependencia respecto a las necesidades y
a otros impulsos afectivos; asimismo, se hallan éstos subordinados al excitante
y, como dice Pradines, "la actividad vital aparece allí bien animada, pero como
desde fuera y por una suerte de encantamiento. El alma resta como exterior a
su cuerpo: no ha tomado posesión de él" 19; los saber-hacer no resultan
entonces apresados desde fuera porque son en sí mismos relativamente
inertes mientras una necesidad, un impulso afectivo, una intención voluntaria

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no venga a animarlos como desde dentro. Puedo esbozar un golpe de manera
grosera sin haberlo aprendido, pero sólo lo hago en el temor y el terror. El
elemento motor no es aquí el signo, sino el impulso que la voluntad podrá
tomar por cuenta suya. Aquí se ilumina una ligazón esencial de tres términos:
necesidad, signo perceptivo, saber-hacer: tal esquema es irreductible al tipo
máquina 20. De ahí que el signo no produzca el movimiento a la manera del
estímulo del reflejo sino que sólo lo ordena, pues la verdadera fuente del
movimiento reside en la tensión entre la necesidad y las "cuasi-necesidades";
sin embargo, como la necesidad es vivida como aprensión de un "carácter de
reclamo" con respecto al objeto, es de alguna manera el objeto en el mundo el
que extrae de mí los primeros gestos; pero no me los arranca como el estímulo
del reflejo me anima desde fuera; si el objeto de mi deseo trasiega de mí el
gesto mismo de tomarlo y manipulearlo, es como dentro de mí que su "carácter
de reclamo", residente en el mundo, me seduce. Aquí, lo involuntario es, por
una parte el impulso salido de la necesidad, y por la otra la regulación del
movimiento en cuanto a la forma llevada a cabo por los signos externos. La
incitación se encuentra en mí, en tanto soy un ser de carencia e impulso, y
puede componerse con la incitación del querer; el vínculo involuntario del
saber-hacer al signo no conviene a la incitación, al desencadenamiento, sino a
la forma de desenvolvimiento del movimiento. Pero con motivo del hábito
retomaremos esta distinción.

Concluiremos con la segunda oposición entre el reflejo y el saber-hacer


preformado si se considera que el objeto regulador del saber-hacer tiene no
sólo propiedades discriminantes de "forma" y de cualidad y propiedades
afectivas, una atracción, sino que se encuentra a la distancia. Todos esos
rasgos son solidarios. El alimento a capturar es deseado pues se encuentra
ausente y es percibido porque está a la distancia. Ahora bien, el excitante del
reflejo está en contacto, permite sólo una re-acción; por el contrario, una
percepción anticipa una acción posible del objeto; la acción que despierta y
ordena es, por naturaleza, preventiva. Se encuentra bajo el signo de la dilación;
tal es la fuente de todos los perfeccionamientos y de todas las construcciones
salidas del ejercicio. Nada se construye sobre el reflejo, pues éste sólo sigue la
acción de las cosas y no supone la anticipación de dicha acción por los
sentidos. Por naturaleza, un objeto a la distancia no puede producir un reflejo
sino despertar una necesidad que se dirige ante todo a lo ausente, luego a lo
lejano; las acciones ordenadas de lejos por el objeto percibido y sostenidas por
la necesidad despertada serán asimismo acciones anticipadas cuya
continuación se encuentra esbozada y suspendida hasta el contacto. Así. el
animal salta y corre antes de capturar su presa y devorarla. Nada en su acción
se asemeja a una cadena de reflejos. Se trata más bien de una combinación
entre tensiones salidas de una necesidad despertada de lejos y las
propiedades formales de un objeto percibido, igualmente, de lejos 21.

3. Se comprende entonces que lo involuntario de los saber-hacer preformados


difiere de la incoercibilidad del reflejo. Por su incoercibilidad, el reflejo
permanece inasimilable a la voluntad. Pero hay que afirmar como contrapartida
que, por su notable adaptación, el reflejo no es un obstáculo para la voluntad
sino su prefacio indispensable. La adaptación que la voluntad debe inventar
inventando medios convenientes es aquí un problema resuelto; la reacción está

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inmediatamente encadenada a la excitación y el medio al fin 22. Por ello la
voluntad sigue naturalmente al reflejo y es, de alguna manera, contigua a él y lo
continúa. Pero este estrecho encadenamiento no constituye una reciprocidad
de lo voluntario y lo involuntario. Se deduce, más bien, de la solidaridad
específica entre la voluntad y la vida que estudiaremos en la III Parte, más que
del imperio sobre sí mismo. El reflejo está en mí sin mí mismo. El saber-hacer
constituye por su parte una figura de lo involuntario en el sentido especial de
que las ligazones más primitivas entre la percepción y el movimiento jamás han
sido queridas ni aprendidas. Todo lo que podemos decir del andar o del
movimiento de aprensión es que la coordinación interior del movimiento y su
coordinación en un sistema de objetos reguladores es anterior a toda voluntad;
este involuntario no significa que el niño no pueda (al menos no de manera
definitiva) impedirse a sí mismo tomar los objetos que ve, sino que los impulsos,
susceptibles de ser domesticados e integrados por la voluntad, se prolongan
naturalmente en gestos útiles y primitivamente adaptados al mundo tal como es
percibido. He allí, en la figura de lo involuntario instrumental o mejor, estructural,
la vinculación más primitiva entre el Cogito percipiente y el Cogito obrante. Que
sepa hacer ciertos gestos elementales sin haberlos aprendido es, por otra parte,
la condición de todo aprendizaje voluntario; no puedo aprenderlo todo; no
puedo aprender, una primera vez, a ligar un movimiento a mi percepción; y ya
la unión del "yo puedo" al "yo percibo" se encuentra sistemáticamente operada
en estructuras inertes que el impulso de las necesidades, de las pasiones y de
las intenciones voluntarias puede llegar a conmover. Volveremos a
encontrarnos con este tipo de involuntario en la base de los hábitos. El
problema de la adquisición de hábitos es, en gran parte, el de la constitución de
una maquinaria motriz, cada vez más compleja, que depende de signos cada
vez más alejados de los signos primitivos y que ostentan, también ellos, una
complejidad creciente.

El saber-hacer no es pues producto de un estimulante en el doble sentido de


que está comandado por objetos percibidos y no por estímulos físicos, y de que
tales objetos sólo son eficaces a condición de un impulso afectivo cuya
propiedad es prestarse a una empresa del querer. Esos gestos elementales,
cuya génesis se encuentra relatada por la psicología infantil, nunca constituyen
acciones completas que tengan un sentido en sí mismas; seguir un objeto con
los ojos, andar, tomar, etc., reciben su sentido de la intención o de la necesidad
que los animan y disponen de ellos. Ahora bien, la psicología clásica, a raíz, sin
duda, de elegir preferentemente sus ejemplos en los reflejos de defensa de
carácter uniforme y rígido, ha creído que la acción se encontraba derivada por
completo de sistemas mecánicos del tipo estímulo-reacción; al mismo tiempo,
se condenaba a buscar en montajes de tipo máquina las formas elementales
de la acción. La adopción por la voluntad de estas acciones se hacía
ininteligible. Hay que saber agradecer a la psicología de las formas el haber
sustituido el principio de las cadenas de reflejos rígidos y preformados por una
dinámica de tensiones de resolución variable. La verdadera acción instintiva
sobre la cual se edifican los hábitos más altos ya está caracterizada por la
producción de un efecto constante a través de medios variables. Se trata de
totalidades que no es posible obtener por adición de movimientos parciales
rígidos: la descripción debe aplicarse directamente a la forma del movimiento
para referirla por una parte a las tensiones de la necesidad que abren el ciclo

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de la acción con ocasión de la enfermedad y la cierran con ocasión de la
satisfacción y, por otra parte, a las estructuras de la percepción que ordenan
los elementos variables de la acción. Toda acción es un gesto significativo y no
un mosaico de movimientos; es el carácter de necesidad y el sentido del
mundo percibido lo que da su estilo a la acción elemental. Ahora bien, una
acción suscitada por la necesidad es apta, por principio, para la regulación
voluntaria. Puedo asumir una necesidad o rechazarla pero no puedo hacer lo
mismo con un reflejo; en cuanto a la estructura preformada que liga gestos a
percepciones, se trata de una estructura inerte; ahora bien, el saber-hacer es la
fuente de todas las aptitudes corporales que sólo brindan a la voluntad asideros
y permiten a la libertad inscribirse en el mundo.

4. Los problemas del reflejo ideo-motor y de la imitación

Ahora necesitamos tener. en cuenta un grupo de hechos que, según parece,


ponen en cuestión nuestro análisis del reflejo. "El instinto de imitación", como
se ha dicho, parece implicar que una acción puede ser desencadenada por una
acción semejante que le sirve a la vez de modelo y de excitante: Lo semejante
¿tiene como tal una eficacia comparable a la que poseen los excitantes del
reflejo? Los psicólogos del último siglo e incluso los del comienzo de éste no
dudaban en absoluto de ese poder primitivo. No veían allí más que un caso
particular del reflejo ideo-motor donde se considera que la representación del
movimiento produce por sí misma el movimiento semejante. En efecto, el
reflejo ideo-motor implica que la representación produce el movimiento
semejante; ahora bien, el modelo externo parece una especie particular de
representación de movimiento donde el diseño de la acción está ofrecido por
otro sujeto en lugar de estar producido por el sujeto mismo. La motricidad del
modelo externo -lo que corrientemente se entiende por instinto de imitación- no
sería entonces más que un corolario del teorema general de la motricidad de
las representaciones de movimiento. Hay que confesar que si este reflejo ideo-
motor tiene la significación e importancia que con frecuencia se le atribuye
todavía en la actualidad, nos encontraríamos ante un tipo de reflejos
irreductibles a los reflejos precedentes, respecto de los cuales hemos podido
afirmar que permanecen extraños al movimiento voluntario; al contrario nos
encontraríamos aquí en la fuente misma del movimiento voluntario.

Ribot no duda en decir que la idea de un movimiento ya es un comienzo de


ejecución y que tal movimiento permanece casi siempre en estado de
tendencia porque está impedido por todo el contexto mental. Por combinación e
inhibición mutua, el reflejo ideo-motor engendra toda la flexibilidad y la aparente
iniciativa motriz de la voluntad. Nos encontraríamos pues con una de las
grandes raíces de la explicación psicológica: en efecto, el reflejo ideo-motor
sería a la vez el principio de los automatismos por distracción, de los
automatismos habituales, de los automatismos patológicos y del movimiento
voluntario. En el comienzo era el automatismo. En suma, es a nivel del reflejo,
a nivel de un involuntario que no supone por principio ninguna referencia a una
voluntad posible, donde habría que buscar el origen de la voluntad misma23. Se
embestiría de frente contra todas nuestras hipótesis sobre el carácter
irreductible del "yo quiero" y contra la reciprocidad de lo voluntario y lo
involuntario.

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Se desearía que la representación del movimiento y más particularmente la
representación kinésica de ese movimiento tenga algo con lo cual producir a
partir de sí misma el movimiento correspondiente. Se desearía además que el
movimiento voluntario se derive por inhibición y corrección del reflejo ideo-
motor.

Ahora bien, tal reflejo es de un tipo singular si se lo compara con los que
hemos encontrado hasta el presente: singular por su destino en la vida mental,
por su educabilidad, que contrasta con el carácter aislable y con la
incoercibilidad ordinaria del reflejo; singular por su estructura: todos los otros
reflejos son una respuesta a un excitante que no guarda relación alguna con el
movimiento producido; este excitante produce el movimiento sin pasar por la
idea dé tal movimiento. El carácter insólito del reflejo en cuestión es
sorprendente.

Tal poder reposa sobre una construcción bastante artificial que la experiencia
no verifica. Se supone que el movimiento producido por azar o el movimiento
pasivo son percibidos por los diversos sentidos externos o internos y que en
razón del estrecho vínculo entre el movimiento y su percepción, la traza de esta
percepción tiene a su vez el poder inmediato de reproducir el movimiento. La
sensación de movimiento, haciéndose imagen de movimiento, se convertiría en
causa de movimiento; entre esas imágenes, las imágenes kinésicas tendrían
un poder particular a causa del carácter de la sensación muscular de
movimiento que adhiere de alguna manera más que ninguna otra al movimiento,
sea éste pasivo o impulsivo. Se llega así al primado de la imagen kinésica, y no
se vacilará en llamarla imagen motriz en el doble sentido de imagen que
representa un movimiento y de imagen que produce un movimiento. Tal poder
inmediato no supondría antes de él más que una producción accidental de
movimiento; pero no, hablando con propiedad, un aprendizaje; en tal sentido
sería decididamente primitivo; de tal modo se explica este extraño poder causal
acordado a la semejanza existente entre una representación y un movimiento 24.

Actualmente ya no se puede dudar que tales "imágenes motrices" son una pura
construcción: aquí la crítica se reúne de manera inseparada con el proceso de
los centros de imágenes que ha sucedido al período de los "esquemas" en la
famosa querella de la afasia. El estudio de las reacciones primitivas del niño
pequeño y la psicología experimental del "learning" tampoco parecen confirmar
esta interpretación del reflejo ideo-motor 25 .

Parece, en efecto, que el poder motor de las representaciones no es primitivo


sino que se deriva de fuentes primitivas de movimiento que ya hemos
considerado, y entre ellas, no de excitantes, sino de signos externos que
ordenan nuestros saber-hacer y de la atracción (o "carácter de reclamo") que
emana de los objetos de necesidad y que corresponde a la tensión de la
necesidad. Este carácter muy derivado de la eficacia motriz de las
representaciones de movimiento parecerá menos extraño si se considera su
débil función en la regulación del movimiento; normalmente ordenamos
nuestros movimientos con respecto a las cosas, las personas, los
acontecimientos que nos rodean, en suma, con respecto a las señales espacio-

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temporales que forman el verdadero contexto de la acción y cuyo poder
regulador se encuentra, en parte, preformado. La representación previa del
gesto desempeña una función muy episódica en esta regulación del
movimiento; con frecuencia tiene incluso una acción parásita y perturbadora
sobre la ejecución correcta; muy a menudo somos incapaces de hacernos una
representación exacta del movimiento, en particular de los movimientos
compensatorios, de las posturas globales que equilibran el gesto principal. La
función normal de las representaciones del movimiento no es lanzar al
movimiento, ni siquiera ordenarlo, sino apreciarlo retroactivamente (lo que no
excluye que esta apreciación sea proseguida a lo largo de la ejecución según
las articulaciones naturales de la acción). Tal es lo que hace el bailarín, el
patinador, etc.; el modelo sirve para controlar en su conjunto al movimiento en
curso de ejecución; constituye una suerte de ensayo imaginario de nuestros
actos, que puede, por otra parte, substraerse completamente a su función de
regulación, separarnos de la acción y hacernos deslizar en la vida soñada y no
ya ordenada. Los signos reguladores del acto más primitivos no son pues en
ningún grado anticipaciones imaginarias del movimiento; subordinan
enteramente el movimiento a otra cosa distinta de él 26. Esta unidad vital de
ciertas percepciones y de ciertas acciones es la verdadera fuente de las
acciones que el hombre sabe hacer sin haberlas aprendido: de ella se deriva el
poder de regulación de las imágenes del movimiento. A nivel de estos saber-
hacer preformados es donde la acción del cuerpo resulta entrañada en el
conocimiento del mundo.

La crítica del reflejo ideo-motor pone en cuestión toda la interpretación de la


imitación: si la regulación por el modelo es un caso particular de reflejo ideo-
motor, la imitación es susceptible de la misma explicación. Así, P. Guillaume
creyó un deber aplicar al modelo externo la explicación que dicho autor daba
de los modelos mentales y derivarlo de la acción reguladora primitiva de esos
signos, que. en todo niño pequeño guían los primeros movimientos, de
prensión o de manipulación, etc. 27. Asimismo, podemos preguntarnos si no es
necesario disociar enteramente el destino de la imitación del destino de las
imágenes motrices. Si efectivamente las representaciones subjetivas del
movimiento sólo ordenan tardíamente y de manera episódica la acción humana,
no es cierto que el modelo externo tenga de entrada un poder regulador, sin
necesidad de pasar por las imágenes motrices y las pretendidas trazas de
sensaciones kinésicas. Es muy posible que la regulación de la acción por la
acción semejante percibida en otro sea un tipo considerablemente primitivo de
saber-hacer. El espíritu general de la Gestaltpsychologie conduce a una
perspectiva de esta índole. Esta escuela pone el acento en las semejanzas
estructurales entre las formas percibidas globalmente y los conjuntos motores
considerados también como totalidades; la psicología clásica, demasiado
atomista, dejaba de lado estas consideraciones; la forma semejante puede
gobernar inmediatamente la forma semejante por una suerte de continuidad
dinámica de forma a forma 28.

Cualquiera sea el carácter primitivo de la acción del modelo externo, la cuestión


que nos preocupa es saber si esta acción es de tipo reflejo, es decir incoercible,
o si se deduce de los saber hacer que, como hemos mostrado, siempre
estaban subordinados a impulsos que el querer puede invariablemente asimilar.

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Más allá de la explicación que se adopte, hay que negar decididamente el
carácter reflejo de la imitación: la imitación no presenta nunca el carácter
estereotipado, aislable, irreprimible, del reflejo. La acción semejante puede ser
un poder motor primitivo, pero es un poder de regulación y no de producción
mecánica. El modelo, como todo objeto regulador, opera a distancia; suscita
pues una acción espontánea y no una reacción refleja; esta acción sólo se
despierta si el modelo posee un carácter de reclamo que constituye el prestigio
del "socius"; sólo bajo esta condición la forma percibida por un sujeto ordena su
acción. Si. el gusto de imitar sufre la réplica del desprecio, del desinterés, en
suma, si del modelo no emana ningún prestigio, dicho modelo no suscita
ninguna acción semejante. Por lo tanto, la imitación forma parte de las acciones
subordinadas a tendencias susceptibles de ser suspendidas. El modelo sólo
parece tener acción inmediata porque acumula propiedades formales notables
y un prestigio que constituye su carácter de reclamo específico. Puede verse
hasta qué punto es peligroso llevar demasiado lejos la solidaridad estructural
de las formas percibidas y las formas motrices. Fuera de los reflejos
propiamente dichos, los objetos no obran más que con la complicidad de
impulsos afectivos asimilables por la voluntad. El modelo ordena el movimiento
pero no lo produce. Lo ordena acaso por un poder inmediato de lo semejante
sobre lo semejante, pero esta acción no posee de ninguna manera una eficacia
completa y aislable.

La acción del modelo no pertenece pues al ciclo de los reflejos; suponiendo


que sea primitiva, pertenece al ciclo de los saber-hacer.

5. Conclusión

Son pues los saber-hacer preformados los que conducen el destino ulterior de
la acción humana. Son esos esquemas de acción acordados con la presencia
del mundo los que servirán de células melódicas a todos los hábitos del cuerpo;
a su vez, los saber-hacer aprendidos se encuentran bajo una forma
desordenada y, a veces, desfigurada en la emoción que, en tanto
"desbaratada" por esos. saber-hacer preformados, realiza aún un ajuste
grosero a la situación; los asideros que puedo tener en el mundo y que hacen
eficaz a la libertad suponen esta primera continuidad entre el Cogito percipiente
y la moción del cuerpo propio: conocimiento y movimiento se anudan más
fundamental y primitivamente que lo que podrá hacerlo la moción concertada y
voluntaria del cuerpo. Aquí el Cogito mental y corporal, el pensamiento y el
movimiento realizan una unidad imposible de desgarrar, más acá del esfuerzo.
Homo simplex in vitalitate, decía Maine de Biran.

Al mismo tiempo que resuelve en el principio y más abajo que toda reflexión,
que todo saber, que toda voluntad, la incomprensible unión del movimiento y el
pensamiento, el saber hacer se da como la materia de un esfuerzo posible. Tal
es lo que lo distingue radicalmente del reflejo. Y esta distinción es de principio.
Uno puede estar tentado de negar el carácter radical de la siguiente oposición:
la diferencia entre producir un movimiento y ordenarlo aparecerá acaso como
una diferencia de grado y no de naturaleza; se dirá por ejemplo que si los
signos perceptivos estuvieran solos producirían infaliblemente el movimiento a
la manera de un reflejo y se dirá asimismo que los saber-hacer revocables no

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son más que automatismos impedidos por el conjunto del estado mental. El
saber-hacer no diferiría del reflejo más que por su mayor aptitud para
integrarse en las acciones de campo total (para hablar como los gestaltistas); la
acción primaria sería de un tipo único, el automatismo indiferenciado. Hay que
temer que exista en esta perspectiva sistemática un prejuicio primero. Por
principio, los elementos formales, estructurales de la percepción sólo obran en
una constelación de factores que son impulso accesible al dominio voluntario.
Una forma no puede obrar sola; sólo ordena una acción ligada con un carácter
del objeto que refleja tal impulso.

Los defensores del automatismo primitivo invocarán las conclusiones de la


psicología patológica: la fatiga, la distracción, la psicastenia, las grandes
neurosis y ciertas demencias parecen restaurar un automatismo fundamental,
como por simplificación de la conciencia: el poder motor parece volverse a los
signos que lo habrían perdido por el hecho de la complicación mental. La
conciencia desintegrada o a punto de deshacerse parece mostrar el carácter
primitivo de esas acciones que sólo salen de la simple presión de la
representación. Pero no hay que olvidar que las degradaciones de la
conciencia no señalan el retorno de formas simples y primitivas, a partir de las
cuales habrían salido por complicación la conciencia y la voluntad; la
degradación de los hábitos y de los saber-hacer en cuasi-reflejos son
producciones originales, salidas de otra conciencia. No hay que esperar que
sea posible explicar la conciencia normal por una conciencia que la
enfermedad habría simplificado. Debemos más bien buscar comprender la
acción a partir de ciertos movimientos o saber hacer preformados disponibles
para un querer que a su vez puede dominarlos.

Il. La emoción

Puede parecer paradojal que situemos la emoción entre los medios o los
órganos del querer y no entre sus motivos. El parentesco mismo de los
términos "emoción" y "motivo" parecerían sugerirlo. Con todo, diferentes
razones nos han parecido decisivas en favor de un tratamiento distinto de la
emoción.

La esencia del motivo es proponer fines. Ahora bien, la emoción, como


veremos, no aporta fines que no estén ya en las necesidades y las cuasi-
necesidades; la emoción supone una motivación más o menos envuelta que la
precede y mantiene; toda su potencia reside en disfrazar fines, ya presentes a
la conciencia, con cierto prestigio, con una eficacia que es por una parte del
orden del movimiento naciente; la emoción aparece aquí como jurisdicción de
la acción involuntaria. Por otra parte, la emoción mantiene con el hábito
relaciones tales, que esas dos funciones no se comprenden bien la una sin la
otra. Es indiscutible que es el hábito el que suministra a la voluntad los medios
útiles y disponibles. Pero no comprenderíamos el hábito si no se viera en él
más que una prolongación de los primeros saber-hacer que no hemos
aprendido: desde una perspectiva desarrollada por Hegel, el hábito es la calma
de las potencias explosivas, una domesticación de la emoción. El hábito mismo
sólo progresa azotado por esa función desordenada que él busca domar. Por
ello la emoción nos parece, más radicalmente que el hábito, la fuente del

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movimiento involuntario. Por nuestra parte nos proponemos mostrar: 1º, cómo,
en la emoción, el movimiento adhiere sin hiato a pensamientos, cómo, en
consecuencia, a nivel de lo involuntario y más acá del esfuerzo, se opera
misteriosamente el pasaje del pensamiento al movimiento; 2º, cómo se
comprende lo involuntario de la emoción con relación a un querer que dicho
involuntario conmueve, y que a su vez no se mueve si no es movido.
Reservaremos para un análisis posterior, y luego de un estudio semejante del
hábito, la dialéctica del esfuerzo y la emoción. En este momento sólo
comprendemos el encadenamiento de todas las potencias involuntarias entre sí
y con relación al hegemonikón: pues el sentido siempre viene de lo alto y no de
lo bajo, de lo uno y no de lo múltiple.

Pero sin duda lo que en apariencia es más paradojal es que hablamos de la


emoción como de un involuntario que alimenta a la acción voluntaria, que la
sirve precediéndola y desbordándola, y no que hablamos aquí de la emoción
más que en otras partes. En efecto, la psicología contemporánea es unánime,
si no en la explicación, al menos en la descripción de la emoción: se trata de
una falla del instinto dice Larguier des Bancels 29, una regresión a un estadio
evolutivo primitivo por liberación funcional de conductas rudimentarias, dice
Pierre Janet 30 seguido por Renée Déjean. Pierre Janet ha suministrado el hilo
conductor más precioso, oponiendo el carácter desordenante de la emoción al
carácter regulador del sentimiento, entendiendo por sentimiento "no acciones,
sino regulaciones de la acción que pueden diferir entre sí"31 . M. Pradines ha
intentado perfeccionar esta tesis buscando las actitudes y las conductas
afectivas que la emoción desordena en otras partes que no sean los
sentimientos “que sólo son fundamentales en los asilos" 32; los sentimientos
que la emoción desquicia son afecciones complejas ligadas a las
anticipaciones imaginativas del placer y el dolor: no son en sí mismas placer y
dolor, sino que los figuran afectivamente, desenvolviendo mil matices afectivos
que son precisamente los sentimientos; tales afecciones esbozan en el curso
de situaciones móviles una "orientación circunstancial objetiva y adaptativa" 33.

Si la emoción es el desorden del sentimiento, ¿cómo puede prestarse a la


comprensión recíproca de lo involuntario y de lo voluntario? La única
comprensión que le conviene ¿no sería más bien la de un orden que se
deshace?

Precisamente intentaremos capturar aquí una forma de emoción donde el


desorden se encuentra en estado naciente, tenemos la convicción de que allí
residen las emociones fundamentales, cuyo papel funcional en la vida
voluntaria es tan decisivo como el papel del hábito: dichas emociones tienen el
poder de conmover la acción, de agitar al ser, que no consiste ante todo en
lanzarlo fuera de sí, sino en sacarlo de la inercia por una espontaneidad que
siempre resulta peligrosa para el dominio de sí mismo; si la voluntad debe
siempre recuperarse de esta espontaneidad, es con todo a través de ella como
puede mover su cuerpo.

Debemos al principio de nuestra descripción al Tratado de las pasiones de


Descartes; son sus "pasiones principales" (admiración, amor y odio, deseo,
alegría y tristeza). las que nos han servido como hilo conductor. Mientras la

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psicología moderna hace surgir la emoción de un choque y la describe como
una crisis, Descartes la hace proceder de la sorpresa y la describe como una
incitación a obrar de acuerdo con las vivas representaciones engendradas por
dicha sorpresa. Actualizaremos, pues, por nuestra parte, el examen de las
emociones-choques y mostraremos ulteriormente cómo prolongan el desorden
naciente en toda emoción-sorpresa, desfigurando su significación funcional.

Se objetará que substituimos al sentimiento en el sentido de P. Janet por la


emoción, y que la emoción es desordenante por naturaleza. Pero esperamos
llegar a mostrar que la sorpresa permite ya llamar emoción a las afecciones
que describimos. Existe una filiación entre la sorpresa y el choque que asegura
la unidad del imperio de las emociones 34. El interés de este análisis debe ser
precisamente mostrar cómo procede la emoción-choque, no sólo por
desadaptación de la regulación del sentimiento, sino a partir del desorden
fecundo de la emoción-sorpresa, y cómo un desorden aberrante viene a
prolongar al desorden naciente, esencial a la vida humana, propio de la
emoción-sorpresa.

Además, los afectos que la psicología contemporánea describe con preferencia


no sólo son demasiado desordenados sino también mucho más complejos que
lo que uno piensa. Allí se encuentra uno con mil pasiones que deslizan su
principio de esclavitud y con un vértigo específico de la voluntad, que concierta
obscuramente con sus pasiones. Ahora bien, el vértigo y la esclavitud
mencionados, que con frecuencia se encuentran en la fuente del terror y la
cólera, y que constituyen las emociones-tipos de la psicología moderna, no
pertenecen, según creemos, fundamentalmente a la emoción.

Por todas estas razones desplazamos el centro de gravedad de las emociones-


choques y las emociones-pasiones a las emociones-sorpresas, que son
asimismo no-pasionales 35. Allí debe aparecer el sentido de la emoción como
involuntaria.

1. La emoción-sorpresa: las actitudes emocionales fundamentales

La función más rudimentaria de la emoción es la sorpresa o el sobrecogimiento


(la admiración cartesiana); luego se complica por las formas emotivas de la
imaginación afectiva, por la cual anticipamos algún bien o algún mal; y termina
por alcanzar su punto culminante en el alerta del deseo, para coronarse con las
emociones de alegría y de tristeza, que sancionan la posesión de algún bien o
algún mal.

a) La sorpresa es la actitud emotiva más simple y, sin embargo, ya contiene


toda la riqueza de lo que podría llamarse el fenómeno circular entre el
pensamiento y el cuerpo. En la sorpresa el viviente es capturado por el
acontecimiento padecido y nuevo, por lo otro; esto es más fundamental, más
primitivo que el amor y el odio, que el deseo, la alegría y la tristeza: "No tiene,
dice Descartes, que la llama admiración, no tiene al bien y al mal por objeto,
sino sólo al conocimiento de la cosa que uno admira" 36. Por el sobrecogimiento,
la duración tiene una coloración, las cosas nos tocan, algo sobreviene, hay
acontecimientos. Lo padecido y lo nuevo pueden no ser reales. de todas

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maneras, la ausencia o la ficción pueden salirnos al encuentro, golpearnos,
asombrarnos. Esta observación nos pone ya en guardia contra una concepción
refleja de la sorpresa: ésta es a la vez un choque del conocer y un
estremecimiento del cuerpo, mejor un choque del conocer, en un
estremecimiento del cuerpo.

Aquí es indispensable entender correctamente el carácter circular de la


emoción-sorpresa que volveremos a encontrar más disimulada y extractada en
la emoción-choque. James quiere que la emoción sea un rasgo del autómata
humano, que el movimiento proceda directamente de alguna impresión
completamente física de las cosas sobre el cuerpo y que la emoción no sea
más que la conciencia de una síntesis de reflejos 37. La sorpresa es bastante
más complicada que un reflejo. Es cierto que la emoción-choque imita al reflejo;
la cresta representada por el acceso de temor o cólera, la explosión de alegría
o la crisis de desesperación dan por más tiempo el cambio: la sorpresa no
permite esta confusión.

Lo nuevo no obra sobre el cuerpo a la manera del dolor: el choque emotivo no


es una contusión, sino, ante todo, un desorden en el curso de los pensamientos;
todo lo que pensamos, sentimos y queremos resulta golpeado globalmente por
la suspensión. Lo nuevo desorganiza un curso regular y adaptado de
pensamiento y de vida. En consecuencia, a su irrupción corresponde una
evaluación-relámpago de la novedad, un juicio implícito de contrariedad. Los
psicólogos hablan con gusto de choque de tendencias, pero ¿que sería tal
choque sin un juicio implícito con este rastro emotivo que es precisamente a
sorpresa, amor, odio, deseo? Sólo el carácter relampagueante del juicio de
novedad puede dar la ilusión de que la sorpresa es un reflejo de autómata
frente a una situación externa.

Pero, como contrapartida, un juicio de novedad tan rápido y envuelto como uno
quiera no es la emoción de sorpresa. La emoción se nutre de la retención
corporal; el choque del conocer se encuentra en el trayecto de reflejo del
estremecimiento y del estupor corporal sobre el pensamiento. ¿Cómo
comprender en sus dos sentidos este proceso circular? ¿Cómo un breve juicio
de novedad puede producir en el cuerpo un golpeteo de corazón, una inhibición
difusa, un estupor que coagula el rostro y dispone a las partes móviles de los
sentidos para la acogida? ¿Por qué a su vez esta disposición del cuerpo es una
disposición del espíritu orientada a considerar el objeto y a detenerse en él? Es
dudoso que se pueda hacer otra cosa que discernir un poco más el misterio y,
con cada momento de la emoción, captarlo por parcelas. El hecho primitivo del
asombro consiste en que la atención se despierta a partir del cuerpo, y un
objeto se impone al pensamiento. Entonces, el pensamiento encarnado ya no
va a ser nunca más puntual ni se encontrará reducido a deslizarse
indefinidamente por encima de las cosas sin detenerse; el cuerpo impide que el
encuentro con lo nuevo sea un toque fugitivo; hace que la conciencia se
exponga, de alguna manera se anonade en una representación: puede
comprobarse con la admiración que la función de la emoción es, como ha dicho
Descartes, "fortificar y conservar una impresión" 38; el cuerpo amplifica y
magnifica el instante del pensar, dándole como espesor de duración el tiempo
de sobrecogimiento del cuerpo; por la sorpresa, un pensamiento se impone, de

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alguna manera, físicamente. Pocas pasiones no extraen de allí alguna fuerza:
estima o desprecio, magnanimidad, orgullo, veneración, humildad, bajeza,
desdén. "Y su fuerza, dice Descartes, depende de dos cosas: a saber, de su
novedad y de que el movimiento causado por ella tiene desde el comienzo toda
su fuerza. Pues un movimiento así tiene más efecto que aquellos que van
creciendo poco a poco, pues estos últimos puede fácilmente desviarse" 39 al
querer resulta sorprendido, es decir que se lo toma desprevenido, asimismo
toda atención voluntaria de retomarse a partir de una primera atención que es
involuntaria y debe además realizar un esfuerzo muscular: mientras la atención
involuntaria tiene por resonador todo el espesor visceral y cierto estupor
muscular, la atención voluntaria que la movilizará o que se opondrá a ella
tendrá también su componente muscular. La atención más abstracta es
también corporal40. En tal sentido Ribot tiene razón: no hay atención sin cierta
suspensión del cuerpo y, en particular, de los órganos móviles de la
sensorialidad; pero este aspecto motor de la atención no es más que la
envoltura de un primer juicio; dicho aspecto deriva de allí a partir de un
fenómeno original de frustración del control.

Pero el involuntario de la sorpresa es apto para ser ordenado por el esfuerzo


de atención: sólo las pasiones podrán fascinar de tal manera a la atención que
con frecuencia la harán su esclava; pero no hay nada en la emoción que pueda
sojuzgar al poder de juzgar. La atención involuntaria es un reclamo lanzado a
una acogida que constituye la atención misma del juez. En el límite, en la
emoción-choque, sobre la cual hablaremos más adelante, el espíritu puede
encontrarse hasta tal punto trastornado que el juicio se encuentre totalmente
detenido; como veremos, el espíritu sólo piensa dentro de ciertos límites y por
una suerte de permisión del universo; éste puede sacudir mi cuerpo hasta
desfigurarme en tanto hombre y dejarme enteramente librado al desorden; pero
cuando las cosas me han sumergido hasta ese punto, me encuentro como
descargado de mí mismo. En un mundo hospitalario y que no provoca
trastornos excesivos, la admiración sólo debe ser la primera alarma para el juez.
De derecho, este último es el amo. Según un sugestivo juego de palabras, el
juez es avocado cuando el cuerpo es avocado. Pero el juicio permanece a su
cargo. Por ello Descartes, después de haber descripto con el lenguaje de la
física esta pasión, concluye con el lenguaje de la moral; no duda que esté en
nuestro poder "suplir su carencia con tina reflexión y atención particulares, a las
cuales siempre nuestra voluntad puede obligar a nuestro entendimiento,
cuando juzgamos que vale la pena hacerlo"41.

b) Sobre la anticipación afectiva como emoción. El asombro, en él sentido


moderno del término, no es en su pureza más que un alerta del conocer. La
emoción raramente es cerebral: generalmente afecta a nuestros intereses
corporales, sociales, intelectuales, espirituales, etc.; la esperanza, el temor, el
miedo, la cólera, la ambición no nos turban más que a condición de que se
anticipe o represente un bien o un mal. Aquí, la segunda función de la emoción
reside en dar una retención y una amplificación corporal al juicio de valor rápido
y envuelto.

Ya hemos considerado bajo el signo de la motivación a la aprensión afectiva


del bien y del mal, pero hemos dejado pendiente la dinamogenia natural de

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esta anticipación; de tal modo pudimos reducir provisionalmente la voluntad a
una suerte de mirada que ora considera, ora se desvía; pero la emoción
introduce en toda evaluación un elemento visceral y motor que hace, a su vez,
que toda decisión se tiña de cierto efecto corporal. Elegir es asimismo
mantener a raya al pueblo de músculos que durante la motivación presionan al
acto.

La emoción consiste en la anticipación no sólo afectiva sino también motriz de


los bienes y los males. Pero el amor y el odio, en el sentido de Descartes,
todavía sólo son el aspecto más visceral que motor de la emoción; Descartes
da sobre ello las bellas definiciones conocidas por todos: "El amor es una
emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus que la incita, a
unirse por voluntad a los objetos que le parecen convenientes. Y el odio es una
emoción causada por los espíritus que incitan al alma a querer estar separada
de los objetos que se presentan ante ella como dañosos" 42. Lo notable en esta
definición, es la distinción introducida entre esta emoción y el deseo; se aísla
muy afortunadamente una emoción no militante y de alguna manera
contemplativa: se trata de la dimensión emotiva de la imaginación por la cual
uno se ve por adelantado en la situación que la voluntad tendrá a su cargo
crear o evitar bajo el impulso del deseo: "Por último, con el término voluntad no
pretendo hablar aquí de deseo, que es una pasión aparte y que se relaciona
con el porvenir, sino del consentimiento, por el cual uno se considera desde el
presente como unido a lo que ama: de suerte que imagina un todo, del cual uno
es una parte y la cosa amada, otra. Al contrario, en el odio uno se considera
solo, constituyendo un todo enteramente separado de la cosa hacia la cual
tiene aversión" 43. Para entender bien esta emoción hay por lo tanto que
tomarla más acá del deseo, en la evocación inmóvil del bien y el mal que no
están ahí. Esta anticipación supera infinitamente a la prenoción de la necesidad
que sólo se relaciona con el alimento o con el objeto sexual, pues cubre todo el
abanico de los bienes y males humanos: el amor a la gloria, al dinero, a la
lectura, etc., son modos del amor. Tampoco se trata de la ilusión por la cual se
toma lo irreal como real, sino de la viva representación de lo que no es. Pero,
se dirá, imaginar un bien o un mal respecto del cual uno piensa estar unido o
separado no es estar emocionado por amor o por aversión. Precisamente: esta
emoción se distingue de la simple anticipación intelectual por su cortejo
orgánico. Amo la música o, incluso a Dios con todo mi cuerpo. Si es falso que
el amor pueda proceder directamente de una situación externa sin pasar por la
conciencia, es cierto que el cuerpo magnifica el primer juicio de conveniencia y
parece, desde todo punto de vista, adelantarse y preparar el juicio desenvuelto
por el latido del pulso, el calor en el pecho, etc. ("dulce calor" en el amor, "calor
agudo y picante" en el odio, escribe Descartes) 44. Mi cuerpo es la plenitud y la
carne de la mencionada anticipación.

Hay que distinguir el proceso circular que deja una suerte de iniciativa al cuerpo
de una presencia del cuerpo infinitamente más discreta y absorbida por entero
en la materia de la intención imaginante. En efecto, ¿.en qué sentido puede
decirse que la imagen tiene un momento afectivo? J.P. Sartre ha mostrado en
Lo imaginario 45 que toda imagen es ante todo un saber. sólo me imagino lo
que sé, lo que es otra manera de decir que tratando de observar una imagen
no aprendo nada nuevo.

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Pero la imagen hace más que designar en el vacío al objeto o valor ausentes,
da una cuasi-presencia de ellos. Aquí intervienen movimiento y actitudes
musculares que diseñan y esbozan lo ausente y sentimiento que apuntar al
matiz afectivo. Sentimientos y movimientos desempeñan la función de
analogon, de equivalente concreto del objeto (lo que Husserl llama Darstellung).
Me figuro lo ausente a partir de su presencia afectiva y kinésica: afecto y
movimiento son la materia, la hylé de la imagen. La relación entre el saber y el
afecto en la imagen es una relación de forma a materia. El fenómeno circular
de la emoción por el cual un juicio de valor se incorpora una turbación corporal
se nos muestra mucho más complejo que la relación del saber al analogon
afectivo-motor. La turbación corporal adopta allí una importancia y una suerte
de iniciativa que hace difícil tratarla como la carne, como el pleno (la Fülle de
Husserl) de la imagen. La emoción se distingue por esta amplificación orgánica
que es más que la hylé. Con esto basta para respetar la originalidad de esta
actitud emotiva que describimos aquí con relación a la imagen-retrato, a la
imagen representativa. Hay una filiación desde la imagen más intelectual hasta
la representación conmovedora y desde ésta a la anticipación alucinante que
se encuentra, más bien, en la emoción-choque: cuanto más nos alejamos de la
imagen para tender a la emoción propiamente dicha, más se borra la
intencionalidad auténtica del sentimiento que habíamos reconocido envuelto en
la imagen no-emotiva: el sentimiento apunta a la expresión misma de las cosas,
no es aberrante; con la emoción, el sentimiento auténtico del matiz afectivo de
las cosas cede lugar a esta apariencia de un mundo mágico que no es más que
la transformación de la turbación orgánica en el Cogito. Cuanto mayor sea la
medida en que la orquestación corporal de la emoción conduzca a la
imaginación afectiva, al sentimiento propiamente dicho, más aberrante se hace
ésta. Esto explica sin duda que la imaginación haya dado lugar a juicios tan
opuestos. J.P. Sartre espera mucho de la imaginación, acaso hasta el secreto
de la libertad. En el poder de apuntar a lo ausente, Alain no reconoce más que
el dominio del error de los moralistas clásicos, el comentario delirante del
desarreglo corporal 46. Pero el primero describió a la imaginación apacible, con
débil resonancia orgánica, en la que el cuerpo es la discreta hylé del saber,
mientras el segundo describió a la imaginación turbada, que está en el trayecto
de retorno de un verdadero desorden orgánico. Todo esto es cierto: en la
imagen espectacular es efectivamente nuestra libertad la que "aniquila" lo real;
pero en la imaginación necesitad, ligada a nuestros bienes y nuestros males,
se encuentra en el trayecto del desorden que conduce a la figuración cuasi-
alucinatoria del bien y el mal; en ese estadio extremo, la reflexión ligada a la
dilación resulta anulada; el ser viviente se encuentra como en contacto con el
bien y el mal, y apresado por la agitación 47. La imaginación afectiva del amor y
del odio está a mitad de camino entre la imagen-espectáculo y la imagen-
alucinación, del mismo modo que la sorpresa se encontraba a mitad de camino
entre el sentimiento circunstancial y el choque. Es todavía un desorden
naciente el que juega una función normal en la dialéctica de lo voluntario y lo
involuntario.

Pero ¿cómo puede la anticipación conmovedora afectar a la moción


involuntaria y voluntaria? Ya hemos evocado la dialéctica, con frecuencia
dolorosa, de la necesidad y la imagen; apostando a la saciedad, la imagen

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exalta la tensión; ahora bien, desenvolviendo, de alguna manera,
corporalmente, el prestigio de la imagen, la emoción agrega un elemento
corporal específico que compromete más particularmente a la moción
voluntaria.

En cierto sentido, el amor y el odio suscitan una expansión del esfuerzo; el


estar "unido por voluntad" a cualquier objeto reposa en una suerte de anulación
de la distancia; y cuando "se considera solo, como un todo, enteramente
separado de la cosa hacia la cual se tiene aversión", se reposa todavía en la
distancia consumada. Aunque el amor y el odio se distinguen del deseo, "que
es una pasión aparte y se relaciona con el porvenir", constituyen el lugar de
descanso donde todo deseo viene a desanudarse y a soñar. Pero el amor y el
odio preparan al acto en ese mismo reposo, en ese "atractivo" del esfuerzo que
anticipa su propio triunfo. De manera que la expansión suscita la tensión
específica del deseo: como dice Descartes, si todo amor nos invita a extender
nuestra bienaventuranza a todos los objetos que convienen al ser amado, su
efecto más frecuente es suscitar el deseo 48.

c) Sobre la alegría y la tristeza. Es difícil distinguir la alegría y la tristeza como


actitudes emocionales de las conductas más complejas de exaltación y de
postración que las desenvuelven en el espacio y en el tiempo y que forman
parte del mismo círculo del miedo y la cólera; ahora bien, si no se quiere dejar
de lado la verdadera función de la emoción, que reside en disponer al querer a
obrar, hay que captar a la alegría y a la tristeza en las actitudes que atraen
acciones y no en las conductas excesivamente desordenantes.

La alegría y la tristeza se distinguen de otras actitudes emocionales por su


carácter de sanción. La sorpresa expresaba la irrupción de "lo otro" en la
conciencia, la anticipación afectiva evocaba su presencia-ausente y su atractivo.
En la alegría me encuentro siendo uno con mi bien, en la tristeza soy uno con
mi mal: he venido a ser ese bien y ese mal; tal bien y tal mal se han convertido
en mi grado de ser. Soy triste, soy alegre: tales expresiones tienen un sentido
absoluto, que no es posible encontrar en otras expresiones tales como estoy
sorprendido, estoy amando u odiando; amar y odiar es menos ser que estar
dirigido hacia un amable u odiable que es un objeto posible de deseo, situado
en el mundo a la distancia; ciertamente, también la alegría es una manera del
mundo de aparecer-alegre; pero se diría más bien que soy mi propia alegría
absolutamente; si la descubro fuera de mí, es por una parte, en tanto mi alegría
se proyecta a los seres neutros que me rodean y, sobre todo, se reconoce en el
mundo comunicándose con la alegría que está fuera de mí y que, de algún
modo también existe allí absolutamente. Mi alegría sensibiliza mi mirada y la
hace apta para leer en la fisonomía de las cosas y, sobre todo, de las personas
la grandeza de ser pintada en ellas, como si la expresión de las cosas
traicionara su ser absoluto y como si la alegría y la tristeza estuvieran en el
mundo como están en mí, atestiguando el nivel de ser de toda cosa; se diría
asimismo que mi tristeza me pone más especialmente en consonancia y
connivencia con lo que hay de degradado, de abismado, de traicionado;
mientras mi alegría lo hace con lo que hay de consumado, de intacto y de fiel
en el universo. Tal carácter notable de la tristeza y de la alegría revela que
dichas emociones son sanciones de mi ser más que intenciones afectivas.

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Pero la tristeza y la alegría no plantean problemas distintos de los planteados
por las otras emociones. La tristeza y la alegría ¿implican verdaderamente la
opinión de que yo poseo un bien y un mal? El cuerpo siempre desempeña allí
la función de amplificación de la opinión que hemos creído encontrar en otras
partes.

Con frecuencia parece que la tristeza y la alegría son impresiones inmediatas


de la conciencia que excluyen todo juicio y que además ora parecen venir sólo
del cuerpo, ora brillar en el secreto de la conciencia, sin que el cuerpo participe
de manera alguna. En efecto, no siempre es fácil distinguir la alegría y la
tristeza del placer y el dolor o del humor difuso que una buena comida, una
enfermedad generalizada o un rayo de sol nos insinúan en el alma. La
diferencia es todavía relativamente fácil de establecer entre el dolor y la tristeza:
el dolor tiene un carácter general de sensación, es local; la tristeza no es
sensación ni es local; es una manera de ser. Del mismo modo que el placer
que subraya el momento del encuentro y se mantiene todavía en las
avanzadas del cuerpo conserva algo de local; pero el goce que sanciona la
consumación del ciclo de la necesidad no ubica la fusión en ninguna parte; a
pesar de sus índices locales, afecta al viviente en su indivisibilidad. ¿No es
acaso el grado más bajo de la alegría? De ninguna manera: la tristeza y la
alegría, aunque adhieran en mucho al dolor y al goce, se distinguen con todo
de ellos; en un sentido, el goce todavía es local, no ya en el sentido geográfico
del término, sino en el sentido funcional: siempre es relativo a una función
satisfecha a la cual me puedo oponer como todo: puedo distinguirme de mi
goce, tomar distancia con relación a él, juzgarlo, lo cual significa desterrarlo no
ya a cierta parte del cuerpo, sino en tanto cuerpo y vida; puedo oponerme
como ser a mí mismo viviente y sintiente. En tanto, la alegría es inherente al
juicio que puedo pronunciar sobre el goce y el dolor. Puedo sufrir moralmente
un placer que me reprocho, sentir alegría a pesar del dolor que sufro en mi
cuerpo. La alegría y la tristeza me afectan como ser, en tanto tengo más o
menos perfección. De igual modo, el humor difuso que segrega como un
perfume el tiempo no es la emoción de la tristeza y de la alegría 50. Hay algo
flexible y móvil en el humor que lo distingue de la tristeza y la alegría
mencionadas; sin ser aparentemente, tan vital como el goce, que está atrapado
en la masa del cuerpo, el humor, más flotante, tiene aún el peso sutil del
cuerpo; ahora bien, la alegría y la, tristeza me afectan más fundamentalmente;
son el bien en que me he convertido, el mal en que me he transformado. Por
eso entran en el esquema de la emoción.

Siempre existe una opinión difusa sobre el bien y el mal que me alcanzan en la
tristeza y la alegría: es inclusive la piedra de toque de la emoción de alegría y
de tristeza en relación al dolor, al goce, al humor alegre o sombrío. El bien
poseído, el mal que nos afecta son su discreta armadura intelectual. Uno
encontraría siempre un escorzo y una capacidad indefinida de juicios en la
alegría y la tristeza. El juicio, muy envuelto en sí mismo, parece inexistente por
el carácter mismo de su objeto: en efecto, el sentimiento de triunfo o de fracaso
que reside en el alma no conduce hacia un bien particular; es la apreciación
global de una relación de conveniencia entre mí mismo y el todo de mi
situación. En la alegría, el ser se siente superior a su situación y gusta su éxito

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con respecto a su propio destino; en la tristeza, gusta su daño y su debilidad.
Pero, como en toda emoción, el juicio sólo es el punto inicial de un pequeño
trastorno en todo el cuerpo; ¿qué sería la alegría sin esa ligera aceleración del
pulso, sin ese agradable calor expandido por todo el cuerpo, sin esa dilatación
de todo el ser? ¿y la tristeza, sin un aprisionamiento sentido en torno al
corazón, sin un hundimiento generalizado? James tiene razón. apartadlo que
sea alegría y tristeza...

Hay que sostener, a la vez, que la alegría y la tristeza nada serían sin una
secreta apreciación del nivel alcanzado por el ser, que nada serían sin una
celebración en todo el cuerpo de ese pensamiento confuso que se desenvuelve.
en la profundidad visceral y motriz de dicho cuerpo. No hay dos alegrías, una
corporal y otra espiritual 51: en realidad, toda alegría es alegría intelectual, al
menos confusamente, y corporal, al menos a título de esbozo y aunque inscriba
en el cuerpo la posesión de bienes y males que, con la mayor frecuencia, son
extraños a la utilidad del cuerpo. En tal sentido, James tuvo razón al rechazar
una distinción de principio entre la emoción "fina" y la emoción "grosera".
Ambas participan del mismo tejido corporal. Sin duda, la emoción fina tiene una
intensidad vivida fuera de proporción con la amplitud del trastorno corporal que
la orquesta; pero su intensidad y su fineza se explican por otras razones; y ante
todo por el poder que posee la alegría de hacernos accesibles a la alegría
expandida por el universo y pintada en la fisonomía que revela el grado de ser
de cada cosa. Su fineza es la agudeza y la potencia que brindan a nuestra
lectura del mundo. Pero su carácter de emoción sólo está completo con toda la
resonancia corporal.

Queda aún por situar a la emoción de alegría y tristeza en el imperio de lo


involuntario; si el movimiento que nace espontáneamente del pensamiento es
el rasgo más notable de la emoción, todo nuestro análisis debería orientarse al
deseo, a la más motriz de nuestras emociones. Considerado en el registro de la
acción, la emoción es una disposición de la voluntad que tiende a buscar o a
huir de las cosas ante las cuales prepara el cuerpo. Esto es cierto sólo en la
medida en que dicha emoción culmina en el deseo. ¿Podemos afirmar que la
alegría y la tristeza se encuentran en el camino del deseo? No en el sentido
principal de esas emociones que sancionan la acción: en tal sentido, amar,
desear, gozar son los momentos sucesivos naturales de la emoción y la
definición de la alegría sigue naturalmente a la definición del deseo. Pero en un
sentido secundario, que es el más importante para nuestra investigación sobre
lo involuntario, esta emoción se relaciona también con el deseo. En el hombre,
el más inquieto de los seres, un ciclo de tensión sólo queda cerrado para volver
a abrirse o para abrir otro ciclo. La conciencia sólo conmemora sus tristezas y
alegrías para anticiparlas de nuevo. Y así la alegría y la tristeza, que consuman
el deseo, lo vuelven a suscitar; por ello se unen al amor y al odio: amar y odiar
es anticipar la alegría y la tristeza con las que estaremos unidos al objeto
amado o separados del objeto odiado. Y estar triste o alegre ya es volver a
anticipar una unión o una separación que siempre están por sobrevenir.
Sanción y anticipación se implican mutuamente. Finalmente es por la
mediación del deseo que el amor y el odio, la alegría y la tristeza "ordenan
nuestras costumbres", es decir, disponen nuestro querer 52. El hombre no

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conoce el reposo definitivo. En los descansos de la tristeza y de la alegría se
arma el deseo.

d) Acerca del deseo como emoción. Aquí nos encontramos con la emoción
conquistadora, con la emoción motriz por excelencia, el deseo: deseo de ver,
de oír, de poseer, de guardar, etc. El amor anticipaba la unión, el deseo la
busca y tiende a ella; el amor triunfa por adelantado, el deseo milita. Ahora bien,
el deseo nace de cierto juicio, que a veces es muy confuso, a través del cual
nos representamos la conveniencia para nosotros de una cosa y, a la vez, la
posibilidad de alcanzarla; desear es representarse que se puede hacer algo en
dirección al objeto deseado.

Pero ese juicio compuesto aún no es emoción: la emoción del deseo es a la


vez una profunda conmoción visceral y un agudo alerta de todos los sentidos y
regiones motrices. Esta agitación viene a henchir al juicio y hace a la cualidad
original del Cogito por la cual estoy presto y conducido a un tono más próximo
a la acción que en una simple inspección por el espíritu del problema propuesto
a mi iniciativa". . . Señalo aquí como peculiar en el deseo, que éste agita al
corazón más que cualquiera de las pasiones restantes, suministra al cerebro
más ánimos, que desde allí pasan a los músculos, aguzando más los sentidos,
y movilizando más a todas las partes del cuerpo" 53. Por ello, me vuelvo hacia
el objeto del deseo con un cuerpo "más ágil y más dispuesto a moverse". Se
trata de una intención del sujeto, pero armada del dinamismo orgánico. El
deseo no es, pues, para el entendimiento divisor, menos desconcertante que el
asombro o el amor.

Dos observaciones sobre la naturaleza del deseo antes de considerar la


función que tiene con relación a la voluntad. Sin duda, uno se asombrará al
encontrar el deseo entre las emociones; hemos considerado al deseo en la
primera parte como motivo es decir como revelador de un bien anticipado.
Vamos ahora a considerarlo como motor. Ya sabemos que el imperio del deseo
desborda infinitamente al campo de las necesidades orgánicas y no sólo se
dirige a llenar una indigencia de esa índole. El imperio de los deseos es tan
vasto como el de los valores humanos, que no sólo son vitales, sino también
sociales, intelectuales, morales, espirituales. Si el deseo es del cuerpo, lo es
por la intensidad visceral y por el alerta muscular que orquesta a veces muy
discriminadamente a los movimientos más sutiles del alma; el deseo puede
incluso ir, por su intención, fuera del mundo; y el cuerpo todavía lo acompaña
con su ímpetu.

Como una corza suspira tras las aguas que corren, Así suspira mi alma a tu
zaga, oh Dios. (Psalmo 42)

Verdaderamente, el alma se hace suspiro y movimiento; por eso son


comprensibles las metáforas: el poder de resonancia del cuerpo se funde tan
bien en las operaciones del juicio que el cuerpo emocionado por el deseo es
una auténtica descripción del alma apresada por sus valores. Ribot no
consideraba tener toda la razón cuando se negaba a ver en el deseo algo más
que un movimiento naciente (acaso sólo se olvidaba del trastorno visceral en el
cual queda captado el movimiento, trastorno que brinda al deseo su densidad

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corporal y su cualidad de emoción). Pero esta definición del deseo por el
movimiento naciente sólo es verdadera en el marco del fenómeno circular, es
decir en tanto el cuerpo improvisa bajo el signo del valor. Considerado desde
este ángulo motor, el deseo, como señala Descartes, no tiene contrario: "Es
siempre el mismo movimiento el que lleva a la búsqueda del bien y, a
continuación a huir del mal que es su contrario”54. El deseo propiamente dicho
y la aversión sólo se distinguen por el matiz de amor, esperanza y alegría, de
odio, miedo y tristeza que los colorean respectivamente; en última instancia,
sólo se distinguen por el horror al mal y la representación del placer que
motivan la búsqueda o la huída. Pero el deseo como tal es la fuerte inclinación
a obrar que se eleva desde todo el cuerpo, y que puede orientarse hacia el
objeto o en sentido contrario, sin que por esto la significación del deseo se vea
afectada. Significación que es la disposición misma del querer moverse de
acuerdo con el fin representado 55. El deseo duplica la motivación y aureola
todo valor de los movimientos nacientes o suspendidos; asimismo, luego de la
decisión, mantiene alertas los esquemas de acción que lo inscribirán en el
mundo. Sin duda, desde un punto de vista estrictamente biológico, el apetito y
la defensa no son simétricos; pero la imaginación que anticipa el objeto de la
necesidad y el objeto del dolor hace del deseo y el miedo verdaderos
contrarios56. Y con un movimiento semejante todo nuestro cuerpo nos incita a
perseguir el bien aparente o a huir del mal aparente. Asimismo, la protección
del cuerpo presenta fases de ataque, de defensa, de inmovilidad, de engaño
que ora convierten el deseo en búsqueda y ora en huída; la orientación del
deseo no se sustenta en su esencia; dicho deseo sólo es la vigilia aguda de
todo el cuerpo listo para el movimiento.

Nos encontramos pues en el punto culminante de lo involuntario corporal: el


deseo es una especie de espíritu de empresa que se eleva desde el cuerpo
hacia el querer, y que hace que el querer sea débilmente eficaz si no está
aguijoneado por la punta del deseo: se lo puede ver bien en la impotencia de la
idea completamente desprovista de deber; Platón reconoció con el nombre de
thymós todo el imperio del deseo sobre la voluntad. El thymós que dicho
filósofo ya veía emparentado con la cólera es "al coraje lo que el perro es para
el cazador". Los escolásticos retornaron esta concepción del thymós platónico
bajo el nombre de lo irascible. El deseo propiamente dicho o concupiscible les
parecía una potencia original donde el alma padece sólo la fuerza de atracción
y de repulsión afectiva del bien y del mal; se trata en suma del deseo como
motivo, tal como lo hemos considerado en la primera parte; lo irascible se
refiere más propiamente a la tendencia que nos lleva a afrontar la dificultad; su
objeto propio no es ya el bien o el mal como tales, sino lo arduo o difícil 57. Es el
deseo como incitación a la acción. Asimismo, los escolásticos definían lo
concupiscible y lo irascible como especies del deseo en el sentido amplio: lo
concupiscible como deseo de unirse al objeto, lo irascible como deseo de
sobrellevar la dificultad. Descartes fundió las dos clases de "pasiones" e
introdujo en la definición misma del deseo los rasgos propios de lo irascible.
Esto obedece en él a un rechazo de la posibilidad de repartir la afectividad en
dos series paralelas y, sobre todo, a un esfuerzo por componer por orden los
momentos principales de la emoción. Tal cosa parece razonable: el deseo sólo
se distingue del amor por su ímpetu y por esa suerte de arrebato contra el

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obstáculo que lo une a la cólera, como se ve en la exaltación del combate. El
deseo es lo irascible en lo concupiscibles58.

Esta síntesis parece confirmada por la naturaleza misma del juicio que se
encuentra envuelto en el deseo y que lleva a la vez hacia el fin y hacia los
medios; es posible hacerlo aparecer con más relieve considerando no ya el
deseo como es vivido, sino el objeto deseado en su contexto de mundo: el
mundo del deseo es el mundo donde hay cosas que reclaman ser alcanzadas o
evitadas y dificultades que permiten o prohíben pasar; en el objeto deseado se
constituye la vinculación entre un carácter de reclamo y un camino más o
menos arduo. La descripción del mundo por el deseo comporta una reflexión
sobre el mundo como practicable o impracticable, fácil o difícil, ofreciendo
brecha y obstáculo, barrera y rodeo, y esto tanto en el tiempo como en el
espacio, representando la ocasión, justamente, una suerte de brecha en el
tiempo.

Por ese carácter de "irascible" el deseo es, entre todas las emociones, la más
próxima a la acción: resume todo lo involuntario en los confines del acto.
Asimismo puede decirse que a través de lo irascible el deseo entra en el
registro de la moción voluntaria, y no de la motivación, y con él ocurre lo mismo
que con toda la emoción. La sorpresa ante lo nuevo está hecha de anticipación
afectuosa del valor prometido y, de tal manera, la acción se ofrece bajo las
especies de los músculos dispuestos del cuerpo ávido. El deseo es el cuerpo
que osa e improvisa, el cuerpo acordado al tono del acto; por eso es la
disposición a querer. Todavía, la sorpresa era, a pesar de su aspecto motor e
incluso por él, la pasividad en el seno mismo de la conciencia y la ocasión de la
rebelión del cuerpo, el amor dejaba a la conciencia bajo el atractivo del valor; el
deseo es el primer ímpetu, cuerpo y alma, hacia el objeto. Por ello todo el peso
de la ética lleva finalmente al deseo y a los medios de ordenarlo 59.

Al mismo tiempo, aparecería la reciprocidad entre lo involuntario del deseo y la


acción voluntaria. Por un lado, el deseo se refiere a un querer que él dispone al
acto: esta referencia sustenta su esencia y le da toda su inteligibilidad. Es
notable que Descartes haya creído bueno introducirla en la definición del deseo:
"La pasión del deseo es una agitación del alma, causada por ánimos que la
disponen a querer para el porvenir las cosas que se representan como
convenientes para ella "60. Esta relación de la emoción a la voluntad sólo podía
aparecer à condición de capturar a la emoción en actitudes nacientes más que
en conductas desarrolladas y sobre todo desordenadas, en las que la
conciencia en su conjunto se transforma y se abisma. Incluso, se comprenderá
mejor la cólera y el miedo si se busca en ellos un derivado muy complejo del
deseo, de la tristeza y el odio. Ahora bien, ascendiendo hasta las primeras
actitudes emocionales nos vemos llevados a cuestionar que la emoción sea
una conciencia que se comprende por sí misma y que realiza una confusión del
mundo de la acción en un sentido mágico, es decir finalmente aberrante 61. Tal
mundo para el deseo es asimismo un mundo para la voluntad; ese mundo que
me tienta por sus incentivos y que se eriza de dificultades, ese mundo cargado
de permisiones y prohibiciones, sólo es tentador y arduo para un querer
eventual: el mundo para el deseo es mundo para un agente 62.

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Acaso sea cierto que en las grandes conductas emocionales como el miedo y
la cólera, o inclusive la alegría y la tristeza desarrolladas y expuestas en
conductas durables, la apariencia del mundo para la acción resulte
enteramente alterada. El deseo no va tan lejos; por el contrario, realza y
subraya sus articulaciones; el deseo es el aspecto excitante del mundo. Incluso,
el mundo sólo es fácil o difícil con relación a ciertos polos de atracción o de
repulsión. Un mundo sin deseo es un mundo en el que las estructuras prácticas
se borran pues no hay nada que atraiga o repela. Es el relieve de los
"caracteres de reclamo" (Lewin), el que a su vez hace resaltar la viabilidad de
los caminos practicables. Dicho de otra manera, lo irascible siempre está
subordinado a lo concupiscible; el mundo sólo me interesa como medio si me
toca corno fin.

Esta primera proposición: el deseo es para un querer posible, tiene por


recíproco un principio que Aristóteles, Descartes y más recientemente
Ravaisson han señalado con vigor: el querer mueve por el deseo. Con ello se
consuma la inteligibilidad del deseo. Pero desenvolveremos ese tema cuando
hagamos la síntesis del esfuerzo e intentemos comprender a la emoción y al
hábito una por el otro.

2. La emoción-choque

A partir de estas primeras actitudes emocionales deben comprenderse, por una


parte las conductas emocionales muy diferenciadas como el temor, la cólera, la
exultación, el anonadamiento (en sus formas activas y pasivas). Sólo las
actitudes emocionales que hemos recorrido son inteligibles, en tanto el
desorden naciente se encuentra en una relación original con la voluntad que
dicho desorden viene a conmover. Su prioridad reside en dicha inteligibilidad.
Para nuestro punto de vista poco importa saber si las mencionadas actitudes
son las primeras en el tiempo; como en la sociología de Augusto Comte, es la
estática la que conduce a la dinámica, es el orden el que explica el progreso,
es el tipo el que da un sentido a la génesis 63.

a) La emoción-choque constituye un verdadero traumatismo del querer: la


función de la emoción se encuentra allí enteramente obliterada; el desorden, de
alguna manera, se independiza y, al mismo tiempo, adopta toda su
ininteligibilidad; el hombre se hace irreconocible; se convierte en grito, temblor,
convulsión. Más adelante afirmaremos que, incluso, puede resultar destruido el
querer, pues lo involuntario con el que éste dialoga debe estar en proporción a
él: el querer tiene límites.

La fenomenología se reúne con el choque emocional siguiendo la línea que


desciende del desorden significativo al desorden incoherente, y prolongando, al
margen de la relación recíproca entre el querer y lo involuntario, el movimiento
de liberación funcional diseñado en las primeras actitudes emocionales.

En el acceso de cólera o de temor, en la crisis de exultación o de abatimiento


(que es la tristeza y la alegría de choque en la prolongación de la tristeza y la
alegría de sorpresa), la agitación del cuerpo rompe todos los diques del control
voluntario, se expande, se sostiene a sí misma durante un lapso bastante breve

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y por sí misma termina disparándose. El exceso de sorpresa suprime las
condiciones de la reciprocidad del querer y de lo involuntario; del mismo modo
que el hombre sólo es posible orgánicamente entre los límites de ciertas
permisiones del universo (temperatura, presión atmosférica, etc.), sólo es
posible psicológicamente si las desnivelaciones y los desequilibrios de su
situación psico-espiritual no superan ciertos límites. El hombre es orgánica y
psíquicamente frágil. Parecería incluso que esta fragilidad es la cuota que debe
pagar por su evolución. El exceso en la inminencia del bienestar y de la
desgracia, el exceso en la impotencia frente a los peligros lo arrojan a un
desarraigo que, en el tiempo de la descarga, es casi incoercible. Pero la
inminencia extrema, la privación extrema de medios de respuesta sólo arrojan
fuera de sí a un ser cuya escala de valores se encuentra en equilibrio inestable,
apoyada en el estrecho asiento de un cuerpo amenazado: un golpe, y todo el
edificio humano de bienes y males se hunde. Pradines recuerda en esta
ocasión 64 que la imaginación se apodera, por otra parte, de nuestros más vivos
intereses, los nutre de anticipación y los arrastra en una suerte de delirio
alucinatorio, y tiende a llevar el futuro evocado de esta manera al campo de las
amenazas presentes, con lo cual la dilación resulta suprimida y nuestras
respuestas son tomadas de improviso. De modo que la regresión de la
emoción-choque es una regresión humana; nos hace caer en un plano animal.
La animalidad, volveremos a repetirlo, está perdida definitivamente, el hombre
no puede inventar más que desórdenes humanos; tal el rescate que hay que
pagar por un orden demasiado frágil. La incoercibilidad de la emoción-choque
es específica. Se trata de una incoercibilidad de ruptura que sólo imita de lejos
al reflejo. Pero sólo la incoercibilidad resulta simulada, no así la naturaleza
propia y menos aún la adaptación a la primera urgencia. Las condiciones
mentales del `choque" ya nos advierten que el primer plano del trastorno
corporal, tomado en conjunto, disimula un curso más sutil y muy sintético de la
conciencia 65; pero una conciencia que se simplifica sigue siendo más compleja
que una conciencia librada a un simple reflejo como el estornudo. La emoción
no es un reflejo, pues su acceso surge a continuación de pensamientos a
veces muy envueltos. A continuación de la percepción y la evaluación
rapidísima de una situación y un contexto de valores, en suma, a continuación
de una motivación que, con frecuencia, se esboza muy discretamente. Incluso
bajo la forma de choque, la emoción, a diferencia del reflejo, realiza el pasaje
viviente de un pensamiento naciente a una agitación corporal; la emoción no
pertenece a la mecánica del reflejo que va del cuerpo al cuerpo, sino al misterio
de la unión del alma y el cuerpo. Tal cosa la aproxima inesperadamente a los
saber-hacer en los que el Cogito percipiente se prolongaba en gesto; esta vez
bajo el signo de cierto desorden, el movimiento sale del pensamiento para
refluir luego a él. Tal es el fenómeno circular que vamos a encontrar también en
la emoción-choque, pero al margen del control voluntario. James es irrefutable
cuando sostiene que el trastorno orgánico no es un efecto de la emoción sino la
emoción misma. Pero no es exacto que el trastorno salga de la situación por
vía del reflejo, ni que la emoción sea la toma de conciencia de dicho trastorno.

Por una parte, ya hay una comprensión y una evaluación afectivas en el


choque más brutal 66. El choque es la transformación repentina del mundo por
el sentimiento y la acción. El enloquecimiento de la imaginación que pinta
vivamente al porvenir como presente y arroja al viviente, al plano de las

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respuestas desesperadas es el eslabón intermediario entre el choque y la
sedición corporal; a partir de aquí el cuerpo se adelanta solo; el jinete yace en
el suelo; parecería que la emoción no es más que un epifenómeno del cuerpo.
Lo notable en esta descarga es que por un lado la parte motriz del trastorno
escapa al control, mientras que, por el otro, se sumerge de alguna manera en
la masa visceral del trastorno, que escapa de todos modos a la jurisdicción
voluntaria. Si la emoción nunca puede ser imitada íntegramente, ni ser
reabsorbida por vías del control muscular, es a causa de su parte visceral; la
voluntad que ataca a la parte motriz de la emoción, no logra sobre ella más que
éxitos parciales y precarios; el aspecto motor de la emoción adhiere, de una u
otra manera, a todo el espesor visceral del trastorno. Además, no es exacto
que la emoción sea la toma de conciencia del trastorno orgánico. Si se insiste
particularmente en el trastorno visceral, no es posible asombrarse de la
banalidad y, sobre todo, de la incoherencia del trastorno orgánico. Con
respecto a las modalidades del Cogito que se dan, en cada oportunidad, como
una actitud bien diferenciada y unificada -miedo, cólera, alegría, etc.- , la
psicología sólo encuentra un mosaico de secreciones, de contracciones, etc.,
que reaparecen en cada emoción de acuerdo con variaciones exclusivamente
cuantitativas. ¿Bastará acaso, para hacer aparecer el sentido, aunque sea
desfigurado, de la emoción, con señalar la organización, la forma de la
conducta que se -`toma" en el trastorno orgánico? Todavía no es más que una
parte de la respuesta, pero merece que la examinemos.

Siempre hay, incluso en el desorden, una forma de conducta que unifica el


trastorno orgánico, una figura de comportamiento original que, puede ser una
conducta desordenada, pero no es un puro caos. Es posible entonces buscar el
sentido de esta conducta en dos direcciones: ante todo, del lado de los
residuos de conductas adaptadas que se disciernen incluso en la emoción. En
efecto, - la emoción desencadena saber-hacer preformados, con sus habituales
prolongaciones; los desencadena enloqueciéndolos y desordenándolos; en
cada uno de los -'regímenes corporales" de la emoción, como decía Alain, se
puede encontrar el estilo desfigurado de una conducta adaptada 67; pero se
trata allí, sin duda, de una manera muy estrecha de dar forma a la emoción.
Los guestaltistas 68, del mismo modo que Goldstein 69, han mostrado que estos
restos de conductas adaptadas eran retomados en una figura nueva que tenía
valor de sustitución (Ersatz) con respecto a las conductas adaptadas; conducta
catastrófica, conducta de reemplazo, la emoción tiene su estructura propia que
requiere ser descripta sintéticamente y no por análisis y suma.

Pero no basta con oponer a James la conciencia sintética de una forma de


conducta a la conciencia sumatoria de una dispersión de reflejos; cuando estoy
emocionado, no pienso por completo mi cuerpo; bajo su forma inadaptada
(negativa) y bajo su forma sustitutiva (positiva), la emoción se vive como
intencionalidad específica. Tener temor no es sentir temblar el cuerpo, ni latir el
corazón; es experimentar al mundo como algo que se oculta, como una
amenaza impalpable, como una trampa, como una presencia terrorífica 70.

Esta intencionalidad afectiva es la que incorpora la emoción al pensamiento en


el sentido amplio. Se precisa así el proceso circular que volvemos a encontrar
en la emoción-choque, a falta de la reciprocidad entre lo voluntario y lo

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involuntario. Aun bajo la forma extrema del choque, la emoción es un tipo
original de lo involuntario, donde una sedición del cuerpo resulta gobernada por
un choque, es decir por un juicio-relámpago en el que todos nuestros intereses
están alertados y se encuentran arrojados en la balanza; el juicio rápido por el
cual evalúo un peligro que me amenaza, una pérdida que me afecta, una injuria
que me hiere, un bien inesperado que me detiene, explota en trastorno y en
gestos desordenados. No hay emoción sin evaluación, pero tampoco hay
emoción que no sea más que dicha evaluación. Por eso siempre es cierto que
hay que encontrar representaciones en la raíz de la emoción y que, a la vez,
dicha emoción es el reino del cuerpo. Pero, si el entendimiento divisor tiende a
disociar el plano de las representaciones y el de lo automático, la emoción une
sin distancia el choque del pensamiento y la sedición corporal en esta
continuidad vital del alma y el cuerpo que reside por debajo de todo esfuerzo
posible. El fisiólogo que analiza el trastorno motor e incluso el guestaltista que
encuentra allí la forma global dan un diagnóstico objetivo, a través del cuerpo-
objeto, de una experiencia global en la que se encuentra implicado el cuerpo
propio de una manera específica, pues por una parte la orientación intencional
está "tomada" en el espesor orgánico y, por la otra, ésta resulta "trascendida"
en un nuevo aparecer del mundo del obrar. Este ensayo de filiación
descendente de la emoción-choque a partir del desorden funcional de la
emoción-sorpresa, más que a partir del sentimiento regulador en el sentido de
Janet y de Pradines, nos permite capturar en un caso preciso la invención
humana del desorden a partir de la espontaneidad de lo involuntario.

Ciertamente, es difícil decir por dónde pasa la línea demarcatoria entre lo


normal y lo patológico; el principio de discriminación sigue siendo teórico y
difícil de aplicar en los casos concretos; la emoción normal, que asimismo es la
única inteligible, es la que se presta a una comprensión circular o recíproca
entre la evaluación intelectual y afectiva y la espontaneidad corporal.
Finalmente, es la función de este involuntario específico con relación a la
voluntad que declarándolo normal lo hace comprender. Pero entre lo normal y
lo patológico sigue existiendo una verdadera continuidad, inscripta en la
naturaleza de la emoción. La emoción es un desorden naciente que nos pone
sin cesar en la vía de lo patológico. Como veremos, el hábito esboza por su
parte otra desfiguración: neutralizándose en él, la conciencia se aliena y da
lugar a una interpretación mecanicista. Pero tanto el desorden naciente de la
emoción como la objetivación naciente por el hábito forman parte de los ritmos
del Cogito. Es incuestionable que hay allí algo de trastornante para una filosofía
del Cogito, pero por su cuerpo el hombre es asombroso para el hombre: la
unión del alma y el cuerpo no puede dejar de escandalizar al idealismo natural
del entendimiento divisor. Tener un cuerpo o ser un cuerpo es ante todo no
conocer el orden más que como tarea, como bien a conquistar sobre el
desorden naciente. Lo primero inteligible no es el desorden librado a sí mismo;
no hay inteligibilidad intrínseca a la patología.

Por lo contrario, para dar un sentido inteligible a la emoción, y además un


sentido positivo que la distinga de un simple desorden, J.P. Sartre describe a la
conciencia emocionada como una conciencia mágica, es decir como una
conciencia organizada de acuerdo con otras relaciones con el mundo distintas
de las relaciones de manipulación y determinismo prácticos que esclavizan

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nuestra acción a las exigencias de un mundo difícil. Es así que J.P. Sartre
busca el sentido del fenómeno de la emoción más allá de la diversidad
orgánica informe y carente de sentido ante el cual se detiene la fisiología; el
mismo se vincula a los hechos que le dan una finalidad oculta y que engañan a
la conciencia. Dicho pensador retoma el caso del enfermo de P. Janet que se
hunde en una crisis de nervios por no poder sostener la conducta demasiado
difícil de la confesión; se sirve asimismo de las descripciones de la cólera en el
artículo de Dembo, donde en el que la cólera aparece como una solución de
menor expendio frente a un problema prácticamente insoluble. Agrega allí
notables análisis sobre el temor activo y pasivo, sobre la alegría, la tristeza,
donde cada emoción es una actitud adoptada por la conciencia en lugar de la
conducta superior, demasiado difícil. Considera dicho autor que la emoción no
puede a la vez ser un desorden y tener un sentido. Es indispensable que la
conciencia vaya, por mutaciones de su espontaneidad, de sentido en sentido y
que tales significaciones representen, cada una de ellas, una constitución de la
conciencia en su totalidad. Solución barata, es cierto, pero solución en la que la
conciencia se compromete totalmente, a sí misma y a su cuerpo: somos
nosotros los que nos rebajamos, los que nos situamos en un nivel más bajo. Es
la conciencia la que pasa de la forma razonable a la forma emotiva. "Sólo ella
puede por su actividad sintética romper y reconstituir las formas
incesantemente". Por lo tanto, no habría más que acciones del alma.

Consideramos que el análisis de la relación circular en las emociones


fundamentales del tipo emoción-sorpresa no nos permite verter este otro
extremo de la interpretación. Si las teorías inspiradas por la psico-patología
convienen mejor a las formas desordenantes de la emoción, la interpretación
de Sartre conviene mejor a las complicaciones pasionales de la misma. La
actitud mágica se nos ocurre ligada al núcleo pasional de la emoción.

Si, como se ha descripto, el deseo sólo realiza los acentos afectivos y prácticos
del mundo y dispone al cuerpo a querer en sus sentidos, dicho deseo se aleja
entonces tanto de una concepción patológica de la emoción como de una
interpretación que la reduciría a un rebajamiento de la conciencia a un nivel
mágico. En el deseo, la emoción todavía no es una conducta adoptada para
sustraerse a las exigencias de un mundo demasiado difícil; es, más bien, la
impaciencia de la dificultad: la emoción no es, por esencia, la liquidación de un
fracaso, no hay en eso más que un desarrollo ulterior y una suerte de accidente
secundario de la emoción. Tampoco es posible sostener que el deseo
comporta siempre una magia naciente; es algo demasiado conciliable con el
primado del querer: lo mismo que el querer sólo gobierna bajo la amenaza de
un desorden naciente, se podría decir que sólo hace uso del mundo según sus
exigencias determinantes en favor de una ilusión en estado naciente. Inclinarse
hacia la dificultad, ¿no es acaso experimentar la derrota de la acción, negarla
con todo el cuerpo? Ahora bien, la magia comienza cuando el intervalo de
tiempo y de lugar se siente anulado y cuando el escalonamiento de los medios
declina. Todo esto es cierto: pero entonces el elemento mágico del deseo no es
su ímpetu, el alerta del cuerpo y los sentidos, sino el amor y el -odio que lo
envuelve: el amor y el odio son precisamente esta anticipación de la unión y de
la separación: el obstáculo resulta allí suprimido mágicamente. Ya soy uno con
el objeto deseado. Por el amor hay pues en el deseo un vértigo naciente; este

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deseo sólo es militante porque es triunfante por anticipación; pero al mismo
tiempo podemos ver que lo mágico es como el estado germinal y mantenido en
suspensión en el flujo de la energía del deseo. Si, por lo tanto, la conciencia se
abisma completamente en una conducta mágica, como ocurre acaso en la
cólera o el temor, por descomposición de la verdadera emoción y por liberación
de lo mágico, dicha conciencia circula a través de toda acción: pero allí
concurren también no pocas pasiones y, acaso, un obscuro consentimiento.

Más fundamentalmente, la interpretación tiende a eliminar la iniciativa del


cuerpo, subrayada por nuestra interpretación circular, en provecho de la
exclusiva espontaneidad de la conciencia. El cuerpo es algo más que un simple
órgano para una conciencia que se rebaja a nivel mágico. J.P. Sartre quiere
que la conciencia transforme su cuerpo, cambie de cuerpo haciéndose
mágica71. Según él, aunque lo conmocionarte del mundo invada la conciencia,
como ocurre en lo horrible o lo admirable, aún es la conciencia la que toma la
iniciativa de alterarse: "La conciencia hundida en el mundo mágico arrastra allí
al cuerpo, en tanto éste es creencia. La conciencia cree en dicho mundo".72 Sin
duda, J.P. Sartre no ignora que la emoción es padecida: la conciencia, nos dice,
está atrapada en la emoción como en el sueño y la histeria. Pero no duda que
siga siendo una espontaneidad. Sólo que es una espontaneidad que se ata a sí
misma. El carácter irreflexivo de esta finalidad por una parte, y la opacidad del
cuerpo propio que la conciencia se da, por la otra, bastarían para dar cuenta
del carácter pasivo de la emoción. La conciencia no se piensa a sí misma
cuando está emocionada; está por completo ocupada en cambiar mágicamente
el mundo 73. Por cuanto el cambio de intención -dula razón a la magia- es
cambio de la apariencia del mundo, esta finalidad no aparece como tal para sí
misma. Además, esta comedia mágica se distingue de una verdadera astucia,
de un juego concertado, por el peso y la seriedad del trastorno fisiológico que
ocasiona. El es el que hace que nos encontremos atrapados por la creencia,
envueltos y desbordados por ella. El que representa la emoción sólo puede
darse voluntariamente la parte muscular, la conducta, pero no el trastorno. Y si,
por una suerte de contagio, todo el cortejo visceral de dicho trastorno
emocional resulta integrado por la conducta, el comediante ya no representa
sino que queda atrapado en su propia representación: está realmente
emocionado.

"Para creer en las conductas mágicas hay que estar trastornado" 74. De esta
manera, J.P. Sartre concuerda con el hecho de que la conciencia no se da el
trastorno fisiológica de la misma manera que se lo da en la emoción fingida.
Pero entonces, ¿es posible todavía afirmar que, en el nacimiento del trastorno
fisiológico, el cuerpo sigue la intención de la conciencia, que la conciencia "vive
y realiza 'espontáneamente el obscurecimiento de las relaciones deterministas
del mundo, y que la emoción sucede" a una degradación espontánea y vivida
de la conciencia ante el mundo? Lo cierto es que el estatuto del cuerpo en la
emoción no está ordenado de manera satisfactoria cuando se hace de él una
suerte de materia para una intención de la conciencia, `la presencia a sí misma
sin distancia de su punto de vista sobre el mundo", "el punto de vista sobre el
universo inmediatamente inherente a la conciencia" 75.

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Consideramos que hay que sustituir la idea de espontaneidad de la conciencia
por la idea de una "pasión" del alma por el hecho del cuerpo. Ahora bien, sólo
existe "pasión" para una acción posible. La emoción realiza una inherencia vital
del cuerpo a la conciencia, en tanto que la revolución del cuerpo sigue a ciertos
pensamientos y esboza por su parte una acción que conmueve y fuerza al
querer 76.

Acaso podría reprocharse el oculto idealismo de una teoría del cuerpo propio
que lo reduce a ser un órgano de la espontaneidad de la conciencia. La
existencia humana es como un diálogo con un involuntario múltiple y
proteiforme -motivos, resistencias, situaciones irremediables-, al cual el querer
responde mediante elección, esfuerzo, consentimiento. Padezco este cuerpo
que conduzco. Pero afín es necesario distinguir este asalto de lo involuntario
del cautiverio de las pasiones. El principio de la pasión es la esclavitud que el
alma se da a sí misma. El principio de la emoción, como bien lo viera Descartes,
es la sorpresa. Pero como con la mayor frecuencia la emoción es el paroxismo
corporal de las pasiones, lleva la marca de la esclavitud y acumula la potencia
corporal de la emoción y la potencia totalmente espiritual de la pasión. La
conciencia mágica nace de dicha acumulación. Una voluntad purificada de
pasiones conocería aún ciertas emociones, pues todavía sería susceptible de
sorpresa y de choques que, acaso, la podrían destrozar pero ya no esclavizar.

Nuestra descripción nos invita pues a comprender a la emoción dentro del


marco de una reciprocidad general de lo voluntario y de lo involuntario, y más
precisamente como un fenómeno circular de pensamiento y de agitación
corporal desbordante. No hemos podido ver allí ni un puro y simple déficit, ni
tampoco una organización, un sentido, que significarían a su manera el todo de
la conciencia 77. Aunque sea cierto, por una parte, que el desorden del cuerpo
se da en ciertas figuras que son inmediatamente comprendidas y que son las
formas de la emoción, esas formas sólo reciben su completa inteligibilidad
relacionadas con el Uno del querer. Cuando Descartes decía que el "principal
efecto de todas las pasiones en los hombres es que incitan y disponen sus
almas a querer las cosas para las cuales preparan sus cuerpos" 78, no daba, de
ninguna manera, un rasgo anexo para la comprensión de las "pasiones", sino
que, relacionando la pasión con la acción, hacía comprender el hombre por su
mutua relación. Por otra parte, si es cierto que la emoción es desorden
naciente, y que es la conciencia la que comienza a deshacerse, su sentido sólo
aparece cuando la conciencia se rehace extrayendo de ella un principio de
eficacia.

El querer sólo mueve a condición de ser movido; es indispensable que el


cuerpo vaya adelante y que el querer lo modere desde la zaga, de acuerdo con
la bella metáfora del jinete y la cabalgadura.

3. La emoción pasión

La emoción-sorpresa nos ha servido de guía para comprender partiendo de su


desorden naciente el desorden instalado de la emoción-choque. Debe
igualmente servir de marca para comprender la complicación de la emoción por
el fenómeno pasional. La voluntad puede resultar arrebatada de muchas

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maneras. La mayor parte de las emociones, la alegría, la tristeza, el temor, la
cólera se separan a partir de un fondo pasional que introduce otro factor
involuntario distinto de la sorpresa o el choque. La emoción aparece allí como
el momento ardiente de la pasión 79.

Pero, por nuestra parte, consideramos que hay un principio original de la


pasión 80. La pasión es la conciencia que se ata a sí misma, es la voluntad que
se convierte en prisionera de males imaginarios, cautiva de la Nada, o mejor,
de lo Vano. Destinada a reinar sobre su cuerpo, la voluntad sólo puede ser
esclava de sí misma. Nutrida de viento y apresada. en el vértigo de la fatalidad,
la pasión es en su esencia totalmente espiritual. Pero guarda un contacto muy
estrecho con la emoción, respecto de la cual, con la mayor frecuencia,
constituye su prurito corporal. La emoción es normalmente un escorzo y un
paroxismo corporal de pasiones. El deslizamiento de la pasión hacia la
emoción y el ímpetu que encuentra en ésta son una aplicación y una
verificación fundamental en gran escala del esquema circular. Pero tal
esquema es singularmente complicado. Por el solo hecho de que la emoción
nace de la pasión y la pasión de la emoción, la esclavitud que el alma se da a
sí misma y la agitación corporal que la trastorna se encuentran estrechamente
mezcladas. De ahí la ambigüedad de la mayoría de las emociones, que
acumulan lo involuntario verdaderamente corporal de la emoción propiamente
dicha y lo involuntario, íntimo en su totalidad, de las pasiones. Siempre podrá
encontrarse en la cólera y en el temor la sorpresa de la emoción, pero también
hay una secreta astucia de la voluntad, una obscura complacencia con el
vértigo. Por ello no podemos abordar directamente tales emociones. La
finalidad oculta del temor y de la cólera que la conciencia adopta para no
sostener la conducta del coraje y del dominio resume los rodeos más tortuosos
de la pasión y desborda infinitamente el marco de la sedición corporal, pero el
desorden del cuerpo que amplifica la pasión le brinda, al mismo tiempo, la
coartada que ésta busca. La magia de la conciencia no es simple: arde allí
mucha pasión; se oculta allí cierta aquiescencia de la voluntad; nunca es más
la emoción que una llama corporal intermitente.

El vínculo entre la pasión y la emoción plantea un problema difícil: por un


momento, podría parecer que el campo de la emoción resulta peligrosamente
extendido, y con todo, la conexión entre la emoción y la pasión es la única
capaz de dar una medida exacta de la extensión de la emoción: ciertos
psicólogos reservan el título de emoción a ciertos accesos particulares
violentos, como el miedo y la cólera. Pero con más razón puede decirse que en
el miedo y la cólera hay más que emoción. Mil pasiones los nutren e,
inversamente, las mismas pasiones revisten otras formas emotivas de ellos.
Hay emoción siempre que una pasión renace a raíz de un pequeño choque; en
tal sentido, toda pasión que abarca a la totalidad del cuerpo como amplificador
o resonador toma una forma emotiva; tal lo que ocurre con el amor, que, en el
sentido ordinario del término, puede gestarse durante largo tiempo en un flujo
fácil de pensamientos., de sueños y sentimientos, para luego elevarse en una
pequeña confusión que hace estremecer y vibrar a todo el cuerpo; acaso, el
amor perecería sin el desorden y la conmoción del cuerpo, que constituyen
propiamente la emoción. Lo mismo ocurre con el odio, la ambición, los celos, la
envidia, la misantropía: todas las pasiones pasan por accesos emotivos; en tal

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sentido la emoción es una pasión naciente o renaciente, pues sin cesar
constituye su momento inicial; la emoción es la juventud de nuestras pasiones,
principalmente por ese pequeño estremecimiento de sorpresa en el que
Descartes había visto, con tanta claridad, la aurora de todas las pasiones, por
esa "admiración" que inaugura todo pensamiento grávido de carne.

Si las primeras actitudes emocionales eran irreductibles a los reflejos, con más
razón lo son estas conductas emotivas donde puede reconocerse un escorzo
de pasiones; nunca son más que reflejos imperfectos; el momento de la
emoción consagra en una descarga del cuerpo toda la esclavitud que el alma
se da a sí misma a través de la pasión, al mismo tiempo que pone
verdaderamente el querer a merced del cuerpo revolucionado. Tal es toda la
ambigüedad de la emoción; en cuanto no es un reflejo sino un escorzo de la
pasión, cae parcialmente bajo la sabiduría: si siempre nos sorprende, y hace
fracasar a las armas que quieren vencerla en su propio terreno, el del cuerpo,
sólo nos queda tomarla por arriba, en las pasiones, respecto de las cuales la
emoción no es más que un momento ardiente: uno sólo se cura de la cólera
curándose de la estima excesiva hacia sí mismo y de la susceptibilidad a la
injuria que deriva de ella: son esos males imaginarios, opresores del querer, los
que constituyen la materia combustible de la emoción. Si la cólera no
contuviera todo eso, si fuera un simple reflejo, ¿cómo comprender entonces
que los moralistas le hayan consagrado tantas máximas e incluso., a veces,
verdaderos tratados? El propio ejemplo de Descartes es asombroso. Descartes
comienza como físico, pero a medida que va numerando las pasiones, se
desliza progresivamente de una explicación por lo automático a una
apreciación moral donde parecería que nos damos nuestras pasiones tanto
como las padecemos; no es por azar que el miedo y la cólera, donde los
psicólogos modernos ven el tipo de la emoción, sólo aparezcan muy lejos,
luego de la estima hacia sí mismo, del orgullo, etc.; el odio y la tristeza los
nutren y en el trasfondo hace estragos una excesiva estima de sí mismo y de
los bienes cuya privación nos amenaza; por ello, según Descartes, la
verdadera mediación para la cólera reside en la generosidad, es decir en la
exclusiva estima del libre albedrío 81.

El miedo reclama las mismas observaciones. Junto al miedo violento que nace
de un encuentro terrorífico y que constituye una emoción-choque, hay un miedo
que se adelanta al encuentro y que tiene por clima la expectación informe, está
más cerca de la angustia que del terror: ansiedad del combatiente antes del
ataque, miedo del músico o del orador. "Observando bien, no hay otro miedo
que el miedo al miedo", Dice Alain82; el espanto de un encuentro terrorífico está
secretamente armado por este miedo que se nutre de anticipaciones fabulosas;
ahora bien, si el miedo puede brotar de la nada de objeto, de la nada de la
expectación, por eso mismo se encuentra de uno al otro extremo tejido de
pasiones. Según Descartes, no se trata de una pasión primera, sino que
siempre constituye un "exceso de debilidad, de asombró y de temor" 83. En tal
sentido, es lo inverso al ardor, cuyo objeto es la dificultad; ahora bien, si el
ardor vive de la esperanza, es decir de la atención aguda puesta en el fin que
uno se propone alcanzar, a pesar de las dificultades que sólo suscitarían temor
y desesperación si se las considerara por sí solas, el miedo vive en aquel que,
demasiado preocupado por sí mismo, coloca en el lugar de la vida y sus bienes

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una avaricia que lo hace indisponible para las grandes tareas. El que no piensa
en su cuerpo y desprecia su eventual destrucción no está lejos de librarse del
miedo, aunque éste dependa de algo más que de la sorpresa. Por ello la
generosidad es también el verdadero remedio para el miedo. Esto, para decir
que si en la emoción me arrebata mi imperio, es porque antes algunos
pensamientos- y casi siempre algunas pasiones- habían precedido a esta
revolución.

Pero si, a menudo, las grandes conductas emocionales obtienen de la pasión,


que por otra parte vienen a resumir, la marca de males imaginarios ante los
cuales nuestro querer se confunde, la emoción sigue con todo siendo una
forma corporal de lo involuntario; de manera que la tempestad del cuerpo
provee a la vez a la pasión su paroxismo orgánico y la coartada de un auténtico
involuntario corporal.

Aquí siempre haremos abstracción de este enredo de pasiones; en la


introducción ya hemos explicado este método de abstracción; debemos
aprehender el mundo de las pasiones con un método distinto del implicado en
una profundización existencial de la eidética: por la vida cotidiana, la novela, el
teatro, la epopeya; ese mundo constituye un obscurecimiento de la conciencia
de sí mismo que no deja comprender como el diálogo inteligible de lo voluntario
y lo involuntario.

III. El hábito

1. El hábito humano

Es bastante difícil delimitar el dominio del hábito; no tenemos la impresión de


saber, desde el comienzo y a partir de algunos ejemplos bien elegidos, lo que
significa el hábito, como cuando hablamos de percepción, imaginación,
sentimiento, etc., antes de toda exploración empírica y experimental. Parece no
designar ninguna función particular, es decir, ninguna intención original hacia el
mundo, pues se lo define como una manera de sentir, de percibir, de obrar, de
pensar adquirida y relativamente estable; afecta a todas las intenciones de la
conciencia, sin ser una intención. Precisamente, ocurre con el hábito lo mismo
que con la emoción: representa una alteración de todas nuestras intenciones;
sin ser una nueva clase de "cogitata", lo habitual es un aspecto de lo percibido,
de lo imaginado, de lo pensado, etc., opuesto a lo nuevo, a lo sorprendente.

Cuando digo: tengo el hábito de. . ., 1° designo un carácter de la historia de mis


actos: he "aprendido"; 2° aparezco ante mí mismo af ectado por dicha historia:
he "contraído" el hábito; 3° significo el valor de uso del acto aprendido y
contraído: yo "sé", yo "puedo".

1° "Aprender". Es importante captar en toda su exte nsión esta transformación


del viviente por su propia actividad. El término francés "apprentissage"
consagra la tendencia enfadosa a angostar indebidamente el campo del hábito
al hábito motriz; la importancia de los.. trabajos experimentales que le están
consagrados no debe hacer perder de vista los hábitos afectivos e intelectuales,
los "gustos" y los "saberes". La idea clave del hábito, la regla eidética que

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gobierna toda la búsqueda empírica, es que el viviente "aprende" con el tiempo.
Reflexionar sobre el hábito es siempre evocar el tiempo de vida, los asideros
que el viviente ofrece al tiempo y los asideros que gracias al tiempo dicho
viviente adquiere sobre su cuerpo y "a través" de él, sobre las cosas. De
manera que "aprender" define al hábito no sólo nominalmente sino por el origen:
el hábito se da como lo que no se encuentra preformado sino "adquirido" por
una conquista de la actividad.

En el hombre, lo involuntario original que figura el hábito es en gran parte la


obra misma del querer; si este estudio se limita a los hábitos adquiridos
voluntariamente y que retornan sobre la voluntad para afectarla, ello no implica
de ninguna manera que en un estudio exhaustivo no haya que buscar las
primeras bases del hábito en el reflejo condicional o en los ensayos ciegos
corregidos por el éxito o el fracaso.

Pero el reflejo condicional está por debajo del nivel de un verdadero "learning",
incluso en el sentido más amplio, que abraza la psicología animal y la humana;
el reflejo condicionado sólo puede transferir, por asociación, el poder
reflexógeno de excitantes primitivos (o absolutos) a excitantes nuevos, ninguna
conducta nueva procede de tal transferencia, que no pone en juego la actividad
del viviente, que no reclama una modificación de sí mismo por su propia
actividad 84.

En cuanto al método de ensayos y errores, expresa sin duda más iniciativa del
ser que va al encuentro de la sanción afectiva, e incluso una "intención"
(purpose) en el sentido de Tolman; pero a nivel humano sigue siendo un
expediente; se recurre a él cuando ya no se puede comprender determinado
problema y cuando no hay esquema, modelo externo o interno que pueda guiar
el análisis y la síntesis de los movimientos en dirección al gesto total que hay
que realizar. Por otra parte, este método no da cuenta del carácter propio de la
mayor parte de los hábitos humanos, de los hábitos "técnicos", de los hábitos
de civilización y cultura, de los hábitos morales cuya motivación afectiva de
nivel vital es débil y cuya elaboración franquea con creces las sanciones
elementales del placer y el dolor; su adquisición exige, además de la
comprensión de la tarea, un esfuerzo renovado incesantemente, para sostener
el ímpetu de los ejercicios y para mantener el nivel de pretensión o de ambición
del sujeto. Estos hábitos superiores tienden más a formar al hombre en el
viviente, que a desarrollar tendencias y aptitudes previas, en suma, a conservar
el viviente en el hombre. En tal sentido, son por excelencia maneras adquiridas
de existir85. Por ello nos dirigiremos en primer lugar al nivel de los hábitos
adquiridos voluntariamente.

Pero si bien no hay hábito alguno que no se adquiera sin la voluntad, ésta no
tiene con todo el poder directo como para constituir hábitos: sólo puede activar
o impedir una función específica de formación que bien podríamos llamar
involuntaria: el ejercicio de ese poder "espontáneo" -en sí mismo no querido-
de librar de la actividad de percepción, de movimiento, de evocación
imaginativa, de juicio, etc., formas que, a medida que son "segregadas", se
asimilan a mi propia actividad, se adelantan a -las nuevas operaciones y se
insertan en la duración viviente que acompaña mi presente; se trata de las "pre-

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percepciones", que me ayudan a orientarme entre los nuevos objetos de
percepción, -las "preconcepciones" y "prenociones", que, condensando
pensamientos anteriores, se hacen a su vez pensantes más que pensadas-, las
formas motrices, que se libran del aprendizaje de tal movimiento y facilitan el
ejercicio de movimientos emparentados, etc. Volveremos a detenernos en
estas diferentes formas adquiridas. A. Burloud ha consagrado un notable libro a
estas "tendencias" y "esquemas" que sirven de intermediarios entre el esfuerzo
y el organismo 86, subrayando, con razón, que la actividad de segregación y de
integración que libera y organiza a estas formas es independiente de la
voluntad y que el "dinamismo" psíquico debe buscarse por debajo del esfuerzo,
contrariamente a la concepción "monárquica" de Maine de Biran, que concentra
toda la actividad en el hecho primitivo del esfuerzo 87.

2do. El hábito se define por su origen, pero también por su manera de afectar
la voluntad: el hábito es "contraído ' o se encuentra en vías de ser "contraído".
Decir que el hábito es contraído no significa que se lo haga entrar, como se
dice, en la "fase de estado"; el hábito naciente, el hábito en vías de edificación
es contraído por el solo hecho de que, de ahora en más, me afecta; mi poder
de decisión se enfrenta con algo- irreparable, obra del tiempo; los famosos
adagios sobre el primer acto, sobre el primer movimiento extraen todo su
sentido del contragolpe ejercido por el hábito, a medida que se desarrolla,
sobre la iniciativa o simplemente sobre la actividad pre-voluntaria que lo ha
engendrado; el hábito afecta mi voluntad como una suerte de naturaleza, de
segunda naturaleza; tal lo que significa el término contraer: lo que ha sido
iniciativa y actividad ha dejado de serlo, para operar de ahora en adelante a la
manera de esos órganos creados por la vida, o mejor, a la manera de la
primitiva sabiduría que rige a los saber-hacer preformados; construido en la
prolongación del saber-hacer preformado, el hábito prolonga su imperio al
mismo tiempo que adopta su tipo involuntario; lo adquirido se alinea sobre lo
preformado y participa de esta familiaridad y al mismo tiempo de este
extrañamiento de la vida tan próxima a nosotros y tan desconcertante para la
conciencia despierta.

Nunca se debe sacrificar este segundo aspecto del hábito al primero: una
adquisición que no se inscriba en la naturaleza ya no es un hábito. Tal el caso
de ciertas formas extremas de conductas humanas, en - el límite de esos
hábitos formativos del hombre que acabamos de oponer a los hábitos
simplemente adaptativos del viviente. Todavía se habla de hábitos para
designar ciertas disciplinas de vida: levantarse temprano aún sin ganas,
ducharse con agua fría a pesar de la repugnancia, practicar el ascetismo en
todas sus formas, etc. Pero la regularidad de una disciplina sólo es un hábito
por analogía exterior con la regularidad de una naturaleza. Si esta regularidad
sólo es mantenida por una decisión, cada vez renovada, y no recae
visiblemente en la naturaleza, nos encontramos ante un esfuerzo desnudo,
privados del socorro del hábito. Lo que, desde el punto de vista de la
adquisición, sería la forma extrema del hábito humano, deja de ser hábito
desde el punto de vista de lo involuntario contraído.

Nos encontrarnos pues con una forma singular de lo involuntario: por alienación
de lo voluntario y "asimilación subjetiva" de los productos de la actividad de

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adquisición 88; lo que aprendo se hace "contraído"; la voluntad y la actividad
que dominan la "naturaleza" vuelven a ella o más bien inventan una cuasi-
naturaleza en favor del tiempo.

Si el hábito prolonga de tal modo el saber-hacer preformado, por el contrario


mantiene una relación antitética con la emoción: el hábito es contraído; --la
emoción sorprende; tal contraste prefigura todas las interferencias de estas dos
grandes clases de lo involuntario: prestigio de lo antiguo, fuerza de lo inédito;
fruto de la duración, irrupción del instante- todos los peligros y todos los
socorros están anunciados en estas dos potencias que la sabiduría jamás ha
podido educar mediante la sujeción de una a la otra.

3ero. La esencia del hábito dice, por otra parte; su valor de uso: yo se, yo
puedo hacer89. El hábito que puede comprenderse es un poder, una capacidad
de resolver, de acuerdo can un esquema disponible, cierto tipo de problemas:
puedo tocar el piano, sé nadar.

Este principio de comprensión nos pone ante todo en guardia frente al peligro
de definir el hábito por el automatismo; es corriente decir que el hábito hace
mecánicos e inconscientes a los actos; el verdadero hábito se encontraría
plenamente sustraído a la voluntad. No sólo adquiriría la tirantez y la
estereotipia de las máquinas, sino que arrancaría por sí solo como
consecuencia del simple efecto del desencadenamiento de excitantes externos
e internos.

Semejante interpretación está acreditada por cierta cantidad de prejuicios


curiosamente convergentes: cierto romanticismo superficial ve con agrado en el
hábito un principio de esclerosis y opone a la trivialidad de lo cotidiano las
explosiones de la libertad, corno si fuera posible pensar hasta el fin la
conciencia a través de oposiciones de funciones; ahora bien, la psicología
empírica, por razones diferentes, también recarga los hechos de automatismo;
aquí el método hace violencia a la doctrina, el prestigio de las ciencias de la
naturaleza y el deseo de transponer sus procedimientos a la psicología han
suscitado un enorme esfuerzo de experimentación que, con toda naturalidad,
se ha aplicado a los aspectos más mensurables del hábito, a los más objetivos
y, para decirlo de una vez, a los que se aproximan más al reino de la cosa. De
tal manera, mecanismos tan sumarios como la asociación de ideas o el manejo
estereotipado de instrumentos de laboratorio han servido de modelo a todo
estudio del hábito; es posible reconocer aquí el prejuicio de lo simple, de lo
elemental en psicología. Por otra parte, tales prejuicios fueron confirmados por
los hechos clínicos que parecían revelar, por una suerte de desollamiento del
esqueleto de la conciencia, un automatismo primitivo; la enfermedad
procedería por simplificación de la conciencia y mostraría en el hecho los
mecanismos elementales que la psicología normal no podía aislar sino por
abstracción o, en rigor, con todos los artificios y las convenciones de la
experimentación.

De manera que todo parece concurrir para hacer del automatismo la realidad
mental primitiva y para tratar los fenómenos considerados superiores como una
complicación de esas realidades más simples.

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Uno de los fines de este estudio es mostrar que los hechos de automatismo
carecen de inteligibilidad propia y que sólo se comprenden por degradación;
tomamos como referencia el hábito flexible más que el automatismo; aquél es
el que podrá ilustrar ulteriormente la pareja original del querer y el poder
plástico. Una conciencia degradada no es el retorno de una conciencia
pretendidamente simple y primitiva.

Esta rectificación del análisis es desde todo punto de vista semejante a la que
intentamos con motivo de la emoción-sorpresa. Pero del mismo modo que esta
última es siempre un desorden naciente en el derrotero del desquiciamiento
emocional, el hábito-poder, por su parte, contiene en germen la amenaza de
una caída en el automatismo; el deslizamiento à la cosa debe, de alguna
manera, formar parte del hábito; tanto el desorden emocional como el
automatismo habitual son. la ocasión de tomar a contrapelo el problema central
del acuerdo entre nosotros mismos y nuestra espontaneidad involuntaria.

2. Lo involuntario en la coordinación interna de la acción habitual

El estudio de lo involuntario que caracteriza al hábito conduce hacia dos


aspectos: a la estructura de la conducta aprendida o en curso de aprendizaje, y
a su soltarse; o, si se quiere, a su encadenamiento y su desencadenamiento90.
El estudio de los saber-hacer preformados ya nos había llevado a hacer esta
distinción; en cuanto al reflejo, se encuentra estrictamente subordinado a lo
excitante e incoercible, los gestos llamados `instintivos` sólo se encuentran
ordenados en cuanto a su forma por el objeto, pero se subordinan a impulsos
afectivos, y ulteriormente a intenciones voluntarias. Ahora bien, el hábito
prolonga no el reflejo sino el saber-hacer preformado. La abolición del querer
en el hábito aprendido voluntariamente plantea asimismo dos problemas que,
aunque están entremezclados, son muy distintos: el de la coordinación de la
acción entre sus partes y con relación a las señales reguladoras, el de la
facilidad que ofrece al soltarse.

La coordinación interna no-querida del hábito no plantea un problema


radicalmente nuevo: el saber-hacer más primitivo ya era una totalidad
articulada y ordenada por percepciones. Lo propio del hábito es realizar el
mismo enigma por abolición de la inteligencia y de la voluntad que pudieron
presidir su edificación. Pero si el hábito puede, por su parte, dotarnos de
poderes misteriosos para nosotros mismos, es porque ciertos gestos que no
han sido construidos con el concurso de la ciencia ni del querer ya operaban el
vínculo entre motorium y sensorium. El hábito en cuestión no hace más que
extender la relación primitiva con nuestro cuerpo que precede todo saber y todo
querer y que se dirige a la estructura del movimiento. No sé ni quiero en su
detalle la estructura de lo que puedo.

El hábito no introduce entonces ningún hecho radicalmente nuevo; con el favor


del tiempo, de la repetición, prolonga indefinidamente el uso irreflexivo del
cuerpo; lo que un día fue analizado, pensado y querido, se desliza poco a poco
al reino de lo que nunca he querido ni sabido. Por eso es posible llamarlo un
“retorno dé la libertad a la naturaleza" 91, si se entiende por naturaleza el

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carácter primitivo de no sabido y no querido que envuelve a todo poder sobre el
cuerpo.

No es necesario entonces decir que en el hábito la conciencia está abolida:


sólo les ocurre esto al saber y al querer reflexivos, la expresión impropia "de
inconciencia" aplicada al hábito designa el uso práctico e irreflexivo de un
órgano "atravesado" por una intención afectiva y volitiva que sólo es
susceptible de ser reflexionada. Pero ese uso del cuerpo es todavía un
momento de la conciencia, en el sentido amplio definido en el primer capítulo.
Lo que pudo ser objeto de una intención voluntaria retrocede al rango de
órgano de otra intención voluntaria; no pienso el movimiento, hago uso de él.
Tal es, precisamente, lo que se llama "contraer" un hábito.

La psicología experimental no da considerable testimonio de la deserción de


las estructuras habituales por la intención reflexiva: a medida que sé realizar
mejor un movimiento, la intención se dirige a totalidades motrices cada vez más
vastas, y se empieza a focalizar sólo a ellas; con cada progreso del hábito, las
vinculaciones internas ya no exigen atención particular, refundan en la
focalización global y ésta se subordina a las señales y a los fines de la acción
que son los únicos remarcados 92.

En el estudio experimental de Van des Veldt 93 el "cortocircuito" entre la


percepción inicial y el movimiento ejecutado está sistemáticamente estudiado:
la aparición de sílabas o de palabras artificiales debe ocasionar un movimiento
del sujeto, o, en las series no "motrices", llamadas series "sensoriales", la
representación del movimiento: a saber, tocar una lámpara (o una serie de
lámparas en las series complejas) cuya iluminación correspondía a la palabra;
en las sesiones de prueba, estaba prohibido mirar las lámparas. Tanto en la
serie sensorial como en la serie motriz, la historia del aprendizaje se confunde
con la de la `conciencia del lugar" de la lámpara a tocar. Esta imagen visual
comienza por volverse un sentimiento o un saber de dirección (a la derecha,
abajo, etc.) y una tendencia "en el brazo". Los sujetos dicen: "No sé cómo sé
que lo sé". Luego, dicha imagen visual se fusiona con la palabra para
convertirse en su sentido: la palabra es el lugar. Más tarde, se acorta el vínculo
entre la palabra y el movimiento: "Verdaderamente no sé lo que sucede. ..."
"Sólo después de la reacción caigo en la cuenta de lo sucedido". "El brazo
estaba más seguro que la mano". No se dirá que el movimiento está asociado a
la percepción: ésta ya no es la misma, ha cambiado de valor. En las series de
movimientos complejos donde la experiencia está combinada de manera de
imponer un aprendizaje ora analítico, ora sintético, ora libre, el cortocircuito es
más notable: uno ve volatilizarse al esquema-guía que, al comienzo, hace
comprender el movimiento; se convierte en un símbolo que significa más que
en un modelo a imitar, luego desaparece: la palabra se vuelve nombre del lugar
y orden de movimiento. Al mismo tiempo, la forma del movimiento se vuelve un
todo, una forma estilizada, armoniosa, que adhiere, sin imagen-guía, ni orden
especial de lanzamiento a la forma percibida.

Este involuntario de estructura o de coordinación nunca sería asimilable por la


voluntad, es decir que resultaría incompatible con un soltarse voluntario, si las
ligazones internas y externas fueran de tipo reflejo; hasta las experiencias

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referidas a movimientos estereotipados atestiguan esta oposición entre el
hábito y las cadenas de reflejos; la misma aparecería con mayor claridad en los
hábitos cotidianos, que, a diferencia de los gestos rígidos suscitados por la vida
industrial, son indefinidamente variables, "circunstanciales", tal como ocurre
con el medio civilizado que los promueve. Se ajustan a los diversos objetos
usuales salidos del arte humano que nos ocultan hasta el rostro de la
naturaleza bruta. Tales objetos exigen un manejo inteligente, pues son al
mismo tiempo los primeros objetos intelectuales, los que P. Janet enumera en
su historia de las conductas intelectuales: el camino, la puerta, la cesta, el
cajón, etc. 94. A diferencia de las máquinas automáticas, sugieren temas para la
manipulación, el andar, etc., a partir de los cuales modulamos indefinidamente,
recurriendo a innovaciones imprevisibles. No somos ni el salvaje sin asidero
alguno con la naturaleza, ni la maniobra especializada que repite
indefinidamente el mismo gesto estereotipado; viviendo entre nuestras obras,
que son bloques de inteligencia abolida, respondemos por conductas que son,
también por su parte, inteligencia y voluntad naturalizadas.

Incluso aquí hay que agradecer a la escuela de la Forma el haber acentuado el


carácter organizado y transponible de los verdaderos hábitos, pues actúo
contra la reducción del hábito a una simple adición de movimientos elementales
invariables, entre los cuales la repetición introduciría o reforzaría un lazo
asociativo: el hábito es una "estructuración" nueva en la que los elementos
cambian radicalmente de sentido.

Con más vigor aún, A. Burloud ve en el hábito una "intención" dirigida y activa -
que llama "tendencia" cuando se separa enteramente del querer-y que es
esencialmente plurivalente: no prepara un gesto, una imagen, un saber, sino
una esfera de representaciones o de movimientos esencialmente variables
según las circunstancias 95. Se trata más bien de reglas, de métodos,
esencialmente transponibles, que pueden llamarse "esquemas" cuando son
más complejos y contienen a su vez tendencias que los especifican.

Se comprende entonces que el hábito, así descripto, pueda tomar una


significación humana, si su plasticidad le permite subordinarse a intenciones
incesantemente nuevas. Con "el hábito general'' -y en este sentido todo hábito
es general-, aparece claramente la relación instituida por Ravaisson entre la
voluntad y el hábito. La descripción del hábito como forma y su comprensión
como poder se encadenan perfectamente.

3. Lo involuntario en el soltarse. la facilitación

Si otra es la estructura involuntaria, otro es el soltarse involuntario del gesto


habitual. El hábito-tipo no es aquel en el que el gesto parte por sí solo; ciertos
hábitos técnicos de gran complejidad sensorio-motriz pueden ser
"automatizados" hasta el extremo de no implicar ninguna tendencia a la
ejecución; la aversión, el disgusto pueden también, en el límite, convertir en
indisponible un saber-hacer que, por otra parte, tiene la cohesión interna de
una melodía: el movimiento "se hace" solo, . pero es deseado y querido.

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Hemos sido llevados a cuestionar enérgicamente la pretensión de que el hábito
cree la necesidad 96; la fuerza del hábito no consiste universalmente en
desenvolver necesidades: se trata de un efecto secundario del hábito, que
puede sustituirse por la repulsión.

Con todo, existe una espontaneidad específica del hábito que no se reduce al
deseo, a la envidia, y que puede encontrarse hasta en la aversión. Cuando digo
que sé hacer acrobacia por ejemplo, no sólo quiero decir que lo haría
ciertamente si así lo quisiera -con lo cual estoy testimoniando sobre un acto
futuro - sino que señalo la presencia obscura del poder con el cual, de alguna
manera, me encuentro cargado. Con esta convicción anticipo cierta sorpresa
que también a mí me da el soltarse de todo hábito complejo y frágil, la sorpresa
de la facilidad con la cual, a partir de un signo, de un parpadeo, "aquello"
responde a mi invitación: asombro de ver las cifras presentarse solas cuando
estoy contando, a las palabras agruparse y adoptar un sentido cuando hablo
una lengua extraña que poseo a fondo, asombro de sentir que "este" cuerpo
responde al ritmo del vals; ciertamente, "esto" sólo marcha bien si quiero, pero
este querer es tan fácil que parece no ser más que una permisión acordada a
una espontaneidad cortés al hábito, que va al encuentro de mi impulso.

¿Qué se oculta detrás de esta docilidad enigmática del hábito que ha borrado
las huellas de su propia historia? Nada más impenetrable que lo familiar.
Ravaisson compara el hábito con el deseo: se trata de "la invasión del dominio
de la libertad por la espontaneidad natural'' 97.

Y con todo, es falso que el hábito sólo sea, no ya un saber-hacer, sino siquiera
una tendencia a hacer (corrientemente se habla de la fuerza del hábito). La
expresión más neutra, "disposición adquirida", "tendencia", tampoco elimina el
equívoco de esta espontaneidad habitual.

Poco comprendemos esta espontaneidad del hábito, que es la espontaneidad


de la vida, mirando vivir nuestros gestos familiares y los usos de nuestro
pensamiento. Allí nos asombra esta espontaneidad que suele anticiparse, que
siempre sorprende y que a veces perturba nuestra acción voluntaria98.

a) Un hábito no progresa sino en virtud de ensayos en todos los sentidos que,


si hablamos con propiedad, no son queridos; prestidigitaciones con la mano y
con el pensamiento "se atrapan" nadie sabe muy bien cómo; son felices
hallazgos que siempre desconciertan a nuestra aplicación. Todas las
monografías sobre la adquisición de los hábitos señalan esa curiosa relación
entre la intención que lanza el reclamo en un sentido determinado y la
respuesta que viene del cuerpo y de la inteligencia y que siempre tiene una
figura de improvisación. Bien lo conocen los patinadores, los pianistas e incluso
los que intentan escribir. El hábito no avanzaría sin esta suerte de germinación,
de inventividad que oculta. Adquirir un hábito no es repetir, consolidar, sino
inventar, progresar. Los guestaltistas subrayan los cambios de estructura que
afectan a las percepciones directrices y a las estructuras motrices o mentales;
pero incluso si se suma a ello el incentivo afectivo, el cebo del resultado mejor,
el atractivo del "nivel de pretensión" (Lewin), siempre queda algo
incomprensible en el progreso del hábito: hay que acudir a una potencia de

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ensayo en todos los sentidos que habita nuestros poderes adquiridos; esta
invención es particularmente manifiesta en los saber hacer que haya que
adquirir de una vez y sin pormenorizar. equilibrio en la bicicleta, salto con la
soga, salto mortal 99.

Con relación a la inventividad del hábito, los modelos percibidos o


representados sólo tienen un papel secundario y crítico; el esquema directriz no
crea nada, sino que critica esta improvisación que desborda lo querido. En tal
sentido, es incuestionable que no hacemos nada voluntariamente si antes no lo
hemos realizado involuntariamente.

b) Esta vida del hábito puede también descubrirse en el simple uso de gestos
en apariencia muy fijados; la movilización de nuestra experiencia en una
situación original guarda siempre algo de sorprendente. Por una parte, el
reclamo que lanzamos a dicha experiencia siempre resulta satisfecho más allá
de lo que realmente esperábamos; apenas hemos pensado en las condiciones
generales que el gesto o el saber debían satisfacer. "Desde ese punto de vista,
dice Ch. Blondel, todo ocurre como si señaláramos tales condiciones en
nuestra memoria a través de un reclamo ante el cual surgirían acontecimientos
y conocimientos susceptibles de responderle" 100 . Por otra parte, lo que es más
interesante, esta experiencia, al aparecer, no adopta ante todo la forma
adquirida, sino la forma útil adaptada. "Todo ocurre como si una vez
comprendido nuestro reclamo, se orientaran por su propio movimiento hacia la
solución, con respecto a la cual nuestra reflexión no haría más que preparar y
legitimar su nacimiento 101. Apenas queremos otra cosa que la presencia, y no
fraccionada, y en su modo peculiar, del gesto útil; la forma viene por sí misma.
Hay una sagacidad del hábito que la psicología, en cuanto se limita a las
conductas estereotipadas, no puede encontrar; nuestros hábitos plásticos
requieren en sus variaciones indefinidas un espíritu de iniciativa a veces
desconcertante: una reflexión sobre la acrobacia, sobre la habilidad mental o
corporal, sobre la conversación o la elocuencia improvisada, sobre el saber-
vivir o la cultura, nos mostraría que cada vez que respondemos a una situación
nueva encontramos en nosotros fuentes asombrosas en las cuales lo más
sabio es confiar.

c) Es cierto que esta espontaneidad tiene con frecuencia como contrapartida


cierta exuberancia de la conciencia y del cuerpo que trastorna la acción
intencional más que venir a servirla. La conciencia tiene ciertos márgenes por
donde circulan las ideas sin propósito alguno, las impaciencias y los esbozos
de movimiento. Junto a la espontaneidad eficaz, con sus improvisaciones
desconcertantes, junto a la espontaneidad patética, con sus sentimientos
trastornantes, hay, como dice Ch. Blondel, una "espontaneidad ociosa". Ahora
bien, esta espontaneidad torpe y atravesada es solidaria de un proceso de
osificación que estudiaremos más adelante y que hace que improvisar sea muy
frecuentemente repetir y reintegrar lo antiguo, cuando no lo mediocre. Tal sería
el lugar que ocupan las asociaciones mecánicas de ideas. Pero ya nos
encontramos en la pendiente en que se desliza el hábito hacia actividades
residuales. Volveremos a ello: en el seno del poder aparece el primer esbozo
de la indisponibilidad; la vida es invención y repetición: ésta es la contrapartida
de aquélla.

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La espontaneidad que se adelanta sorprende y, a veces, trastorna la acción
voluntaria, no prejuzga sobre el carácter afectivo, sobre el placer que podemos
obtener o sobre la repulsión que dicha espontaneidad puede engendrar. El
hábito carece del poder de crear verdaderas fuentes de acciones, energías
semejantes a las energías de la necesidad; muchos hábitos "técnicos" son
afectivamente neutros; es necesario un motivo profesional o personal extraño
al ejercicio para suscitar la. ejecución. Todo lo que puede el hábito es dar una
salida a las fuentes de la acción brindando una forma al poder que las libera;
entonces el deseo, en el sentido sobredeterminado que tiene en el lenguaje
corriente, es a la vez la forma consciente de una necesidad, vapuleada por la
emoción-sorpresa que empuja a obrar y estimulada por la facilidad de un medio
familiar. De manera que el hábito no puede ser más que un revelador de
necesidades; la necesidad se hará repulsión cuando la ejecución de una tarea
la haya "saturado". Pero, a través de efectos afectivos contrarios, el hábito
resta siempre una espontaneidad práctica y no afectiva, la oferta de una acción
fácil, de acuerdo con una forma privilegiada.

Por lo tanto, si el hábito no crea el gusto, la espontaneidad práctica del hábito


sólo implica que el gesto usual tenía el umbral de ejecución más bajo y que la
voluntad puede desarmarlo con un impulso mínimo y proveniente, como de la
perisferia, de la conciencia; un acto habitual puede ser conducido con
desatención.

Puede darse el nombre de facilitación del soltarse 102 al segundo aspecto de lo


involuntario propio del hábito, para distinguirlo de la tendencia propiamente
dicha. Con ,estas serias reservas puede hablarse de un deseo-costumbre
característico del habito, frente al deseo-sorpresa característico de la emoción,
para señalar la invitación específica que procede de los poderes disimulados
bajo la organización, en tanto facilitan la iniciativa que los mueve.

4. Ampliación del problema del hábito: el saber y el problema central del poder
Hemos fingido creer que el hábito siempre pertenecía al cuerpo. Que las
intenciones voluntarias se pierden en el espesor del cuerpo, eso nos parece -
erróneamente- menos extraño que la invasión de la inteligencia por el hábito.
Pero como se ha dicho al comienzo, en todos los casos el hábito es una
manera de ser adquirida, contraída, que da poder al querer. Tal como ocurre
con la conducta motriz, también el saber surge del hábito. En un ser que habla,
el propio hábito motriz está impregnado de discurso; el gesto aprendido
siempre se encuentra unido y subordinado a técnicas de pensamiento; ahora
bien, tales técnicas, con frecuencia, no son montajes rígidos, del mismo modo
que tampoco los hábitos corporales son, en general, movimientos
estereotipados; la enorme masa de trabajos consagrados al acto de aprender
por intuición el uso sistemático de asociaciones artificiales entre series de
sílabas carentes de sentido no constituye un desmentido: todo lo que sé
intelectualmente y que denominamos con el término general de "saber", más
que asociación rígida, es esquema, método flexible. Incluso la comprensión de
nuestra lengua materna contiene más reglas, estructuras y relaciones que
asociaciones unívocas de tipo palabra-objeto 103.

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La semejanza entre saber y el saber-hacer aprendido es tal que la estructura
del uno se reencuentra en la estructura del otro. En particular, el lenguaje, con
sus esquemas verbales, gramaticales, sintácticos, instituye una continuidad y
una simbolización mutua entre el sentido de mi pensamiento, el sentido de mi
palabra y el sentido de mi acción. En efecto, la similitud se instituye entre las
estructuras, entre los esquemas que operan en los diferentes niveles. Se
comprende entonces que favorezca "suplencias" y que sea equivalente
parlotear la acción y hacer una mímica del discurso. Ahora bien, hay que
admitir que tales útiles mentales son vivientes, que tienen asimismo una
espontaneidad, como nuestros hábitos corporales; dicho de otra manera, que el
pensamiento improvisa incesantemente sin mi voluntad, aunque esto parezca
contrario a su estatuto de sujeto puro. Dicha improvisación del pensamiento se
expresa en particular en la asociación de ideas y más precisamente en la
asociación por semejanza y contraste (la asociación por contigüidad, que
pertenece de manera más manifiesta al automatismo y a la cosa, será
clasificada en el parágrafo siguiente). Bain ya había presentido que esta
asociación por semejanza y contraste ocultaba todo el pensamiento
espontáneo, como si una necesidad de reconocer las cosas y de asimilarlas, y
una necesidad de acentuarlas oponiéndolas estuvieran dotadas de vida propia
y se adelantaran al pensamiento reflexivo en sus síntesis y sus
discriminaciones. Se trata de lo que autores como Renouvier 104 y Hamelin 105,
han visto perfectamente: la asociación llamada por semejanza y contraste
resume de manera grosera toda la diversidad de relaciones cuyo edificio forma
la armadura misma del pensamiento; y tales relaciones son vivientes; actúan
espontáneamente antes aún de ser percibidas. Algo razonable opera sin que
razonemos. Hamelin tocaba el punto sensible del debate mantenido en torno a
la asociación por semejanza: nada nos autoriza a negar una verdadera
espontaneidad a la relación.

De ahí que ninguna timidez puede ya detenernos: todas las relaciones son
susceptibles de ejercerse espontáneamente. En consecuencia, hay tantas
suertes de asociaciones como suertes de relaciones. Renouvier ya lo había
dicho: "Las primeras asociaciones son simplemente las primeras relaciones"106.
Asimismo, la semejanza sólo designa el papel de la relación en tanto relaciona
espontáneamente y de manera confusa -y hay mil maneras de relacionar; el
contraste es la misma relación en tanto se opone por su propia virtud y de
manera indistinta. Vayamos todavía más lejos: lo que es cierto con respecto a
las primeras relaciones, también lo es para el capital intelectual más singular; el
saber original en cada uno es un tejido de relaciones que de ahí. en adelante
manejamos masivamente; y no es sólo que dichas relaciones ya no son
recorridas cuando las usamos y aplicamos a nuevos pensamientos, sino
también que diseñan en cada momento la emancipación parcial de todas las
cosas vivas con relación al querer. En tal sentido Delacroix hablaba de "esta
potencia inmediata y espontánea de comparación que constituye el aspecto
dinámico e inventivo de la asociación de ideas" 107. He allí, en el seno del
Cogito, y por la ley del hábito, una figura nueva de esta dualitas in humanitate,
sobre la cual la emoción nos ha dado un primer ejemplo.

¿Cuál es pues el estatuto en el pensamiento de estas reglas del lenguaje, de la


gramática, del estilo, de los rudimentos de ciencia, de los axiomas y los

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principios, en cuanto no se trata tanto de un saber a evocar y a repetir sino más
bien de útiles que nos servirán para formar otros pensamientos? El estatuto del
hábito intelectual plantea a la reflexión uno de los problemas más extraños de
la psicología: lo que sé intelectualmente no está presente en mí de manera
distinta de lo que sé hacer con mi cuerpo; incesantemente, lo que aprendo, lo
que resulta aprendido en un acto original de pensamiento, queda abolido como
acto y se torna una suerte de cuerpo para mi pensamiento; así se alinea el
saber en el imperio de los poderes que uso sin construir de nuevo sus
articulaciones; cada vez que formo un pensamiento nuevo movilizo un saber
antiguo sin focalizarlo en sí mismo. Podría decirse: el saber no es lo que pienso
sino aquello por medio de lo cual pienso.

La dificultad reside en comprender en primera persona esta vida del Cogito que
se escapa a sí misma; como ocurre con el hábito corporal, el hábito mental es
una espontaneidad previniente, ingeniosa, pero asimismo ociosa; ahora bien,
¿cómo capturar una espontaneidad de las relaciones que precede a toda
apercepción activa y voluntaria? Toda su existencia ¿no se reduciría acaso a
ser percibida? El entendimiento no comprende la ley del hábito, que es una
alienación parcial del sujeto respecto de sí mismo y el poder de asombrarse de
su propia espontaneidad. Con lo inconsciente 108, volveremos a encontrar este
problema, agravado. Nada más difícil que sostener esta idea de un "saber-
pensar”, de una segunda naturaleza en el seno mismo del pensamiento. Ya la:
idea de una estructura a priori del entendimiento común a todos los seres
pensantes corre el riesgo de introducir en el seno del Cogito una suerte de
objetividad que no le resulta transparente; con más razón, la presencia extraña
en mí de mi experiencia intelectual, de los útiles, métodos, órganos de
pensamiento depositados por la acción misma de pensar, en suma, la
existencia de una naturaleza intelectual que nace involuntaria mi individualidad,
parece destinada a "objetivar" totalmente el pensamiento. Y con todo, la
paradoja, que parece desastrosa para una filosofía del sujeto, sólo tiene todo
su sentido para ella; pues lo que se nos ofrece como enigma es el hecho de
que yo me hago naturaleza gracias al tiempo; un "eso piensa" habita el "yo
pienso".

Pero el saber no crea ninguna dificultad absolutamente nueva, sino que sólo
hace más enigmático el problema central del poder habitual. Oscilo entre dos
posiciones relativamente claras pero igualmente insostenibles: por un lado,
estoy tentado a objetivar, a espacializar completamente el carácter de segunda
naturaleza adquirido por el gesto o el saber: buscaría entonces qué "huellas"
materiales deja el ejercicio de la acción y del pensamiento en el cerebro o
acaso en los órganos periféricos. Por otro lado, más deseoso de satisfacer las
exigencias teóricas de una filosofía del sujeto que de dar cuenta de hechos que
se encuentran más respetados en la posición anterior, renunciaría a alojar en
algún lugar las reglas del razonamiento, los principios de la geometría, mis
destrezas particulares, mis aptitudes corporales; diría que un poder no es una
cosa existente, que la virtualidad resulta esclarecida por el acto. Los dos
lenguajes dejan de lado la dificultad de una alienación naciente del sujeto. No
puedo pensarme como si fuera uno al lado de mis poderes, como si éstos
estuvieran fuera de mí como la cosa-cerebro percibida por el fisiólogo, ni puedo

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pensarme unido a ellos, como si fueran yo mismo, como si de ninguna manera
se me escaparan.

Por una parte, es perfectamente legítimo buscar en el cerebro o en otra parte el


soporte de la experiencia, pero tales `huellas" -si realmente son más que una
hipótesis cómoda- no son más que el diagnóstico externo, el señalamiento en
el registro objetivo de los poderes que se encuentran en el registro del Cogito.
En efecto, ¿cómo comprender que dichas huellas sean un saber en primera
persona, una aptitud en primera persona? En el Cogito es donde hay que
captar tanto el enlace esencial de mis poderes conmigo mismo, como esa
especie de existencia alienada que sigue siendo con todo algo en primera
persona; el hábito es una naturaleza, pero una naturaleza en el seno de mí
mismo; ahora bien el pasaje de huellas, es decir del cuerpo-objeto, al hábito, es
decir a esa naturaleza que soy, es, como sabemos, impensable; es
indispensable dar el salto al punto de vista del cuerpo propio y de ese cuerpo
constituido por el pensamiento naturalizado. Es indispensable señalar que el
problema de las huellas no es distinto del problema de la subsistencia de las
ideas. Las ideas son una suerte de huellas espirituales del acto de
pensamiento. Si tantos filósofos han resistido tan mal a la tentación de tratar al
pensamiento como un montón de ideas y a éstas como cosas subsistentes que
serían esclarecidas por momentos y que en el intervalo permanecerían ocultas
en la sombra de la conciencia, es que el uso que hago de mi propio
pensamiento me invita significativamente a ello; la doctrina de los seres
representativos de Malebranche, la de las formas aristotélicas y la de las efigies
epicúreas encuentran su fuente permanente en esta cuasi-subsistencia del
saber: cierto sustancialismo de las ideas desempeña el mismo papel que la
doctrina de las huellas. Y viene finalmente a sustraerse a las mismas
dificultades: si las ideas son cosas pintadas -en cualquier sentido que se lo
entienda-, ¿cómo pueden ser mías? Sería uno al lado de ellas; nunca las
podría unir a mí. Por otra parte, no puedo identificarme plenamente con mis
poderes; hay algo en el hábito que se resiste. Cualquiera puede percibir lo
artificial de este razonamiento que extrae el poder concreto del hábito de la
idea de posible y reabsorbe la aptitud en el acto. No es sólo el instinto
materialista de ese entendimiento y el uso ingenuo del principio de continuidad
lo que me hace buscar en la intermitencia de mis actos la persistencia de la
aptitud, a la manera de una cosa que continúa existiendo aunque nadie la mire;
si estoy tentado a dar a mis aptitudes corporales y a mi saber una semi-
realidad fuera de mí, es porque el hábito tiene un carácter de semi-naturaleza
que se resiste a mi esfuerzo por pensarlo en primera persona. Tal género de
magia está sugerido e impuesto por el hábito mismo.

Se puede pensar que la dificultad impuesta por esta persistencia involuntaria


del hábito bajo todas sus formas resultaría, si no resuelta, al menos
correctamente planteada, si fuéramos capaces de pensarla temporalmente y no
espacialmente, como una continuación involuntaria de nosotros mismos y no
como una conservación material en el espacio del cerebro 109. La "huella" no
puede ser más que el diagnóstico externo de tal encadenamiento temporal de
momentos de tiempo. Dicho encadenamiento "condiciona" a la vez la
persistencia de los recuerdos individuales y la de las aptitudes, métodos, etc.
Figura mi duración en primera persona, radicalmente inaccesible a mi imperio,

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de acuerdo con una necesidad que soy. La constitución del hábito remite aquí a
una nueva forma de lo involuntario, la más radical de todas, que evocaremos
en la tercera parte: la temporalidad de mí mismo es la "condición"
absolutamente involuntaria del poder. El hábito es una de esas encrucijadas
donde los polos más extremos de la existencia -querer y cuerpo- posibilidad
existencial y realidad natural -libertad y necesidad- comulgan en lo que
Ravaisson llamaba "ideas de acción".

5. El hábito como caída en el automatismo

Pero la reciprocidad del querer y el hábito no es más fuerte ni se encuentra


menos amenazada que la reciprocidad del querer y la emoción. Esta
espontaneidad práctica del hábito, que se insinúa hasta en el pensamiento, al
mismo tiempo que hace a la eficacia de la voluntad, oculta una amenaza; el
viviente viene en socorro del sujeto del querer, pero lo hace a veces con un
genio rebelde; el camino del automatismo se encuentra abierto; al mismo
tiempo se diseña la tentación del sueño y la pereza, como si el hábito fuera
también un punto de debilidad ofrecido a la más pérfida acaso de las pasiones,
a la pasión de convertirse en cosa. Se diseña así una alienación naciente. Por
todas estas razones, nuestros poderes más familiares son, hasta cierto punto,
distintos de nosotros, como un "tener" que no coincide exactamente con
nuestro "ser" 110.

Puede verse el paralelo con la emoción, la emoción comenzaba con la


sorpresa y tendía a la sedición: lo mismo que el hábito-poder, atrae una
dehiscencia de la espontaneidad corporal: "este" cuerpo, "este" pensamiento
se encuentran a punto de convertirse en lo otro más semejante a mí y siempre
dispuesto a devorarme en la misma medida que se me asemeja; "eso" puede
en mí. La unidad vital de la naturaleza y el querer, atestiguada por la
naturalización del querer, vira incesantemente a la dualidad ética de la
espontaneidad y el esfuerzo. Sólo soy uno reconquistándome sin cesar a partir
de una escisión renaciente. En mí el cuerpo propio y el pensamiento cómo
cuerpo son ya objetó naciente; deseo y poder tienden a hacerme impenetrable
a mí mismo, a hacerme, incluso, otro de mí mismo.

Esta disociación siempre esbozada resulta proseguida por el proceso de


automatización, que es la contrapartida del espíritu de propósito, de la
inventividad, de la exuberancia del hábito; el hábito es a la vez espontaneidad
viviente é imitación de lo automático, retorno a la cosa. Hay allí dos líneas de
hechos estrechamente entremezclados, que alimentan dos tipos de
comprensión, por la vida y por la máquina: por la espontaneidad y por la inercia.
A través de dicho proceso, la oposición entre lo voluntario y lo involuntario
triunfa sobre la continuidad. De hecho, todas las psicologías que han puesto el
acento en el automatismo han dejado de lado esa relación fundamental y han
buscado una inteligibilidad propia de lo automático de acuerdo con el espíritu
del mecanismo 111. Pero al mismo tiempo, parecería que este segundo tipo de
comprensión no es ya una comprensión del hombre, es decir una comprensión
de lo involuntario múltiple en su relación con la unidad del querer; no es ya,
ciertamente, una comprensión de lo múltiple por lo uno, sino una explicación
por lo simple, por la simplicidad de los elementos y las leyes (recuento,

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frecuencia, allanamiento, asociación, etc.). Para el naturalismo, son inteligibles,
es decir explicables, la naturaleza inerte y en el hombre la inercia, en fin, la
máquina.

Debe ser posible comprender incluso el automatismo, pero no ya por él mismo


y por sus propias leyes, sino partiendo del hábito flexible, como un orden
humano que estaba amenazado y que concluye por deshacerse: que un
órgano se aísle y viva una vida autónoma y degradada ya no significa nada,
porque no significa más al hombre sino que lo "desfigura". En el orden del
sujeto no es lo simple sino lo uno lo que da sentido.

El proyecto de comprender el automatismo está de acuerdo con la verdadera


génesis de lo simple: lo simple. en el reino humano, surge de la simplificación;
por ello la enfermedad tiende su trampa al psicólogo inventando las
condiciones aparentes de una explicación naturalista.

Por lo tanto, lo que el proceso de automatización no da a comprender es una


"simplificación", de acuerdo con un esquema de comprensión que, de algún
modo, surge como a contrapelo.

La génesis del hábito-automatismo a partir del hábito-espontaneidad


-entendiendo por génesis la génesis comprensiva y no explicativa cuyo
principio hemos expuesto- puede realizarse en dos direcciones, según la
automatización concierna a la estructura del hábito o a su soltarse.

a) La automatización de la estructura presenta, por su parte, dos grados.


Designa ante todo el fenómeno muy general de fijación que tarde o temprano
afecta todas nuestras necesidades, nuestros gustos, nuestras tendencias, y
que hace del hábito "estrechamiento" fundamental de su campo de mira. El
hábito da forma, y dándola hace cristalizar lo posible bajo una figura exclusiva.
Nuestras necesidades (en el sentido más amplio del término) resultan fijadas
en su ritmo, en su cualidad y su cantidad, por el uso. Ante todo en su ritmo:
toda necesidad recorre un ciclo de la fase de carencia y tensión a la de reposo,
pasando por la búsqueda y la satisfacción; la primera incidencia del hábito es
fijar su período: "El hábito, dice elegantemente Ravaisson, se revela como la
espontaneidad en la regularidad de los períodos" 112. Por sí mismas, nuestras
necesidades tienen un carácter parcialmente evasivo; se prestan a múltiples
combinaciones en el tiempo: las horas de reposo y de sueño varían de acuerdo
con las civilizaciones, las necesidades profesionales y los usos privados;
nuestros gustos de lectura, música, etc., son ritmos en los que el hábito tiende
a fijar la forma. Lo que llamamos el empleo de nuestro tiempo no es más que
un entrelazamiento de los diversos ritmos situados en diferentes niveles -ritmos
vegetativos, afectivos, intelectuales, espirituales, etc., que se saturan
respectivamente, se alteran recíprocamente por las incidencias mutuas del
equilibrio energético, del humor, de los estados del alma, etc. El hábito tiende a
establecer una suerte de equilibrio inestable entre esos ritmos fijando unos con
relación a otros. El hábito fija por otra parte la cantidad y la cualidad del objeto
de la necesidad; nuestros gustos individuales son cristalizaciones afectivas a
partir de un objeto privilegiado, al que concurre toda nuestra historia. De tal

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modo, cada hombre tiende hacia un estilo personal que contribuye a su
"naturaleza esencial", como dice Goldstein.

Asistimos entonces al nacimiento del automatismo: es el mismo proceso el que


despierta las necesidades dándoles forma y el que ahora las fija. Dichas formas
surgen propiamente de lo informe; como contrapartida, el abanico de posibles
representado por sus orientaciones se cierra; la forma adquirida tiende a ser
exclusiva; toda determinación es negación. La vida de un hombre no es más
que una larga serie de despertares y fijaciones; los dos movimientos pueden
compensarse durante mucho tiempo; a medida que un gusto se fija, otros
afloran y lo que cada uno pierde en amplitud está equilibrado por el crecimiento
de envergadura del individuo. Pero si la adolescencia es la edad en que
nuestro repertorio se enriquece, la vejez (e incluso la madurez) es la edad en
que el endurecimiento de nuestros poderes prevalece sobre las nuevas
aptitudes; el envejecimiento, desde el punto de vista psicológico, es el triunfo
del fenómeno de fijación sobre el fenómeno del despertar, de la inercia sobre la
vida. Ahora bien, cuando el hábito es más automatismo que espontaneidad,
constituye más un peligro que un socorro: la relación del poder al querer se
obscurece; el hombre queda esclavizado bajo sus hábitos.

Un segundo estadio del automatismo se alcanza cuando la forma misma deja


de ser un tema general con variaciones ilimitadas; un proceso de osificación
invade entonces nuestros esquemas de acción y de pensamiento; la forma
pierde la indeterminación de su contenido; el hábito se desliza hacia la
estereotipia. Las experiencias de laboratorio tienen por objeto los hábitos
intencionalmente estereotipados (golpetear la máquina, etc.), no permiten
caracterizar esta automatización como un fenómeno de envejecimiento. Aquí,
la automatización de la estructura es el hábito mismo 113. No es el caso de los
hábitos plásticos, circunstanciales; en ellos la estereotipia es una degeneración
del hábito que se vuelve una respuesta rígida e invariable en detalle ante una
situación estrictamente determinada; la menor variación del detalle altera la
situación y equivale a un problema enteramente nuevo que deja al sujeto
completamente desamparado. La forma adquirida resiste a todo cambio y el
hábito se torna lo que con frecuencia se describe con el nombre de proceso de
re-dintegración de las formas adquiridas por el uso; ciertas vidas sin incidentes,
ciertos oficios sin imprevistos, permiten la formación de gestos que son como la
solución de equilibrio entre una tarea, una situación y un instrumento. Tal el
peligro de lo "cotidiano" -cuya significación espiritual es considerable-, que nos
puede hacer parecer a lo inmóvil e incluso a lo mineral. Lejos de ser el modelo
del hábito, estos hechos de estereotipia son más bien fenómenos de
envejecimiento; un hábito joven no está ordenado sino por una osatura simple
de señales a las cuales responde con un esquema flexible. El envejecimiento
comienza cuando las señales secundarías convertidas en invariables vienen a
llenar esta constelación esparcida de marcas primitivas. Asimismo, tal
envejecimiento puede ser actualizado si el educador, por ejemplo, tiene la
preocupación de variar al maximum el detalle e incluso los tipos de problemas
a resolver. Hábitos muy antiguos pueden entonces permanecer como hábitos
jóvenes. La osificación es una amenaza inscripta en el hábito, pero no su
destino normal.

238 / 396
Puede apreciarse el error de los sistemas que construyen el hábito por partes
como cadenas de reflejos cuyas articulaciones se disuelven poco a poco. Fuera
de los fenómenos de 'envejecimiento, las ligazones mecánicas sólo vuelven a
encontrarse en circunstancias que Goldstein llama "de aislamiento"114. Cuando
un sujeto se pliega a experiencias de laboratorio, presta de algún modo una
parte de sí mismo que consiente en dejar trabajar artificialmente; así puede
explicarse la ola de la famosa asociación por contigüidad, entendida en el
sentido más extrínseco, sobre la cual se han construido tantos sistemas
quiméricos. No es por azar que estas perspectivas se unan en torno a la
consabida tentativa de extraer toda la conducta y toda la vida mental del reflejo;
en el viejo asociacionismo, la reflexología encontraba terreno propicio. Hay
ciertamente una forma de asociación que es irreductible a esta espontaneidad
de las relaciones lógicas que hemos clasificado en el capítulo precedente y con
respecto a la cual la antigua asociación por semejanza y contraste sólo es una
forma entre otras; la asociación de ideas cabalga sobre la espontaneidad y la
inercia, el viviente y el autómata. Pero la asociación de átomos mentales sin
relación intrínseca sólo es una perspectiva del espíritu con la cual se hace
corresponder, por la fuerza, cierta planta de invernadero por el artificio de la
experimentación. Las experiencias de laboratorio con base en sílabas carentes
de sentido están lejos de revelar estructuras primordiales del espíritu: la
instrucción suscita las reacciones convenidas, estrictamente verbales, en
sujetos de nivel mental muy elevado que quieren suspender su reflexión,
atender al indicador, en suma, que se pliegan conscientemente a las
condiciones de una experiencia muy erudita en el cuadro artificial y voluntarista
del laboratorio; el tipo de asociación se crea allí, en todas sus piezas, con el
material empleado y con la actitud convencional del sujeto. La verdadera
asociación por contigüidad que no es ni un producto de laboratorio ni un
desecho de la conciencia, es, como lo han mostrado las diferentes psicologías
de la totalidad y en particular la Gestaltpsychologie, la tendencia de un todo a
reconstituirse a partir de un elemento; se hace en el sentido de las estructuras
estables privilegiadas115; ciertamente, esta tendencia a restaurar los conjuntos
antiguos es irreductible al juego espontáneo de relaciones que constituye la
forma más alta de la asociación, el pensamiento más viviente que pensante; se
deduce en efecto del factor de inercia instalado en el cuerpo y en el
pensamiento; pero no es tan extraña como se ha creído a la espontaneidad
cuasi-inteligente de las otras formas de asociación, en la medida en que dicha
tendencia ya es organización; nunca se encuentra enteramente desligada del
curso general del pensamiento que le da cierta oportunidad y le permite ser el
órgano útil de una voluntad que economiza sus fuerzas; en un mundo que se
repite, es la forma menos inventiva de la espontaneidad, y todavía poder para
un querer.

Pero la conciencia realiza naturalmente este estado de aislamiento cuando


reduce su control, por distracción, por fatiga, por juego, o por la proximidad del
sueño; el espíritu remitido a sí mismo funciona por sistemas parciales; triunfa
entonces la asociación mecánica, respecto de la cual la asociación por
contigüidad es el tipo; de allí por qué lo que no debía ser más que una
curiosidad de la psicología se convierte en la pieza maestra. De modo que la
automatización de la estructura, más todavía que la del soltarse, prolonga una
pendiente natural del hábito más plástico. Esta imitación de la cosa por la vida,

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de la inercia por la espontaneidad, explica el desprecio de las teorías
mecanicistas; si no nos detenemos en el eslabón intermediario del hábito
flexible, la-imitación en cuestión aparece como una paradoja brutal116. Lo cierto
es que la inercia no puede ser expulsada de la vida y que la dimisión de la
libertad, bajo la forma inauténtica de la costumbre, del "se", del "naturalmente",
de lo ya visto, encuentra su tentación en la naturaleza misma del hábito. En tal
sentido puede hablarse de hábitos pasionales como antes hemos hablado de
emociones pasionales117.

b) El automatismo en el soltarse representa una desposesión más grave de la


voluntad. La automatización que invade la estructura no implica un soltarse
automático; una prestidigitación, una habilidad propia del oficio, una destreza,
puede constituís una totalidad fuertemente automatizada, movilizable por
señales cada vez más lejanas, sin sustraerse de manera alguna al control de la
voluntad. Los detalles de la acción llegan por sí mismos, se hacen, como suele
decirse, solos, pero el acto global parte de la orden. Puede incluso hasta cierto
punto decirse que un acto es tanto más disponible al querer cuanto más
automatizado se encuentre en ese sentido.

Se conoce la soltura del buen obrero, del atleta, del orador, del escritor, del
técnico. La verdadera ganancia para la voluntad reside en poder lanzarse al
acto con el menor esfuerzo. Pero una cosa es hacer fácilmente, sin esfuerzo,
con poca atención, una operación complicada, y otra es hacerla ignorándola y a
pesar de uno mismo. Los verdaderos automatismos, motores, intelectuales o
morales, son automatismos despiertos. Son incluso una suerte de
perfeccionamiento de la espontaneidad dócil. Sólo participan con la
autorización tácita y el control latente de. la conciencia, que rápidamente les
hace reprimir sus extravagancias. Esta observación debe prevenirnos contra
una sobreestimación de lo maquinal; ya volveremos sobre esta voluntad liminal,
cotidiana, que es la contrapartida normal de la espontaneidad del hábito;
digamos solamente que la idea directriz que mantiene bajo su imperio a tales
automatismos puede simplificarse considerablemente; la preparación mental
puede resumirse, al punto incluso de resultar absorbida en las señales
reguladoras del acto; el fiat puede por último reducirse a un discreto dejar hacer;
pero esta simplificación del acto voluntario no debe desviarnos: esos
movimientos habituales, esos pensamientos que se devanan con sencillez no
son producidos involuntariamente; no nos resulta imposible no producirlos.
Lejos de ser incoercibles, es muy fácil despertarlos como de reojo. Y si a veces
les dejamos el campo libre y nos confiamos a su sagacidad, como cuando
dejamos rodar un cigarrillo mientras charlamos, no tenemos con todo
inconveniente en recuperarlos y siempre los reivindicamos como nuestros y no
vacilamos en decir que los hacemos expresamente118. Hay pues un abismo
entre los automatismos despiertos y los reflejos o cadenas de reflejos que en
ningún momento sedan como nuestros.

¿cómo pasar de tales automatismos a los actos maquinales que parten por su
propia cuenta? Los hechos que podrían reunirse dentro del grupo de lo
maquinal no son tan homogéneos como podría creerse.

240 / 396
Cosa curiosa, con frecuencia son nuestros hábitos menos avanzados los que
dan la impresión de la máquina rebelde a la flexibilidad de la vida y de las
intenciones voluntarias. En la torpeza y la ineptitud es donde con la mayor
frecuencia los gestos, las palabras y las ideas se sustraen a nuestros designios:
se trata de un movimiento menos perfecto, menos diferenciado, más cercano a
las coordinaciones espontáneas de la infancia que responde a nuestro reclamo
y nos hunde en el asombro, y a veces en la vergüenza o la cólera. Esto merece
señalarse: lo maquinal no es necesariamente el último grado del automatismo;
parece más bien implicado como un riesgo permanente en el carácter mismo
de todo saber-hacer: sus ligazones internas se nos escapan sea a raíz de su
naturaleza, como ocurre en los primeros gestos no aprendidos, sea por efecto
del hábito; entonces nos confiamos a totalidades que tienen su propio destino y
que no coinciden con nuestros designios, y que incluso son en gran parte
impenetrables a ellos. Además los hábitos no progresan por simple adición de
elementos, sino por recomposición de estructura, por análisis y por síntesis; la
resistencia de las formas antiguas sobre las cuales las nuevas se detraen
explica bastante bien que la maleabilidad de las estructuras movilizadas no
responde a la maleabilidad de nuestras invenciones. Lo maquinal corresponde
aquí a la inercia de los órganos, en el sentido más amplio del término; la
voluntad anima a un cuerpo y a una ristra de pensamiento que, por su
organización, tienen una velocidad de mutación que siempre es inferior a la del
pensamiento pensante, que el poeta dice con la rapidez del relámpago.

Pero no se encuentra allí, evidentemente, el imperio principal de lo maquinal:


bien sabemos que la mayor parte de los gestos que se nos escapan son gestos
que en otras circunstancias de la conciencia le hubieran obedecido fácilmente y
que lo maquinal atañe más a un desfallecimiento del imperium que a la inercia
de los órganos de ejecución; e incluso, en el caso de la torpeza, siempre se
entremezcla con la inercia cierta alteración de la conciencia, como puede verse
en el susto o en el pudor, en los que caemos, como se dice, por debajo de
nuestras posibilidades. La torpeza se presenta con frecuencia como una
recaída del hábito en favor de un trastorno de la conciencia: en los grupos de
hechos que vamos ahora a considerar, vemos afirmarse esta connivencia entre
la inercia y ciertos desfallecimientos de la conciencia.

Un segundo grupo reúne hábitos fuertemente anclados, cuya estructura ha


alcanzado un grado muy elevado de automatismo y que, en ciertas
circunstancias, parten por sí mismos. Ello ocurre normalmente en favor de una
operación voluntaria que tiene una parte en común con un antiguo automatismo.
Lo maquinal se presenta como una "falta", como un "error" en la ejecución de la
tarea presente. De tal modo, buscaría el picaporte de la puerta a la derecha si
de ordinario lo encuentro a la derecha;, si he aprendido a golpetear la máquina
con cierta disposición, cometeré faltas con una máquina de otro modelo. La
psicología experimental ha suministrado una contribución muy importante al
estudio de tales faltas por automatismo. Gran parte de los trabajos de Ach119 y
los primeros de Lewin120 tocan ese problema; el material experimental era el
utilizado en los laboratorios a comienzos del siglo: series de sílabas carentes
de sentido; la experiencia era del tipo excitante visual-reacción verbal: la
introspección estaba unida a la notación bruta de las faltas y a las medidas de
tiempo; el curso de la experiencia era el siguiente: se creaba un conflicto entre

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un hábito antiguo de tipo asociativo y una tarea opuesta, deslizando entre ,las
palabras nuevos inductores de palabras que habían pertenecido a series
antiguas y que se encontraban ligadas a automatismos construidos en
experiencias preparatorias. La interpretación de tales experiencias no carece
de interés si se busca comprender lo involuntario maquinal. Se percibe que el
automatismo no es un fenómeno tan simple como parece.

A primera vista las faltas de ejecución parecen salidas de un conflicto muy


simple entre la voluntad y la tendencia del inductor a reproducir lo inducido que
se encuentra fuertemente asociado a él. Lo maquinal sería pues el triunfo del
automatismo sobre la voluntad. Así pensaba Ach encontrar una medida de la
fuerza de voluntad por la fuerza de la asociación que la misma era susceptible
de vencer y que dicho autor llamaba el "equivalente asociativo". Pero Ach
mismo ya había comprobado que las faltas no se producen cuando el sujeto
piensa sin cesar la tarea a, ejecutar: la voluntad atenta a la tarea es más fuerte
que toda asociación121. Las faltas sólo son posibles con una condición (que la
instrucción suministrada por la experiencia crea sistemáticamente): en el
"período preparatorio", antes de la aparición del inductor, el sujeto debía
impregnarse de la tarea; durante el "período principal" de la experiencia, es
decir con ¡a aparición del excitante, el sujeto debía dejarse responder a partir
del inducido que se ofrecía espontáneamente. la ejecución estaba, pues,
confiada a la acción, de alguna manera subterránea, digamos subconsciente,
de la tarea que Ach llamaba "tendencia determinante". Ach estima que las
faltas surgen cuando la tendencia determinante resulta vencida por la
tendencia reproductiva salida de la asociación. Pero se hacía de la tendencia
reproductiva una idea simplista, aunque establecía ya que no es la voluntad la
vencida por el automatismo asociativo, sino una tendencia espontánea salida
de la tarea misma (si bien es cierto que el papel de la atención, combinado con
esta acción espontánea de la tendencia determinante, no es esclarecido por los
experimentadores de la época). Lewin iría más lejos y corregiría la idea
superficial establecida con respecto a la fuerza de la asociación. No es la
fuerza asociativa como tal la que vence a la voluntad (o tendencia
determinante): para que el sujeto caiga en la sede de una reacción antigua es
necesario que la identidad del excitante lo haga abandonar la actitud
gobernada por la instrucción y sustituirla por una actitud especial que la
reemplaza en el ambiente de la experiencia pasada, en el "complejo de
aprendizaje" (Lernkomplex); en suma, la falta no viene de que la voluntad de
ejecutar la tarea resulte vencida por la fuerza de la asociación, sino de que se
sale de "la conducta de la tarea" y no se ejecuta ya la operación demandada
(rimar, invertir las consonantes de la sílaba presentada, etc.), sino que adopta
una actitud de repetición122. Es lo que ocurre en la vida corriente: no nos
encontramos, propiamente hablando, vencidos por el automatismo, nos
confiamos más bien a él: la repetición de los paisajes cotidianos de la acción
nos dispensa de inventar; por economía, hacemos un discreto pedido a las
fuentes antiguas y les cedemos el lugar. Es pues imprudente hablar de una
fuerza del hábito como si fuera una fuerza idéntica a sí misma y que, a veces,
vencería nuestras mejores intenciones. Esta manera de remachar lo maquinal
sobre la incoercibilidad del reflejo es engañosa: la inercia es en sí misma una
actitud adoptada; triunfa y se exalta cuando el esfuerzo se detiene; un gesto e
incluso una asociación mecánica no brotan totalmente solos, por la sola virtud

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de una constelación de excitantes familiares; lo maquinal que parece invadir
ciertas conciencias hasta la raíz nunca se independiza completamente de cierta
deserción de la conciencia. El distraído, en particular, es siempre un sujeto con
el campo de la conciencia estrechado, y más o menos crispado sobre un objeto
exclusivo. Las "faltas" maquinales son pues siempre recíprocas de un
abandono del control, o, como se va a ver, de una pérdida involuntaria del
control de la conciencia.

Un tercer grupo de hechos nos acerca a la patología; el pensamiento ensoñado


y errante, los trastornos momentáneos de la atención, la fatiga, el agotamiento
realizan de manera progresivamente incoercible una pérdida de control
normalmente consentida en mayor o menor medida; se observan allí
fenómenos de estereotipia, en gran parte de índole verbal, que constituyen
como desechos de una conciencia en caída de tensión.

Estas limitaciones constitutivas o accidentales de la conciencia nos recuerdan,


de un modo distinto de como lo hacían los desórdenes de la emoción-choque,
que por lo demás también pueden realizar estas estereotipias, que la síntesis
humana de lo voluntario y lo involuntario es frágil y que el hombre sólo es
posible dentro de ciertos límites. Las destrucciones de tales síntesis se
encuentran además a la medida del edificio humano, respecto del cual tanto las
habilidades como los saberes nos dan una idea muy grande; en efecto, aun en
medio de su desastre muestran una grandeza humana.

En el límite de este tercer grupo de hechos, tocamos los hechos de


automatismo que no proceden ya de una debilidad de la conciencia, de una
caída de tensión, sino de disociaciones producidas por represión-, sabemos
que Freud ha unido a los trastornos de la afectividad muchos comportamientos
aberrantes y que nos invita a buscar el principio del automatismo en el sentido
clínico de la palabra en el nivel de la afectividad inconsciente. Salimos
entonces del marco de la psicología normal y al mismo tiempo de los límites de
nuestro método de aproximación. Volveremos a encontrar este grupo de
hechos, y las dificultades de interpretación que plantean, en el capítulo
consagrado a lo inconsciente.

Por lo tanto, si bien permanecemos dentro de los-límites- de lo normal, que son


asimismo los de nuestra responsabilidad, con todo, lo maquinal nace ya en el
borde de todos nuestros hábitos; en su fuente nos encontramos por una parte
con cierta defección de la conciencia, que tiende a retirarse de sus obras y a
confiarse a las potencias de perseveración y de restauración del pasado, y por
la otra con cierta inercia, que es el principio de lo automático y que se muestra
de la manera más anodina en lo que hemos llamado los "automatismos
despiertos". Tal principio de inercia introduce la amenaza en el centro mismo
de perfección del hábito; pero sigue siendo enigmático: ¿por qué el órgano
elástico, el poder dócil, están amenazados no sólo por la espontaneidad de la
vida, sino también por la inercia de la máquina? Parece que a través de nuestro
cuerpo participamos de un obscuro fondo de inercia propio del universo.
Naturalizándose, para hablar como Ravaisson, la libertad sufre "la ley
primordial y la forma más general del ser, la tendencia a perseverar en el acto
mismo que constituye el ser"-. Utilizando el tiempo de la vida, el hábito a la vez

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inventa y padece la inercia fundamental de la materia; esta resistencia de la
materia en el seno mismo de la organización vital es el último principio de la
inercia. Cuando el propio pensamiento abstracto se hace cosa, acaso se
traduzca en él lo que hay de menos viviente en la vida.

El hábito es la naturalización útil de la conciencia; la posibilidad de que toda la


conciencia se torne cosa está contenida en dicha naturalización; basta con que
la conciencia consienta a la pendiente o con que un accidente la saque de sí
misma. Uno se preguntará si al término de tal caída la inercia puede aún
pensarse en primera persona: acaso la inercia sólo se comprenda cuando
despertamos, como las tinieblas se comprenden por la luz. De manera que los
peligros del hábito son inversos a los de la emoción, como los del orden son
inversos a los del desorden, como los del sueño lo son con respecto a los de la
agitación. Tales peligros reclaman su mutua educación bajo el signo del
esfuerzo.

NOTAS

1. Weizsácker, Reflexgesetze, Hand- ne e¡ cuadro de una reacción de descar


buch den norm. u. pathol. Physiologie, ga.
t. X 11. Cf. el perro espinal de Sherring
2. Goldstein, Der Aufbau des Orga- ton. nisrnus, La Haye, 1934, págs. 44-
67 y
104-131. 12. Piéron, o.c., t. 11, pág. 253.
3. Merleau-Ponty, La structure du 13. P. Guillaume, La formation des
comportament. PUF, 1942, págs. 1-64. habítudes, 1936, págs. 54-5. Asimismo,
Pradines, Traité de psychologie géné
4. Guillaume, L'imitation chez ¡'en- rale, I, pág. 83. fant, pág. 77.
14. P. Janel, L ïntelligence avant le
5. Evitaremos así las vanas discusio- langage, págs. 42-57., distingue las
accio
nes sobre si el hombre tiene más o me- nes suspensivas de las acciones
reflejas.
nos instintos que el animal: hay más ins- Se encuentra una primera
definición de
tintos (en plural), en el sentido de moti- estas tendencias en el esquema de con
vos y móviles, pero hay menos instinto junto: jerarquía de las tendencias psico
(en singular), en el sentido de auto-regu- lógicas, en De l
angoisse á 4 extase,
¡ación vital. El animal como problema re- t. I, págs. 211-243, en parte, pág.
214. suelto, el hombre como tarea: cfr. 111
15. Pradines, o.c., pág. 85.
Parte, cap. IV, IV.
6. André Mayer, Excitation psychi- 16. Goldstein, Der Aufbau des Orga
que et sécretion, Nuevo Tratado de Du- nlsmus, págs. 1-8, 240-263.
mas, t. 11, págs. 59-68. 17. Los guestaltistas, como veremos
7. Finalmente los reflejos de la vida más adelante con motivo de la
imitación,
de relación, los que sostienen la necesi- han incluso empujado esta
semejanza es

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dad y los que constituyen, más amplia- tructura] hasta una solidaridad
completa
mente, fenómenos de organización, com- entre la percepción y el
movimiento.
ponen todos en conjunto el orden vital 18. Goldstein, o.c., págs. 219-240.
en nosotros: en ese cuadro más vasto Goldstein ve en este comportamiento
adoptan su significación, definitiva (111 privilegiado el aflorar de la tendencia
del
parte, cap. ¡l. IV); tales reflejos torman viviente a realizar su "naturaleza esen
el piano de necesidad que soporta la vo- cial", su So-sein, en particular,
págs.
luntad y le sirve de prefacio, en favor de 237-240. su adaptación de
primera urgencia.
19. M. Pradines, o.c., pág. $6.
8. Piéron, L'excitation et le mouve
ment, Nuevo Tratado, de Dumas, t. II, Lebe20. K. Lein, Zvvei Grundt , 129,
págs. 19-26. nsprozessesen, Zts. f. Ps., 113, págs. 209-238.
9. Pradines, L' hétérogénéité fonc- 21
t/onelle du plaisir et de la douleur, Rev. langage. P. Janet, La , 1937igence
avanti /e
Phi/., 1927. , Flammarion.
10. Puede hablarse en tal sentido de 22. M. Pradines, o.c., pág. 82: "... co
emoci6n-dolor; y puede unirse a esta ac- mo por efecto de una ciencia,
innata al
ción las alteraciones profundas de la vi- ser viviente, las condiciones de manteni
da vegetativa llevadas a la luz por los tra- miento o restablecimiento de su
equili
bajos de Franck; si se agrega a esto lasbrio vital."
reacciones musculares difusas, se obtie- 23. Th. Ribot, Les Maladies de la
vo-
lonté, Baillibre, 1883, págs. 3-12. W. Ja- 34. Con todo, si se quisiera
llamar
mes, The principies of psychology, Mace sentimientos a las emociones-
sorpresas
millan, 1890, T. II, pág. 522-8; Précis que describimos en primer lugar, su ca
de psychologie, trad. Baudin, Riviére, rácter de desorden naciente exige al
me
1910, págs. 555, 557, 5648: la acción nos que se las llame
sentimíentosagitan
ideo-motriz es "el tipo de volición nor- tes. Además, Pradines no resulta
convin
mal, descombrada de toda complicación tente cuando llama sentimientos
a acti
y todo disfraz", "sin fiat ni decisión ex- tudes muy circunstanciales, mientras to
presa". do el mundo llama sentimientos a modos
24. Sobre esta discusión, P. Guillau- afectivos durables: si son
verdaderamen
me, L'imitation chez l enfant, págs. 1-27 te circunstanciales ¿no nacen entonces
y sobre todo Lindworsky, Der Wille, de la sorpresa?

245 / 396
1923, que resume todos los trabajos ex- 35. Tomamos el término pasión
en
perimentales sobre esta cuestión, págs.sentido distinto del adoptado por Des
125-144. canes, que lo opone a la acción; por
25. Thorndike, Ideo-motor action, nuestra parte, le damos el sentido defini
Psych. Rev. XX (1913), págs. 91-106. La do en la introducción general.
Ponemos
idea de movimiento, según Thorndike, pues entre comillas la "pasión" en el
sen
tomaría su poder motor por asociación tido amplio de Descartes, que engloba
la
con excitantes que no son representacio- emoción y la pasión en nuestro
sentido.
res de movimiento. La contigüidad go- 36. Descartes, Tratado de las pasio
bierna la semejanza: "Not that is like, nos, art. 53, 70-3.
but that has gone with it." 37. W. James, La theorie des emo
26. Guillaume, Limitation daos len- tions, Alcan, 1903, trad. del cap. XXIV
fant, pág. 26. de Principies of Psychology, 1690, que
27. Guillaume, o.c., págs. 104-136. retoma con más amplitud el artículo de
Mind, 1884: What ¡san amo tion?
28. Cf. las rectificaciones de Guillau
me ya en La formation des habitudes, 38. Descartes, o.c., art. 53 y 70. Que
Alcan, 1936, págs. 133-4 y en La psycho- da claro que s¡ bien seguimos la
descriplogie de la forme, Flammarion, 1937, ción cartesiana, la comprensión
circu
pág. 198. De tal modo, a nivel de las es- lar que proponemos se aleja con
todo de
tructuras, la semejanza aventajaría a la la explicación dualista de Descartes.
contigüidad. 39. O.c., Art. 72.
29. Larguier des Bancels, Introduc- 40. Esta atención emocional prolon
tion á la psychologie y Nouveau traité de ga la atención refleja, antes
descripta,
Dumas, t.11; I11, cap. VI, págs. 53-7. que sólo tenía un valor de puesta a
punto. Hay por lo tanto una jerarquía de 30. P. Janet, De l' angoisse á lexta-
atenciones: automática, espontánea, vo
se, Alcan, 1928, T.II: Les sentiments luntaria, resumidas, con
frecuencia, en el fondamentaux, Illera parte, cap. 1: Les mismo acto.
emotions, págs. 449-496.
31. P. Janet, a.c., pág. 456. Sobre la 41. Descartes, o.c., art. 76.
teoría de los sentimientos de P. Janet, 42. Descartes, o.c., art. 79. Esta emo
ibid., págs. 9-43. ción-sorpresa del amor y el odio es pues
32. Pradines, Traité de psychologie más simple que la emoción-pasión del
genérale, t. I, págs. 659-733. mismo nombre: la primera es allí el prurito
intermitente. Además la tentativa de 33. Ibid., pág. 665. Descartes de
capturar el amor y el odio
más acá del deseo es significativa, pues citan en nosotros el deseo por la
media
todas las emociones-pasiones son deriva- ción de las cuales ordenan
nuestras cos

246 / 396
dos muy compuestos del deseo, princi- tumbres". "Particularmente es ese
deseo
pio de toda emoción. el que debemos cuidarnos de ordenar, en
43. Descartes, o.c., art. 80. ello consiste la principal utilidad de la Moral",
art. 143-4.
44. Descartes, o.c,, art. 97-8.
53. Descartes, o.c., art. 101.
45. J.P.Sartre, L' imaginaire, págs.
77-83. 54. Descartes, o.c., art. 87.
46. Alain, Systërne des beaux arts, 55. Ibid., art. 86.
cap. I, en particular págs. 15-8. 56. Cf. 1 Parte, cap. 11.
47. Pradines, que va directamente del 57. Cf. textos en Gilson, Saint 7ho
sentimiento regulador a la emoción pu- mas d Aquin, Col. Les moralistes chré
ramente desordenante, describió perfec- tiens, Gabalda, 1925.
tamente el pasaje al desorden por los 58. P, Mesnard, Eswi sur la morale
efectos emotivos de la representación,
de Descartes, la forma del "vértigo mental", del , Boivin, 1936, págs.
100120.
"deslumbramiento imaginativo", o.c.,
págs. 719-733. Pero quema la etapa fun- 59. Descartes, o.c., art. 143-4.
damental de la representación conmove- 60. Descartes, o.c., art. 86. dora.
61. Cf. más adelante la discusión so
48. Descartes, o.c., art. 119-120. bre la interpretación de J.P. Sartre.
50. Sobre el humor, cf. Illera. parte, 62. Pero las permisiones tienen por
cap. li, 111. Resulta de un involuntario reverso sus prohibiciones; este mundo
más incoercible y pérfido, como la in- de la necesidad y la muerte sólo puede
fluencia de la edad, del sexo, del carac- ser objeto de consentimiento cfr. más
ter. Maine de Biran reconoció en él la abajo, 11 tera. parte. forma más temible
de la afectividad. Cu
Diario es el eco patético de la misma. 63. Sobre la idea de génesis, cf. más
abajo III Parte, cap. 11, IV.
51. Descartes mismo señala que no 64. Pradines, o.c., págs. 726-730. El
hay alegría que no nazca "sin la media- autor habla con justicia de una "alucina
ción del alma" (o.c., art. 93) y, por otra ción de lo posible y lo eventual".
parte, "en cuanto las impresiones del ce- 65. ¿Es decir entonces que
volvemos
rebro lo representan como suyo (art. a la teoría intelectualista de Herbart des
93) el bien o el mal sufrido o gozado por arrollada por Nahiowsky
(Das Gefúls
dicho alma tampoco hay alegría pura- leben, Leipzig, 1862)? No, pues, 1" (as
mente intelectual que venga del alma por representaciones de las que
hablan estos
la sola acción de ésta" (art. 91 ); como autores permanecen espectaculares,
m¡en
ocurre con la alegría proveniente del tras que se trata de anticipaciones afec
buenuso demuestra libertad: la alegría t¡vas de bienes y males y de representa
intelectual no deja de evocar la alegría c¡ores prácticas de lo fácil y lo difícil
representa

247 / 396
proveniente del cuerpo y que es "reme- ••figuradas" afectivamente (cf. más
arriba, ¡era. parte, cap. II); 2°, el conflicto 52. Descartes afronta ante todo las
entre las representaciones todavía ho es
cuatro pasiones, el amor y el odio, la la emoción, en tanto no está "tomado"
alegría y la tristeza "en sí mismas. . . en el trastorno orgánico. La idea de pro
cuando no llevan a ninguna acción"; ceso circular escapa a la alternativa de
luego, a partir del art. 143, "en tanto ex-una representación no-afectiva (Herbart,
Nahlowsky) y de reflejos no preparados do la totalidad sintética", J.P.Sartre, o.
por alguna representación; ese falso dile- c., págs. 6-10, 42, 51-2.
ma se sustenta en el desconocimiento, 78. Descartes, o.c., art. 40. hacia uno y
otro lado, de las representa
ciones afectivas y prácticas que hemos 79. Recortamos aquí la tesis de R.
estudiado en el marco de la motivación, Dejean, o.c., en particular págs. 101-
120:
En el mismosentido, Pradines, o.c., la emoción no "desvía" lo
que ella llama
págs. 714-9. instintos sino a condición de que un va
66. Cannon, Bodily changas in pain, for excesivo y privilegiado se una al fin
hunger, fear, and rage (1929), muestra perseguido. Esta polarización sentimen
que son necesarias "intenciones" y "re- tal sobre un objeto exclusivo empuja al
presentaciones" para desencadenar la ser a buscar un equilibrio
amenazado, si
adrenalina emotiva, y que no es posible no condenado por las circunstancias.
provocarla en el laboratorio sin una pre-Encaminada por la pasión, la conducta
se
paración mental que alerte mediante re- encuentra a merced de la
desviación emo
presentacìones del bien y del mal a los tiva.
hábitos del sujeto:cf. Nouveau traité 80. Cf. Introducción general, ti, págs.
de Dumas, 11, 436-7; Pradines, o.c., 30 ss.
703, 716. 81. Descartes, o.c., art. 202.
67. Cf. Mac Dougall, An introduc- 82. Ver los bellos análisis de Alain
sotion to social psychology, pág. 46 y ss.,
bre la cólera (Elémen
y Larguier des Bancels, o.c., el capítu- hilosoólera
lo sobre la Emoción. págs. 280-9). Alain no s de deriva la ce del odio, sino
del miedo a sí mismo.
68. Dembo, Das Aerger als dynamis 83, Descartes, o.c., art. 176. ches
Problem, Psych. Forsch., 1931,
págs. 1-144; cf. Guillaume, Psycholo- 84. P. Guillaume, La formation des
gie de la forme, págs. 138-142. habitudes, Alcan, 1936, págs. 45-55.
69. Golcistein, Der Aufbau des Orga- 85. M. Pradines, Traité de psycholo
nismus; págs. 23-25, 78-9. gie genérale, t.l, pág. 113. El autor distingue
tres estadios del hábito: conserva
70. Sartre, Esquisse d'une théorie dor, reformador y creador; sobre
este úl
des émotions, Hermann, 1939; ver más timo dice: "Son los únicos donde se re
adelante. vela una verdadera adquisición" (ibid).
71. ¡bid., págs. 34, 35, 39 y sobre to- Estos hábitos verifican constantemente
do 42. la insuficiencia de la ley "alginódica" de

248 / 396
72 Thorndike (primera manera: Educational
. lbid., pág. 47. psychology, 1913). Thorndike mismo
73. lbíd., pág. 43. admite en The fundamentals of learning
74. Ibid que la sensación dolorosa puede invertir
., pág. 41. su función y señalar la buena vía en lú
75. Ibid., pág. 42. gar de sancionarla mala elección (P. Gui
76. Asimismo, como veremos, el há- llaume, Le problème du learning
d'aprés
bito plantea un problema agudo: la idea Thomdike, J. de Ps., 1936).
de una materialización corporal de las in- 86. A. Burloud, Principes dune
Psy
tenciones voluntarias conduce a otra for- chologie des Tendances, Alcan,
1938. ma de espontaneidad que, a su vez, sirve
de punto de apoyo y de resistencia a un 87. lbid., págs. 48-55. Sobre ta
segre
eventual esfuerzo. gación y la integración, ibid., págs. 141224.
77. "Expresa bajo un aspecto defini
88. Bu rloud, o.c., págs. 82-83. 102. Esta facilitación podría llamarse
89. La equivalencia entre saber y po- allanamiento, si esta noción no fuera
solidaria de la explicación fisiológica dada
der en tas diferentes lenguas permite a a través de ella. La misma observación
Tolman llamar cognition, cognitive pos
tulation al hábito adquirido al servicio podría hacerse con respecto ala idea
de
de un purpose. "Purpose and Cognition, huella, incluso en el nuevo
sentido de los
the determiners of learnin Ps. Rev., guestaltistas: Koffka, Principies de Ges
1925, págs. 288-297; cfr. g ' más arriba taltpsychology, págs. 424-614. Desde
el
págs. 200-2. punto de vista psicológico, esta facilitación es más amplia que la
"tendencia re 90: Esta distinción dirige la mayor productiva" de los
psicólogos asociacio
parte de las conclusiones del notable tra- nistas, pues conduce a formas
transponi
bajo de Van d-er Veldt, L apprentisage du bles.
mouvement et láutomatisme, Vrin, 103. Burloud, Principes d'une psy1928.
chologie des tendances, págs. 306-366.
91. Ravaisson, De P habitude, 1838 104. Renouvier, Traité de logique
(reeditado, Alaan, 1927), pág. 62. En la général, 11 197. raíz de mucha
reflexiones de este libro
residen intuiciones de gran filósofo. 105. Hamelin,Elémentsprincipauxde
92. P. Guillaume, La formation des la representation, págs. 360-1.
habitudes, págs. 125-131. 106. Renouvier, citado en Delacroix,
93. Sobre el dispositivo de la expe. Les opérations intelectuelles, Nouveau
riencia, cf. resumen en Guillaume, o.c., Traité de Psychologie, por G. Dumas, t.
págs. 1044. V, pág. 140.
94. P. Janet Les debuts de l'intelli- 107. Delacroix, art. citado, pág. 141.
gence, Flammarion, 1934. 108. Cfr. más abajo, III. Parte, cap.
95. Burloud, Príncipes d' una_ psy- II, 11.
chologie des tendances, págs. 55-83. 109. En el mismo sentido Burloud,

249 / 396
A su ver, los guestaltistas tampoco han o.c, págs. 366-386; von Monakov y
estudiado la verdadera forma, indepen- Mourgue interpretan en tal sentido los
diente de los elementos sensibles, sino la "engramas" de Semon,
Introduction bio
figura que sólo se opone al fondo; y só- logique á l'étude de la neurologie et de
la
lo para ella valdrían las leyes de organi-psychopathologie, Alcan, 1928, págs.
zación del campo, págs. 143-154.
96. Cf. más arriba, 1 Parte, cap. II, 110. G. Marcel relaciona tener y po
Il. P. Guillaume, Les aspects affectifs der, Etre et avoir, págs. 217-8, 226, 231.
de l'habitude. J. de Ps., 1935, n 34. 111. L. Dumont, De la habitude, Rev.
Phil., 1876, T_.1; este artículo reune
97. Ravaisson, o.c., páa.62. los hechos que autorizan la asimilación
98. Ch. Blondel, L'automatisme et la del hábito a la inercia. synthèse,
Nouveau. Traité de Dumas, t.
IV, págs. 341-386. 112. Ravaisson, o.c., pág. 13.
99. P. Guillaume, La formation des 113. Es el caso de las experiencias de
habitudes, pág. 119. Van der Velcit. Dicho autor define la automatización:
"Poder realizar en un es 100. Ch. Blondel, art. citado, pág. tado de
distracción más o menos pronun-,
347. ciado actos aprendidos previamente".
101. Ibid— pág. 348. Por ello el principal criterio subjetivo reside en la
desaparición de toda represen-
tacíón-gu ía, de todo esquema. Pero el au- veau Traité de Dumas, t. VI,
págs. 380-7.
for acuerda que tal criterio no es univer-119. Ach, Ueber den Willensakt and
sal y que sólo conviene a los hábitos es- das Temperament, 1910,
resumido en
tereotipados; en efecto, el esquema sirve Lindworski, Der Wille, págs. 86-
97. para "especificar" el movimiento; si éste
es invariable, aquél deviene inútil. Pero 120. K. Lewin, "Die psychische Tá
no es el caso en los movimientos plás- tigkeit be¡ der Hemmung von Willens
ticos de prensi6n, de manipulación, de messung and das Grundgesetz der
Asso
marcha, etc. ziation", Zts f. Ps., 1927, págs. 212-247;
114. Golcistein, Der Aufbau des Or- —Das Problem der Willensmessung
and das Grundgesetz der Assoziation",Psych.
ganismus, pág. 140. Forschung, 1922, I, págs. 191-302, Bre
115. Koffka, Principles of Gestalt- ves resúmenes en Guillaume,
Psychologie
psychology, págs. 556-571; 586-9. de la forme, págs. 156-8 y Van der
Veldt,
116. Tal el caso de Pradines, que, con o.c., págs. 36-8; con más amplitud en
un ímpetu contrario al mecanismo, va Lindworsky, o.c., págs. 99-106 y Koffka,
derecho hacia el fenómeno del automa- o.c., 571-590.
tismo; asimismo, el hábito queda definí- 121. Discusión de Ach con O. Selz en
do como la paradoja¡ invención de má- Zt f. Ps., n° 57, págs. 241-270,y n° 58,
quinas por un ser no mecánico: como págs. 263-276.
"un mecanismo vital". o.c., 1, págs. 98- 122. Van der Veldt concluye en el
100,120-4. mismo sentido, o.c., págs. 251-323. Si la

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117. La pasión de la pereza puede ser distracción tiene el mismo efecto que la
la más pérfida, pues es el incentivo de un expectación del movimiento
aprendido,
modo de ser que nos libraría del riesgo ello no significa que se deje de lado
una
de la libertad, el incentivo de la cosa, del inhibición ejercida por la tarea
sobre la
no-ser de la libertad. La Rochefoucauld "tendencia reproductiva"; parece más
ya lo había dicho. En el mismo sentido, bien que la distracción opera por
desdife
V. Jankélévitch, "Signification spirituelle renciación de la tarea y por retorno a la
du principie d'économie", Rev. Phil., actitud antigua gracias a dicha desdife
1928, págs. 88-126. renciación.
118. Ch. Blondel, Les volitions, Nou- 123. Ravaisson, o.c., pág. 62.

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EL MOVER Y EL ESFUERZO

CAPITULO III
EL MOVER. Y EL ESFUERZO

La prueba de fuego de una filosofía de la voluntad es, sin discusión posible, el


problema del esfuerzo muscular. Ciertamente que hay un esfuerzo intelectual,
un esfuerzo orientado a atraer los recuerdos, etc.; pero en última instancia el
querer se termina en los músculos; todo otro esfuerzo es finalmente esfuerzo
por su componente muscular, por el dominio sobre el cuerpo. Un ser compos
sui sólo sustenta su pensamiento si sustenta su cuerpo.

Toda esta segunda parte no es más que una larga preparación para afrontar
esta dificultad.

Pero tampoco es inteligente abordar el sentido del esfuerzo sin rodeos, como si
se tratara de cierto registro sensorial; vista, oído, etc. El simple gesto de
levantar el brazo cuando quiero es un gran resumen de enigmas. La
desconcertante simplicidad del gesto hecho en el vacío para asegurarme mi
poder y en el que cada uno ve el signo de su libertad resume todas las
conquistas de la voluntad; en la contracción muscular operada por ejemplo en
el laboratorio y doctamente aislado de la historia del individuo, del contexto
emocional y moral de la vida cotidiana, profesional y privada, se oculta toda la
civilización del cuerpo en un adulto inteligente.

Ante todo, es importante para justificar este rodeo recordar las conclusiones del
primer capítulo y completarlas con las del segundo.

1) El sentimiento del esfuerzo no es la conciencia más simple que se ofrece a


la descripción; procede, por reflexión, de una conciencia más fundamental: la
conciencia del obrar. Demasiado rápidamente se afirma que el esfuerzo es por
principio el núcleo de la conciencia de sí mismo; ante todo, la acción me saca
de mí mismo y me mantiene en relación con una obra. La conciencia de obrar
es conciencia de. . ., conciencia de la obra pasivamente creada; mi actividad se
percibe a sí misma en la docilidad de la obra que, a diferencia de las cosas que
simplemente se encuentran ahí y que puedo hallar, está suspendida de mí
mismo, extrae de mí su ser. Al ser-ahí de la cosa se agrega el ser-hecho-por-
mí de la obra. Sin duda, se trata aquí de una referencia muy clara a mí mismo,
pero perdida en el mundo. Señalemos bien que esta experiencia de mi acción
aprehendida a partir de la obra en curso de realización no debe confundirse
con ninguno de los sentimientos que me mantienen vinculado a la obra cuando
ya está hecha: asombro, inquietud ante la obra separada de mí, reafirmación
del hecho de pertenecerme. Esta experiencia del obrar se desenvuelve en la
medida de la acción y adhiere a la obra en tanto se encuentra en vías de nacer;
está más vuelta a la anticipación que hacia la retrospección; diríamos, incluso,
a la inminencia de ser creada, al empuje pasivo de la nada al ser de la obra
resultado del obrar.

El sentimiento del esfuerzo aparece a condición de mantener una atención que


refluya de la obra al órgano "atravesado" por la conciencia de obrar.

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Principalmente, es la resistencia de la cosa, o del cuerpo o de algún aspecto de
mí mismo lo que hace brotar esta conciencia del esfuerzo.

Pero, al mismo tiempo que esta conciencia pasa a primer plano, se obscurece.
Y lo hace de dos maneras: por una parte, el movimiento se desliga de su
relación con la obra; de "órgano atravesado" se torna "término" del movimiento;
al mismo tiempo pierde su sentido esencial, y justamente sobre tales
movimientos carentes de sentido se obstinan tanto la introspección biraniana
como la psicología experimental del esfuerzo. Arrancada del contexto de la
obra en el mundo, la producción del movimiento tiende a hacerse
incomprensible en su simplicidad y familiaridad.

Por otra parte, reflexionando sobre el obstáculo, el esfuerzo se acentúa ante la


conciencia, pero como contrapartida de esto la verdadera significación de la
moción voluntaria resulta altee rada. El verdadero movimiento voluntario es el
que pasa inadvertido pues expresa la docilidad del cuerpo que cede; la
docilidad es transparente, la resistencia opaca; no es casual que la filosofía de
Maine de Biran dé lugar a la apercepción de sí mismo sobre la conciencia que
se trasciende, al esfuerzo reflexivo sobre la moción corporal simplemente
"atravesada" por la conciencia del obrar, a la resistencia corporal sobre la
docilidad corporal.

Ahora bien, dicha docilidad del cuerpo, aunque es la más difícil de describir;
hace comprender al cuerpo como órgano del querer. Lo que en primer lugar y
ante todo es inteligible, no es la oposición de un esfuerzo y una resistencia.,
sino el despliegue mismo del imperium en el órgano dócil: la resistencia es una
crisis de la unidad de uno consigo mismo. Y habría que agregar esto: más
radicalmente, lo que hace al hombre inteligible a sí mismo es su propio mito, es
el antiguo sueño de realización en la inocencia y la acción alegre; la facilidad
de la danza, la flexible alegría de Mozart constituyen una brecha, que con todo
se vuelve a cerrar rápidamente, en dirección a un estadio final de la libertad
donde el querer y el poder carecerían de todo hiato, donde ningún esfuerzo
vendría a marcar con su des gracia el dócil curso del moverse. Ahora bien, lo
que complica la descripción es la peripecia de las pasiones que ha hecho
imposible la feliz unión del querer con todos sus poderes. Tal es la causa por la
cual el conflicto parece la Última palabra del hombre. El conflicto fundamental.
es el de la ley y la pasión. A él presta, secretamente, su resonancia toda
descripción dramática del hombre. De tal conflicto se trata cuando uno cree
sólo hablar de la resistencia muscular al esfuerzo. La abstracción de la falta
que define nuestro método nos permite poner entre paréntesis ese conflicto de
la pasión y la ley que reside en el corazón de la realidad cotidiana del hombre,
y buscar sobre qué tejido inteligible se trama el juego terrible de las pasiones.
Aquí, el mito de la inocencia brinda una ayuda considerable a la comprensión
psicológica. Entonces, es necesario atender a un tipo de comprensión en que
la resistencia permanezca como un momento de la docilidad. Tal cosa resulta
difícil, pues la docilidad se sustrae a la atención.

Una simple reflexión sobre la resistencia externa y sobre la resistencia orgánica


atestigua que el esfuerzo se reflexiona a partir de la docilidad irreflexiva y no
subrayada.

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Son ante todo las cosas las que se resisten al esfuerzo que desplegamos para
desplazarlas. Móvil entre móviles, centro de fuerzas en un campo de fuerzas, el
hombre debe experimentar la resistencia de las cosas. Pero hay que señalar
que la fuerza de las cosas no constituye un impedimento absoluto para que el
querer se ejerza, sino que sólo viene a limitar un movimiento que tiene un éxito
parcial: un obstáculo absoluto que impediría desde los comienzos mismos
desplegarse al movimiento constituiría una constricción tal que impediría la
menor contracción. Por eso no tiene sentido decir que las cosas impiden mi
voluntad; sólo un querer ya desplegada eficazmente puede encontrarse con
límites; la resistencia externa supone la docilidad del cuerpo.

La resistencia se hace propia de nosotros mismos bajo la forma de resistencia


orgánica; el esfuerzo tropieza con diferentes formas de la inercia muscular
(límite a la intensidad de la contracción, límite a la repetición de contracciones
moderadas, límite a la rapidez en la ejecución de las contracciones); a lo que
hay que agregar la inercia de las coordinaciones (resistencia a la disociación de
las sinergias musculares primitivas). A propósito de lo maquinal ya hemos
hablado de esa falta de fluidez de la organización contrastada con la rapidez en
la mutación de nuestros proyectos. También aquí la inercia orgánica es un
límite impuesto al despliegue eficaz del querer. En última instancia, esas dos
formas de resistencia se implican mutuamente: sólo experimento la resistencia
exterior de las cosas cuando el exceso de esfuerzo encuentra la inercia de los
órganos; la cosa sólo me resiste como límite a la intensidad, a la duración, a la
rapidez o a la diferenciación de mis movimientos; a la inversa, la resistencia
orgánica sólo se revela normalmente al contacto con la cosa; e incluso en los
movimientos en vacío, ante la imposibilidad de obtener de mi cuerpo una obra
aunque más no sea simbólica, experimento la resistencia de mi cuerpo.

2) Por otra parte, la esperanza de hacer fácilmente la psicología del movimiento


dócil se desvanece si sumamos a estas primeras conclusiones las provenientes
del capítulo precedente.

Todo poder sobre mi cuerpo es a la vez inmediato y conquistado; las tres


monografías anteriores preparan la paradoja del esfuerzo que concilia la unidad
vital y la dualidad "polémica" de lo voluntario y lo involuntario. Por un lado, el
saber-hacer preformado, la emoción, el hábito, operan en el hecho. o mejor, en
la acción, la inherencia del "movimiento" a la "idea": el vínculo del saber-hacer
con la señal percibida, el vínculo del trastorno emocional con la evaluación-
relámpago en la sorpresa, la alienación de la intención en el hábito, nos
muestran el misterio- de la unión del alma y el cuerpo ya "consumada” más acá
del esfuerzo. Por ella el cuerpo está presto a la moción voluntaria. Pero, por
otro lado, el tríptico de lo involuntario práctico figura una triple espontaneidad
que a cada momento se encuentra a punto de disociarse del imperio voluntario
Por ello. la toma que hago de mi cuerpo es siempre, de alguna manera, una
retoma. Y al mismo tiempo, parecería que no constituye un problema directo el
comprender cómo “el alma mueve al cuerpo”; pues muevo mi cuerpo por
intermedio de los deseos y los esquemas construidos por el hábito. La dificultad
demasiado condensada del esfuerzo muscular deberá, pues, dividirse; la

254 / 396
relación del esfuerzo con el hábito y con la emoción es el refuerzo necesario
para un análisis del esfuerzo muscular.

Si ahora aproximamos el primer grupo de observaciones al segundo, la tarea


de este análisis previo se precisa: la relación de la resistencia a la docilidad es
la que debe esbozarse a nivel del hábito y la emoción. Hay que mostrar cómo
prepara la aplicación del esfuerzo a la resistencia funcional del hábito la
comprensión del esfuerzo en su relación con- la resistencia orgánica.

1. Esfuerzo, emoción, hábito

La llave del problema de la docilidad y la resistencia reside en las relaciones


complejas entre el hábito y la emoción, a las que sólo nos hemos referido,
hasta ahora, por contraste. Esos dos modos de lo involuntario son ora apoyo y
ora obstáculo con relación a un querer que educa a uno por el otro. Figuran
alternativamente una resistencia funcional, y no simplemente externa u
orgánica, y un recurso contra la otra potencia cuando ésta oprime al querer.

La emoción-sorpresa resiste al querer en tanto aquélla es desorden naciente;


se insinúa en el seno del campo de atención y fuerza a la orientación de tal
forma, que la atención voluntaria se hace difícil; el desplazamiento libre de la
mirada se convierte en una lucha contra la atención involuntaria. Más
claramente, el deseo con su impaciencia frente al obstáculo es la resistencia
emotiva por excelencia. Puede estar afectada con dos signos opuestos: tanto
puede ser, en la huída del temor, el obstáculo fundante, inconsistente de un
cuerpo que se sustrae, y entonces el esfuerzo es osar; tanto puede ser, en la
agresividad de la cólera, el obstáculo de una explosión; y entonces el esfuerzo
es contenerse. En consecuencia, el esfuerzo es tanto osar como impedir,
según la resistencia se presente como inhibición o impulso.

A esta resistencia emotiva, que hace a la iniciativa del cuerpo en la emoción, se


agrega el vértigo de las pasiones, pero éste procede del alma misma; el
principio de la pasión es la esclavitud que me doy a mí mismo, el principio de la
emoción es la sorpresa que padezco; esta resistencia específica no tiene pues
ni el carácter externo del obstáculo físico, ni la intimidad de una pasión como la
envidia, los celos, la ambición. En verdad, la ambigüedad de esta resistencia
reside en aparecer como tal en el momento mismo en que el esfuerzo se
distingue de ella; en tanto estoy atrapado en la emoción, en el mundo tal como
aparece a la conciencia emocionada, la emoción todavía no me resiste., pero
en la medida en que remito al cuerpo las apariencias prestadas a las cosas por
la conciencia emocionada -lo hostil, lo injurioso, lo terrorífico- me resisto a la
emoción y la constituyo en obstáculo.

En tal sentido, el esfuerzo es un querer que se sustrae a la sorpresa, al amor,


al odio, al deseo inclusive, lo que explica que ciertos autores, como Locke,
hayan intentado -no sin peligro definir al esfuerzo por la ausencia de deseo 1.
Esta definición rigorista no es, evidentemente, más que un momento en una
dialéctica completa; por lo menos, no hay esfuerzo que no envuelva aunque
sea provisionalmente la resistencia a la emoción.

255 / 396
Ahora bien, ¿cómo puede el esfuerzo destruir el círculo de la emoción, el
círculo que forma un pensamiento naciente con su resonancia visceral y
muscular y, por último, con la creencia que refleja el trastorno del cuerpo?

La lucha directa que podemos desplegar contra la emoción en el plano


estrictamente muscular tiene algo de irrisorio: la agitación motriz, que
teóricamente en vencible por el querer, está atrapada en la masa del trastorno
visceral que no se sujeta directamente a la influencia voluntaria. La voluntad,
dice Descartes, "puede superar con facilidad las pasiones menores, pero no las
más violentas y fuertes, que sólo pueden superarse después que la emoción de
la sangre y del ánimo se apacigua" 2. Sin duda, con respecto a la emoción-
sorpresa, es posible "no consentir a sus efectos y retener muchos de los
movimientos para los cuales dicha pasión dispone al cuerpo" 3, en particular
gracias a una estrategia muscular que consiste más en ocupar al cuerpo con
otros gestos que en detener los movimientos -llenar un vaso de agua y beberlo
lentamente cuanto se está encolerizado-; pero este ejercicio del cuerpo, más
eficaz que la sola inhibición, nos hace presentir la acción sedativa del hábito.

Pero hay una acción disolvente más radical que la de disputar el movimiento a
la onda emocional que intenta comprometerlo en su flujo. La acción muscular
no alcanza todo su sentido sino incluida en una lucha más interior que ataca a
la emoción en su núcleo representativo -y si lo hay, en su lugar pasional-: en la
creencia en la cual el trastorno del cuerpo se trasciende; en la aplicación de la
atención a los valores superiores a mis bienes amenazados o a mi reputación
insultada, alcanzo el corazón de la emoción; esta acción pone en juego todos
los aspectos de la motivación antes evocados; en particular, suscita una
revolución en la imaginación, que es, como se ha dicho, el plano común donde
la emoción proyecta su creencia y donde el pensamiento brinda una vivacidad,
una carne y una cuasipresencia a los objetos representados; acudiendo a una
imaginación más fuerte, orientada a las razones opuestas a la cólera, al temor,
puedo cambiar el curso de mis pensamientos.

Ahora bien, esta. acción en el plano de las representaciones puede tener


repercusiones hasta en la profundidad visceral, en la medida en que el nuevo
curso de pensamiento tienda a suscitar a su vez una emoción contraria;
Descartes muestra admirablemente que el arte de vivir reside en parte en
esgrimir una “pasión” ante otra; de tal manera, la voluntad persigue a la
emoción a la que busca resistir hasta su reducto visceral, apoyándose
indirectamente en la espontaneidad involuntaria de una emoción cómplice y
dócil.

Pero este socorro de otra emoción contra la emoción constituida en obstáculo


es excepcional. El esfuerzo desnudo sería ineficaz sin la mediación de la
función pacificadora por excelencia: el hábito.

Es el hábito en todas sus formas el que desde la infancia aquieta. la tempestad


de los músculos y disminuye la susceptibilidad del cuerpo ante la sorpresa y el
choque; el hábito opera por su acción de usura en todos los sentidos, por el
ejercicio muscular, por su acción reguladora, por último y sobre todo, por su
alianza estrecha con el esfuerzo mismo, bajo la forma de la disciplina.

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El primer efecto del hábito es el más espontáneo, el menos querido; consiste
en un embotamiento progresivo del poder irritante de las impresiones emotivas.
En suma, es el buen uso del “hábito pasivo” de los antiguos autores; el mismo
prepara una conciencia menos afectiva, más representativa de nuestras
imsiones musculares, trabajando así en favor de la subordinación del, impulso
muscular a la iniciativa voluntaria (ya volveremos sobre el papel de esta
sensibilidad muscular diferenciada, identificada y localizada en el lanzamiento
del movimiento).

Luego de la usura por el hábito, el ejercicio activo del cuerpo. El segundo


efecto del hábito se vincula a ese poder del ejercicio muscular sobre la
emotividad, que antes poníamos en balance con la simple inhibición. La
emoción es convulsión y músculos anudados; el ejercicio muscular sistemático
tiene una acción anti-emotiva lejana pero segura. La gimnástica se liga a la
moral. Desanudaban los músculos, invitando a una suerte de introspección
muscular, habitúa al cuerpo a responder dócilmente a las ideas móviles y
diferenciadas. Lo hace más conocido y mejor dispuesto. Mucho de torpeza hay
en la cólera.

Acaso la acción más importante del hábito Baga a su carácter de regularidad y


orden; por los ritmos que fija o innova, ejerce una acción de timón sobre el
alma convulsiva; prolongando los ritmos biológicos, los ritmos sociales
impuestos por la familia, la. escuela, la profesión preparan a su vez un uso más
concertado del hábito. El hábito sedativo es el que se quiere constantemente.
De la costumbre a la disciplina, el hábito se hace voluntad de repetir y de
aprovechar el efecto acumulativo del ejercicio. En tal sentido, el esfuerzo es el
hábito querido y el hábito es el instrumento más perfecto de la civilización del
cuerpo. En la Fenomenología del Espíritu, que contiene una historia de la
infancia de la conciencia, Hegel celebra en el hábito el primer educador de la
"conciencia pítica". En la emoción, estoy a punto de ser arrebatado, poseído.
Por el hábito poseo mi cuerpo, siguiendo la sabiduría propia de las palabras:
habere, hábito 4.

Tanto Montaigne como Descartes, que por otra parte han denunciado los
prestigios de la costumbre y la autoridad, no ignoraron esta posesión activa del
cuerpo y el pensamiento por el hábito que es puesto al servicio del esfuerzo: "la
virtud, dice Montaigne, no es una cresta que brota del alma, sino hábito
resuelto y constante" 5. Hay mucho de hábito en la igualdad del alma.

Y Descartes: "Me parece que sólo puede haber dos cosas requeridas para
estar siempre dispuestos a juzgar bien; una es el conocimiento de la verdad, la
otra el hábito que hace que uno recuerde y acceda a ese conocimiento todas
las veces que se presente la ocasión. . ." La dificultad de estar siempre atentos
nos deja a merced de las falsas apariencias, "y sólo, agrega, a través de una
meditación larga y frecuente lo hemos impreso en nuestro espíritu de tal
manera que se ha hecho hábito" 6. Descartes vuelve así a asimilar la virtud al
hábito, según el antiguo análisis de los "habitus". Entonces, si el hábito es una
"pasión del alma", las virtudes, por su parte, son uno de los momentos de unión
del alma y el cuerpo 7. De modo que la continuidad existente entre la voluntad y

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el hábito dócil sostiene el conflicto que se plantea entre el esfuerzo y la
resistencia emotiva.

Como contrapartida, el esfuerzo es el que, apoyándose en la emoción, dice que


no al hábito.

Condillac oponía el "yo de la reflexión" al "yo del hábito" Aquí el engaño puede
ser considerable, pues la resistencia que el hábito ofrece al esfuerzo no lo irrita,
de manera alguna, desde fuera, como un obstáculo; se trata más bien de una
resistencia como inercia que impregna toda nuestra naturaleza: "Mens postra
imbuta est", dice Descartes a propósito de los prejuicios que obscurecen el
juicio. El hábito contraído es la resistencia inconsistente que insinúa una
amenaza de no ser. Sólo un despertar del esfuerzo revela al hábito como
sueño (cf. el sueño dogmático del que habla Kant) y constituye al hábito como
resistencia. Me separo de mis poderes y me destierro de toda forma; en
algunos instantes privilegiados mi libertad se estremece por su amplitud
perdida y vuelta a encontrar. Cierto temor a la elección y al compromiso en el
adolescente es, con frecuencia, la torpe expresión de tal estremecimiento;
elegir es excluir; de una amputación a otra, el hombre pierde figura y forma. La
evasión hacia lo imaginario es aún una forma estéril de esa separación, pero
también constituye un ensayo de envergadura de "la existencia posible" (para
decirlo como K. Jaspers). En ese momento, se pone fuera el hábito como
ropaje del ser auténtico: costumbre, disfraz, dice Alain, que la remite al cuerpo,
como hacemos con la emoción cuando la reconocemos en tanto temblor y furor
del cuerpo. Sin duda, este tema fácil y romántico de una oposición entre el yo
genial y el yo industrial y cotidiano no es, asimismo, más que un momento de
una dialéctica más vasta; pues sólo se destruye una forma en nombre de otra
forma, y carecer de todo límite es un riesgo aun mayor que el de ser limitado:
no hay ser sin elección, no hay elección sin querer, no hay querer sin poder, no
hay poder sin ser tal o cual; hay que volver a la caverna. Al menos, ese
momento negativo es un momento esencial de la libertad. Por principio, la
conciencia, no pudiendo ser engendrada por algo que no sea ella, tiene con
qué oponerse a su propia naturalización y sólo se anula por la pasión de la
pereza, que es miedo a sí mismo, el miedo a venir a sí mismo y a correr la
aventura de inventar su existencia. Mezclado a esta pasión de la pereza, el
hábito es una manera de sustraerse al "trabajo de lo negativo" en el que Hegel
reconocía el poder de la conciencia 8.

Y aquí uno puede hablar de una medicación del hábito-acostumbramiento por


la emoción-sorpresa; Descartes decía que "todas las pasiones son buenas
mientras están ordenadas por el conocimiento". La sorpresa que asocia el
cuerpo al descubrimiento de lo insólito, de lo extraño, de lo nuevo, nos arranca
del acostumbramiento. Cuando todo es esperable, común, "natural", "la
admiración" puede romper el pacto tácito de familiaridad desarmante entablado
entre nuestra vida y nuestro ornato, y dar una juventud nueva a los gestos más
gastados; gracias a ella luce con un resplandor inédito “el hoy, bello, vivaz y
virgen", Aspiramos a la transformación de lo cotidiano celebrada por Inés en La
Reina muerta de Montherlant: "Siempre lo mismo y me parece que siempre es
la primera vez. Y hay asimismo actos que son siempre los mismos y, sin

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embargo, cada vez que uno los hace es como si Dios descendiera sobre la
tierra".

Por el amor y el odio el mundo se puebla de acentos afectivos opuestos, los


paisajes polares sin color ni contraste hacia los que tiende el aburrimiento (cf.
el "spleen" baudeleriano) se quebrantan por los "caracteres de reclamo` y de
repulsión.

Pero, sobre todo, el esfuerzo se apoya en el deseo; Descartes reconoció, con


fortuna, en ello lo irascible de los escolásticos, y por así decirlo, el sentido
mismo del obstáculo. La punta del deseo despierta a la conciencia al mismo
tiempo que prepara al cuerpo. Puede parecer contradictorio afirmar
sucesivamente que el esfuerzo es el querer desnudo, sin deseo, y que el
esfuerzo se mueve por el deseo. Pero para el querer, la espontaneidad ora es
órgano y ora obstáculo; el esfuerzo sólo afronta alguna resistencia si, desde
otra perspectiva, encuentra la complicidad de dicha espontaneidad. Sólo dice
no bajo la condición del sí. La virtud, en el sentido de los clásicos, ora es un
hábito y ora la inscripción en el cuerpo de la fuerza emocional de los bienes
que amamos. La ataraxia estoica es inhumana en cuanto desconoce la
continuidad del alma y el cuerpo, incluso en la lucha contra el cuerpo. Por el
contrario, Descartes tenía la idea general de la generosidad como síntesis de
acción y pasión. Por encima, acaso, de la complicidad entre el esfuerzo y el
"habitus", dicho autor celebra la fusión del querer y la emoción en la -'alegría".
La alegría es la emoción a la que ya no puedo oponerme, a la que el "trabajo
de lo negativo" ya no puede desgastar; es la floración del esfuerzo; entre ella y
el esfuerzo hay un pacto sin fisura; es asimismo lo que distingue la alegría del
placer: en la alegría se reconcilian el hábito ordenado por el esfuerzo y la
emoción inmanente al esfuerzo 9.

El ser humano aspira a esa cualidad del hábito y la emoción, que harían del
cuerpo la resonancia y, si fuera posible, la expansión espontánea de la libertad.
Esta última síntesis es el límite inaccesible, el término mítico de una dialéctica
de lo voluntario y lo involuntario donde no puede eliminarse lo negativo.

2. El esfuerzo y "la intención motriz"

¿Cómo nos ayuda este análisis previo a comprender la acción corporal


voluntaria? Nos confirma ante todo que no el problema más difícil, pero sí el
más fundamental, es el de la docilidad corporal, es decir el de una conciencia
transitiva --en el sentido en que se hablaría de una causalidad transitiva- entre
el esfuerzo uno y el movimiento múltiple; la oposición entre la resistencia y el
esfuerzo que se refleja sobre ella es una crisis de la mencionada conciencia
transitiva. De modo que la conciencia de moverse, que hemos considerado
"atravesada" por la conciencia de obrar que se concluye en la obra, es, si
podemos decirlo así, conciencia atravesante: es el pasaje de la idea al
movimiento. Pero, al mismo tiempo, nuestro análisis orienta hacia la solución
de tal problema y de las dificultades técnicas que lo erizan. El esquema de
interpretación que aplicaremos será el siguiente: el esfuerzo mueve el cuerpo a
través de "intenciones motrices" figuradas por el plano intermediario del deseo
y el hábito; en efecto, el esfuerzo retoma por su cuenta lo irascible, es decir lo

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involuntario impulsivo del deseo, y utiliza lo involuntario estructural elaborado
por el hábito. Sin esta "mediación", las dificultades clásicas del problema del
movimiento voluntario quedan sin solución 10. (No volveremos sobre el
obstáculo radical que se opone a la inteligencia del movimiento voluntario, a
saber, el dualismo del entendimiento que remite la intención al pensamiento
inextenso y el movimiento a la cosa espacial).

La discusión se planteará en torno a tres puntos críticos:

1) la distinción entre "la intención motriz" y las sensaciones o imágenes


kinestésicas;
2) la continuidad entre las intenciones motrices y la acción efectiva;
3) la continuidad entre la iniciativa voluntaria y la intención motriz.
Dicho de otra manera, se trata de comprender la acción transitiva del querer
sobre el cuerpo por el carácter práctico y no representativo de las intenciones
motrices; por la toma que ejercen inmediatamente sobre el cuerpo y por su
subordinación inmediata al querer.

1) La psicología toma un mal camino cuando busca interpretar la experiencia


del esfuerzo a través de elementos representativos: sensaciones o imágenes.
Ahora bien, hace esto de dos maneras, sea buscando qué representaciones
tenemos del esfuerzo, sea buscando qué representaciones preceden al
movimiento para que éste merezca el epíteto de voluntario.

a) Bajo su primer aspecto, el problema concierne a las discusiones clásicas


sobre el sentimiento de esfuerzo. Conocemos la controversia entre Maine de
Biran y Ampére, la "teoría de la inervación" de Bain y sobre todo el artículo tan
famoso de W. James donde expone su teoría centrípeta y periférica sobre el
esfuerzo 11.

Ahora bien, desde que se plantea el problema en términos de sensaciones es


difícil no dar la razón a James: no tenemos sensación de esfuerzo apunto o en
tren de lanzarlo al organismo; la sensación sólo revela, sólo puede revelar, el
movimiento hecho; el registro de la sensación es el registro del hecho; además,
el registro de la sensación es el registro de lo diverso; la reflexión aplicada a
sensaciones no puede esperar encontrar un "estado" único, sino una dispersión
de estados, una multiplicidad sensorial esparcida en los músculos, los
tendones, las articulaciones 12. Por principio, la conciencia del esfuerzo escapa
a una descripción de sensaciones y estados; figura una dimensión
completamente distinta. de la conciencia, una dimensión radicalmente no-
representativa, radicalmente práctica. El despliegue del querer en sus órganos
tampoco es una conciencia sensible; con todo, a través de las sensaciones
kinestésicas sucesivas, se dirige hacia una conciencia sensible, es "la
intención" de una conciencia sensible; para decir lo mismo en sentido inverso, a
medida que se produce el movimiento, la sensación es aquello producido por el
esfuerzo. Tal carácter de ser "producido por" no es exterior a la sensación sino
que la cualifica en sí misma y consuma su sentido. La ausencia de intención en
la sensación dada y hacia la sensación naciente es, justamente, lo que
distingue la experiencia que tenemos del movimiento pasivo (impreso a

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nuestros miembros por un agente exterior) frente a la experiencia del
movimiento activo, espontáneo o voluntario; "Aquí, un sentimiento de inercia, la
conciencia de un estado cambiante y, sin embargo, `cerrada' en cada instante,
que por así decirlo mira hacia atrás en el tiempo; allí, la conciencia de un
estado 'abierto' y que mira hacia delante" 13. El momento propiamente activo en
lo sensible depende de esta dimensión práctica de la conciencia que buscamos
aquí separar constantemente de la conciencia teórica (perceptiva,
representativa, intelectual, etc.). Pero la introspección tiende a fijar la
conciencia en la representación. Por otra parte, en el movimiento fácil la
intención motriz se oculta tras la sensación del movimiento hecho; dicha
intención sólo se distingue de la mencionada sensación si la relación de la
"intención" a la sensación se "distiende", se recuesta en el tiempo bajo la forma
de la espera orientada, de la preparación motriz. Una experiencia simple revela
su presencia. cuando me apresto a levantar un peso que se muestra, por fin,
vacío, mi esfuerzo resulta engañado; la sensación experimentada me
sorprende; dicha sorpresa nace del contraste entre la sensación efectiva, que
es semejante a la del movimiento pasivo, y la sensación esperada y preparada.
Esta suerte de "frustración" revela que la intención motriz anticipa la sensación
y que ésta de algún modo la confirma. Se la reconoce a medida, y a la vez, que
se la desenvuelve y se la recibe. Si ahora no olvidamos que la conciencia de
mover el cuerpo se encuentra por su parte retomada a partir de la conciencia
de obrar en el mundo, y que de alguna manera se encuentra atravesada por
ella, es lo mismo decir que el órgano está atravesado por el obrar que decir que
la sensación kinestésica está atravesada por el obrar. Es la intencionalidad del
obrar, dirigida prácticamente hacia la obra, la que consuma el sentido tanto del
moverse como de la sensación que dicho moverse anima. De manera que
podemos afirmar que la psicología de la introspección pasa junto al sentimiento
del esfuerzo buscando algo que no puede encontrar: una representación
espectacular del esfuerzo. Vaciada de su dimensión práctica, la sensación
muscular es de algún modo reducida, si se quiere, reducida a sí misma; ahora
bien, en sí, precisamente, ella no es más que una retrospección inmediata que
revelaría de la misma manera el movimiento pasivo y el movimiento
activamente producido. Pero, en sentido inverso, hay que dar la razón a Maine
de Biran contra Ampére, cuando éste busca una sensación puramente central
del esfuerzo: el sentimiento de esfuerzo sigue siendo el de una acción en una
sensación periférica 14. Es, por fin, en esta acción en una sensación donde
Maine de Biran intentaba hacer entender a su amigo Stapfer la indivisible
unidad: en ella se opera "la conexión del querer y la moción" 15.

b) Bajo su segundo aspecto el papel de las representaciones en la experiencia


del esfuerzo concierne al debate sobre las "imágenes motrices". La intención
motriz ¿se reduce a una imagen del movimiento a producir que tendría el
notable poder de engendrar el movimiento representado?

La discusión en torno al reflejo ideo-motor ya nos ha dado ocasión de precisar


el papel de las imágenes de movimiento en el lanzamiento del movimiento.
Sólo nos queda vincular las conclusiones de ese análisis 16 al problema
presente de las intenciones motrices.

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Nos había parecido que el movimiento no se encuentra ordenado
frecuentemente por una imagen kinestésica inconsciente de dicho movimiento.
No hay por qué suponer una imagen kinestésica inconsciente en la mayor parte
de los casos en que ésta se encuentra ausente. En los saber-hacer
preformados son las propiedades formales de los objetos percibidos, sin
semejanza con el movimiento, las que ordenan a éste; el papel regulador de la
imagen kinestésica parece derivado por transferencia de la imagen de las
señales externas. Con todo, si bien es cierto que el modelo externo tiene un
poder regulador primitivo sobre el movimiento semejante, el papel motor de la
imagen kinestésica puede proceder, asimismo, por transferencia del modelo
externo. La imagen kinestésica sería entonces un caso particular de modelo: un
modelo muscular. Ese papel de las imágenes en cuestión es manifiesto en los
casos en que hay que suplir a las señales y a los modelos visuales deficientes
o ausentes, como en el ciego de nacimiento; otro tanto ocurre en los
movimientos difíciles, en los que todos los sentidos deben cooperar en la
regulación, como en el alpinista, el equilibrista, etc. Uno de los efectos del
ejercicio, ya lo hemos visto, es precisamente suscitar un reconocimiento cada
vez más claro y menos afectivo de nuestro imperio muscular, en suma, una
suerte de introspección muscular. Cuando el cuerpo es bien conocido y cuando
una sensibilidad muscular diferenciada se ha librado de la ganga de afectos
obscuros e impresiones masivas, "el alma, dice Maine de Biran, conserva una
determinación que es una suerte de recuerdo o de idea imperfecta" 17. Tales
ideas son las imágenes kinestésicas, prestas a su función de guía y control.

Por lo tanto, no es cuestión de negar la existencia y el papel de las imágenes


kinestésicas, si bien no producen por privilegio el movimiento; lo cierto es que
lo ordenan al mismo título -y se trata de un título menor- que las señales
percibidas, los modelos percibidos e imaginarios; son una adquisición del
ejercicio, una conquista sobre la cenestesia afectiva. Dicho esto, la imagen
kinestésica, reducida incluso a esté modesto papel, no es con todo la intención
motriz que buscamos. En ésta se trata más bien de una "tensión dirigida" 18,
"un método del cuerpo, una idea realizadora que prescinde de toda imagen,
aunque fuera kinestésica, y que se activa directamente por los nervios y los
músculos en los cuales tiene su punto de aplicación" 19. Hay que comprenderla
como modo activo y no como modo representativo. Los modos representativos,
sensación kinestésica actual e imagen kinestésica anticipante, percepción
atenta a las señales y modelos externos, son como la "luz" de la intención
motriz; jalonan el movimiento difícil, nuevo o mal asegurado. Son tales
representaciones las que se eliminan progresivamente cuando la acción se
automatiza. Sólo nos quedan entonces algunas representaciones-guías muy
fugitivas y esta discreta permisión del querer, indiscernible de la atención en el
miembro que realiza la parte principal de la acción 20. La "intención motriz"
queda entonces prácticamente reducida a sí misma. Llegamos así al
movimiento voluntario fácil y familiar que evocamos al comienzo de la discusión,
el movimiento de cabeza o de brazo por el cual experimento mi libertad motriz:
la moción voluntaria es entonces "la intención motriz", apenas esclarecida por
imágenes kinestésicas, tendida entre impresiones kinestésicas dadas e
impresiones kinestésicas nacientes, y aceptada por un dejar-pasar que tiende a
anularse en ausencia de una inhibición.

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Ahora bien, la atención excesiva aportada a las representaciones en el
lanzamiento del movimiento tiene como consecuencia disipar el carácter
transitivo de la moción voluntaria: la imagen no produce nada; sólo esclarece la
intención motriz que la atraviesa, que suele sobrevivirla y que es la única
productora de la acción. Es notable que los psicólogos que han buscado la
diferencia específica del movimiento voluntario en el tipo de representaciones
que lo preceden se han visto conducidos, con frecuencia contra su intención
primera, al dualismo. En tal sentido, las declaraciones de W. James son
características: después de declarar que las. sensaciones y los pensamientos
no son más que abstracciones con relación a la acción, "cortes transversales
de corrientes de pensamiento que tienden á la acción como a su fin esencial",
llega a escribir: "La volición es un acto exclusivamente psíquico y moral y que
resulta perfecto una vez que ha instalado la representación para que resida en
la conciencia; los movimientos consecutivos a dicha representación no son más
que epifenómenos completamente accesorios, que revelan ganglios nerviosos
que funcionan fuera de la conciencia" 21. Pero hay que atribuír esta escisión a
la definición del movimiento voluntario. "Para que un movimiento sea voluntario,
es necesario que su representación preceda a su ejecución" 22. De manera que,
por una parte el esfuerzo queda reabsorbido en la atención a las ideas, cuya
característica es ser ineficaz en el sentido propio, es decir, improductiva; por la
otra, el movimiento resta extraño a la representación: es un reflejo
absolutamente automático -el pretendido reflejo ideo-motor- que sucede a una
atención sin gravitación alguna sobre el cuerpo. Así, separado de la
representación, el movimiento voluntario se torna indiscernible del movimiento
automático. Y sólo difiere de él por un antecedente exterior.

Pero al mismo tiempo que el movimiento resulta separado de la representación


y a punto de ser remitido al fisiólogo, se impone a la acción voluntaria un
criterio psicológico demasiado estrecho y se excluyen los movimientos
voluntarios fáciles, automatizados en su ejecución, soltados por el simple dejar-
pasar y sin representación previa ni de sus articulaciones ni de su diseño
corporal, -esos movimientos que hemos llamado con Ch. Blondel
"automatismos despiertos" 23.

Este fracaso autoriza a Ch. Blondel a buscar el criterio del movimiento


voluntario no en sus antecedentes psicológicos sino en su oportunidad, es decir
en su conveniencia social, la que considera el único común denominador entre
los movimientos difíciles del alpinista y los movimientos automáticos del
fumador que arma un cigarrillo charlando.

El recurso de la intención motriz al débil querer permisivo dispensa de esta


abdicación de la psicología. La intención motriz es la acción transitiva-ordenada
o no por una representación del movimiento a ejecutar- a través de la cual un
esfuerzo expreso o un dejar-pasar discreto mueve al cuerpo.

2) Pero ¿cómo mueve la intención motriz al cuerpo? Un elemento de respuesta


nos lo ofrece el carácter jerárquico tanto de los deseos como de los esquemas
y ajustes que realizan la mediación entre el querer y el cuerpo. Tolman
describió con fuerza dicho rasgo bajo el nombre de "ajustes determinantes", y
luego de "ajuste de comportamiento" 24. Nuestros saber-hacer son esquemas

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prácticos encajados, entre los cuales el más elevado (por ejemplo el ajuste
profesional) es contiguo y continuo a la intención o purpose (por ejemplo la
intención de ganarse la vida); el mismo tiene debajo de él ajustes más precisos
(curiosidad, cólera, más tarde el andar, luego el movimiento de la pierna, etc.).
El purpose es la persistencia misma del ajuste superior "hasta que" un acto
conveniente ponga fin (release) tanto al uno como al otro. De tal modo, "el
ajuste determinante" da cuenta de la variabilidad de movimientos subordinados
aptos para poner fin a un purpose.

Este cumplimiento variable se conforma por una parte con el criterio


esquemático de los saber-hacer adquiridos por el ejercicio, tal como los hemos
descripto en el marco del hábito, por la otra con la organización de nuestros
"gustos" y de nuestros "deseos" mediante grados crecientes y decrecientes de
generalidad. Tanto la psicología de la afectividad como la psicología de la
acción convergen hacia las mismas descripciones.

Desde el punto de vista puramente motor, nuestros saber-hacer son métodos


escalonados desde "aptitudes" muy vagas, pasando por "esquemas" generales,
hasta llegar a los saber-hacer especificados y a los automatismos
especializados.

Desde el punto de vista afectivo, nuestros ímpetus se encuentran igualmente


escalonados desde "aspiraciones" y "gustos" muy indeterminados, pasando por
"tensiones" generales, hasta llegar a los "deseos" precisos que nos mantienen
alertas ante la proximidad de una "dificultad" de concretez creciente. Los
trabajos de Lewin y sus discípulos ofrecen una notable ilustración de esas
resoluciones por la acción. Tales trabajos se encuentran en gran parte dirigidos
contra las teorías asociacionistas de la acción que explican su
desenvolvimiento por asociaciones rígidas entre tal stimulus y tal reacción.

En su trabajo principal, Lewin 25 muestra cómo la misma intención (el proyecto


de una conversación) encuentra vías muy variables para satisfacerse; aunque
el proyecto fuera preciso (prevenir a un amigo mediante una carta), una
circunstancia nueva (un teléfono encontrado en el camino) puede dar salida por
otra vía a la tensión del proyecto. Más notables son los casos de un escape, de
acción prematura (el comienzo del curso de acción si la señal se retrasa); o
incluso la reanudación de una acción interrumpida 26; lo que hemos llamado
"cumplir" un proyecto, que hemos examinado desde el punto de vista de las
significaciones vacías y plenas, se presenta desde el punto de vista dinámico
como la satisfacción de una cuasi necesidad. La liberación a través de un
proceso de sustitución atestigua que las fuerzas a liberar se acomodan a
medios relativamente indiferentes. Es así que cuando una acción de travesía
obra como descarga de sustitución (el monograma que tiene valor de
signatura), ocurre que el primer proyecto (terminar un trabajo y firmarlo) se
"olvide". La descarga de sustitución puede ser apropiada (dar la carta a alguien
en lugar de echarla al buzón), parcial (en lugar de recordar una promesa,
anotarla en la agenda), ficticia (el general prisionero, al no tener ya mando,
escribe una historia de guerra), etc. El estudio de la fatiga psíquica o
"saturación" confirma estos análisis 27: esta fatiga que se distingue de la fatiga
muscular, pues un cambio de tarea que ponga en juego los mismos órganos de

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ejecución puede bastar para disiparla, presenta asimismo una jerarquía: puedo
estar fatigado de pintar a un ritmo de 3-5 o de pintar en general o de hacer un
trabajo manual, etc.

Todos estos trabajos poseen un interés considerable, que supera con creces,
por la elección de las tareas y acciones estudiadas, el interés de los trabajos
anteriores sobre las "tendencias reproductivas", basados en tareas mecánicas
y artificiales (listas de sílabas carentes de sentido). Desgraciadamente, la
interpretación física de la noción de "tensión" y la reducción correlativa del yo a
un sistema especial de tensiones hace difícil la utilización de estos excelentes
estudios fuera de la hipótesis central del dinamismo guestáltico. Para
enderezar la interpretación es importante no separar la noción "causal-
dinámica" de tensión de la noción propiamente fenomenológica "de intención",
con respecto a la cual, la mencionada interpretación debe constituís el
diagnóstico objetivo 28. En tal sentido, A. Burloud tiene razón al buscar el
modelo de "la intención motriz" en esas intenciones que pueden captarse en
vivo, cuando buscamos completar un recuerdo en el tiempo o en el espacio 29.
Estas intenciones en obra dentro del plano imaginativo son la clave del
problema de la moción voluntaria: "La acción se encuentra allí como dirigida y
la dirección se muestra activa"; la intención aparece como una "determinación
activa del sujeto, forma del pensamiento en obra, pensante antes de ser
pensado y antes que relación, puesta inclusive en relación" 30. La producción
del movimiento es una realización de intención de esa índole, por movimientos
y no ya por imágenes.

Con todo, el carácter jerárquico del cumplimiento y la comparación con el


trabajo de la intención imaginativa no nos ofrecen más que un elemento de
respuesta, como lo anunciábamos al comenzar. En efecto, el último
cumplimiento de la intención motriz es conocido objetivamente como mecánico
neuromuscular. Dicha mecánica resulta absolutamente ignorada por el sujeto.
El estudio de los saber-hacer preformados y de los reflejos nos ha enfrentado
con las primeras coordinaciones perceptivo-motrices, cuya estructura escapa
enteramente a la conciencia. De tal manera, la realización de la intención se
encadena en última instancia con la organización del viviente, que subordina
ciertos "montajes" motores a ciertas intenciones. Ahora bien, tal organización
sólo se revela a la conciencia a través del sentimiento masivo de estar convida,
de estar afectado por mi situación corporal 31. El diagnóstico objetivo de nuestro
estar-con-vida constituye la fisiología en su conjunto. Aquí, el diagnóstico es
más importante que la confusa revelación afectiva de nuestra existencia
encarnada; y, sin embargo, es esta revelación de nuestro ser-ahí-viviente, por
la afectividad fundamental de la cenestesia, la que lleva al plano del Cogito
todo el sentido de nuestro cuerpo. De tal manera, la intención motriz del deseo
y del saber hacer "se sumerge" en lo involuntario absoluto de la organización.
La relación de lo involuntario relativo (motivos, poderes) con lo involuntario
absoluto (situación como carácter, inconsciente, vida) puede leerse ora como
una relación "de inmersión", como cuando, por ejemplo, la intención motriz
"desciende" a la organización, ora como una relación "de emergencia", como
cuando, por ejemplo, la necesidad "se eleva" por encima de la organización de
los reflejos trópicos y de las reparaciones vitales intra-orgánicas y comienza a
nacer, a punzar como carencia y como ímpetu vivido en dirección al mundo.

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Precisamente, el sentimiento del esfuerzo revela esta delicada articulación. Allí
experimento la sensación como producida por la intención y, a la vez, como
recibida por este cuerpo que me sitúa. El esfuerzo se encuentra en la
confluencia de la actividad que desciende desde el yo en su densidad corporal
y de "la afección simple", como decía Maine de Biran, que siempre me revela
que, incluso en el mayor dominio sobre mi cuerpo, no me doy mi cuerpo. Por
ello la sensación kinestésica, con respecto a la cual ya adelantábamos que no
agota nuestra experiencia del esfuerzo, sigue siendo, como contrapartida, el
medium indispensable de pasividad en el cual se encarna la intención activa
del movimiento 32. Pero esta continuidad jerárquica de intenciones prácticas,
que se especifican de manera creciente y que se encuentran inmersas en lo
involuntario absoluto de la organización, se complica, en el esfuerzo de un
sentimiento de resistencia, por la mutua exaltación de la actividad y la
pasividad corpoporal. Tal contraste se encuentra a punto de obliterar la
conciencia transitiva de la moción voluntaria.

3. Poder y querer

Si bien ahora consideraremos la intención motriz del lado del querer, con todo
debemos subrayar también aquí la continuidad entre la iniciativa motriz del
querer y la tendencia. La intención motriz es el poder del querer. No hay querer
sin poder, pero tampoco hay poder sin un eventual querer. En tal sentido, no
hay diferencia de naturaleza sino sólo de grado entre la iniciativa motriz de los
automatismos despiertos, que se reduce a un discreto dejar-pasar, y el
esfuerzo intenso aplicado a una resistencia. El querer sigue siendo allí una
iniciativa de moción a través de poderes.

Esta reabsorción de la iniciativa expresa en el dejar-pasar implícito es


considerada como un "efecto del hábito". El hábito humano es en gran parte,
como ya se ha visto, propio del querer que recae en la naturaleza; pero, como
contrapartida, es propio de la naturaleza que se subordina al querer como su
órgano. Esta comprensión del querer y del poder uno por el otro es la
conclusión hacia la cual se encamina esta segunda parte, conclusión
expresada por Aristóteles en su célebre fórmula: "La voluntad es movida por el
deseo". El mismo Descartes le hace eco cuando comprende al deseo y en
general a todas las pasiones como una disposición del alma a querer. "Pues
conviene subrayar que el principal efecto de todas las pasiones en los hombres
es que incitan y disponen sus almas a querer aquellas cosas para las cuales
preparan sus cuerpos"33.

Pero es Ravaisson, en su pequeño y extraordinario libro, el que acaso ha


expresado con más fuerza la continuidad del querer y el poder. Parecería que
la naturalización de la voluntad es la condición de su ejercicio en el mundo; la
voluntad sólo reina a través de la voluntad abolida: "Es la espontaneidad
natural del deseo la que constituye la sustancia y al mismo tiempo la fuente y el
origen primero de la acción. La voluntad sólo se hace la forma de la acción, la
libertad irreflexiva del amor hace toda la sustancia... Allí se encuentran el fondo,
la base y el comienzo necesario, se trata del estado de naturaleza, con
respecto al cual toda voluntad envuelve y presupone la espontaneidad
primordial. . . El entendimiento y la voluntad no se relacionan más que en los

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límites, en los fines, en las extremidades. El movimiento mide los intervalos. El
entendimiento y la voluntad no determinan más que lo discreto y lo abstracto.
La naturaleza constituye la continuidad concreta, la plenitud de la realidad. La
voluntad hace a los fines, la naturaleza sugiere y suministra los medios. En
todas las cosas la necesidad de la naturaleza es la cadena sobre la cual se
trama la libertad" 34.

Es esta subordinación la que, por nuestra parte, hemos considerado como el


primero de los aspectos del hábito (siendo el segundo lo involuntario de
facilitación). Como se dijo en el primer capítulo, la estructura del obrar no es lo
que quiero, sino aquello a través de lo cual quiero. El término del obrar es el
cambio en el mundo, son las notas que salen de mis dedos y que de alguna
manera "exigen pasivamente" ser tocadas. No quiero explícitamente la
articulación motriz de mis manos, sino a través de ella la ejecución del trozo de
música. Pero ¿qué significa ese "a través"? Tal interrogante concierne
expresamente a lo involuntario estructural del gesto contraído: una estructura
involuntaria es un poder atravesado por el obrar. Es su sentido como órgano.
Propiamente hablando, no sé cómo hago lo que sé hacer.

Esta situación es normal e incluso esencial a la relación práctica que guardo


con mi propio cuerpo. Es necesario elevarse, para comprenderla, hasta los
primeros saber-hacer no aprendidos: en el primer gesto de todo niño pequeño
que estira el brazo en la dirección del objeto deseado, tanto la conexión interna
del movimiento como su regulación por la percepción ya son un problema
resuelto. Cuando la reflexión despierta el problema ya está resuelto. El primer
gesto torpe ya era el órgano, no querido y no conocido en su articulación, de
una orientación del deseo. Así el enigma del hábito está precedido y envuelto
por el enigma del gesto preformado que ya es una totalidad articulada y
ordenada por percepciones. Ese hecho primitivo de una relación práctica con
mi cuerpo, irreductible a un saber y a un querer, puede de algún modo volverse
a encontrar por el absurdo: en efecto, si debiera saber cada vez el medio
necesario para alcanzar un fin, debería tener una conciencia acabada de la
estructura de mi cuerpo, agotar los últimos medios; pero un conocimiento
acabado sobre lo que sea, y ante todo sobre el cuerpo, constituye el principio
regulador de un esfuerzo de pensamiento siempre inacabado; que sería lo
mismo que decir que nunca habría un movimiento voluntario en el mundo. El
movimiento voluntario es un diverso de movimiento que nunca está agotado
por el pensamiento ni recorrido por la intención voluntaria y que, a pesar de ello,
obtiene de una sola vez el. uso del cuerpo. En tal sentido, todo querer supone
un poder que se da como no saber y no querer.

Esta relación del poder y el querer supera con creces al movimiento voluntario;
con toda una parte de mi pensamiento mantengo una relación práctica bastante
semejante a la del pianista con sus dedos cuando se ocupa por entero de sacar
de la nada, "a través" de sus dedos, las notas que el piano sólo guarda como
posibles: del mismo modo, cuando escucho a un interlocutor o cuando hablo,
atravieso la gramática y el estilo y sin pensarlos como tales voy derecho al
sentido. Pensar es siempre animar un saber forjado por pensamientos antiguos
que ;utilizo tomó si fueran una naturaleza intelectual. Allí reside, en el seno del
Cogito más abstracto, la condición de progreso. Sólo formo nuevos

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pensamientos a condición de que existan pensamientos que no formo; no hay
Cogito actual sin un Cogito antiguo y abolido como acto: hay un diverso del
pensamiento, tal como ocurre con el movimiento, que no puede ser recorrido
sino prácticamente sumado cada vez que pienso activamente.

De tal modo, la eficacia de la voluntad es proporcional a la complicación de


esas jerarquías de poderes antes evocadas, desde los métodos generales
hasta los automatismos especializados. A medida que la voluntad destruye
antiguos quereres abolidos, a medida, en consecuencia, que se naturaliza,
puede llevar a fines cada vez más abstractos, es decir, cada vez más lejanos
del diverso del movimiento. Por lo tanto, en un ser capaz de apuntar a lo lejano,
el lugar de esas jerarquías de intenciones ya se encuentra designado;
mediatizan el proyecto abstracto y el diverso del movimiento. Puede verse en la
organización vital una prefiguración y una condición previa35 de esta
complicación de la acción humana. A medida que nos elevamos en la escala
de los seres vivientes, el circuito que va de la acción de las cosas a la
respuesta del individuo se prolonga y, como señala Ravaisson, dicha dilación
es el correlato de la complicación orgánica. Tiene por continuación y por
homólogo en la historia psicológica del individuo la prolongación de
intermediarios entre proyectos cada vez más abstractos y acciones cada vez
más complejas.

Es así como el movimiento fácil por el cual experimento mi libertad resume toda
la historia que permite al poder de pensar lo lejano eximirse de dar respuestas
inmediatas y a la voluntad abstracta abolirse como órgano de sí misma. Por
eso podemos afirmar asimismo que nuestros poderes más generales son una
suerte de voluntad constituida con relación a la voluntad constituyente o que
nuestra voluntad deviene la forma de nuestro cuerpo 36.

Subordinándose al querer a título de poder, lo involuntario de estructura se


muestra asimismo como involuntario de facilitación. Aparece aquí la identidad
de naturaleza entre el esfuerzo y el dejar-pasar. Cuanto más dócil el poder,
más apto para ser conducido por un querer débil y, de alguna manera', liminal.
La posesión voluntaria del cuerpo se torna un control insignificante; pero acaso
sea allí donde el querer se muestra como lo más notable37. Uno de los
inconvenientes de la introspección experimental ha sido el sobrevalorar la
forma cargada de significación del esfuerzo y dejar de lado la forma discreta de
la moción voluntaria, que es un simple "mantenimiento" vigilante de la
conciencia, recíproco de la disponibilidad de su cuerpo. Esta voluntad corriente
de vigilancia y de permisión, este esfuerzo en sordina, anuncia una armonía
inesperada entre querer y poder y la graciosa improvisación de una naturaleza
no dividida entre su humanidad y su vitalidad.

Es posible asimilar esa relación entre el esfuerzo y el dejar pasar a la relación


de la actualidad y la potencialidad, tal como la revela el campo de la atención.
Husserl ha insistido mucho en el carácter universal de dicha relación: el flujo de
lo vivido, dice, no puede estar constituido por puras actualidades38; esta
distribución de acentos, bien conocida en el orden de la percepción, debe ser
extendida a todas las operaciones del Cogito; hay recuerdos, juicios y deseos
marginales, un querer inactual. Toda vez que percibo, juzgo o quiero, hay algo

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que resulta co-percibido (mitgeschaut), co-juzgado, co-querido, algo de lo que
no me ocupo expresamente. Los automatismos despiertos son auténticas
acciones voluntarias "en el horizonte" del querer; por error se las llama
inconscientes o absolutamente involuntarias.

Lo propio de los actos marginales (o inactuales, si puede afirmarse tal cosa con
respecto a un acto) es poder volverse actos focales en virtud de la implicación
temporal entre el campo potencial y la mirada actual. El fumador que arma
maquinalmente un cigarrillo sabe bien que lo hace "expresamente", pues es
capaz de reconocer su acto como suyo y de retomarlo como acto focal. No hay
necesidad de recurrir a una interpretación sociológica para comprender el
carácter voluntario de tales automatismos despiertos. La posibilidad de
convertir el querer débil en querer fuerte atañe a la. unidad del dejar-pasar y del
esfuerzo. En cierto sentido, es el querer fuerte el que da a comprender al
querer débil; pero, a la inversa, el esfuerzo es una reiteración reflexiva del
querer débil que oculta el sentido de la moción voluntaria; asimismo, con la
mayor frecuencia, es el querer débil, potencial, el que muestra mejor la
continuidad entre el querer y el poder y la acción transitiva del querer en el
mundo "a través" del poder.

4. Límites de una filosofía del esfuerzo: esfuerzo y conocimiento

Hay una tentación ante la cual pocos filósofos se han resistido: la de extraer
una teoría del conocimiento de una reflexión sobre la acción, la de derivar el
ver del hacer. El conocimiento ¿no se encuentra acaso ligado a una acción y
no es acción él mismo? El mundo ¿no es acaso un conjunto de resistencias al
contacto con las cuales el yo se reflexiona de tal suerte que pone el no-yo
como oponiéndose a él? Inmediatamente aparece la figura de Maine de Biran,
que, del "hecho primitivo" del esfuerzo, ha creído poder extraer toda una teoría
de la percepción.

Es útil recordar que una filosofía del esfuerzo no basta para constituir una
teoría del conocimiento. Hay pues una frontera en nuestro problema, que
hemos de reconocer: el límite en que una teoría de la acción ya no puede
darnos la presencia del mundo.

El conocimiento envuelve cierta acción, y la atención es en tal sentido una


especie del esfuerzo; los órganos de los sentidos son órganos que muevo; veo
mirando, oigo escuchando, huelo inspirando, toco explorando, palpando,
capturando y envolviendo. Por un esfuerzo difuso me mantengo despierto; por
un esfuerzo localizado acojo una forma pictórica, una melodía o el aroma de
una rosa. En todo ello, el esfuerzo no produce nuevos efectos, sino que
siempre se limita a mantener a raya a la masa de músculos contra las acciones
atravesadas por la emoción y el hábito. Como todo esfuerzo mantenido, la
atención no es un acto que concluya en el órgano; no percibe por sí misma; se
encuentra atravesada por la orientación hacia la cosa: la atención es atención
a... ; no me ocupo de mí mismo sino de la cosa. Nada de extraordinario hay en
esto. Por el contrario, lo nuevo es que la intencionalidad más vasta en la que
este esfuerzo se pierde no es la del obrar sino la del conocer; el ligero esfuerzo
de mirar se pierde en la presencia del objeto visto. Este tipo de esfuerzo en el

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cual el conocer absorbe enteramente la acción del sujeto es, hablando con
propiedad, la atención. Sus modificaciones tienen por correlato las
modificaciones del aspecto mismo de las cosas ("claridad" atencional, "relieve",
etc.).

Tengo la obscura conciencia de que algo depende de mí en la apariencia del


mundo; pero no se trata de que el objeto sea tal o cual: todo mi poder reside en
interrogarlo, volviéndome a él o volviéndome de él, extrayendo del fondo tal o
cual carácter o dejándolo deslizarse. La única iniciativa que tengo es explorar
mi universo, orientar la duración en la cual "se esbozan" progresivamente los
objetos. Esta iniciativa en la exploración distingue a la atención voluntaria de
una atención pasiva, en la que me encuentro absorbido por el objeto, ocupado,
capturado, acaso incluso fascinado por él; pero esta iniciativa no produce, con
todo, lo esencial de la percepción que es propiamente el ver, el oír, esencial
que se relaciona con la presencia de la cosa. He aquí el límite de principio para
una psicología del esfuerzo; hay un momento en que la acción se borra ante el
conocer y se hace su sierva, en que el esfuerzo se hace acogida del mundo,
ingenuidad interrogativa; el hacer arma al ver, pero para convertirlo en más
dócil, en más disponible. La atención es el homenaje que el esfuerzo rinde al
reino del conocimiento; y tal reino tiene sus propias exigencias que no es
posible derivar de las propiedades de la acción; el orden de las presencias
tiene sus leyes irreductibles a las leyes de las acciones y las pasiones.

A la luz de estos principios podemos cuestionar la tentativa de Maine de Biran


que pretendía extraer lo esencial de una teoría del conocimiento de una
meditación sobre el esfuerzo. No es posible reducir la presencia del mundo al
conjunto de los límites, de las resistencias que encuentra nuestro esfuerzo.

Conocemos la tesis de Maine de Biran: sin un esfuerzo aplicado al órgano del


sentido, yo no conocería nada, me volvería solamente tal o cual impresión,
pero no lo sabría; entendemos por ello: 1º, que dicha impresión no llevaría la
marca de un objeto externo; 2º que no se relacionaría con ningún órgano
ubicado en el cuerpo; 3º que no sería esclarecida por la conciencia que se
percibe a sí misma39. Sólo el esfuerzo que se aplica a un término orgánico más
o menos resistente da origen tanto a un sujeto bue se percibe a sí mismo como
a un sentimiento de la localización de la impresión sensible y a la creencia en la
exterioridad de la cosa resistente. Maine de Biran trata pues al elemento
propiamente cognitivo de la percepción como una afección que por sí misma no
es presencia de la cosa, no tiene intencionalidad, sino que constituye un modo
del sujeto, que por otra parte éste no percibe como tal sino que experimenta o,
mejor aún, "se torna" tal.

Sólo por el esfuerzo "todo se relaciona con una persona que quiere, obra, juzga
sobre el resultado de sus actos, distingue por contraste los modos forzados de
la sensibilidad pasiva de aquellos que produce por un querer y que, de tal
modo, puede adquirir, sea directamente a través del tacto, sea por una suerte
de inducción (con el ejercicio de cualquier otro sentido), la idea de alguna
existencia o fuerza extraña concebida a partir del modelo de la suya propia "40.

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Dignidad considerable del esfuerzo, que engendra a la conciencia de sí mismo
y, en contraste con ella, al conocimiento del mundo qué no soy yo.

Podemos discernir una suerte de jerarquía en esta inducción del no-yo: éste se
revela progresivamente como límite vago, como contraste y sobre todo como
resistencia al esfuerzo; es así que en el olfato únicamente por el esfuerzo
voluntario olfativo puede el aroma de la rosa convertirse en percepción por
primera vez; en cuanto la impresión del olor no siempre responde al esfuerzo
que hago por atraparla, el esfuerzo se distingue de la impresión; "hay una
escisión entre los actos que el yo experimenta produciéndolos y las
modificaciones que experimenta sin producirlas." Entonces "la resistencia al
deseo debe conducir no al conocimiento, sino a la creencia de que algo existe
fuera del ser sintiente, no la percepción, sino la persuasión de un no-yo” 41.

Esta vaga existencia sugerida por el olor está inducida de un modo mas neto
por el ejercicio del oído, cuya parte motriz es propiamente la voz: los so-nidos
que no produzco son remitidos al no-yo por simple contraste, a través del
índice totalmente negativo que confiere la "ausencia de esfuerzo”42.

Con el tacto activo triunfa la interpretación biraniana del conocimiento exterior:


sin ningún elemento propiamente representativo del tacto y por la simple
experiencia de la resistencia, el tacto activo constituye una relación directa,
fuerza contra fuerza, con un afuera resistente: "El tacto activo establece por sí
solo una comunicación directa entre el ser motor y las otras existencias, entre
el sujeto y el término exterior del esfuerzo, pues es el primer órgano con el cual
la fuerza motriz, estando constituida ante todo en relación directa y simple de
acción, puede constituirse aún bajo esa misma relación con las existencias
extrañas”.43

Por lo tanto, el mundo no es más que la resistencia a nuestro imperio; las


sensaciones propiamente dichas del tacto (lo rugoso y lo pulido, lo frío y lo
caliente, lo seco y lo húmedo, etc.) no hacen más que vestir ese nudo de
resistencia y se reducen al papel de signo de la acción posible.

Existir es obrar: eso es cierto tanto con respecto al yo, por el esfuerzo, como
con respecto a la cosa, por la resistencia que me opone. "El primer juicio de
existencia está tejido sobre la apercepción del esfuerzo, constituye en una
misma intuición al sujeto del esfuerzo y al término extraño que existe como
fuerza única de resistencia; por ello... el yo se torna capaz de conocer sus
propios límites y de circunscribirse”.44

Es así como puede verse que en una filosofía del esfuerzo se encuentra
envuelta una filosofía de la percepción, que la posición del mundo está
implicada en "el juicio o la relación simple y primitiva de existencia personal”45 ,
que la existencia del mundo está implicada en la apercepción del esfuerzo.

Uno podría preguntarse si Maine de Biran no ha perdido lo esencial del


conocimiento, si no ha reclamado demasiado a una reflexión sobre el esfuerzo
y la resistencia. Lo esencial de la percepción no es descubrirse en la
prolongación del esfuerzo, sino de acuerdo con una línea absolutamente

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original y, podríamos decir, adinámica. La pareja acción-pasión, esfuerzo-
resistencia, no gobierna exclusiva ni esencialmente mi relación con el mundo;
hay un misterio propio a la presencia del mundo en la percepción, un misterio
de la intuición sensible que no se deja reabsorber en el esfuerzo. La existencia
de la cosa no es la pura contrapartida de mi existencia como fuerza; existir para
la cosa es estar ahí para mí; para decirlo de otra manera: ser percibido no es
una forma de pasividad o de inercia, de resistencia a mi acción; un objeto no
obra, es percibido; objeto no es no-yo, sino presencia de lo otro.

Precisamente, porque la relación intencional de conocimiento no se reduce


esencialmente a la pareja acción-pasión, porque conocer no es ni obrar, ni
padecer, la percepción puede ser vivida ora en el modo pasivo, ora en el modo
activo; la atención pasiva (y, en el límite, la fascinación) es a la vez receptividad,
en cuanto conoce, y pasividad, en cuanto no conduce la duración del objeto
sino que resta cautiva del mismo; por el contrario, en el esfuerzo de atención, la
percepción es receptividad por su adherencia al objeto y actividad por su
inherencia al esfuerzo, es decir por la iniciativa del sujeto que se orienta y
mueve su cuerpo para hacer girar el objeto. (Los escolásticos distinguían
justamente el punto de vista del ejercicio, que es el del esfuerzo o la pasividad,
y el punto de vista de la especificación, que expresa la determinación del
conocimiento por su objeto; desgraciadamente, de otra manera han cedido a la
tentación del realismo ingenuo y, finalmente, han tratado la relación intencional
como otra especie de acción y de pasión.)

Este desconocimiento del sentido propiamente representativo de la percepción


conduce a Maine de Biran a subestimar a la atención: en cuanto la presencia
del mundo no es una dimensión original del Cogito sino un momento derivado
del esfuerzo por la experiencia de la resistencia, la atención que se da como un
completo denudamiento ante el objeto ya no puede ser más que una suerte de
reflexión o de apercepción de sí mismo, pero invertida y alienada; se dirá que el
esfuerzo ya no se percibe más en su despliegue, sino que se pierde en el
impulso sensible, "la fuerza ya no se percibe a sí misma más que en el
resultado transformado ".46

La acción se oculta en la pasividad el sentido; la atención es como un


espectáculo, pero ese espectáculo es en realidad como una acción disfrazada,
un engaño del esfuerzo y de la con -ciencia de sí- que se calzan la librea de la
existencia extraña. La atención triunfa con la vista, mientras que el esfuerzo se
revela sin alteración en el tacto activo e incluso en el oído y el olfato.

Y sin embargo Maine de Biran estuvo a punto de reconocer los límites de su


teoría del esfuerzo' y la originalidad de una pura receptividad: en efecto, la.
vista tiene de notable que las impresiones pasivas son muy poco afectivas; el
esfuerzo es casi nulo y pasa "como inadvertido en su despliegue poco
intenso"47 de manera que la percepción simple u objetiva alcanza su maximun
de pureza cuando la afección tiende a cero y cuando el esfuerzo es casi nulo.
El filósofo de la acción no ha dejado de extrañarse: "El individuo no siente ni
obra y sin embargo el fenómeno de la representación se consuma; hay un
objeto exterior o interior, pasivamente percibido. Aquí la idea de sensación
parece existir por sí misma y venir ya hecha desde afuera ".48 El filósofo debe

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conceder que el objeto visual no es sentido sino representado; se esfuerza por
mantener esta función representativa como propia del sentido de la vista,
reserva hecha al tacto que se emparienta un poco con ella. "Ahora bien, si el
afecto es défil, el esfuerzo también lo es, pues el ojo es el órgano menos inerte;
asimismo el esfuerzo no es reflexivo sino que sólo se lo percibe en el modo
representado. Y la atención se vincula a ese modo como a su elemento
propio".49 En realidad, Maine de Biran ha presentido aquí esta acogida, esta
receptividad pura, que no derivan ni de la acción voluntaria ni de la afección
pasiva y que constituyen el percibir mismo; una reflexión sobre los diversos
registros sensoriales revelaría en cada uno de ellos la presencia irreductible de
esta receptividad. Lejos de agotar el problema del conocimiento sensible, una
exploración de las modalidades activas y pasivas de la percepción ni siquiera
permite plantearlo correctamente. Únicamente en función de la representación
pura alcanza todo su sentido el esfuerzo de atención, como una acción en el
seno de una presencia. De ningún modo su carácter de espectáculo y de
acogida constituye una degradación del esfuerzo.

Estamos ahora en condiciones de apreciar la significación de la filosofía del


esfuerzo dentro de sus propios límites.

1º El rechazo que hemos señalado a la posibilidad de derivar una teoría del


conocimiento de una teoría del esfuerzo tiene un alcance incalculable: la clave
del problema de la verdad no reside en una meditación sobre la voluntad; una
filosofía de la voluntad no tiene derecho a tornarse un voluntarismo y a ejercer
una suerte de imperialismo sobre todos los otros sectores de la reflexión
filosófica; descubrir el "yo puedo" en el "yo pienso ", no es sacrificarle el "yo
veo"; hay una "teoría", es decir un ver y un saber que la voluntad no produce.
No hay que reclamarle a una línea de reflexión más de lo que puede dar.

2º Como contrapartida, una elucidación de los modos activos y voluntarios de


la percepción sigue siendo de considerable interés desde un doble punto de
vista:

a) Hay que tomar conciencia de lo que hay de voluntario en el conocimiento


digno de ese nombre para desestimar las pretensiones de un sensualismo
superficial que haría del yo un simple diverso de impresiones sensibles, un
"polípero de imágenes''; si todos los actos del Cogito son irradiaciones de un
mismo yo, es porque participan de una unidad de esfuerzo, de una discreta
tensión que nos mantiene despiertos, alertas y concordantes con el mundo. La
mirada revela al ver como acto. Aquí Maine de Biran es invencible.

b) La misma reflexión que nos libra del sensualismo nos libra también de un
intelectualismo atento sólo a las estructuras impersonales del conocimiento
(categorías del entendimiento e ideas de la razón): el filósofo que ha tomado
por tema de meditación las condiciones universales que hacen posible al
conocimiento en general siempre corre el riesgo de perder de vista el núcleo
personal del "yo pienso". El esfuerzo de atención que nadie puede hacer en mi
lugar da a conocer su marca personal de "yo" y revela allí una acción solitaria
al mismo tiempo que una función universal. Todos los modos del Cogito son

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justiciables del esfuerzo: es su común inherencia en el "yo quiero" lo que los
une al destino único e irreemplazable de una persona.

No hay que sacrificar ninguno de los dos aspectos de la atención: por una parte,
el esfuerzo se humilla ante las presencias; por la otra, el esfuerzo une tanto el
conocer como el obrar al mismo Cogito vigilante.

NOTAS

1. Citado por Maine de Biran, Mé- 6. Carta a la princesa Elisabeth, 15


moire sur la décomposition de la pen- de sept. 1645. sée, ed. Tisserand, t.
111, pág. 190.
7. Los pensamientos que fortifican
2. Tratado de las pasiones, art. 46.' "la disposición del ánimo" son
"acciones
3. ¡bid. Descartes agrega: "Por el de virtud y, a la vez,
pasiones del alma '%
éxito en estos combates cada uno pue- Tratado de las Pasiones, art. 161. de
conocer la fuerza o la debilidad de su
propia alma", ¡bid., art. 48. 8. Sobre el hábito como embotamiento de lo
negativo, Hegei, Morceaux
4. Alain, Idées, sobre Hegel, págs. choisis, trad. Lefébvre y Guterman, pa
248-252. "Hay locura en la conciencia rágr. 147, pág. 217. natural. . ., la
primera conciencia es una
conciencia enferma. . . el hábito es el 9. Es notable que la alegría de la "ge
momento de la liberación." nerosidad" sea la última expresión del Tratado
de las Pasiones, con respecto a la 5. Ensayos, II, XXIX. cual Kant mismo
retiene un eco en el
sentimiento de lo sublime, y que sirve 20. Cf. más arriba, el corto circui
asimìsmo de conclusión a los grandes to percepción-acción en las
operaciones
textos bergsonïanos como La evolución automatizadas. creadora y La intuición
filosófica.
21. W. James, Précis de psychologie,
10. Burloud, o.c., págs. 95-119, 389- págs. 563, 568, 598. También: "El es
392. fuerzo moral no es transitivo entre el
11. W. James, Lesentimentde l'éffort. mundo interno y el mundo externo",
Critique philosophique, 1880, t. 11. Le sentiment de l'effort, Crit. phil_ pág.
1880, t. 11, pág. 123.
12. Bourdon, Les sensations, Nouveau
Traité de G. Dumas, t. 11, págs. 112-120. 22. O.c., pág. 584.
13. Bu rloud, o.c., pág. 99. 23. Ch. Blondel, Les volitions, Nouveaux traité... de
G. Dumas, t. VI, págs.
14. Correspondance d Ampère et de 387-395. Maine de Biran, ed. Tisserand,
t. VII,
pág. 383, y Revista de metafísica y mo- 24. Tolman, Instinct and 217-233,
ral, 1893, pág. 317-9. Ps. rev., 27, 1920, págs. 217-233; Purposive
Behavior in animals and men, 15. Respuestas a Stapfer, Morceaux cap.
XIII-XIV. Cf. asimismo la idea de

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choisis de Maine de Biran, publicados —pianos de conciencia" que atraviesa
el
por H. Gouhier, págs. 236-7. Lo que de- esfuerzo: Bergson, L'effort
intellectuel,
bilita la doctrina de Maine de Biran (ade- L'energie espirituelle, cap. VI.
más de la sobrevaloracìón de la resisten- 25
cia que ha conducido a los contradicto- . K. Lewin, Vorsat Wi, págs. Be
329
res al dualismo) es que el cuerpo propio dürfnis, Psych. Forsch., 1 926
nunca está claramente distinguido del or- 385'
panismo, del cuerpo-objeto; la noción 26. María Osvianskina, Die Wieder
"de orgánico" mantiene un sentido am- aufnahme unterbrochener Handlungen,
biguo: significa a la vez el objeto de la Psych. Forsch., 1929, págs. 302-379.
En
biología y el plano inferior de la expe- esas búsquedas la interrupción está
pro
riencia interior. Esta ambigüedad se co- Pvocada por una acción comprometedo
munica con la noción correlativa de fuer- ra, una interdicción; un accidente
vejato
za hiperorgánica; el querer no está más rio, una introspección, etc. El autor es
allá del organismo, trasciende el cuerpotudia las resistencias a la interrupción,
las
propio. tentativas de reanudación, las equivalen
16. Véase más arriba, 11 Parte, cap. cias de anudacìón, las anudaciones
debili
l l, 1. tadas o sustitutivas, etc. Cf. por otra parte Zeigarnik, Ueber das
Verhalten van 17. Maine de Biran, Mémoire sur la erledigten and
unerledigten Handlungen,
décomposition de la pensée, éd. Tisse- Psych. Forschung, 1927, págs. 1-86: el
rand, 111, 228, y III, 195; la formación autor estudia particularmente la presión
de la representación muscular es una que ejercen sobre la memoria las accio
conquista sobre la irritabilidad muscu- nes no "descargadas". lar al mismo
tiempo que sobre la afecti
vidad, III, 212. 27. K. Lewin y A. Karsten, Psychische Sattigung, Psych.
Forschung, 1927,
18. A. Burloud, a.c., págs. 96-7. "La págs. 142-255. Sobre la distinción entre
intención motriz es en el plano del cuer-las dos "fatigas:", en el mismo sentido,
po el análogo de la intención imaginati- Ch. Blondel, o.c., págs. 327$. va en el
plano del espíritu", ¡bid, pág.
97 28. Con respecto a esta discusión metodológica, cf. más arriba II Parte,
cap. 19. ¡bid., pág. 210. I y 11.
29. Bu rloud, o.c., pág. 55. citación inicial del movimiento volunta
30. lbid, pág. 57. rio; el método fisiológico permite confirmar nuestra
distinción entre el soltar 31. Cf. más abajo, III Parte, cap.-II, se y la estructura y
mostrar la universali
1, sobre la vida como problema resuel- dad de esta iniciativa del movimiento
to y como tarea. hasta en los gestos más familiares; cf. en
32. —El esfuerzo envuelve dos ele- partic. págs. 400-402 y 410: "No parece
mentos, la acción y la pasión. . . El gs- que la iniciativa del movimiento se en
fuerzo se consuma en el tacto". Ravais- cuentre relacionada con una zona deter

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son, o.c., pág. 23. minada de! cerebro".
33. Descartes, Traité des Passions, art. 38. Husserl, ideen, I, parágr. 35, pág.
40. 61; parágr. 169, pág. 236.,
34. Ravaisson, o.c., págs. 59,50„60-1. 39. Maine de Biran, Mémoire sur la
. Sobre esta noción de condición, décompositión de la pensée, éd. Tisse
35
rand, t. IV (Segunda Sección); cf. en par
cf. III Parte, cap. I. ticular el resumen general, págs. 245-256.
36. Conduciendo hasta el extremo es- 40. Maine de Biran, o.c., t. IV, págs.
ta idea de que el hábito es de la voluntad 7-8. incorporada, Ravaisson veía
en ello el
principio de reconciliación entre el' pen- 41. lbid., pág. 44.
samiento y lo real, "la idea sustancial", 42. Ibid., pág. 59. "el pensamiento en
los miembros". "Con
respecto a esos órganos tales tendencias, 43. Ibid., pág. 102.
que tales se convierten ideas de manera 44. lbid., pág. 115.
progresiva en la forma, el modo de ser, 45. lbid., pág. 125. el ser mismo; la
espontaneidad del deseo
y de la intención se disemina, desenvol- 46. lbid., pág. 30.
viéndose en la multiplicidad de la organi- 47-; lbid., pág. 14. zación", o.c.,
pág. 37.
37. Baruk, Le problème de la volonté: 48. lbid., pág. 14.
nouvelles don nées psychólogiques, J. de 49. ¡bid., pág. 87 (asimismo, pág.
85
Ps. 1939, págs. 397-423: la catalepsia y y 94). la catatonía alcanzan
afectivamente la in

276 / 396
LOS PROBLEMAS DEL CONSENTIMIENTO

Tercera Parte Consentir


El consentimiento y la necesidad
CAPITULO I

LOS PROBLEMAS DEL CONSENTIMIENTO

I. El tercer ciclo de lo involuntario

Las formas de la voluntad, como ocurre con todos los actos del sujeto, se
distinguen principalmente por su objeto y por la manera en que se orientan a él;
pero el conocimiento previo de lo involuntario con respecto al cual dichas
formas son recíprocas ya puede dirigir la mirada hacia las formas más
disimuladas; nuestra atención es atraída hacia la tercera. forma de la voluntad -
el acto de consentir- por la consideración de un tercer ciclo de lo involuntario;
decidir era el acto de la voluntad que se apoya en motivos; moverse, el acto de
la voluntad que conmueve a los poderes; consentir es el acto de la voluntad
que asiente a la necesidad. Damos por sobreentendido que es la misma
voluntad la que sucesivamente se considera desde puntos de vista diferentes:
el de la legitimidad, el de la eficacia y el de la paciencia.

Ese nuevo aspecto de lo involuntario se revela ante todo como un residuo del
análisis anterior; muchas veces nos hemos topado con un conjunto de hechos
que parecían hacer fracasar las tres ideas directrices del presente libro: la
reciprocidad de lo involuntario y de lo voluntario, la necesidad de superar el
dualismo psicológico y de buscar en la subjetividad la medida común a lo
involuntario y lo voluntario, y, por fin, la primacía de la conciliación sobre la
paradoja. Recordemos sumariamente tales hechos, que merecen por
excelencia propia el nombre de hechos; tienen en común el sustraerse tanto a
toda apreciación como a todo cambio por parte de la voluntad; no pueden
compararse como los motivos, ni dar lugar al esfuerzo como los órganos
dóciles.

Toda motivación es, en primer lugar, irremediablemente parcial; cada


conciencia tiene su estilo que la distingue de todas las otras; y dicha parcialidad,
que en cada uno es el carácter, lejos de poder figurar en una escala de valores,
es más bien el ángulo desde el cual los valores aparecen a una conciencia
singular. El carácter no es un valor ni un conjunto de valores, sino una
perspectiva irreductible con respecto a los valores. Un segundo límite a la
motivación lo constituía su irremediable inacabamiento; siempre debo
decidirme en el seno de una obscuridad impenetrable; la decisión suspende de
una manera más o menos arbitraria y violenta un curso de pensamiento
incapaz de alcanzar una claridad definitiva; la decisión nunca es más que un
islote de claridad en medio de un océano obscuro y agitado por virtualidades
inconscientes; una motivación total parece imposible, lo inconsciente sirve de
horizonte a cualquier conjunto de motivos; no es motivo, sino fuente de motivos.
La motivación encontraba un tercer límite en su dependencia con respecto a la
vida; el primer apoyo de los valores lo constituyen, en efecto, las necesidades;
y si los otros valores resultan irreductibles a ellos, deben con todo medirse con

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esos valores de base cuya energía es un dato primero con respecto al querer;
ahora bien, lo notable de ese primer aporte de valor es que constituye al mismo
tiempo la condición para que haya algunos valores: puedo medir mi vida de
acuerdo con otros valores, y según la expresión de Platón, "cambiarla" por ellos;
pero es necesario que me encuentre con vida para nutrir el proyecto y la
realización del sacrificio: al suprimir la vida, el sacrificio suprime todos los otros
valores; esta dependencia de la voluntad con respecto a la vida aparece de un
modo todavía más simple: cierto estado de mi vida es siempre el trasfondo de
todo pensamiento voluntario; es trivial decir que la enfermedad, la fatiga, el
sueño alteran la cualidad de decisión y de esfuerzo del ser humano; la vida es
lo dado que permite que ciertos valores sean para mí.

Desde otra perspectiva, el estudio del esfuerzo nos enfrenta con las mismas
dificultades; toda eficacia tiene sus condiciones y sus límites en el carácter, lo
inconsciente y la vida; puede acrecentar y cambiar mis poderes, pero lo hago
de acuerdo con una fórmula que es mi manera de ser eficaz, más que el
término sobre el cual se aplica dicha eficacia; ese mismo carácter que, hace un
momento, hacía a la parcialidad de la motivación, es asimismo la incoercible
manera de ser de mis poderes y de mi propio esfuerzo. Las virtualidades
inconscientes donde se hunden todos los motivos son asimismo la
espontaneidad obscura y oculta que anima a la emoción y al hábito y que
explica las extravagancias, las tenacidades y ciertos aspectos automáticos. Por
último, esta vida sobre la cual se perfila todo valor es, al mismo tiempo, la
fuente de toda fuerza: todo poder se hunde en la vida y aparece superpuesto a
una organización "silenciosa" que asegura las tareas esenciales de la vida
antes de toda reflexión y de todo esfuerzo; el reflejo, que hemos distinguido de
las primeras tomas de conciencia sobre el movimiento, y que no hemos podido
utilizar de ninguna manera en la teoría del hábito y la emoción, es el testigo,
cuando es consciente, de una sabiduría prevoluntaria sin la cual no podría
empezar a querer; comprendemos, sin saber lo que recubre la metáfora, que
toda voluntad es conducida por un conjunto de regulaciones y equilibrios cuyo
desorden o ausencia la disocian o la destruyen; nos basta llevar la mano al
costado para sentir este corazón cuyos latidos nos permiten querer, hasta el
día aquél que nos traicionará. Este corazón que late y que dejará de latir es el
resumen de ese mundo involuntario tan cercano a nosotros y que la vida reúne
para nosotros y en nosotros; es la vida la que nos permite elegir y esforzarnos;
sin ella no seríamos hombres capaces de querer. Llamaremos con el término
general de necesidad corporal esas diversas formas de lo involuntario que no
son ni motivos ni órganos para el querer.

El carácter, lo inconsciente y la vida son las tres direcciones principales de este


nuevo reino de lo involuntario, al menos de lo involuntario corporal: pues la
posición de hecho de las otras voluntades, de la historia y del curso de la
naturaleza, constituye el inmenso contexto de este involuntario invencible;
hacemos aquí abstracción de dicho contexto; con todo, esa abstracción es
imperfecta, pues, por una parte, el carácter, lo inconsciente e incluso la vida
retienen las improntas de otras voluntades y de la historia de los hombres, y la
organización de la vida resume para nosotros y en nosotros el orden de la
naturaleza; por otra parte, la inteligencia de las relaciones de la voluntad con
esta forma de lo involuntario nos da acceso al sentido de la naturaleza tomado

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globalmente con relación a la libertad. En cuanto el mundo en su totalidad es
una vasta extensión de nuestro cuerpo como hecho puro, dicho mundo es el
término de nuestro consentimiento.

II. El consentimiento: descripción pura

1. Estructura del consentir

¿Cuál es, pues, ese acto de consentir que consuma el querer?

Sólo se comprende un acto por su orientación, es decir por su objeto. Ahora


bien, la descripción pura del consentimiento es singularmente difícil. A primera
vista, no parece que haya lugar para un nuevo acto práctico junto a la decisión,
cuya esencia es dirigirse prácticamente pero en el vacío hacia un proyecto, y
junto al esfuerzo, cuya esencia es cumplir prácticamente un proyecto mediante
una acción. Lo que desconcierta es que el consentimiento parece tener el
carácter práctico de la voluntad, pues es una especie de acción, el carácter
teórico del conocimiento intelectual, pues esta acción viene a toparse con un
hecho que no puede cambiar, con una necesidad. Nos arriesgamos, pues, a
discernir la esencia del consentimiento acudiendo a una serie de
aproximaciones, comparándolo con la representación teórica de la necesidad y
con la actitud práctica implicada por la moción voluntaria; inicialmente, no es
posible un lenguaje más directo.

El consentimiento se asemeja, incuestionablemente, a la representación teórica


de la necesidad: "Es así", dice; "muss es sein? Es muss sein". De hecho, los
sabios siempre han entendido el conocimiento de la necesidad como un
momento de la libertad. Corresponde a la grandeza del estoicismo el haberlo
meditado, y es asimismo lo que da a la doctrina mecanicista una significación
ética. Juzgo la necesidad y así me libero; entendámoslo: libero al "yo" que la
juzga1.

Pero el consentimiento no es un juicio sobre la necesidad, pues no considera el


hecho teóricamente; no lo pone a distancia para verlo; no es una visión
espectacular sobre lo inevitable; es una contemplación sin distancia, mejor aún,
una activa adopción de la necesidad. Con lo cual consentir es todavía, de
alguna manera, obrar. Ahora bien, en tanto el juicio sobre la necesidad expulsa
dicha necesidad del sujeto que la considera, el consentimiento la une a la
libertad que la adopta. Consentir es hacerse cargo, asumir, hacer suyo. Sin
duda, habrá que reconocer al único juicio, superado y retenido en el
consentimiento; el consentimiento busca llenar el intervalo abierto por el juicio,
y hacer de la necesidad la expresión y como el "aura" de la libertad. A
continuación mostraremos bastante bien que esta perfección es el límite
inaccesible del consentimiento.

Esta activa adopción de la necesidad arroja al consentimiento hacia los modos


prácticos del Cogito; en efecto, no carece de analogías con la decisión; como
ella, puede expresarse a través de un imperativo: que así sea: extraño
imperativo ciertamente, pues concluye en lo inevitable; al menos, queriendo el

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puro hecho, lo cambio para mí a falta de cambiarlo en sí. Por eso el
consentimiento siempre es más que un conocimiento de la necesidad: no digo,
como desde fuera: "es necesario", pasando de algún modo por encima de la
necesidad; afirmo, sí, que la necesidad sea "Fiat". Lo quiero así.

Pero un imperativo que no concluye en un proyecto, es decir en una posibilidad


nueva suscitada por el ser que quiere que dicha posibilidad sea, un imperativo
que no anticipa un cambio en el orden del mundo de acuerdo con su proyecto,
¿es aún un imperativo? El consentimiento no anticipa nada; podría decirse que
no tiene futuro. Ordena en el presente, y como por retroacción; pues aquello
que ordena ya está allí, determinado. Así, la misma voluntad que se inclina
hacia el futuro y lo decide, es decir, lo separa -aceptación de una situación que
lleva la marca de la anterioridad e invita a considerar las causas que empujan
hacia atrás y no los fines que llaman hacia adelante-. No puedo querer lo nuevo
sin encontrar lo antiguo y encontrarme ya allí. La necesidad es una situación ya
hecha en la cual me descubro implicado2. Si, como lo mostrará el estudio de la
más fundamental de las condiciones de la voluntad -la vida-, es el sentimiento
en el sentido más amplio el que me revela mi situación, puede decirse que el
consentimiento es un imperativo que se resuelve a conspirar con el
sentimiento' . Más adelante diremos cómo concuerdan la elección en tanto
decisión vuelta hacia el futuro y el consentimiento dado a la anterioridad de la
situación.

Esta conspiración de la voluntad con el orden del cuerpo, y más allá del cuerpo
con el orden del mundo, reúne por fin el consentimiento al esfuerzo. Sólo
cambio algo en el texto de las cosas si adopto el contexto implacable de la
necesidad. El mismo tejido de realidad se presta y no se presta a la moción
voluntaria, que presenta lagunas favorables a la acción y le pone extremos
infranqueables. Moverse y consentir es tomar lo real en la plenitud de su
cuerpo para buscar allí su expresión y realización. Consentir es todavía hacer,
como la indica la expresión hacerse cargo, asumir. Es un compromiso en el ser.
Pero está claro que esta semejanza es al mismo tiempo una oposición; el
consentimiento es también lo inverso del esfuerzo; es, expresamente, un
querer sin poder, un esfuerzo impotente, pero que convierte su impotencia en
una nueva grandeza; cuando transformo toda necesidad en mi libertad, lo que
me limita y a veces me destroza viere a ser el principio de una eficacia
completamente nueva, de una eficacia enteramente desarmada y desnuda. Así
el consentimiento, tan próximo al esfuerzo al que viene a prolongar, es al
mismo tiempo su contrapartida.

Una relación del hombre con las cosas muy diferente puede darnos una
imagen aproximada y suscitar una última discriminación en cuanto a su esencia;
la expresión "hacer suya la necesidad" sugiere la comparación del
consentimiento con una suerte de posesión. Lo "mío" lleva la impronta de mí
mismo; es como la irradiación de la persona en las cosas; la posesión, como el
consentimiento, no transforma el orden del mundo sino la relación de ciertas
cosas a mí mismo; el "a mí mismo" se encuentra a mitad de camino entre el
"fuera de mí" y el "en mí"; del mismo modo la necesidad tiene a hacerse la
expresión y como la posesión de la libertad. Pero el consentimiento no tiene la
tirantez y la crispación de la posesión; en efecto, lo que posee tiene siempre

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alguna relación con un goce eventual ante el cual puede corromperse o
alterarse e implica una referencia a otros sujetos que están excluidos de su uso
y que pueden a su vez excluirme; por eso la posesión es la sede de las
pasiones -de las pasiones del tener- y no da cuenta de la esencia del
consentimiento; la necesidad no está destinada a ser consumida, tampoco es
corruptible, ni puede compartirse, envidiarse u ocultarse. La necesidad está
siempre conmigo, y cada uno tiene la totalidad de la vida y la muerte. La hago
mía de una manera inimitable que es propiamente consentir. Más que posesión
sería paciencia. La paciencia soporta activamente lo que padece, obra
interiormente según la necesidad que sufre. El consentimiento es paciencia,
como el esfuerzo es eficacia y la elección legitimidad.

Hemos venido progresando hacia determinaciones cada vez más positivas:


consentir es adoptar la necesidad más que comprobarla; es decir sí a lo que ya
está determinado; es convertir en sí mismo la hostilidad de la naturaleza, en
libertad la necesidad. El consentimiento es la marcha asintótica de la libertad
hacia la necesidad.

Ahora podemos adivinar todo lo que está en juego en el consentimiento: se


trata de la última conciliación de la libertad y de la naturaleza que nos aparecen
teórica y prácticamente desgarradas. Esta conciliación es la que perseguimos
pacientemente a través de las formas de la voluntad. La decisión no adheriría
aun más que al valor de la acción; entre el proyecto de la acción y la acción
que lo inserta en lo real hay aún toda la diferencia existente entre una acción
solamente pensada y una acción efectiva; la decisión proyecta el acto, de
alguna manera, en blanco o en el vacío, sin afrontar la dureza de lo real. El
esfuerzo aparece como la mediación específica entre el pensamiento y la
acción; por el cumplimiento práctico de la decisión, el esfuerzo termina en las
cosas mismas; cuando muevo mi cuerpo, me atestiguo a mí mismo que la
libertad tiene gravitación sobre la naturaleza, que la naturaleza le resulta
relativamente dócil; en suma, realizo prácticamente la continuidad de la libertad
y la naturaleza; pero, además de que el esfuerzo es una lucha con las
potencias involuntarias que sólo ceden a la disciplina, la docilidad de la
naturaleza corporal parece limitada por todos lados por una necesidad
incoercible que a la vez pone coto y soporta esta flexibilidad del orden natural
al magisterio humano. Hemos encontrado tres formas para esa flexibilidad, que
designamos con los nombres clásicos de carácter, de inconsciente y de vida.
Entonces el consentimiento viene a relevar el ensayo imperfecto en el orden de
la moción voluntaria, para estrechar lo real y extender el imperio de la libertad
hasta esa región de la necesidad donde la naturaleza ya no ofrece a nuestra
voluntad la docilidad de los poderes corporales. El consentimiento es ese
movimiento de la libertad hacia la naturaleza para unirse a su necesidad y
convertirla en sí mismo.

2. La dificultad psicológica: el vértigo de la objetividad

La descripción pura suscita más problemas que los que resuelve o, más bien,
muestra el problema resuelto. La conversión de la necesidad en libertad
supone primeramente que hay para el pensamiento alguna proporción entre las
dos formas unidas por el consentimiento; y en segundo lugar que, tras la

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dificultad de entendimiento, no hay una irreconciliable hostilidad práctica entre
la necesidad experimentada en nosotros mismos y el anhelo de nuestra libertad;
por último, que no hay incompatibilidad entre esta nueva forma de la voluntad y
las precedentes, formas que aquélla viene tanto a invertir el sentido como a
consumar. La tercera dificultad es original: hace al acoplamiento último entre
las formas de la libertad. Por el contrario, las dos primeras nos resultan
familiares, sólo que se han ido haciendo mas agudas a medida que nos
elevamos de los motivos y los poderes a la necesidad. La primera -más
psicológica, pues tiene relación con el tratamiento que realiza la psicología
científica de las tres formas de lo involuntario envueltas en la necesidad-
plantea en términos nuevos el problema del dualismo psico-fisiológico. La
segunda, más filosófica -pues se refiere al tratamiento por la filosofía clásica de
las nociones de libertad y necesidad- prolonga el bien conocido problema de la
unión del cuerpo y el alma y concierne a la posibilidad de consentir a la
necesidad.

La oposición entre lo voluntario y lo involuntario es ante todo una oposición


para el entendimiento: lo involuntario parece de derecho requerir un tratamiento
objetivo y no vemos medida en común entre el objeto y el sujeto; ahora bien, la
conciliación entre los motivos y la decisión, entre las poderes y el esfuerzo ha
exigido antes que nada volver a encontrar lo involuntario, que se ofrece
naturalmente como una realidad objetiva entre las cosas del mundo, en el seno
mismo de la experiencia del Cogito; ahora bien, ¿hasta qué punto podemos
volver a encontrar la necesidad en el sujeto? Parecería desde varias
perspectivas contrario a las exigencias del problema: 1º, la condición del
hombre, en lo que tiene de irrevocable, se da a conocer principalmente por el
exterior; la experiencia íntima de lo que llamo carácter, inconsciente, vida, es
grosera, fugitiva, incluso nula; ciertas realidades que recubren esas tres
palabras sólo son conocidas por un observador exterior y por medio de
técnicas científicas apropiadas; el halo de experiencia subjetiva que adhiere
aún a tales nociones resulta rápidamente eclipsado por el conocimiento
objetivo, infinitamente más fino, diferenciado y coherente que el que poseemos
nosotros; 2º, la necesidad parece exigir que el espíritu la ponga fuera de sí
mismo para considerarla y reducirla mediante la explicación, a falta de poderla
domeñar por la acción; una experiencia más íntima parece repugnarle y habría
que aceptar que sólo el retroceso propio de la objetividad le conviene; no es
por azar si los sabios atraídos por la meditación de la necesidad difícilmente se
defienden contra la tentación de adoptar con respecto a todas las cosas ese
retroceso del espectáculo y de la crítica; 3º, la sumisión del cuerpo a la
necesidad sugiere de una manera todavía más apremiante el recurso a la
explicación objetiva; un cuerpo bien llevado que hay que cuidar es como un
buen útil que uno debe mantener; por la nutrición pertenece al ciclo del carbono,
del azogue, etc.; un cuerpo enfermo es como una máquina que uno repara; la
fatiga, el sueño, el sufrimiento libran el cuerpo a las cosas; y la muerte señala
su retorno al polvo, es decir a la más informe de las cosas. Aquí el prestigio de
la objetividad ya no obedece al método, ni a la sabiduría, sino a la urgencia; 4º,
por último, la objetividad es un vértigo, y como tal una pasión. La objetividad
total es para el hombre una invitación a traicionar la responsabilidad que tengo
con mi propio cuerpo; la consideración espectacular de lo inevitable es mi
refugio cuando me descubro carente de querer y cuando tanto la audacia como

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el peligro de ser libre me pesan. Como veremos, la hipóstasis del carácter, de
lo inconsciente, de la vida como naturalezas fundamentales y exclusivas
constituyen un escape para el temor y la pereza, un protexto para no ser.

Parecería entonces que el progreso del vértigo de la objetividad determina el


orden de comparación de las formas de la necesidad, de acuerdo con una
suerte de dialéctica de la alienación. El carácter, lo inconsciente y la vida no se
encuentran en el mismo plano y señalan la regresión hacia una naturaleza más
fundamental en la cual me encuentro más radicalmente abolido. Lo
inconsciente está, de alguna manera, detrás del carácter, como el residuo de la
explicación caracteriológica; la vida está detrás de lo inconsciente como el
principio de toda energía mental; en cada uno de esos planos el prestigio de la
voluntad se disipa en una objetividad más ciega; ¿no soy acaso la proyección
de mi propio carácter? Pero aun ese carácter constituye una ley a mi. medida.
Ahora bien, ¿no es acaso la expresión de fuerzas inconscientes que me
engañan? Y lo inconsciente comienza ya a fascinarme y a espantarme con su
manera de desbordar y abismar la conciencia. Finalmente, la vida es el
terminus de la explicación psicológica; también ella presenta desde la
perspectiva de la psicología y desde el punto de vista de lo involuntario un
nuevo progreso de la dialéctica de la alienación; la vida es ante todo
organización: en tal sentido puede ser para la voluntad la maravilla más
abrumadora; basta considerar uno de esos asombrosos equilibrios hormonales
que regulan el tenor de la sangre en calcio y en agua; parecería que la
conciencia no es más que un fragmento que emerge de una vasta sabiduría
que se ignora a sí misma. Pero esta organización tiene una historia individual;
mi voluntad se encuentra vinculada al hecho muy general del crecimiento; lo
que soy, he llegado a serlo, y he sido "niño antes de ser hombre"; ahora bien,
la infancia es el crepúsculo inicial de la conciencia; procedo de tal puerilidad.
Por último, toda génesis remite a un origen, el crecimiento al nacimiento; yo
que digo "yo", he nacido un día; yo que pretendo comenzar ciertos actos, no
comienzo mi ser; he surgido de desconocidos, a partir de los cuales desciendo
y dependo, y estoy puesto en la corriente inexorable de las leyes de la especie.
Entonces mi ser parece enteramente disipado, volatilizado en el
entrecruzamiento de líneas de las que procedo más radicalmente que de mi
propia infancia, y que hacen remontar mis múltiples orígenes a la primera
época de la vida; ya no soy un ser sino un encuentro entre un número
considerable de combinaciones genéticas posibles; de manera que la
necesidad ha padecido su última mutación y conquistado su último prestigio: se
ha convertido en azar ciego y absurdo.

Proponiendo un orden entre el carácter, lo inconsciente y la vida, el vértigo de


la objetividad impone asimismo la primera tarea, más propiamente psicológica,
a nuestro examen del consentimiento: encontrar el índice subjetivo de la
necesidad en nosotros mismos, la necesidad tal como nos afecta y tal como la
experimentamos cuando la captamos como un modo de nuestra existencia.
Resulta inútil que, para sustraernos a la exigencia devoradora de la necesidad
objetiva, intentemos acoplar tal necesidad con la libertad interior. Esta nueva
forma de dualismo psico-fisiológico es tan insostenible como la que hemos
desechado en el orden de la decisión y de la moción voluntaria. El proceso del
dualismo encuentra aquí su peripecia suprema.

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En efecto, uno está tentado de retomar la relación de causalidad que se intentó
aplicar al pasaje del pensamiento al movimiento, para orientarla en sentido
inverso: nos preguntaremos cómo pueden ciertas condiciones necesarias
imponerse a la voluntad; a ,primera vista podemos pensar que bastaría con
restringir el sentido de la causalidad a la forma negativa de condición sine qua
non; sin vida no hay voluntad; sería la relación que se expresa positivamente
en expresiones tales como infraestructura, basamento, sustento, base, o
permisión. La necesidad sería una causalidad de base que entraría en
composición con la causalidad de revestimiento propia de la libertad, de
manera que lo inferior conduciría a lo superior y lo superior superpondría su
causalidad propia, con lo cual la jerarquía de las causas formaría una serie de
causalidades parciales en donde cada una consumaría a la precedente y sería
a su vez consumada por la siguiente. Esta noción de causalidad parcial nos
suministraría la respuesta apropiada al vértigo de la necesidad; carácter,
inconsciente, organización, crecimiento, descendencia no serían más que los
grados sucesivos y en orden descendente de esta causalidad parcial; la
prolongación de la explicación en ondas crecientes que parecen dispersar
nuestra unidad en la totalidad cósmica actual y en las tinieblas del pasado
geológico de la vida sólo debería extrañar a los espíritus novelescos; pues el
progreso de la explicación señalaría la regresión hacia tanto más incompletas
cuanto más radicales parecen; ese movimiento descendente reclamaría al
contrario un movimiento inverso de composición ascendente de causalidades
parciales, con respecto a las cuales la última -al menos a escala humana- sería
la de la voluntad, que consuma el conjunto de causas subordinadas a través de
la elección y el esfuerzo o, a falta de un cambio efectivo de su dirección, a
través del consentimiento.

Este esquema armonioso es perfectamente ilusorio: la necesidad pensada


objetivamente es el determinismo; pensar el objeto es pensarlo bajo la ley; un
determinismo parcial o permisivo carece de sentido; pensar el determinismo es
pensarlo en tanto total. Mostraremos en cada uno de los planos de la
necesidad que una vez que el carácter, lo inconsciente, la vida, son tratados
como objetos de ciencia, ya no es posible limitar la exigencia y la virtud
explicativa y reintroducir allí una conciencia de sujeto. Esta debe ser
necesariamente un elemento o un producto de la fórmula caracteriológica, una
resultante de fuerzas inconscientes, un efecto de la organización, de la génesis,
y finalmente de la composición genética del huevo original. El determinismo o
es total o no es. No hay conocimiento del hombre que ante todo no tome
conciencia de esta aporía. Para el entendimiento el hiato entre el conocimiento
objetivo del mundo y la experiencia interior de la libertad es infranqueable.
Toda tentativa de componer entre ellos causalidades heterogéneas no hace
más que disimular la paradoja. No hay cosmología objetiva en la que mi
voluntad reducida al consentimiento o incluso al simple juicio sobre la
necesidad pueda figurar como una realidad de grado superior y ser articulada
con las realidades de grado inferior según una relación coherente. La condición
sine qua non es, entre la necesidad objetiva y la libertad, una forma vergonzosa
e insostenible de la causalidad cuyo campo de aplicación sólo va de objeto a
objeto. Este poder reductor de la causalidad, y este fracaso del compromiso,
hemos de experimentarlos en los diversos niveles de la explicación; de modo

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que estaremos invitados por ese mismo fracaso a salvar la experiencia interior
de la necesidad en todas sus formas, donde quiera que nuestro cuerpo no nos
aparezca como fuente de valores o de poderes. Habrá que decir que es
padecer, experimentar lo incoercible, lo inevitable, lo irremediable; la existencia
nos resulta impuesta de diferentes maneras: sólo esta necesidad
experimentada en nosotros mismos puede ser apareada con la libertad del
consentimiento, pues sólo una experiencia interior puede ser parcial con
respecto a la libertad y reclamar un acto de voluntad que la consume. Digamos
a continuación que el esfuerzo por encontrar la. necesidad en el Cogito será
guiado por la consideración de que la necesidad corporal está siempre de
alguna manera mezclada con los motivos y los poderes cuya significación
subjetiva ya hemos encontrado. Esta adherencia de la necesidad a la docilidad
corporal debe advertirnos sin cesar y garantizarnos que la necesidad puede ser
el lugar de nuestra responsabilidad.

¿Ocurrirá entonces que en este reflujo de lo objetivo a lo subjetivo perderemos


el beneficio de los conocimientos de carácter científico que hemos recolectado
en lo que hace al carácter, a lo inconsciente y a la vida? De ninguna manera;
nada experimentamos subjetivamente, si no intentamos, con el riesgo de un
fracaso, pensarlo de acuerdo con la causalidad; el rodeo por el conocimiento
objetivo es necesario; en su límite presentimos lo que es la necesidad para
nosotros y en nosotros. Siempre es cierto conocimiento objetivo el que presta
su lenguaje inadecuado a la experiencia del Cogito. Seremos, pues,
conducidos a retener el lenguaje de la causalidad como un índice de este cerco
tendido a la libertad por la necesidad experimentada subjetivamente; en tal
sentido, nos encontramos determinados por nuestro carácter, nuestro
inconsciente, nuestra vida; es lo que expresa la bella expresión de condición
humana, que afirma la necesidad que padezco por el solo hecho de no haber
elegido existir. Pero no debemos perder de vista el carácter impropio e indirecto
de tal lenguaje: resulta traspuesto del plano de la explicación, donde la
necesidad causal no se encuentra limitada ni consumada por ninguna libertad,
al plano de lo vivido, donde la necesidad es la condición de una libertad; tal
lenguaje sirve para señalar y anunciar una necesidad experimentada de
manera fugitiva y que, por principio, está enfrentada, negada o adoptada por
una libertad. La relación de lo inevitable en el consentimiento es primera, pero
el entendimiento la destruye y reconstruye el orden de lo inevitable de acuerdo
con el esquema objetivo de la necesidad causal en la cual la libertad queda
excluida; el psicólogo se apropia entonces de tales conceptos en los que la
necesidad no tiene recíproco para expresar la necesidad recíproca del
consentimiento. Este uso inadecuado del lenguaje de la causalidad no permite
entonces volver a encontrar la noción de condición sine qua non y emplearla
sin engañarnos. Aplicada ingenuamente, implica la fusión y la confusión de la
necesidad interior, que es parcial y recíproca de la libertad, y la necesidad
objetiva o causal, que carece de límites y de reciprocidad.

La condición sine qua non es uno de los índices de la necesidad que afecta a la
libertad. Pero no es más que uno de tales índices; la posibilidad de recurrir a
otras nociones igualmente inadecuadas atestigua su carácter imperfecto; de tal
modo el lenguaje de la topografía suministra la noción de situación; afirmamos
que la libertad está hundida, inmersa en la necesidad, que la necesidad es el

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lugar de la libertad. Tales representaciones espaciales son evidentemente
impropias; pero su inadecuación tiene la ventaja, sobre las nociones causales,
de ser manifiesta y, si es posible decirlo, sin equívoco a fuerza de ser
equívocas.

Pero la noción de causalidad, una vez restaurada en su sentido inadecuado y


en su uso indirecto, no sólo pierde todo carácter exclusivo, sino que en su
nuevo uso no conviene a todas las formas de la necesidad padecida por la
voluntad. Esta, además, es la necesidad que se sustenta en la perspectiva
limitada del carácter, la que designa las virtualidades inconscientes del espíritu,
la que caracteriza la dependencia de la conciencia con respecto a la vida. Un
análisis minucioso nos llevará a renunciar al lenguaje de la causalidad, incluso
en un sentido inadecuado, para expresar las dos primeras formas de la
necesidad. La perspectiva finita del carácter se encuentra con relación a lo
infinito de la elección y el esfuerzo en una relación a lo infinito expresable por la
idea de condición sine qua non; otro tanto ocurre con las virtualidades
indefinidas de lo inconsciente en relación con la forma impuesta por la voluntad
a todo acto digno de un sujeto consciente. Para resolver estas dificultades
intentaremos recurrir a la antigua noción de manera o de modo finito para el
carácter y de materia indefinida para lo inconsciente. Veremos así que la
función de índice o de diagnóstico de la causalidad no cubre todo el campo de
las relaciones de la necesidad con la libertad.

Nuestra primera tarea será, pues, criticar punto por punto el dualismo de lo
involuntario y lo voluntario a nivel del carácter, de lo inconsciente y de la vida.
Tal será el objeto del capítulo II (La Necesidad Vivida). Sin duda alguna, aquí
más que en ninguna otra parte, la relación de la naturaleza con la libertad es
paradojal; pero, al menos, dicha paradoja habría cumplido su función si,
agotándose a sí misma, consigue designar la adherencia de la necesidad a la
libertad.

3. La dificultad filosófica

La certeza de la conciliación es siempre la razón secreta de la paradoja: de


alguna manera estamos seguros de la unidad de aquello que destruimos en el
instante mismo de pensarlo. La convicción del acuerdo final entre la naturaleza
y la libertad donde hemos visto desde el comienzo el móvil de toda filosofía de
lo voluntario y lo involuntario tiene un sentido específico: tiende a restaurar, en
un grado superior de conciencia y de libertad, la armonía primera de la
conciencia espontánea con su cuerpo más acá de la reflexión y de la voluntad;
esta primera continuidad de la conciencia y el cuerpo es la que hace posible
una conciliación superior, que aparece entonces como una reconciliación: estoy
con vida, soy mi vida. Pero el nacimiento de la reflexión es la ruptura de esta
primera conspiración de la conciencia y el cuerpo; de ahora en adelante el acto
mismo de la libertad será asumir sus razones, sus poderes y sus condiciones,
en una nueva conciliación práctica. Ahora bien, se verá que la unidad previa de
la voluntad con sus raíces caracteriológicas, inconscientes y vitales (unidad que
las tres monografías sobre lo inconsciente, el carácter y la vida habrán
sugerido), parece definitivamente destruida. La inconmensurabilidad, para el

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entendimiento, de la necesidad y la libertad tiene como trasfondo un conflicto
práctico que puede aparecer de dos maneras diferentes pero concurrentes.

Si el entendimiento tiende inevitablemente a arrojar fuera de sí a la necesidad,


es porque ésta es siempre en algún grado hiriente para la libertad. La
necesidad es esencialmente ambigua: lo que es condición es al mismo tiempo
límite, lo que me funda al mismo tiempo me destruye. La necesidad comporta
una negación práctica de la libertad, cuya envergadura posible queda destruida;
nuestra tarea en el capítulo III (El camino del Consentimiento) residirá en hacer
brotar esta experiencia de la negación de todas las formas de la necesidad;
luego de las tres monografías, esta exploración de lo negativo será el polo de
atracción de una visión sintética de la necesidad; esta presencia obscura de la
negación en la necesidad tiene al menos una forma extrema manifiesta (forma
con respecto a la cual habrá que señalar la relación que guarda con las otras):
esta vida que me conduce me abandonará; soy mortal; mi condición envuelve
cierta nada; he aquí la piedra de toque del consentimiento y la última prueba de
la sabiduría.

Este descubrimiento tiene un alcance singularmente más grave que el de la


resistencia de nuestros poderes; los poderes me resisten, la necesidad me
destruye. Ciertamente que el desorden siempre amenazante entre mis poderes
y yo comportaría la posibilidad permanente de lo patológico que llamábamos lo
terrible psicológico; pero la locura no tiene en la vida la urgencia de los males
que nacen cotidianamente de la condición mortal. Aquí lo terrible es lo normal.
Como resultado de esto el sí del consentimiento no puede pronunciarse en el
extremo de la desgracia y la esencia del consentimiento es estar siempre en
camino, mientras que la de la conciliación es permanecer inacabada.

Esta conclusión, que intentaremos fundar en un análisis riguroso de las


diversas formas de la negación implicadas en la necesidad, resulta alcanzada
por otra vía: si la condición del hombre comporta cierta hostilidad con respecto
a la libertad, ésta comporta por su parte una exigencia absoluta diversificada de
acuerdo con los tres límites que sufre. Dicha exigencia, que reclamará un
análisis cuidadoso, tiende a rechazar la voluntad hacia la denegación. La
libertad dice no, ante todo, arrancándose a la desgracia y a la absurdidad;
intenta denegar el pacto que la liga a la tierra. En consecuencia, la última
peripecia del drama de la libertad y de la naturaleza es la más violenta; libertad
y valores parecían congéneres; libertad y poderes comportaban proporción,
libertad y necesidad se niegan mutuamente; por ello, el sí del consentimiento
siempre se reconquista a partir del no.

Ahora bien, ¿por qué decir sí? Consentir, ¿no es ceder, capitular? Nos
encontramos en el último círculo; la psicología resulta aquí infinitamente
superada por opciones que van más allá de ella.

NOTAS

1. Alain, Idées, págs. 199-200. del carácter, de lo inconsciente y de la vi


2. Cf. el análisis de la Befindlichkeit, da; 2', precisar la dialéctica de elección

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del da, del schon, en Heidegger, Sein y de consentimiento a la situación, en
fa
und Zeit, págs. 134-167, 339-346. La no- vor de las descripciones de los
tres ciclos
ci6n de "situación" es común a todos los de lo voluntario y lo involuntario.
"existencia] ismos". Intentaremos, 1', 3. La proximidad de las palabras
(sen
darle un contenido preciso, aplicándola tir y con-sentir) no tiene valor etimológi
al tercer ciclo de lo involuntario, es de- co; sentire tiene en latín un sentido más
cir especificándola mediante una teoría intelectual que nuestro término sentir.

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LA NECESIDAD VIVIDA

CAPITULO II

LA NECESIDAD VIVIDA

I. El carácter

1. Los equívocos del sentido común

El carácter es la necesidad más próxima a mi voluntad. La reflexión más


elemental y la menos elaborada no puede dejar de encontrar dificultades que el
filósofo, a su vez, no puede sino esclarecer y llevar a su máxima virulencia si
no quiere renunciar a las fuentes del entendimiento divisor. El sentido común,
al no saber acordar la libertad de elección y la inexorable limitación por la
naturaleza, afirma sucesivamente una falsa libertad no limitada y no situada, y
una falsa determinación del hombre por la naturaleza, que lo degrada a objeto.
Por una parte forja la concepción fabulosa de una naturaleza humana
indefinidamente plástica en la que no habría más destino y en donde el
carácter mismo sería elegido y podría ser cambiado gracias al esfuerzo; por 'la
otra, reconoce que cada uno muere como es y que no puede "rehacerse"; una
suerte caprichosa ha determinado la porción que le cabe a cada uno y el uso
que puede hacer de ella ya está inscripto en esa misma porción. Lo que el
sentido común no llega a formares la idea de una libertad que es por una parte
una naturaleza, la idea de un carácter que es la manera individual -no elegida y
no modificable por la libertad- de la libertad misma.

Esta incertidumbre y estas contradicciones del sentido común reposan sobre


incertidumbres y contradicciones que podrían considerarse previas.

1. Para el sentido común el carácter es a la vez la señal exterior de cada


hombre, lo que permite reconocerlo, identificarlo en el espacio y en el tiempo -y
su naturaleza propia tal como él la experimenta; por un lado esta marca
individual está establecida desde fuera, tal como una ficha antropométrica-; sin
embargo, el sentido común, que se encuentra más acá del corte entre el sujeto
y el objeto, no duda que mi carácter no adhiere a mí de tal manera que no
puede oponerme a él; mi carácter, soy yo: es mi naturaleza, en lo que tiene de
más estable por encima del cambio de los humores, los ritmos del cuerpo y del
pensamiento. De manera que es a la vez mi señal para los otros y mi existencia
secreta: en un caso tiene la consistencia de un retrato suspendido y fijo, en el
otro es una realidad evanescente que sólo puede resultar capturada en el
corazón de mi acción.

2. Hemos de señalar una segunda vacilación del pensamiento vulgar ante el


enigma del carácter: la misma mantiene en suspenso diversas posibilidades de
método que ninguna ciencia podrá desenvolver simultáneamente, pero aquélla
esboza confusamente sin distinguir; por una parte se intenta comprender el
carácter por adición de rasgos distintos; tales "rasgos de carácter" proceden de
una abstracción muy avanzada, elaborada por la sabiduría cotidiana: expeditivo,

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discutidor, demostrativo, etc.; ahora bien, esas nociones formadas en la
conversación, la epopeya, la tragedia, la elegía, la novela, expresan
posibilidades humanas que, antes de convenir a tal individuo, son pensadas
con respecto al hombre en general tomado en toda su amplitud; voy al
individuo armado de signos, e intento atraparlo en el hilo del entramado cada
vez más apretado que tejo con mis abstracciones; un carácter individual es
entonces una composición de rasgos de caracteres abstractos y universales.
Pero el sentido común une a este procedimiento bastante claro un esfuerzo
más sutil por alcanzar la naturaleza del individuo de una sola vez; se usan
entonces metáforas cuyo poder de sugestión es finalmente más penetrante que
el genio analítico de una combinatoria de rasgos de carácter: así la imagen de
la vitalidad o del ímpetu evoca la prontitud o la facilidad con la cual los
sentimientos y los actos se enardecen, arden y se extinguen; un carácter
excitable, irritable, vivo, difiere por su tempo original de un temperamento
calmo, poco susceptible, lento1; la imagen del nivel permite distinguir
naturalezas deprimidas, aplanadas; la imagen de la profundidad opone seres
superficiales, ligeros, y seres profundos, graves; unos se exteriorizan, otros
viven retirados en sí mismos; las imágenes dinámicas de equilibrio, de armonía,
de desgarramiento, de conflicto, de inestabilidad, de nacimiento y decadencia,
de rigidez y plasticidad, sugieren una fusión de semi-abstracciones de orden
analógico tomadas del mundo de los sólidos, los fluidos, las plantas, las flores y
las mariposas, de la geometría y la dinámica; tales metáforas compensan, por
su poder sugestivo, el espíritu analítico que preside la elaboración de los
rasgos de carácter.

3. La incertidumbre entre lo subjetivo y lo objetivo, entre la intuición indivisa y la


síntesis abstracta, se prolonga en una vacilación entre el individuo y el género;
por mi carácter soy único, inimitable; y sin embargo por él pertenezco al mismo
tiempo a un tipo colectivo, a uno de esos retratos compuestos erigidos por
Teofrasto o La Bruyére; el sentido común, diríamos en lenguaje spinocista,
acumula una filosofía implícita con respecto a las esencias individuales y las
ideas generales.

4. Estas incertidumbres previas culminan en la vacilación fundamental del


pensamiento común con respecto a las relaciones entre la libertad y el carácter,
tal como la habíamos enunciado al comenzar: el carácter ¿es una naturaleza
indefinidamente plástica que permite una libertad sin destino, o es una realidad
determinada de tal manera que contiene en sí el uso mismo que puede hacer
de ella una voluntad que pretendería volver a obrar sobre sus propias
condiciones de ejercicios? El sentido común no sabe cómo aliar lo inexorable y
lo libre.

2. La ciencia de los caracteres: crítica a los métodos

La ciencia de los caracteres separa las ambigüedades del sentido común


optando cada vez por la interpretación espontánea que tenga mayor afinidad
con el método de las ciencias de la naturaleza y que permita asimilar de la
mejor manera el carácter a un objeto estable y exterior al observador.
Tomemos como base de referencia la clasificación y la explicación de los
caracteres realizada por la escuela de Groninguen, de Heymans y de Wiersma2;

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nuestra intención no es resumir los trabajos de los sabios holandeses, sino
mostrar por un examen cuidadoso de los métodos que una ciencia objetiva de
los caracteres plantea el problema del hombre en tales términos, que es
imposible enlazar directamente, el carácter así elaborado científicamente con la
libertad de un sujeto; ese carácter-diagnóstico debe más bien servirnos de
índice para localizar y diagnosticar cierta naturaleza en primera persona, cuyo
estatuto subjetivo es por otra parte muy obscuro, pero que sólo puede ser
relacionada de alguna manera con una voluntad en primera persona.

1. Según la etología, el carácter es por principio un retrato que contiene las


marcas distintivas del individuo para un espectador extraño -un retrato mirado y
destejido del movimiento de una vida interior que lo poseería como en el
trasfondo de sus iniciativas, como envuelto en su acción propia. La ciencia lo
exige así; tal es el sentido del método biográfico y sobre todo de la vasta
investigación estadística3 puestas en obra por Heymans; el esfuerzo por
constituir psicobiografías completas, incluyendo hábitos, aptitudes, pasiones,
virtudes y vicios, disposiciones corporales, etc., supone una objetivación total
del individuo y la suspensión de esa comunicación específica, sólo en virtud de
la cual tendríamos alguna posibilidad de acceder al otro como existencia,
indivisamente libre y necesaria. La ciencia lo exige así, pero con el precio de
una dificultad final: pues nunca habría una relación asignable entre el "Yo
quiero" y una psicobiografía, que no es más que un retrato para otro.

2. Para alcanzar una visión racional y clara, la etología debe sacrificar todas las
metáforas evanescentes por las cuales el sentido común trataba de capturar el
genio indiviso del individuo; intenta reunir al individuo por la combinación y la
permutación de algunas componentes simples. Ya la constitución de un
cuestionario para la investigación biográfica supone una primera elaboración de
abstracciones que permanecen próximas a la observación vulgar; pero las
correlaciones4 mas estables entre los rasgos de carácter, que hacen posible
una clasificación, sólo pueden sistematizarse por medio de un pequeño número
de propiedades generales -emotividad, actividad, secundaridad- cuyas
principales combinaciones suministrarán los tipos caracterológicos principales5;
desde esa perspectiva, la etología supera el estadio descriptivo y tiende hacia
una verdadera explicación de los caracteres representados por su fórmula
desarrollada; por lo menos, la clasificación sistemática y la distribución cuasi
espontánea de los individuos en clases se sostienen mutuamente; por otra
parte, los factores abstractos cuyas permutaciones componen las fórmulas
caracterológicas están ora sugeridos directamente por ciertos rasgos que
figuran en la investigación, ora surgidos de una elaboración más erudita a nivel
de las teorías de psicología general6.

Puede verse la sistematización que esos tres factores aportan a la explicación7;


pero como contrapartida hacen a la etología tributaria de los postulados de una
física del espíritu a la cual, como veremos, sucumbe el libre querer. Ante todo,
la vida mental resulta asimilada a un juego de tendencias, es decir de
realidades mentales consideradas como hechos del mismo carácter que el
movimiento material; sabemos que el acto de nacimiento de la psicología como
ciencia es la elaboración de este ser de razón de estatuto indeciso, semi
subjetivo, semi objetivo, suficientemente subjetivo como para distinguir la

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psicología de la fisiología, suficientemente objetivo como para autorizar un
tratamiento científico de la conciencia, y más especialmente una explicación
causal y determinista; tales son las tendencias que el caracterólogo afecta con
un coeficiente de emotividad, para luego buscar su poder motor y su acción
inconsciente. El segundo postulado es el primado del automatismo sobre la
acción reflexiva y voluntaria8: la actividad es el poder motor de una
representación en la que la impulsividad sólo puede impedirse por la acción
inhibidora de otras tendencias; se considera a la secundaridad un efecto lejano
y subconsciente de las representaciones; función secundaria y amplitud del
campo de conciencia son como los amortiguadores del automatismo primitivo.
Ahora bien, sabemos hasta qué punto se traiciona, en esta imaginería física a
la naturaleza más sutil de lo involuntario. Pero este postulado es coherente con
el primero: es el principio material de una física del espíritu, como la
objetivación del Cogito en nombre de las tendencias es su principio formal. El
tercer postulado es el que define a la conciencia como un fragmento de un
campo más vasto que es lo inconsciente9. Se lo invoca para definir la
secundariedad y la amplitud del campo de conciencia. Más adelante
volveremos a encontrar el sentido de lo inconsciente, pero nunca la conciencia
podrá definirse como la parte de un todo más vasto.

Estos tres postulados de una psicología científica impiden como contrapartida


relacionar directamente el carácter, así recompuesto, con el sujeto libre. El
carácter y la libertad son alcanzados desde dos puntos de vista incomparables:
por una parte, el yo aprehende su propio imperio subjetivo y presiente allí los
límites y las condiciones, pero sin poder tratarlos como un espectáculo o un
retrato; por la otra, el psicólogo nos ofrece una tabla de tendencias erigida
desde fuera y elaborada de acuerdo a los postulados de la física del espíritu.

3. Entonces la etología tiene por tarea alcanzar al individuo a través de su clase


etológica, dispensándose de considerarlo finalmente como inefable en el límite
de una aproximación sin fin; opta por la idea general contra la esencia
individual. Consideremos en efecto las ocho clases de Heymans: tales clases
son ante todo especies empíricas ordenadas por el sesgo de las correlaciones
y sugeridas por la búsqueda misma: en este primer sentido el carácter es una
clase, a la cual el individuo pertenece. En un segundo sentido, más preciso, el
carácter es un tipo medio, un entramado de rasgos que la estadística permite
afectar con coeficientes de probabilidad y un valor heurístico sobre la base de
la búsqueda estadística: en ese segundo sentido el carácter es un tipo probable
al que el individuo se aproxima más o menos. En un tercer sentido, más
preciso aún, el carácter es una fórmula reconstruida sistemáticamente por
composición de tres variables E, A, S; esta triple inteligibilidad de la clase de
pertenencia, del tipo probable, de la fórmula sintética,-atañe a la complejidad
de este ser de razón que uno denomina amorfo, nervioso, apático, etc., y
permite una triple previsión cualitativa, estadística y sistemática) 10.

Detengámonos en estas tres formas de previsión: tendremos así el mejor


acceso a nuestro problema central del carácter y la voluntad. En un primer
sentido, pues, tener tal carácter es pertenecer a tal clase que tiene tal
propiedad y que es un retrato colectivo, una imagen compuesta; ahora bien,
¿cómo se ha obtenido dicha imagen? Por superposición de retratos completos,

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es decir de psicografías que se refieren a la totalidad de las reacciones de un
individuo. Es importante para comprender el enlace con la voluntad; muy a
menudo se dice que el carácter es el conjunto de disposiciones estables
ofrecidas a una voluntad; pero ¿se alcanza acaso algo así como una
disposición a... mediante el método psicográfico? La búsqueda no conduce a
disposiciones, sino a reacciones reales, a conductas reveladoras que por
comparación permitirían clasificarla. Las psicografías de base establecidas por
los investigadores afirman o niegan la presencia de tal o cual conducta en los
sujetos que han observado; es imposible que la imagen compuesta salida de
dichas psicografías pueda revelarnos el carácter como una simple disposición
con relación a un querer soberano, como un instrumento de libertad; en efecto,
¿cómo una media de conductas individuales reales podría dar una disposición,
una virtualidad? Hasta aquí el carácter no designa una disposición del sujeto a
tal conducta, sino su pertenencia a la clase que presenta más frecuentemente
dicha conducta.

Precisamente, el pasaje al segundo sentido es el que no puede dar el cambio:


el etólogo recurre, gracias a la estadística, a la noción de tipo medio que
parece a primera vista suministrar un equivalente científico de la noción popular
de disposición. Tener una veracidad del 32% ¿no es acaso tener una fuerte
propensión al engaño sin quedar con todo completamente librado a esa falta?
Pero observemos cómo se elabora ese juicio de probabilidad: en cada
psicografía individual, el investigador ha respondido por sí o por no a las
cuestiones propuestas; a partir, pues, de juicios atributivos brutos (cualitativos)
son posibles los juicios de probabilidad (cuantitativos). Cuando se dice que el
flemático tiene una tasa de veracidad del 87%, sólo se quiere decir que 87
veces sobre 100 los individuos que sus diferentes correlaciones han permitido
clasificar entre los flemáticos han sido declarados veraces sin matiz alguno; es,
pues, la frecuencia del juicio atributivo dentro de la clase la que se transforma
en juicio de inherencia en el plano del individuo (ese que es flemático tiene una
veracidad del 87%). El método estadístico no da, pues, ningún equivalente de
la noción subjetiva de disposición a...; nunca da más que frecuencias en el
interior de una clase, que a su vez ha salido de una superposición de retratos
globales; la frecuencia de una conducta, tal como la muestran los individuos de
una clase, no podría equivaler a la disposición de un individuo de esta clase
con relación a dicha conducta11.

El pasaje a la fórmula desarrollada (EAS, nEnAP, etc.) rompe el equívoco; la


necesidad se introduce en las correlaciones; la clase empírica no era más que
una imagen compuesta sin necesidad, el tipo probable, una noción estadística;
la fórmula desarrollada tiende a hacer un sistema del carácter, en el que tal
factor gobierna tales rasgos; el individuo que sólo estaba "situado en" la clase y
más o menos "aproximado a" la media es el término ideal de una fórmula
indefinidamente compleja. No hay límite de principio para una explicación de
todos los aspectos de un individuo por los grandes recursos de la emotividad,
de la actividad, de la secundaridad y por aquellos que podría agregarle una
ciencia más desligada. Una vez librado a los métodos objetivos, el carácter
aparece como una totalidad concreta ofrecida a una síntesis ilimitada; es
absurdo intentar introducir allí a la libertad; el determinismo del objeto carece
de límite y de contrario. El inacabamiento de la etología sólo significa que la

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explicación es inagotable, pero no que algo escape a ese tipo de explicación.
Vamos a verificar concretamente estas consideraciones metodológicas
atendiendo a las dificultades de la caracterología frente al problema de la
voluntad.

4. Que la etología deba por necesidad de método concluir en el determinismo


sin límite y sin contrario, que la fórmula caracterológica deba contener la
voluntad misma, tal cosa es fácil de mostrar directamente por el examen de las
investigaciones y de la sistematización etológica. La voluntad queda atrapada
en el entramado de las correlaciones características de un tipo: así
aprendemos que el nervioso es el más impulsivo, el menos circunspecto, el que
tiene menos acuerdo entre sus pensamientos y sus actos, el que tiene el
sentido más débil con respecto a las metas lejanas de su acción, es aquel cuya
acción está sucesivamente comprometida en direcciones contradictorias, el que
está más llevado a diferir, a acobardarse, etcétera. La estadística nos permite
asimismo clasificar los diferentes tipos en lo que hace al espíritu de decisión, la
perseverancia, la aptitud para perseguir tareas lejanas, la tendencia a diferir
una obligación, etcétera12. Por fin, los tres factores fundamentales de la
etología de Groninga deben explicar la voluntad, tanto como el miedo, el
engaño, etc.; la voluntad no es más que una complicación del fenómeno ideo-
motor13; no hay en este punto de vista diferencia alguna entre Heymans y Ribot:
tanto para uno como para el otro, el problema de la voluntad es un problema de
fuerzas en conflicto, en equilibrio y en ruptura de equilibrio. Lo nuevo en la
etología es buscar el principio de las diferencias individuales permanentes en
ciertas constancias caracterológicas; en tal sentido, el estudio comparativo
debe permitirnos evaluar la acción de cada factor14; esas diferencias
constantes se componen por otra parte de manera muy sutil: con frecuencia
hay que considerar las figuras salidas de su reagrupamiento de dos en dos; y a
veces la fórmula de tres términos es directamente original. De todas maneras,
la voluntad es inhibición, composición, integración15.

De tal manera, la explicación del individuo total, voluntario e involuntario, es de


derecho exhaustiva,. aunque de hecho no pueda resultar consumada en razón
de la complejidad del objeto; cualquiera sea la convicción del etólogo en tanto
hombre, para el sabio todo ocurre como si el individuo se redujera a su propio
retrato y su retrato a su fórmula etológica indefinidamente desarrollada.

Le Senne, hemos de admitirlo, propone en su libro citado y en el Traité de


characterologie la síntesis dé una metafísica de la libertad y una ciencia del
carácter. Pero, precisamente, parece que dicha síntesis, a la que por nuestra
parte también aspiramos, se alcanza demasiado fácilmente y oculta serias
incoherencias. Por ejemplo, todo su estudio caracterológico con respecto al
engaño está realizado con lenguaje determinista: se busca "qué influencias
vienen a agregarse a las condiciones de la afirmación de la verdad para
determinar su alteración, como el físico busca qué factores se agregan a las
condiciones de la caída libre para variar su aplicación"16. Pero al mismo tiempo
Le Senne desarrolla la convicción de que el carácter puede ser instrumento de
la libertad: así, el engaño del nervioso, favorecido por la emotividad, la
inactividad y la primaridad, es el mal uso de un conjunto de disposiciones con
respecto a las cuales la obra de arte es, por ejemplo, el buen uso17; del mismo

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modo, la legalidad, la puntualidad del flemático son una trampa de la que
puede resultar el bien o el mal, según la libertad se abandone o se retome18.
Pero, verdaderamente, ¿se ha introducido, una relación coherente entre un
método que tiende a explicar causalmente el engaño y una doctrina según la
cual es la libertad la que se abstiene, permite, consiente, cede? El equívoco
renace sin cesar19 y traiciona la dificultad de enlazar directamente una ciencia
de los caracteres y una metafísica de la libertad. Entre el carácter, que es un
ser de razón, elaborado por el etólogo, y mi libertad concreta no existe más que
una relación indirecta: es necesario que la ecología sirva de mediación al
descubrimiento de un momento subjetivo del Cogito, a cierta experiencia, por
otra parte evanescente, de mi carácter mezclado con mi libertad.

¿Bastará entonces con remitir la etología al objeto y la libertad al sujeto para


resolver la dificultad? De ninguna manera, pues, en el sujeto mismo, algo se
presta a la teoría de los caracteres: soy yo como carácter; y mi carácter no es
una invención de la ciencia, sino un aspecto de mí mismo que no se deja
reabsorber en lo involuntario, con respecto al cual hasta ahora hemos estado
haciendo el balance; se trata de un irremediable del cual no sé dar cuenta sin
alterar la experiencia evanescente que tengo de él. Transportémonos al seno
de la subjetividad: allí descubrimos el nexo de la libertad y del destino y, por
encima de los usos de consumo, el buen uso de la etología.

3. Liberación de la libertad

Cualquiera que tenga un conocimiento superficial de la teoría de los caracteres


no puede evitar jugar con respecto a sí mismo y a los otros el juego de lo
retratos: ¿soy un nervioso? Fulano de tal ¿es un flemático? Es imposible que
este conocimiento objetivo no se revierta sobre mí y quede atrapado por una
dialéctica interior que sólo esperaría la coartada de una ciencia para desarrollar
sus prestigios destructivos; esta dialéctica no deja de esbozarse siempre que
nos detenemos en torno a lo irremediable; el camino es más o menos el
siguiente: si tengo un carácter inmutable e invencible, yo mismo ¿qué soy?
¿No está mi querer inscripto en mi carácter y prescrito por él? Peor aún: la
ilusión de la libertad ¿no será acaso una de sus invenciones más refinadas? Ya
no quiero ser un crédulo; gracias a la etología, de ahora en adelante lo sé; sé
que cada uno desempeña el papel que le impone su naturaleza. Más aún, no
creeré en la etología que mi naturaleza acoge gracias a una feliz combinación
de emotividad y secundaridad unida a una actividad débil. Aquí la conciencia
sospecha y se petrifica, termina, callándose.

Pero esta dialéctica, conducida a su grado más alto de lucidez, suscita al


menos su liberación; alegar un determinismo es encerrarse en él, pero siempre
que no se lo piense intensamente; pensar hasta el extremo mi carácter como
objeto es ya librarme de él como sujeto: soy yo el que lo pienso, yo el que
quiero que sea objeto y que resulte comprendido bajo la ley.

Reconozco que esta dialéctica inversa de la liberación no es más que una


seducción: sólo libera a una libertad formal, trascendental, a esa punta de
voluntad que en cada uno hace del "yo pienso" abstracto un acto libre de
atención; debo aún redimirme como libertad concreta, como imperio sobre mi

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cuerpo, como poder cotidiano de decidir. Al menos el encanto queda roto; se
reencuentra algo del sujeto; a partir de esta suerte de libertad ínfima y de
alguna manera puntual puedo ampliar la brecha y profanar otros prestigios
menos razonables que despejan el camino a esa fascinación ejercida por el
carácter. La necesidad objetiva es la máscara de razón de una fatalidad que ya
no es sólo del entendimiento sino de la sociedad y de la pasión; son
principalmente la vanidad y el temor los que me encierran; debo responder a la
idea que el otro se hace de mí, si es lisonjera; buscando vivir en la opinión del
otro, me hago esclavo de la imagen que me da de mí mismo; pero sobre todo
es el temor el que me condena a no ser más que ese carácter: "No hay que
apresurarse a juzgar los caracteres, dice Alain, como si se decretara que uno
es necio y perezoso para siempre. Si se marca a un presidiario, se le da una
suerte dé derecho salvaje. En el fondo de todos los vicios, hay sin duda una
condenación en la que uno cree; y en las relaciones humanas esto nos lleva
muy lejos, reclamando su prueba el juicio y fortificando la prueba al juicio. Hay
que tratar de no juzgar nunca desde lo más alto ni desde lo más bajo, pues las
miradas y las actitudes siempre hablan demasiado; y espero el bien después
del mal, con frecuencia por las mismas causas; en eso no me engaño
demasiado: todo hombre es muy rico” 20.

Así, por diversas pasiones concurrentes, me forjo ese fatum; ellas acreditan la
tentación de la objetividad que parece con todo tan alejada de la esclavitud de
sus pasiones. Pero la reflexión misma ya es una pasión cuando ocupa el lugar
de la acción: por mirarme demasiado, dejo de vivir, es decir de hacer y de
hacerme; me constituyo la presa de lo consumado y de una naturaleza que me
devora; parecería que lo irremediable nunca debe ser mirado solo, sino como
contrapartida de lo que depende de mí, en cuanto a la posibilidad de cambiarlo,
como trasfondo de lo involuntario relativo a lo voluntario, como ribete de la
motivación y de los poderes; es, pues, ese poder de decidir y de moverme el
que me hace librarme de la fascinación, y no sólo la pura voluntad de pensar.
Todo está por hacer, pues aún no sabemos cómo un involuntario absoluto
puede estar envuelto en lo involuntario relativo, ni qué uso puede hacerse de la
etología. Al menos sabemos que la libertad no puede quedar alejada en los
intersticios del determinismo etológico, y que hay que partir de esta libertad de
decidir y de moverse para descubrir allí una naturaleza finita extrañamente
unida a su iniciativa infinita. Es así que, abriéndonos un camino entre el
determinismo que ordena al objeto y excluye la libertad y la fatalidad subjetiva
que la fascina, accederemos al destino que nunca es más que la contra-cara
de la libertad.

4. Significación de mi carácter

El pensamiento común presiente la presencia de mi carácter a mí mismo; dicho


pensamiento nos basta para retomar las tesis dejadas de lado, extrayendo el
carácter a partir del terreno de las ciencias empíricas:

1. Mi carácter no sólo es mi señalamiento fuera de mí, sino mi naturaleza


adherida a mí mismo, tan próxima a mí que no puedo oponerme a ella, ni
siquiera como a una parte inferior de mí mismo: su marca se encuentra incluso
en las decisiones que tomo, en la forma de esforzarme, tanto como en la

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manera de percibir y de desear. Me afecta en mi totalidad. Modo de andar,
gestos, inflexiones de la voz, escritura, etc., constituyen índices de esa
omnipresencia del carácter que alcanza hasta la conducta de mis
pensamientos; esta ultimidad del carácter hace de él una realidad incapturable
y sin consistencia ante el espíritu.

2. Mi carácter es tan indivisible como yo mismo, pero con una indivisibilidad de


existencia bruta más que de iniciativa; por ello las imágenes, las analogías, las
metáforas que intenta discernir allí el estilo, el halo global, tienen una verdad
más próxima que la que posee el mosaico de abstracciones de la etología; pero
en cuanto cabalgan unas sobre otras y se anulan mutuamente, esbozan un
saber tan evanescente como inconsistente es la realidad que dichas metáforas
intentan discernir. En tal sentido, el interés de una tentativa como la de Klages
reside, según creemos, en haber puesto el acento en la pluralidad de puntos de
vista referidos al carácter. El conocimiento de los estilos de caracteres exige
más que cuestionarios bien establecidos y llenados, una reflexión sobre mí
mismo, sobre los contrarios que se respaldan en mí mismo, y el presentimiento,
una experimentación imaginativa por la cual ensayo otros sentimientos y otros
móviles, una reflexión sobre la lengua, sobre los giros, sobre las etiologías,
sobre las metáforas; con frecuencia una expresión idiomática lleva más lejos
que una investigación laboriosa llevada a cabo por la psicología21. De ahí que
el análisis del carácter exija numerosos ángulos de ataque: Klages distingue la
materia (Stoff, Materie), es decir las formas de desenvolvimiento, el tempo de
los sentimientos y de la acción (tener o no temperamento), la vivacidad, la
profundidad, la riqueza, la facilidad, etc., del ordenamiento (Aufbau), es decir la
compatibilidad o la incompatibilidad de las disposiciones: unidad, equilibrio,
contradicción, madurez, etcétera. No viene mal, después de haber leído a
Heymans y sus esquemas tan simples, que Klages nos venga a recordar la
complejidad de los puntos de vista sobre el carácter22.

3. Mi carácter no es una clase, un tipo colectivo, sino yo mismo en tanto único e


inimitable; no soy una idea general, sino una esencia singular. Ahora bien,
nadie ignora el fracaso que sufre el pensamiento cuando persigue al individuo.
De manera que mi carácter se adhiere a mí (no es una ficha antropométrica
que puede circular de mano en mano), es una totalidad concreta (y no una
combinatoria de rasgos aislados y abstractos), es este individuo que yo soy.

4. Estamos en la base de la dificultad que el sentido común no sabe resolver;


pero sus contradicciones muestran la justeza de sus presentimientos; el
carácter es, en un sentido, destino; nunca se meditará lo suficiente el viejo
principio de Demócrito: el carácter de un hombre hace su destino; así lo han
comprendido Kant y Schopenhauer. Y sin embargo, a pesar esta vez de
Schopenhauer, mi libertad es entera (al menos sin la esclavitud de las
pasiones). Presente en todo lo que quiero y puedo, indivisible, inimitable, ese
destino es invencible. Cambiar mi carácter, sería propiamente devenir otro,
alienarme; no puedo deshacerme de mí mismo. Por mi carácter estoy situado,
arrojado a la individualidad; me padezco a mí mismo como individuo dado. Y
con todo, no soy sino en tanto me hago y no sé donde se detiene mi imperio,
sino en tanto lo ejerzo. Presiento que libertad y destino no son dos reinos
juxtapuestos, uno comenzando aquí y el otro allí, sino que mi libertad se

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encuentra por doquier e impone su marca incluso a mi salud. Adivino, sin poder
articular este pensamiento correctamente, que mi carácter en lo que tiene de
inmutable no es más que la manera de ser de mi libertad; me parece que soy
capaz de todas las virtudes y de todos los vicios, a condición de tomarlos en su
envergadura, más acá de la representación parcial que se hace de ellos tal o
cual carácter, que nada humano me está prohibido, pero que sin embargo mi
destino está en practicar la generosidad o la avaricia del mismo gesto, mentir o
decir la verdad con la misma entonación de la voz, ir hacia el bien o hacia el
mal con el mismo modo de andar, es decir con una manera inimitable que soy
yo mismo, pero yo mismo dado a mí mismo, más allá o más acá de toda
elección. Tengo una forma mía de elegir y de elegirme que no elijo. Que el
destino sea la manera adherente, indivisible, individual y no querida de mi
libertad, he allí lo que supera la sutileza del sentido común -y la del filósofo23.

Por ello mi carácter no es percibido en sí mismo, sino siempre mezclado con


algún movimiento de la voluntad con relación a sus motivos o a sus poderes.
Debo ante todo creer en mi responsabilidad total y en mi iniciativa ilimitada, y
aceptar enseguida que no puedo ejercer mi libertad sino según un modo finito e
inmutable. Por tanto, sólo como aspecto invencible de mis motivos vencibles,
como aspecto incoercible de mis poderes coercibles, como aspecto no querido
de mi decisión y de mi esfuerzo puedo alcanzar. mi carácter. Se encuentra por
doquier al igual que mi libertad.

Esbocemos este nexo existente entre el carácter y lo involuntario de los


poderes y los motivos. Mis deseos y mis hábitos que son el principal de los
poderes que poseo tienen un régimen de vida, una forma de nacer, de brotar,
de extenderse, de sobrevivir, de extinguirse, que no cambiarán en absoluto
durante todo el tiempo que viva: pero ese estilo, esta manera permanente, no
dice de modo alguno qué deseos, qué hábitos me ocupan siempre. Idealmente
(es decir dejando de lado las pasiones, que son las verdaderas contracciones
del alma) y en los límites de lo normal, no hay hábitos ni deseos que no puedan
ceder a una disciplina; pero esta plasticidad de los deseos y los hábitos y esta
disciplina no pueden dejar de producirse según una fórmula de desarrollo que
soy yo mismo. Lo finito y lo infinito no se limitan uno al otro, sino que están
presentes el uno al otro, el uno en el otro.

Lo veremos mejor si consideramos la vida de los motivos: debo pensar que no


hay razones que me resulten inaccesibles, no hay virtud ni vicio que me estén
prohibidos o que se me impongan, sino por mis pasiones. La motivación es
ilimitada; pero mi carácter me impone encontrar un valor por un lado que me
resulta propio24. Si a veces parece que tal o cual región moral es más familiar a
tal o cual carácter, esto no es de ninguna manera falso; constituye el signo de
que no hemos considerado el valor en toda su envergadura humana, sino
según la parcialidad de un carácter. Puede ser cierto que el deber abstracto y
sin ardor es más accesible a los flemáticos que a los sentimentales, pero el
deber sin el ímpetu del bien expresa sólo la unilateralidad de un carácter. Hay
que creer que todos los valores son accesibles por algún lado a todos los
caracteres. Hay que creer que no hay espíritu que se encuentre excluido de la
moralidad, que, asimismo, ninguno la posee por un derecho proveniente de su
naturaleza. Todo ello sólo se muestra si se respeta la totalidad del poder de

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solicitación de los valores; cada valor es un universal que cada individuo afecta
con su índice propio. Si el carácter no aparece en sí mismo durante el curso de
la motivación, es porque al deliberar no pienso en el mencionado índice, sino
en la orientación del valor, lo que es otra manera de decir que nunca pienso en
la individualidad de mis razones. El carácter es siempre mi manera propia de
pensar, no aquello que pienso.

Así, pues, mi carácter afecta a mi esfuerzo e incluso a mi decisión; como ya


hemos dicho, mi carácter no es cierta parte inferior a mí mismo; no es una
parte del todo: nada escapa a la individualidad; por eso la manera de resolver
un debate, la desenvoltura, la brusquedad de la resolución, el vigor, la
tenacidad del esfuerzo son características etológicas; no se comprendería de lo
contrario que pueda existir una morfología de la voluntad; no debemos dejar de
advertir contra toda tentativa de empujar el carácter hacia el exterior de la
voluntad; poderes, motivos, querer, todo en mí lleva la marca de un carácter; la
libertad misma como "existencia posible" tiene un régimen que hace de ella una
naturaleza dada. Por eso me engañaría mucho si me propusiera cambiar mi
carácter: no puedo conocerlo para modificarlo sino para consentirlo.

De modo que para comprender la presencia de mi carácter debería alcanzar la


síntesis difícilmente pensable de lo universal y lo individual, en cuanto todo
valor no me resulta accesible más que por una cara; y la síntesis de la libertad
y de la naturaleza, en cuanto toda decisión, es al mismo tiempo una posibilidad
ilimitada y una parcialidad constituida. Lo indecible e inconsistente para el
espíritu es la idea de un infinito finito, de una iniciativa situada no sólo por el
carácter lateral de los motivos que ella invoca, sino por la individualidad de su
forma misma de brotar. Mi destino se pega a mi libertad, sin estropearla. Todo
es posible pero de una manera limitada, estrecha. Sólo las pasiones pueden
estropear esta infinitud.

Pero, como contrapartida, se comprende muy bien la naturaleza que soy;


considerada como una naturaleza objetiva, pierde su sentido; cuando la miro,
me devora; nace así la dialéctica de fascinación por el carácter; sólo a la
sombra de una doctrina de la libertad puede una meditación sobre la naturaleza
acceder a su plenitud, conteniéndose para no virar hacia un determinismo
psicológico. Lo que la conciencia padece sólo se hace suyo asumido con
aquello que hace. Por eso, como veremos luego, el consentimiento de lo
inexorable no es un acto autónomo, sino la contra-cara de una iniciativa
activamente tomada por la conciencia; sólo tengo derecho a reconocer las
condiciones y los límites de un imperio que ejerzo efectivamente.

5. La función de la etología: los caracteres y mi carácter

Al término de este difícil análisis, poco satisfactorio, en su conjunto, para el


espíritu, es necesario mostrar que la etología, puesta un momento en cuestión,
puede y debe ser reencontrada. En efecto, la experiencia íntima del carácter es
evanescente; no tiene para el espíritu la estabilidad y la coherencia de aquélla,
de la necesidad o del deseo que la conciencia puede oponerse, hacer
comparecer y repudiar; en efecto, todo lo involuntario de los motivos y poderes
tenía una estructura intencional que encontraba lugar en una doctrina de la

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subjetividad; asimismo, el conocimiento objetivo -el de la psico-fisiología o el de
una psicología objetiva construida sobre el modelo de las ciencias de la
naturaleza- no tenía otra utilidad que la de un diagnóstico que suscitaba desde
fuera la intuición de las estructuras intencionales constitutivas del Cogito. La
experiencia del carácter carece, en una psicología intencional, de un estatuto
definido. Como máximo uno podría hacerle un lugar en lo que Husserl llamó la
hylética; constituiría una hyle del Ego mismo, como hay una hyle de la
percepción, del deseo y de los sentimientos. Por eso no sostengo el
pensamiento de mi carácter más que formando la idea de los caracteres,
esbozando una etología que desempeña un papel no sólo de diagnóstico sino
también de meditación. Lo que es cierto para el carácter lo será también para
todos los aspectos de la "condición" de la voluntad estudiados en la serie: la
actividad subterránea de lo inconsciente, el orden de la vida que conduce la
conciencia, la infancia, el nacimiento, la descendencia, todo esto resulta
descubierto, adivinado y espera el relevo de un conocimiento evidente y a
distancia de objeto. Siempre abordamos estas experiencias confusas y
adherentes en los restos de caracterología, de psicoanálisis, de biología.
¿Quién puede pensar en su carácter sin usar una clasificación más o menos
espontánea o erudita de los caracteres, sin referirse a un tipo medio con una
escala más o menos cuantitativa de propiedades?

Así, para dar valor de pensamiento a las tesis del conocimiento vulgar sobre el
carácter, rechazadas por el conocimiento objetivo, debemos finalmente
esclarecerlas por las otras tesis que sirven de base a ese mismo conocimiento
objetivo; el sentido común no sabía si el carácter era un retrato exterior o mi
naturaleza propia, un régimen de vida indescomponible o una fórmula
analizable, un género o un individuo; por último, dicho sentido común no veía
cómo conciliar destino y libertad; estamos obligados a concluir que para
comprender esta naturaleza adherente hay que pensarla como una ficha
antropométrica; para captar esta omnipresencia del carácter en cada gesto hay
que analizarla y recomponerla; para comprender ese carácter inimitable, hay
que pensarlo por los géneros y discernirlo por especificación: por fin, la forma
inmutable a partir de la cual siento, pienso y quiero tiene por medium objetivo el
determinismo mismo. Pero dicho determinismo debe fracasar como concepto
objetivo para devenir el índice del destino, la figura fuera de mí del destino en
mí. Pero mientras el determinismo considerado como concepto objetivo carece
de contrarios y de límites, sirviendo de mediación al carácter en primera
persona, a la necesidad en el seno del Cogito atrae el pensamiento
evanescente de un destino que no es más que la estrechez de la libertad. Así
apropiado y convertido en mí mismo, la etología, que comenzaba por
condenarme ubicándome en la planilla de las fórmulas etológicas, me conduce
más bien a respetar, a amar y finalmente, como dice Alain, a redimir en cada
uno y ante todo en mí mismo la naturaleza inmutable25.
.
Esta adopción viviente de las lecciones de la etología no acontece sin dificultad;
es peligroso adoptar la legalidad de la naturaleza como índice de la
subjetividad; es inevitable que el vértigo de la objetividad renazca sin cesar; las
pasiones que me hacen prisionero de un papel siempre están prestas a hacer
destructiva la objetivación, que sólo debería mediatizar mi destino. Por ello la
ciencia de los caracteres está condenada a restar equívoca, siempre ofrecida a

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la obra de degradación o a la obra de liberación, obra con respecto a la cual el
educador posee el doble poder; dicho educador nunca dispensado del tacto por
la posesión de la ciencia. R. Le Senne subrayó con fuerza la parte del tacto en
el buen uso de la etología: el conocimiento de los caracteres debe servir no
sólo a una psicotécnica, sino a una verdadera educación fundada en la
simpatía y el llamado a la libertad; la verdadera etología sería "un método de
vida espiritual donde el saber se fundaría en la simpatía, para permitir al
individuo, no encontrarse una profesión, sino desarrollarse y expandirse 26. Por
esta fórmula y otras semejantes, R. Le Senne retoma la sabiduría de Alain:
"Todo lo que resulta liberado es bueno... las diferencias son invencibles, hay
que amarlas".

Tal es, pues, esta invencible manera de ser -de desear, de querer, de
moverme- a la que debo consentir: pero como la necesidad contemplada está
siempre a punto de devorarme, el consentimiento siempre se encuentra al
borde del vértigo. Cuando la conciencia se retrasa en la meditación de sus
condiciones y sus límites, no está lejos de resultar abrumada. Aquí también es
un acto, el acto del sí, el que conserva la fuerza del rechazo y del reto
superados, es un acto el que la salva de quedar petrificada por lo que mira.
Pero nunca esta dispensada ni de tal vértigo, ni de tal sí; fuera de esta
adhesión, de este consentimiento a mi propia estrechez, no hay para el
entendimiento solución armoniosa, sistema alguno de la naturaleza y la libertad,
sino una síntesis siempre paradojal y precaria entre las estructuras
intencionales que comporta la voluntad libre y la idea de una naturaleza
comprendida como la manera de ser finita de esta libertad infinita. Una libertad
situada por el destino de un carácter al que consiente se torna un destino, una
vocación.

II. Lo inconsciente

1. Un falso dilema

La evocación del carácter no constituye la crisis más grave para la libertad. En


su inmutabilidad tiene algo de, franco, de no disimulado; parece que un poco
de atención dirigida a mí mismo y a los otros, y cierta familiaridad con las
investigaciones etológicas pueden despojarlo de todos sus prestigios y hacerlo
perfectamente transparente. Pero no es así. El análisis del carácter deja un
residuo: los factores considerados por Heymans por ejemplo sólo conciernen a
la manera en que trabajan las tendencias, y no a su materia, es decir a sus
direcciones privilegiadas (ya hemos hecho alusión en diversos pasajes a esta
incertidumbre de la caracterología); queda aún por decidir si tales direcciones
no están en lo esencial ocultas y si no requerirían un método totalmente distinto
de develamiento que el utilizado por las investigaciones, si, por último, el
aparecer de mi naturaleza no es la máscara que disimula mi ser. Esta duda
deja sentir una peripecia nueva: la relación ya ambigua entre lo inmutable y lo
libre no es aún más que el envoltorio de una relación singularmente más
enigmática entre lo "oculto" y lo libre; cuando lo inexorable parece desdoblarse
en un poder de disimulación, cuando la apariencia se torna sospechosa y no es
más una forma para el ser de exponerse, sino de rehusarse, se produce en la

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conciencia de la libertad una quiebra radical, la sospecha de que más que
fortaleza hay en nosotros candidez.

El imperio de lo "oculto" es ante todo más vasto que lo inconsciente de los


psicoanalistas; tiene dos centros principales que sólo pueden separarse por
abstracción: el engaño de las pasiones que denuncian los moralistas en el
estilo de La Rochefoucauld y lo inconsciente propiamente dicho. Nietzsche, que
domina ambos temas por encima de su punto de bifurcación, tuvo el vivo
sentimiento de que la conciencia es un texto sobrecargado, que el
conocimiento de sí mismo es una reflexión infinita que nunca cesa, en su
ferocidad, de derrumbar máscaras, de degradar un maquillaje; pero es
necesario distinguir en ese desciframiento el exorcismo del engaño
fundamental salido de la falta y la exploración de una naturaleza oculta.

No seguiremos en esta obra la primera dirección; sólo daremos con respecto a


ella una idea muy superficial; la misma supone una teoría general de las
pasiones y finalmente una reflexión sobre la estrecha ligazón, instituida por la
falta, entre la esclavitud y el engaño. La conciencia encadenada a la vanidad
está engañada por nada, encantada por la nada. Por otra parte este
embaucamiento no es fácil de comprender; remite al engaño consciente y
concertado hecho posible por el lenguaje; el lenguaje, es decir la expresión
voluntaria, es el que injerta la apariencia en el ser por convención y artificio; el
pensamiento puede retirarse a un discurso que el cuerpo sepulta, mientras
dicho cuerpo libra al otro una palabra engañosa; por naturaleza está oculta al
otro: todo secreto puede ser guardado, toda confidencia puede ser retenida;
hay mucha distancia, es cierto, entre este claro engaño y la conciencia
embaucada; pero al menos a partir de él podremos acercar y esclarecer el
extraño poder que posee la libertad para trampearse, para ocultarse a sí misma,
perdiendo la llave de sus propios artificios.

El otro polo de lo "oculto" ya no sería mi libertad en tanto se engaña a sí misma,


sino mi naturaleza en tanto se disimula a la conciencia; aquí lo "oculto" residiría
en la condición misma de ser conciencia y ya no estaría en absoluto ligado a
una falta de la conciencia; su descubrimiento no exigiría una ascesis del
conocimiento de sí mismo, sino más bien un método de exploración y de
excavamiento emparentado con las ciencias naturales. ¿Es posible que antes
de todo engaño -es decir, antes de toda intención de trampear al otro- lo que
pienso y quiero tenga un sentido oculto a mi conciencia, otro sentido que no
sea el que yo creo darle?

¿Es posible, como lo insinúan los ejemplos de sugestiones post hipnóticas, que
mis decisiones sean falsas decisiones, que mis razones sean motivos postizos
que valen por motivos inconscientes que no puedo hacer comparecer en virtud
de algún impedimento misterioso?

Ya puede verse, al menos en un estilo hipotético, la oposición fundamental de


esos dos polos de lo oculto: con todo, sólo puede disociárselos por abstracción;
siempre sobre el modelo del engaño intencional y transparente a sí mismo se
construye todo embaucamiento en la conciencia y en el mundo; como lo
muestran las peligrosas metáforas psicoanalíticas de la censura, del guardián

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de la conciencia, del disfraz, etc., toda relación no inmediatamente transparente
entre la apariencia y el ser del pensamiento humano se enuncia como una
especie de engaño; cuando el ser resiste al descubrimiento, resulta asimilado a
un secreto que se rehúsa, y la apariencia a una confesión- falsificada. Como
contrapartida, si el análisis de lo inconsciente tiende a expresarse en el
lenguaje del disfraz y del engaño, el verdadero engaño tiende a ocultarse tras
el embaucamiento involuntario que lo inconsciente produciría en la conciencia;
es muy tentador descargarse de la responsabilidad con respecto a las astucias
de ese demonio inconsciente que declaro llevar conmigo. Se unen y
entremezclan así las dos extremidades de lo "oculto"; con el precio de una
fuerte abstracción debemos, pues, afrontar, más acá de todo engaño reductible
por la reflexión sobre sí mismo, a lo inconsciente de los psicoanalistas.

La auténtica relación que puede instituirse entre cierto inconsciente y la libertad


de decisión y de moción sólo puede captarse al cabo de un largo rodeo y con el
costo de un doble fracaso: el fracaso de un dogmatismo de lo inconsciente, que
comete el error y la falta de hacer pensar a lo inconsciente -el fracaso de un
dogmatismo de la conciencia, que comete el error, y acaso asimismo la falta
ocasionada por el orgullo, de prestar a la conciencia una transparencia que no
posee-. Ante todo, hay que rechazar el aparente dilema de cierto realismo de lo
inconsciente y de cierto idealismo de la conciencia para plantear correctamente
la nueva paradoja de una materia indefinida de significación y de un poder
infinito de pensar.

Debo a continuación afirmar que la lectura de las obras de psicoanálisis me ha


convencido de la existencia de hechos y procesos que restan incomprensibles
mientras uno permanezca aprisionado en una concepción estrecha de la
conciencia. Pero, a su vez, la doctrina del freudismo no me ha convencido; en
particular a raíz del realismo de lo inconsciente que el psicólogo vienés elabora
con ocasión de su metodología y de su terapéutica27. Los hechos puestos a la
luz por Freud, nadie tiene el poder de suprimirlos con una mera tachadura; sólo
una larga práctica de su método podría llegar a corregir el inventario; dicho de
otra manera, sólo el psicoanálisis puede rectificar las concepciones
psicológicas y terapéuticas surgidas del psicoanálisis28. Aquí el filósofo ingresa
en la escuela del médico y ante todo escucha y aprende. Pero, como
contrapartida, si está invitado a prolongar al extremo su conocimiento objetivo
del hombre, su tarea es acoger los hechos nuevos, que no podría encontrar por
sí solo, en el ámbito y el marco hospitalario de una filosofía del hombre que no
puede renegar de los principios directores, que no se aprenden en una sala de
consulta o en una clínica, sino en un retorno continuo a sí mismo.

2. Fracaso de la doctrina de la transparencia de la conciencia Sólo tenemos la


posibilidad de integrar los auténticos resultados del psicoanálisis rechazando
ante todo el prejuicio, simétrico al realismo de lo inconsciente, según el cual la
conciencia sería transparente a sí misma; si bien no hay pensamiento que
tenga sentido fuera de la conciencia, es falso que sólo existan en ella
pensamientos actuales, pensamientos formados, formas. La ambición del
idealismo es identificar la responsabilidad con una autoposición de la
conciencia y alcanzar una exacta adecuación de la reflexión y del pensamiento
intencional en todo su espesor oscuro. Esta pretensión sin duda ha surgido del

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Cogito cartesiano. Si bien es cierto, como habrá que mantener contra la
doctrina de Freud, que soy siempre yo -consciente de mí mismo el que piensa,
y no hay en absoluto ningún inconsciente en mí y sin mí, ¿no es acaso legítimo
plantear que la acción de pensar es perfectamente transparente a sí misma,
que no es más que lo que ella tiene conciencia de ser? "Por el término pensar,
dice Descartes, entiendo lo que se realiza en nosotros de tal manera que lo
percibimos inmediatamente por nosotros mismos". Puedo perfectamente dudar
que una cosa exista tal como creo que existe: puedo creer que camino y en
realidad no lo hago, "pero si sólo hablo de la acción de mi pensamiento o del
sentimiento, . es decir del conocimiento que reside en mí, que hace que me
parezca que veo o que camino, esta misma conclusión es tan absolutamente
verdadera que no puedo dudar a causa de que la misma se relaciona con el
alma que sólo tiene la facultad de sentir o bien de pensar de cualquier otra
manera"29. La sospecha de estar perpetuamente embaucado por un principio
oculto ¿no queda excluida de la conciencia, cuando se deja de oponer el
fenómeno del pensamiento a su ser? La transparencia de la conciencia ¿no
está acaso implicada por la libertad misma? En efecto, ¿no exige dicha libertad
que los motivos que afronta sólo sean lo que parecen ser, es decir una idea
distinta en el sentido cartesiano, "que sólo comprende en sí lo que aparece
manifiestamente al que la considera como se debe"?

Sólo queda, según parece, remitir lo inconsciente y sus pretendidos efectos al


mecanismo corporal y negarle todo estatuto psicológico, no sólo el que le
confiere el realismo de una física mental, sino todo estatuto psicológico posible.
De tal manera, Descartes explicaba por los movimientos de la máquina, por la
acción de huellas en el cerebro, las disposiciones ir-reflexivas del amor o el
odio30. Alain se le hace eco en esta clara afirmación: "Se disolverían esos
fantasmas diciéndose simplemente que todo lo que no es pensamiento es
mecanismo, mejor aún, que lo que no es pensado es cuerpo, es decir cosa
sometida a mi voluntad: cosa por la cual respondo. Tal es el principio del
escrúpulo... Lo inconsciente es, pues, una manera de dar dignidad al propio
cuerpo, de tratarlo como a un semejante; como a un esclavo recibido en
herencia y del que hay que ocuparse. Lo inconsciente es un menosprecio del
yo, es una idolatría del cuerpo"31.

En el límite,- la doctrina de la transparencia del pensamiento a la conciencia


conduce a no acordar espontaneidad sino a la conciencia: sólo si la conciencia
se hace a sí misma, su ser es su aparecer. De ahí que no haya pasión del alma,
en el sentido de una pasividad cualquiera, que pudiera deslizarse en el flujo
vivido de la conciencia. Al cambiarse la conciencia, cambia su cuerpo32. Tal la
consecuencia más radical que puede extraerse de la idea de que la conciencia
se pone a sí misma.

Creemos que los filósofos que han rechazado con razón todo pensamiento a lo
inconsciente se han engañado cuando rechazaron la existencia en el
pensamiento de un fondo oscuro y de una espontaneidad oculta a sí misma
que hacen fracasar el esfuerzo que hace dicho pensamiento para tornarse
transparente a sí mismo. Por el contrario, creemos que la conciencia sólo
reflexiona la forma de sus pensamientos actuales, que nunca penetra
perfectamente cierta materia, principalmente afectiva, que le ofrece una

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posibilidad indefinida de cuestionarse a sí misma y de darse a sí misma sentido
y forma. Ciertamente, lo inconsciente no piensa, pero constituye la materia
indefinida, rebelde a la luz que comporta todo pensamiento. Lo inconsciente
nos permite nombrar, luego de la manera finita del carácter, otro aspecto de la
pasividad absoluta inherente a toda actividad de conciencia, otro aspecto de lo
involuntario absoluto que no se puede poner a distancia, evaluar como motivo,
mover como poder dócil.

Ante todo, mostraremos concretamente el fracaso de la doctrina de la


transparencia de la conciencia confrontándola con las lecciones contrarias de la
psicología de la necesidad, de la emoción o del hábito; tales hechos, tomados a
la psicología de la conciencia, permanecen aun más acá de los problemas
planteados por el inconsciente freudiano; con todo, debe conducirnos a los
confines de los hechos enigmáticos evocados por el psicoanálisis y preparar la
difícil exégesis de los mismos en términos de subjetividad.

Por muchos de sus rasgos, la descripción hecha en las dos primeras partes
con respecto a un involuntario que permanece relativo a una voluntad posible
nos ha conducido a la proximidad con lo involuntario absoluto: la oscuridad
relativa anuncia una oscuridad-límite que sería lo oculto; la espontaneidad
indócil anuncia una espontaneidad disociada, que constituye el principio
permanente de lo terrible en el seno de la conciencia y que atrae sin cesar a un
modo patológico de existencia.

Para comenzar por la necesidad, apenas es indispensable recordar que


constituye en nosotros el principio de toda oscuridad; la afectividad es la
oscuridad misma; dicha oscuridad, uno querría disolverla a la condición de
mecanismo y remitirla al cuerpo; pero, si no se desea perder el sentido psíquico,
es decir intencional de la necesidad, su carencia y su reclamo, anteriores a la
luz de la representación imaginaria e inteligente de su objeto, hay que discernir
allí un espesor confuso de anticipación que ninguna imagen y ningún saber
pueden agotar. En la experiencia de la necesidad reside una posibilidad
indefinida de interrogación.: ¿qué querría esta:, ¿hacia dónde está dirigido?
¿cuál es su objeto? Y puedo sin fin acuñar en representaciones la carencia y el
reclamo de la necesidad. Así, la necesidad no es transparente por cuanto la
conciencia sólo reflexiona claramente la representación que la reviste. Es
conciencia de... y con ella el cuerpo participa de la conciencia; pero no
pertenece a la conciencia clara. Con lo cual, yendo al límite, ¿no es acaso
posible que la necesidad continúe su existencia informe en ausencia de toda
forma representativa y, tal vez, en el seno de otra representación en la cual
dicha necesidad se ocultaría? Tal es, planteada en el límite de lo oscuro, la
posibilidad de lo oculto. Ahora bien, esta posibilidad no es abstracta ni vacía:
está motivada por otros acontecimientos de la vida voluntaria que sugieren a
título de límite inferior esta existencia oculta; la adopción de un grupo de
motivos por la voluntad tiene como contrapartida, y si es posible decirlo, como
residuo, la exclusión de otros motivos; la tendencia rechazada se desvanece
como motivo, es decir como valor; ya no se la tiene en cuenta, comienza una
existencia oscura -cuyo estatuto es, precisamente, difícil de establecer que le
confiere una potencia de resistencia, a veces incluso de contaminación y de
gangrena, cuyo sordo pesar, el rencor, el resentimiento ya nos acercan ciertas

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imágenes temibles; la espontaneidad recíproca del querer tiene por límite
inferior una espontaneidad disociada que nos prepara para admitir, por debajo
de la existencia subconsciente, una existencia inconsciente, inaccesible a la
conciencia más oscura de sí mismo, que, no por no ser un pensamiento
formado, deja de ser un modo de la subjetividad irreflexiva.

La oscuridad de la emoción no es menor que la oscuridad de la necesidad; y


sin embargo su carácter psíquico es irrecusable: en ella la conciencia apunta a
lo amable, a lo alegre, a lo triste, etc.; en tal sentido es, decididamente, el
desorden del cuerpo que penetra en el espíritu. Al mismo tiempo, una reflexión
sobre las cualidades afectivas correlativas de la conciencia emocionada resulta
ilimitada: dichas cualidades siempre pueden significar algo nuevo para el que
las interroga. ¿Puede entonces esa oscuridad hacerse puramente irreflexiva y
sobrevivir de manera oculta bajo lo desconocido de nuevas cualidades
afectivas que sólo aparecerían a la conciencia en cuanto a la forma? Es cierto
que de lo oscuro a lo oculto existe un hiato. Pero la extrapolación y el salto se
encuentran preparados por la consideración de la emoción como desorden y
como sedición, es decir como disociación naciente: las grandes crisis afectivas,
los impactos emotivos de la infancia dejan sin duda "impresiones" que de una u
otra manera caminan a través de la conciencia y se entremezclan con su vida
actual. Todo nos prepara, también aquí, para unir a título de límite inferior los
hechos adelantados por el psicoanálisis.

Indiscutiblemente, es el hábito el que nos acerca más a nuestro problema; en


efecto, el hábito es el poder de lo olvidado; en cuanto "contraído", su origen
resulta borrado; y, en todo, el pasado, aunque abolido como representación,
subsiste de manera oscura como conciencia de poder; la misma es rebelde a la
claridad de la reflexión; ante todo, el saber-hacer que uso está atravesado en
tanto medio por una intención práctica que se orienta a la obra que debe nacer
a través de él en el contexto de los objetos; pero, sobre todo, ha perdido la
clave de lo que antaño fue concertado y pacientemente compuesto; todo eso
se ha convertido en cuerpo, en cuerpo obrado, en cuerpo irreflexivo: con lo cual
no hay gesto que sea vano, no hay pensamiento que esté perdido, sino
recogido en la actualidad viviente del hábito. Sin duda, el hábito no es
inconsciente, es una forma del Cogito irreflexivo, falto de atención, práctico;
pero la reflexión sobre el hábito, sobre el poder enigmático y familiar, es como
la invitación a un recuerdo sin fin que se pierde en las tinieblas33. ¿No somos
llevados, como de la mano, de lo abolido a lo prohibido? Una vez más, esta
posibilidad resulta sugerida por la extraña vida de los hábitos: su
espontaneidad previsora u ociosa siempre sorprende y perturba a veces la
acción voluntaria; su exuberancia revela más estereotipos, más asociaciones
reiteradas que invenciones; no controlados, los hábitos giran hacia el
automatismo y se disocian de la conciencia viviente; lo maquinal por distracción
nos lleva asimismo a la puertas de un maquinal patológico o cuasi-patológico
que ya no puede ser gobernado por la vigilancia de la conciencia: actos fallidos,
tics, olvidos, etcétera. Entonces adivino que una zona de mí mismo me resulta
prohibida y que la reconquista reclama una purificación que ya no es de orden
moral sino que requiere el concurso de pana técnica de orden médico. Alguna
espontaneidad rehusada debe residir en el origen de estos automatismos
invencibles.

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De esta manera, bajo formas diferentes, la psicología de la necesidad, de la
emoción, del hábito hace fracasar al principio de la transparencia y el dominio
absolutos de la conciencia sobre sí misma. Y al mismo tiempo nos suministra
una vía de aproximación, por extrapolación y por pasaje al límite, a la
existencia de una materia del pensamiento que ya no es accesible a la
conciencia de sí mismo.

Recordaremos en pocas palabras los hechos mostrados por el psicoanálisis.


Por hechos entendemos, en el sentido amplio, el conjunto de fenómenos
enigmáticos (sueños, neurosis, etc.) sometidos a la investigación y los
resultados teóricos y prácticos del análisis: mecanismos psicológicos y
resultados terapéuticos.

Casi todo el mundo conoce al menos la Psicopatología de la vida cotidiana de


Freud. Esta obra antigua, consagrada a los actos fallidos, los lapsus, los
olvidos, los tics, las estereotipias, situados en las fronteras de lo normal, fija ya
el interés en fenómenos carentes de sentido aparente y operados
involuntariamente. A continuación volveremos a encontrar incesantemente
tales caracteres: son los signos reveladores del desorden.

Ahora bien, surge una inteligibilidad de nueva especie si uno ya no se ubica en


el punto de vista de las intenciones del sujeto, sino si por el contrario trata tales
fenómenos como objetos y los aborda desde un punto de vista causal.
Entonces es posible ver en ellos signos, efectos reveladores de ciertas
tendencias afectivas ocultas. El método psicoanalítico consiste entonces en
acumular los índices que por su convergencia conducen hacia la causa oculta.
Una vez adoptada esta perspectiva es posible considerar el psiquismo como la
sede de conflictos, es decir de fuerzas que se oponen e inhiben mutuamente; la
represión es el caso más notable de este fenómeno fundamental de
intersección de fuerzas psíquicas. Igualmente, se hace posible considerar que
algunas de estas fuerzas son inconscientes, es decir que obran sin ser
conocidas. Es indiscutible que el método psicoanalítico es impracticable si no
se adopta este punto de vista "naturalista", "causalista", que constituye la
hipótesis misma del trabajo del análisis. Al respecto nunca se insistirá lo
suficiente. No hace a la doctrina sino al método mismo del analista, del mismo
modo que la biología sólo es posible si se trata al cuerpo como objeto. Nos
encontramos, pues, ante hechos que sólo aparecen si se adopta un punto de
vista y un método. Aunque finalmente es necesario integrarlos a una psicología
del sujeto, esta última no tiene ningún medio para descubrirlos; todo el poder
heurístico reside del lado del naturalismo. A mí me corresponde, luego, intentar
comprenderme como un sujeto capaz de tales fenómenos y apto para tal
tratamiento objetivo y causal.

El caso del sueño merece mayor detenimiento; nos limitaremos por otra parte
en la discusión a este ejemplo que se basta a sí mismo para hacer estallar una
psicología estrecha de la conciencia y resume por otra parte todo el problema
de lo inconsciente; asimismo Freud construye sobre el modelo del análisis del
sueño su teoría de las neurosis; por fin, el sueño es la supresión misma de esta
exigencia nocturna que se alterna en todo hombre normal con la existencia

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diurna con respecto a la cual dicho hombre ambiciona llegar a ser el amo
responsable. Para la conciencia es, por excelencia, un terreno de desorden,
carente de sentido lógico y fuera de mi poder. Pero si quiere comprenderme, no
puedo limitarme a esos dos rasgos negativos; no puedo dejar de unir a lo que
siento lo que puedo saber cambiando la perspectiva con respecto a mí mismo.
Lo que no se comprende de acuerdo con su orientación intencional acaso se
explica por sus causas.

Ahora bien, tales causas no deben ser buscadas demasiado abajo, a nivel
orgánico: las excitaciones externas o internas de orden somático no explican
en absoluto el modo imaginario sobre el cual juega la conciencia presa del
sueño; sobre todo, dichas excitaciones no explican por qué son tales imágenes
y no otras las que se ofrecen al durmiente; ahora bien, la explicación debe ser
a la vez psíquica y de signo positivo como el sueño mismo: un déficit, un
empobrecimiento, un sometimiento de las funciones de control no pueden dar
cuenta por sí solos de ninguna actividad, aunque tal déficit se encuentre en el
origen de la "liberación funcional" que permite a esta actividad descargarse.

La hipótesis de trabajo del psicoanálisis es que el sueño tiene un sentido, es


decir que se explica por causas, debe poder considerárselo como el síntoma
psíquico de temas afectivos relativamente estables ligados a la historia del
individuo. La individualidad de las imágenes oníricas se explica por la
individualidad de una historia psíquica.

Por otra parte, la posibilidad de analizar el sueño por el método de las


asociaciones libres o espontáneas supone que las ligazones asociativas tienen
una relativa estabilidad para que la tematización que se desprende
progresivamente de un análisis se una a la tematización supuesta por el sueño.
Es evidente que sólo podemos hablar aquí de hipótesis de trabajo; que sólo la
práctica psicoanalítica puede decidir si la hipótesis es buena. Como ya se ha
dicho, las reflexiones que siguen suponen la convicción comunicada por el
psicoanalista al lector.

Este orden causal que aparece allí donde antes no aparecía más que un
desorden de intenciones de conciencia es una conquista científica, como la
física o la biología. Pero resta todo por hacer para transformarla en una
comprensión subjetiva de sí mismo.

En efecto, toda la explicación se despliega en el universo del discurso de una


física mental y sólo puede en principio establecerse sobre ese plano. Cuando
Freud estudia lo que él llama el "trabajo del sueño", cuya elaboración es
enteramente inconsciente, desmonta mecanismos en los que las relaciones de
contigüidad, desemejanza, operan no sólo sin ser conocidas (lo que no debe
sorprender, pues a nivel del hábito ya observábamos esa espontaneidad de las
relaciones e incluso, decíamos, de todas las relaciones y no sólo de la
continuidad y la semejanza), sino que lo hacen más como fuerzas que como
significaciones. S61o desde ese punto de vista puede darse un sentido a los
mecanismos por los cuales se explica la separación entre el contenido latente y
el contenido manifiesto del sueño. Los valores éticos y sociales que inhiben las
tendencias incompatibles operan como una fuerza psíquica, construida por el

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analista a partir del modelo de las fuerzas físicas. La censura es una barrera
psíquica que desemboca en un compromiso, que exige la transformación, el
disfraz de los deseos reprimidos (dejamos aquí de lado la cuestión de saber si
sólo hay deseos reprimidos). Así se explicaría la "condensación" o abreviación
del contenido latente, el "desplazamiento", por el cual la carga afectiva de una
representación se transporta a un objeto de menor importancia afectiva, al
mismo tiempo que éste reemplaza al, precedente, la "dramatización", que
transpone en imágenes todas las relaciones puestas en escena por el sueño.
Este proceso es particularmente notable porque la relación de semejanza
opera automáticamente sin ser percibida y porque las relaciones sólo son
comprendidas en la vigilia mientras en el sueño resultan figuradas,
"visualizadas" tanto como sea posible, sin ser comprendidas.

Apenas sería necesario hablar de las neurosis para conducir una reflexión
personal sobre lo inconsciente, si la naturaleza de la cura psicoanalítica no
aportara al debate un elemento absolutamente decisivo; en lo que concierne a
la etiología de las neurosis, lo hemos dicho, el principio de la explicación ya fue
dado en el sueño. (Como contrapartida no hay que perder de vista que Freud
se interese en el sueño para comprender las neurosis.) Freud no niega el papel
de las causas somáticas, de la herencia, ni la de los simples déficit psíquicos
(psicastenia, etc.); se ha especializado en la investigación de los factores
psíquicos ligados a la historia del individuo. Por el mismo método asociativo y
simbólico que había servido el análisis del sueño, Freud se do llevado a la
convicción, confirmada incesantemente, de que las huellas afectivas dejadas
por los incidentes psíquicos se vuelven inconscientes por represión, es decir
por un reflejo de defensa que puede pertenecer al estrato no consciente del
psiquismo34. La neurosis procedería del conflicto interior al psiquismo y de la
ruptura del equilibrio de las tendencias opuestas. El origen de las neurosis
residiría, pues, en las modificaciones "históricas" de los grandes institutos y
principalmente de la "libido". Los mismos mecanismos de condensación, de
desplazamiento, de dramatización llenarían el intervalo entre los temas del
inconsciente y los síntomas aberrantes de la conciencia.

Lo que nos debe detener aquí es el carácter notable de la cura psicoanalítica;


en efecto, sabemos que comporta al menos tres elementos importantes: por
una parte, el sujeto debe colaborar con la terapéutica a través dé un
relajamiento voluntario de la auto conducción y de la crítica: se abandona al
flujo desordenado de sus recuerdos, asociaciones, emociones, oscilando entre
diversos niveles de conciencia que están en el umbral de un estado próximo a
la hipnosis. Por otra parte, la tarea principal e irreemplazable del analista es la
interpretación: se trata del análisis propiamente dicho, aplicado a la
tematización de los sueños, las asociaciones post-oníricas, los síntomas
neuróticos. Pero el factor decisivo de la cura es la reintegración del recuerdo
traumático al campo de la conciencia. Tal es el corazón del psicoanálisis. Lejos,
pues de constituir una negación de la conciencia, el psicoanálisis es por el
contrario un medio de extender el campo de la conciencia de una voluntad
posible por disolución de las contracciones afectivas. Dicha conciencia se sana
a través de una victoria de la memoria sobre lo inconsciente. No es posible
exagerar la importancia de esta peripecia de la terapéutica freudiana: en
particular nunca se subrayará lo suficiente que esta toma de conciencia es

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irreductible a una simple comprensión teórica, a un simple saber sobre la
etiología de la neurosis como podría elaborarlo el médico para sí mismo o
incluso para comunicarle sus convicciones al paciente. La interpretación no es
una libre desinhibición; es la reintegración intuitiva del recuerdo que "purifica" a
la conciencia. Pero, a su vez, la interpretación realizada por otro es el rodeo
necesario de la conciencia enferma a la conciencia sana. Es el psicoanalista el
que debe disolver los automatismos reprimidos, las resistencias represoras y
las manifestaciones de "transferencia" que no son más que consecuencias de
estas dos suertes de dificultades que hay que vencer. Es necesario que otro
(aunque este otro sea yo mismo en ciertas circunstancias privilegiadas y
difíciles de realizar) interprete y sepa, para que yo me reconcilie conmigo
mismo. Es necesario que otro me trate como objeto, como campo de
explicación causal, y considere mi conciencia misma como el síntoma, como el
efecto-signo de fuerzas inconscientes, para que yo vuelva a ser amo de mí
mismo.

3. Crítica al "realismo" freudiano de lo inconsciente:


el modo de existencia de lo inconsciente en la conciencia

Este entramado de hechos, de interpretaciones psicológicas y de resultados


terapéuticos, al mismo tiempo que disuade de una interpretación idealista de la
conciencia, parece inseparable de una teoría e incluso de un sistema en el que
lo inconsciente figura como principio explicativo de la conciencia misma. Se ¡los
invita, como R. Dalbiez ha intentado hacerlo por su cuenta, a disociar por una
parte el método psicoanalítico y sus hipótesis de trabajo, y por la otra el
sistema freudiano y su filosofía implícita del ser35.

Nos detendremos especialmente en tres rasgos: señalemos ante todo el


realismo según el cual lo inconsciente desea, imagina y piensa; lo que hay que
poner en cuestión es la noción misma del "sentido" del pensamiento
inconsciente.

Luego examinaremos el "causalismo" implicado tanto en el método asociativo


del análisis como en los "mecanismos" del trabajo onírico o neurótico.

Por fin consideraremos el principio "genético y evolutivo" por el cual Freud


tiende a reducir las superestructuras del psiquismo a sus infraestructuras
instintivas.

Es muy fácil, y desde ciertos puntos de vista inevitable, deslizarse hacia un


realismo de lo inconsciente; ya la experiencia fugitiva de mi inmutable carácter
se encontraba inmediatamente atrapada por un esquema objetivo y su vínculo
íntimo con la libertad se perdía por la ciencia caracterológica; parece que por
principio lo inconsciente escapa a toda experiencia subjetiva y sólo puede ser
reconstituido por otro, gracias a un método de convergencia de índices; el
mismo parece pertenecer inmediatamente a esas construcciones objetivas de
la física mental con respecto a las cuales intentamos, a lo largo de toda esta
obra, mostrar tanto su inconsistencia metafísica como su necesidad
metodológica.

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El realismo de lo inconsciente es una verdadera revolución copernicana: el
centro del ser humano se desplaza de la conciencia y la libertad, tales corno
aparecen a lo inconsciente y a lo involuntario absoluto, tales como se ignoran y
tales como se conocen en una nueva ciencia natural.

Este descentramiento parece exigido por la explicación psicoanalítica. Los


enigmas de la conciencia se explican, según parece, si se abandona el punto
de vista de la conciencia y se plantea la existencia en sí de un inconsciente
psicológico que percibe, recuerda, desea, imagina, acaso quiere la muerte de
otro y de sí, pero se ignora a sí mismo. El principio de homogeneidad de lo
consciente y lo inconsciente, que está exigido por la explicación causal de lo
consciente por lo inconsciente, resulta interpretado de manera simplista y se
traduce en una imaginería grosera: la conciencia queda comprendida como una
parte de lo inconsciente, como un pequeño círculo encerrado en uno mayor.
Freud se figura lo inconsciente como un pensamiento homogéneo con el
pensamiento consciente al que sólo le faltaría la cualidad de la conciencia. En
tal sentido, lo inconsciente es la esencia de lo psíquico, lo psíquico mismo y su
esencial realidad.

Al poder explicativo de la noción de lo inconsciente semejante al de las


hipótesis físicas del ion, del electrón, se agrega el éxito práctico de esta
hipótesis: el psicoanálisis, en efecto, no es sólo el arte del diagnóstico, sino el
de la curación, y el logro de la cura equivale a una verificación de la teoría por
el conjunto de sus consecuencias prácticas.

Hay que afrontar ante todo en su principio esta interpretación quimérica; en


seguida será posible disiparla en cada caso particular; pues ninguna
interpretación del sueño o de la neurosis, en el sentido del psicoanálisis
freudiano, deja de implicar este mítico inconsciente.

El rechazo de hacer pensar a lo inconsciente es la toma de partido de la


libertad misma, de la generosidad cartesiana que constituye simultáneamente
un conocimiento, una acción y un sentimiento; un conocimiento más allá de la
sospecha: a saber que en todo hombre "nada hay que verdaderamente le
pertenezca sino esta libre disposición de sus voluntades, nada por lo que uno
deba ser elogiado o criticado sino porque haga buen o mal uso de dicha
disposición"; una promesa: "una firme y constante resolución de usarla bien, es
decir de no carecer nunca de voluntad para emprender y ejecutar todas las
cosas que juzgue mejores; lo que significa seguir perfectamente la virtud"; un
sentimiento: la estima de sí mismo en tanto libre arbitrio, "siempre que no
perdamos por debilidad los derechos que nos da "36. Cuando hago pensar a mi
inconsciente me libro a esa "bajeza", a ese "desprecio de mí mismo", que eran
para Descartes lo contrario de la generosidad.

La raíz de la ilusión reside en la concepción misma de la conciencia como un


conocimiento explícito de sí mismo agregado a una operación previa,
inconsciente por principio, de conocimiento vuelto hacia otro distinto de sí
mismo. R. Dalbiez, que ha intentado ligar la suerte del método psicoanalítico a
una metafísica realista, piensa asimismo que un realismo integral implica una
tal inconsciencia de principio con respecto a las operaciones cognitivas de nivel

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inferior al juicio37. Ahora bien, una cuidadosa fenomenología de la percepción
no revela nada de esto; por el contrario, nos pone en guardia contra este
dilema simplista: o la percepción y la conciencia de sí mismo se identifican y
nunca se conoce más que a uno mismo, o la percepción conduce a otro distinto
de uno mismo y es inconsciente, siendo la conciencia posterior y agregada. Tal
dilema reposa sobre una figuración cuasi espacial de las direcciones sucesivas
que, según se considera, adopta la mirada mental; cuando estoy vuelto hacia
fuera, parece decir, no puedo estar vuelto hacia dentro38. La fenomenología no
debe detenerse ante imposibilidades a priori; la percepción aparece más bien
como una conciencia "irreflexiva". Lo que la percepción no comporta en
absoluto es un juicio explícito de reflexión tal como: soy yo el que percibo, soy
yo el que está ahora percibiendo. Pero más acá de esta reflexión explícita la
percepción comporta por esencia una presencia difusa de sí mismo que
todavía no es una toma de conciencia. Por eso está presta para una reflexión
más completa, que no es una operación agregada, injertada desde fuera a la
percepción, sino la explicitación de un momento intrínseco a ella. Esta noción
de conciencia irreflexiva es la que justifica el empleo de la palabra conciencia
para designar a la percepción misma. Como dice Husserl, la conciencia es
conciencia de . . . Intencionalidad y conciencia adhieren una a la otra.

¿Hemos de concluir entonces que no hay inconsciente? De ninguna manera;


pero lo inconsciente no piensa, no percibe, no recuerda ni juzga. Y con todo
"algo" es inconsciente, vecino a la percepción, al recuerdo, al juicio, algo
revelado por el análisis de los sueños y las neurosis. Se citan numerosos
ejemplos de imágenes oníricas o alucinatorias que representan "objetos" sin
que lo sepa el sujeto en estado de vigilia. Esos hechos no nos obligan a forjar
la hipótesis de una conciencia instantánea seguida del olvido, en el sentido de
una conciencia perceptiva irreflexiva39; se trata de impresiones más acá de la
función de lo real, más acá de la percepción más irreflexiva; hay en ese "algo"
una suerte de alimento con el cual proveer un acto de percepción, pero no se
trata aún de un acto de percepción, sino de una materia constituida por
impresiones, que todavía no está animada por una orientación intencional que
sea al mismo tiempo luz para sí misma; en suma, no se trata aún de una
conciencia de sí... El psicoanálisis nos obliga a admitir que tales "impresiones"
infra-perceptivas pueden disociarse de su intencionalidad correspondiente y
sufrir alteraciones tales que resulten revestidas por un sentido aparente que
parece absurdo.

El freudiano dirá que no pregunta más y que llegamos a lo mismo, con una
sutileza filosófica más. Pero para una filosofía del sujeto la diferencia es
considerable: nuestra responsabilidad, como veremos, reside enteramente a
nivel de los "actos", de las "conciencias" auténticas. Tal separación entre la
intencionalidad de la conciencia y la materia constituida por impresiones es,
pues, esencial. Ciertamente, el estatuto de este inconsciente es singularmente
difícil de establecer; acaso sea ésta la dificultad más considerable que debe
afrontar la psicología. Pero el "realismo del trabajo" del psicoanalista no es
filosóficamente sostenible. No es la primera vez que la filosofía implícita del
sabio debe ser corregida por una crítica fenomenológica que vuelve "a las
cosas tales como se dan". Husserl ha mostrado por ejemplo que la "cosa física"
(ion, electrón) se refiere a un percibido originario correlato de un percibir

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original, contrariamente a la ilusión naturalista que disipa lo percibido en la
"cosa física" tal como la determina el sabio40; del mismo modo, lo inconsciente
psicoanalítico es una "cosa psicológica" que se refiere a ciertos aspectos
impresionales implicados de alguna manera en la conciencia irreflexiva.

Se objetará que la búsqueda de un factor infra-perceptivo, infra-memorial, infra-


afectivo, etc., conduce a forjar por las necesidades de la causa cierta entidad
inconsistente. De hecho, una reflexión que no quiera reducir la conciencia a ser
un epifenómeno impotente del inconsciente está obligada, en uno u otro
momento, a una elaboración de tal género. El que admite percepciones
inconscientes se negará a admitir dolores inconscientes o juicios inconscientes
e intercalará un estado especial entre la disposición y el acto. Tal, lo que
sucede con R. Dalbiez, que rechazando la idea de sensaciones propio-ceptivas
inconscientes, debe recurrir a sensaciones que denomina órgano-ceptivas que
revelan nuestro cuerpo como orgánico pero no como nuestro41. Freud mismo
en El yo y el ello, aunque por otra parte ha negado la posibilidad de estados
afectivos inconscientes, se topa con sueños en los que un dolor, que sólo
devendrá consciente al despertar, suscita imágenes oníricas donde el dolor es
atribuido a un personaje distinto del soñador. Admite, para dar cuenta del
fenómeno, que antes del dolor propiamente dicho hay "algo", un "pre-dolor" si
es posible decirlo así42. El caso del juicio no es menos interesante: R. Dalbiez
lo declara con razón consciente por naturaleza y siempre acompañado por un
comienzo de reflexión, mientras que para Freud las "actividades de
pensamiento más complejas pueden producirse sin que. la conciencia tome
parte de ellas''43. Por lo tanto, si lo inconsciente parece inventar pensamientos
nuevos de orden racional, su papel parece reducirse a un "trabajo de
elaboración que no llega al juicio propiamente dicho”44. De tal manera, otros
autores, y a veces el mismo Freud se han visto conducidos a buscar "algo",
pre-dolor, prejuicio, que dé cuenta de los enigmas del inconsciente.
Consideramos que es necesario generalizar esta noción precaria a todos los
pretendidos deseos, imágenes, pensamientos de lo inconsciente.

Si lo inconsciente no piensa y si, con todo, es posible dar a través del


psicoanálisis un "sentido" a los sueños y a las neurosis, ¿qué es ese "sentido”?
Señalemos ante todo que el sueño no es un pensamiento completo más que al
despertar, cuando lo cuento; no es una imagen completa, es decir una
representación de lo irreal, más que sobre el fondo de lo real y en forma de
relato; el sueño no era ese relato, y menos aún poseía la cualidad de
conciencia. ¿Qué era entonces? Es difícil decirlo, pues sólo puedo hablar de él
estando despierto, en un recuerdo que apunte a mi ser nocturno a partir de mi
ser de vigilia. En todo caso era menos que una imagen, pero estaba presto a
ser acogido en una imagen de la vigilia. Si ahora el sueño soñado, focalizado
en un pensamiento de vigilia, recibe del psicoanalista un sentido, ese sentido
latente, enunciado también él en un relato, pero en un relato coherente, no
estaba presente bajo esta forma "en el inconsciente del durmiente". Los deseos
enunciados en el lenguaje de la vigilia -el odio al padre, el amor a la madre, el
regreso al seno materno, etc.-sólo son deseos en tanto pensados por el
psicoanalista o por el sujeto mismo cuando los adopta. Es como para el
psicoanalista imaginar que tal sentido ya estaba allí, "en lo inconsciente", que el
"trabajo del sueño" lo alteró de manera de producir el contenido aparente del

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sueño, y que el análisis deshace lo que el sueño ha hecho; el "sentido latente"
sería un sentido reencontrado, tal como se hallaba en el origen de la fabulación
onírica. Tal cosa no es del todo falsa: el "sentido latente" es "algo" que, si
estuviera completamente pensado por una conciencia despierta, sería lo que el
psicoanalista llama "sentido". Y lo llama bien, porque las asociaciones
posteriores al sueño no están completamente desordenadas y porque su
tematización hace aparecer un orden, una organización que conviene al sueño
mismo. Todo ocurre entonces como si dicho sentido latente, pensado por la
conciencia vigilante, ya estuviera oculto tras el contenido manifiesto. No es más
que una manera abreviada de expresarse: la conciencia nocturna, salvada por
la conciencia vigilante, tiene can qué suscitar el relato del sueño, con qué
suscitar la tematización post-onírica, con qué suscitar la exégesis coherente del
analista: pero es el analista el que piensa, el que es inteligente, y luego de él su
paciente.

Sin duda, se invocará aquí, en favor de la preexistencia del sentido oculto del
sueño en lo inconsciente, al papel que desempeña en la cara psicoanalítica la
reintegración del recuerdo olvidado, la adopción personal por el enfermo del
sentido desprendido por el analista. ¿No hay allí un verdadero reconocimiento
de las representaciones, de los deseos, de los recuerdos olvidados? Pero no
es necesario alojar pensamientos en lo inconsciente para comprender esta fase
de la cura psicoanalítica; hay que afirmar que para el enfermo los trastornos y
los sueños que lo habitaban recibían de él por primera vez un sentido;
adoptando de forma íntima la convicción del analista, el paciente forma un
pensamiento que lo libera; puede decirse, si se quiere, que reconoce algo en él
que estaba señalado por la prohibición; pero eso no era ya un pensamiento
formado, al que sólo le faltaba la conciencia; no era en absoluto un
pensamiento; es volviéndose un pensamiento de que eso ha dejado de ser un
peso en la conciencia; sólo ahora los trastornos y los sueños tienen la dignidad
del pensamiento y este pensamiento marca la reconciliación del hombre
consigo mismo; esta promoción del pensamiento es la que tiene finalmente un
valor curativo45.

Nunca se insistirá lo suficiente sobre el alcance de la supresión de la represión:


la reintegración de lo inconsciente al campo de la conciencia es la única
garantía de que lo inconsciente, interpretado por análisis, alcanzado por
inferencia, no sea una construcción mítica; al mismo tiempo dicha supresión
une lo inconsciente a lo consciente y confirma su naturaleza psicológica, en
cuanto lo subordina a la conciencia. Ahora bien, podría pensarse que la
interpretación propuesta aquí con respecto a las relaciones entre lo
inconsciente y lo consciente no sólo es compatible con la peripecia de la cura
psicoanalítica, sino que la explica mejor que el realismo de lo inconsciente. Si
la terapéutica analítica obra "transformando lo inconsciente en consciente”46, la
conciencia es bastante más que una cualidad agregada que no cambia la
esencia de lo psíquico. Es falso que la cura haga pasar el "recuerdo" patológico
de lo inconsciente a lo consciente; lo que hace es formar un "recuerdo" allí
donde había "algo" que oprimía a la conciencia, "algo" que irrumpía del pasado
pero que permanecía como un infra-recuerdo y que, sin duda, oprimía a la
conciencia porque ésta no podía formar un recuerdo a partir de esta materia
mnémica y afectiva de naturaleza psíquica. Ese "algo" está más emparentado

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con el hábito que con la memoria47. Cuando se dice que la cura catártica
extiende el campo de regulación de la conciencia, la palabra conciencia no
significa ya sólo el magro conocimiento de sí mismo sobre agregado a los
recuerdos intrínsecamente inconscientes; designa ahora la emergencia misma
del recuerdo que me une a mi pasado y colabora así con la síntesis del yo que
no podría existir sin, al menos, la conciencia irreflexiva gracias a la cual
aparece confusamente; lo "consciente" consiste en formar la representación
liberadora del acontecimiento pasado, cuya "huella psíquica" trastornaba a la
conciencia sin poder acceder a la dignidad del recuerdo. Nada, pues, en el
psicoanálisis nos obliga a hacer pensar a lo inconsciente; pero resulta cierto
que la conciencia tiene un reverso, algo debajo de ella, impensable fuera de
ella y sin ella, que no es pensamiento pero que tampoco es cuerpo. ¿Es
posible esclarecer más positivamente el estatuto de lo "oculto" en la conciencia?

Es más difícil, decíamos, hacer una filosofía de lo oculto que hacer una
mitología de lo inconsciente. En muchos sentidos, encontrar en la conciencia
misma los motivos de elaboración del concepto "objetivo" y técnico de lo
inconsciente tiene algo de apuesta. No hay equivalente subjetivo, vivido, que
responda en la experiencia de mi conciencia a lo inconsciente del psicoanalista;
no hay mi inconsciente, como hay mi carácter.

Acaso sólo por una descomposición abstracta del acto de conciencia podemos
dar un estatuto a lo oculto en la conciencia, distinguiendo en todo pensamiento
una forma o intención consciente y una materia afectiva y mnémica. Por la
intención todo pensamiento es pensamiento de esto o de aquello y siempre en
cierto grado conciencia atenta o desatenta, reflexiva o irreflexiva y, como
diremos más adelante, responsable de sí mismo; por su materia todo
pensamiento está encargado de perpetuar la totalidad de mi experiencia
pasada y posee una inagotabilidad, una virtualidad sin fin, que se presta a una
exégesis ilimitada. Podemos llamar inconsciente a esa materia cuando se
disocia de la "forma" que la anima y que le daría su verdadero sentido; pero no
hay subsistencia de la materia en cuanto tal, pues siempre se "oculta" en
alguna otra "forma" -el sueño, el síntoma neurótico, etc.- que tiene un sentido
aparente. Nada puede instalarse en el corazón de ese concepto, como el
freudiano cree poder hacerlo con la noción de inconsciente; el sucedáneo del
pasado nunca es más que virtualidad de pensamiento y de sentido en la forma
actual de mi pensamiento; sólo puede hablarse de él con relación a una; forma
que lo anima; puede perfectamente decirse que se trata de un momento no
consciente de la conciencia; por ello si esta materia se disocia, si el flujo
afectivo y mnémico se escinde de la conciencia (en seguida volveremos a esta
disociación), esta materia aberrante sólo significa algo por el sentido que una
conciencia elabora a propósito de él; lo inconsciente que adopta forma de
sueño no era más, en ausencia de mi vigilancia, que el flujo material -la materia
mnémica y afectiva- apta para recibir el sentido elaborado por el análisis.

Entonces, esta noción de materia de pensamiento resulta alcanzada de tres


maneras a partir de la conciencia: ante todo se la alcanza por extrapolación:
todo lo que hemos dicho sobre lo oscuro en las páginas precedentes constituye
una suerte de propedéutica a lo oculto; dicha extrapolación se prolonga en un
análisis abstracto de la materia y de la forma, y en la elaboración de la noción

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inestable de materia afectiva y mnémica disociada; por último esta distinción
resulta confirmada por un cuasi-reconocimiento de lo inconsciente como mío al
término de la cura psicoanalítica; este cuasi-reconocimiento, que es una suerte
de conciencia retroactiva, de retrospección de lo oculto, tiende a dar a este
"inconsciente-objeto" una significación subjetiva, un índice de primera persona
que casi es el equivalente de la experiencia fugitiva pero indubitable del
carácter propio. La noción freudiana y realista del inconsciente aparece
entonces como la objetivación de ese inconsciente en primera persona que no
hacemos más que adivinar y sugerir; da cierta estabilidad e inteligibilidad propia
a una noción que no la tiene y que no puede tenerla. Esta conquista de la
psicología era indispensable para integrar hechos, métodos y resultados; pero
es inaceptable como tal para el filósofo, que debe intentar decir lo que en el
sujeto mismo es el modo de existencia con respecto al cual el inconsciente
freudiano sólo es el equivalente objetivo.

La extrema precariedad de este análisis hace a la condición misma de la


conciencia, que resta conciencia en el seno de las tinieblas en medio de las
cuales se esclarece y se conduce; a la vez es primera y está situada en cuanto
a su manera (carácter) y a su materia (inconsciente). El problema del hábito ya
nos había conducido a una noción inestable; no encontrábamos una respuesta
razonable a la siguiente pregunta: ¿dónde se encuentran nuestros
conocimientos, nuestros saberes, cuando no los usamos? Toda explicación por
huellas materiales es demasiado lejana y sólo hace a la condición corporal de
una memoria y de un hábito, pero no al estatuto mismo del poder desapercibido;
nos topábamos entonces con dos posibilidades: o bien "substantificamos" los
poderes y los tratamos como si fueran pájaros encerrados a los que basta con
manotearlos, o bien reducimos los poderes a actos. La continuidad de los
poderes que aseguran la identidad de uno consigo mismo sólo puede pensarse
por abstracción -a falta de vivirla- como una aptitud inempleada que permanece
inherente al acto de la conciencia. Nos encontramos así con las dificultades
que plantea el problema de lo inconsciente para el que quiere resolverlo en el
estilo de una filosofía del sujeto: es forzoso distinguir en el acto mismo de
pensar cierta virtualidad que, asegurando la continuidad que la conciencia hace
consigo misma y su presencia total ante sí, es la base continua "sobre" la cual
el pensamiento responsable da forma y sentido a sus contenidos.

Es notable que tanto Descartes como Husserl se hayan encontrado en


circunstancias diferentes con la misma dificultad. A propósito de las ideas
innatas, Descartes se encontró con el problema de la virtualidad en el
pensamiento: "Cuando digo que alguna idea ha nacido con nosotros o que se
encuentra naturalmente impresa en nuestras almas, no entiendo con ello que
siempre se encuentre presente a nuestro pensamiento, pues si fuera así no
habría ninguna, sino sólo que tenemos en nosotros mismos la facultad de
producirla "48.

Husserl, más explícita y sistemáticamente, ha elaborado, para dar cuenta de


ciertos aspectos de la percepción, una distinción entre la intención y la hyle,
distinción en la que presintió la fecundidad que tendría para todos los sectores
de la fenomenología. Justamente, a ella nos referíamos en nuestro ensayo de
integración del psicoanálisis. En particular, nuestra tentativa prolonga una

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observación de Ideen con respecto a la posibilidad para la hyle de disociarse
de la Auffassung correspondiente.49

4. Crítica a la "Física" freudiana de lo inconsciente: el modo de necesidad


propio del inconsciente

Pero el realismo de lo inconsciente intenta salvarse por el causalismo. En el


lenguaje "causalista", el "sentido" del sueño y de los síntomas neuróticos es su
valor de efecto-signo de una causa psíquica inconsciente.

Hay que confesar que sobre este punto el propio lenguaje de Freud es muy
equívoco; llega a instituir entre el sentido aparente y el sentido latente una
relación de "traducción", como ocurriría entre dos lenguas diferentes. Los
pensamientos del sueño resultarían "traducidos" al lenguaje cifrado de lo
consciente dice asimismo que el sueño es un "jeroglífico" con relación a los
pensamientos del sueño.50 (Ya no volveremos más sobre la expresión del
pensamiento del sueño.) Si se habla de jeroglífico o de traducción, la relación
entre lo inconsciente y lo consciente resta una relación entre dos "sentidos",
una relación de significaciones implicadas de alguna manera e inmanentes una
a la otra; tal relación se constituye entre dos pensamientos, entre un jeroglífico
y su sentido. Ahora bien, la fecundidad del análisis exige un cambio de
perspectiva: el "sentido" del sueño es la "causa" que produce el efecto-signo
del síntoma aparente; aquí la relación es una relación totalmente exterior de
causalidad.51 El psicoanálisis no cesa de jugar con los dos usos del término
"sentido"; cómo toda física mental retiene un acento psicológico para el primer
uso y adopta un alcance científico para el segundo. Ese doble juego vuelve a
hallarse en la interpretación de los "mecanismos" que alteran y disfrazan los
deseos y las tendencias reprimidas. Tales "mecanismos" deben a la vez
caracterizar una existencia como "psique" y enunciarse en el lenguaje de las
leyes físicas; de manera que la represión es a la vez una incompatibilidad de
valores y una exclusión física; el disfraz correspondiente a la libido es a la vez
un cuasi-engaño y un filtrado de energía.

Con todo, si los hechos revelados por el psicoanálisis son exactos, este
equívoco parece fundado en la naturaleza misma de las cosas. Como se ha
dicho desde el comienzo, el método psicoanalítico es inseparable de una física
mental en la que las imágenes, las representaciones aberrantes son tratadas
no como intenciones, cuya absurdidad es ella misma un contenido intencional,
sino como "hechos", "cosas" a explicar causalmente. Agreguemos incluso que
todo el poder heurístico reside del lado de este naturalismo: nadie puede hacer
descubrimientos en psicoanálisis y conducir con éxito un tratamiento
psicoanalítico si no adopta esta perspectiva "naturalista", "causalista", sobre el
hombre. 52

Durante toda la obra hemos combatido la "naturalización" a nivel de los


pensamientos "formados", es decir a nivel de lo involuntario y de lo voluntario
"conscientes". Esta posición ¿parece aún sostenible a nivel de lo inconsciente?
R. Dalbiez ha hecho la tentativa más interesante dirigida a superponer el
determinismo psicológico y una concepción metafísica de la libertad en un
sistema que intenta hacer homogéneo.53 No duda en sistematizar previamente

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la metodología "causalista" que presupone la interpretación y la terapéutica
analíticas. El derecho a tratar causalmente el sueño y los síntomas neuróticos
está ligado a su falta de objeto, a su carácter "in-reificado" (según una
expresión de Bleuler). El sueño no es un pensamiento, sino el efecto de un
pensamiento; es un producto psíquico y no un conocimiento; no tiene objeto
sino causas. Por nuestra parte diremos que el sueño o el síntoma neurótico son
"expresiones psíquicas", es decir efectos-signos psíquicos de estados
psíquicos inconscientes; dicho de otra manera, el sueño es un lenguaje
psíquico natural e individual. El método asociativo es entonces la técnica que
conviene a pensamientos que no se comprenden por su objeto sino que se
explican por sus causas. Sin duda alguna, se deben tratar "los estados
psíquicos" como cosas entre las cuales se ejercen relaciones reales e
inconscientes de causalidad. Los mecanismos asociativos son también
normalmente inconscientes, aunque los elementos que vinculan no lo sean. "La
inconsciencia relacional es una ley fundamental del funcionamiento del
espíritu." El causalismo es así para R. Dalbiez el complemento natural del
realismo de lo inconsciente.

La conciliación del determinismo y la libertad está preparada por la observación


de que un pensamiento puede tener una doble regulación: del lado del sujeto,
por sus causas principalmente afectivas; del lado del objeto, de conocimiento;
somos finalmente remitidos a la distinción del "ejercicio" y de la "especificación"
de los actos psíquicos: "Verdad y expresividad psíquicas se concilian
perfectamente. Una tesis de matemáticas es un sistema de proposiciones
verdaderas, pero es asimismo un efecto de la curiosidad intelectual o de la
ambición de su autor.

Es presumible que el psicoanálisis sería aquí poco fructífero.54 Como resultado,


el psicoanálisis se sitúa a mitad de camino entre la medicina del cuerpo y la
educación de la voluntad: "Mientras que la moral y la religión utilizan la libertad,
la psicoterapia se sirve del determinismo." En tal sentido, habría que denunciar
con energía la incompetencia de los educadores que confunden neurosis y falta
de voluntad, agravando los trastornos mentales al obstinarse en hacer ingresar
en la moral algo que pertenece al médico.

Esta conciliación de la libertad y el determinismo es efectivamente, también lo


creemos nosotros, la tarea de una doctrina del hombre; pero por nuestra parte
dudamos que pueda realizársela directamente. R. Dalbiez piensa conseguirlo
en el marco de una cosmología de estilo aristotélico donde se combinan
causalidades de diferente tipo. En otra parte" hemos hecho la crítica de
principio a esos esquemas en los que se superponen "causalidades físicas"
(con respecto a las cuales no es muy seguro que estén purificadas de todo
antropomorfismo) y "causalidades mentales" manchadas de cosismo. No es
posible volver aquí a la crítica realizada en diversas ocasiones y en varias
formas distintas. Pero podemos al menos agregar a dicha crítica general
algunos rasgos adaptados al problema que ahora se plantea.

Es dudoso que la distinción entre "especificación" y "ejercicio" pueda orientar


hacia la distinción entre una metafísica de la verdad y la libertad y una
psicología determinista; si se aplica el punto de vista del ejercicio a los "actos",

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conduce a la idea de motivación y no a la de causalidad; motivación e
intencionalidad pertenecen al mismo universo de discurso, al universo
fenomenológico, pero no ocurre lo mismo con la causalidad y la intencionalidad.
La causalidad y la intencionalidad serían armonizables, como "el ejercicio" y "la
especificación", pero la dificultad reaparecería cuando fuera necesario conciliar,
dentro del punto de vista de la "especificación", la producción libre de actos con
su producción determinista. Sólo se puede acordar conjuntamente dos modos
de motivación, una motivación voluntaria y una motivación involuntaria, y no
una causalidad entre cosas y una motivación involuntaria.

El derecho de introducir la causalidad y el determinismo en psicología tampoco


se adquiere por el hecho de que el sueño carezca de objeto; no tiene objeto
"lógico" pero tiene correlato intencional, pues la absurdidad de su sentido
aparente es un carácter de tal correlato. Finalmente, el fondo del debate reside
en la posibilidad de extender la idea de causalidad a los actos de un sujeto:
creo que esta extensión es el fruto de una objetivación de la motivación no-libre
que suspende la "subjetividad"; por el contrario, R. Dalbiez parte de una idea
cosmológica de la causalidad, que supone una homogeneidad "material" entre
el reino de los sujetos y el de los objetos.

Pero, precisamente, dicha "objetivación" no sólo es un rodeo posible, sino


inevitable e indispensable para avanzar en la comprensión de la motivación
absurda y radicalmente involuntaria del sueño y la neurosis. La causalidad es el
equivalente objetivo de una motivación absolutamente no-libre. Esta motivación
no-libre es la que pertenece a la misma esfera de la libertad, no el
determinismo en el cual resulta "objetivada". Para decirlo de otra manera: lo
inconsciente y los mecanismos inconscientes no son directamente "objetos",
"cosas", pero los automatismos afectivos los asimilan lo más posible a cosas
físicas, simulando así el determinismo. Entonces el determinismo de las
"cosas" es incompatible con la conciencia y su libertad, y este cuasi-
determinismo es el reverso de una conciencia y de una libertad. Lo
inconsciente significa en mí que no sólo mi "cuerpo" sino también mi
"psiquismo" se prestan a un tratamiento objetivo: hay una "psique"-objeto,
como hay un cuerpo-objeto. La física mental es ahí inexpugnable. El objeto por
excelencia de la psicología como ciencia es mi inconsciente pero una
separación, por pequeña que sea, separa siempre una motivación automática
de un determinismo de cosas.

Esta interpretación difícil y frágil puede esclarecerse en algunos puntos:


1. Lo que Freud ha llamado el trabajo del sueño implica, además de la
inconsciencia de los temas afectivos que alimentan al sueño, la inconsciencia
de los mecanismos de elaboración: las múltiples "relaciones" de tipo asociativo
-en las cuales se resumen esos diversos mecanismos que obran sin ser
conocidos; pero ya habíamos encontrado este fenómeno a nivel del hábito;
dicho fenómeno es enteramente independiente del mito de un pensamiento
inconsciente y puede ser interpretado como una especie de motivación y no
causalidad. El automatismo conduce así a una materia afectiva y mnémica
disociada. Nuestra "psique" está hecha de esas tematizaciones estables que
aseguran la estabilidad de las "relaciones" inconscientes, la que a su vez es la
condición de la técnica de análisis. El análisis es el instrumento de

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investigación adaptado a ese fondo de automatismo afectivo siempre presto a
la "objetivación".

2. En lo esencial hay que vincular tales "mecanismos" inconscientes con el


"dinamismo" de la represión; no se ve cómo podría hablarse de conflictos endo-
psíquicos sin un lenguaje cuasi-físico; por su parte inconsciente la subjetividad
es como una naturaleza física; imita a la cosa; está presta a los esquemas de
conflictos, de compromisos, de resultantes entre fuerzas, o, como dicen los
psicoanalistas, entre "pulsiones". Pero la "fuerza" es en el lenguaje de la
subjetividad, ya lo sabemos, el ímpetu de la necesidad o el imperio del esfuerzo;
cuando se automatiza, la fuerza de la necesidad es como una fuerza de la
naturaleza; el análisis directo del hábito también nos ha conducido allí. Pero lo
que el psicoanálisis nos impone agregar a dicho estudio es que una parte de
nosotros mismos, en virtud de una incompatibilidad de valores, resulta
disociada y prohibida. De ahí que el instrumento de investigación forjado por el
psicoanálisis sea irremplazable; para gran parte de la conciencia no hay acceso
a su propio fondo; es incapaz de hacer la exégesis de sus propios enigmas;
queda librada a una impulsividad absurda e incoercible; además, el
psicoanalista, que no puede obligarnos a llamar deseo, representación,
recuerdo o pensamiento a ese inconsciente disociado, nos obliga a reconocer,
a nivel de dicha impulsividad invencible, la marca de una finalidad que también
es absolutamente involuntaria e inconsciente; la represión designa justamente
a la función de control, de represión, de "censura", sobre la cual es muy difícil
hablar sin caer en la mitología. En. efecto, es muy tentador, y sin duda
inevitable en la práctica médica, recurrir alternativamente al lenguaje de la
conciencia y al de la física o incluso mezclarlos, imaginando un guardián
inteligente más astuto que el genio maligno, o construyendo un juego de
fuerzas que se expulsan, se mantienen en equilibrio, se derivan mutuamente,
rompen el obstáculo en algunos puntos o se prestan a una operación de filtrado.
¿Qué estatuto dar entonces a este dinamismo, en una filosofía del sujeto, sino
un estatuto emparentado con el de los objetos de la naturaleza?

La represión parece, a nivel de la materia afectiva y mnémica de la conciencia,


un aspecto de las funciones de organización y regulación que ordenan, por
debajo de la conciencia, a la vida misma. Pero esta organización no sólo tienen
un nivel propiamente "biológico", sino también "psíquico", que viene a
mostrarse aquí. El próximo capítulo nos enfrentará con este nuevo aspecto de
lo involuntario absoluto: estoy con vida,-y la sabiduría de la vida precede a toda
sabiduría concertada por el querer; la vida conduce a la conciencia; esta última
es un yo viviente dado a mí mismo; la censura es el grado psíquico de la
organización gracias al cual estoy puesto por esta vida que no he elegido;
jerárquica, selectiva, represiva, la organización introduce un aspecto nuevo en
lo involuntario absoluto: la finalidad misma de la vida. Aquí nos encontramos
con el residuo de una reflexión sobre lo obscuro y lo oculto: la misma nos
remite a otro plano de explicación y a un nuevo ciclo de dificultades.

3. La posibilidad de enfermedades de origen psíquico se encuentra al mismo


tiempo inscripta en la naturaleza de los conflictos inconscientes; el desorden es
posible allí donde se está en presencia de una pluralidad de fuerzas. Lo
"oculto" y el dinamismo que lo habita implican la existencia de un terrible

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psicológico y reclaman una cura mental irreductible a una ética y a una
disciplina de la voluntad.

Hay un terrible psicológico porque la voluntad no tiene influencia sobre la


función de la vigilancia de la cual, más bien, depende, función cuyas fallas
desencadenan en la conciencia estragos, testimoniados por las principales
neurosis y señalados por las pequeñas anomalías de la vida cotidiana. Una
patología mental es posible porque la conciencia una es al mismo tiempo
tributaria de una espontaneidad sede de crisis intestinas y que tiene el poder de
dividirse contra sí misma. La existencia de una hyle afectiva es una de las
fuentes de lo patológico por sus posibilidades de disociaciones, de conflictos
internos y de interrupciones incomprensibles e invencibles en el curso de la
conciencia. El filósofo no hará pensar al inconciente, pero confesará la
dependencia del pensamiento, que es la conciencia misma, con respecto a un
dinamismo psíquico oculto cuyos dramas estallan a veces en el corazón de la
conciencia y sustraen a todo su imperio toda una región de intenciones y
acciones. Todo poder está rodeado de impotencia.

Entonces, si. la contienda no puede hacer su propia exégesis y no puede


restaurar su propio imperio, es legítimo pensar que otro pueda explicarla y
ayudarla a reconquistarse; tal es el principio de la cura psicoanalítica. Allí
donde el esfuerzo no hace más que exaltar el impulso mórbido, un paciente
desenvolvimiento de los temas mórbidos por el analista está llamado a relevar
el esfuerzo estéril. La enfermedad de ninguna manera es la falta, la cura de
ninguna manera es la moral. El sentido profundo de la cura no es una
explicación de la conciencia por el inconsciente, sino un triunfo de la conciencia
sobre sus propias prohibiciones por el rodeo de otra conciencia descifrante. El
analista es la partera de la libertad, al ayudar al enfermo a formar el
pensamiento que conviene a su mal; desnuda su conciencia y le restituye la
fluidez; el psicoanálisis es una curación por el espíritu; el verdadero analista no
es el déspota de la conciencia enferma, sino el servidor de una libertad a
restaurar. Pero si bien la cura no es una ética, constituye con todo la condición
de una ética reencontrada, allí donde la voluntad sucumbe a lo terrible. En
efecto, la ética nunca es más que la reconciliación del yo con su propio cuerpo
y con todas las potencias involuntarias; cuando la irrupción de las fuerzas
prohibidas señala el triunfo de un involuntario absoluto, el psicoanálisis vuelve
a poner al enfermo en las condiciones normales que le permiten intentar, con
su libre voluntad, la mencionada reconciliación.

Esta crítica de la "física" freudiana es tan difícil y precaria como la crítica del
"realismo" freudiano de lo inconsciente' Ya nos vimos obligados a decir que lo
inconsciente se hace de infrapercepciones, de infra-imágenes, de infra-deseos;
ahora decimos que los mecanismos y el dinamismo que posee son como una
naturaleza física.

También aquí puede parecer que lo que nos separa del realismo y el
causalismo freudianos es sólo una sutileza del lenguaje. Si lo inconsciente
fuera pura y simplemente una "cosa", una "realidad" homogénea con la
naturaleza de los objetos sometidos a la ley del determinismo, ya no habría
espacio para una superestructura voluntaria y libre, y el hombre en su totalidad

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estaría librado al determinismo. Así es como interpretan los freudianos al
psiquismo humano. Toda la obra de Freud respira desconfianza hacia la
voluntad y la libertad. No se trata sólo, así lo creemos, del signo de una
deformación profesional de psicoterapeuta, sino que se trata de la firme
convicción de que el determinismo no puede restar insular y de que no se le da
su lugar." Dicho determinismo es devorante porque no es recíproco de una
libertad. Por ello el determinismo metodológico que está en la base del
psicoanálisis debe ser interpretado como la inevitable y legítima objetivación de
una necesidad que constituye el reverso de la subjetividad libre.

5. Crítica al "genetismo" freudiano: la noción de "materia" afectiva

Hay un tercer rasgo, decisivo para nuestras investigaciones sobre la voluntad,


que viene a completar el sistema freudiano. Nada hemos dicho sobre el
mecanismo de la sublimación, que, en las escuelas psicoanalíticas, sirve para
vincular genéticamente los fines que se asigna el psiquismo humano superiora"
a los instintos de base y, fundamentalmente, a la libido. En efecto, el freudismo
es una explicación evolucionista que reduce las energías superiores,
consideradas como derivadas, á energías inferiores, consideradas primitivas. Y
como lo inconsciente es vital, sexual, infantil, acaso incluso ancestral, la
conciencia está invitada a sospechar que podría no ser sino un disfraz de su
propio inconsciente. La sublimación es, en este sentido, el proceso privilegiado
que asegura el pasaje de los fines vitales a los fines no-vitales; a diferencia del
sueño, de la neurosis, del retorno terapéutico de lo olvidado, que de una u otra
manera dan salida hacia la conciencia a lo reprimido, la sublimación hace
trabajar las tendencias (principalmente sexuales) sobre un plano menos
instintivo, en relación con objetos de la esfera estética, moral y religiosa. Esta
interpretación renueva el evolucionismo, buscando en lo inconsciente no sólo
las fuentes primitivas de energía, sino también el mecanismo de su elevación.
De tal modo, lo bello tiene su origen en la libido, por derivación de la misma
energía hacia una dirección nueva. ¿Es decir entonces que los valores
superiores no son más que fines substitutos del fin sexual? Freud mismo
parece sostener una posición prudente y subrayar sólo el aporte de energía
que la sexualidad, en virtud de su aptitud para la sublimación, suministra a
otras actividades. Pero todo su interés está orientado a los complejos afectivos
que las actividades superiores, principalmente el arte, tendrían por función
descargar59. Más enérgicamente aún, los valores morales y religiosos son
remitidos a las prohibiciones del tabú, y éstas mismas resultan identificadas,
por fin, con la neurosis obsesiva. En particular, se sabe la importancia
acordada por los psicoanalistas, y por Freud mismo en Totem y Tabú, al
complejo de Edipo (muerte del padre y contacto sexual con la madre) para
explicar los comienzos de la religión, de la moral y de la sociedad. La
concepción del "superyo", que, a partir de 1920, corrige la concepción anterior
de la "censura", explica cómo han podido transmitirse tales prohibiciones: las
conductas parentales de naturaleza represiva son adoptadas por el
inconsciente en virtud de un proceso de identificación (o de introyección),
elaborándose así un inconsciente represivo que se superpone con el
inconsciente reprimido.60 Sublimación del concepto de Edipo, introyección del
amaestramiento parental, autopunición, etc., poseen un lugar cada vez más
grande en las especulaciones más recientes de los psicoanalistas, que

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desbordan de ahora en adelante el cuadro terapéutico de los desórdenes del
psiquismo.

El freudismo ha ingresado así en nuestras costumbres como el tipo mismo de


la explicación descendente, de la reducción de lo superior a lo inferior: no
retiene ya a la pretensión de ir hasta el extremo de una explicación total del
hombre por este inconsciente reprimido y represor, sexual y auto-punitivo,
infantil y ancestral. El freudismo vehiculiza una mentalidad general según la
cual todo valor no-vital es considerado una manifestación disfrazada de lo
inconsciente. El Cogito quiere decir una cosa distinta de lo que cree significar:
la conciencia es el fenómeno cifrado de lo inconsciente. La generosidad de la
conciencia, que da sentido a sus pensamientos y que acoge valores, queda
instantáneamente agotada. Si bien esta amenaza resulta presentida, y acaso
obscuramente anhelada, por cualquiera que busque en el freudismo no un
socorro para comprender y sanar la conciencia que fracasa, sino una
explicación que lo salve de la carga de ser libre, hay que confesar que esta
doctrina tiene un prestigio que de ninguna manera ha alcanzado la
caracterología, pues no se contenta con situar al individuo en una clase, sino
que pretende explicarlo en su singularidad, referirlo a las fuentes primeras de
sus pensamientos y sus actos; explorando regiones ocultas y prohibidas a
dicho individuo, suscita esta curiosidad mezclada de temor propia de las
doctrinas de salvación, inclusive de las religiones del misterio. El freudismo
tiene para las conciencias débiles algo fascinante que expresa la incidencia
inevitable en la conciencia moderna. Esta presiente en el freudismo su ruina y
vislumbra acaso que toda pasión, que constituye cierto vestigio de la libertad,
sopesa en él, con perspicacia diabólica, su mejor coartada. La conciencia
busca una responsabilidad de principio en su propia regresión a lo vital, a lo
infantil y a lo ancestral; el gusto por las explicaciones freudianas, en tanto son
una doctrina total del hombre existente en cada uno, es el gusto por los
descensos al infierno, para invocar a las fatalidades subterráneas.

Pero ese gusto de rebajarse y explicarse por la bestia, que es una de las
formas de la negación, puede conducir al despertar de la libertad, cuando se
comprende a esta tentación como una amenaza. Gracias a ésta podemos
incentivar una dialéctica de la liberación, semejante a la que nos ha arrancado
a los prestigios de una falsa metafísica del carácter.

Soy yo el que piensa, da sentido, aprecia mis propios motivos, quiero y muevo
mi cuerpo; esta certeza, corrompida por la sospecha de estar representando
una comedia en el escenario de una ópera fabulosa y de estar embaucado por
una conjuración de fuerzas ocultas en ciertas misteriosas hendiduras de la
existencia, esta certeza, que estaba tentando a sacrificar en manos del
descifrador de enigmas, debe reconquistarse sin cesar, partiendo de un exceso
de la libertad. Estamos ante lo inconsciente como Descartes ante el gran
engañador: nos salvamos por la afirmación del Cogito y por el rechazo a
acordar el pensamiento a lo que no es también conciencia, más allá de que
haya que integrar inmediatamente a dicho rechazo lo que es legítimo retener
del psicoanálisis; pero en el seno de la conciencia y en la seguridad del "yo
quiero" es donde hay que hacer la mencionada integración. Tal rechazo, que
no representa más que un momento negativo en una actitud más matizada y

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equitativa frente al freudismo, es a la vez una crítica y una ética, es decir un
examen de la noción misma de sujeto pensante y de sujeto del querer, y un
llamado a la libertad.

"Lo inconsciente, dice Alain, es un efecto de contraste en la conciencia."61 Es


siempre ante una conciencia no embaucada donde una conciencia puede
denunciarse embaucada: para esta última el sentido aparente y el sentido
oculto deben coincidir; es necesario que, por su parte, la conciencia crítica se
posea a sí misma en sus manifestaciones; si el descifrador está embaucado
por su inconsciente en el momento en que denuncia los artificios del
inconsciente del otro, la desconfianza no tendría fin: anagke stenai; en alguna
parte la conciencia y el pensamiento hacen un círculo, constituyendo una
unidad indivisible. Este argumento es muy abstracto: pero sólo tiene carácter
para el freudiano; para mí quiere decir que no pienso, sino cuando yo creo que
pienso, y que ese yo pienso no tiene otro sentido que el que creo. Pero esto ya
no es sólo un argumento, sino un juramento que me hago a mí mismo; haré
pensar a la bestia en mí y en mi lugar, y no huiré hacia la irresponsabilidad.
Dicho esto, ¿hay que rechazarlo todo con respecto a la doctrina sobre el origen
sexual e infantil de los sentimientos superiores? En absoluto. Hemos afirmado
en suficientes oportunidades la originalidad de los actos por los cuales la
conciencia se hace sensible a los valores éticos, estéticos, religiosos, como
para que no represente un inconveniente tratar de esclarecer otro aspecto de
esta orientación hacia los valores. Una cosa es reconocer la forma original de
diferentes valores, tales como lo vital, lo noble, lo elegante, lo bello, lo sagrado;
y otra es descubrir por el análisis la materia afectiva única a través de la cual
tales valores son focalizados. Acaso sea el mismo potencial afectivo el que
alimenta la sexualidad infantil y la moralidad del adulto. El origen de la
"materia" afectiva y el "sentido" de la "forma" intencional plantean dos
problemas radicalmente diferentes e irreductibles. Nada hay de escandaloso en
el hecho de que el psicoanalista reencuentre en la raíz de la serie discontinua
de valores recorridos por la conciencia, desde lo vital a lo sagrado, la unidad de
la misma materia afectiva. Si el psicoanalista se ha vista conducido a formar
sobre esta materia la idea de la pena infantil o la del deseo de regreso al seno
materno, le será cómodo afirmar que el origen de tal sentimiento superior es el
deseo de regreso al seno materno. Basta con no dejarse engañar por ese
lenguaje: el evolucionismo del instinto no es más que un lenguaje abreviado
para decir que ha sido posible jalonar con una única energía afectiva la serie
ascendente y discontinua de las orientaciones que la conciencia dirige a lo vital,
lo noble, lo bello, lo sagrado, etc.: esta misma energía es la materia mnémica y
afectiva que permanece relativamente estable durante la existencia, pero que
está animada por orientaciones de naturaleza y nivel diferentes; esto no quiere
decir que lo sagrado se reduzca a lo vital, sino que focalizo lo sagrado con la
misma carencia y con el mismo ímpetu que están despiertos a nivel de los
valores vitales. En lenguaje husserliano, el psicoanálisis no es más que una
hylética de la conciencia; y como tal debe permanecer subordinado a la
fenomenología de sus intenciones, es decir de sus "formas". Se trata, así lo
creo, del sentido más favorable que puede darse al sexualismo freudiano y al
proceso de sublimación.

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Con todo, cuando no se trata de producciones desordenadas, sino de las
creaciones superiores de la conciencia, hay que utilizar el psicoanálisis con la
mayor prudencia. En el caso del sueño, de la neurosis, el "sentido latente"
formado por el psicoanalista en el curso de la. interpretación y por el enfermo
en la su-presión de la represión tenía un valor de liberación que constituía la
razón misma de la terapéutica analítica. Desde esta perspectiva, puede decirse
que el "sentido latente" es un sentido mejor que el "sentido aparente" a causa
de su valor curativo. Pero ante un poema, por ejemplo, el sentido formado por
el psicoanalista tiene menor sentido con relación al sentido dado por el poeta,
referido, como se halla, a los fines estéticos de la obra de arte.

Un ejemplo nos hará comprenderlo mejor


Ningún poeta ha pensado mejor que Mallarmé la elección y el ordenamiento de
su lengua; un poema, decía, es un "azar vencido palabra por palabra".
Comprender el poema es para el lector vencer a su vez la apariencia de lo
fortuito y reencontrar, no necesariamente mediante el entendimiento, sino por
la acogida poética, "el viento del canto que, escondido bajo el texto, lleva a la
adivinación de aquí para allá", el entramado de relaciones y correspondencias
que produce en el poema ese "espejeo subterráneo". Tal sentido oculto puede
buscarse por dos vías, filosófico-literaria la una, psicoanalítica la otra. Según la
primera, nos preguntamos qué cualidad de alma, qué matiz de inocencia puede
sugerir la evocación apremiante de las palmeras, las alas de ángel, los
plumajes blancos, los instrumentos antiguos, los viejos cofres, y esas miradas
de antaño, y esa gracia de las cosas secas. Intentaremos aquí una odisea de la
conciencia en la dirección de cierta pureza en la que todo era fácil, ingenuo y
sin falta. El juego de símbolos irá pues de lo sensible a lo íntimo, de las
emociones a los sentimientos. Y el sentido que formamos en nosotros es el
mensaje de Mallarmé. Pero llega el psicoanalista62; la obscuridad del poema no
será para él más que un efecto de ciframiento del subconsciente o del
inconsciente; en lugar de seguir el movimiento ascendente del símbolo hacia el
sentimiento poético y religioso, adoptará el movimiento descendente del
símbolo al instinto sublimado; todo el ciclo de las "metáforas obsesivas" que
giran en torno al paraíso perdido será explicado por la pérdida de la infancia y
del seno materno. Estos dos trayectos de explicación son incomparables: el
primero va del menor sentido de la primera lectura a un exceso poético que
constituye un tesoro de significaciones espirituales: es el verdadero sentido, el
que alcanza y prolonga lo que Mallarmé quiso. El segundo va del menor
sentido consciente no fue mencionado a un sentido insconsciente que no ha
sido pensado ni querido y que sólo resulta sugerido a un observador exterior
por la materia afectiva con la cual Mallarmé ha compuesto, más allá de todo
azar, en plena lucidez, el texto poético más voluntario que nunca se haya
escrito. El espectador extraño, que se separa del movimiento ascendente que
va del símbolo al sentido poético, ha intentado otra exégesis de acuerdo con un
nuevo sistema de postulados, pero se encuentra, con todo, igualmente
motivado por la materia afectiva del poema; a todo sentido se adhiere una
posibilidad ilimitada de nuevos sentidos que no han sido pensados ni queridos;
la conciencia sólo esclarece la forma no la materia, que es más o menos
rebelde a la luz.

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Ahora bien, si estas dos actitudes ante un sentido aparente son incomparables,
no es indiferente que la conciencia adopte una u otra cuando quiere
comprenderse a sí misma o comunicarse con otra conciencia; en efecto, una se
encuentra desnivelada con relación a la otra: una intenta que afloren los
valores focalizados con frecuencia de manera implícita, exponiéndolos de
manera explícita ante la conciencia; se trata de un despertar de la conciencia a
sí misma y a sus bienes más elevados. Otra, evocando la energía movilizada
por los valores inferiores, esboza una regresión de la conciencia a tales valores;
el recurso sistemático a los diferentes complejos e incidentes que se anudan en
torno a la sexualidad corre el riesgo de acostumbrar a la conciencia a situarse
en un plano que no era en realidad el plano en que dicha conciencia había
elegido colocarse; por eso planteamos un principio de higiene que antes es un
artículo de la ética: la conciencia no debe considerar como una buena exégesis
de sus propias significaciones la explicación del deseo hacia los valores
superiores por la necesidad sublimada de los valores inferiores, siempre que
esta explicación no tenga valor curativo.63 Hace al buen uso y al límite del
psicoanálisis el definirlo por su función terapéutica: es bueno que la conciencia
adopte activamente y forme para sí los pensamientos de retorno al seno
materno, los pensamientos acerca del complejo de Edipo, etc., cuando tales
pensamientos la liberan de un peso que bloquea su elevación; fuera de dicha
función, la influencia del Freudismo puede ser nefasta, incluso puede llegar a
envilecerse; puede sostener la bajeza y el desprecio hacia sí mismo, que son lo
contrario de la "generosidad" cartesiana y que debiéramos alejar de nosotros
rechazando el realismo de lo inconsciente.

6. La responsabilidad de la forma y el consentimiento a lo oculto

El estudio del carácter nos había conducido a una proposición paradojal: toda
libertad es una posibilidad infinita ligada a una parcialidad constitutiva; es un
infinito finito; es, de modo indivisible, poder ser y manera de ser dada. El
estudio de lo oculto lleva a un pensamiento semejante: sólo soy responsable de
la forma de mis pensamientos ("sólo tenemos que responder por nuestros
pensamientos", dice Descartes) y al mismo tiempo el pensamiento se
encuentra alimentado por toda una presencia obscura que hace de cada acto
que comienza la continuación de lo que he sido.

Ahora bien, esta síntesis paradojal de la forma definida y la materia indefinida


sólo puede leerle y comprenderse en un sentido irreversible; del mismo modo
que mi inmutable naturaleza que constituye mi carácter sólo puede
reconocerse al amparo de esta. afirmación que me hace ser voluntad y
conciencia: yo soy, yo quiero, del mismo modo la existencia, el prestigio, la
potencia misma de lo oculto no pueden preferirse más que en el seno del
pensamiento que se afirma como conciencia y voluntad. Toda lectura en
sentido inverso, del carácter a la voluntad, de lo inconsciente a la conciencia,
señala el suicidio de la libertad que se entrega al objeto. Antes de interrogar al
psicoanálisis es que planteo: pensar es mi acto; es la opción primera por la cual
nazco y despierto a la existencia como sujeto voluntario. Como lo esbozáramos
a propósito del carácter, sólo el que ejerce un poder puede reconocer los
límites. Hasta lo último creeré en mi responsabilidad total dentro de los límites
del bien aparente, es decir en la proporción de la forma intencional de mis

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motivos; dentro de esos límites, mi responsabilidad no tiene grados y sólo es
una cuestión para mí: ,¿he usado todo lo posible mi libre arbitrio, que constituía
el juramento de la generosidad?

Un ejemplo, extraído del viejo tema del sosías, dará a comprender nuestro
pensamiento. Giradoux mostró en Anfitrión 38 la fidelidad de Alcmena en medio
de la captura realizada por Júpiter mediante engaños, tomando la forma de su
marido Anfitrión; pueden verse en Júpiter los deseos errantes e inconfesados,
salidos del inconsciente, que el amor lúcido y voluntario intenta contener; ahora
bien, poco importa para la fidelidad de Alcmena que Júpiter hubiera adoptado
la forma de Anfitrión y que a su pesar ella tomara a Júpiter por Anfitrión; Júpiter
todavía no es nada, pues Alcmena aún no se ha formado idea alguna respecto
a él; tal lo que ocurre con los deseos llamados inconscientes que se deslizan
en nuestros motivos; no hay verdaderamente problema sino cuando la
tentación queda reconocida, cuando Júpiter y Alcmena se encuentran cara a
cara, "¡o sabiendo tu virtud, tú sabiendo mi deseo". De ahora en adelante, sólo
hay fatalidad por el vértigo de la libertad que da consistencia a esos deseos
semi-confesados, que buscan escape en lo inconsciente; en sí nada son; por la
caída de la libertad son todo 64. Mientras Alcmena ignora que la apariencia de
Anfitrión puede significar otro ser, Alcmena ha sido engañada para otro; para sí
misma, para Anfitrión y para todo ser capaz de comunicarse íntimamente con
ella, Alcmena sigue siendo la mujer fiel.

La elevada lección de Giradoux no es diferente de la lección de Descartes


sobre el arrepentimiento; la fiereza del "generoso" que avanza en las semi-
tinieblas del bien aparente es la de "acostumbrarse a formar juicios ciertos y
determinados en lo que hace a todas las cosas que se presentan y la de que
siempre se cumple con el propio deber cuando se hace lo que se juzga mejor,
aunque acaso se haya juzgado mal".65

Pero, si en el momento de la decisión no debo permitir en absoluto que


accedan a mí pensamientos suceptibles de socavar la resolución, tales como la
sospecha de estar engañado por fuerzas ocultas tras las razones aparentes
que invoco, es con todo bueno que en el descanso que luego permite la acción
medite sobre la condición irremediable de la libertad, que me condena a
desempeñar mi papel en un contexto indescifrable; luego de la epopeya, la
elegía de la libertad; debo consentir produciendo toda significación sobre un
fondo de no-sentido, ejerciendo todo poder en un contexto de ineficiencia
amenazante, y acaso, en algunos casos extremos, buscando en un maestro
descifrador el partero de mi libertad. Asimismo, junto con la exigencia más
extrema con respecto a mí mismo ante la acción, debo tener una paciencia y
una indulgencia extremas cuando medito sobre la condición misma de un
agente responsable. Ciertamente, atendiendo a esas invencibles tinieblas, me
guardaré de hacerlas hablar un lenguaje humano, pero consentiré en abrigar, al
pie de la torre del libre albedrío, una periferia animal presentida sin
complacencia y descubierta sin terror, que sólo se torna fascinante cuando al
vértigo de las pasiones le da forma y fatalidad. Al cabo de Anfitrión 38, Júpiter
no es arrojado sino que se lo retiene como amigo. Ese consentimiento no es
contrario a la generosidad: evocando las inclinaciones obscuras que nos
empujan hacia un ser y que no están fundadas en sus méritos, sino que vienen

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de algún parecido inadvertido con otro ser antaño deseado y amado, Descartes
aconseja confiarse a tales impresiones impulsivas si al mismo tiempo la razón
percibe en ellas un bien.66

Por lo tanto, si los deseos errantes, informulados e informulables, inconfesados


e inconfesables, no deben ser llamados yo, pensamiento, ni siquiera deseos,
no pueden con todo resultar negados simplemente en nombre de la
transparencia de la conciencia: hay que consentir a lo obscuro, a lo oculto que
siempre puede convertirse en lo terrible, pero con un consentimiento que es la
contrapartida paradojal del espíritu resuelto.

IV. La vida. la organización


1. Estar vivo

Si el carácter es la necesidad más próxima a mi voluntad, podemos decir que la


vida es la, necesidad básica. Es ella la que alimenta las virtualidades de lo
inconsciente y sus conflictos y da al carácter sus direcciones privilegiadas; es
ella la que en última instancia lo resuelve todo. ¿En última instancia? ¿El
animal en nosotros no es acaso, desde ciertas perspectivas, vegetal y
finalmente mineral? Ciertamente, pero sólo con el animal me encuentro en
proceso; y no es sino desde el punto de vista del conocimiento objetivo que la
vida implica el orden físico-químico; en mí y para mí, la unión del alma y el
cuerpo es la unión de la libertad y la vida. Estoy "vivo": como lo sugiere el
lenguaje, basta con que esté "vivo" para venir "al mundo", para que "exista".67

¿Pero no hemos dicho ya sobre la vida todo lo que el conocimiento


fenomenológico del hombre permite decir, evocando esa espontaneidad de las
necesidades que viene a alimentar nuestros motivos, o esa espontaneidad de
los primeros poderes del cuerpo que se expresa en la explosión emotiva o en la
construcción y la tenacidad de los hábitos? No; la vida es más que la
espontaneidad de los motivos y los poderes; es cierta necesidad de existir a la
que ya no puedo oponerme para juzgarla y gobernarla. No puedo ir hasta el fin
de ese acto de exilio que es la conciencia, de esa apreciación y esa soberanía
constituidas por la motivación y el esfuerzo; la vida escapa por todas partes al
juicio y al mandato, con el cual se encuentra, por otra parte, secretamente
comprometida. La vida no es sólo la parte baja de mí mismo sobre la cual reino;
soy viviente por completo, viviente en mi propia libertad. Debo estar vivo para
ser responsable de mi vida. Aquello que gobierno me hace existir.

Intentemos sugerir concretamente este movimiento de envoltura, de investidura


de la conciencia por la vida. La vida que juzgo tiene un carácter notable: no es
un valor como los otros, sino que es al mismo tiempo la condición de todos los
otros valores; si destruyo mi vida todos los valores se disipan:

Todo el mundo se tambalea y tiembla bajo mi vara.


La necesidad propia de la vida ya se deja adivinar en el siguiente rasgo: es el
motivo fuera de serie del cual depende todo otro motivo desde el momento
mismo en que se lo prefiere. Esta potencia de la vida, esta gracia de la vida,
cuyo flujo y reflujo constituyen la fuerza o la debilidad de mi coraje, se muestran
en otros rasgos próximos al precedente: todo motivo, todo poder tiene un

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contorno más o menos preciso que se perfila como una forma sobre un fondo,
sobre el trasfondo confuso e informe del humor (tomando este término en su
sentido más natural como en las expresiones "buen" o "mal" humor); una
necesidad tiene una orientación que puedo circunscribir y nombrar; un deseo,
un hábito tienen una estructura determinada; el humor es más bien un tono
general, que sirve de telón de fondo a todos los modos definidos del Cogito. Y
aquí se revela esta necesidad a la que ya no puedo oponerme: es a la vez
informe e insinuante; opera más bien como perfume que flota en el aire y baña
las formas; como el olor, es un influjo, una influencia difusa68: se dirá que toda
motivación se circunscribe sobre el fondo de influencia; dicha influencia es ya
una relación sin distancia en la que se vislumbra la invencible e irrefutable
posición de una existencia que se me escapa. Maine de Biran lo sabía bien; en
él, la teoría de la pasividad o de la "afección simple" se construye casi por
entero a partir de esa experiencia desesperante, relatada mil veces en su
Diario, de los movimientos de serpiente del humor. Ella nos revelará los
caracteres esenciales de la vida, de mi vida en el seno de la conciencia.

1. La vida sentida (erlebt, enjoyed) y no conocida: cierta afectividad difusa es la


que me revela mi vida antes de que mi razón me la explique. En el estudio que
hace de la Befindlichkeit, Heidegger señala con vigor el poder de la afectividad
que, la hace capaz de anticiparse a toda idea distinta.69 Me siento vivo antes de
saberme animal. Ahora bien, el estatuto de dicha afectividad es muy difícil de
establecer, pues uno puede considerarla carente de intencionalidad; en ella no
me oriento hacia algo. Es esencial al objeto que percibo que se dé en una
multiplicidad de esbozos, de perfiles perceptivos; sea que lo haga girar, sea
que gire por sí mismo delante de mí, siempre ofrece una pluralidad de "caras";
no es en sí mismo más que la unidad de esos aspectos retenidos y anticipados.
Ahora bien, mi vida no es un objeto que se dé bajo diferentes caras; siempre la
aprehendo del mismo lado, o mejor, carece para mí de lados, y la capto sin
perspectiva alguna; experimentando mi vida, capto el centro mismo-de
perspectiva por el cual hay diferentes perspectivas sobre las cosas; puedo
observar una cosa, pero no puedo observar mi vida. Ein Erlebnis schattet sich
nicht ab, dice Husserl. una vivencia no se da por esbozos.70 En cada instante,
capto de ella todo lo que puedo captar. Diríamos lo mismo de otra manera: la
cosa vista desde el ángulo es la cosa vista desde afuera, alrededor de su
afuera; no penetro al objeto, lo rodeo, lo envuelvo y lo atravieso, lo divido y me
mantengo incluso fuera de los fragmentos. El fenómeno de la transparencia
parece constituir una excepción, pero más allá de que la transparencia es para
la vista y no para el tacto, no expresa, con todo, una co-presencia de la mirada
al objeto atravesado por la mirada; la mirada atraviesa la porcelana y se posa
sobre -las cosas opacas. Más aún que el vidrio transparente, mi vida está
penetrada por mi conciencia: cuando siento mi aliento ascender por mi pecho,
mi sangre latir en mis sienes, estoy como en el aliento, en el centro de la
pulsación, copresente y coextenso al volumen sentido y al movimiento
experimentado. Tal es el sentido que puede darse a la expresión de Descartes:
"El alma está unida a todas las partes del cuerpo conjuntamente" 71, lo que no
debe expresar la relación de dos sustancias heterogéneas sino la conciencia
no perceptiva de mi cuerpo o, si se quiere, la presencia experimentada y no
percibida de mi cuerpo a mi conciencia. Es decir que la conciencia de la vida no
es una conciencia de cosa, sino conciencia de sí mismo. Esta afectividad es la

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forma elemental de la apercepción de mí mismo. Como toda conciencia de sí,
ella acompaña de manera original la conciencia de algo, ora en sordina, ora
como una exaltante o una dolorosa orquestación de la presencia del mundo.

2. Esta conciencia afectiva de mí mismo me revela la vida como indivisible; soy


una totalidad viviente; la vida es la unidad que circula entre las funciones;
puede perfectamente afirmar que tengo diversos miembros, diversos
sentimientos, diversas ideas: la vida no tiene plural; el Cogito se presta a una
enumeración de partes, de funciones y de actos; sólo la libertad y la vida, es
decir, la existencia querida y la existencia padecida, trascienden la
enumeración. Existo como uno. Puede vérselo en todas las formas de la
afectividad orgánica o "propio-ceptiva": las sensaciones mejor localizadas de la
cenestesia se separan de un fondo afectivo global, no localizable; el dolor,
hiriéndome aquí y allá, me afecta como totalidad vital (totalidad vivida que tiene
por diagnóstico objetivo la irradiación, los reflejos difusos y las reacciones
generalizadas que dispersan la localización); por eso puedo decir: "tengo un
dolor en el pie" y no "Mi pie tiene un dolor"; hay una única conciencia dolorosa
que no reside rigurosamente en parte alguna sino en el cuerpo -como la
individualidad del espacio vivido- y que reúne las sensaciones locales del dolor;
esta mezcla extraña de lo local y lo no-local vuelve a encontrarse en el hambre,
la sed y en todas las necesidades. Se conocen asimismo los fracasos de las
diferentes-tentativas dirigidas a localizar el placer; acaso éste tienda a una
conciencia global sin el contrapeso de sensaciones localizadas. Debo pues
afirmar que soy divisible como espacio y como máquina e indivisible tomó vida.
La vida es susceptible de niveles de tonalidad pero no de partes; o, si se quiere,
es la indivisibilidad de la extensión y el movimiento en primera persona. Y
cuando temo ser herido, es decir dividido, temo por mi vida, pues su división es
su fin, es decir su degradación al plano de las cosas muertas, y en tanto tales
divisibles y divididas; a mi propia muerte me la anuncian como el retorno a la
cosa dividida por excelencia: al polvo.

3. La necesidad comportada por la vida se deduce de los dos primeros


caracteres: lo que se siente como indivisible es la posición no-querida de mí
mismo, el hecho bruto de existir; yo encuentro que existo.

Vamos a intentar discernir progresivamente dicha necesidad interrogando a


algunas metáforas que constituyen el lenguaje indirecto de la misma. Tales
metáforas son tanto más sugestivas cuanto carecen de pretensión subjetiva.
Ante todo, la metáfora espacial: estoy "con" vida, vivo: me encuentro en ella; la
imagen es la de una inserción o de uña inmersión en un "medio", en el corazón
de la selva de mi vitalidad. Esta imaginería no es despreciable; un aura de
sentido se cierne sobre el lenguaje geométrico y atestigua una intención
transgeométrica de la topografía; las metáforas espaciales son una suerte de
residuo de dicha intención.72 El "yo" está sobre el fondo de la vida, toda figura
que formo tiene por horizonte el ápeiron, lo indefinido de una vida dada
graciosamente. Esta impotencia de la conciencia a darse el ser y para
perseverar en él se la sufre como una herida original, o se la experimenta como
una gozosa complicidad con un ímpetu venido de otra parte: "Armoniosa soy..."
dice la Joven Parca; esta metáfora espacial sugiere pues el desborde de todo
poder de ser por un no-poder de existir; el sentimiento de estar desbordado por

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mi vida se aumenta por la seguridad de que la vida en el mundo es una, que
viene de mucho más allá de aquello de que vengo yo y que sólo se limita a
atravesárseme dándome el existir. En el límite, me parece como un préstamo a
término, como un don irrevocable; las resonancias religiosas de dicha idea ya
se pueden vislumbrar; pero las dejaremos de lado; sea como fuera, tengo el
oscuro sentimiento de pertenecer a la única vida en el universo.

Si cambiamos una imagen por otra, siguiendo el consejo de Bergson, se nos


propone otra metáfora, la del apoyo: la vida me sostiene. Por mi nacimiento,
soy aportado y puesto en el mundo; por la muerte, soy arrebatado. En cuanto
no pongo mi vida, soy puesto sobre ella, reposo sobre ella como sobre una
fundación; reposo sobre mi respiración como sobre las olas del mar; y lo hago
tanto mejor cuanto más renuncio al querer y me abandono a la sabiduría de la
vida oculta en mi sueño. El deslizamiento de esta metáfora a un concepto más
consistente es relativamente sencillo; pero todavía no nos abandonaremos a él;
nos llevaría demasiado rápidamente a las discusiones en torno a la cosmología
y a las causalidades superpuestas. Permanezcamos aún en la imaginería de
las fundaciones y superestructuras. ¿Qué se agrega pues a lo precedente?
Que no sólo estoy sobre el fondo de la vida, sino en su base. Ahora bien, el
fondo es inconsistente, la base hace una suerte de esfuerzo, el esfuerzo de
sostener; el edificio pesa sobre la base; se trata de una concepción
arquitectónica y jerárquica de los grados de ser y de causalidad que intentará
estabilizarse en una cosmología racional.

Si permanecemos fieles a la experiencia viva, apenas elaborada por las


metáforas, debemos decir que la existencia es una conciencia unificante más
secreta: se la quiere y se la padece; es un centro de actos unido al estado de
viviente. La expresión estado de conciencia, por enfadosa que sea, encuentra
aquí su justificación. El estado de viviente es el estado de conciencia por
excelencia.73 Acto y estado de existir son pensados como dos y vividos como
uno: mi acto y mi estado son uno en el "yo soy". Sólo en tal sentido el Cogito
como acto envuelve el hecho de existir; "Cogito ergo sum". Pero el "ergo" no es
una relación lógica; es una paradoja alcanzada por el sentimiento de un
misterio. La existencia en el sentido kierkegaardiano envuelve la existencia en
el sentido kantiano; pero esta implicación es un vinculo supra-lógico que se
sustenta en la connivencia y el pacto, y que queda destruido en cuanto se lo
piensa, dando lugar al acto y al estado, a la libertad y a la necesidad de existir.
Accedemos así a la tercera y última figura adoptada por la paradoja de la
libertad y la necesidad; la libertad está ligada no sólo a una manera finita, a una
materia indefinida, sino también al hecho puro del existir viviente.

Por tercera vez debemos buscar ante todo en la objetivación de la vida la


destrucción de la mencionada paradoja, que resulta reemplazada por un
determinismo radical y luego por el índice racional evanescente de una relación
más vivida qué pensada: la relación del acto del Cogito a su propia existencia
de hecho. Pero más que nunca la meditación de la razón es necesaria, aunque
deba fracasar; el carácter afectivo de la vida es manifiesto: sin objeto y ciego, el
sentimiento reclama el comentario del entendimiento. Su riqueza hace su
confusión y su profundidad tiene por sanción su ausencia de lenguaje.

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El primer efecto de objetivación es dividir la vida, si no en partes, al menos de
acuerdo con diferentes puntos de vista.

1. Se puede ante todo considerar un corte instantáneo, en un momento dado,


es decir transversal, en la duración del viviente: la vida aparece entonces como
la unidad indivisible de una organización que me asombra y sorprende, a la
manera de una sabiduría que se ignora a sí misma.

2. Se puede, a continuación, reintroducir la consideración del tiempo y de la


evolución del viviente: la vida se da entonces como la unidad de un crecimiento
que arrastra sin retorno de la infancia a la vejez; la unidad de la vida es a la vez
la de un orden en el espacio y la de un orden en el tiempo.

3. Por último, es necesario dar lugar al hecho decisivo de que el tiempo del
viviente tiene un comienzo y un fin. He nacido y ciertamente moriré. Pero
dejaremos de lado, por ahora, la consideración de la muerte, que estará mejor
ubicada al término de una búsqueda de las diversas formas de negación que
envuelve la necesidad de existir.

El examen de la vida comporta pues tres momentos: organización, crecimiento


y nacimiento. Una meditación sobre la condición del viviente oculta la triple
tentación de poner a la necesidad fuera del sujeto, esclavizando a continuación
a la libertad misma: la voluntad puede aparecer como un efecto de la
organización, como un producto de la evolución del viviente, o incluso como
una resultante de su propio patrimonio hereditario.74

2. El concepto objetivo de organización

El conocimiento objetivo de la vida alcanza un grado científico que ni la


caracterología ni el psicoanálisis han alcanzado. Asimismo la exégesis, llevada
a cabo por la ciencia, del sentimiento obtuso de estar con vida se impone de
manera magnífica.

No nos interesaremos aquí en los conceptos biológicos que distinguen


precisamente la biología del grupo de las ciencias físico-químicas. No tenemos
por qué saber si tales conceptos -principalmente el concepto de organización-
son explicativos por sí mismos o si tienen un valor descriptivo; en fin, si los
fenómenos de equilibrio, regulación, adaptación, en todos los órdenes,
reclaman en última instancia una explicación fisicoquímica, a la vez necesaria y
suficiente. Nos basta con que los aspectos biológicos tengan una consistencia
intelectual real y den un sentido, una inteligibilidad a la vida en tanto fenómeno
original, que hagan comprender a nuestro entendimiento el orden vital.75

Si queremos distinguir al viviente de la cosa, son las funciones biológicas las


que':le dan un sentido original; son ellas las que unifican la diversidad de los
materiales físico-químicos y la diversidad de los tejidos anatómicos; la función
es la significación del órgano, y la fisiología da su sentido a la anatomía. La
vida en tanto indivisible aparece como el acuerdo superior de las funciones
diversas en la unidad de organización del individuo; más exactamente, la tarea
consiste en mantener el conjunto de las vinculaciones internas del organismo

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en relación con el medio exterior; equilibrio interior, adaptación al medio, tales
son dos aspectos solidarios de esta finalidad de hecho que da su inteligibilidad
a la vida. Reiteremos una vez más que nos basta con que esta finalidad de
hecho tenga bajo su doble aspecto al menos un valor descriptivo para que se
plantee el problema de saber si puede incluir todos los elementos de la
conducta humana.

Ahora bien, una vez que se ha adoptado este plano de comprensión, nada nos
impide en efecto generalizar sin límites el uso de los conceptos fundamentales
que caracterizan a dicho plano. Todo, incluso la voluntad pretendidamente libre,
puede ser leído como un problema de organización resuelto por la vida. Sin
duda, el tipo de organización vital se encuentra en los sistemas de equilibrio y
de regulación que de ninguna manera ponen en juego a la voluntad y, si
podemos decirlo para aproximarnos un poco más, el poder organizador de la
vida se basta totalmente a sí mismo. Nada tengo que hacer voluntariamente
para asegurar el equilibrio normal del calcio; esta autonomía de la vida consiste
aquí en el mantenimiento de las vinculaciones internas del organismo,
presuponiendo ciertos intercambios con el medio. Pero puede considerarse el
conjunto de las relaciones del organismo con el medio como problema de
organización cuyo equilibrio se encontraría intensamente diferido y en curso. Y
como es con ocasión de la actividad llamada de relación que el psiquismo entra
en escena, siempre es posible incluir a la psicología de las conductas dentro de
una vasta problemática de la organización, siempre es posible hacer entrar al
equilibrio entre el organismo y su entorno geográfico dentro de un sistema total
de organización.

Esta extensión de la interpretación biológica nos parecerá más legítima si


tenemos en cuenta que, finalmente, es dentro del viviente donde se ordena la
adaptación externa de la reacción a la excitación (e inclusive de la excitación a
la reacción, en la medida que el organismo obra sobre sus propias condiciones
para ponerlas en proporción con su acción propia); precisamente, la
significación principal del sistema nervioso y, en cierta medida, la del sistema
hormonal es la de hacer concordar dentro del viviente el término de todas las
excitaciones centrípetas y el punto de partida de todas las acciones y
reacciones centrífugas. En cierto sentido todo ocurre dentro del ser viviente,
tanto los equilibrios intraorgánicos como la adaptación al medio.76

3. Mi vida como tarea y como problema resuelto

Es inútil recordar las razones generales que deben conducirnos a una doctrina
de la subjetividad pura y darnos la seguridad de ser el que dice "yo". Por el
contrario, es importante exponer ante la conciencia las razones particulares
que pueden salvaguardarnos ante este último poder de fascinación procedente
de la idea de organización.

¿Por qué el orden de vida, asiduamente observado, nos invita con tanta fuerza
a alinearnos en el objeto? Volvamos a la finalidad de hecho que caracteriza las
explicaciones funcionales; no sin razón, los biólogos mecanicistas le han
reprochado sus resonancias psicológicas; ahora bien, esta analogía de la
finalidad orgánica con la actividad intencional del hombre, al mismo tiempo que

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atrae a la biología hacia el antropomorfismo, inserta a la conciencia en el
vértigo de la objetividad; este curioso efecto de contaminación en el doble
sentido merece ser estudiado con detenimiento; pues por una parte hace que la
finalidad sea sospechosa para el biólogo, y por la otra -y es ésta la que aquí
nos interesa- se encuentra en el origen de esa inversión del punto de vista al
cabo de la cual la voluntad ya no es más que una promoción de la organización.
En efecto, cuando se comparan la invención y la finalidad en biología con la
invención y la finalidad humanas, parece necesariamente asombrosa;
comparada con el difícil camino de la construcción humana, la edificación
orgánica nos deja estupefactos: mientras el hombre fabrica útiles de afuera
hacia adentro por adición de partes, la vida edifica sus órganos desde dentro
por crecimiento orientado. Todo ocurre como si una inteligencia que se ignora,
pero una inteligencia infinitamente más clarividente e infinitamente más
poderosa, ordenara la materia. Pero el "como si" debe ser puesto entre
paréntesis por el biólogo, que se esfuerza, no sin dificultades considerables,
para elaborar una descripción científica de la organización. Con todo, siempre
queda una suerte de halo en torno a ciertos conceptos científicos.77 Y el
hombre más allá del sabio difícilmente puede rechazar este pensamiento: si la
vida hiciera lo que de hecho hace, voluntariamente, sería una voluntad sin
medida en común con la nuestra, y por así decirlo, demiúrgica.

Aquí comienza nuestro asombro, nuestra fascinación y la tentación de anexar


progresivamente al poder organizador de la vida las obras realizadas por
voluntad. En efecto, es extraordinario que la vida funcione en mí sin mí, que los
múltiples equilibrios hormonales revelados por la ciencia se restablezcan
incesantemente en mí sin mí. Tal cosa es extraordinaria porque a cierto nivel
de mi existencia ceso de aparecer ante mí como una tarea, como un proyecto,
soy un problema resuelto como por una sabiduría más sabia que yo mismo. Se
trata de una sabiduría nutricia: no depende de mí que, luego de haber comido,
el alimento se haga yo mismo y me acreciente con las cosas. Se trata de una
sabiduría de movimiento: no depende de mí que la sangre circule y que el
corazón lata. Ciertamente, la vida no siempre es en mí esa potencia
benefactora y tutelar; en la enfermedad la torno como a una potencia solapada
que me mina y me saca la existencia; pero incluso entonces también se da
como una potencia de reparación, de compensación, de curación; el
maravilloso espectáculo de la cicatrización, del sueño y la convalecencia
confunden mi voluntad, sus débiles medios y su magra paciencia. La vida
edifica la vida; la voluntad sólo construye cosas. El espectáculo de la vida
siempre humilla a la voluntad. Y entonces me pongo a soñar con una existencia
-que acaso sería la existencia animal- "donde ya no haya problemas", ya no
haya tareas, ya no haya responsabilidad, ya no haya libertad. Me represento al
animal como un problema resuelto por la vida. Tal lo que comúnmente
llamamos instinto; pero ya no soy más un ser de instinto; puedo soñar con un
paraíso animal que me dispensaría del peso de mi humanidad; pero no puedo
volverme animal, pertenezco como una tarea para mí mismo.78

A propósito hemos hablado de la vida en un lenguaje científicamente


sospechoso; era necesario mostrar que en la vida vivida, en la vida en primera
persona se encuentra la fuente misma del vértigo; cosa curiosa, cuanto más se

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antropomorfiza la vida, más se la invita a negar al hombre; por lo tanto, debo
despertar como libertad en el seno de la experiencia subjetiva de estar-yo vivo.

Por decreto "vuelvo a poner sobre sus pies" a la dialéctica humana. En lugar de
pensar al sujeto partiendo del objeto y, en este caso particular, a la voluntad
partiendo de la organización biológica, tomo por centro de perspectiva ¡ni
existencia como tarea y como proyecto y busco situar con relación a esta
experiencia central la experiencia parcial y subordinada de mi vida como puro
hecho, como problema resuelto.

En pos de este descubrimiento del sentido de mi vida, me vuelvo a asegurar


que lo involuntario absoluto no es más que el trasfondo de lo involuntario
relativo de mis necesidades y en el diálogo con mis necesidades y mis poderes
percibo mi vida no ya como motivo u órgano para un querer, sino como el otro
aspecto de este cuerpo que pongo en movimiento.

Encaremos más de cerca la presente dificultad: la vida no reside por completo


del lado de lo necesario, de lo involuntario absoluto; también está del lado de lo
involuntario relativo, dócil al querer; dicho de otra manera, la paradoja no sólo
se plantea entre la voluntad y la vida tomada globalmente, sino, incluso antes,
en el corazón mismo de la experiencia que tengo en mi vida; mi vida es
ambigua: es, a la vez un problema resuelto, en tanto organización, y un
problema a resolver, en tanto espontaneidad de la necesidad, del hábito, de la
emoción. Es la maravilla de la organización y el reclamo acuciante a asumir el
imperium de la decisión; nada tengo que hacer para que mi corazón lata, y lo
tengo que hacer todo para alimentar, cuidar, conducir este cuerpo. De tal
manera, experimento sin cesar en mí la mezcla de dos involuntarios: lo
involuntario absoluto de una vida que me da el existir como conciencia -y que
es así prefacio de mi humanidad -y lo involuntario relativo de una vida que
solicita mi decisión y mi esfuerzo, y así, espera mi humanidad. Existe lo
resuelto y lo no resuelto. Mi vida forma parte a la vez de cosas que no
dependen de mí y de cosas que dependen de mí; esto nunca lo comprendieron
los estoicos y remitieron todo el cuerpo a la cosa y expulsaron el placer y el
dolor, la necesidad y la emoción, de la esfera de "las cosas que dependen de
mí".79

Mi vida es entonces ambigua. Sólo la apercepción del Cogito revela el


entrelazamiento de estas dos experiencias de la vida como tarea y como
problema resuelto, la solidaridad de estos dos involuntarios en los que la
necesidad de estar con vida constituye siempre lo otro con respecto a la
espontaneidad que tengo a mi cargo ordenar. Si suspendo la relación de mi
organización a mi responsabilidad, si me olvido como tarea, y si contemplo en
mí mismo el simple epifenómeno de hecho de la organización vital, dejo abolida
mi propia subjetividad en aras del orden biológico objetivamente conocido y
sabido.

4. La organización como índice involuntario absoluto: La condición sine qua


non

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Pero la relación entre los dos sentidos de mi vida no es aún más que un
sentimiento confuso, un sentimiento ambiguo, como la misma vida revelada por
él. ¿Cómo puede mi vida ser algo que crece por sí mismo, que se mantiene y
se repara a sí mismo y, simultáneamente, una cuestión planteada a mi voluntad?
Ante esta confusión y esta ambigüedad, volvemos sobre nuestros pasos y
preguntamos: ¿lo que sé objetivamente acerca dé la organización está pura y
simplemente expulsado de la experiencia? En absoluto: es necesario que el
conocimiento objetivo trate, hasta el fracaso, de mediatizar las más obscuras
anticipaciones de la experiencia afectiva.

Ciertamente, debo renunciar a unir en un saber coherente la experiencia


subjetiva del querer y el conocimiento objetivo de la organización. Hay que
renunciar a armonizar en un único universo de discurso las nociones del Cogito
y las de la biología, que pertenecen a dos universos de discurso incomparables.
Sólo dentro del Cogito concuerdan misteriosamente el querer, lo involuntario
relativo y lo involuntatio absoluto; pero ese pacto misterioso es indecible
directamente.

Con todo, siempre es posible dar al conocimiento objetivo y obligatorio una


función secundaria de índice o de signo, capaz de decir el lugar subordinado
que ocupa la vida en el edificio de la conciencia. Del mismo modo que hemos
formado las nociones de manera finita (carácter) y de materia indefinida
(inconsciente), elaboramos ahora la noción de condición sine qua non. Y
afirmamos que la vida es la condición sine qua non de la voluntad y en general
de la conciencia.

La ilustración más notable que puede darse de tal "condicionamiento" de la


voluntad por la organización puede extraerse de los hechos de integración y de
subordinación que caracterizan la actividad cerebral y más globalmente la
actividad nervio. Como se sabe, las estructuras nerviosas presentan una
jerarquía funcional tal que los sistemas de nivel inferior resultan incorporados a
los sistemas de nivel superior; dicha subordinación presenta al mismo tiempo
ciertos aspectos de inhibición, como Hughlings Jackson lo mostrara desde
hace mucho tiempo por el estudio de fenómenos de "liberación funcional".
Dicha subordinación señala el advenimiento del telencéfalo en la cumbre de la
jerarquía nerviosa. ¿Se dirá entonces que esta telencefalización por la cual los
centros cerebrales subordinan la actividad nerviosa más elemental explica a la
voluntad? En efecto, puede afirmárselo, si se entiende por voluntad un aspecto
objetivo del comportamiento que se caracteriza por la integración de conductas
reflejas e instintivas en una purposive behavior que muestra "ideación" e
"invención". 80

Pero si la explicación que une un comportamiento a una organización nerviosa


es relativamente homogénea, lo es a costa de una reducción de la voluntad a
los conceptos objetivos del comportamiento, tomados por otra parte
subrepticiamente de una fenomenología del sujeto (yo y tú). Y habría que
agregar que esta relación entre las estructuras nerviosas del comportamiento
es más una relación de isomorfismo81 que de causalidad en el sentido de
sucesión constante.

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Pero sí se mantienen en su especificidad los datos descriptivos de la
conciencia práctica, hay que dar al mencionado isomorfismo el sentido de la
relación de diagnóstico que constantemente hemos reconocido entre los
conceptos objetivos de la psicofisiología y la experiencia viva del sujeto. Más
precisamente, en cuanto las estructuras fisiológicas sirven de diagnóstico a lo
involuntario absoluto de la vida (que a su vez se encuentra en una relación de
inmersión y de emergencia con respecto a la acción consciente), puede decirse
que en resumen dichas estructuras son la condición sine qua non de la
voluntad y la conciencia. Con todo esta expresión abreviada condensa una
relación doble: una relación de diagnóstico entre el conocimiento objetivo de la
vida y la experiencia subjetiva de estar con vida, y una relación intra subjetiva
de inmersión del querer en el vivir. Con esas reservas, podemos hablar de un
condicionamiento de la voluntad por la organización nerviosa, por la
telencefalización de dicha organización.82

Por lo tanto no hay que hacerse ninguna ilusión con respecto al alcance
objetivo del concepto de condición sine qua non. Tomado al pie de la letra,
expresa una forma de causalidad parcial, o, si se quiere, de causalidad limitada.
Parece indicar que otra causalidad, una causalidad psíquica, se compone con
la causalidad orgánica. Ahora bien, de derecho, no hay razón de principio para
encerrarlo en el plano de la organización, para no incluir allí una explicación
total del hombre. Con todo, por cuanto la finalidad no es más que un aspecto
de la causalidad y sólo comprende como modo de proceder orientado de una
serie causal o mejor, de una multitud de series causales, la generalización de la
finalidad orgánica a la totalidad humana no es en última instancia sino la
generalización de la causalidad misma. Ahora bien, como lo hemos dicho en
reiteradas oportunidades, la causalidad y el determinismo, que es su regla de
inteligibilidad, no pueden ser parciales; pueden pretender englobar la totalidad
de los fenómenos.

Por lo tanto sólo en una suerte de retroacción de la fenomenología sobre la


biología puede limitarse la pretensión totalitaria de la explicación por la
organización. Afirmamos que las leyes de organización no explican todo el
hombre, porque recurriendo a otro método distinto del utilizado por la biología o
por la Gestalpsychologie, que generalizan las. leyes de organización, descubro
mi vida como una parte de mí mismo. Las leyes de organización son el índice
de esta experiencia de mi vida como involuntario absoluto: pero dicha
experiencia es siempre una experiencia subordinada, implicada. Y es la
experiencia total del Cogito la que declara parcial la experiencia de la
necesidad.

Puede verse que esta noción de condición sine qua non introduce cierta
inteligibilidad en la experiencia de la necesidad. Hace de la ciencia de la
organización el diagnóstico externo, el revelador objetivo de un momento que
por sí mismo carece de autonomía en el Cogito. Si esa relación se rompe, si el
conocimiento de la vida pierde su función de índice, nada nos advierte ya que
el hombre es otra cosa que su vida; las pretensiones de la biología, orientadas
a la explicación total, no tienen contra partida. Por lo tanto, el concepto de
condición sine qua non no es puramente objetivo. Es lo que llamamos un índice.
No puede ser más que el lenguaje indirecto de una relación fuera de serie, que

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ya no constituye una categoría de la objetividad, a saber, el pacto de la libertad
con la existencia de hecho.

5. Nota sobre la cosmología

¿Puede irse más lejos en esta frágil relación de signos entre la objetividad de la
biología y la subjetividad de lo involuntario absoluto? ¿Se puede estabilizar en
una ontología de los grados del ser la relación de la vida con la voluntad? Es lo
que periódicamente han intentado las grandes cosmologías clásicas, cuyo
secreto Ravaisson intentaba a su vez descubrir.

El principio de las cosmologías reside en articular el mundo en una jerarquía de


planos logrados de ser en la que el orden humano se agrega al vital,
dependiendo de él, de acuerdo con una doble relación de dependencia y de
emergencia. Dichas cosmologías intentan a la vez dar inteligencia de las
diferencias entre los planos de realidad y de su encadenamiento. La vida y la
conciencia se ordenan en una escala de causalidades que son, tanto una como
la otra, una suerte de preparación y de consumación. Lo que antes decíamos
en el lenguaje de las metáforas, adopta ahora un sentido racional: la imagen de
la fundación se hace el concepto de fundamento en una visión jerárquica del
universo en que la vida funda a la conciencia y la conciencia consuma a la vida.

El interrogante que nos plantean estas cosmologías es el siguiente: ¿existe un


universo de discurso que sea "neutro" con relación a la objetividad y a la
subjetividad? Comprendámoslo bien: un universo de discurso que sea algo
más que un concepto puramente formal de ser en el sentido de objeto en
general (entendiendo por objeto en general lo pensable con todas sus
significaciones formales: cantidad, todo y parte, propiedad, estado de cosa,
etc.)83. ¿Existe una ontología material común a la región de la naturaleza
-conocida por la percepción externa y por las ciencias objetivas de la
naturaleza- y a la región de la conciencia conocida por la reflexión y por la
fenomenología del sujeto?

Creemos nuestro deber responder a este último interrogante negativamente, al


menos de manera provisional. No creemos que existan nociones realmente
pensadas que unifiquen en una jerarquía homogénea la naturaleza y el Cogito.
Por el contrario, pensamos que los "modelos" en los cuales se pretende
articular por ejemplo la biología con la fenomenología (es decir, la organización
considerada objetivamente con la libertad experimentada subjetivamente) no
hacen más que alterar la pureza de la una y la otra y ocultar el hiato
fundamental que separa al Cogito de la naturaleza objetiva. De manera que es
siempre una biología semi "subjetiva la que se integra a la cosmología; y una
mitología animista o vitalista el costo de este géneromde armonización; el
ejemplo de Maine y de la "fuerza hiperorgánica" es en tal sentido una elocuente
advertencia; la biología sólo progresa renunciando a deslizar estos supuestos
cosmológicos en sus conceptos sobre la organización autónoma inversamente,
es siempre una psicología semi "objetivada" la que se superpone a esta
biología. Existen, por supuesto, conceptos acerca de la subjetividad; hasta
cierto punto la cualidad de sujeto es pensable, pero tales conceptos deben
permanecer como conceptos "propios" (intencionalidad , percepción,

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imaginación, querer, necesidad, etc.), conceptuados a medida de la
apercepción del sujeto por sí mismo y de la apercepción del otro sujeto. En
cuanto se "pone al juego en la naturaleza", su cualidad de sujeto resulta
obliterada. Los sujetos y los objetos no pueden sumarse; la naturaleza como
totalidad de los objetos y de los sujetos es una idea inconsistente.

Pero esto no significa que el conocimiento de la naturaleza y del sujeto


carezcan de toda relación; precisamente, el sujeto en tanto encarnado es
naturaleza en primera persona: carácter, inconsciente y vida. Puedo afirmar
que es la misma vida la que se experimenta como involuntario absoluto en el
Cogito total y la que se conoce objetivamente como organización. Esta
identidad de la misma vida conocida de dos maneras, como objeto entre los
objetos y como parte del sujeto permite instituir la única relación que,
provisionalmente, nos parece compatible con la discontinuidad de los universos
de discurso: la relación de signo o de diagnóstico.

Por lo tanto, podemos hablar el lenguaje de la cosmología, pero a condición de


no engañarnos acerca de su falsa homogeneidad. Proyectando el saber de la
naturaleza en el conocimiento que tengo de mí mismo, puedo decir que soy la
jerarquía viviente del ser: mineral, vegetal, animal y hombre; recapitulo los
grados de la naturaleza. Pero sólo puedo superponer dichos grados y pensar
esas realidades como si estuvieran construidas unas sobre las otras si puedo
descender en mí los grados de existencia desde mi libertad hasta lo
involuntario absoluto, hasta los confines de una existencia que debe ser mi
libertad hasta lo involuntario absoluto, hasta los confines de una existencia que
debe ser el (análogon de la existencia animal; sólo este descenso al reino de
las Sombras es la justificación implícita de una cosmología. Tal fue la intuición
de Ravaisson en su obra clave De la habitude y en su Rapport. Dicha intuición
nos recuerda que la cosmología es siempre ambigua, siempre está situada en
la confluencia de dos sistemas de nociones.

¿Es decir entonces que la economía carece de todo otro sentido? No lo


creemos. Puede existir otra unidad entre la subjetividad del querer y de la vida
y la objetividad del conocimiento natural. Una unidad de creación puede reunir
todas las formas de los seres, más allá de todo saber destruido. Una unidad de
creación que puede descubrirse por una dimensión de la conciencia totalmente
distinta de la que procede de las "eidéticas regionales" del Cogito y de la
naturaleza. Asimismo, según la expresión de Jaspers, soy lector de cifras. No
es por azar que una unidad de aliento o de inspiración anime a las grandes
cosmologías medievales: uno es el deseo que procede de Dios y vuelve a Dios
a través de todos los grados del ser; esta unidad perdida como saber deberá
reencontrarse de otra manera en la "poética" de la voluntad. Pero, a los ojos de
una eidética sobria, la pretensión de la cosmología es otra cosa.

IV. La vida (continuación): crecimiento y génesis

Para hacer aparecer el carácter organizado de la vida basta con practicar un


corte instantáneo en el desenvolvimiento del viviente: en cada instante la vida
tiende al equilibrio y la adaptación; la consideración de la duración introduce
una nueva dimensión, que es, asimismo, una dimensión de la vida; mi vida es

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temporalidad: nacimiento, crecimiento; adolescencia y senectud, para decirlo
con más dureza.

Ahora bien, dicho crecimiento no es obra mía, lo experimento como hecho puro,
corno dimensión bruta. El hecho puro del crecimiento plantea problemas a una
filosofía de la voluntad.

1. Esencia y génesis

En efecto, parece haber una contradicción entre una descripción de la voluntad


que la capta como una esencia, es decir, como una significación de alguna
manera ingenerable e incluso intemporal del hombre, y una explicación de la
voluntad que muestra su génesis en función del crecimiento del cuerpo.

Llevemos al extremo esta contradicción de apariencia devastadora para


obtener de allí la paradoja viviente que debe conducirnos hasta los confines de
una nueva experiencia de la necesidad que adhiere a nuestra libertad.

La eidética parece excluir la posibilidad de que la voluntad tenga, o mejor, sea


una historia. Describe, por el contrario, una esencia. El "yo quiero" es una
esencia -si se puede decir, una esencia integrante; la emoción, el hábito, etc.,
son esencias subordinadas. La voluntad no deviene, es; no comienza, pues el
sentido de una función, el sentido que hace comprender al hombre, la
inteligibilidad del hombre, no está a merced del tiempo. El orden de la
comprensión no es un orden temporal. No se trata solamente del hecho de que
la razón y la voluntad no preceden de otra cosa, de que son primeras y hacen
comprender las potencias subordinadas dándoles el sello de la unidad y la
totalidad, sino también de que no crecen ni declinan; la eidética excluye la
historia. En efecto, uno puede estar tentado a extraer conclusiones a partir de
nuestro esfuerzo por elaborar el sentido de la voluntad.

Por otra parte, una psicología genética parece excluir la posibilidad de realizar
una fenomenología de la voluntad. La voluntad no es, deviene. En efecto,
podría mostrarse concretamente que es ante todo lo involuntario lo que tiene
una historia: sucesivamente despuntan nuevos gustos, mientras que se
extinguen otros; William James hizo una descripción, que se convirtió en
clásica, del nacimiento y la muerte de los instintos; nuestros poderes cambian
con nuestros gustos: la psicología del hábito nos ha dado una idea acerca. de
la historia de nuestros poderes con la que en parte se identifica "la imagen de
nuestro cuerpo, una historia de lo involuntario, como si cada edad planteara
una cuestión nueva a un árbitro interior que por propio privilegio se sustraería
de la duración. También la voluntad crece, se vuelve adulta y luego senil. Del
mismo modo que soy viviente por entero, por entero soy historia. No es pues
factible hablar en general del sentido del hombre; solo puede hablarse de las
edades del hombre; hay que hacer una psicología de la infancia, una psicología
de la adolescencia, una psicología del adulto, una psicología de la vejez. Por
otra parte, la parcialidad, de cada edad puede compararse con la parcialidad de
cada carácter. Cada edad se define por un haz privilegiado de motivos y
poderes y por una manera de querer: hay una voluntad infantil, una voluntad
adolescente, etc.

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En consecuencia, estaremos tentados de acusar a la eidética de sobreestimar
y privilegiar un momento de esta evolución, en la especie la madurez, y ordenar
todas las psicologías de las edades en relación con esta forma declarada
canónica. La eidética sólo sería la psicología del adulto, es decir la descripción
de una suerte de "acmé" psicológico groseramente colocado entre dos fases de
integración y de regresión, el ser-adulto entre el hacerse-adulto o adolescente y
el hacerse-viejo o senectud. Pero para una psicología respetuosa tanto de las
edades como de los caracteres, ese momento no tiene más valor que los otros,
y todas las edades, en cuanto son, merecen igualmente ser estudiadas y
reconocidas según su estructura propia.

Prolongando las perspectivas de una psicología genética hasta alcanzar las


dimensiones del evolucionismo, se señalará que la eidética no sólo tiende a
canonizar al hombre adulto sino también a aislarlo en la historia de la vida
como una esencia discontinua, es decir como una significación separada por
un hiato de las significaciones animales centradas en el instinto. La fuerza de
las explicaciones genéticas es, por el contrario, resolver las discontinuidades
en evoluciones continuas. El niño se hace adulto y acaso el animal se hace
hombre. La continuidad de los estadios del desenvolvimiento es la que hace
inteligible el pasaje de los conflictos de la infancia a la humanidad adulta.

En efecto, la función de la historia es llenar los intervalos que parecen


infranqueables para una eidética; lo que no puede engendrarse
intemporalmente puede engendrarse en el tiempo. Parece que la filosofía
implícita en todas interpretaciones genéticas del hombre rechaza toda entidad
pretendidamente ingenerable y gracias al tiempo deriva lo superior de lo inferior.
Ese rechazo de las irreductibilidades, de las discontinuidades, es en el límite,
un rechazo de las esencias. No hay esencia de la razón o de la libertad, porque
las esencias son intemporales; ahora bien, todo deviene; no hay nada que no
proceda de algo más simple; de manera que la génesis es el recorrido temporal
de lo simple a lo complejo.

Al menos Spencer lo entendía así; pero, sin duda alguna, Spencer no ha hecho
más que dar al entendimiento una forma sistemática de la concepción del
devenir natural. Toda génesis es una forma de reducción de los superior a lo
inferior; el entendimiento despliega en el tiempo lo que antes ha sido
degradado y aplanado de un solo golpe por el espíritu; una explicación genética
es el esfuerzo por economizar el "salto" en la doctrina acerca del hombre. Así,
por oposición a la eidética, que pretende comprender lo más bajo por lo más
alto, la psicología genética explica históricamente lo más alto por lo más bajo.
Con lo cual, la razón y la voluntad, que son primeras para una descripción de
las significaciones, soca segundas para una historia. Inclusive este supuesto
ser humano no es más que un momento en el "devenir" humano, del
nacimiento a la muerte. Un sentido se elabora y se deshace. Lo que es, sólo es
lo que deviene. Asistimos así a la constitución de una nueva objetividad
devorante, de una objetividad de la génesis o de la evolución; me alieno en mi
propio crecimiento que me hace y me deshace; no tengo sentido alguno que
sea fundamental; sólo tengo una historia; o más bien, hay una historia que

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llamo "yo", como había una organización que englobaba al yo como a uno de
sus sectores subordinados.

Es necesario disipar esta dificultad si se desea entrever qué puede ser ese
involuntario absoluto del tiempo vital, esta necesidad del crecimiento que
adhiere al ser que soy como libertad. Para no atascarnos en una dialéctica
totalmente abstracta, nos apoyaremos en algunos ejemplos extraídos de la
comparación de la adolescencia con la edad adulta.

2. La psicología de las edades

¿Puede la psicología de las edades evitar radicalmente ordenarse con relación


a cierta significación del hombre? No parece factible. Tras la evaluación de las
diferentes edades se disimula una fenomenología inconfesada. De tal modo, la
psicología de la adolescencia sitúa espontáneamente la edad que considera,
con relación a la madurez, en cuanto dicha madurez representa la
aproximación, el cumplimiento aproximado de cierto sentido del hombre, que
por otra parte con frecuencia permanece implícito en la interpretación (en
seguida veremos que la madurez precisamente no agota tal sentido del hombre,
que a su vez la juzga y rebaja ante ciertos aspectos que hacen a la gloria de
otras edades).

La adolescencia se encuentra en camino hacia el equilibrio de la madurez. Por


ejemplo, con relación a dicho equilibrio se describe la exaltación del yo de
ciertos adolescentes como una "crisis", como la "crisis de originalidad juvenil".84
Cuando Maurice Debesse estudia la "estructura de la crisis", luego de hacer
una prolongada descripción de la misma, y la relaciona con la formación de la
personalidad,85 pone de relieve los factores de "discordancia orgánica"86 y de
"inadaptación social"87 en la fuente de la afirmación exaltada del yo, que
caracteriza a la crisis. Distingue asimismo dicha crisis de las constituciones
patológicas, entre otros rasgos, por su poder de preparar un nuevo ajuste a lo
real y al medio social. Se presupone así cierta idea del hombre, a saber que la
conciencia de sí mismo es un factor de integración de todas las tendencias,
que la objetividad la conduce sobre la agitación de la subjetividad y que la
adaptación al medio y a las tareas sociales triunfa sobre la torpeza, sobre la
rebelión, etc. Esta idea del hombre se encuentra en el ideal de adaptación
donde los behavioristas veían el criterio del hombre consumado, o en la
concepción de la "función de lo real" de P. Janet.

No es raro que esta idea del hombre sea sostenida por una concepción
normativa de la evolución humana extraída de la ley de los tres estadios de A.
Comte. El hombre es el hombre positivo. Tales perspectivas son en muchos
sentidos estrechas, en cuanto los criterios de rendimiento y de socialización
reducen al hombre a una normalidad funcional de orden biológico o social. Con
todo, contienen una parte de verdad fenomenológica. Asimismo, el criterio
behaviorista de adaptación o la función de lo real de P. Janet son auténticos
aspectos de lo que consideramos el criterio mismo del hombre: saber el
reinado de lo voluntario sobre lo involuntario, concebido como un acuerdo y
una conciliación del querer y el cuerpo. Tal sentido del hombre engloba tanto el
sentimiento subjetivo de una unidad interior como el criterio funcional de

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adaptación. Se trata siempre de una integración y un dominio, externo o interno.
Sin tales presupuestos, no se ve con qué derecho podría el psicólogo decir que
haciéndose adulto se hace hombre,88 sino porque a su vez recae en los
prejuicios del adulto, que se anexa el concepto de hombre. En la medida -y
sólo en la medida en que la madurez es canónica, tiene por indicador a una
noción del hombre que designa a la voluntad tomó lo uno que integra lo
múltiple.

Pero, precisamente, la fenomenología no consagra pura y simplemente el


privilegio de la edad adulta. Una vez más, es una fenomenología implícita la
que permite privilegiar desde ciertas perspectivas a otras edades distintas de la
edad madura: en tal sentido, los antiguos honraban en la vejez una prudencia y
un consejo en los que veían un bien del hombre al qué sólo puede accederse
con el declinar de la vida. Del mismo modo, una psicología de la adolescencia
que tenga cierta mesura se ve llevada a la vez a reconocer en dicha
adolescencia una etapa hacia el equilibrio de la edad adulta y cierta realización
humana que tiene "en sí misma su propia perfección"89, y que ya no volverá a
encontrarse. Esta preciosa ambigüedad en la apreciación de la adolescencia
sólo puede quedar protegida por el vivo sentimiento de que si bien por sus
principales rasgos la edad adulta constituye la probabilidad biológica mayor de
alcanzar el equilibrio humano, por otros dicha edad es deficitaria: algo del
hombre se pierde con la adolescencia. Sin duda, cierto disconformismo
agresivo, cierta arrogancia y susceptibilidad recelosa, cierta sobreestimación de
sí mismo hecha de complacencia y angustia, se le presentarán como irrisorias
al joven que sale de la adolescencia. Pero ese sentido de la singularidad, de la
soledad, ese gusto por la pureza y lo absoluto, ese poder de asombro y esa
capacidad de maravillarse, esa energía y avidez que habitualmente se
acuerdan a la juventud, ¿no son acaso bienes humanos que el adulto
realizador, práctico, un poco herido, ha dejado marchitar?90 Sí, la madurez en
ciertos sentidos es un agotamiento; Joubert escribe en un bello texto citado por
M. Debesse: "Durante nuestra juventud, con frecuencia hay en nosotros algo
mejor que nosotros mismos, que nuestros deseos, nuestros placeres, nuestros
consentimientos, nuestras aprobaciones"91. Esta cita nos conduce al temor
antes expresado frente al peligro de reducir la medida del hombre a criterios de
rendimiento y funcionamiento que expresan el estrechamiento del hombre por
el adulto.

Todas las edades son, en ciertos sentidos, un "acmé": ¡feliz la adolescencia


que no está acostumbrada a lo real, la adolescencia para la cual el mundo tiene
aún su poder de impactar, para la cual aún no es verdad que "el deseo de
adaptación prevalece sobre el de ser uno mismo"! 92.

De manera que, por una parte, la psicología de las edades está guiada por un
presentimiento de los posibles más vastos del hombre; y tal presentimiento la
ayuda a evaluar las edades según la probabilidad que cada una ofrece para la
realización de cierta faceta de la humanidad. Por otra parte, la psicología de las
edades es el revelador de esas múltiples facetas y permite respetar la amplitud
de lo humano que ninguna de sus edades puede agotar.

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Estas observaciones extraídas de la comparación de la adolescencia con la
edad adulta nos aproximan a nuestra meta: consideramos que no hay
oposición entre una psicología genética vinculada a la historia de las
estructuras y una fenomenología descriptiva vinculada al sentido de las
estructuras humanas. Pues, si el objeto de la psicología fuera absolutamente
fluyente, no podría siquiera nombrar al hombre. Sólo las significaciones
estables sirven de referencia a la historia. Nos cuidaremos pues de hacer de la
explicación genética un dogmatismo excluyente de otro tipo de comprensión. A
propósito de otro problema, Leibniz, el de las ideas innatas, ya había intentado
unir lo que se llamaba entonces un innatismo de las facultades (e incluso de las
ideas) y cierto empirismo según el cual toda experiencia es adquirida. Una
paradoja semejante es la que por nuestra parte intentamos mantener: la
paradoja de una génesis que hace surgir todas las formas culminantes del
hombre de abajo de ellas mismas, y de una eidética que describe el sentido
realizado por dicha historia.

Creo que se presiente dicha paradoja cuando afirmamos que la humanidad no


sale de algo distinto de ella misma, sino que se despierta, se desenvuelve.
Pues el hombre no puede devenir sino lo que ya es. Pero, como contrapartida,
este hombre sólo puede ser bajo la condición del tiempo que lo revela poco a
poco. Respetando dicha paradoja cuidaremos que la psicología genética no
reduzca lo superior a lo inferior; lejos de hacer salir lo más alto de lo más bajo,
dicha psicología alcanza, en la historia del niño al hombre, la revelación
regresiva del hombre ingenerable en sí mismo; hay una libertad-infantil, como
hay un destino-infantil, de acuerdo con la sentencia de las traviesas Euménides
de Giradoux. El sentido del hombre se "historializa", en un crecimiento93; no
reside sólo en la madurez, sino que en cada oportunidad está por algún lado en
una posibilidad ofrecida por las diversas edades; el hombre crece, pero es su
ser el que se muestra en la manifestación de su devenir: el hombre adviene.

La idea de desenvolvimiento se muestra así como la noción fundamental de


una genética que no reduce lo superior a lo inferior, sino que muestra la
realización progresiva de un sentido; tal sentido no es algo fuera del tiempo; es
más bien un advenimiento a través de los grandes acontecimientos del
crecimiento.

3. La edad como destino

Por lo tanto, el hombre resulta situado por su edad. La edad es uno de los
modos de la estrechez constitutiva que hemos resumido en el término general
de necesidad. Esto significa dos cosas:

Por una parte, la edad que tengo en este momento es absolutamente


comparable con la parcialidad durable de mi carácter: sólo es una parcialidad
en curso de evolución y una parcialidad que me emparienta con los individuos
de mi generación y no con los de mi clase caracterológica. De ella puede
afirmarse lo que hemos afirmado de la manera finita del carácter: nada humano
me es extraño, pero el destino dé mi edad es el de encontrar todos los motivos
de mis decisiones y todos los poderes de mi acción por el lado elegido por esta
edad, con una elección que de alguna manera está dada y resulta extraña a mi

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elección. Quiero lo que quiero en el estilo del adolescente, del adulto o del viejo,
y tal estilo es la limitación invencible de mi poder de libertad. La edad es un
destino como el carácter; como éste, no sólo es una prohibición que me
excluye de tal o cual fórmula de vida, sino asimismo una probabilidad: cada
edad se orienta en cierto sentido y abre de acuerdo a cierto ángulo el repertorio
de valores y poderes; en esos límites finitos se abre el campo de una libertad
infinita.

Pero la edad que tengo en este momento es una instantánea tomada a partir
de mi trayectoria de vida; es como la derivada primera de mi acrecentamiento
vital; la experiencia específica que debemos aquí extraer es la misma
designada por los términos de crecimiento y envejecimiento; ciertamente, a
esta duración no la puedo vivir en bloque: toda visión panorámica es una
proyección espacial y en tal sentido un sustituto; pero tengo la experiencia del
tiempo vital. En esta experiencia confusa del crecer y envejecer veo varios
aspectos; señalo ante todo el sentido ascendente o descendente de este
"ímpetu" de vida: con gusto la llamaría la derivada segunda de mi edad, según
ascienda hacia el "acmé" o descienda partiendo de él. Por otra parte esta
experiencia es muy compleja: si globalmente la marcha hacia la madurez es la
gran elevación de mi existencia, cada edad, como hemos dicho, es en ciertos
sentidos un "atiné" relativo; cada edad es la elevación hacia un horizonte de
valores y poderes que tienen en sí mismos su perfección. Pero con relación a
esos "acmé" relativos, la cumbre de la madurez es como el "actué" absoluto y
la vida es el inexorable movimiento de elevación hacia la madurez y de
descenso hacia la vejez. Señalemos un rasgo más de ese "ímpetu" de la
infancia a la vejez: su ritmo, mejor aún, su "tempo"; sólo resulta absurdo con
relación a las nociones físicas de velocidad y aceleración afirmar que la vida no
tiene la misma velocidad en todas las edades 94. El ritmo me hace prestar
especial atención al carácter inexorable del tiempo que padezco por el solo
hecho de vivir.

En tal sentido, diríamos del tiempo vital lo que la organización nos invitaba a
decir de la vida en general: el tiempo es a la, vez un problema resuelto y una
tarea. Por una parte, es una "pasión del alma": la conciencia no engendra ya su
"ímpetu" temporal, su elevación, su declinar, su "tempo" y tampoco engendra el
orden y el equilibrio que la sostienen en el espacio; dura como vive: a pesar de
sí misma. Y sin embargo, por otra parte, la duración avanza por la decisión: ella
es la dimensión de mis proyectos, que arrastran detrás de ella los recuerdos.
No cabe ninguna duda: en cierto sentido el ímpetu de la libertad es constitutivo
de la duración, pero, al mismo tiempo, el ímpetu de lo involuntario vital me
revela la duración como situación fundamental de mi libertad95.

Tal es lo involuntario absoluto del crecimiento: estar con vida implica el rapto
despiadado del tiempo vital. Pero esta experiencia confusa exige ser
mediatizada: es así como una psicología genética presta sus conceptos
fundamentales, y entre ellos hemos puesto en primer lugar a la noción de
desenvolvimiento. Las leyes de dicho desenvolvimiento son el índice objetivo
de esta experiencia del crecer y del envejecer que llevo junto a mi libertad.

V. La vida (continuación): el nacimiento

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La evocación del nacimiento no es familiar a los filósofos; la muerte es más
patética; las peores amenazas parecen venir de adelante. Ahora bien, nuestro
nacimiento, en cuanto está concluido, no nos amenaza. Pero, precisamente, en
cuanto concluido contiene en germen todas las ramificaciones de la necesidad
que lleva recelo a mi libertad. Desgraciadamente, la reflexión que reclama es
prácticamente imposible; el término nacimiento evoca un conjunto de ideas
confusas entre las cuales ninguna corresponde a una experiencia subjetiva ni
parece susceptible de una elucidación científica. 1° Mi nacimiento es el
comienzo de mi vida: por él fui puesto de una vez por todas en el mundo, y
puesto en el ser antes de poder poner voluntariamente acto alguno. Ahora bien,
ese acontecimiento capital con respecto al cual fecho todos los
acontecimientos de mi vida no es un recuerdo. Siempre estoy después de mi
nacimiento -en un sentido, análogo al que afirma que siempre estoy antes de
mi muerte; me encuentro con vida, ya he nacido. Más aún, nada me atestigua
que exista un comienzo de mí mismo y que lo que se sustrae a mi conciencia
sea precisamente mi nacimiento; puedo perfectamente afirmar que ya estoy
con vida, pero no que estoy después de mi nacimiento, sino en virtud de algún
conocimiento de leyes generales de la vida fuera de mí o por los recuerdos que
los míos guardan de mi entrada en la escena de la existencia. Por primera vez
entonces estoy invitado a abandonar el plano de la experiencia vivida y a
ubicarme como un espectador del siguiente acontecimiento objetivo: el
nacimiento de un hombre. 2° Mi nacimiento no sólo s ignifica el comienzo de mi
vida, sino que expresa también su dependencia con respecto a otras dos vidas;
no me pongo a mí mismo, he sido puesto por otros. Esta existencia bruta yo no
la he querido, han sido otros los que la quisieron, peor aún, ellos no la han
querido exactamente; pues sé bien que se ha asumido una responsabilidad
que no fue medida, pues se ejercía en la proximidad de potencias imposibles
de calcular; se trata de una monstruosa confabulación de azar, de instinto y de
la libertad del otro lo que me ha arrojado a esta orilla. Ahora bien, ¿cómo
podría yo experimentar esta filiación? Fue materialmente abolida el día de mi
nacimiento; y con cada acto de conciencia consumo aun más dicha abolición.
¿No sería entonces más seguro buscar un punto de vista exterior a los
individuos desde el cual sería capaz de abrazar su encadenamiento? La
conciencia que deja abolida la ligazón de alguna manera umbilical de los
vivientes entre sí crea al mismo tiempo el retroceso con respecto a la vida a
partir del cual puede aparecer un encadenamiento científico, una verdadera
filiación racional según la causalidad. 3° La terce ra consideración nos
conducirá de una manera más segura todavía a la consideración objetiva de las
causas. No he recibido sólo un comienzo sino también una naturaleza, es decir
la ley de un crecimiento, el principio de una organización, una estructura
inconsciente y finalmente la fórmula de un carácter. Nacer es recibir del otro el
capital de una herencia. El ancestro es como el donatario. Por otra parte, no sé
si este legado no es una hipoteca. Aquí vienen a converger todas las formas de
la necesidad. Pero, ¿quién conoce la herencia, sino el biólogo?

Un comienzo de mí mismo, una filiación oculta a mi conciencia, una existencia


individual gravada por mis antepasados, todo me invita a buscar en el terreno
de la biología los obscuros comienzos del individuo, por el estudio del huevo y
de los factores de la ontogénesis, luego por el de las células sexuales y su

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encuentro, por fin y sobre todo por la adopción de una escala superior al
individuo, la de la raza o la especie, donde se extingue toda descripción desde
la conciencia: pues, según parece, la conciencia es el individuo y no la especie.

1. Objetivación de mi nacimiento

¿Puedo tener un equivalente objetivo de mi nacimiento? En absoluto: 1° Ante


todo, debo renunciar a dar un sentido objetivo a la idea de comienzo- Por una
extraña paradoja, sólo para la subjetividad podría el nacimiento ser un
comienzo, y no solamente una filiación: en efecto, sólo la subjetividad me hace
único, y sólo con respecto a una cosa única puede hablarse de comenzar y no
sólo de continuar a otra cosa; ahora bien, precisamente, el comienzo escapa a
la subjetividad. Para la biología, por otra parte, el nacimiento no es más que un
incidente entre la vida intra-uterina y la vida exterior del mismo individuo, y la
concepción no es más que la unión de dos células que continúan la vida del
germen. No hay aquí comienzo en el sentido radical en que "yo" comenzaría a
ser. Pero entonces se desvanece la idea de comienzo que el acceso al punto
de vista objetivo debía salvar. 2° La idea de filia ción, sobre la cual se coloca la
de comienzo, resulta a su vez profundamente alterada. ¿Qué es lo que busco
esclarecer? El sentimiento de que a partir de mí mismo, comprendido como
centro de perspectiva absoluta, se extiende por encima de mí mi ascendencia,
del mismo modo que por debajo de mí se despliega mi descendencia. Ahora
bien, la biología sólo esclarece ese sentimiento invirtiendo la perspectiva; el
centro de perspectiva es el ancestro; explico mi filiación no como mi
ascendencia, sino como la descendencia del ancestro. Esta observación que
de entrada resulta anodina es de decisiva importancia; pues de ahora en
adelante la explicación de mi ser será una alienación; me abandono a mí
mismo para instalarme en un ser fuera de mi imperio, el ancestro, y de él
desciende la cadena de efectos hasta llegar a mí mismo; pero lo notable de
esta cadena es que constituye 'de una manera muy precisa la ilustración del
azar en el sentido de Cournot, es decir, no el azar indeterminación, sino el azar
definido como encuentro de series causales independientes; entonces
aparezco ante mí mismo como un efecto del azar. Sin conocer la genética, me
encuentro muy turbado por la idea de que yo que soy uno procedo de dos
seres que, a primera vista, podrían ser otros y hacerme otro. El conocimiento
de los determinismos elementales que presiden la formación del huevo da a
dicha turbación una base positiva y le confiere una suerte de acrecentamiento
monstruoso: estoy fascinado por una inmensa combinatoria en la que el
determinismo adopta la forma (extraña para mí en cuanto me cuestiona) del
determinismo estadístico; en cada oportunidad la previsión estadística supone
a título de hecho puro determinado encuentro previo: que los dos parientes
sean tales, que tales gametos masculinos y femeninos se hayan dado con tal
estructura cromática, que tal óvulo haya sido elegido entre dos combinaciones
en el curso de la primera división del oocito, que tales espermatozoides hayan
salido de la reducción cromática, que, por fin, tal espermatozoide haya
alcanzado el óvulo considerado. Al término de estos encuentros estoy ante mí
como ante una combinación probable entre un número considerable de
combinaciones posibles que no se han producido. El vértigo de la objetividad
se ha convertido en el vértigo de las combinaciones. ¿Por qué esta
combinación probable soy yo? y ¿ por qué esos individuos que han llevado

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esos gametos son mis parientes? En los confines del rigor de la genética me
abruma lo absurdo. En el trayecto descendente de la causalidad he partido de
lo otro, y descubro que yo mismo habría podido ser otro, otro como son otras
todas las demás combinaciones posibles. Tal es la alienación a la que me
someto por la genética 96 . 3° El salto al ancestro me pone al mismo tiempo en
el plano que conviene a una ciencia de la herencia: los fenómenos generales
de la reproducción y de la herencia son comprendidos al precio de un cambio
de escala. De ahora en adelante hablo en términos de germen; es la historia de
ese germen, tan precozmente diferenciado en la ontogénesis, lo único que me
interesa; al individuo ahora se lo considera sólo como portador de ese germen,
salido del germen parental. Así toma consistencia un nuevo prestigio, el de la
especie; la sexualidad, que por otra parte se me presenta como una tendencia
en mí, se revela ahora como la condición de perpetuación de la especie; a
través de ella el individuo es fundamentalmente el servidor de la especie; es
conocido el fácil lirismo salido de esta consideración: el flujo de la especie
rueda por debajo de mí y yo no soy más que una aparición fugitiva en su
superficie. Pero ese falso patetismo expresa bastante bien el género de vértigo
que engendra el cambio de escala. En este nuevo plano de necesidad es
posible una lectura del hombre capaz de bastarse a sí misma; es posible
mantenerse en este nivel una vez que se lo ha elegido y proseguir en él la
explicación de manera indefinida, tal como ocurría en los niveles
caracterológico, psicoanalítico y psico-fisiológico. En este último nivel puede
consumarse la misma usurpación de las certezas de la subjetividad por la
necesidad objetiva; es decir de la afirmación de la libertad por sí misma: soy el
efecto, el producto de mi herencia. La fórmula caracterológica, explicada por
los complejos inconscientes, y luego por la organización del individuo y por su
historia, queda reabsorbida en la fórmula genética a partir de la cual acaso se
pueda un día construir una carta microscópica y explicar su estructura de
manera físico-química. Tampoco es absurdo pensar que llegará un día en que
será más fácil conocer la fórmula genética de un individuo que su fórmula
caracterológica, pues aquélla tiene una significación material, geométrica y
físico-química. Entonces la misma perplejidad que nos había suscitado la
fórmula caracterológica se nos vuelve a plantear en otra escala: la conciencia,
la razón, la voluntad ¿se encuentran contenidas en esa fórmula? En el terreno
elegido por el genetista, hay que responder incuestionablemente por la
afirmativa, pues toda relación entre la libertad subjetiva y la necesidad objetiva
es impensable: el determinismo o es total o no es.

2. Reflexión filosófica sobre mi nacimiento

La biología, si no está compensada por la apercepción del Cogito, me aliena. Y


sin embargo, el estudio ,de la genética debe convertirse en una guía para la
reflexión sobre mí mismo: en efecto, la experiencia de existir, envuelta
confusamente en el "yo", no parece contener la seguridad subjetiva del
nacimiento, con respecto al cual la ciencia de la herencia sería el equivalente
objetivo. Al menos ya habíamos renunciado a encontrarla directamente; puede
que ahora, que el discurso objetivo sobre el nacimiento vino a esclarecer
ciertos aspectos que eran demasiado obscuros para el Cogito, sea posible
hacerlo. Debemos simultáneamente destruir el dogmatismo que procede de la
genética y convertir filosóficamente a ésta última en un índice de mi nacimiento.

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Sin embargo, podemos objetar que no hay experiencia de mi nacimiento.
Ciertamente. Pero si la idea de herencia está llamada a tener un sentido
subjetivo, el último plano de necesidad debe quedar caracterizado, para la
conciencia que padece dicha necesidad, como un plano límite, como un punto
de necesidad al que siempre nos aproximamos sin llegar a alcanzarlo nunca.
Tal el tema que intentaremos aclarar aunque sea débilmente: mi nacimiento en
primera persona no es una experiencia, sino el más acá necesario de toda
experiencia; esta necesidad de haber nacido para existir permanece en el
horizonte de la conciencia pero está exigida como horizonte por la conciencia
misma; el Cogito implica la anterioridad de su comienzo más acá de su propia
apercepción. ¿Cómo suscitar, a falta de un recuerdo de mi nacimiento, el
presentimiento del comienzo como límite en el seno mismo de la conciencia? El
único medio es vincularse a esos conocimientos objetivos y científicos que son
nuestro saber sobre el nacimiento, intentando aplicarlos a nosotros mismos,
interiorizándolos de alguna manera; este esfuerzo en el límite de las
posibilidades del saber objetivo es en cierto sentido el fracaso del saber, pero
en el desvanecimiento de dicho saber se sugerirá algo así como la necesidad
en primera persona de mi comienzo.

Una primera observación nos indicará el orden de nuestro camino:


científicamente, la idea principal no es la de comienzo sino la de herencia: se
trata de una explicación de mí mismo por lo otro. Filosóficamente, la idea
principal es la más oscura, la de comienzo, pues la herencia no es finalmente
más que un aspecto de mi comienzo. Por lo tanto, nuestra reflexión deberá
seguir el camino inverso al de la objetivación y elevarse desde la idea
secundaria hasta la idea principal. No sólo es el orden el que debe invertirse,
sino que cada uno de los tres momentos recorridos es una inversión de
perspectiva, pues debo comprender en mí lo que explicaba por lo otro.

1. ¿Qué significa para mí mi herencia? El genetista en mí dice: la existencia es


un capital recibido del otro y dicho capital es una colección de propiedades
genéticas, inscripta en una estructura cromosómica; tal capital es pues algo
diverso que, aunque tiene una unidad funcional, permanece con todo
fundamentalmente múltiple. El filósofo en mí dice: ese capital múltiple es la
unidad indivisible de mi vida, de mi existencia bruta; el capital recibido del otro
no es el peso de una naturaleza extraña, sino que soy yo mismo dado a mí
mismo. Tal movimiento de liberación tiene el carácter de un decreto: no nos
resulta desconocido; es el mismo que rompe el atractivo del carácter y del
inconsciente. Ante todo, debo pensar la herencia como en mí, y debo pensarla
como la idea de mi carácter y mi inconsciente más otra cosa. Mi herencia es mi
carácter y mi inconsciente recibido de otro, es decir mi carácter y mi
inconsciente más la representación de los ascendientes. Puedo decir entonces
que la filosofía es siempre la vuelta a la escala de la intuición y la regresión de
la combinatoria a la unidad y a la identidad del sí mismo. No soy como otro
entre otros, soy yo que me recibo y me hago. Sin cesar debo repetirme que mi
herencia no es más que mi carácter puesto fuera de mí, es decir el modo finito
de mi libertad alienada en los ascendientes. Debo asimismo decir que mi
herencia es mi inconsciente puesto fuera de mí; la sombra de mis ascendientes
no me persigue más que como la sombra de mí mismo que la doctrina
psicoanalítica podría invitarme a hacer pensar en mi lugar; del mal uso de la

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genética puede surgir una mitología semejante a la del inconsciente. Contra
esa magia, debo decidir que sólo formo pensamientos gracias al poder de
pensar -gracias al querer-pensar- que se identifica con el Cogito mismo; la
ascendencia, cuyo gesto, cuyo pensamiento repito, ya no existe como tal, se
encuentra fundida en lo más informe, en aquello de donde viene a alimentarse
la conciencia voluntaria; soy yo el que piensa; la herencia es a la vez el modo
finito y la materia indefinida de la libertad, a los que hay que agregarles la idea
de la ascendencia.

2. Queda aún por vencer en mí la fuerza específica de la idea de herencia: la


idea del ascendiente. Aquí el filósofo que ha entrado en sí mismo debe intentar
pensar la filiación de la conciencia individual que da su sentido específico al
comienzo del nacimiento: nacer es ser engendrado. Nos pareció que la
conciencia de sí mismo abolía esta dependencia; por otra parte, el
conocimiento objetivo de la herencia la disipaba explicándola: la biología hace
de los ascendientes el fundamento de mi existencia; la filiación pensada según
la causalidad descendente hace de mí un efecto tributario de una cadena de
causas. Así como la geometría nace de la abstracción de la perspectiva del
cuerpo, la genética, por su lado, adopta un punto de partida cualquiera y sigue
la serie de crecimientos a partir de ese punto de partida arbitrario; pero sólo yo
soy para mí centro de existencia desde el cual me irradio hacia abajo y hacia
arriba. Ahora bien, la exigencia del Cogito está dirigida a que comprenda esa
necesidad en mí mismo. Soy yo el salido de. . ., y el ascendiente no es la causa
de... Porque yo soy yo mismo, puedo hablar de mis padres; debería partir de la
presencia absoluta de mi cuerpo a mí mismo para irradiar dicha presencia a
toda mi ascendencia. Esta es mi ascendiente de algún modo subjetivo, y mi yo
es su descendiente subjetivo; pero la expresión salido de... expresa una ligazón
original, más allá de la causalidad, una adherencia que sólo puedo esclarecer y
avivar pensándola como descendencia objetiva, como posteridad según el
orden descendente; descubro entonces que la conciencia brumosa de estar
suspendido de otros seres y de deberles mi ser, la conciencia de mis uniones
no resulta enteramente abolida por el acto que instituye la autonomía de la
conciencia; en mí dormita una conciencia umbilical que puede ser revelada por
la biología, al precio de su propia disolución y de la. inversión de su regla de
pensamiento. En mi alma infantil guardo la marca de esa dependencia y esa
adherencia casi corporal; dicha infancia no es para la conciencia clara más que
el fondo obscuro sobre el cual se destaca y con respecto al cual ella se destaca:
Descartes nos enseñó, a través de la parte teórica de su filosofía, a repeler
nuestra infancia como la fuente de todos los falsos prestigios -los de los
sentidos, de la costumbre y de las pasiones-; es, ciertamente, una enseñanza
dura; sin embargo, la infancia no debe ser despreciada por el filósofo; la
infancia no sólo es pueril; y no constituye una infidelidad hacia el Descartes del
Tratado de las pasiones el buscar en ella fulgores que nos iluminen el misterio
de la unión del alma y el cuerpo, pues el vínculo que me une a mis padres no
es más que un aspecto del pacto que he realizado con mi vida y que Descartes
no ha ignorado; haber salido de tales padres y estar unido a tal cuerpo es uno y
el mismo misterio; esos seres son mis padres como ese cuerpo es mi cuerpo.
Tratado como problema, ése misterio central se disipa en lo absurdo; se
convierte en el azar de mi cuerpo. Mi conciencia infantil lleva una cicatriz que
designa a la vez la lesión del nacimiento y la sutura que me mantiene unido a

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mis padres con un vínculo no-arbitrario; la familia es el refugio, la perpetuación
y la consagración de esa conciencia crepuscular de la infancia. Acaso nunca se
borre del afecto a nuestra madre la obscura impresión y la tierna nostalgia de la
continuidad vital. En todo esto, Freud es muy interesante, sobre todo cuando
muestra en nuestros sueños y nuestras actitudes de hombres despiertos algo
así como el deseo de volver al seno materno; no es que el hombre que duerme
o que lo inconsciente recuerde mejor y permanezca siendo niño durante más
tiempo, es que lo inconsciente, que guarda la marca de las impresiones más
antiguas, da a nuestros pensamientos una materia de tal índole, que el hombre
despierto sólo se libra de esa nostalgia densa o informe formando con un
descifrador de sueños la idea del retorno al seno materno. Se trata de un
pensamiento propio de un hombre despierto, pero fundado en los laberintos del
inconsciente; la inciencia de lo inconsciente que prolonga nuestra infancia es
un testimonio precioso para el filósofo que está a la búsqueda de las raíces y
las vinculaciones. Acaso haya que unir al doble testimonio de la infancia y de lo
inconsciente -pero lo inconsciente mismo es infantil- las impresiones más
vívidas de la paternidad misma; ella aclara el sentimiento de filiación por una
curiosa recurrencia de los sentimientos; ejerciendo con respecto al niño el
papel tutelar del padre, renuevo en mí la seguridad de haber recibido el ser de
mis ascendientes: en efecto, la filialidad y la paternidad forman una relación
única con dos polos, una relación presentida en su totalidad cuando abordamos
ese vínculo viviente por una u otra de sus extremidades; de tal manera, la
sexualidad vuelta la descendencia de mi vida es una evocación retrospectiva
de la ascendencia de mi vida. Esta recurrencia afectiva se produce gracias a la
indeterminación, al exceso de deseo que el ser determinado, sobre el cual
dicho deseo se posa, no puede llenar completamente. En una de sus
admirables Elegías a Ruinó Rilke cantó al "gran dios-fluyente, que con astucia
se oculta en la sangre", al "Neptuno de la sangre", que más allá del amor
sereno de la madre, abre en mí terror abismal: pues presiento en mí "el caos
salvaje", "el bosque atávico", "la fermentación innumerable" 97. Por ello toda
historia resume una prehistoria. Pero dicha prehistoria es la base misma del
Cogito que se oculta a su apercepción. Es así como la herencia agrega al
sentimiento de mi-vida-en-mí, la inquietud de la-vida-tras-mí adherente a mí. Y
todo descenso a los abismos de la conciencia está acompañado por un terror
específico. Cuando, empujado por una inquietante curiosidad, Peleas se hunde
en los subterráneos del castillo, un acre hedor lo sofoca.

Siempre puede nacer de la necesidad el temor a sí mismo. Dicho temor es el


comienzo de la fascinación que emana de la objetividad, pues la objetividad es
la necesidad separada de nosotros y vuelta contra nosotros. Se trata del mismo
temor que procedía de la contemplación del carácter y que con lo inconsciente
se hacía más insidiosa, y que ahora adopta la desmesurada amplitud de mi
prehistoria; se trata del temor ante mi impotencia, ante la potencia de la
necesidad que me substrae de alguna manera la iniciativa de la conciencia.

3. El capital de la herencia y el vínculo que lo une a mí no son finalmente más


que dos aspectos de mi comienzo; comenzando, yo, participo de una línea de
descendencia; mi ascendencia es otro nombre del comienzo de mi existencia;
ahí concluye todo nuestro estudio de la necesidad. Tal comienzo que escapa a
la memoria, que no es pensable racionalmente, que la biología disimula en la

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sucesión de las generaciones, tal comienzo debe finalmente sugerirse en el
seno de la conciencia, como el límite fugitivo que resta más acá de mis
recuerdos más lejanos. A primera vista parece que debemos renunciar a
encontrar en la conciencia el menor testimonio acerca del nacimiento; la
conciencia más obscura ya me encuentra con vida. Y sin embargo, esta huída
de mi nacimiento, que escapa al poder de mi recuerdo, es precisamente el
rasgo más característico de esta experiencia, si es posible llamar experiencia a
esta falta de experiencia; la huída en cuestión esclarece la naturaleza del
viviente que soy; experimento la vida como habiendo comenzado antes de que
yo comience de cualquier manera que sea. Todo lo que decido está después
del comienzo, y antes del fin. Todo comienzo por la libertad está
paradojamente ligado a una no-conciencia de comienzo de mi existencia
misma; la palabra comenzar como la palabra existir tienen un doble sentido;
hay un comienzo siempre inminente que es el comienzo de la libertad: se trata
de mi comienzo como acto; hay un comienzo siempre anterior que es el
comienzo de la vida: se trata de mi comienzo como estado; siempre estoy en
trance de comenzar a ser libre; siempre he comenzado a vivir cuando digo: "Yo
soy" 98. Como el nacimiento, toda necesidad es anterior al acto del "yo" que se
reflexiona a sí mismo. El "yo" es a la vez más viejo y más joven que él mismo.
Tal la paradoja del nacimiento y de la libertad.

Esta experiencia de la huída de mi nacimiento es pues rica en su pobreza


misma. Sin embargo, queda aún por mostrar que lo que huye es un comienzo,
un límite fijo. En efecto, ¿qué me atestigua que lo que huye de mí sea
precisamente mi nacimiento? Puedo efectivamente decir que ya estoy con vida,
pero ¿puedo acaso decir que estoy luego de mi comienzo? ¿La experiencia de
haber ya nacido no es asimismo la experiencia de no haber nacido nunca.
¿Cómo poner un comienzo, cuando el conocimiento objetivo no da cuenta más
que de transformaciones de la vida y cuando la conciencia carece de dicho
comienzo? Por lo tanto, lo que hay que establecer es el carácter límite de esta
última necesidad.

Este límite puede focalizarse por dos orientaciones convergentes; por una parte,
está designado al término de un esfuerzo semi-fallido de aplicarme el
acontecimiento objetivo de mi nacimiento: es el caso particular de una ley
biológica y el objeto del recuerdo de mis parientes. Haciéndome cargo de la ley
objetiva y del recuerdo de los míos -que no son, ni la una ni el otro, la
atestiguación del comienzo de un "yo", sino de un simple cambio de estado en
la vida de mis padres- mi atención se dirige hacia un punto que no es para mí
un acontecimiento, pero que está designado con ciertos caracteres esenciales
de mi memoria. Noto que la regresión en el seno de mis propios recuerdos no
tiene fin; mi pasado, sin estar limitado exactamente, sin mostrar un comienzo
preciso, se hunde en una conciencia crepuscular donde la memoria se
obscurece y termina por extinguirse; ciertamente, mi recuerdo más antiguo
pertenece aún a mi infancia, pero tengo al menos el sentimiento de perder mis
propias huellas. El silencio de mi memoria, al término de los recuerdos que
cada vez se hacen más enigmáticos y espaciados, no equivale, sin duda, a una
experiencia de mi nacimiento; una nada de recuerdo no es el recuerdo de un
comienzo; pero el silencio mencionado tiene con todo algo de específico; ese
silencio que reside en el fondo de las tinieblas que rodean a la tierna infancia

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atestigua negativamente que la huída de mi origen no es ilimitada. Mi
nacimiento es el término presentido como un límite por la ampliación, en
dirección a él, de los recuerdos últimos. Está focalizado por la conciencia
balbuceante, ínfima e inaugural, de la tierna infancia, - que a su vez es un
recuerdo del hombre ya hecho. Es cierto que mi nacimiento nunca es
alcanzado por mi conciencia como un acontecimiento vivido; pero este fracaso
no es puramente negativo: revela el límite inferior del Cogito.

En cuanto nunca se lo alcanza como un recuerdo, mi nacimiento no puede


repetirse en la memoria como una elección que habría podido hacer; sólo por el
consentimiento puede un límite resultar integrado a la conciencia. Ahora bien,
consentir haber nacido es consentir la vida misma con sus probabilidades y sus
obstáculos; asumiendo el límite que huye de mí, asumo la naturaleza individual
que me cerca tan estrechamente: acepto mi carácter.

Pero ¿puedo consentir yo mi vida, mi inconsciente, mi carácter?

NOTAS

1. Klages, Los principios de la tarar- Heymans en La mensonge et te carac


terología, 1era. ed., 1910, 6tá.ed., 1930, tère, Alcan, 1930, y en el Traité
de Ca
' retiene esta noción de vitalidad, de de- ractérologie, col. Logos, PUF, 1945.
3envoltura, en la que ve lo mejor de la 3. Sobre las condiciones de estas dos
vieja clasificación de los temperamentos.
Cf. la expresión: tener temperamento. investigaciones, el valor heurístico y
demostrativo comparado de los dos méto
2. Investigación biográfica: Veber e)- dos, cf. Heymans, La psychologie des
nige Korrelationen, Ztschr. f, ang. Ps. . ferrrmes (introducción general y especial
psych. Sammelforschung, I, 1908, págs. págs. 1-13 y cap.¡: Les
méthodes de re
313-381. Investigación estadística: Bei- cherche págs. 13-40) y el prefacio de
Le
trage zurspeziellenPsychologieaufGrund Senne fbid., I-IX) y Traité de
characte
einer Massenuntersuchung, Ztschr. f. Ps. rologie, págs. 26-42. Puede
encontrarse
and Physil. dar Sinnesorgene, 1990. En el cuestionario del método estadístico
en
francés, trad. de La psychologie des fem- Anexo a la Psychologiedes
femmes, págs.
mes, Alcan, 1925. R. Le Senne ha hecho 2$5-gt y al Traité- de
charactérologíe,
conocer en Francia la caracterología de 637-649.
4. La idea de correlación designa una sificaci6n de tendencias propuesta por
relación de coexistencia necesaria entre Paulhan (tendencias vitales,
egoístas, so
formas, cualidades, funciones de un ser. ciales, abstractas). La relación
que man
Se trata del móvil de la clasificación. tienen las características formales que

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6. Sobre la definición de los tres fac- afectan a las tendencias en general
(emotividad, actividad, secundaridad, etc.) cias, cf. Heymans, o.c., págs. 41-99;
Le con las características materiales que
Senne, Op. cit., págs. 61-103. Crítica en conciernen al orden privilegiado
de las
Burloud, Le charactáre, PUF, 1942, tendencias mismas reclama una serie
de
págs. 125-140. precisiones.
5. Recordemos solamente las 8 com- 8. Heymans, o.c., págs. 191-3; Le
binaciones entre emotividad (o no emo- Senne, La mensonge et le charactère,
tividad), actividad (o no actividad), se- págs. 25-30.
çundaridad (o primaridad): EnAP nervio- 9. Heymans, o.c., pág. 41, 44-53,
3
los; EnAS sentimentales; EAP coléricos; 27.
EAS apasionados; nEÀP sanguíneos; 10. Extensión, comprensión, "con
nEAS flemáticos; nEnAP amorfos;nEnAS repto", diría L. Brunschvicg de
acuerdo
apáticos. con la tesis de La modalité du jugement.
7. Esos tres factores no agotan la po- 11. Sobre esta discusión, cfr. el
arsibilidad de dicotomía, 1: Es necesario
agregar la longitud normal del campo de título de Heymans sobre su
investigación
conciencia (Heymans, o.c., págs. 44-53; estadística, parágr. 7 y 8 (vol. 22
de la Ztsch. f. Ps and
La Senne, o.c., págs. 104-114). 2: Por Pa 72), de Sobre los or
otra parte significan, con relación a una todos gane, en 1909, la págs. 1
especial,
clasificación más bien afectivista, las di-psicología , Ann
ferencias de inteligencia que poseen con rnmespsych., t. XVI I, 1911; Pe
des
todo un lugar importante en la Psycholo- mismopág. 10. Le Senns
reconoce ycholo ce asi
gie des femmes (págs. 99-190). 3: Y lo o que los rasgos de carácter son
que es más grave aún, esos tres facto- "seres de razón" salidos de la
estadística XXIII
res sólo conciernen a la "disponibilidad XXVII; a la ongeet . le págs. XXI11
general de motivos", independientemen- ; La s s finalmente usan los
te de su orientación privilegiada; ahora factores 33). Peo ro todos
bien, la Psychologie des femmes reposa condicionantes r caraes
inscriptas en el como individuo. aptitudes en gran parte en la especie particular
de
motivos a los cuales es sensible el carác- 12. A la pregunta 'sobre el
espíritu de
ter femc fino, en su escala natural de va- decisión, la estadística da los
siguientes
lores (ibia., pág. 201), a saber "los fines resultados: nEnAP 76,6% ; nEAS 65,8
que esa actividad se propone con prefe- % , EPA 61,1 %; EnAP 36,2%;
nEnAS
rencia" (íbíd., pág. 228); el altruismo 27,6%; EnAS 26,5%.A la
pregunta 6 so

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concreto, el sentido del deber, la veraci- bre la tendencia a acobardarse:
EnAP
dad, la paciencia en el sufrimiento, to- 52,9%; EnAS 52,2%; nEnAS 31,5%;
EA
das virtudes que la emotividad dominan- P 31,5% ; EAS 28,3%; nEnAP
24,5%;
te de la mujer debería contrariar, atesti. , nEAP 15,8%; nEAS 9,1 %.
guan una disposición de las tendencias, 1 13. Psychologie des femmes,
pág.
irreductible a otros datos caracterol6gi- 191. tos (pág. 230-263 y sobre todo-
pág
281). Ahora bien,Heymans no tiene eso 14. La estrechez del campo de con
en cuenta en su clasificación de caracte- ciencia explica ciertas
tenacidades, torpe
res y, cuando aborda la cuestión del sis- zas, obstinaciones. La
secundaridad au
tema de las tendencias, reproduce la cla- menta la disponibilidad de
motivos más
numerosos y más antiguos; la primaridad rológìca que consiste en ver por
simpatía
favorece el fanatismo, la imitación, los el tipo alcanzado inductivamente y en
hábitos frustrados. La emotividad acre- sayarlo en sus consecuencias, Op.cit.,
cienta la impulsividad. El factor más im- págs. 34-41. portante para la psicología
de la volun
tad es la actividad, como podemos perci- 22. Por el contrario, el estudio
mis
bir luego de la clasificación de las pie- mo de los móviles ('naturaleza" del ca
guntas 8 y 6. rácter) conduce fuera del ciclo de las
15. Así EnA favorecería el miedo, el cuestiones tratadas aquí y pone en
juego
una la resignación prematura al na metafísica de la Vida para la cual la
Voluntad es una
fracaso, EA el resignación ES la sujeción potencia no creadora,
al pasado, el poder de los hábitos, la po- crítica, reguladora, hostil a la
vida; cf. la tencia afectiva de los motivos abstrac
tos, etc., Le Senne, La mensonge et le 23, Alain, Propos sur l éducation,
charactère, págs. 191-226. En cuanto a "En cualquier cuerpo humano son posi
las fórmulas de tres términos, la síntesis bles todas las pasiones, todos
los erró
de las tres potencias positivas en el apa- res. . ., es siempre cierto, de
acuerdo con
sionado da la fórmula más rica, como lola fórmula de vida- que a cada uno le
ha
atestigua la primacía de los apasionados tocado en suerte. Hay tantas
maneras de
en la historia. ser malvado y desgraciado como hom
16. Le Senne, La mensonge et le cha- bres en el planeta. Pero asimismo hay
ractére. una salvación para cada uno que le es
17. Ibid., pág. 186. propia, del mismo color, del mismo pelo que él" (págs. 218-
220). "Pero esta natu

355 / 396
18. Ibid., págs. 300-4. raleza pertenece al orden de la vida; resi
19. ¡bid., págs. 16, 22, 91, 174, 258, de por debajo de nuestros juicios. Es
un
277, 285-6, 299. fondo de humor y una suerte de régimen
20. Alain, Propos sur l éducation, de vida que no encierra por sí mismo ni
págs. 47-8. La consecuencia es capita/:el bien ni el mal, ni una virtud ni un vicio,
sino más bien una manera inimitable
"Con esto creo sin embargo firmemente y única de ser franco o engañoso, cruel
que cada individuo nace, vive y muere o caritativo, avaro o generoso. . .", ¡bid.,
de acuerdo con su naturaleza propia, co- págs. 87-8. En el mismo sentido,
Le Sen
mo el cocodrilo es cocodrilo y no cam- ne, Traité de charactérologie, habla del
bia en absoluto" (ibid.). Más adelante —sistema invariable de necesidad que
se
reencontraremos el mismo movimiento encuentra por así decirlo en los
confines
de pensar y volveremos a adoptarlo. de lo orgánico K lo mental" pág. 1; asi
21. "Reflexionando sistemáticamente mismo, págs. .9-16, 26-8, 580-6. Pdr el,
sobre sí mismo, se descubre un universo contrario, A. Burloud, en Le
caractère,
entero de rasgos pertenecientes a caracte- no atiende a esta manera
inmutable pues
res diferentes del suyo propio". Les prin- identifica el carácter con las
disposicio
cipes de la caractérologie, pág. 45; "I n- nes mismas de la personalidad en su
con
tentamos la elaboración crítica de los junto (págs. 14, 51, 70, 162). Se llega a
nombres de cualidad característicos por decir que el carácter es "una
suerte de
el complemento indispensable de la refle- realización del yo profundo" (pág.
162).
xión sobre sí mismo", ¡bid., pág. 49 (porSi se distingue el carácter de la
personali
ej. indignación se dice Entrustung: que dad e incluso de las disposiciones
como
el hombre indignado esté desarmado es su modo invencible, no puede de
manera
revelador). Hay que observar que Le Sen- alguna ser obra nuestra. Estas
páginas ya
ne admite asimismo, por encima de la in- estaban escritas cuando conocí
el Tra¡té
ducción objetiva, una intuición caracte- du caractère de E. Mounier. Este gran li
bro, que constituye una verdadera antro- 34. En las Nuevas
conferencias so
pología, da su lugar a la invencible nece- bre el psicoanálisis (trad.
Berman, Galli
sidad en la existencia dramática del hom- mard, 1936), la teoría del
"superyo"
b re. desplaza parcialmente el interés de lo in

356 / 396
24. Alain, o.c., págs. 221-5. consciente reprimido a lo inconsciente
represor.
25. Ibid., págs. 88-92: "Querer que 35. R. Dalbiez, o.c., 1, 1-8; ll, 14,
las naturalezas sean, tal es la caridad mis- 439-444. Del mismo modo Ch.
Baudoin,
ma. No la virtud del vecino, con la que Essais de psychoanalyse, págs. 4-5.
nada tiene que hacer, sino su virtud con
respecto a él, del mismo color que sus ca- 36. Descartes, Tratado de las
pasio
bellos y del mismo pliegue. Su virtud nes, art. 152-3.
propia que se parece como un hermano a 37. Dalbiez, o.c., l l, 4-83, en
particu
su vicio propio. . ." lar págs. 12, 31, 42, donde se afirma el
26. La mensonge et le caractère, pág. carácter intrínsecamente inconsciente
de
325. la sensación entero-ceptiva.
27. R. Delbiez La méthode psychoa- 38. Ibid., l l, 334: "Conociendo el ár
nalytique et la doctrine freudienne, Des-bol, no conocemos de ninguna manera
ciée de Brouwer,1936. El autor enseña a nuestra visión, a la cual sólo la
captamos
disociar el Freudismo-doctrina del psico- por retroacción, en un segundo
acto."
análisis-método. Pero, como lo mostrará 39. El estudio del proyecto en la
1era.
la discusión ulterior, nosotros intentare- parte y del obrar en Va 2da. nos han
fami
mos integrar a la filosofía de la voluntadliarizado con esta noción de conciencia
los hechos llevados a la luz por el méto- irreflexiva. do y la terapéutica
psicoanalíticas par
40. Husserl, ldeen,'I, parágrafos 40 tiendo de una filosofía general diferente.
y 52.
28. J. Boutonier, L angoisse, PUF,
1945, págs. 123-130. 41. Dalbiez, o.c., l l, 47, 81-3. 29. Principios I, 9.
42. Ibid., pág. 82.
30 43. Freud, La science des rëves, pág. . Carta a Chanut, 6 de junio de
1647. 582, cit. in Dalbiez, o.c., l l, 78. .
31 44. Dalbiez, o.c., II, 51. El autor cita . Alain, Elements de philosophie.
Note sur l'inconscien t aquí un texto de Delacroix sobre la elaboración de
"síntesis obscuras que se en 32. J.P.Sartre, Esquisse d une theoríe
cuentran en el principio del juicio". "Sus
des émotions, pág. 42. datos sólo se hacen juicios por un traba
33. Leibnìz, Nuevos Ensayos, 1, II, jo que se acompaña con la conciencia"
cap. 1 parágr. Il: "Cada alma guarda to- (Les operations intellectuelles, en
Noudas las impresiones precedentes. . . el
veau Traité de psychologie, por G. Duporvenir en cada substancia posee una li-
mas, t. V, pág. 151).
gaz6n perfecta con el pasado. Tal lo que 45. Es cierto que un ejercicio de
la
constituye la identidad del individuo. Sin imaginación sobre temas
angustiantes,

357 / 396
embargo, el recuerdo no es necesario ni por ej. por sugestiones de
movimientos
siempre posible, a causa de la multitud de ascenso y descenso --como en el

de impresiones presentes. . . Pueden olvi- todo del sueño despierto de
Desoille
darse muchas cosas, pero se podría asi- puede tener efectos catárticos
directos,
mismo recordar cosas muy lejanas, si se sin reintegración de
acontecimientos pa
lo hiciera como corresponde." tógenos a la conciencia e incluso sin in-
terpretación consciente de la imaginería lo vivido las vivencias
sensoriales se en
así suscitada. Pero, como lo hace observar cuentran por doquier y llevan
necesaria
J. Boutonier en L ángolsse (págs. 197- mente cierta "aprehensión que los ani
201), el enfermo es el que consuma la ma". . . Dicho de otra manera, si
siempre
elaboración de una nueva síntesis psíqui- están implicados en las
funciones inten
ca; la psicoterapia, en última instancia, cionales".
reclama la fuerza constructiva del yo.' 50. La science des rèves, págs. 249
"No hay análisis sin síntesis. . . No debe- 250; citado por R. Dalbiez, o.c.,
1, págs.
mos pretender haceruna psicosíntesis, si- 78-79. no ubicar al sujeto en las
condiciones fa
vorables que le permitân realizarla. . . 51. J.P. Sartre ha denunciado clara
(ibid, pág. 200-1). mente este equ ivoco, Esquisse d une
46. Freud, introducción al psicoana- théorie des émotions, págs. 26-7.
tisis. 52. "El principio de causalidad fue la
47. R. Dalbiez avanza en el mismo estrella directriz de Freud. Todo efecto
sentido cuanoo escribe: "La cura analíti- es signo de su causa. Este viejo
axioma
ca consiste esencialmente en disolver los aristotélico condensa en una
breve intui
hábitos mórbidos, reduciéndolos al re- ci6n todas las investigaciones psicológi
cuerdo de acore,,•cimientós que les han cas del maestro de Viena".
Dalbiez, o.c.,
dado nacimiento. El hábito se disuelve 1, pág. 331.
en recuerdo. El automatismo cede a la 33. R. Dalbiez, o.c., I, págs. 76-80,
conciencia", o.c., I, 328, 333. Pero por 153-160, 196-201; II, págs. 143-244
.otra parte habla como los freudianos de (principalmente II, 152-170),
406-437. "recuerdos patógenos", "mantenidos in- 54. Ibid., 11, pág. 159.
conscientes", y que se intentaría "reen
contrar" (¡bid., págs. 330-331). Los dos 55. Ibid.,d I , págs. 407, 409, 413.
lenguajes no son idénticos: de acuerdo 56. Cf. más arriba, I Parte, cap. 1,
con el segundo, el recuerdo está comple- 111; I I Parte, cap. 1, 11; 111
Parte, cap. I,
to en lo inconsciente, sólo carece de con- I I. ciencia; de acuerdo con el
primero lo

358 / 396
"consciente" es el recuerdo mismo, tan- 57. "Destruyendo el determinismo
to como orientación hacia el pasado universal, aunque sea en un solo punto,
cuanto como presencia a sí mismo; la se trastorna toda la concepción científi
formación del recuerdo es entonces un ca del mundo", Freud, Introducción al
verdadero progreso de la conciencia. psicoanálisis, pág. 38, citado por
Dalbiez,
48. Respuesta a la tercera objeción. o.c., 11 pág. 464.
(obj. sexta). También A Clerselier, 17 58. Ch. Baudouin, Etudes de psycho
de abril de 1645. El caso de la idea in- analyse, págs. 62-71.
nata de Dios está discutida en la Resp. 59. Cf. los textos citados por Da¡ biez,
a la primera objeción, parágr. 4. En la o.c., págs. 597-8, 607-8. Respuesta a
la cuarta objeción, paragra
fos 119-121, se retoma el problema; por 60. En las Nuevas conferencias
sobre
otra parte, Descartes se explica con res- el psicoanálisis (Illera.
conferencia: las
pecto a lo que llama las "especies del diversas instancias de la personalidad
psí
pensamiento", que resultan impresas en quica), lo inconsciente resulta
separado
la memoria". Carta a Meyssonier, 29 de de una manera más neta entre el Es
(ello)
enero de 1640; A Mersenne, 1ero. de reprimido y el Ueberich (superyo, ideal
abril de 1640. del yo) represor, que por otra parte desborda asimismo
hacia lo subconsciente. 49. Husserl, Ideen, I, pág. 172: "No Freud se vi6
llevado de esta manera a co
es este lugar para decidir si en el flujo de rregir su concepción de la
angustia (IVta.
conferencia): la libido no es más el único 67. El sentido kierkegaardiano
del
peligro psíquico, sino que también está término "existir" no es satisfactorio; co
el superyo, cuyas amenazas angustian a mo la condición humana, la
existencia es
la conciencia. La idea de superyo es fu n- bipolar: querida y padecida;
como tal es
damental para la terapéutica. Para alcan- el misterio viviente cuya
expresión es
zar lo reprimido y disolverlo por el análi-inevitablemente paradojal. sis hay que
vencer su resistencia. De mo
do que el campo de regulación de la con- 68. "Estaba presente como un
olor,
ciencia debe reconquistarse sobre lo re- -Como el aroma de una idea -
Que no
presivo y loreprimido. puede elucidarse - Una idea de insidiosa
profundidad", Valéry, Ebauche dune
61. Alain, Elements de philosophie, serpent. Sobre la influencia, cf. Min
Note sur l'inconscient. kowski, Vers une Cosmologie, Aubier,
62. Mauron, Mallarmé l'obscur (De- 1936, págs. 111-121.
noël): "Pienso que para cada poema de 69. Heidegger, Sein and Zeit, págs.

359 / 396
Mallarmé existe un sentido objetivamen- 130-140. te verdadero, el que el
poeta tenía en el
espíritu al escribirlo, el que determinaba 70. Husserl, Ideen, I,
parágr.42,pág.
sus tachaduras", pág. 26. Esta frase con- 77.
tiene todos los equívocos que, por nues- 71. Descartes, Tratado de las
Pasío
tra parte, intentaremos aclarar. nes, parágr. 30.
63. En el mismo sentido, Dalbiez, 72, Minkowski, Hacia una Cosmolo
o.c., II, págs. 401-438, 491-511. De ahí gia, págs. 69-88.
la fuerza mesurada de su conclusión: "La 73. Por extensión puedo hablar
de un
obra de Freud es el análisis más profun- "
que haya conocido la historia sobre estado del mundo", pues estoy en el es
aquello que en el hombre no es hurra- tado de viviente: me encuentro ahí, con
aq
no"; II, 513. vida, en este mundo que encuentro ahí y .
Producido respecto al cual no he querido ni
64. "Que nadie me hable ya de fatal i- producido el menor grano de realidad.
dad, dice Alcmeón, pues sólo existe ella En tal sentido el consentimiento
que
por el querer de los seres. Engaños, asiente a la existencia necesaria en mí
y
hombres, deseos, nada pueden contra la fuera de mí está emparentado
con la
voluntad de una mujer fiel. . . ¿Acaso no percepción que encuentra y
acoge un
fuá tu advertencia, Eco, la que me ha da- 'estado de cosa" que no produce.
do los mejores consejos? ¿Qué puedo te
mer de hombres y dioses, yo que soy leal 74. Debemos eliminar de la
experien
y estoy segura de mí misma? Nada, cier- cia de estar con vida todas las
armonías
tamente, nada, nada. -El Eco: Todo, que anuncian la "poética" de la volun
Todo.- Alcmeón: ¿Qué dices? -El Eco: tad; en nuestro idioma, la vida tiene un
Nada, nada." sentido ambiguo: designa a la vez todo el orden animal que está
por debajo de mí
65. Tratado de las pasiones, parágr. y todo el ímpetu venido de arriba de la
152 y 170; Cartas a Elisabeth, 6 de Octu- vida misma; ésta es la que
sustenta, pero
bre de 1645, enero de 1646. también la que inspira; con relación al
66. ". . . siendo el principal bien de la orden de los poderes, pertenece a la
vez
vida tener algunos amigos, con razón pre- al orden de los límites y al orden
de las
feriremos a aquellos a los que nos unen fuentes o de la creación; en este
nuevo
nuestras inclinaciones sentido, la vida muestra un nuevo méto
mos también algún , mérito siempre en re ellos", do, a saber,el método de
una "poética" mo. A

360 / 396
Chanut, 6 de junio de 1647. de la voluntad, de la que aquí hacemos .
abstracción. Uno de los problemas más
difíciles planteados por esta "poética" mos descubierto una de las delicadas
será el de saber por qué la espontanei- uniones entre un orden que depende
de
dad de la vida de abajo puede servir a su mí (el movimiento) y un orden
que no
vez de metáfora a la vida de lo alto y qué depende de mí (la organización).
En tal
secreta afinidad une a los dos sentidos sentido hemos hablado de
"emergencia"
del término vida. de la conciencia práctica de obrar con re
75. Sobre la finalidad de hecho, cf. lación a la organización vital y de "in
Cuénot, Invention et finalité en blolo- mersión" del esfuerzo en la
organización.
gie, cap. I; Goblot, La Finalité en biolo- En un sentido próximo a éste, Pradines,
gie, Rev. phi., oct. 1903; A. Burloud, Traité de psychologie générale, 1, pág.
Principes d'une psychologie des tendan- 76.
ces, págs. 224-264; H. Vernet, Le pro- 80. Tolman, Purposive behavior in
blème de la vie, págs. 47-125; L. Bou- animals and men, cap. X111 y XIV.
noure, L Autonomie de I'Etre, passim
81. Cf. más arriba II Parte, cap. I, 11.
y págs. 201-2.
76. El enlace entre los equilibrios in- 82. Se tiene un ejemplo de ese len
ternos (absolutamente extraños a la vo- guaje equívoco, sólo justificable como
luntad) y la adaptación motriz (remitida abreviación en J. Boutonier, Les défai
en parte a la voluntad) se muestra fisioló- llances de la volonté, PUF, 1945,
págs. 27-9.
gicamente en las conexiones neuro-hu
morales que constituyen una suerte de 83. Husserl, Ideen, I, págs. 20-22.
confluencia de la vida vegetativa y la vida 84, M. Debesse, La crise de
origina
de relación: Rémy Collin, Les hormones, lité juvenile, P.U.F., 1941. págs.
299-331.
85. lbid., págs. 210-285.
77. No es azaroso que Cuénot extrai
ga sus ejemplos más asombrosos de in- 86. Ibid., pág. 210.
vención y finalidad biológicas de la con- 87, Ibid„ pág. 217. Hablando de la
sideración de órganos que se parecen a sobreestimación de¡ yo de parte
de los
útiles (sierra, pinzas, llave, etc.). Pero los adolescentes estudiados,
Debesse señala:
órganos que no se asemejan a útiles acaso "Todavía sólo existe una
organización
plantean de una manera más radical aún imperfecta ordenada por un yo
que se
el problema de la adaptación, tal como adhiere mal a lo real", pág. 131. ocurre
con el ojo con relación a la visión.
88. lbid., pág. 156.
78. Con todo, una "poética" de la vo

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luntad volverá a encontrarse con el mi- 89. Ibid., pág. 259.
to del animal, como mito de la inocen- 90. Debesse vincula con frecuencia la
cia y la despreocupación: "Ignoramos lamentalidad de la adolescencia con
ciertos
unidad, dice Rilke, en la IV-Elegía a Dui- valores filosóficos auténticos
(págs. 122,
no, no nos encontramos al unísono co- 139, 140, 144, 232-6); en ellos reside
esa
mo los pájaros migradores." El mito del "voluntad extraordinaria" que Delacroix
animal que "ve lo abierto", el mito de oponía a la "voluntad cotidiana" y que
los pájaros que no siembran ni siegan, el permite subsistir junto al hábito a
la po
mito de los lirios del campo, el mito del sibilidad de la creación de sí mismo.
niño que no podemos volver a ser, -to
dos esos mitos son parábolas, similitu- 91 Joubert, Pensamientos, !I, 87, cit.
des, donde el más acá de la libertad de- Por Debesse, o.c., pág. 140.
signa de manera cifrada, cierto más allá 92. Debesse, o.c., pág. 160. de¡
Sí mismo.
93. Vincular esta "historialización"
79. En el sentido de¡ esfuerzo, he- de¡ sujeto a la "historia¡ ización"
de sus
valores en los bienes y finalmente en los ca este índice a todos los otros
grados de
motivos, I Parte, cap. 1 y 111. la necesidad; toda determinación es una
94. LecomteduNouy,Letempsetla predeterminación; el mundo mismo es
vía, diagnostica la experiencia confusa de "perfecto" antes de que piense o
quiera,
la velocidad subjetiva de¡ tiempo vital se- Pues ya estaba all í antes de
que me per
gún la velocidad objetiva de la cicatriza-cibiera como percipiente; el carácter
inción.
nato del saber según Platón está anunciado en el mito de la vida anterior, de la
re
95. Cf. I Parte, cap. I, 1. miniscencia; la intemporalídad de¡ carác
96. Jean Rostand, en las Pensées d'un ter inteligible según Kant se expresa co
biologiste, ha expresado este tema del mo una elección de mí mismo anterior
azar con una fuerza singular, y lo ha a la vida; por fin, la Omnipotencia divi
puesto en la fuente de su pesimismo so- na, que es una suerte de
comienzo tras
brio y lúcido: págs. 16, 27, 72, 82. cendente, es el pasado primordial de la
predestinación. Tal será uno de los te
97. Rilke, ll/ Elegía a Duíno, trad. mas rie la Poética de la voluntad. Angelloz,
(Aubier).
98. La necesidad se dice en tiempo pasado: es el nacimiento el que comuni-

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EL CAMINO DEL CONSENTIMIENTO
CAPITULO III

EL CAMINO DEL CONSENTIMIENTO

I. El no-ser de la necesidad y el rechazo

1. La negación recíproca

¿Por qué el dualismo del alma y el cuerpo es la doctrina del entendimiento?


¿Por qué dicho dualismo, bajo la forma virulenta del dualismo de la libertad y la
necesidad es casi invencible? ¿Por qué la unidad paradojal de la libertad y la
necesidad permanece como un escándalo para la inteligencia, incapaz de
engendrar por su propio fracaso la seguridad final de que el ser humano es
misteriosamente uno? ¿Por qué? Porque el desgarrón no es sólo una clausura
del entendimiento que se niega a abrazar el misterio de la unión del alma y el
cuerpo, sino que es, hasta cierto punto, una lesión del ser mismo. No sólo al
pensarla destruimos la unidad viviente del hombre: en el propio acto humano
de existir está inscripta la herida secreta; o, si se quiere, ciertamente, pensando
destruimos la unidad viviente del hombre; pero pensar, en el sentido más
amplio, es el acto fundamental de la existencia humana y dicho acto es la
ruptura de una armonía ciega, el fin de un sueño. Por eso la medida en común
que hemos buscado entre la libertad y la necesidad, en el seno mismo de la
subjetividad, no es aún una conciliación; sólo hemos resuelto un problema de
reflexión, no de existencia; en el trasfondo del dualismo del entendimiento
reside la incompatibilidad práctica de la necesidad y la libertad. Libertad y
necesidad se niegan mutuamente. Es ese momento negativo el que interesa
esclarecer; la peripecia tiene importancia, pues el momento del no siempre
estará de algún modo retenido en el sí del consentimiento. La inteligencia de la
negación es pues esencial a una meditación sobre la libertad. A su vez, una
reflexión desarrollada al contacto con la doctrina del carácter, de lo
inconsciente y de la vida puede, indudablemente, suministrar una contribución
concreta a una filosofía general de la negación, que en este caso no es
preocupación nuestra; en efecto, las fuentes de la negación son tan complejas,
que es peligroso querer abarcarlas demasiado rápidamente en una
construcción sistemática; en particular, parece inexacto tener a la libertad por
única fuente de negación, como si la libertad engendrara la nada por el gesto
que la arranca de la inocencia ciega de la vida; más bien nos ha parecido que
la negación tiene una entrada doble, o, si se quiere, tiene un carácter recíproco
como la existencia, el comienzo, etc., con esa reciprocidad de lo voluntario y lo
involuntario que hemos tematizado en esta filosofía de la voluntad. Por una
parte, la necesidad es esencialmente hiriente y siempre aparece, en algún
grado, como una activa negación de la libertad: la veremos vagar relevando
con cuidado todos los signos que atestiguan la tonalidad menor de la
necesidad en los tres niveles del carácter, lo inconsciente y la vida: todo lo que
hace mi singularidad me limita; la riqueza obscura de mi conciencia es
asimismo imperfección; la vida que me lleva está grávida de amenazas y un día
me traicionaré. Estoy limitado por aquello mismo que me arraiga. De tal manera,
la negación se eleva por encima del cuerpo, inviste e impregna a la conciencia.
Asimismo, la positividad del no-ser en la base de la conciencia no ha cesado de

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brotar desde las primeras páginas de la presente obra. El conflicto residía en el
corazón de la motivación como un desafío arrojado a la unidad del acto. La
resistencia del cuerpo trababa como un obstáculo el ímpetu del esfuerzo. Pero
la negación aparece en primer plano; y si antes el conflicto de los motivos era
el aguijón de la elección, y la resistencia del cuerpo a la moción era una
invitación a elevar el tono del esfuerzo, parece ahora que el carácter, lo
inconsciente y la vida anuncian una desgracia constitutiva de la existencia
humana.

Por otro lado, la negación es la respuesta de la libertad y una suerte de


declaración de ésta a la necesidad: ¡no! La libertad quiere ser total,
transparente, autónoma. La conciencia es rechazo. El no está prefigurado en
todo retroceso operado en relación consigo mismo; la libertad es la posibilidad
de no aceptarme. Ese no de la libertad ya fue atraído en los capítulos
precedentes: no hay elección que no sea una exclusión, ni esfuerzo que no
diga no al desorden de la emoción y a la inercia del hábito. La voluntades
noluntad, pues nace exilándose. Tal el mensaje de Descartes y de Kierkegaard,
es decir de las dos caras de la filosofía que hemos, por nuestra parte, intentado
reconciliar: el primer acto de libertad para el pensador clásico es un acto de
sospecha: es una duda, y esa duda es un acto de exilio; el "yo pienso" se retira
de la trampa del cuerpo y el mundo; se exalta desafiando al genio maligno. Del
mismo modo, la libertad, según el pensador existencial, se estremece por ser la
crisis del ser, se angustia del espacio vacío que crea por la posibilidad, se
angustia de la negación que inaugura en medio de la plenitud del ser anterior.
A partir de su propio infinito, es la posibilidad permanente de la desmesura, se
siente como tentación para sí misma, tentación de exaltarse infinitamente,
como siente tentación por el mundo y por su cuerpo, tentación de engullirse y
de perderse en el objeto. De modo que la libertad desliga el pacto, y desligando
el pacto, desliga la paradoja de la libertad-necesidad. Con todo, ¿será acaso
necesario repetir que la fe filosófica que nos anima es la voluntad de restaurar
en un plano superior de lucidez y de felicidad la. unidad del ser que la negación
ha inmolado de modo aun más radical que la reflexión? La filosofía es para
nosotros meditación del sí, y de ninguna manera sobrevaloración orgullosa del
no. La libertad no quiere ser una lepra, sino la consumación misma de la
naturaleza, en la medida en que esto sea posible en un siglo en que
predominan los turistas. Por ello, meditamos la negación con la ardiente
esperanza de superarla.

Un punto más nos detendrá antes de hacer brotar la negación de los diversos
momentos de la necesidad; hemos admitido que la negación puede ser bipolar:
negación padecida, y negación querida; no-ser padecido por la libertad,
rechazo planteado por la libertad. Hay que confesar que esta reciprocidad de la
negación no es, si es posible decirlo así, simétrica; incluso, de alguna manera,
la tesis según la cual la negación es unilateral no es absolutamente falsa: se
notará con razón que los límites de toda suerte que la necesidad impone a la
libertad no son negaciones hasta tanto la conciencia no los haya esclarecido y
que, de todas maneras, es la conciencia el revelador universal de la negación;
se agregará incluso que la conciencia sólo esclarece esas insidiosas amenazas
si las niega con todas las fuerzas de su fiera libertad: se podría asimismo decir
que es esta negación instaurada por la libertad lo que constituye el carácter, lo

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inconsciente y la vida como negación. El argumento no es falso: nos impide
considerar los dos polos de la libertad como equivalentes; brinda al no de la
libertad un privilegio en la génesis de toda negación. Pero esta útil rectificación
refuerza más bien nuestra tesis: la negación es bipolar. Pues el rechazo revela
precisamente otro polo de la negación; desde que la libertad nace a sí misma,
ya se muestra como negante y negada. Lo que sigue siendo cierto es que el
otro polo de la negación se encuentra en relación con el polo activo de la
negación; el no-ser que comporta toda necesidad sólo es tal porque afecta a
una libertad; tal carácter del no-ser no debe sorprendernos, pues nosotros
mismos hemos sostenido en las páginas precedentes que la necesidad
auténtica es la que experimentamos como un modo del Cogito. Pero
sostenemos asimismo que el Cogito no es todo acción sino acción y pasión;
por eso la libertad sólo descubre o agranda su herida empecinándose en su
activa negación, como quien irrita a una llaga raspándola; pero tan dolorosa
como el mal que la afecta es la pasión más primitiva que la libertad puede
padecer: la pasión de existir corporalmente.

Retomamos pues sucesivamente los tres momentos de la necesidad para


señalar en ellos la doble negación: padecida y querida.

2. La tristeza de lo finito

A primera vista es extraño buscar alguna negación en el hecho de ser o tener


un carácter, una naturaleza singular. ¿No hemos llamado acaso al carácter el
ser finito? Como el propio lenguaje lo sugiere, lo que es finito es totalmente
positivo; sólo lo infinito carece de contorno; en cuanto tengo un carácter soy
algo determinado y no una mera nada; o más bien soy alguien que aporta en la
medida de los valores y en la aplicación de su esfuerzo una originalidad
primordial que lo distingue de todo otro y le brinda la consistencia primera de
un ser incomparable. Y sin embargo, es esta misma parcialidad la que
engendra la negación dolorosa: el carácter es también la oportunidad de
comentar de la manera más simple y más próxima a nuestra condición humana
el adagio clásico: "Omnis determinatio negatio". Sufro de ser una perspectiva
finita y parcial con respecto al mundo y a los valores: estoy condenado a ser "la
excepción": tal y no todo, tal y no cual. El carácter hace que haya un "cada uno",
una "Jemeinigkeit"; el carácter niega al hombre y el singular niega lo universal.
Sufro de estar condenado a la elección que consagrará y agravará mi
parcialidad, destruyendo todos los posibles con los cuales me comunico con la
totalidad de la experiencia humana. Esta dialéctica, visible en los grandes
destinos -el de un Goethe, el de un Rilke, el de un Gide- es discernible hasta en
los más modestos; la adolescencia es en todo hombre el momento genial y de
alguna manera goetheano o gideano. ¡Ah si pudiera tomarlo todo y abrazarlo
todo! ¡es tan cruel elegir y excluir! Y así transcurre la vida: de amputación en
amputación; y en el camino que conduce de lo posible a lo real sólo hay
esperanzas arruinadas y poderes atrofiados; ¡cuánta humanidad latente hay
que rechazar para ser alguien! Y cuando el joven repentinamente descubre qué
tras sus invenciones, tras su rebeldía incluso, se oculta la figura inexorable del
carácter, el terror se apodera de él: ante él se eleva todo lo que no hará, todo lo
que no tendrá, todo lo que no será. Hace la experiencia del "Ohnmacht der
Natur"; pues el carácter no es sólo una energía destruida sino también una

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metamorfosis imposible. Quién no ha estado asediado por esta pregunta.: ¿Por
qué soy tal como soy? El consentimiento no será una respuesta, sino la
reafirmación: " ¡Y bien, soy tal como soy!" En tanto busco una respuesta, el
hecho original, "el Urfaktum" de ser así me pone ante la tristeza de lo absurdo,
que nunca tiene remedio teórico. El "por qué" nace de la negación que rodea a
mi naturaleza finita. Pues, como lo señala Heidegger en Von Wesen des
Grundes, la pregunta desarrollada se presenta bajo la forma: ¿por qué hay algo
y no más bien nada? La mayoría de las veces esta pregunta no se plantea
formalmente: pero sigue estando implícita en toda la gama de las pasiones que
nacen de la comparación con el otro, desde los celos al resentimiento; se
extiende bajo la penuria que experimentan ciertas naturalezas vulnerables
-Vigny o Rilke- y que se sienten a sí mismas como una carga insoportable:
parece haberse perdido algo desde el comienzo, pues algo se ha decidido
sobre mí antes de mí, o peor, algo se encuentra ya decidido sin hacer sido
decidido por nadie. Si por su secreto el libre arbitrio ya se encuentra solo, la
naturaleza invencible a la cual está unido lo aísla en una soledad aun más
densa, pues la libertad antes de hacerla la padece. A veces es insoportable ser
singular, inimitable y condenado a no parecerse más que a sí mismo.

3. El "mal infinito" o la tristeza de lo informe

Seguramente, es más fácil hacer brotar el sentimiento de lo negativo a partir de


una reflexión sobre lo inconsciente; si lo inconsciente no es otro yo real que me
da (o me roba) mis pensamientos, sino que es una materia indefinida que
confiere a todo pensamiento que formo una obscuridad impenetrable y una
espontaneidad sospechosa, podremos nombrar como tristeza de lo informe
(del' "mal infinito", como diría Hegel) a ese segundo momento de la negación, a
ese segundo modo del "Ohnmacht der Natur" que adhiere a la libertad. Soy el
ápeiron, lo indefinido viviente, que aflige al "buen infinito" de mi libertad. Esta
nueva dialéctica de lo indefinido y lo infinito debe, también ella, ser abordada
muy concreta y simplemente. Lo inconsciente es por una parte lo obscuro, por
la otra lo espontáneo; de una y otra manera se muestra como negación. Lo
obscuro es no ser: esto resulta tan evidente que se hace difícil substraerse al
prestigio de una imaginería tan simple como la de la luz y las tinieblas; los
mitos más viejos juegan sin fin con esta poderosa alternancia que nos impone
el espectáculo de los grandes ritmos de la naturaleza. La libertad es luz y
claridad, es el "lumen naturale", y por lo inconsciente somos tinieblas. Se
comprenderá el alcance de esta imagen elemental., si la completamos con otro
simbolismo, el del horizonte, cuya huída dibuja ante nuestros ojos la huída más
esencial del término de toda reflexión y de toda motivación. Nos perdemos en
nosotros mismos como en el corazón de un bosque. Descartes sabía que el
generoso siempre se decide en la floresta -o. como en un vasto mar sin
estrellas- Kierkegaard y Nietzsche han evocado un centenar de veces la larga
divagación en el "mar de la reflexión" que preside al nacimiento del coraje de
existir. No sólo estamos limitados por nuestra naturaleza sino también
desbordados de otra manera. Es justamente ese no-ser el que suscita el temor
a lo inconsciente que da forma a lo informe. Por eso el consentimiento, que es
el recto amor a sí mismo y al semen el sí mismo, ya está presente en toda
conciencia de sí que haya vencido el horror de las virtualidades monstruosas
agazapadas en la conciencia y puede mirarlas sin vergüenza ni disgusto.

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Lo inconsciente en mí es aún la potencia espontánea de tendencias no
reconocidas; dicha potencia es mi impotencia; dicha espontaneidad, mi
pasividad, es decir mi no-actividad. Soy siempre el jinete a punto de ser
desmontado o el aprendiz de brujo expuesto a una revuelta que no siempre ha
sido el primero en evocar; lo extraño de la responsabilidades que supone la
independencia y la soberanía del Cogito y que, con todo, sólo se aplica a una
vida indomable hecha de emociones y movimientos.

El hegemonikón apenas reina en ese intervalo ambiguo que los estoicos no


habían vislumbrado: entre el juicio que depende de mí y los bienes exteriores
que no dependen de mí se extiende esta vida obscura que tengo a mi cargo;
sólo soy responsable porque soy dos, y lo soy aunque el segundo se sustraiga
(se conoce el bello análisis de G. Marcel sobre la fidelidad: no prometo más
que cosas de las que no dispongo en absoluto; soy mi propio primogéntio
sagaz y mi propio cadete turbulento). Así, toda posesión de sí mismo está
cernida por la no-posesión, y lo terrible siempre está a la puerta y con él todo
desorden y toda locura. Hay un punto extremo donde cesa la dialéctica de la
libertad y lo inconsciente, por inmersión de la razón y del esfuerzo en la locura;
esta posibilidad está inscripta en la condición humana: puedo resultar
desposeído hasta tal punto que me convertiré en aquel que el lenguaje antiguo
llamaba un poseído, testigo extremo de que toda libertad lleva a su lado su
propia negación.

4. La tristeza de la contingencia

Es tentador hablar de manera oratoria de las negaciones que suscita la vida.


Más difícil es hablar filosóficamente: una filosofía conmovedora tiene sus
peligros. Así lo quiere la vida: el sentimiento es el que la revela. Sólo la poesía -
la elegía- puede purificar por la magia del verbo el lamento del cuerpo y guiar la
reflexión sobre la contingencia del viviente. Aquí la tristeza de lo negativo
alcanza su punto culminante. La vida resume todo lo que no he elegido y todo
lo que no puedo cambiar. En la raíz y en el corazón de la libertad, es la pura
posición de hecho. Todo lo que hemos intentado pensar como un momento del
Cogito debe expresar ahora su no-ser.

La organización, fruto de la diferenciación celular, me recuerda que soy una


pluralidad y por ello divisible y amenazada. Ciertamente, la vida es la
indivisibilidad misma del viviente, pero tiene como reverso el espacio mismo
que dicha vida viene a unificar. Si evocamos la comparación hecha por
Bergson entre la vida y el gesto indivisible que la mano imprime al limar, hay
que decir de la vida que cuanto mayor es la jerarquía y la unidad funcional que
produce, mayor es la diferenciación del tejido que ella anima: soy el gesto
simple y la limadura compleja. Soy un diverso, soy legión: ahí se anuncia mi
polvo futuro; sin duda, sólo un ser compuesto es capaz de lesiones. Esta
negatividad se me revela por el sufrimiento. La relación del sufrimiento, como
revelador afectivo, con el espacio como esquema racional de mi divisibilidad,
merece señalarse. Al principio del Fedón, ya evocaba Platón el placer y el dolor
como una verdadera introducción al problema de los contrarios. Descartes y
Spinoza reconocieron en ella una disminución de ser, un menor ser.

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El sufrimiento es el no-ser sentido antes de ser pensado; en cuanto el
sufrimiento es una de las formas más vivas de la conciencia de sí mismo (el
cruel lo sabe bien, cuando hace sufrir para hacer más aguda la conciencia de
su desgracia), en él quedo librado, abandonado, negado, de la manera más
pérfida; sufriendo, la conciencia se separa, se concentra y se conoce negada.
Ahora bien, en el dolor padezco como si tuviera extensión; el dolor revela la
falta dé ser y la amenaza inserta en la extensión. Tal es su contribución a una
meditación sobre la unión del alma y el cuerpo. Sufrir y padecer son sinónimos.
Descartes no lo ha ignorado: "Debemos concluir asimismo que cierto cuerpo se
encuentra más estrechamente unido a nuestra alma que todos los otros que se
encuentran en el mundo, porque percibimos claramente que el dolor y muchos
otros sentimientos nos llegan sin haberlos previsto, y porque nuestra alma, por
un conocimiento que le es natural, juzga que tales sentimientos no proceden de
modo alguno de ella sola en tanto es una cosa que piensa, sino en tanto se
encuentra unida a una cosa extensa que se mueve por la disposición de sus
órganos, algo que propiamente llamamos el cuerpo de un hombre (Principios,
11, 2)". Pero Descartes, limitándose a indicar esta vinculación del sufrimiento
con la extensión, remite el segundo término al conocimiento físico de las cosas;
reintroduciendo el cuerpo en el Cogito, por nuestra parte incluimos la extensión
como modo de existencia subjetiva y no sólo como forma de la sensibilidad,
como estructura de las cosas objetivas. Si el esfuerzo se despliega desde la
punta de la volición en un volumen obediente, el sufrimiento se concentra a
partir del volumen herido en la punta aguda de la conciencia dolorosa. No se
trata más que de una metáfora, pues la punta de la volición y la punta del dolor
no constituye un punto; pero dicha metáfora conjura el misterio de la unión del
sufrimiento y la extensión; dicho misterio gobierna al misterio de la existencia
del mundo: si el mundo existe, es que todos los cuerpos extensos son como el
horizonte de este cuerpo extenso que soy; es éste el que les comunica de
manera progresiva su índice de existencia, esta presencia grávida que
distingue la existencia de la esencia; y comunicándoles su irrecusable
existencia más allá dé toda deducción, les confiere su propia negatividad en
tanto extensión: dicho cuerpo es no-yo, no-pensado, no-querido.

De tal manera el espacio constituye mi desgracia: es la exterioridad


amenazando a la intimidad, exponiendo y prostituyendo el secreto de la
conciencia, excluyendo el aquí del allí, interceptando la "palabra alada",
separando y dividiendo la conciencia con respecto a sí misma y con respecto a
la otra conciencia. Soy pues para mí mismo "partes extra partes"; ubicándome
a cierto nivel de mí mismo, puedo aplicarme lo que Leibniz decía del espacio:
"No hay allí más que una colección o un montón de partes hasta el infinito, y es
en consecuencia imposible encontrar el principio de una verdadera unidad."

El crecimiento guarda la misma dialéctica; otra pluralidad -la del tiempo- lo


atrae: también el tiempo se muestra allí como negatividad y como amenaza; y
asimismo es la afectividad la que lo revela; la experiencia confusa del
envejecimiento denuncia al tiempo como el reverso del crecimiento; no viene
luego del crecimiento, es la sombra que lo acompaña; crecer es envejecer;
pero en cuanto el crecimiento es la tonalidad mayor de la duración vital, lo
asociamos a la imagen dichosa de la infancia y de la adolescencia, limitando el

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envejecimiento a la vejez, y la edad a la mayoría de edad. Del nacimiento a la
muerte, el envejecimiento es la tonalidad menor, la tristeza de la duración. De
ahí que una reflexión sobre el envejecimiento pueda ser una nueva
contribución a un estudio concreto de la necesidad padecida y de la negación
que es su aguijón.

Bergson, como se sabe, ha alabado la duración creadora: es, decía, una


creación continua de novedad imprevisible. Pero hay que decir asimismo la
duración destructiva: ignorarlo o callarlo sería dejar de lado uno de los grandes
contrastes entre la libertad y la necesidad, y finalmente, la trascendencia
misma del querer con respecto a la vida: libertad y duración se dicen
mutuamente no.

Esta negatividad puede abordarse por dos vías diferentes, sea que sólo se
considere en el envejecimiento el deslizamiento de cada plazo de adelante
hacia atrás, o que se subraye el reemplazo sin fin de los plazos en el flujo
continuo del presente, que no deja de estar acompañado por el doble horizonte
de futuro y pasado. Bajo uno u otro aspecto, la duración es anunciada por
sentimientos negativos, como el espacio era anunciado por el sufrimiento. Por
lo tanto, la tristeza de la duración es ante todo la de su irreversibilidad, que es
el reverso de su ímpetu y de su gozoso bullir: por ejemplo, el futuro, que es la
dimensión del proyecto, el futuro domesticado por nuestras anticipaciones
racionales y volitivas, es asimismo lo que no puedo evitar ni retardar; el
intervalo se anula irresistiblemente; el plazo avanza con paso propio de
acuerdo con el tiempo irrecusable de las fechas; el tiempo es siempre en cierto
grado tiempo de impaciencia, cuando ardo por imprimir a mi acto en la historia
y no espero más que un signo de las cosas " ¡todavía no!"-, o tiempo del temor,
cuando el acontecimiento debe ser funesto para mí -" ¡demasiado rápido!"-: el
futuro, dice G. Marcel, es la amenaza para el tener, el abismo en cuyo fondo se
encuentra mi perdida. El pasado, de otra manera, me niega en mi deseo de
retener el instante: " ¡Instante, permanece, eres demasiado bello!"- gritaría.
Pero siempre la respuesta es: "Never more", como se dice en "El cuervo" de
Edgar Allan Poe. El pasado me niega asimismo en mi deseo de borrarlo: pues
el pasado es lo que, no hay que hacer, ya está hecho; es el verdadero límite de
mi ímpetu. Por otra parte, es lo mismo no poder retener el instante y no poder
destruirlo; el que dice: "Nunca más" dice asimismo: "Para siempre". Aquello
que ya no puedo cambiar resulta a la vez abolido y consagrado;.lo que ha sido
hecho ya no puede hacerse ni deshacerse. La vida borra y recoge a la vez. Lo
irrevocable nace así de las cosas y de nosotros mismos.

Pero no puede hablarse sólo del envejecimiento como si un solo plazo fuera
susceptible de venir sobre nosotros desde el fondo del futuro y, una vez
concluido, caer sobre nosotros con la necesidad de las cosas indestructibles; a
través de esta experiencia también vivimos en un continuo presente; el tiempo
no es sólo el acontecimiento que nos llega, sino la duración que nos constituye;
ahora bien, el flujo del presente siempre presente es invencible y comporta su
índice negativo; asimismo, aquí el tiempo, a pesar de la distinción tan
rigurosamente instituida por Bergson entre la duración y la extensión, se
muestra un diverso análogo al espacio. El tiempo es vivido como un principio
de alienación y de dispersión; justamente, contra el tiempo y a contrapelo de su

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pendiente natural creamos nuestras fidelidades; el deseo de parecerme a mí
mismo, que reside en el principio de la constancia, se opone a la acción
destructiva del flujo de los sentimientos; el cambio me hace sin cesar otro que
no soy yo mismo; esta dialéctica de lo mismo que quiero ser y de lo otro que
me hago se juega cotidianamente en cada uno de nosotros: el que se
compromete afronta su propio cambio y descubre la duración que lo arruina;
mis propias metamorfosis son enigmáticas y temibles. Ahora bien, ese cambio
es igualmente dispersión. Mi vida se encuentra naturalmente desconocida; sin
la unidad de una tarea, de una vocación suficientemente amplia como para
reunirla, se dispersa en lo absurdo. Para que la vida tenga la unidad de una
melodía, sería necesario que cada nota retuviera a las precedentes y
engendrara a las siguientes. Ahora bien, la vida es la mayoría de las veces más
cacofonía que melodía, por la falta de una única intención capaz de animarla
de uno al otro extremo a la manera de una improvisación. Bergson ha invocado
más bien la duración del héroe, que sería una creación bajo el signo de una
idea, de una obra, de un amor, y no la duración cotidiana que amenaza con
degradarse en un analogon del espacio; sin duda, el diverso de la duración es
siempre distinto del diverso del espacio, sucesión y no yuxtaposición; pero
constituye una experiencia análoga; y aunque la inteligencia de las transiciones,
de los pasajes debe llevar a la de las suspensiones virtuales, como lo aconseja
el método bergsoniano de la intuición de la duración, los "pasajes" más
notables de nuestra duración son con frecuencia crisis, hiatos, en suma, formas
de "distinciones" sobre las cuales deben reconquistarse las "intenciones"
capaces de unificar.

Descartes, en tal sentido, no se engañaba al mostrar en la duración una


imperfección y el signo mismo de que no nos hemos dado el ser: la duración de
nuestra vida, dice, "es tal que sus partes no dependen unas de las otras y no
existen nunca juntas, a raíz de lo cual del hecho que ahora seamos no se sigue
necesariamente que vayamos a ser un momento después, si alguna causa, a
saber, la misma que nos ha producido, no continúa produciéndonos, es decir
no nos conserva" (Principios, 1, 21)1. Con la misma seguridad discernía
Descartes en el sufrimiento el índice de nuestra unión con la naturaleza
extensa; una sabiduría profunda se oculta en dichas líneas con tanta frecuencia
criticadas; con todo, ellas repercuten en el más bergsoniano de nuestros
novelistas, cuando evoca, a propósito de la sonata a Vinteuil, "la melancolía de
todo lo que se realiza en el tiempo":

"Por no haber podido amar más que en tiempos sucesivos todo lo que me
brindaba esta sonata, no podía poseerla en su conjunto; se parecía a la vida.
Pero menos engañosa que la vida, sus momentos más altos no comienzan por
darnos lo que tienen de mejor" (Marcel Proust, A la sombra de las muchachas
en flor). Hamelin, gracias a su sentido dialéctico, no ignoró el momento
destructivo de la duración: es "algo que se encuentra a la vez e inevitablemente
como ligazón y dispersión, como conjunto de términos discretos y sin embargo
no separados... el tiempo es siempre una pluralidad de partes en vías de
distinguirse y correlativamente de ligarse". Esta síntesis del número que es
distinción, y de la relación, que es ligazón, da cuenta de una manera más
acabada de la experiencia viva y con frecuencia dolorosa de la duración que
todo el esfuerzo bergsoniano por volatilizar la distinción de las partes de la

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duración y por elevar el pasado a la dignidad de eterno presente (como puede
verse en Percepción del cambio). Tras las abstracciones de Hamelin escucho
la elegía eterna, la de Rutebeuf, de Villon, de Baudelaire, de Verlaine, de J.
Laforgue, de Valéry. Ese no-ser de la duración, que mi envejecimiento me torna
sensible, hace también al drama de Amiel; su sed de una "acronía interior",
capaz de librarlo de la división y la dispersión interior, está profundamente
motivada por la condición humana; su sueño de intemporalidad es vano, pues
en la duración es donde debemos crear y ser fieles; pero, al menos, su mal no
se reduce a una anomalía del carácter, ni a un error filosófico acerca de la
significación del tiempo, pues, a través de dicha anomalía y dicho error, Amiel
ha llevado hasta su lucidez extrema la tristeza de ser duración.

Mi organización me habla de sufrimiento, mi crecimiento de envejecimiento;


¿de qué nada me habla mi nacimiento? De la nada de la muerte, está uno
tentado a responder en virtud de un fácil juego de contrarios. Sin embargo, esa
esperada vinculación se sustrae a dificultades extremas. Si el nacimiento debe
revelar alguna negación, ¿no sería acaso ella esa nada del origen a partir del
cual procede la existencia, la "ex-nihilo" de la existencia? En efecto, el
nacimiento no parece tener que anunciar otra falta para la conciencia que la. de
haber venido una vez al mundo, y así haber pasado de la nada a ser algo. Se
objetará, no sin razón, la nada de origen carece de sentido pues, como antes
se ha dicho, nuestro nacimiento está fuera del recuerdo y no está dado a
experiencia alguna. Es verdad, pero si el acontecimiento del nacimiento está
concluido y resulta inaccesible, la necesidad de ya haber nacido es un rasgo
actual y permanente de la conciencia que guarda una negación actual y
permanente que podría llamar mi contingencia. Mi nacimiento pasado implica
una estructura presente que envuelve el no-ser de la contingencia: "el hombre
nacido de mujer" (Job) no tiene el ser por sí mismo.

Mi contingencia puede enunciarse en dos lenguajes: mi existencia es hecho


puro; mi existencia no es por sí, aun cuando deba sostener por mí mismo el
imperio de la elección y la moción (cf. Jaspers. soy "aus mir", no "durch mich").
No me pongo en la existencia; no tengo con qué producir mi presencia en el
mundo, ni ser-ahí; la conciencia no es creadora, querer no es crear. De modo
que mi presencia enigmática, ingenerable, arbitraria, esta existencia bruta que
encuentro en mí y fuera de mí, oculta la negación más radical: la ausencia de
aseidad.

Entonces, la nada-pasada, la nada de antes del nacimiento, que no constituye


un pensamiento consistente, puede devenir la expresión figurada y, si puede
decirse, cifrada de mi contingencia. Tú no eres tú, dice la contingencia; vienes
de la nada, comenta el nacimiento. Entre las dos negaciones, una en lenguaje
abstracto, otra en lenguaje mítico, reside el rasgo de unión de la contingencia:
pues lo que no es por sí habría podido no ser; lo contingente no tiene con qué
excluir necesariamente a su contrario. Nos encontramos en la raíz de los
pensamientos inquietantes que formamos a propósito del carácter: habría
podido ser otro, tener otros padres, otro cuerpo. Tales pensamientos son por sí
mismos ilusorios, pues siempre hablo a partir de una condición dada, de una
situación de hecho; pero dicha situación se da con el carácter de la
contingencia, es decir con el carácter de lo que habría podido no ser; un ser

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contingente dotado de reflexión debe llegar a esos pensamientos que lo hacen
perder pie; no puedo pensar otro cuerpo, pero el pensamiento naciente de otro
cuerpo, inmediatamente arrojado por la irrecusable presencia de este cuerpo,
me sirve de atracción para tomar conciencia de la contingencia de este único
cuerpo, de su insuficiencia propia. Es necesario que mi existencia de hecho me
hunda en este abismo de la reflexión, me seduzca ante todo con este
pensamiento de que el hecho puro es indiscutible, y, como suele decirse, "se
comprueba", para luego arrojarme al otro pensamiento, que considera que el
hecho puro habría podido no ser. Cuando he sido ora atraído y ora arrojado por
el doble pensamiento de la irrecusabilidad del hecho y de su inconsistencia,
ingreso en la angustia: estoy ahí y esto no era necesario.

Tal es, según creemos, la negación implicada por la necesidad de haber nacido:
es la no-necesidad de ser, sinónimo de la contingencia. No es pues necesario,
en principio, recurrir al sentimiento de la muerte para dar cuenta de ella.

5. La experiencia de la contingencia y la idea de la muerte

¿Qué lugar daremos entonces a la idea de la muerte? ¿Se trata acaso de una
negación sobresaliente que ninguna simetría permite construir, que ninguna
reflexión sobre la necesidad puede suscitar? Sería con todo extraño que uno
pueda consumar una reflexión sobre la necesidad y sobre la negación
contenida en la necesidad, sin evocar a la muerte. Nosotros tampoco lo
pensamos; pero hemos querido mostrar que esta reflexión puede ser llevada
muy lejos sin recurrir a esta última fuente de horror, y que la idea de la muerte
no debe devorar toda nuestra atención cuando ésta se vuelve hacia la
negación; no debemos olvidarlo cuando intentemos comprender el
consentimiento que no podría ser exclusivamente libertad para la muerte, o
ante la muerte, o con vistas a la muerte. Por otra parte, hemos querido sugerir
que la idea de la muerte difiere de todas las que hemos recorrido hasta ahora.
Tengo una experiencia del carácter y de sus límites, tengo también una
experiencia de lo inconsciente si se puede llamar experiencia al presentimiento
de las virtualidades obscuras que animan subterráneamente a la conciencia;
tengo una experiencia global de la vida, de su organización y del sufrimiento
comportado por la organización; tengo una vaga experiencia del crecimiento y
del envejecimiento; tengo por fin un sentimiento confuso de haber ya nacido, de
proceder de otros seres y de no darme el ser. Por el contrario, no tengo
experiencia alguna de la muerte; no tengo medio alguno de anticipar el
acontecimiento mismo del morir. La muerte no es un límite como el nacimiento,
que ya está concluido. En cuanto la conciencia ya ha nacido, su nacimiento,
aunque inaccesible a la conciencia de sí mismo, está implicado en el Cogito; la
muerte no está implicada en él, ni siquiera obscuramente: no es simétrica con
respecto al nacimiento. La idea de la mete permanece como una idea,
aprendida completamente desde fuera y sin equivalente subjetivo inscripto en
el Cogito. Pero acaso tenga alguna relación con la angustia de la contingencia
a la que arribara nuestro análisis.

Que la idea de la muerte sea radicalmente extraña a la apercepción de sí, es


fácil confirmarlo interrogando las diversas experiencias subjetivas en las que a
primera vista podría estar contenida una vaga experiencia del "deber morir".

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Tales experiencias deben elegirse entre las que revelan una disminución de
nuestro ser: sufrimiento, envejecimiento, pérdida de la conciencia (fatiga
extrema, desvanecimiento, sueño, etc.). Se podría pensar que el menor-ser es
un esbozo de no-ser, y que por una suerte de extrapolación imaginativa,
presentimos nuestra nada futura en todas las formas del declinar de la
conciencia. Pero en realidad no hay "pequeña muerte". Lejos de que el
sufrimiento me anuncie mi fin, me da, al mismo tiempo que el sentimiento de mi
disminución, la conciencia fulgurante de estar aún allí para sufrir; puede ser
inclusive que mi presencia en el mundo y sobre todo ante mí mismo nunca esté
tan viva como en el sufrimiento; la muerte extinguirá el ardor de la conciencia
avivado por el sufrimiento. Por su parte el envejecimiento no es una
anticipación de la muerte: la muerte sigue siendo un accidente puro con
relación al designio de la vida; la muerte nunca es completamente natural;
siempre es necesario un pequeño golpe para empujamos afuera; es la
"guadaña" de la Muerte. Seguramente, son más inquietantes esas experiencias
en que la conciencia, atrapada en el vértigo, se enceguece y extingue: la fatiga
extrema me "vacía" y me "anula"; el desvanecimiento es una "ausencia" y el
sueño, una extinción de la conciencia vigilante. Y sin embargo, más que revelar
nuestra muerte, vienen a ocultarla: sobre el sueño, tan pacientemente descripto
por Marcel Proust, sólo hablamos retroactivamente, al despertar, mientras que
de la muerte no se vuelve: siempre se encuentra delante de nosotros; además,
para la conciencia vigilante, el sueño no es una nada sino un espesor de
duración más o menos reparadora y poblada de sueños: es otra conciencia,
irreal la que ha relevado a la conciencia vigilante. En cuanto al
desvanecimiento, que Montaigne (Ensayos, 11, 6) y Rousseau (Ensoñaciones
del paseante solitario, en Ménilmontant) caracterizan de un modo tan nítido, se
sustrae a nosotros cuando buscamos en él una experiencia de "aproximación"
e incluso de "pasaje" a la muerte; no es casual que el momento más patético
del relato sea el del "retorno" a sí mismo y no el momento de la "partida`;
siempre es la conciencia vuelta a ella misma la que habla de lo pasado; y todo
lo que pueda decirse retrospectivamente de tal conciencia crepuscular
atestigua precisamente que estoy aún allí, más acá de la muerte; la muerte es
siempre el accidente sobre-agregado en el que daría ese paso
inconmensurable de algo a nada. Epicuro no estaba errado: cuando estoy ahí,
ella aún no está allí; cuando está allí, yo ya no estoy más. Nada en la
experiencia interior del Cogito me muestra mi muerte; mis límites son una
cualificación y a veces una exaltación de mi presencia. La muerte es el fin, la
interrupción tanto de los límites como de los poderes. Se trata pues de una
negación fuera de serie, que irrumpe desde fuera en el Cogito.

¿De dónde viene pues tal negación? Hay que admitir que se da con una
necesidad irrecusable: "Debes morir". Y con todo, dicha necesidad no se puede
deducir de ningún carácter de la existencia; la contingencia me dice solamente
que no soy un ser necesario cuyo contrario implicaría contradicción; me permite
a lo más concluir que un día puedo no ser, que puedo morir: pues quien ha
debido comenzar puede concluir, pero no que deba morir. ¿Cómo dar cuenta
de esta certidumbre inasimilable a una experiencia anticipada del morir mismo?
Señalaríamos ante todo que tal certidumbre es un saber y no una experiencia,
el más cierto de todos mis saberes en lo que hace a mi porvenir, pero sólo un
saber. Adoptado apasionadamente, tal saber puede convertirse en horror o

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angustia, pero, a diferencia de la vida, revelada ante todo por el sentimiento, la
muerte se descubre en primer lugar por el conocimiento; la angustia, que está
unida a la contingencia, y que es revelada primitivamente por ella, se asocia
secundariamente a ese saber abstracto y desnudo. En efecto, la idea de la
muerte penetra desde fuera; la aprendo por la biología elemental que me
enseña el comercio con los otros vivientes y el espectáculo de su muerte;
descubro en ella una ley empírica sin excepción: todos los vivientes
organizados son mortales; no hay en absoluto necesidad de una enumeración,
incompleta por definición, para elevarme hasta la ley de la mortalidad; la capto
como toda ley empírica a partir de algunos ejemplos bien elegidos, por el
simple examen de los procesos de deterioro y de reparación de la vida; está
claro, en particular, que la enfermedad definida objetivamente implica la muerte
(lo que no ocurre con la experiencia subjetiva del sufrimiento); los círculos
concéntricos de la enfermedad, en los que el viviente debe necesariamente
penetrar, lo conducen hasta los últimos círculos, hasta los círculos de lo
incurable, donde la enfermedad tiene necesariamente una resolución fatal: en
el centro de tales círculos la probabilidad es igual a 1; puedo por otra parte
abordar de un día para el otro los círculos de la muerte y saltar de un solo
golpe, desde hoy, al centro del torbellino: mors certa, hora incerta. No hay otra
cosa en el pensamiento de la muerte que una necesidad biológica de carácter
estrictamente empírico, la cual no está fundada en los presentimientos de la
existencia y que se encuentra completamente motivada por la experiencia
externa. Si no pensara nunca como biólogo, nunca pensaría en la muerte. Se
trata de una ley empírica y no de una cuestión de esencias. No hay nada
intrínsecamente absurdo en el sueño de una longevidad indefinida, sobre la
cual tenemos un eco en la obra de Descartes; no somos mortales por esencia;
por ello no tenemos equivalente subjetivo de esta necesidad.

Dicho esto, hay que reconocer que esta idea, una vez introducida en nosotros,
tiene un camino ilimitado, una resonancia tan patética, que tiende a imitar a una
experiencia original. En virtud de su carácter ejemplar, la muerte se convierte
en la necesidad de que yo muera: inmediatamente resulto clasificado por la ley,
como un caso particular entre otros; a seguido de tal sentimiento vago de estar
cuestionado, me ejercito en tomar en serio dicha necesidad; tal aprendizaje de
mi futuro nunca concluye. Hay ante todo que señalar que la biología no habla
de la muerte de alguien único, irreemplazable; la substitución de los vivientes
unos por otros quita a la muerte su significación de fin del individuo; un viviente
vale lo mismo que otro y la vida continúa; dicho proceso está provisto por la
sexualidad, que brinda a la especie la inmortalidad virtual que falta al individuo.
En parte, es la vida en sociedad la que me enseña, al mismo tiempo que el
valor del individuo, la significación de la muerte individual; pero esta lección
resta impura; pues la continuidad histórica de las tareas sociales, el anonimato
de los papeles que se transmiten me ocultan lo que hay de irreparable en la
muerte de un individuo; la sociedad continúa como sistema de espacios vacíos,
de papeles huecos que titulares intercambiables y provisionales vienen a
ocupar y llenar. Tampoco puede afirmarse que el espectáculo social de la
muerte baste para aproximarnos la necesidad de la muerte que flota sobre
nosotros como una abstracción y que permanece sin captación a partir de la
ardiente certeza de nuestra presencia en el mundo; los ritos fúnebres ocultan a
la muerte, al mismo tiempo que ocultan al muerto bajo los mantos de una

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estética y de una acción; lo fúnebre nos distrae de lo mortal: además, tales ritos
más que dirigirse al muerto como si no fuera más que un muerto, se dirigen al
muerto como si fuera algo distinto del vivo: un ser demasiado real, temible,
peligroso incluso, que hay que apaciguar y excluir; tampoco creo que el
espectáculo del cadáver me incline más a aplicarme a mí mismo la regla
común: se trata de una experiencia tan impresionante que contiene toda
reflexión; el cadáver es demasiado ambiguo: análogo al viviente y análogo a la
cosa, ni viviente ni cosa, está y no está allí; no puedo pensar en la muerte y en
mi muerte más que quitando mi vista del muerto. ¿La agonía tendría acaso un
poder de persuasión mayor que los funerales o la visión del cadáver? Lo
dudamos; a pesar o a causa de su estetismo extremo que repercute hasta el
fondo de mis entrañas, la agonía derrumba todo pensamiento; un primer plano
enorme ofusca la meditación; la agonía no es el fin, sino la lucha por el fin,
hacia el fin; podemos participar de esa lucha, ayudando al moribundo a luchar
(como dice Heidegger, no asistimos a la muerte sino al muerto), salvo que,
estupefactos, no nos limitemos a la horrible espera de que la muerte venga por
fin a romper con su silencio y su paz el tumulto de la agonía: una cosa es el
último acto, otra el desenlace. De modo que la muerte del otro, por la triple
experiencia de los funerales, del cadáver y del agonizante, ilustrando la ley muy
abstracta de la mortalidad, sólo me conduce de manera muy imperfecta hacia
la convicción personal de mi propia mortalidad.

Y sin embargo, toda muerte no sólo es solitaria e incomunicable en tanto acto


de morir; es también ejemplar en tanto ilustración de la ley de mortalidad que
envuelve a toda la especie. Este hombre que muere solo es distinto a mí, pero
es también otro sí mismo, un semejante con el que comulgo en la misma
condición de hombre; en Callias veo morir al hombre. Por eso, cuanto más
semejante sea el otro, gracias al amor, más me tocará y herirá la ley de la
mortalidad. El encuentro decisivo con la muerte es la muerte del ser amado. La
muerte resulta allí verdaderamente presentida como fin, irreparable: la muerte
en segunda persona es la verdadera ilustración de la muerte como ley de la
especie; y dicho fin queda en mí como fin de la comunicación; el muerto es el
que no responde más; el ausente, el desaparecido; para esta experiencia
radical no se necesitan ni la imagen intensamente colorida de la agonía, ni el
espectáculo equívoco del cadáver, ni los ritos del cementerio; se despliega en
la ausencia totalmente pura que sólo se da al corazón; es tal silencio el que
confiere su gravedad a la agonía, haciendo de ella un alejamiento, su
desolación al cadáver, desmintiendo su falsa ausencia, y su tristeza a los
funerales, que se convierten en un adiós solemne; pero es necesario que el
dolor borre las imágenes, refluya sobre sí mismo y afronte la ausencia pura.
Pero, con todo, esta ilustración punzante de la ley tampoco constituye una
comunicación con el morir mismo; de ti a mí, la experiencia de la muerte como
acontecimiento final no se traspasa; ciertamente, algo mío muere, pero no soy
yo; si el amor sufre, es precisamente porque uno parte y el otro se queda; cada
uno muere solo y cada uno queda solo en esta orilla.

De tal modo, la experiencia del morir es como una palabra que tengo en la
punta de la lengua: estoy a punto de descubrirla, y siempre se me escapa; se
encuentra más allá de las experiencias del sufrimiento, el envejecimiento, el
sueño, el desvanecimiento, más allá incluso de todo eco que deje en mí la

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muerte del otro, aunque éste fuera la mitad más preciada de mi propia alma:
siempre es mi vida, mi vida herida la que ofende mi mirada. La muerte del otro
me habla de mi muerte, no para darme su experiencia anticipada, sino para
recordarme su necesidad empírica. Memento mori. Y esta necesidad sigue
siendo la de una ley de la especie, que nunca termino de aplicarme, de asimilar,
de hacer mía. Se trata de un pensamiento, no de una experiencia; de un
pensamiento a transformar en creencia, en convicción personal, pero que
siempre focaliza mi nada en vacío; porque el otro es mi semejante, su muerte
tiene el valor de una advertencia, de un llamado, de un tañido.

Pero se produce lo siguiente: el pensamiento siempre vacío de mi muerte


necesaria se mezcla con las experiencias más subjetivas de mi impotencia y mi
negatividad pasivamente sufrida, y este pensamiento, convertido en una
convicción personal, contamina tales experiencias, confiriéndoles el sello de la
muerte; a raíz de dicha contaminación, tales experiencias parecen anticipar,
por una cuasi-experiencia, el acontecimiento del morir. Es la certeza del deber-
morir la que da a la enfermedad, al envejecimiento, a la pérdida de la
conciencia, su valor de presentimiento; en cuanto debo morir, mis días están
"contados" y el envejecimiento se muestra como una sustracción operada
sobre un capital que se va agotando (aunque ninguna ciencia humana pueda
determinar desde hoy el número exacto de mis días); por último, el sueño y el
desvanecimiento no tendrían el poder de simular a la muerte siempre futura, si
la certeza de la muerte, venida desde fuera, no les prestara esa significación
simbólica; así, la nada de la muerte arroja su sombra sobre el durmiente que,
en lo sucesivo, evoca al cadáver. Se produce pues una mezcla entre las
diversas experiencias subjetivas y la certeza objetiva de mi mortalidad: ésta
presta su necesidad completamente abstracta, aquéllas dan a la convicción de
mi futura muerte el valor de una suerte de presentimiento concreto. La certeza
de mi muerte parece entonces ocultarse en virtud de mi propia conciencia y de
las experiencias más conmovedoras que posee la vida cotidiana, en tanto que
la convicción de mi muerte las esclarece, pero siempre lo hace desde fuera,
como un saber y no como una experiencia.

Como consecuencia de una mezcla semejante, la certeza de mi muerte viene a


confundirse con la experiencia obscura de mi contingencia; dicha certeza
orienta mi atención hacia los rasgos negativos más fundamentales implicados
en mi condición de viviente, magnetizando, aspirando, coagulando la actual
negación incluida en un ser que no es por sí mismo. La angustia de sentirme
no-necesario, hecho fortuito y revocable, resulta alertada por la noticia de mi
futura muerte. La nada que siempre me acompaña y que expresa mi
contingencia se mezcla con esta otra nada que no se espera, mi nada futura,
que no es focalizada sino por el saber más abstracto. Se produce entonces una
confusión entre el conocimiento de mi necesaria mortalidad y el sentimiento de
mi contingencia. El conocimiento de la mortalidad confiere al sentimiento de la
contingencia la claridad metálica del saber: "Debes morir" suena más claro que:
"Tú no eres por ti mismo". Como contrapartida, la angustia de la contingencia,
esclarecida por el saber de la muerte, presta su mordedura y su tristeza al
pensamiento de la muerte. De ahora en adelante, es verdad que la muerte es
mi muerte y que mi muerte es angustia. La angustia latente de la contingencia,
que termina de asimilar al pensamiento de la muerte en una experiencia íntima

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y da su verdad a la extraña intuición de Rilke, que veía que cada uno lleva y
nutre en sí su futura muerte, una muerte única, a su medida e imagen. Con
todo, una brecha discreta separa siempre al pensamiento de la muerte de la
conciencia de la contingencia; este pensamiento es siempre una idea un poco
fría que nunca resulta totalmente adoptada y asumida; en cuanto la muerte no
está en mí como la vida -como el sufrimiento, el envejecimiento y la
contingencia- siempre es lo extraño. Tal es, según creo, la razón profunda por
la cual la predicación de los filósofos difícilmente alcanza el corazón de los
hombres cuando intentan hacerles descubrir su propia muerte en sí mismos. A
raíz de lo cual pueden afirmar que los hombres se "ocultan" a sí mismos su
destino por la diversión o la huída a lo anónimo. Por mi parte, no reconozco en
mí la angustia primitiva de la muerte. Sólo es en mí un pensamiento frío y sin
fuerza y de alguna manera sin arraigo en la existencia. Por el contrario,
experimento algo así como un estremecimiento ante mi ausencia de
fundamento propio. Por próximos que puedan ser el pensamiento y el
sentimiento mencionados, por aptos que puedan ser para unir sus fuerzas, algo
en mí los separa: lo que los separa es más radical que la oposición entre el
sentimiento y el pensamiento, entre la necesidad percibida en el Cogito y la
necesidad captada por el espectáculo empírico de las cosas: se trata del
diferente alcance metafísico de tales necesidades. Presiente ante todo que la
angustia de la contingencia puede pertenecer a una visión religiosa de la
existencia bruta: pues el ser que es criatura carece de fundamento en sí, en la
medida misma que tiene un fundamento trascendente en su Creador: así
comprendía Descartes la indigencia del Cogito, la divisibilidad de su duración,
su falta de ser; tal carencia era para él la marca y, si puede decirse, el negativo
de la Omnipotencia divina, de la cual depende el Cogito (Cfr. en particular,
Principios, 1, 20-21; el título elocuente de 1, 21: "Que la sola duración de
nuestra vida basta para demostrar que Dios es."). Por el contrario, la angustia
de la muerte, si fuera una experiencia original, sería la revelación de una nada
de alguna manera sin réplica y sin contrapartida y correspondería a la muerte
de Dios. No estamos en condiciones de elucidar estas. difíciles conexiones
subterráneas. Basta, para lo que podríamos denominar el fair play del análisis,
con haber iluminado los extremos más lejanos que extiende en el subsuelo
metafísico de nuestra experiencia. Como quiera que sean tales prolongaciones
lejanas, el análisis parece haber justificado nuestra impresión primera: una
meditación sobre la necesidad y sobre la negación que ella implica puede ir
hasta su término -es decir hasta el sentimiento de la contingencia- sin poner en
juego la idea de la muerte; pero a su vez, esta idea se ha convertido, por la
fuerza que le confiere el conocimiento objetivo de las leyes de la vida, en el
revelador privilegiado de la angustia de la contingencia; por ello la idea de la
muerte se convierte, de algún modo, en el equivalente objetivo, el atractivo y el
excitante de esta angustia eminentemente subjetiva de mi contingencia.

6. La respuesta de la libertad: el rechazo

Al No de la condición, la libertad responde con el No del rechazo. Nuestra


reflexión sobre el carácter, lo inconsciente, la vida, debe ayudamos a precisar
el sentido del rechazo y a sustraerlo de las generalidades. En efecto, lo que
rechazamos es siempre, en última instancia, los límites de un carácter, las
tinieblas de lo inconsciente, la contingencia de la vida. No puedo sufrir ser sólo

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esta conciencia parcial que se desborda en su propia obscuridad y que se
encuentra con su existencia bruta. Conocemos pues el contenido primero del
rechazo: el rasgo más notable del mismo, de un rechazo que tiene tres
cabezas, es que no se da ante todo como rechazo sino que se oculta tras una
afirmación de soberanía, con respecto a la cual es importante que aclaremos la
implícita negación. La forma disfrazada del rechazo es la afirmación altanera de
la conciencia como absoluto, es decir como creadora o como productora de sí
misma. La tristeza de la negación padecida dondequiera es asimismo la que
agudiza la pasión de la libertad, invitándola a engendrarse soberanamente, a
ponerse a sí misma como ser por sí. En suma, la forma privilegiada del rechazo
es la desmesura.

El primer momento del rechazo es el anhelo de totalidad, por el cual repudio la


estrechez del carácter; quisiera tener la amplitud total del hombre. Tal fue el
sueño del Sturm and Drang; el titán se compromete a cargar en sus anchas
espaldas todo el destino de la humanidad.

Así, el horror de ser individuo, la conciencia con frecuencia dolorosa de los


límites del carácter, se mudan en desmesura; penetrando en esta región
peligrosa, la libertad negada se vuelve libertad negadora y convierte su horror
en desprecio. La libertad se cree prometeica y termina siéndolo. El
consentimiento deberá reconquistarse partiendo de la posibilidad contenida en
dicha libertad.

El segundo anhelo de la libertad absoluta es el de la transparencia total. Es


preocupante: ¿hay que confesar acaso que el "conócete a ti mismo" puede
resultar una forma del titanismo cuando no se encuentra atemperado por una
tenaz paciencia hacia las propias tinieblas? ¿Hay acaso que ir aún más allá y
confesar que todo idealismo es prometeico y que oculta un secreto rechazo de
la condición humana? Toda vez que el idealismo plantea la adecuación de la
conciencia de sí al Cogito y la transparencia absoluta de la conciencia, rechaza
la aureola de tinieblas que rodean al núcleo de la conciencia. Hemos criticado,
en el terreno de la psicología, ese idealismo que hace incomprensible la
adherencia de lo inconsciente al Cogito; a la luz del rechazo, esta crítica se
esclarece considerablemente: quisiéramos que no existieran "pasiones del
alma", que el alma sea acción pura y que ninguna pasividad corrompa la pura
actividad. Prometeo filósofo se quiere sin sombras. Tal titanismo filosófico se
ignora en tanto rechazo: es su engaño o su ilusión. Proponiendo un sujeto
ficticio y, de alguna manera, puntual, sin tinieblas y sin cuerpo, el idealismo da
a la conciencia una apariencia triunfante; la crítica a dicho idealismo es
actualmente clásica: pero no era inútil experimentarla con motivo de un estudio
concreto del carácter, de lo inconsciente y de la vida. Sobre todo, era necesario
señalar que ese titanismo filosófico está ligado a los primeros movimientos de
la libertad. Asimismo, comprendemos sin esfuerzo que el acto fundamental del
rechazo es inseparable de la auto-posición de la conciencia: por ese decreto -
que podemos considerar como el tercer deseo de la libertad absoluta la libertad
responde a la pasividad fundamental que constituye la existencia de hecho o la
contingencia del Cogito; por un gesto de poder la conciencia refuta su propia
angustia de poder no ser. Hay que leer a Fichte a la luz de dicha idea: es
intolerable encontrarse a sí mismo como existente no-necesario; hay que

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ponerse como existente. Esta primera exigencia, que cree ser un grito de
victoria, gobierna todas las génesis ideales que pretenden atestiguar la
fecundidad de la conciencia; si me pongo a mí mismo, pongo también mis
límites y mi contingencia, al mismo tiempo que las determinaciones
fundamentales de la vida. Pero, como el sentimiento es más bien el modo de la
conciencia que testimonia acerca de lo que no hacemos, acerca de lo que en
nosotros ya encontramos hecho, la conciencia se retirará instintivamente de
tales sentimientos confusos que denuncian nuestra existencia de hecho; callará
esos sentimientos y los substituirá por su esquema racional. En efecto, ya
hemos dicho que el espacio es el esquema racional de la organización, del
mismo modo que el humor y el sufrimiento son su revelador afectivo; asimismo,
el tiempo es el esquema racional del crecimiento, del mismo modo que el
sentimiento del bullir de la vida y de su envejecimiento constituyen su revelador
afectivo; por fin, la pura idea de facticidad, de hecho puro es el concepto que
arma a la alegría primera de existir y a la angustia de ser contingente. Ahora
bien, el idealismo se reconoce en ese esfuerzo, mil y una veces renovado, por
engendrar el espacio, el tiempo y la contingencia. Tal esfuerzo no se
recomenzaría incesantemente si no respondiera al anhelo más fundamental de
la libertad, al anhelo de responder a su propia condición poniéndola
soberanamente.

Pero lo que nos ha enseñado el sentimiento sobre la naturaleza ingenerable de


la condición humana nos anuncia al mismo tiempo lo que hay de irrisorio y de
secretamente doloroso en ese anhelo de poder, del que no se sabe si es la
vocación o la tentación del filósofo que lo que lo emparienta definitivamente con
el Prometeo encadenado; toda génesis ideal de la conciencia es un rechazo de
la condición concreta de la conciencia. Tal rechazo es el que determina su
grandeza dramática y da su significación "existencial" al menos "existencial" de
los sistemas. Tal rechazo a estar en situación puede ignorarse indefinidamente
en tanto rechazo: se sobreentiende que no se habla de lo esencial, que se
engendra, no el cuerpo, sino la idea del espacio, no la duración concreta, sino
la idea del tiempo, no la espontaneidad de la vida, siempre adelantándose a la
conciencia, sino la idea de la contingencia. Y se continúa ignorando la
trascendencia del cuerpo con respecto a su propia idea, de la duración con
respecto al esquema del tiempo, y de la existencia misma con respecto a todo
idea.

La relación estrecha entre el rechazo al que echa mano la libertad para


armarse y la autoposición de la conciencia explica sin duda suficientemente por
qué una filosofía de la conciencia triunfante contiene en germen una filosofía de
la desesperación. Basta con que el rechazo disimulado en el anhelo de auto-
posición se conozca como rechazo para que la vanidad y el fracaso que lo
constituyen se transformen rápidamente en desesperación con respecto a la
pretensión de esta libertad titánica; ahora bien, esta toma de conciencia del
rechazo resulta facilitada por una mediación directa y concreta partiendo de la
verdadera condición del hombre y de su miseria. La función del no-ser es ante
todo agudizar el rechazo y hacerlo estallar en la conciencia. Cuando el anhelo
de desmesura de la libertad resulta realmente herido, la condición ignorada
termina mudándose en una condición rechazada. "El existencialismo negro" no
es, quizás, más que un idealismo decepcionado, y el sufrimiento de una

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conciencia que se ha creído divina y que se conoce ahora desgarrada.
Entonces, el rechazo irritado y, hasta cierto punto, enloquecido, se eleva como
desafío y desprecio. Desde la perspectiva del desafío, la condición humana se
torna absurda; desde la del desprecio, vil y baja. En el rechazo y el desprecio,
la libertad intentará buscar su valor más alto. El suicidio se ofrece a ella como a
una de las más altas posibilidades: en efecto, se trata de la única acción total
de la que somos capaces, en lo que hace a nuestra propia vida. Puedo suprimir
lo que no puedo poner. El suicidio puede entonces parecer la forma más alta
de consagración de este acto de ruptura que inaugura a la conciencia. Puede
aparecer como el acto de un señor que se sacude todas las tutelas, de un
señor que no tiene más señor: "Stirb zur rechten Zeit", proclama Nietzsche. De
tal modo, el No no sería ya una palabra sino un acto. Pero el suicidio no es la
única expresión del rechazo. Hay también, acaso, un coraje de existir en lo
absurdo y de afrontarlo, comparado con el cual el suicidio no sería más que
una evasión semejante a la evasión de los mitos y la esperanza. Tal coraje de
la desilusión rechaza al suicidio con la sola finalidad de afirmar -y de perseverar
en el acto de afirmar- el No de la libertad frente al No-Ser de la necesidad.

El rechazo señala la tensión más extrema entre lo voluntario y lo involuntario,


entre la libertad y la necesidad; el consentimiento se reconquista a partir de él:
no lo rechazará; lo trascenderá.

II. Del rechazo al consentimiento

¿Porqué decir sí? ¿Consentir, no es acaso capitular, quedar desarmado? ¿No


es, en todos los sentidos del término, rendirse a una advertencia, a una orden,
o por fin, a una necesidad? Aquí la psicología resulta infinitamente superada
por opciones metafísicas que exceden su competencia.

Opción con respecto a la falta: alternativamente la falta se plantea como un


agostamiento del anhelo de envergadura absoluta que la condición humana
viene a desmentir y del consentimiento que rompe dicho anhelo.

Opción con respecto a la Trascendencia: no es posible consumar una doctrina


de la conciliación sin poner en juego las últimas decisiones frente a la
Trascendencia. Nos pareció posible llevar bastante adelante el estudio de la
decisión y el esfuerzo sin comprometernos en importantes decisiones
filosóficas, si bien nos comprometimos al menos con una teoría de los valores y
con una concepción más o menos explícita de la unión del alma y el cuerpo.

¿Pero cómo justificar el sí del consentimiento sin plantear un juicio de valor


sobre el conjunto del universo, es decir sin apreciar la conveniencia última de la
libertad? Consentir no es en absoluto capitular si a pesar de las apariencias el
mundo es el teatro posible de la libertad. Afirmo: he aquí mi lugar, yo lo adopto;
no cedo, asiento; está bien así; pues "todas las cosas concurren al bien de
aquellos que aman a Dios, de aquellos que son llamados según su designio".

De manera que el consentimiento tendría su raíz "poética" en la esperanza,


como la decisión la tiene en el amor y el esfuerzo en el don de la fuerza.

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Pero si tal es la raíz del sí, ¿cómo insertar una afirmación tan radical y tan
vasta en una simple psicología de la voluntad? Hay al menos una dificultad de
método: ¿hasta qué punto está permitido introducir la esperanza en el campo
de una psicología filosófica, aunque sea en el sentido amplio? Y, por otra parte,
¿hasta qué punto está permitido hacer abstracción de ella?

En todo caso, resulta claro que la unidad del hombre consigo mismo y con su
mundo no puede resultar íntegramente comprendida en los límites de una
descripción del Cogito, que la fenomenología se trasciende a sí misma en una
metafísica. Husserl ha creído poder separar los problemas de la ciencia estricta
de los problemas de la sabiduría2; pero, cuando reintroducimos en el Cogito la
existencia del cuerpo, los problemas de la sabiduría se comunican con los del
saber: Descartes lo sabía bastante bien, cuando veía el atractivo de toda
sabiduría en un Tratado de las pasiones, es decir en una comprensión de la
unión del alma y el cuerpo. Una psicología de la conciliación, implicada en una
crítica del dualismo, envuelve ya una teoría de la falta y una "poética" de la
voluntad.

Pero aceptamos de buen grado que ese trascender de la descripción en la


sabiduría y en la poética, cuyo eslabón intermediario es el redescubrimiento del
cuerpo propio, no es un desenvolvimiento, como si la descripción contuviera la
solución de los problemas metafísicos. Se trata más bien de un movimiento de
profundización en el que aparece lo nuevo. Tal profundización del Sí mismo es
un aspecto de la reflexión de segundo grado con respecto a la cual Gabriel
Marcel afirmara que, más que una crítica, es una refección. Por nuestra parte
admitimos que tal refección comporta un salto -el salto de la existencia a la
Trascendencia, en el lenguaje de Jaspers.

Pero si dicho salto aparece, para el que no lo hace, arbitrario y sobre agregado,
para el que lo hace aparece inseparable del sentido que adopta,
retroactivamente, la subjetividad. Por un único movimiento se determina una
filosofía del sujeto y una filosofía de la Trascendencia, que en última instancia
es la filosofía de los confines del hombre. Así, para Descartes la marcha se
encuentra articulada en dos pasos que constituyen sendas decisiones: a partir
de la duda, que es un desafío arrojado a la existencia de las cosas materiales y
del cuerpo, se avanza a la afirmación del Sí mismo. Luego, desde este último
se avanza, por un nuevo acto, a la afirmación de Dios, que ulteriormente le
permitirá reafirmar el mundo y su cuerpo. Ese vasto movimiento circular, que
transponemos aquí al orden de la voluntad, ese movimiento que va del rechazo
a la reafirmación, sólo comporta finalmente una decisión, una decisión doble si
se quiere: el Cogito se afirma, pero no es auto-creador, la reflexión se atestigua
como sujeto, pero no es auto-posición. La intuición central del cartesianismo,
es la vinculación entre el Cogito y el argumento ontológico.

Con todo, es verdad que si bien desde el punto de vista de la "poética" de la


voluntad, el salto a la existencia de sí y el salto al ser de la Trascendencia no
son más que uno y el mismo acto filosófico, desde el punto de vista de una
doctrina de la subjetividad, como la que desarrollamos en esta obra, el
movimiento de profundización y de refección sigue siendo otro salto, el salto
hacia lo Totalmente Otro. Rechazamos claramente las pretensiones de una

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apologética demasiado celosa que pretendiera inferir a Dios de la naturaleza o
de la subjetividad por simple implicación racional.

Vamos pues a mostrar la retroacción ejercida sobre una filosofía de la


subjetividad por una filosofía de la Trascendencia, cuyo desarrollo reservamos
para otra obra. Nuestro propósito se limita a mostrar cómo a partir de esta
filosofía de la Trascendencia la filosofía de la subjetividad se consuma como
doctrina de la conciliación. Pero mostrando -más que demostrando- tal
consumación, leemos el reverso de dicha filosofía de la Trascendencia, que
irrumpe de arriba hacia abajo. Leyéndola de abajo hacia arriba, descubrimos la
respuesta de la subjetividad a un llamado o a una captación que la supera.

1. El estoicismo o el consentimiento imperfecto

Dos hitos históricos nos servirán para discernir por carencia y por exceso la
conciliación de la libertad y la necesidad bajo la égida de una invocación a la
Trascendencia. El estoicismo representará, por una parte, el polo de la
separación y el desprecio; el orfismo, la otra parte, de la pérdida de sí en la
necesidad. Pero con todo, tanto uno como el otro indican a su modo el nexo
entre el consentimiento y una filosofía de la Trascendencia. Tanto de uno como
de otro aprendemos que el camino de sí mismo como libertad a sí mismo como
necesidad reside en una mediación sobre la totalidad del mundo; sin duda, no
como saber, sino como cifra de la Trascendencia. Me reúno con mi cuerpo por
amor a la Tierra. Justamente, intentaremos comprender ese rodeo como
camino del consentimiento. Y comprendiéndolo intentaremos no despreciar al
cuerpo, que no es más que una parcela del todo, ni perder nuestra subjetividad,
que no es una parcela del todo.

Ante todo, el consentimiento estoico parece destruirse a sí mismo en cuanto no


es una reconciliación, sino una separación. El axioma dominante en toda esta
sabiduría es el inaugurado por el Manual de Epicteto:

"Hay cosas que dependen de nosotros; hay otras que no dependen..."3 Por una
parte, el juicio, por la otra, las cosas. El estoicismo no sospecha que
precisamente mi cuerpo tiene esa significación insólita de no ser ni juicio ni
cosa, sino vida en mí sin mí; ignorado como carne del Cogito, se lo rechaza
junto a las cosas indiferentes. Toda la estrategia estoica se sustenta en estos
dos corolarios: reducción del cuerpo a lo que ya es cadáver4, de la afección a la
opinión5; no hay "pasiones del alma" por el hecho del cuerpo, sólo hay
acciones del alma: el cuerpo es inerte y el alma impenetrable 6.

De allí resulta, por contaminación, una desgracia para el esfuerzo, que es


pensado exclusivamente como una lucha contra una resistencia y nunca como
un dominio sobre una naturaleza parcialmente dócil. La naturaleza resulta
progresivamente despreciada7. La sabiduría es la esfericidad del alma que
reposa sobre sí misma: "Sabiduría del extranjero, del que se encuentra de paso
en el hospedaje".8 En efecto, ¿cómo podría "repetirse" la unión del alma y el
cuerpo? Entre dos principios inconmensurables todo pacto es imposible.

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Pero lo que, constantemente, salva al estoicismo es el haber, por otra parte,
dado esplendor a la necesidad que de entrada degradaba. Basta leer esos
versos de Cleantes con los cuales Epicteto termina el Manual: "En todo
acontecer es necesario estar preparado para decir:

Condúceme, oh Zeus, y tu Destino


adonde habéis fijado que debo entregarme.
Os seguiré sin duda; pues, si me resistiera,
convirtiéndome en malvado, no dejaría con ello de seguiros".

Esta nota, que en Epicteto conserva toda su discreción, pone el tono al


conjunto de la obra de Marco ,Aurelio. La necesidad tomada en su totalidad es
objeto de amor; es razón, es Dios. La fuerza del estoicismo reside en transferir
al todo el prestigio que arranca a la parte. El cambio que hace que cada cosa y
que mi cuerpo sean insignificantes resulta superado y conservado en la
sustancia del todo. El bien mismo, que tan deliberadamente fue reabsorbido en
la opinión, retoma repentinamente un sentido absoluto y de alguna manera
trascendente.9

La idea de la insignificancia de las cosas que pasan es por, sí sola purificadora;


unida a la del orden total, se torna pacificante. Al mismo tiempo, el acento del
estoicismo -al menos el de Marco Aurelio- pasa de la tonalidad heroica al matiz
lírico; su severidad sonríe en la admiración y la invocación.10

El consentimiento estoico aparece entonces como un arte de la separación y el


desprecio, por el .cual el alma se retira a su propia esfericidad, compensado sin
cesar por una admiración reverente hacia la totalidad que engloba las cosas
necesarias y hacia la divinidad que habita dicha totalidad.

Pero si la admiración hacia el todo es la que salva del desprecio al


consentimiento, ¿qué significa este rodeo? Si sólo consiento mi carácter, mi
inconsciente, mi vida, adoptando todo el mundo en el que soy, 1º ¿qué relación
guarda la totalidad con mi subjetividad? y 2º ¿qué es lo que hace a la totalidad
evaluable y admirable?

Tales dificultades son considerables: aquí, su solución sólo puede esbozarse


por anticipación de una "poética" del ser y de la voluntad en el ser. El examen
crítico del estoicismo nos permitirá al menos entrever la respuesta a la primera
pregunta. Con ocasión del orfismo, evocaremos la segunda.

¿Qué relación guarda la totalidad con la subjetividad? A primera vista, no


parece que la consideración de la totalidad pueda brindarme ninguna seguridad.
No soy parte del todo. La subjetividad me da una posición privilegiada que me
impide reabsorberme en la suma de los objetos. Sólo el "cadáver" de los
estoicos, es decir mi cuerpo completamente objetivado cuando me destierro del
mundo como un punto de juicio sin espesor carnal, puede ser tratado como
parte de un todo.

Entonces se desvanece la idea misma de totalidad en tanto que suma obtenida


por adición de partes. No puedo hacer el balance del ser donde estoy situado.

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El mundo reside allí donde he llegado al nacer. No es una enumeración de
objetos -que por añadidura desconozco si es finita o infinita- sino lo que
engloba de manera indeterminada mi subjetividad. No sé el todo, estoy en el
todo. La Tierra -para hablar como lo hace Nietzsche - no es más que el ámbito
de mi involuntario absoluto. Si por lo tanto, el todo no parece ser más que el
horizonte de mi cuerpo, que soy yo, el ámbito de esta existencia corporal que
soy, ¿cómo podría consentir al mundo antes de consentirme yo mismo? ¿No
debo por el contrario aceptarme ante todo a mí mismo, con mi grandeza y mis
males, para dilatar luego, hasta el horizonte de mi existencia, el amor a mis
propias oportunidades?

Sin embargo, el Todo tiene otro sentido, que es el sentido oculto de la filosofía
estoica, y la razón del rodeo del consentimiento. El comienzo de la filosofía es
una revolución copernicana que centra el mundo de los objetos en el Cogito: el
objeto es para el sujeto, lo involuntario para lo voluntario, los motivos para la
elección, los poderes para el esfuerzo, la necesidad para el consentimiento; en
el sentido de esta primera revolución copernicana, el Todo es el horizonte de
mi subjetividad. Toda esta obra se encuentra bajo el signo de dicha revolución.
Pero la profundización de la subjetividad reclama una segunda revolución
copernicana, que desplace el centro de referencia de la subjetividad a la
Trascendencia. Tal centro, no lo soy y sólo puedo invocarlo y admirarlo en sus
cifras que son sus signos esparcidos. Tal descentramiento, que exigiría un
método radicalmente nuevo, tiene incidencias para una filosofía de la
subjetividad, incidencias que no pueden sino ser paradojales. Tal
descentramiento se anuncia en la noción estoica de totalidad. El estoico
escapa a la crispación de su esfuerzo despreciativo en cuanto se sabe en el
Todo. La relación entre la parte y el todo es aquí la cifra de una relación más
sutil, la del "misterio ontológico" mismo, cuya expresión en nuestro universo de
discurso sólo puede ser paradojal. Los estoicos que no se han elevado al nivel
de una lógica -o de una alógica- de la paradoja, no han conseguido dar más
que una expresión naturalista, constituida precisamente por la relación de la
parte al todo. Sin embargo, en ese lenguaje destinado al fracaso, se conjura lo
esencial: no soy el centro del ser. Sólo soy un ser entre los seres. El todo que
me engloba es la parábola del ser que no soy. Voy del todo a mí mismo como
de la Trascendencia a la existencia.

He aquí como la cifra del Todo mediatiza el consentimiento que puedo acordar
a mis límites. Descubrir el Todo como cifra de la Trascendencia no es ya elegir,
no es ya obrar, no es incluso consentir. Es admirar, es contemplar. La
contemplación, la admiración son el rodeo del consentimiento. Esta distracción
¿es acaso simple debilitamiento de la excesiva atención a mí mismo que hace
obsesivos mis límites? La diversión no siempre carece de sustancia.
Recordarme menos a mi mismo y mis límites, siempre que no haya perdido
todo mi fervor, puede ser el reverso de una atención a lo inmenso, el atractivo
de un amor a lo ilimitado. Amo mi miseria deglutida en la grandeza del mundo,
que Marco Aurelio llamaba "la salud del universo".

Ciertamente, no puedo estabilizar esa relación misteriosa de participación con


el todo en un saber que la trivialice; la idea demasiado clara del todo y la parte
tiende a volverse contra el primer primado de la subjetividad, que no resulta

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anulado sino trascendido. Mis límites nunca pueden ser compensados o
corregidos al cabo de una adición algebraica o como resultado de un balance
final. Pero mis dolores, que siempre permanecen inexplicables y escandalosos,
son superados en la invocación, cuya figura en este mundo11 es la admiración.

Tal admiración, los Estoicos la acordaron al todo con mucha parsimonia. Si su


filosofía del todo salva a su filosofía del esfuerzo, como contrapartida ésta
enferma a aquélla con un amargo descontento. ¿Por qué despreciar la
naturaleza en el momento en que va a penetrar en el alma? No es posible
practicar a la vez el desprecio de las pequeñas cosas y la admiración del todo.
El límite final del estoicismo es permanecer en los confines de la poesía de la
admiración.

2. El orfismo o el consentimiento hiperbólico

La poesía de la admiración es el alma del orfismo; si no del orfismo histórico, al


menos del orfismo de la tradición lírica moderna, con la cual se emparientan la
última filosofía de Goethe, la última filosofía de Nietzsche y sobre todo los
admirables Sonetos a Orfeo y las Elegías a Duino de R. M. Rilke.

Entreguémonos por un momento el delirio órfico: creemos en nuestro Fiat, lo


suficiente como para no perderlo en lo sucesivo en un fervor excesivo. Siempre
habrá oportunidad de recapturarlo si, a raíz de un rodeo sutil, el consentimiento
viniera a unirse al vértigo de la objetividad.

No lo digas a ningún otro sabio


Pues el vulgo está pronto a ridiculizar:
Quiero alabar al viviente
Que aspira a la muerte de la llama.

Y en tanto no hayas comprendido


El ¡Muere y transfórmate!
No- eres más que un obscuro huésped
En la tierra tenebrosa12

Lenguaje supremamente cifrado: el encantamiento sugiere lo que uno no se


atreve a traducir así: el no y el sí se encuentran unidos en todas las cosas de
acuerdo con una ley dialéctica que no es de compensación aritmética sino de
metamorfosis y de superación. El universo está trabajando bajo la dura ley del
"Muere y transfórmate"; esta obra majestuosa, donde la ruina, la pérdida, la
muerte siempre son superadas en algún otro ser, es ofrecida a mi
contemplación en las formas minerales, orgánicas, que ignoran el
consentimiento, no es por voluntad, sino por naturaleza; yo que quiero estoy
ligado a un universo que ha, resuelto sin consentimiento la integración del no
en el sí. No sólo la vida en mí, sino también el todo, es un problema resuelto.

"Hiersein ist herrlich. . ." exclama Rilke hacia el fin de este itinerario que, a lo
largo de las Elegías a Duino, lo ha conducido a la aflicción del hombre,
separado de la perfección, hasta la extrema alegría del hombre, cuando se
hunde en las entrañas de la Montaña del Dolor Original.

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Canta al ángel la alabanza del mundo. . .
. . . muéstrale
Lo simple que, habiendo tomado forma de generación en generación,
Vino a ser la nuestra y vive junto a la mano y en la mirada. Dile las cosas...
Muéstrale cómo puede una cosa ser feliz, inocente y nuestra...

Nietzsche ya había declarado "la inocencia del devenir". "El corazón de la


Tierra es de oro", decía llamando a los suyos a ser ' "fieles a la Tierra".

Pero Rilke, mejor aún que Nietzsche, sabía que la transfiguración de la


necesidad no acontece por el juicio que señala y desprecia, sino por el canto
que conjura y celebra. Orfeo es el dios del Canto:

El canto tal como lo enseñas no es codicia,


Ni afán de un bien que al fin pueda alcanzarse;
el canto es existencia13

¡Celebrar, es eso! Ser cuyo oficio es celebrar 14


¿Y q.:é nos cantan las cosas cuando, dóciles a Orfeo, las celebramos? Que por
la muerte todo es metamorfosis, que toda negación es superada:

No elevéis ningún monumento. Dejad a la única rosa Volver a florecer cada año
a su gloria.

Pues es Orfeo. Su metamorfosis En esto y aquello...


¡Oh, si pudierais comprender que necesita desaparecer!15

Orefo une el "doble reino" de la negación y la afirmación, de la muerte y la vida.


¿Es de la Tierra? No, ambos
Reinos han asociado su naturaleza ingente.16

Pues la negación que lacera el ser no puede hacer que no sea, y su simple ser
constituye su esplendor:

Pero tú, ser divino, cuyo canto resuena hasta el confín, Cuando te acometía el
enjambre de las Ménades desdeñadas, Fuiste la orden que prevaleció sobre
sus gritos, tú que eres bello; De la marea de las destructoras se elevó tu juego
constructor.17

¡Ah! ¿Quién conoce de la tierra las pérdidas?


Sólo aquel que con tono empero de alabanza
Cantaría al corazón, que ha nacido para el Todo.18

Rilke se une aquí a Goethe, e incluso al Goethe del Primer Fausto; en el


Prólogo al Cielo cantan los ángeles:

Und deine hohen Werke sind herrlich wie am ersten Tag.

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En estos tiempos carentes de poesía, en estos tiempos de desprecio no hay
que temer a la gran poesía órfica. Gracias a ella la existencia todavía está
encantada y sagrada. Todavía hay que comprender cómo la admiración del
todo, que quiere mediatizar el consentimiento a la necesidad, supera al
finalismo y al providencialismo estoico, tantas veces reunidos por diversa
apologéticas, y escapa así al vicio del optimismo metafísico. Cuando Goethe
exclama: "Wie es auch sei das Leben, es ist gut", y cuando Rilke proclama:
"Hiersein ist herrlich", no pretenden evaluar el todo con relación a una escala
de valores objetiva donde dicho todo resultaría confrontado con otros mundos
posibles: el mundo no es evaluable, pues es incomparable. La necesidad
exterior del mundo como hecho puro está demasiado anudada a la necesidad
subjetiva de mi cuerpo como para que pueda considerarlo como un universo
entre otros. Otro mundo haría otro cuerpo y otro yo; ya no sé de lo que estoy
hablando. Por lo tanto no digo: este mundo es el mejor de los mundos posibles,
sino: este mundo, único, para mí que soy único, este mundo incomparable, es
bueno con una bondad sin gradación, con una bondad que es el sí del ser. Su
bondad es que el sea. Ens et bonum convertuntur. Es porque deviene; deviene
porque toda destrucción resulta superada. La bondad del mundo es el "Muere y
transfórmate", es la metamorfosis. La naturaleza en su existencia bruta es
señorial. Resumida en mi cuerpo, toda la existencia no querida no es ni una
catástrofe ni una prisión, sino una primera generosidad y una primera victoria19.

¿Diremos entonces que la admiración es el consentimiento? El sí de la


admiración como visión ¿nos libra de la carga del sí del consentimiento como
querer? Es aquí donde la poesía órfica nos deja insatisfechos. Oculta un gran
tentación: la de perdernos como subjetividad y la de abismarnos en la gran
metamorfosis. Llevado por el canto de Orfeo, el consentimiento a la necesidad
se anula como acto y se une con su primitivo contrario, con el vértigo de la
objetividad sobre el cual se había erigido por su potencia de rechazo. No es por
azar que el orfismo tienda hacia una idolatría de la naturaleza en la que se
desvanece el privilegio del Cogito en el ciclo de lo mineral y lo animal. Si, pues,
el yo y el todo permanecen en tensión hasta en la participación contemplativa,
no me encuentro a mí mismo resuelto en el problema total resuelto; el orfismo
sigue siendo para mí un límite que no puedo ni debo alcanzar; es el
consentimiento hiperbólico que me pierde en la necesidad, como el estoicismo
era el consentimiento imperfecto que me desterraba del todo, al que sin
embargo se esforzaba por admirar.

Si la admiración no puede entonces devenir una alienación, debemos meditar


nuevamente acerca del sentido de la segunda revolución copernicana, por la
cual me descentro en favor del ser cuya naturaleza es la cifra. Habría que
comprender que la existencia subjetiva del Cogito, tomada como centro según
la primera revolución copernicana, permanece en tensión paradojal con la
Trascendencia y con su cifra, el todo de la naturaleza. Como Jaspers bien lo ha
comprendido, una filosofía de la existencia subjetiva y de la Trascendencia se
envuelven mutuamente según una incesante inversión.

Por otra parte, desarrollaremos esta dialéctica bajo su doble carácter de


misterio y de paradoja, y desde el punto de vista de una doctrina de la voluntad.
Nos limitaremos aquí a sugerir su incidencia sobre las relaciones entre la

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admiración y el consentimiento. La admiración (o la contemplación) me
descentra y me reubica entre las cifras. El consentimiento me devuelve a mí
mismo y me recuerda que nada puede librarme del acto del sí. Por eso la
admiración y el consentimiento forman parte del mismo círculo. En cierto
sentido, la admiración resta incompleta si el consentimiento no la consuma: si
no me acepto como naturaleza, con mis poderes y mis límites, no acepto el
todo; por ello finalmente el mundo no es evaluable, por una razón más radical
aún que la unicidad del mundo: esta evaluación no podría ser una operación
autónoma. La evaluación no puede efectuarse sin un don de mí mismo que ya
es implícitamente el consentimiento de mil límites.

Pero, se dirá, si la admiración supone ya de alguna manera el consentimiento,


no es eso confesar que nada puede ayudarme a superar el no del rechazo y
del desprecio. La admiración viene a ser una ayuda pues reside más allá del
querer; el encantamiento de la poesía es el que me libra de mí mismo y me
purifica. En el círculo del consentimiento por la voluntad y de la admiración por
el canto, la iniciativa le pertenece al canto. "Gesang ist Dasein.. . Für den Gott
ein Leichtes. . ."

Aún no eres, joven, cuando amas


aunque la palabra fuerce tu boca, -aprende
a olvidar el sobresalto de tu canto. Eso se va.

Cantar es en verdad otro soplo.


Un soplo en torno a nada. Un vuelo en Dios. Un viento.20

El consentimiento por sí solo permanece en el plano ético y prosaico; la


admiración está en la punta del alma, lírica y poética.

He aquí cómo el encantamiento ayuda a la voluntad. La libra ante todo de su


propio rechazo, humillándola. En el seno del rechazo reside el desafío, y el
desafío es la falta. Rechazar la necesidad que viene de lo bajo es desafiar a la
Trascendencia. Es necesario descubrir lo -Totalmente Otro que en principio me
repele. Tal es la opción más fundamental de la filosofía: o Dios o yo. O la
filosofía comienza por el contraste fundamental entre el Cogito y el Ser en sí, o
se inicia por la auto-posición de la conciencia, cuyo corolario es el desprecio
del ser empírico.

Pero la poesía no piensa por conceptos: no propone a Dios como concepto


limitativo, sino que lo vela en mitos: mito goetheano del Erdgeist que abate al
titanismo de Fausto: atraído por el sueño de una intuición total, el gigante se
siente medido desde lo alto:

Schrekliches Gesicht.. .

El Superhombre debe ser humillado:

Du gleichst dem Geist, den du begreifst,


Nicht mir. . .

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¿Cómo no aproximar el Erdgeist goetheano al ángel rilkeano? "Jeder Engel ist
schrecklic. . ." Aquí la figura poética del ángeles reveladora de nuestros
límites21.

Pero la poesía sólo humilla para curar: por el canto provoca una conversión:
¡que la conciencia, renunciando a ponerse a sí misma, acoja al ser con
admiración y busque en el mundo y en lo involuntario una figura de la
Trascendencia, una figura que me sea dada para ruda compañía de mi libertad!
En efecto, la poesía órfica nunca separa la humillación de la celebración. Y
esta celebración asiste a mi libertad, en cuanto le ofrece los mitos de su propio
consentimiento. Consentir, es decir sí a la necesidad. La ley de la metamorfosis
se pinta ante mis ojos como muerte superada. Toda metamorfosis en el mundo
es entonces el modelo o la parábola de mi consentimiento posible, es como un
consentimiento que se ignora. En el mito se cruzan por simbolización una
filosofía del hombre y una filosofía del Todo. La naturaleza es un inmenso
"como si".

Los estoicos lo sabían en parte; Descartes comenta ala Princesa Elisabeth esta
máxima de Séneca: para "vivir de acuerdo con mi naturaleza", me resulta
necesario "conformarme a la ley y al ejemplo de la naturaleza de las cosas" (ad
illius legem exemplumque forman sapientia est)22 .

Mito del animal -del animal consumado en el plano de la vida, al que sin cesar
hemos opuesto el hombre-, el hombre inacabado y remitido a su voluntad como
una tarea a resolver; la misma razón que incesantemente nos obligó a
desestimar la psicología animal como guía para la psicología humana y a
constituir una psicología humana a la medida del Cogito, nos remite al animal
como metáfora del consentimiento. En cuanto está consumado no se encabrita
ante la ley de la metamorfosis y la muerte no es para él un muro; como dice
Rilke, el animal vive en "lo abierto" (VIIIva Elegía). Nada hay en ella de verdad
estrictamente biológica, ni siquiera de psicología animal; se trata de la verdad
del animal como mito.

Mito del niño, al cual Rilke 6nía extrañamente la Marioneta, a la manera de


Kleist. "Si no os convertís en niños pequeños..." La mítica del mundo presta a
la doctrina del hombre la gran metáfora de un cuasi-consentimiento. Por eso no
es vano cantar lo inhumano para consumar lo humano.

Pero lo inhumano -del astro al animal- permanece como un mito que me invita
y me llama a otra cosa distinta de la vida sideral o animal, me llama a un
consentimiento que siempre es distinto de la metamorfosis que, con todo, lo
simboliza. Para todo ser que no sea sujeto, la metamorfosis es la
transformación en otra cosa distinta de sí mismo: la mortalidad se supera en la
sexualidad, el cadáver en las flores silvestres; la transformación es en sentido
propio una alienación. Para mí, asumir mi carácter, mi inconsciente y mi vida
con su ser y su s o-ser, es transformarlos en m í mismo. La transmutación no
es una alienación sino una interiorización. No ya: "fiaste todas las cosas", sino:
"Hazte lo que eres". Tengo ante mí la tarea de elevar el "Muere y deviene" al
nivel de una superación espiritual en la que mis límites se convierten en
recogimiento y paciencia. Y esto ya no es ver, sino querer. La contemplación

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abre el camino al consentimiento ablandando y suavizando la potencia
tensionada del rechazo, pero no lo sustituye. La contemplación sólo puede
pintar fuera de mí, en lenguaje cifrado, la negación superada en la afirmación.
Decir sí sigue siendo mi acto.

Sí a mi carácter, en el que puedo cambiar la estrechez haciéndola profundidad,


aceptando compensar por la amistad su invencible parcialidad. Sí a lo
inconsciente, que permanece como la posibilidad indefinida de motivar mi
libertad. Sí a mi vida, que no he elegido, pero que es la condición de toda
elección posible.

Puedo entonces permanecer solo, diciendo no cuando toda la naturaleza a su


manera dice sí, y desterrarme hasta lo infinito en el rechazo. Pero mi lucidez no
debe tener límite alguno. El que rechaza sus límites rechaza su fundamento; el
que rechaza su fundamento rechaza lo involuntario absoluto que dobla, como
una sombra, lo involuntario relativo de los motivos y los poderes. El que
rechaza sus motivos y sus poderes se anula a sí mismo como acto. El no,
como el sí, no puede sino ser total.

3. Consentimiento y esperanza

¿Pero quién puede vivir en esta auténtica tensión entre el consentimiento


recogido en sí mismo, y la admiración, despreocupada de sí?

¿Quién puede escapar al vértigo del exilio despreciativo o al vértigo de la feliz


consumación en la metamorfosis sin conciencia?

Si el camino de la cima está estrechado entre el destierro y la confusión, es


porque el consentimiento a los límites es un acto siempre inacabado. ¿Quién
puede decir sí hasta el extremo y sin reserva alguna? El sufrimiento y el mal,
respetados en su misterio escandaloso, protegidos contra su propia
degradación a problema, se encuentran en nuestra ruta como la imposibilidad
de pronunciar hasta el fin el sí al carácter, a lo inconsciente, a la vida. Como la
imposibilidad de cambiar perfectamente en alegría la tristeza de lo finito, lo
informe y la contingencia. Acaso nadie puede llevar hasta el fin el
consentimiento. El mal es el escándalo que siempre separa al consentimiento
de la cruel necesidad. Acaso es indispensable comprender que el camino del
consentimiento no pasa sólo por la admiración de la maravillosa naturaleza,
resumida en lo involuntario absoluto, sino por la esperanza que aguarda otra
cosa. La implicación de la Trascendencia en el acto de consentimiento adopta
ahora una figura totalmente nueva: la admiración es posible porque el mundo
es una analogía de la Trascendencia; la esperanza es necesaria porque el
mundo es totalmente distinto de la Trascendencia. La admiración, canto diurno,
se dirige a la maravilla visible, la esperanza trasciende hacia la noche. La
admiración dice: el mundo es bueno, es la patria posible de la libertad; puedo
consentir. La esperanza dice: el mundo no es la patria definitiva de la libertad;
consiento lo más posible, pero espero ser librado de lo terrible y, al fin de los
tiempos, gozar un nuevo cuerpo y una nueva naturaleza que estén de acuerdo
con la libertad.

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4. Del orfismo a la escatología

Pero si la esperanza es el alma del consentimiento, es éste el que le da un


cuerpo. Esperanza no es ilusión. La evasión hacia lo alto no sería finalmente
distinta del rechazo y del desprecio. La esperanza que aguarda la liberación es
el consentimiento que se hunde en la experiencia. La paciencia inmanente -la
que se mantiene en el juego- es la figura de la esperanza que trasciende. La
esperanza no es así el triunfo del dualismo sino el viático para el camino de la
conciliación. No se libra sino que se compromete. Es el alma misteriosa del
pacto vital que puedo anudar con mi cuerpo y mi universo. Es la prenda de la
Reafirmación. Por todo esto una filosofía de la esperanza puede siempre
permanecer en resonancia con los temas nocturnos del orfismo. La Xma Elegía
a Duino, a pesar de su inquietante fervor por el sufrimiento y la muerte, protege
a la esperanza contra las tentaciones de una consolación extramuros.
Parecería que gracias al orfismo el fondo de la muerte resulta aceptado y, en
virtud de una suerte de retrospección partiendo de la nada, la existencia bruta
conquista todo su esplendor. Retornando de los Infiernos, Orfeo exclama: "Ser
es ahora un esplendor". Y a su vez

Sólo el espacio de la celebración puede acoger


La lamentación, ninfa de la fuente que llora23 .

Y si bien siempre hay una distancia evanescente que separa la libertad de la


necesidad, la esperanza quiere convertir toda hostilidad en una tensión
fraternal, dentro de una unidad de creación.

Conocimiento franciscano de la necesidad: soy "con" la necesidad, "entre" las


criaturas.

NOTAS

1. Cf. asimismo la tercera' medita- y dejar de lado la inocencia primera de


la
ci6n: "Pues todo el tiempo de mi vida naturaleza y lo involuntario.
puede dividirse en una infinidad de par- 9. Marco Aurelio, Pensamientos para
tes, cada una de las cuales no depende de mímismo, 11, 3; V, 24; VI, 1;
passim. ninguna manera de las otras; etc." Cf.
igualmente el Diálogo con Burman, don- 10. En particular esta magnífica

de el pensamiento es considerado "ex- xima, ¡bid., IV, 23. ". . . y tú, no dirás:
tenso y divisible en cuanto a la dura- ¡querida ciudad de Zeus!" ción, pues su
duración puede dividirse en
11. Esta trivialización por el saber
partes" (trad. francesa, ed. Boivin, pág. puede adoptar la forma del naturalismo:
71). el jiclo de la naturaleza, la muerte que
2. Husserl, Philosophie als strenge Wi- ocurre a las flores, etc.; pero puede asi
ssenschaft, Logos, 1, 110-1, págs. 289- mismo adoptar la forma de una apologé
341. tica religiosa: el mal sólo está en la par
3. Manual de Epicteto, 1, 1. te, no es más que una carencia, no hay luz sin
sombras, etc.

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4. "Tú no eres más que una pequeña
alma que conduce a un cadáver, como 12. Goethe, Diván Occidental-
Oriendecía Epicteto", Marco Aurelio, Pensa
mientos para rrí mismo, IV, 4. El estoico 13, Rilke, Sonetos a Orfeo, I, 3:
Ge
intenta así extrañarse de su propio cuer- sang ist Dasein. po, ¡bid., X, 33.
14. lbid., I, 7.
5. "Suprime la opinión y suprimes tu
expresión: me han hecho mal. Suprime 15. lbid., I, 5.
la expresión y suprimes el mal", ¡bid., 16. lbid., I, 6. IV, 39, IX, 31. Epicteto,
Manual, V, 37.
16
Con respecto a este ilusionismo, cf. Max . lbid.,l, 6
Scheler, El Sentido del Sufrimiento, 17. lbid. 1, 26.
6. Marco Aurel¡o, Pensamientos para 18. lbid. II, 2.
mí mismo, V, 19, 26; VI, 42; V11, 55; 19. Inversamente, el mundo como ab
Vi 11, 28, 47; IX, 15, 16, 31; XI, 16, etc. surdo y la libertad como rechazo son so
7. "Es la combinación, y luego la di- lidarios: "El divorcio entre el hombre y
solución de elementos que siempre se su vida, el actor y su decorado,
es propia
mantienen iguales", ¡bid., IV, 36, 42; V, mente el sentimiento de lo absurdo",
Ca
4, 13; Vanidad de toda forma alcanza- mus, Le mythe de Sysyphe, pág. 18.
Este
da: VI, 13; IX, 18: VI 11, 37. maniqueísmo moderno afronta
el sin sentido del mundo y la conciencia del
8. ¡bid., VIII, 41; XI, 12; XII, 13. hombre, "los sella uno al otro sólo como
Epicteto, Manual, XVII, III, 2; 111, 8: el el odio puede limitar a los seres" (¡bid.)
tema del teatro, de la composición a re- La gran poesía órfica canta el pacto de
presentar, del banquete. Pueden expli- la libertad y la necesidad, del yo como
carse los errores de base del estoicismo fervor y de la naturaleza como
maravilla.
por la retroacción de una teoría de las 2p. Rilke, Sonnets à Orphée, 1, 3.
pasiones sobre la doctrina del hombre. El
peligro de una filosofía atraída por una 21. Sobre las "figuras" en Rilke, Cfr.
reflexión sobre las pasiones reside en per- el texto de Romano Guardini,
citado por
manecer como una crítica de la vanidad G. Marcel, en "Rilke, testigo de
lo Espiri
tual", Homo Viator, págs. 334-5. En Dos- 22. Carta a Elisabeth, 18 de
agosto
toyevsky, el loco, el epiléptico, el "Idio- de 1645.
ta" pertenece a las figuras que superan y 23. Sonetos a Orfeo, I, 8.
trascienden.

392 / 396
CONCLUSION

UNA LIBERTAD SOLAMENTE HUMANA

Al término de esta reflexión sobre lo voluntario y lo involuntario, puede parecer


que el dualismo, al que sucesivamente hemos expulsado de todas sus
posiciones, ha venido a refugiarse en una dualidad más sutil, pero más radical,
en el centro mismo del sujeto, entre los aspectos o los momentos del querer.

Una cosa, según parece, es la libertad de elección y de moción; y otra cosa la


libertad de consentimiento y el dominio de una libertad que gobierna por
proyecto al acontecimiento y lo impone a las cosas mediante el esfuerzo que
atraviesa al cuerpo.

A medida que se ha desarrollado la reflexión sobre el consentimiento, parece


irse acentuando esa diferencia de ritmo; nos hemos alejado constantemente de
la libertad que inaugura al ser, que va de lo posible al ser, para unirnos a una
libertad que recorre la necesidad, que se subordina a la iniciativa de las cosas.
Esta libertad, según parece, ya no osa, sino que consciente y se rinde.

Es bueno detenerse ante esta incoherencia, antes de superarla en dirección a


la paradoja radical de la libertad humana.

No parece factible aumentar al uno a expensas del otro el momento de la


elección y el esfuerzo o el momento del consentimiento. En este siglo, la
sabiduría misma resulta finalmente paradojal. Un llamado a la audacia y al
riesgo, una ética de la responsabilidad y el compromiso, tiene su límite en una
meditación más tranquila sobre las incoercibles exigencias que posee nuestra
condición corporal y terrestre.

Pero, a su vez, una meditación sobre la necesidad infrangible tiene su límite en


un sursum de la libertad, en una toma de responsabilidad por la cual exclamo:
este cuerpo me conduce y me traiciona, yo lo muevo. Este mundo que me sitúa
y me engendra en cuanto a la carne, yo lo cambio; por la elección inauguro el
ser en mí y fuera de mí.

Esta diversidad de la sabiduría, fue resumida por Descartes para la princesa


Elisabeth en las tres máximas tomadas de tres preceptos del Discurso del
Método, máximas donde puede reconocerse el sucesivo elogio a una virtud de
la decisión, a una virtud del esfuerzo y a una virtud del consentimiento: "La
primera (regla) es tratar siempre de servir lo mejor posible a su espíritu para
reconocer lo que debe o no hacerse en todas las circunstancias de la vida. La
segunda, tener la firme y constante resolución de ejecutar todo lo aconsejado
por la razón, sin que sus pasiones o sus apetitos puedan. ser un desvío. . . La
tercera, considerar que mientras uno se conduce, lo más que pueda, de
acuerdo con la razón, todos los bienes que no se poseen en absoluto se
encuentran enteramente fuera del propio poder, acostumbrándose así a no
desearlos; pues sólo el deseo y el pesar o el arrepentimiento pueden
impedirnos estar contentos1 . . ."

393 / 396
Pero no es posible detenerse ante este contraste que corre el riesgo de
endurecer una distinción abstracta y de destruir la voluntad en diversos actos.
En realidad, es cada uno de los momentos de la libertad -decidir, moverse,
consentir- el que une de un modo intencional distinto la acción y la pasión, la
iniciativa y la receptividad.

El análisis del consentimiento sólo esclarece con una luz más intensa el sentido
mismo de la elección tal como había aparecido hacia el final de la primera parte.
Recordemos que no habíamos podido resolvernos a reducir el surgimiento de
la elección al impulso de los móviles o incluso a la racionalidad de los motivos,
ni a sacrificar al fiat de la elección la atención que prestamos al bien aparente.

La elección nos parecía una paradoja, una paradoja de iniciativa y receptividad,


de surgimiento y de atención. En cierto sentido es un absoluto, el absoluto de
un surgimiento, en otro es relativa: relativa a los motivos en general y, a través
de ellos, a los valores en general, relativa a los motivos corporales en particular
y a través de ellos a los valores vitales. La grandeza y la miseria de la libertad
humana ya se encontraban unidas en una suerte de independencia
dependiente. Dicha independencia del querer no es menor en el esfuerzo y en
el consentimiento que en la elección. A su vez, la dependencia del querer sólo
cambia de sentido cuando se hace sucesivamente valor ofrecido al curso de la
motivación, órgano ofrecido por la espontaneidad corporal, necesidad impuesta
por el carácter, lo inconsciente y la vida. Por lo tanto, la paradoja no se produce
tanto entre dos momentos del querer que sólo le distinguen por aria intención
diferente, sino más bien entre la triple forma de una iniciativa y la triple forma
de una receptividad.

Por eso es posible finalmente mezclar las expresiones que convienen a esos
distintos momentos y decir que el querer que asiente a motivos consiente a las
razones de si elección; inversamente, el consentimiento que reafirma la
existencia no elegida, su estrechez, sus tinieblas, su contingencia, es como una
elección de mí mismo, una elección de la necesidad, tal como el amor fati
celebrado por Nietzsche. Audacia y paciencia no dejan de intercambiarse en el
corazón del querer. La libertad no es un acto puro, es en cada uno de sus
momentos actividad y receptividad; se hace acogiendo lo que no hace: valores,
poderes y pura naturaleza.

En eso nuestra libertad es solamente humana, y no termina de comprenderse


sino en relación con algunos conceptos-límites, que comprendemos en vacío,
como ocurre con las ideas kantianas, reguladoras y no constitutivas, es decir
como esencias ideales que determinan el grado-límite de las esencias de la
conciencia (las cuales, como ya hemos visto, tienen una pureza-límite con
relación a la falta).

1º. La idea de Dios como idea kantiana es el grado-límite de una libertad que
no es creadora. La libertad está, si es posible decirlo, al lado de Dios por su
independencia con respecto al objeto, por su carácter simultáneo de
indeterminación y de determinación de sí. Pero estamos pensando una libertad
que ya no sería receptiva con respecto a los motivos en general (a los poderes
o a una naturaleza), una libertad que no se haría mirando, alterando una

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espontaneidad, plegándose a una necesidad, sino que sería ella misma por
decreto. Pero entonces, ¿diríamos que dicha libertad crea el bien, o que es el
bien? Esta distinción capital en muchos sentidos, poco importa a nuestro
propósito: esa libertad no sería ya una libertad motivada, en el sentido humano
de una libertad receptiva de valores y finalmente dependiente de un cuerpo: no
sería ya una libertad encarnada, no sería ya una libertad contingente. La
libertad motivada, encarnada, contingente es pues a imagen del absoluto por
su indeterminación idéntica a su poder de determinarse a sí misma, pero es
distinta de lo absoluto por su receptividad.

Este primer concepto límite domina una serie de ideas límites subordinadas
cuyo encadenamiento constituiría por sí mismo un problema difícil.

2° . En efecto, por otra parte comprendo en vacío u na libertad motivada como


la del hombre, pero motivada de manera exhaustiva, transparente,
absolutamente racional. En diversas oportunidades hemos hecho alusión a ese
ideal de la libertad perfectamente esclarecida. Soy distinto a ese ideal de
libertad; mi tipo de temporalidad, que hace a mi situación encarnada, me
separa de ese límite; en los tres análisis de la indecisión, de la duración y de la
elección hemos insistido en la vinculación de la temporalidad humana con la
confusión de motivos surgidos del cuerpo: en primer lugar, soy una libertad que
emerge sin cesar de la indecisión, pues los valores se me muestran siempre en
un bien aparente, señalado por la afectividad; y ésta tiene un carácter
problemático que reclama una clarificación sin fin; es comparable en el orden
práctico a la inadecuación de una percepción por contactos, esbozos y perfiles;
como hemos dicho frecuentemente, sólo el tiempo clarifica. Asimismo, nuestra
libertad es en segundo lugar, arte de la duración; sin duda alguna, en tanto
conducimos dicha duración, el gobierno que ejercemos no es una imperfección
sino una perfección o una imagen de la perfección; pero, como la clarificación
de los motivos siempre resta inacabada, la decisión es maltratada por la
urgencia, la información', restringida a ciertos límites, inevitablemente la libertad
de la atención permanece dentro de las fronteras de la existencia corporal; sólo
percibe bienes aparentes, no es capaz sino de una lectura inadecuada de los
valores. De ahí, en tercer lugar, el carácter propio de la elección humana:
procede de un riesgo y no de un decreto. El riesgo sólo es una perfección si se
considera la independencia de la atención que se suspende; pero para una
libertad motivada y no creadora, el riesgo no es más que la caricatura de un
libre decreto divino y permanece con relación a él como una carencia;
finalmente, la suspensión arbitraria de la atención se asemeja menos al libre
decreto divino que lo que lo hace una elección menos audaz y más alimentada
de razones, donde la persuasión del bien se uniría a la espontaneidad de la
mirada; esta libertad perfectamente motivada sería ¡ti aproximación más alta a
la libertad divina, compatible con una libertad motivada.

3° . Comprende asimismo la idea-límite de una liber tad encarnada como la del


hombre, pero cuyo cuerpo sería absolutamente dócil, una libertad graciosa,
donde la espontaneidad corporal conspiraría sin resistencia con la iniciativa que
la mueve. El atleta, el bailarín, me acercan a veces su imagen y su nostalgia.

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4º. Por último, comprendo en el vacío una libertad que sería la dignidad misma
del hombre, que no tendría la parcialidad de un carácter, cuyos motivos serían
absolutamente transparentes, que habría reducido enteramente su
contingencia a su iniciativa. Pero esta última "utopía" de la libertad revela que
todo el ciclo de estas ideas límites tiene por centro la idea de una libertad
creadora.

Tales ideas-límites no tienen aquí otra función que la de hacer comprender por
contraste la condición de una voluntad cuyo recíproco es un involuntario. Por
eso no constituyen aún una superación de la subjetividad; pertenecen más bien
a la descripción de la subjetividad. Una verdadera Trascendencia es más que
una idea-límite; es una presencia que inaugura un verdadero trastorno en la
teoría de la subjetividad, introduciendo en ella una dimensión radicalmente
nueva, la dimensión poética.

Pero al menos tales ideas consuman la determinación del estatuto de una


libertad que es humana y no divina, de una libertad que no se descansa en sí
misma absolutamente porque no es la Trascendencia.

Querer no es crear.

NOTAS

1. A Elisabeth, 4 de agosto de 1645.

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