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Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mis-
mas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor
y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por com-
pleto.
De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para
formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos
cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamiento s
se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del
ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran conse-
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cuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se re-
duce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a
los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.
Y la contraprueba existe.
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explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de mu-
chas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la
fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retóri-
ca, sin omitir la métrica, ni la etimología.
Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas pa-
labras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.
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Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del len-
guaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no so-
brevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha
hecho comprender, ha vivido.
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La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa:
en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de
acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es
decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a
los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real.
Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables.
Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector
dé poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de
sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela
cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su
cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Única-
mente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por
lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le
presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una
especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él
mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exterio-
res, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis
de credulidad.
Hacer versos...
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría
que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta
ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.
«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es' tuyo, lo que es
malo te pertenece sin ningún género de duda.»
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inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del
análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder redu-
cir se a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante
un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibi-
lidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro
cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un dis-
curso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de
una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que
no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de
debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes
que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les
hablaba anteriormente.
No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna vir-
tud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en
horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son
unidades legales de potencia poética.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es
tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y
reemplazar), no existeo no puede actuar más que mediante manifesta-
ciones breves y fortuitas.
[155] Esos momentos -de un valor infinito, esos instantes que dan
una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones
que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomu-
nicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la
Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que
se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero
tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con co-
sas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior,
o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la
exaltaci6n no es oro todo lo que reluce.
¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracte-
rizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la
esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en con-
tentarse con experimentada. Esas expresiones, salidas de la emoción,
sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, con-
tienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo
poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata
de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta
apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir
algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante
la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se
intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmi-
cas.
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