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LA DIMENSIÓN SOCIOCULTURAL DEL SER HUMANO

DIMENSIÓN CULTURAL

Cada especie tiene sus particularidades que no comparte con ninguna otra

especie y que la hacen única, sólo que la nuestra es excepcional en muchos

aspectos muy importantes, de los que hemos de destacar como rasgo

primordial la capacidad lingüística y cultural. El lenguaje nos permite elaborar y

transmitir imágenes acerca del mundo, la fonación es sólo una de las formas

de esta transmisión, aunque la más potente sin duda, pero esto no sería

posible si no tuviéramos nuestra capacidad simbólica. El ser humano

experimenta de esta manera una aceleración explosiva de los poderes de la

mente, no solamente puede aprender de la propia experiencia, sino que

también aprende indirectamente de la experiencia de cualquier otro humano,

pasado o presente.

Siempre que se discute sobre las características del ser humano se propone,

espontáneamente, la idea de que el mundo simbólico constituye el universo

que nos es propio. Nuestra capacidad simbólica es la que permite diferenciar

aspectos o comportamientos animales que podrían calificarse como lenguaje

primitivo o protocultura. Aunque algunos animales puedan desarrollar un

complejo sistema de comunicación o se socialicen y transmitan de una

generación a otra conductas y hábitos adquiridos, como la fabricación y

utilización de herramientas que sólo serían posibles en el seno de una cultura,

existe una gran diferencia entre ellos y nosotros, que aunque finalmente y

como defienden algunos etólogos sólo sea de grado, es a fin de cuentas

abismal. La enorme capacidad de abstracción, y por tanto de simbolismo,

propio del ser humano hace posible el nacimiento de la cultura: la creación de

la religión, la ciencia, el arte, la filosofía etc… que son otras tantas formas de
lenguaje simbólico que el resto de las especies están muy lejos de poder

alcanzar.

En el ser humano las funciones superiores son igualmente funciones vitales:

tan importante es comer y crecer como adquirir el lenguaje, un sistema

simbólico y unas habilidades técnicas. Mientras el resto de los organismos

logran sobrevivir gracias a sus prestaciones biológicas, el hombre lo hará

gracias al paraguas protector de la cultura.

La cultura nos proporciona un horizonte epistemológico mucho más grande del

que posee cualquier otra especie. Entre los animales no existe nada parecido a

la consciencia humana, somos la única que se pregunta por el significado de

su propia existencia, que sabe quién es y que sabe que ha evolucionado.

Así pues, los seres humanos llegamos a ser lo que somos a través de la

cultura y también de la sociedad, aprendiendo a moldearnos a nosotros

mismos con el lenguaje, los conocimientos, las costumbres y las formas de

comportamiento que se empiezan a imitar y asimilar desde los primeros meses

de vida.

Sin cultura no hay hombres, pues somos animales incompletos que nos

completamos por obra de la cultura. La gran capacidad de aprender que tiene

el hombre, su plasticidad, se ha señalado con frecuencia, pero lo más

importante es que el hombre depende de manera extrema de cierta clase de

aprendizaje: la adquisición de conceptos y la aprehensión de sistemas

específicos de significación simbólica. Entre lo que nuestro cuerpo nos dice y lo

que tenemos que saber para funcionar hay un vacío que debemos llenar

nosotros mismos con información suministrada por nuestra cultura. .

Clifford Geertz presenta un concepto interpretativo y abierto al afirmar que


cultura denota un esquema históricamente transmitido de significaciones

representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y

expresadas en forma simbólica por medio de los cuales los hombres

comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes hacia la

vida (Geertz 2000).

La segunda contribución nos viene dada por Plog y Bates, (1980), que la

entienden como "el sistema de creencias, valores, costumbres, conductas o

artefactos compartidos, que los miembros de una sociedad usan en la

interacción entre ellos mismos y con su mundo, y que son transmitidos de

generación en generación a través del aprendizaje. Tenemos entonces

componentes clave como son el aprendizaje y la transmisión de lo aprendido.

La cultura es conducta pero también formas de pensar, de interpretar el

mundo, las creencias y los valores subyacentes a esas conductas, atendiendo

siempre a la heterogeneidad de la cultura o culturas de los seres humanos. La

cultura entonces debe ser entendida como un proceso de enculturación o de

socialización, proceso mediante el cual un determinado individuo va

adquiriendo los valores esenciales de su sociedad y cultura (uso, normas,

valores, lenguaje, etc.).

DIMENSIÓN SOCIAL

La socialización engloba el conjunto de experiencias que tienen lugar a lo

largo de la vida de un individuo y que le permiten desarrollar su potencial

humano y aprender las pautas culturales de la sociedad en la que va a vivir, y

ésta es una tarea que dura toda la vida y que exige estar en contacto

permanente con personas de esa cultura.

Podemos pues afirmar que el hombre vive en una segunda naturaleza que
es su cultura, nuestros aprendizajes son fruto de la socialización y terminan

constituyendo nuestra naturaleza, es decir, nuestra forma espontánea de

actuar. Esto ha llevado a algunos filósofos a negar que exista como tal una

naturaleza humana. Somos los seres más flexibles y adaptativos de la

naturaleza, de tal forma que el aprendizaje define lo que realmente somos,

pero ese aprendizaje sólo puede darse mediante el contacto con otras

personas, es decir sólo podemos desarrollar esa “manera humana de actuar”

en el seno de una sociedad. Como decía Aristóteles “El hombre es un ser

social”.

Para Pablo Quintero (Naturaleza, cultura y sociedad. Hacia una propuesta

teórica sobre la noción de sociabilidad), la sociabilidad es una característica de

los seres humanos que se ubica en la esfera natural, es decir, responde a la

condición del hombre como ser biológico. Es el medio que hace posible la vida

en sociedad, al mismo tiempo, que la sociedad hace posible la sociabilidad

entre sus individuos. Estas conclusiones nos brindan las bases para diferenciar

a la sociabilidad de la socialización. Esta última es entendida como un proceso

mediante el cual la persona (individuo) adquiere los hábitos sociales propios de

su cultura.

Es menester diferenciar la sociabilidad humana de la animal. La segunda

basa su existencia única y exclusivamente en la necesidad de subsistencia. La

sociabilidad humana descansa también, en parte, sobre la premisa de la

subsistencia, sin embargo, se diferencia de la animal por tener la posibilidad de

crear tramas complejas de significados que nada o por lo menos poco tienen

que ver con los problemas de producción. No importa aquí, si, como reza el

materialismo cultural, la infraestructura determina en última instancia toda la


producción cultural de una sociedad, o si como creen los funcionalistas todas

las instituciones sociales tienen el fin de lograr la subsistencia, o que las

estructuras profundas e inconscientes están determinadas por el código

genético humano. Lo importante en este punto es la posibilidad humana de

trascender su mera existencia biológica.

La sociabilidad, es el principio mediante el cual los hombres crean vínculos

entre sí, es decir, tramas complejas de significados que definen al mundo y a sí

mismos. La idea de la existencia de un hombre asocial es imposible, pues, el

simple concepto de hombre es indivisible del de sociedad. Nada más irreal que

el ejemplo de los economistas clásicos de Robinsón Crusoe, quien logró

dominar la naturaleza por décadas, sólo con la ayuda de sus manos; el

proceso de producción de bienes materiales para la subsistencia o para el

consumo, sólo es posible a partir de la vida social, más aún la forma de

organización de los hombres rige la forma en que se enfrentan a la producción

(Wolf 1993), pero también, al mundo que los rodea.

Decir que el hombre es un ente genérico, significa afirmar por lo tanto que es

un ser social. Efectivamente, él sólo puede existir en sociedad; e incluso sólo

puede apropiarse de la naturaleza con la mediación de la sociabilidad. El

hombre se objetiva siempre en el interior de su propio género y para el propio

género; él siempre tiene noticia de esta genericidad. (Heller 1998).

En este sentido, la asociación del hombre con sus otros semejantes es una
característica universal, ahora bien las formas en que se relacionan las
diferentes sociedades forman la particularidad de cada una.

La sociabilidad también posee una doble interacción con el lenguaje, ya que se


reproducen mutuamente: el lenguaje como acción comunicativa por excelencia
(Habermas 1989), reproduce a la sociabilidad, que depende de éste para
desarrollar toda su gama de posibilidades. Asimismo, la idea de un lenguaje sin
sociabilidad resulta vacía e inconexa. ¿De qué hablarían unos seres que no
pueden establecer la más mínima relación social? ¿Hablarían siquiera? ¿Cómo
conseguirían aprender el lenguaje?

NATURALEZA Y CULTURA

En el mundo griego, los primeros “filósofos”, como los llama Aristóteles en el


libro Alfa de la Metafísica, se plantean la existencia de un tipo de realidad que
ellos llaman “naturaleza”. “Naturaleza” se entiende como algo ordenado en
torno a principios que responden de que las cosas que la constituyen sean
como son y sucedan como tienen que suceder. La realidad natural está
constituida por cosas que existen y suceden regidas por una legalidad al
margen de nosotros y nuestras creencias sobre ella.

Posteriormente, los sofistas, al plantear el problema de fundamentación de


las normas sociales, distinguen un tipo diferente de realidad al que denominan
“Nomos”. El ámbito de lo convencional, frente al de la naturaleza, constituye
tanto la realidad social entendida como conjunto de acciones y consecuencias
de las acciones reguladas por leyes o normas que son productos humanos,
como una realidad intencional o subjetividad.

El problema de la distinción entre naturaleza y cultura reside en la aplicación


de estos dos conceptos al ámbito propiamente humano. El ser humano es una
realidad compleja en la que se entremezclan diferentes dimensiones: una
realidad biológica, una realidad social, una realidad cultural, una realidad
histórica… Podría parecer sencillo aplicar aquí la distinción que nos ocupa: lo
biológico (es decir las características surgidas en el proceso de filogénesis
estudiado en la unidad anterior) constituirían lo natural, mientras que las
construcciones simbólicas o sociales, lo cultural. Sin embargo la cuestión no
parece resultar tan sencilla.

Llegado este punto, se hace pertinente preguntarnos cuál es la razón de que


tantos autores (filósofos, sociólogos, psicólogos, antropólogos) ocupen su
tiempo en plantearse qué es lo que enlaza a la pareja dicotómica naturaleza y
cultura. La respuesta reside en el paradigma cognitivo de la modernidad, que
descansa sobre la base de la tradición renacentista principalmente, René
Descartes, Nicolás Copérnico, Erasmo de Rótterdam, y sobre el proyecto de la
ilustración (Emmanuel Kant, G. W. Leibniz, G. W .F Hegel, entre otros).

Cuando René Descartes expone en su Discurso del Método, la capacidad


natural del hombre (res cogitans) de conocer objetivamente la totalidad del
mundo físico (res extensa), está edificando, la estructura del pensamiento
moderno. Esto nos permite dar con dos de las principales características de
este paradigma, por un parte, la sublimación de la humanidad como esfera
“distinta de” y “opuesta a otras esferas” (como la esfera natural, por ejemplo), y
por la otra, la posibilidad y necesidad de los hombres de hacer objeto de su
reflexión a todo su entorno con la finalidad última de dominarlo.

Parece que lo que configura la humanidad como esfera “distinta de” otras
como la animal, podría ser precisamente su dimensión socio-cultural. Será
pues necesario plantearse ¿Qué es lo natural en el hombre y a qué llamamos
cultura? Desde la antropología cultural, cultura se refiere, en un sentido amplio,
al conjunto de los diversos aspectos de la conducta humana que son
aprendidos y que se transmiten a lo largo de la historia mediante aprendizaje
social. Sin embargo, desde disciplinas como la etología, la noción de cultura se
hace extensiva también a determinadas formas de conducta de otras especies
animales.

Para Cassirer: el hombre no es sólo vida, sino también cultura. El sistema


simbólico es el responsable de la diferencia cualitativa entre el hombre y el
animal: a través del símbolo el hombre ha conseguido abrirse a una nueva
dimensión de lo real, no sólo más amplia, sino cualitativamente nueva; no se
encuentra encerrado en el universo físico, no se encuentra limitado por la
necesidad de una respuesta orgánica, sino que es capaz de retardar dicha
respuesta, y, mientras tanto, en tal retardo ha descubierto todo un mundo, el
mundo de las ideas, de las creaciones y los proyectos.

El animal podrá usar, incluso inventar, instrumentos, pero este poder estará
siempre limitado a un plexo práctico, estará guiado por la necesidad de
satisfacer apetitos. Sólo cuando la inteligencia deja de estar restringida a casos
particulares, sólo cuando rompe estos márgenes abriéndose al universal,
rebasamos el umbral cultural, el umbral propiamente humano. Y, precisamente,
es la función simbólica la que constituye el fundamento de este poder de
universalización. Por lo demás, una inteligencia con capacidad de
universalización, no es otra cosa que una inteligencia racional.

En el análisis de Cassirer, la simbolización actúa sobre lo social modificando


una socialidad previa. Es decir, tanto en el animal como en el humano se
puede detectar un componente social, pero éste no es distinto en sí mismo,
sino que es la simbolización la que introduce la verdadera diferencia.

En este mismo sentido, a juicio de Zubiri, el ser humano, en tanto que


“sustantividad biológica”, comparte con todos los seres vivos la capacidad de
cierta “independencia” y “control específico” sobre el medio en que vive, pero lo
cierto es que en él independencia y control llegan a un nivel tal que el medio
deja de ser medio para convertirse en mundo. Mientras que para el animal, las
realidades se reducen a un proceso estimulativo, en el caso del hombre los
estímulos son aprehendidos como realidades. Los contenidos perceptivos se
presentan en el animal como suscitadores de una respuesta, mientras que el
hombre es capaz de poner en suspenso esa dimensión de estímulo de lo real.
Es desde aquí desde donde se entienden los conceptos de “medio” y “mundo”
zubirianos. El plexo de cosas en formalidad de estimulidad es medio; mientras
que en formalidad de realidad es mundo. Frente al carácter hermético del
medio, el mundo es una respectividad abierta, porque la propia formalidad de
realidad, la aprehensión de realidad como “de suyo”, nos lanza siempre más
allá de lo aprehendido.

En Las estructuras elementales del parentesco Claude Lévi-Strauss,


sostiene que la oposición entre naturaleza y cultura tiene un gran valor lógico
que justifica plenamente su utilización como instrumento metodológico por
parte de la sociología moderna (Lévi-Strauss 1998). Pero, más adelante,
reconoce que ningún análisis real, permite captar el punto en que se produce el
pasaje de los hechos de la naturaleza a los hechos de la cultura. No obstante,
enuncia una aproximación: todas las estructuras universales en el hombre
corresponden al orden de la naturaleza, mientras que todas las estructuras que
estén sujetas a normas pertenecen al orden de la cultura (Lévi-Strauss 1998),
destacando empero, la prohibición del incesto como el hecho social por
excelencia que constituye la unión entre dos órdenes opuestos.

Por su parte, el antropólogo norteamericano Marvin Harris, se ocupa de este


problema teórico-metodológico dando prioridad a la infraestructura como
principal punto de conexión entre la naturaleza y la cultura, oponiéndose,
enérgicamente, a la concepción estructuralista que acabamos de observar.
Para el materialismo cultural de Harris, basado en las teorías clásicas del
marxismo, las sociedades humanas deben hacer frente, en primer lugar a los
problemas de producción, es decir, satisfacer los requisitos mínimos de su
subsistencia. De esta forma, deben también atender los problemas de la
reproducción, evitando aumentos o decrementos que puedan destruir los
efectivos demográficos (Harris 1994).

El antropólogo Clifford Geertz considera que algunas cosas están


intrínsecamente controladas por la naturaleza (no necesitamos aprender a
respirar), mientras otras son claramente culturales (el hecho de que alguien
confíe en el libre mercado), pero casi toda conducta humana compleja es
producto de la interacción de ambas esferas. Entre los planes fundamentales
para nuestra vida que establecen nuestros genes (capacidad de hablar o de
sonreír) y la conducta precisa que en realidad practicamos (hablar inglés o
sonreír burlonamente en determinadas ocasiones) se extiende una compleja
serie de símbolos significativos con cuya dirección transformamos lo primero en
lo segundo; es decir transformamos las capacidades naturales que poseemos
de forma innata, en realidades significativas culturalmente mediadas.

DIVERSIDAD CULTURAL

Ahora bien, esa serie de símbolos significativos que nos permiten


transformar “lo natural” en realidad significativa, es diferente para cada
sociedad. Cada sociedad posee características que definen una “personalidad”
especial de ese grupo. Esas características pueden tener puntos de contacto
con otros grupos, pero el conjunto de estas manifestaciones logra un producto
cultural y social único. Estas singularidades se manifiestan a través de los
diferentes productos culturales o comportamientos, en su producción material y
simbólica, en las actitudes, valores y gustos estéticos.

Desde la perspectiva de la antropología se entiende que el “relativismo


cultural” implica que las creencias, representaciones, prácticas y
comportamientos de una sociedad o grupo cultural determinado deben ser
interpretadas o entenderse solo en el marco de ese grupo o de esa cultura. El
tratar de dar una explicación o interpretación a estas manifestaciones sociales
y culturales desde nuestra propia concepción cultural, implicaría una posición
de tipo etnocentrista. En definitiva el relativismo cultural viene a afirmar que los
juicios éticos o morales no deberían hacerse desde una perspectiva
transcultural sino que deberían basarse en y hacerse desde los conceptos del
grupo con que se trabaje.

El problema de la interculturalidad y el etnocentrismo está vigente en la


globalización actual. Nuestras sociedades posmodernas se enfrentan a nuevos
retos y problemas que solucionar, como el racismo, el nacionalismo o el
fundamentalismo, que tienen su raíz en el etnocentrismo. Richard Rorty
defiende un etnocentrismo leve y moderado para salir del universalismo vacío,
abstracto y caduco, mientras Geertz le critica duramente por incurrir en un
relativismo radical.

La versión posmoderna de este debate se debe quizás a Jean-François


Lyotard Lyotard quien, al igual que Feyerabend mantiene un relativismo
epistemológico y cultural radical, de los distintos discursos culturales: existe
una inconmensurabilidad entre los distintos discursos, ante lo cual sólo cabe un
conversacionalismo simple y libre. El disenso, la activación de las diferencias,
los islotes culturales sin comunicación mutua y la diversidad cultural son los
elementos definidores de la situación. Existe un aislamiento cultural. Las ideas
de diálogo o comunicación intercultural pertenecen al universo moderno de las
que habría que desprenderse. Rorty en cambio afirma que el debate o la
discusión es la única alternativa a la violencia, y que la conversación cultural de
Occidente debe de proseguir.

Lyotard ataca radicalmente la noción de una historia universal del progreso


humano y se pregunta: ¿Frente a la diversidad cultural, podemos seguir
hablando de una historia universal? ¿Frente a la barbarie nazi de los campos
de exterminio, podemos seguir hablando de una racionalidad moderna y de un
pueblo como rey y héroe de la historia? Y Rorty, como buen deweyano, plantea
que podemos contar un relato sobre el progreso de nuestra especie, cuyos
episodios últimos subrayan cómo las cosas han ido yendo mejor en Occidente
en los últimos siglos. Rorty contempla la sociedad liberal occidental como
aquella en que la tecnología y las instituciones democráticas pueden, con
suerte, colaborar para producir un incremento en la igualdad y un decremento
de sufrimiento.

El etnocentrismo descansa en una actitud psicológica antigua, que consiste


en repudiar las formas culturales que son diferentes y alejadas de otras más
cercanas y con las cuales nos identificamos.

Cuando nos enfrentamos al problema del etnocentrismo, estamos obligados


a partir del hecho histórico de que el hombre occidental se ha lanzado a la
conquista de las culturas, dejando tras de sí un reguero de violencia y de
muerte. Occidente, por tanto, se está imponiendo y tiende homogeneizar todas
las diferencias culturales. Y como ha advertido Lévi-Strauss, la humanidad
actualmente parece cristalizarse en una monocultura.

El peso del etnocentrismo se puede ver de forma patente, también en la


construcción intelectual de la historia. El historiador europeo antepone la
historia de Occidente a la del resto del mundo, la historia de Europa a la
historia de Occidente, y la historia nacional a la historia de los vecinos. Ante
esta visión eurocentrista surgió una nueva ciencia social, como la antropología,
que pretende conocer la historia desde el conocimiento etnográfico de los
vencidos. En este sentido, la etnografía pretende resistir y superar el discurso
eurocéntrico del colonizador para dar prioridad a la visión de los vencidos.

Desde esta perspectiva, la antropología se ha ocupado de la variedad de


formas de vida de los humanos, captando la particularidad, la idiosincrasia, la
inconmensurabilidad de cada cultura. Sin embargo, recientemente, el
antropólogo Clifford Geertz ha vislumbrado que la variedad (diversidad cultural)
se está difuminando y se está convirtiendo en un pálido y reducido espectro.
Existe un proceso de difuminación de contrastes culturales, "vivimos cada vez
más en medio de un enorme collage" (Geertz 1996).

La diversidad cultural, por tanto, no se encuentra en espacios lejanos, sino


en nuestra propia aldea, nos encontramos inmersos en una época de mestizaje
y mezcla de diversidades, somos el resultado y producto de un enorme collage.

Normalmente, entendemos por etnocentrismo aquella actitud de un grupo,


que consiste en atribuirse un puesto central con respecto a los otros grupos, en
valorar positivamente sus propias realizaciones y particularidades, frente a los
otros, los diferentes. Así pues, el etnocentrismo tiene dos vertientes, por un
lado es positivo, porque mantiene la cohesión social del grupo y la lealtad de
los miembros a ciertos principios. Y en segundo lugar, un cierto etnocentrismo
radical puede conducirnos a actitudes y fenómenos como el nacionalismo, el
racismo o clasismo social.

Lévi-Strauss no defiende la superioridad de nuestra cultura y civilización


tecnocientífica sobre otras; como etnólogo, estudia las civilizaciones salvajes,
defendiendo que el progreso y la supuesta superioridad de la civilización
occidental se relativizan y muestra sus contradicciones, ambivalencias y su
verdadero antiprogreso (destrucción ecológica). En este sentido, cuestiona el
evolucionismo cultural que valora la civilización occidental como "más
avanzada", frente a los grupos primitivos; y piensa que el pensamiento salvaje
posee la misma complejidad estructural que nuestro pensamiento civilizado.

Lévi-Strauss defiende un etnocentrismo natural y consustancial a nuestra


propia dinámica como especie, un cierto etnocentrismo tenue y moderado.
Considera que el etnocentrismo no es algo malo en sí mismo, sino que, al
menos en la medida en que no se nos vaya de las manos, es más bien bueno.
Trata de prevenirnos de que la globalización y la intensidad de las
comunicaciones pueden ir destruyendo progresivamente las identidades
culturales de cada pueblo. Caminamos hacia una civilización mundial,
destructora de esos viejos particularismos en los que reside el valor de cada
cultura. Desde esta perspectiva, necesitamos un cierto grado de aislamiento
para las culturas y un derecho a la diferencia. No está negando un cierto grado
de acercamiento, pero defiende la necesidad de poner barreras y distancias
interculturales, si queremos mantener la diversidad cultural. Para él son
igualmente perjudiciales tanto la ausencia como el exceso de comunicación
entre las culturas, pues pasado cierto límite, la comunicación puede convertirse
en homogeneización o uniformidad.

Para Clifford Geertz, esta postura nos conduce inexorablemente a un


relativismo cultural radical difícilmente superable, frente al que defiende un
relativismo moderado que no concluye en un escepticismo de la comprensión
que imposibilitaría el desafío moral actual, por lo que se situaría en una
posición moderada entre el particularismo y el universalismo, pues considera
que el mundo se encamina hacia un acuerdo universal sobre asuntos
fundamentales.

Sin embargo, para Richard Rorty, es preferible ser "francamente


etnocéntrico" y asumir que no "podemos salir de nuestra piel" para acceder al
mundo de la razón y la universalidad. Admitir que somos como somos en virtud
de resultados de ciertas evoluciones contingentes, pero que creemos que
nuestras formas de vida son preferibles a otras formas de vida alternativas. En
lugar de "venderles" la idea de que nosotros nos hallamos más cerca de la
racionalidad y de la justicia y ellos se hallan "retrasados" respecto de nosotros
o les falta algo esencial que nosotros poseemos.

El etnocentrismo que Rorty defiende es un etnocentrismo moral, político y


cultural, que aspira a ser fundamentalmente abierto a las alteridades. Un
etnocentrismo inclusivo, cosmopolita, no exclusivo. Este etnocentrismo nos
lleva a ser solidarios con los que están dentro de unas estructuras
socioculturales análogas. La solidaridad es, pues, la tarea de ampliar cada vez
más el ámbito del "nosotros", aunque estos últimos no sean de nuestra cultura
y utilicen un vocabulario final diferente al nuestro; aunque esta tarea de
inclusión tiene una base más emocional que racional (lo que la alejaría de
planteamientos más racionalistas como el de Rawls y Habermas).

Respecto a las diferencias culturales Rorty defiende que un diálogo con


estos pueblos puede ayudarnos a ir transformando mejor nuestras instituciones
liberales. De tal forma, que esas culturas formen o lleguen a formar una
comunidad democrática social cosmopolita. Habría que facilitar encuentros
libres y abiertos de todas las culturas, para crear una sociedad universal en la
que exista una mayor tolerancia y un menor sufrimiento.

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