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I. EL HECHO DE LA ENCARNACIÓN

(1) La Persona Divina de Jesucristo

A. Pruebas del Antiguo Testamento


B. Pruebas del Nuevo Testamento
C. Testimonio de la Tradición

(2) La Naturaleza Humana de Jesucristo

(3) La Unión Hipostática

A. El testimonio de las escrituras


B. Testimonio de la Tradición

II. LA NATURALEZA DE LA ENCARNACIÓN

(1) Nestorianismo
(2) Monofisismo
(3) Monotelismo
(4) Catolicismo

III. EFECTOS DE LA ENCARNACIÓN

(1) Sobre el propio Cristo

A. En el Cuerpo de Cristo
B. En el Alma humana de Cristo
C. En el Dios-Hombre

(2) La adoración de la Humanidad de Cristo


(3) Otros efectos de la Encarnación

 
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La Encarnación.

La Encarnación es el misterio y el dogma de la Palabra hecha carne. En este


sentido técnico la palabra encarnación se adoptó, durante el Siglo XIII,
procedente del latín incarnatio. Los Padres latinos, desde el Siglo IV, hacen uso
común de la palabra; así San Jerónimo, San Ambrosio, San Hilario, etc. El latín
incarnatio (in-caro, carne) corresponde al griego sarkosis o ensarkosis, palabras
que se basan en Juan (1, 14) kai ho Logos sarx egeneto, “Y el Verbo se hizo
carne”. Estos dos términos fueron usados por los Padres griegos desde la época
de San Ireneo – esto es, según Harnack, los años 181-189 (cf. Iren., “Adv. Haer.”
III, 19, n.i.,; Migne, VII, 939). El verbo sarkousthai, hacerse carne, aparece en el
credo del Concilio de Nicea (cf. Denzinger, “Enchiridion”, n.86). En el lenguaje de
la Sagrada Escritura, carne significa, por sinécdoque, naturaleza humana u
hombre (cf. Lucas, 3, 6; Rom., 3, 20). Suárez cree que la elección de la palabra
encarnación ha sido muy adecuada. El hombre es llamado carne para enfatizar
la parte más débil de su naturaleza. Cuando se dice que el Verbo se ha
encarnado, se ha hecho carne, la bondad divina está mejor expresada por
cuanto Dios “se despojó de Sí mismo... y apareció en su porte (schemati) como
hombre” (Filip., 2, 7); tomó sobre Sí mismo no sólo la naturaleza de hombre, una
naturaleza capaz de sufrimiento y enfermedad y muerte, se hizo hombre en todo
excepto sólo en el pecado (cf. Suárez, “De Incarnatione”, Praef. n.5). Los Padres
entonces y ahora utilizan la palabra henanthropesis, el acto de convertirse en
hombre, al que corresponde el término inhumanatio, usado por algunos Padres
latinos, y “Menschwerdung”, corriente en alemán. El misterio de la Encarnación
se expresa en la Escritura por otros términos: epilepsis, el acto de asumir una
naturaleza (Heb. 2, 16); epiphaneia, aparición (II Tim. 1,10); phanerosis hen
sarki, manifestación en la carne (I Tim. 3, 16); somatos katartismos, la
adaptación a un cuerpo, que algunos Padres latinos llaman incorporatio (Heb. 10,
5); kenosis, el acto de despojarse de sí mismo (Filip. 2, 7). En este artículo
trataremos del hecho, naturaleza y efectos de la Encarnación.

 
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I. EL HECHO DE LA ENCARNACIÓN

La Encarnación implica tres hechos: (1) La Persona Divina de Jesucristo; (2) La


Naturaleza Humana de Jesucristo; (3) La Unión Hipostática de la Naturaleza
Humana con la Divina en la Persona Divina de Jesucristo.

(1) La Persona Divina de Jesucristo

Presuponemos la historicidad de Jesucristo –esto es, que fue una persona real
de la historia; el carácter mesiánico de Jesús; el valor histórico y autenticidad de
los Evangelios y los Hechos; el carácter de enviado divino de Jesucristo de ese
modo establecido; el establecimiento de un infalible y perdurable organismo de
enseñanza que tenga y mantenga el depósito de la verdad revelada confiada a él
por el enviado divino; la transmisión de todo ese depósito por tradición y de parte
del mismo por la Sagrada Escritura; el canon e inspiración de las Sagradas
Escrituras – todas estas cuestiones se encontrarán tratadas en sus
correspondientes lugares. Además, damos por supuesto que la naturaleza divina
y la personalidad divina son una e inseparable (ver TRINIDAD). La finalidad de
este artículo es probar que la persona histórica, Jesucristo, es real y
verdaderamente Dios, --esto es, tiene la naturaleza de Dios, y es una persona
divina. La divinidad de Jesucristo está establecida por el Antiguo Testamento, por
el Nuevo Testamento y por la Tradición.

A. Pruebas del Antiguo Testamento

Las pruebas del Antiguo Testamento de la divinidad de Jesús presuponen su


testimonio de Él como el Cristo, el Mesías (ver MESÍAS). Dando entonces por
supuesto que Jesús es el Cristo, el Mesías prometido en el Antiguo Testamento,
de los términos de su promesa resulta seguro que el prometido es Dios, es una
Persona Divina en el sentido estricto de la palabra, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, el Hijo del Padre, uno en naturaleza con el Padre y el Espíritu
Santo. Nuestro argumento es acumulativo. Los textos del Antiguo Testamento
tienen peso por sí mismos; tomados junto a su cumplimiento en el Nuevo
Testamento y con el testimonio de Jesús, sus apóstoles y su Iglesia, forman un
argumento acumulado a favor de la divinidad de Jesucristo que es abrumador en
su fuerza. Las pruebas del Antiguo Testamento las extraemos de los Salmos, de
los Libros Sapienciales y de los Profetas.

(a) Testimonio de los Salmos

Salmo 2, 7. “El Señor me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”


Aquí Yahvéh, esto es, el Dios de Israel, habla al Mesías prometido. Así interpreta
San Pablo el texto (Heb. 1, 5) mientras que prueba la divinidad de Jesús a partir
de los Salmos. Se plantea la objeción de que San Pablo no está aquí
interpretando sino sólo acomodando la Escritura. El aplica las mismas palabras
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del Salmo 2, 7 al sacerdocio (Heb. 5, 5) y a la resurrección (Hechos 13, 33) de


Jesús; pero sólo en un sentido figurado engendra el Padre al Mesías en el
sacerdocio y en la resurrección de Jesús; de ahí que sólo en un sentido figurado
engendra a Jesús como su Hijo. Respondemos que San Pablo habla
figuradamente y acomoda la Escritura en la cuestión del sacerdocio y la
resurrección pero no en la cuestión de la generación eterna de Jesús. Todo el
contexto de este capítulo muestra que hay una cuestión de filiación real y real
divinidad de Jesús. En el mismo versículo, San Pablo aplica a Cristo las palabras
de Yahvéh a David, el arquetipo de Cristo: “Yo seré para él un padre, y él será
para mí un hijo”. (II Reyes 7, 14). En el versículo siguiente, Cristo es mencionado
como primogénito del padre, y es objeto de adoración de los ángeles, pero sólo
Dios es adorado: “Tu trono, oh Dios, es para siempre jamás...Tu Dios, oh Dios, te
ha ungido” (Sal. 44, 7,8). San Pablo refiere estas palabras a Cristo como el Hijo
de Dios (Heb. 1, 9). Seguimos el texto masorético, “Tu Dios, oh Dios”. La versión
de los Setenta y del Nuevo Testamento, ho theos, ho theos sou, “Oh Dios, tu
Dios” es susceptible de la misma interpretación. Por tanto el Cristo es llamado
aquí Dios dos veces; y de su trono o reino se dice que va a ser por toda la
eternidad. Salmo 109, 1: “Dijo el Señor a mi Señor (Heb. Dijo Yahveh a mi
Adonai): Siéntate a mi diestra”. Cristo cita este texto para probar que Él es
Adonai (un término hebreo usado sólo para la deidad), sentado a la derecha de
Yahvéh, que es invariablemente el gran Dios de Israel (Mat. 22, 44). En el mismo
salmo, Yahvéh dice a Cristo: “Antes de la aurora, Yo te engendré”. Por tanto
Cristo es el engendrado de Dios; fue engendrado antes de que el mundo
existiera, y se sienta a la derecha del Padre celestial. Otros salmos mesiánicos
podrían ser citados para demostrar el claro testimonio de estos poemas
inspirados de la divinidad del Mesías prometido.

(b) Testimonio de los Libros Sapienciales

Tan claramente describen estos Libros Sapienciales a la Sabiduría increada


como una Persona Divina distinta de la Primera Persona, que los racionalistas
tienen que recurrir a un subterfugio y afirmar que la doctrina de la Sabiduría
increada fue tomada por los autores de estos libros de la Filosofía neoplatónica
de la escuela de Alejandría. Hay que señalar que en los libros presapienciales
del Antiguo Testamento, el Logos increado, o hrema, es el principio activo y
creativo de Yahvéh (ver Salmos 32, 4; 32, 6; 118, 89; 102, 20; Is. 40, 8; 54, 11).
Más tarde el logos se convirtió en sophia, la Palabra increada se hizo increada
Sabiduría. A la sabiduría se le atribuían todas las obras de creación y providencia
divina (ver Job 26, 12; Prov. 8 y 9; Eccles. 1, 1; 24, 5-12; Sab. 6, 21; 9, 9) En
Sab. 9, 1,2, tenemos un notable ejemplo de atribución de la actividad de Dios
tanto al Logos como a la Sabiduría. Esta identificación del Logos premosaico con
la sabiduría sapiencial y el Logos Joánico (ver LOGOS) es la prueba de que el
subterfugio racionalista no es eficaz. La Sabiduría sapiencial y el Logos Joánico
no son un desarrollo alejandrino de la idea platónica, sino el desarrollo hebraísta
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del premosaico Logos o Palabra increado y creador.

Ahora en cuanto a las pruebas sapienciales: En Eccl. 24, 7, la Sabiduría es


descrita como increada, la “primera nacida del Altísimo antes de todas las
criaturas”, “desde el principio y antes de los siglos me creó” (ibíd., 14). Tan
universal fue la identificación de la Sabiduría con Cristo, que incluso los arrianos
estaban de acuerdo con los Padres en esto; y se afanaban en probar mediante la
palabra ektise, hecho o creado, del versículo 14, que la Sabiduría encarnada fue
creada. Los Padres no respondieron que por la palabra Sabiduría no tenía que
entenderse a Cristo, sino que explicaron que la palabra ektise tenía que ser
interpretada aquí en relación con otros pasajes de la Sagrada Escritura y no
según su significado habitual – el de la versión de los Setenta de Gén. 1, 1. No
conocemos la palabra original hebrea o aramea; puede haber sido la misma
palabra que aparece en Prov. 8, 22: “El Señor me ha poseído (en hebreo, me ha
engendrado por generación; ver Gén. 4, 1) en la primicia de sus caminos, antes
que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui moldeado”. La Sabiduría que
habla de sí misma en el libro del Eclesiástico no puede contradecir lo que la
Sabiduría dice de sí misma en Proverbios y otros lugares. De ahí que los Padres
tuvieran toda la razón al explicar que ektise no significaba hecho o creado en el
sentido estricto del término (ver S. Atanasio, “Sermo ii contra Arianos”, n. 44;
Migne, P.G., XXVI, 239). El Libro de la Sabiduría, también, habla claramente de
la Sabiduría como “la que hizo todas las cosas... una emanación pura de la gloria
del Omnipotente...el brillo de la luz eterna, y el espejo sin mancha de la majestad
de Dios, y la imagen de su bondad” (Sab. 7, 21-26). San Pablo parafrasea este
bello pasaje y lo refiere a Jesucristo (Heb. 1, 3). Está claro, entonces, por el
estudio del texto de los propios libros, por la interpretación de estos libros por
San Pablo, y especialmente, por la interpretación aceptada por los Padres y los
usos litúrgicos de la Iglesia, que la sabiduría personificada de los Libros
sapienciales es la Sabiduría increada, el Logos encarnado de San Juan, el Verbo
hipostáticamente unido a la naturaleza humana, Jesucristo, el Hijo del Padre
Eterno. Los Libros Sapienciales prueban que Jesús fue real y verdaderamente
Dios.

(c) Testimonio de los Libros Proféticos

Los profetas claramente afirman que el Mesías es Dios. Isaías dice: “Vendrá Él
mismo y os salvará” (35, 4); “Preparad el camino de Yahvéh” (40, 3); “Adonai
Yahvéh vendrá con fortaleza” (40, 10). Que Yahvéh es aquí Jesucristo está claro
por la utilización del pasaje por San Marcos (1, 3). El gran profeta de Israel da a
Cristo un nuevo y especial nombre divino: “Será llamado Emmanuel” (Is. 7, 14).
Este nuevo nombre divino San Mateo lo refiere como realizado en Jesús, e
interpreta que significa la divinidad de Jesús. “Se le pondrá por nombre
Emmanuel, que quiere decir, Dios con nosotros” (Mat., 1, 23). También en 9, 6,
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Isaías llama al Mesías Dios: “Un niño nos ha nacido... será llamado Maravilloso
Consejero, Dios Fuerte, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz”. Los católicos
explican que el mismo niño es llamado Dios Fuerte (9, 6) y Emmanuel (7, 14); la
concepción del niño es profetizada en el último versículo, el nacimiento del
mismo niño se profetiza en el primero. El nombre Emmanuel (Dios con nosotros)
explica el nombre que traducimos como “Dios Fuerte”. Es acrítico y prejuicioso
por parte de los racionalistas salir de Isaías y buscar en Ezequiel (32, 21) el
significado “más poderoso entre los héroes” para una palabra que en todos los
demás lugares de Isaías es el nombre de “Dios Fuerte” (ver Is. 10, 21). Teodocio
traduce literalmente theos ischyros; los Setenta lo hacen por “mensajero”.
Nuestra interpretación es la comúnmente admitida por los católicos y por los
protestantes de la escuela de Delitzsch (“Profecías Mesiánicas”, p. 145). Isaías
también llama al Mesías “retoño de Yahvéh” (4, 2), esto es, que el que ha
brotado de Yahvéh es de la misma naturaleza que Él. El Mesías es “Dios nuestro
rey” (Is. 52, 7), “el Salvador enviado por nuestro Dios” (Is. 52, 10, donde la
palabra que traducimos por Salvador es la forma abstracta de la palabra que
traducimos por Jesús); “Yahvéh el Dios de Israel” (Is. 52, 12): “El que es tu
hacedor, Yahvéh de los ejércitos es su nombre” (Is. 54, 5).

Los demás profetas son tan claros como Isaías, aunque no tan detallados, en su
predicción de la divinidad del Mesías. Para Jeremías, es “Yahvéh nuestra
Justicia” (23, 6; también 33, 16). Miqueas habla de la doble venida del Niño, su
nacimiento en el tiempo en Belén y su procesión en la eternidad del padre (5, 2).
El valor mesiánico de este texto se prueba por su interpretación en Mateo (2, 6).
Zacarías hace que Yahvéh hable del Mesías como “mi compañero”; pero un
compañero está en pie de igualdad con Yahvéh (13, 7). Malaquías dice: “He aquí
que envío a mi mensajero, y él preparará el camino delante de mí, y enseguida el
Señor, a quien buscáis, y el ángel de la alianza, a quien deseáis, vendrán a su
templo” (3, 1). El mensajero del que se habla aquí es ciertamente San Juan el
Bautista. Las palabras de Malaquías se interpretan como dichas respecto del
Precursor por el propio Nuestro Señor (Mat., 11, 10). Pero el Bautista preparó el
camino delante de Jesucristo. De ahí que sea Cristo el que hablaba por medio
de las palabras de Malaquías. Pero las palabras de Malaquías son pronunciadas
por Yahvéh, el gran Dios de Israel. De ahí que Cristo o el Mesías y Yahvéh sean
una y la misma Persona divina. El argumento se hace más forzoso incluso por el
hecho de que no sólo es el que habla, Yahvéh Dios de los ejércitos, uno y el
mismo aquí que el Mesías delante del cual iba el Bautista: sino que la venida del
Señor al templo aplica al Mesías un nombre que siempre se reserva para solo
Yahvéh. Ese nombre aparece siete veces (Ex. 23, 17; 34, 23; Is. 1, 24; 3, 1; 10,
16 y 33; 19, 4) fuera de Malaquías, y es clara su referencia al Dios de Israel. El
último de los profetas de Israel da testimonio claro de que el Mesías es el mismo
Dios verdadero de Israel. Este argumento de los profetas en favor de la divinidad
del Mesías es más convincente si se recibe a la luz de la revelación cristiana, a
cuya luz lo presentamos. La fuerza acumulada del argumento está bien expuesta
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en “Cristo en símbolo y profecía” de Maas.

B. Pruebas del Nuevo Testamento

Daremos el testimonio de los cuatro Evangelistas y de San Pablo. El argumento


del Nuevo Testamento tiene un peso acumulado que es abrumador en su
efectividad, una vez que se prueban la inspiración del Nuevo Testamento y el
carácter de enviado divino de Jesús (ver INSPIRACIÓN; CRISTIANISMO). El
proceso de construcción dogmática y apologética católico es lógico y sin fisuras.
Los teólogos católicos establecen primero el organismo de enseñanza al que
Cristo dio su depósito de verdad revelada, para tener, guardar y transmitir ese
depósito sin error ni defecto. Este organismo de enseñanza nos da la Biblia; y
nos da el dogma de la divinidad de Cristo en la Palabra de Dios escrita y no
escrita, esto es, la tradición y la escritura. Cuando la comparamos con la postura
protestante de “la Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia” – no, ni siquiera
algo que nos diga qué es y qué no es la Biblia – la postura católica del organismo
de enseñanza establecido por Cristo, indefectible, sin errores, es inexpugnable.
La debilidad de la postura protestante se evidencia en el asunto de esta misma
cuestión de la divinidad de Jesucristo. La Biblia es la única y sola regla de fe de
los Unitarianos, que niegan la divinidad de Jesús; de los protestantes
modernistas, que hacen de su divinidad una evolución de su conciencia interior;
de todos los demás protestantes, sean los que sean sus pensamientos sobre
Cristo. La fuerza de la postura católica resultará clara para cualquiera que haya
seguido la evolución del Modernismo fuera de la Iglesia y la supresión del mismo
dentro de ella.

(a) Testimonio de los Evangelistas

Aquí damos por supuesto que los Evangelios son auténticos, documentos
históricos que nos han sido dados por la Iglesia como la Palabra inspirada de
Dios. Renunciamos a plantear la cuestión de la dependencia de Mateo respecto
de los Logia, del origen de Marcos a partir de “Q”, de la dependencia literaria o
de otro tipo de Lucas respecto de Marcos; todas estas cuestiones se tratan en
sus lugares apropiados y no pertenecen al proceso de la teología dogmática y
apologética. Aquí tratamos de los cuatro Evangelios como la Palabra inspirada
de Dios. El testimonio de los Evangelios sobre la divinidad de Cristo es de
diversas clases.

Jesús es el Mesías Divino

Los Evangelistas, como hemos visto, refieren las profecías de la divinidad del
Mesías como cumplidas en Jesús (ver Mateo 1, 23; 2, 6; Marcos 1, 2; Lucas 7,
27).
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Jesús es el Hijo de Dios

Según el testimonio de los Evangelistas, el propio Jesús dio testimonio de su


filiación divina. Como enviado divino no podía dar falso testimonio. En primer
lugar, preguntó a sus discípulos en Cesarea de Filipo, “¿Quién dice la gente que
es el Hijo del Hombre?” (Mt. 16, 13). Este nombre Hijo del Hombre era
normalmente usado por el Salvador respecto de Sí mismo; testimoniaba su
naturaleza humana y unidad con nosotros. Los discípulos contestaron que los
demás decían que era uno de los profetas. Cristo les apremió. “Pero vosotros,
¿quién decís que soy yo?” (ibíd. 15) Pedro, como portavoz, replicó: “Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios vivo” (ibíd. 16). A Jesús le satisfizo esta respuesta; le
colocaba por encima de todos los profetas que eran hijos adoptados de Dios; le
hacía Hijo natural de Dios. Pedro no tenía necesidad de especial revelación para
conocer la filiación adoptiva divina de todos los profetas. Esta filiación natural
divina le fue dada a conocer al jefe de los apóstoles sólo por una revelación
especial. “Ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre que está
en los cielos” (ibíd. 17). Jesús claramente asume este importante título en este
sentido enteramente nuevo y especialmente revelado. Admite que es el Hijo de
Dios en el pleno sentido de la palabra.

En segundo lugar, encontramos que permitió a los demás darle este título y
demostrar mediante el acto de adoración efectiva que ellos interpretaban como
real la filiación. Los posesos caían y le adoraban y el espíritu inmundo gritaba “Tú
eres el Hijo de Dios” (Mc. 3, 12). Sus discípulos le adoraban y decían,
“Verdaderamente eres el Hijo de Dios” (Mt. 14, 33). Y no sugería Él que se
equivocaban al darle el homenaje debido a solo Dios. El centurión en el Calvario
(Mt. 27, 54; Mc. 15, 39), el evangelista San Marcos (1, 1), el hipotético testimonio
de Satán (Mt. 4, 3) y de los enemigos de Cristo (Mt. 27, 40) todos muestran que
Jesús fue llamado y estimado como el Hijo de Dios. El propio Jesús claramente
asume el título. Constantemente habla de Dios como “Mi Padre” (Mt. 7, 21; 10,
32; 11, 27; 15, 13; 16, 17, etc.).

En tercer lugar, el testimonio de Jesús sobre su filiación divina está bastante


claro en los Sinópticos, como vemos por los argumentos precedentes y veríamos
por la exégesis de otros textos; pero es aún quizá más evidente en Juan. Jesús
indirecta pero claramente asume el título cuando dice: “¿Cómo decís que aquél a
quien el Padre ha santificado y enviado al mundo blasfema por haber dicho Yo
soy el Hijo de Dios?...el Padre está en Mí y Yo en el Padre” (Juan 10, 36,38). Un
testimonio incluso más claro se da en la narración de la curación del ciego en
Jerusalén. Jesús dice: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” Él respondió, diciendo:
“¿Quién es, Señor, para que crea en Él? Y Jesús le dijo: Le has visto; el que está
hablando contigo. Y él dijo: Creo, Señor. Y postrándose, le adoró” (Juan, 9, 35-
38). Aquí como en otros lugares, el acto de adoración es permitido, y de este
modo se da asentimiento implícito a la afirmación de la filiación divina de Jesús.
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En cuarto lugar, igualmente ante sus enemigos, Jesús hizo indudable profesión
de su filiación divina en el sentido real y no en el figurado de la palabra; y los
judíos entendieron que decía que era realmente Dios. Su manera de hablar ha
sido algo esotérica. A menudo hablaba en parábolas. Quería entonces, como
quiere ahora, que la fe sea “la evidencia de las cosas que no se ven” (Heb. 11,
1). Los judíos intentaban hacerle caer en una trampa, para lo que hacían que
hablara abiertamente. Le encontraron en el pórtico de Salomón y dijeron:
“¿Hasta cuando nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo
abiertamente” (Juan 10, 24). La respuesta de Jesús es típica. Los desconcierta
durante un rato; y al final les dice la tremenda verdad: “El Padre y Yo somos uno”
(Juan 10, 30). Ellos traen piedras para matarlo. Él les pregunta por qué. Les hace
admitir que le han comprendido bien. Responden: “ No queremos apedrearte por
ninguna buena obra, sino por blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces a ti
mismo Dios” (ibíd. 33). Estos mismos enemigos hacen una clara afirmación de la
pretensión de Jesús la última noche que Él pasó en la tierra. Dos veces
comparece ante el Sanedrín, la suprema autoridad de la esclavizada nación
judía. La primera vez el sumo sacerdote, Caifás, se levantó y le preguntó: “Te
conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt. 26,
63). Jesús antes había guardado silencio. Ahora su misión pedía una respuesta.
“Tú lo has dicho” (ibíd. 64). La respuesta fue probablemente –a la manera
semítica – una repetición de la pregunta con tono de afirmación en vez de
interrogación.

San Mateo registra esa respuesta de una forma que podría dejar alguna duda en
nuestras mentes, si no tuviéramos el relato de San Marcos de la misma
respuesta. Según San Marcos, Jesús responde clara y simplemente: “Yo soy”
(Mc. 14, 62). El contexto de San Mateo aclara la dificultad respecto al significado
de la respuesta de Jesús. Los judíos comprendían que se hacía igual a Dios.
Probablemente se habrían reído y mofado de su pretensión. Él continuó: “Sin
embargo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la
derecha del poder de Dios, y venir sobre las nubes del cielo” (Mt. 26, 64). Caifás
desgarró sus vestiduras y acusó a Jesús de blasfemia. Todos se unieron
condenándolo a muerte por la blasfemia de la que ellos le acusaban. Claramente
entendían que Él afirmaba ser el verdadero Hijo de Dios; y Él les permitió
entenderlo así, y condenarle a muerte por esta interpretación y rechazo de su
afirmación.

Sería estar ciego a la verdad evidente negar la fuerza de este testimonio a favor
de que Jesús afirmara ser el verdadero Hijo de Dios. La segunda comparecencia
de Jesús ante el Sanedrín fue como la primera; por segunda vez se le preguntó
para que dijera claramente: “¿Eres tú el Hijo de Dios?” Él respondió: “Vosotros lo
decís: Yo soy”. Ellos comprendieron que hacía una afirmación de divinidad.
“¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?, pues nosotros mismos lo hemos oído
de su propia boca” (Lucas 22, 70,71). Este doble testimonio es especialmente
importante, en cuanto que se hace ante el Gran Sanedrín, y en cuanto que es
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causa de la sentencia de muerte. Ante Pilatos, los judíos presentan al principio


un mero pretexto. “Hemos encontrado a éste alborotando, prohibiendo pagar
tributo al César y diciendo que él es Cristo Rey” (Lucas 23, 2) ¿Cuál fue el
resultado? ¡Que Pilatos no encontró causa de muerte en Él! Los judíos buscaron
otro pretexto. “Solivianta al pueblo... desde Galilea hasta aquí” (Ibíd. 5). Este
pretexto fracasa.

Pilatos remite el caso de sedición a Herodes. Herodes no encuentra la acusación


de sedición digna de seria consideración. Una vez más los judíos presentan un
nuevo subterfugio. Una vez más Pilatos no encuentra causa en Él. Al final los
judíos declaran su motivo real contra Jesús. Al decir que se ha proclamado rey y
promovido una sedición y rehusado el tributo al César, se esfuerzan en hacer
creer que ha violado la ley romana. El motivo real de su queja no era que Jesús
violaba la ley romana, sino que ellos le acusaban como violador de la ley judía.
¿Cómo? “Nosotros tenemos una ley; y según esa ley debe morir, porque se tiene
por Hijo de Dios” (Juan 19, 7). La acusación era muy seria; motivó que el
gobernador romano incluso “se atemorizase aún más”. ¿A qué ley se referían
aquí? No hay duda. Es la terrible ley del Levítico: “El que blasfeme el nombre de
Yahvéh será muerto; toda la comunidad le lapidará. Sea forastero o nativo, si
blasfema el Nombre, morirá” (Lev. 24, 16). En virtud de esta ley, los judíos
estuvieron a menudo a punto de lapidar a Jesús; en virtud de esta ley, le
reprendieron a menudo por blasfemo, cuantas veces se presentó Él como Hijo de
Dios; en virtud de esta misma ley, pedían ahora su muerte. Está simplemente
fuera de cuestión que estos judíos tuvieran intención de acusar a Jesús de la
asunción de esa filiación adoptiva de Dios que todo judío tenía por sangre y todo
profeta había tenido por especial don gratuito de la gracia de Dios.

En quinto lugar, sólo podemos dar un resumen de otras utilizaciones del título
Hijo de Dios con relación a Jesús. El ángel Gabriel anuncia a María que su hijo
“será llamado Hijo del Altísimo” (Lucas 1, 32); “el Hijo de Dios” (Lucas 1, 35); San
Juan habla de Él como “Hijo único del Padre” (Juan 1, 14); en el Bautismo de
Jesús y en su Transfiguración, una voz del cielo exclama: “Este es mi hijo muy
amado” (Mt. 3, 17; Mc. 1, 11; Lc. 3, 22; Mt. 17, 3); San Juan declara como
auténtico propósito de su Evangelio “que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios” (Jn. 20, 31).

En sexto lugar, en el testimonio de Juan, Jesús se identifica absolutamente con


el Padre divino. Según Juan, Jesús dice: “el que me ve a mí, ve al Padre” (ibíd.
14, 9). San Atanasio enlaza este claro testimonio a otro testimonio de Juan: “El
Padre y Yo somos uno” (ibíd. 10, 30); y establece por tanto la consustancialidad
del Padre y el Hijo. San Juan Crisóstomo interpreta el texto en el mismo sentido.
Una última prueba de Juan está en las palabras que cierran su primera Epístola:
“ Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que
conozcamos al verdadero Dios, y estemos en su verdadero Hijo. Este es el
verdadero Dios y la vida eterna” (I Jn. 5, 20). Nadie niega que “el Hijo de Dios”
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que ha venido sea Jesucristo. Este Hijo de Dios es el “verdadero Hijo” del
“verdadero Dios”; de hecho, este verdadero hijo del Verdadero Dios, esto es,
Jesús, es el verdadero Dios y es la vida eterna. Tal es la exégesis de este texto
dada por todos los Padres que lo han interpretado (ver Corluy, “Spicilegium
Dogmatico-Biblicum”,ed. Gandavi, 1884, II, 48).

Todos los Padres que han interpretado o citado este texto, refieren outos a
Jesús, e interpretan “Jesús es el verdadero Dios y la vida eterna”. Surge la
cuestión de que la frase “verdadero Dios” (ho alethismos theos) siempre se
refiere, en Juan, al Padre. Sí, la frase está consagrada al Padre, y aquí se usa
precisamente por eso, para demostrar que el Padre que es, en este mismo
versículo, llamado en primer lugar “el verdadero Dios”, es uno con el Hijo que es
llamado en segundo lugar “el verdadero Dios” en el mismísimo versículo. Esta
interpretación se realiza mediante el análisis gramatical de la frase; el pronombre
este (outos) se refiere por necesidad al sustantivo más próximo, esto es, su
verdadero Hijo Jesucristo. Además, el Padre no es llamado nunca “vida eterna”
por Juan; mientras que el término se lo asigna él a menudo al Hijo (Jn. 11, 25;
14, 6; I Jn. 1, 2; 5, 11-12). Estas citas prueban más allá de toda duda que los
evangelistas dan testimonio de la filiación natural y real divina de Jesucristo.

Fuera de la Iglesia Católica, está hoy de moda intentar explicar todas estas
utilizaciones de la frase Hijo de Dios, como si, en realidad, no significaran la
filiación divina de Jesús, sino, presumiblemente su filiación adoptiva – una
filiación debida bien a su pertenencia a la raza judía o bien derivada de su
carácter mesiánico. Contra ambas explicaciones se alzan nuestros argumentos;
contra la última explicación se alza el hecho de que en ningún lugar del Antiguo
Testamento se da la expresión Hijo de Dios como nombre peculiar al Mesías.
Los protestantes avanzados de este Siglo XX no están satisfechos con este
último y anticuado intento de explicar el título de Hijo de Dios asumido. Para ellos
sólo significa que Jesús era un judío (un hecho que es ahora negado por Paul
Haupt).

Ahora tenemos que afrontar la extraña anomalía de ministros del Cristianismo


que niegan que Jesús sea el Cristo. Antiguamente se consideraba un
atrevimiento que un unitariano se llamara cristiano y negara la divinidad de
Jesús; ahora se encuentran “ministros del Evangelio” que niegan que Jesús es
Cristo, el Mesías (ver artículos en el Hibbert Journal para 1909, por el Reverendo
Mr. Roberts, también los artículos reunidos bajo el título”¿Jesús o Cristo?”
Boston, 19m.).

Dentro de los límites de la Iglesia también, no faltan algunos que siguieron la


tendencia del Modernismo en medida tal como para admitir que en ciertos
pasajes, la expresión “Hijo de Dios” en su aplicación a Jesús, presuntamente
sólo significa la filiación adoptiva de Dios. Contra estos escritores se publicó la
condena de la proposición: “En todos los textos de los Evangelios, el nombre Hijo
12

de Dios es meramente el equivalente del nombre Mesías, y no significa en


manera alguna que Cristo sea el Hijo verdadero y natural de Dios” (ver decreto
“Lamentabili”, S. Off., 3-4 de Julio de 1907, proposición xxxii). Este decreto no
afirma ni siquiera implícitamente que toda utilización del nombre “Hijo de Dios” en
los Evangelios signifique Filiación natural y verdadera de Dios. Los teólogos
católicos defienden generalmente la proposición de que cuantas veces, en los
Evangelios, se usa el nombre “Hijo de Dios” en singular, de manera absoluta y
sin ninguna explicación adicional, como nombre propio de Jesús, significa
invariablemente la Filiación Divina natural y verdadera de Jesucristo (ver Billot,
“De Verbo Incarnato”, 1904, p. 529). Corluy un estudioso muy prudente de los
textos originales y de las versiones de la Biblia, declaraba que, cuantas veces se
da a Jesús en el Nuevo Testamento el título de Hijo de Dios, este título tiene la
significación inspirada de Filiación natural divina; por este título se dice que
Jesús tiene la misma naturaleza y sustancia que el Padre celestial (ver
Spicilegium, II, p. 42).

Jesús es Dios

San Juan afirma con claras palabras que Jesús es Dios. El propósito
determinado por el anciano discípulo era enseñar la divinidad de Jesús en el
Evangelio, las Epístolas y el Apocalipsis que nos ha dejado; fue incitado a la
acción contra los primeros herejes que atacaban a la Iglesia. “Salieron de entre
nosotros, pero no eran de los nuestros. Pues si hubieran sido de los nuestros, sin
duda habrían permanecido con nosotros” (I Jn. 2, 19). No confesaban a
Jesucristo con esa confesión que tenían obligación de hacer (I Jn. 4, 3).

El Evangelio de Juan nos da la más clara confesión de la divinidad de Jesús.


Podemos traducir del texto original:”En el principio era la Palabra, y la Palabra
estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn. 1, 1). Las palabras ho theos (con el
artículo) significan en el griego de Juan, el Padre. La expresión pros ton theon
recuerda forzosamente al to pros ti de Aristóteles. Esta forma aristotélica de
expresar relación encuentra su semejante en la filosofía platónica, neoplatónica y
alejandrina; y fue la influencia de esta filosofía alejandrina en Éfeso y en otros
lugares la que Juan se dispuso a combatir. Era, entonces, totalmente natural que
Juan adoptara algo de la fraseología de sus enemigos, y por la expresión ho
logos en pros ton theon diera a entender el misterio de la relación entre el Padre
y el Hijo: “la Palabra estaba con el Padre”, esto es, incluso en el principio. De
cualquier modo la oración theos en ho logos significa “la Palabra era Dios”. Este
significado se subraya, en la irresistible lógica de San Juan, por el siguiente
versículo: “Todo se hizo por ella”.
13

La Palabra, entonces, es la Creadora de todas las cosas y es verdadero Dios.


¿Quién es la Palabra? Se hizo carne y habitó entre nosotros (versículo 14); y de
esta Palabra dio testimonio Juan el Bautista (versículo 15). Pero ciertamente fue
Jesús, según Juan el Evangelista, quien habitó entre nosotros en la carne y de
quien el Bautista dio testimonio. De Jesús dice el Bautista: “Este es aquel de
quien dije: Viene un hombre detrás de mí que se ha puesto delante de mí”
(versículo 30). Este testimonio y otros pasajes del Evangelio de San Juan son tan
claros que los racionalistas modernos se protegen de su fuerza afirmando que
todo el Evangelio es una contemplación mística y en absoluto una narración de
hechos (ver JUAN, EVANGELIO DE SAN).

Los católicos no pueden sostener esta opinión que niega la historicidad de Juan.
El Santo Oficio, en el decreto “Lamentabili”, condenó la siguiente proposición:
“Las narraciones de Juan no son historia propiamente dicha sino una
contemplación mística del Evangelio: los discursos contenidos en su Evangelio
son meditaciones teológicas sobre el misterio de la salvación y están
desprovistas de verdad histórica” (ver prop. 16).

(b) Testimonio de San Pablo

No es propósito determinado de San Pablo, fuera de la Epístola a los Hebreos,


probar la divinidad de Jesucristo. El gran apóstol da por asegurado este principio
fundamental del Cristianismo. Aun así, tan claro es el testimonio de Pablo sobre
este hecho de la divinidad de Cristo, que los racionalistas y los luteranos
racionalistas de Alemania se han esforzado en escapar de la fuerza del
testimonio del apóstol rechazando su forma de Cristianismo como no acorde con
el Cristianismo de Jesús. De ahí que exclamen: Los von Paulus, züruck zu
Christus”; esto es, “Lejos de Pablo, vuelta a Cristo” (Ver Jülicher, “Paulus und
Christus” ed. Mohr, 1909). Damos por supuesta la historicidad de la Epístolas de
Pablo; para un católico, el Cristianismo de San Pablo es uno y el mismo que el
Cristianismo de Cristo. (Ver PABLO, SAN).

A los Romanos, Pablo escribe: “Dios habiendo enviado a su propio Hijo, en una
carne semejante a la del pecado” (8, 3). A su propio Hijo (ton heautou) envía el
padre, no a un Hijo por adopción. Los ángeles son por adopción hijos de Dios;
participan de la naturaleza del Padre por los dones que libremente Él les ha
concedido. No así el propio Hijo del Padre. Como hemos visto, Él es más el
vástago del Padre que lo son los ángeles ¿Cuánto más? En cuanto que es
adorado como es adorado el Padre. Tal es el argumento de Pablo en el primer
capítulo de la Epístola a los Hebreos. Por tanto, en la teología de San Pablo, el
propio Hijo del Padre, a quien los ángeles adoran, que fue engendrado en el hoy
de la eternidad, que fue enviado por el Padre, claramente existía antes de su
manifestación en la carne, y es, como cuestión de hecho, el gran “Yo soy el que
14

soy” – el Yahvéh que habló a Moisés en el Horeb.

Esta identificación de Cristo con Yahvéh parecería ser indicada, cuando San
Pablo habla de Cristo como ho on epi panton theos, “el que está por encima de
todas las cosas, Dios bendito por los siglos” (Rom. 9, 5). Esta interpretación y
puntuación son sancionadas por todos los padres que han utilizado el texto;
todos refieren a Cristo las palabras “El que es Dios sobre todo”. Petavius (De
Trin. 11,9, n.2) cita quince, entre los que están Ireneo, Tertuliano, Cipriano,
Atanasio, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Agustín, e Hilario. La versión Peshitta
tiene la misma traducción que hemos dado. Alford, Trench, Westcott y Hort, y la
mayor parte de los protestantes son unánimes con nosotros en esta
interpretación.

Esta identificación de Cristo con Yahvéh es más clara en la Primera Epístola a


los Corintios. De Cristo se dice que fue el Yahvéh del Éxodo: “Y todos bebieron
la misma bebida espiritual (pues bebieron de la roca espiritual que les seguía, y
la roca era Cristo)” (10, 4). Fue a Cristo a quien algunos de los israelitas
“tentaron, y perecieron por las serpientes” (10, 10); fue contra Cristo contra quien
“algunos de ellos murmuraron, y perecieron bajo el exterminador” (10, 11). San
Pablo toma la traducción de los Setenta de Yahvéh como ho kyrios, y hace de
este título distintivo de Jesús. Los Colosenses están amenazados de engaño por
la filosofía (2, 8). San Pablo les recuerda que creen según Cristo; “porque en Él
reside toda la plenitud de la Divinidad (pleroma tes theotetos) corporalmente” (2,
9); y no deben rebajarse tanto como para dar a los ángeles a los que no ven la
adoración que sólo se debe a Cristo (2, 18,19). “Porque en Él fueron creadas
todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos,
las dominaciones, los principados y potestades; todas las cosas fueron creadas
por Él y para Él” (eis auton). Él es la causa y el fin de todas las cosas, incluso de
los ángeles a quienes los colosenses estaban tan extraviados como para
preferirle a Él (1, 16). Los cultos macedonios de Filipos son enseñados que en “el
nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los
abismos; y que toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor en la gloria de
Dios padre” (2, 10,11). Esta es la misma genuflexión que se ordena hacer a los
romanos ante el Señor y a los judíos ante Yahvéh (ver Rom. 14, 6; Is. 14, 24). El
testimonio de San Pablo podría darse con mucha mayor extensión. Estos textos
son sólo los principales entre muchos otros que aportan el testimonio de Pablo
sobre la divinidad de Jesucristo.

C. Testimonio de la Tradición

Las dos fuentes principales de donde extraemos nuestra información sobre la


Tradición, o Palabra de Dios no escrita, son los Padres de la Iglesia y los
concilios ecuménicos.
15

(a) Los Padres de la Iglesia

Los Padres son prácticamente unánimes en enseñar explícitamente la divinidad


de Jesucristo. El testimonio de muchos ha sido dado en nuestra exégesis de los
textos dogmáticos que prueban que Cristo era Dios. Tomaría demasiado espacio
citar adecuadamente a los Padres. Nos limitaremos a los de las épocas
apostólica y apologética. Al unir estos testimonios a los de los Evangelistas y de
San Pablo, podemos ver claramente que el Santo Oficio tenía razón al condenar
estas proposiciones del Modernismo: “La divinidad de Cristo no está probada por
los Evangelios sino que es un dogma que la conciencia cristiana ha desarrollado
a partir de la noción de un Mesías. Se puede dar por seguro que el Cristo que
nos muestra la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la Fe” (ver prop.
27 y 29 del Decreto “Lamentabili”).

San Clemente de Roma (años 93-95, según Harnack), en su primera epístola a


los corintios, 16, 2, habla del “Señor Jesucristo, el Cetro del Poder de Dios”
(Funk, “Patres Apostolici”, ed.Tübingen, 1901, p. 118), y describe, citando a
Isaías 3, 1-12, la humillación que fue predicha y vino a suceder en la
autoinmolación de Jesús. Como los escritos de los Padres Apostólicos son muy
escasos, y en absoluto apologéticos, sino más bien devotos y exhortativos, no
buscaremos en ellos esa clara y llana defensa de la divinidad de Cristo que se
evidencia en los escritos de los apologistas y Padres posteriores.

El testimonio de S. Ignacio de Antioquía (años 110-117, según Harnack) es casi


el de la época apologética, en cuyo espíritu parece haber escrito a los efesios.
Puede muy bien ser que en Éfeso estuvieran haciendo estragos las mismas
herejías que unos diez años antes o, según la cronología de Harnack, en la
misma época, San Juan había tratado de destruir escribiendo su Evangelio. Si
esto es así, comprendemos la audaz confesión de la divinidad de Jesucristo que
este gran confesor de la Fe formula en sus salutaciones, al principio de su carta
a los efesios. “Ignacio... a la Iglesia...que está en Éfeso... en la voluntad del
Padre y de Jesucristo Nuestro Dios (tou theou hemon)”. Dice: “El Médico en Uno,
de la carne y del espíritu, engendrado y no engendrado, que fue Dios en carne
(en sarki genomenos theos)... Jesucristo Nuestro Señor” (c. vii; Funk, I, 218).
“Pues Nuestro Dios Jesucristo fue llevado en el vientre por María” (c. xviii, 2;
Funk, I, 226). A los romanos escribe: “Pues Nuestro Dios Jesucristo, que
permanece en el Padre, es incluso más manifiesto” (c. iii, 3; Funk, I, 256).

El testimonio de la carta de Bernabé: “He aquí, de nuevo, que Jesús no es el hijo


del hombre sino el Hijo de Dios, hecho manifiesto en forma de carne. Y puesto
que los hombres iban a decir que Cristo era hijo de David, el mismo David,
temiendo y comprendiendo la malicia de los inicuos, profetizó: Dijo el Señor a mi
16

Señor...He aquí como David le llama el Señor y no hijo” (c. xiii; Funk, I, 77).

En la época apologética, San Justino Mártir (Harnack, año 150) escribía: “Puesto
que la Palabra es el primogénito de Dios, es también Dios” (Apol. 1, n. 63; P.G.,
VI, 423). Es evidente por el contexto que Justino entiende por la Palabra a
Jesucristo; ya había dicho que Jesús era la Palabra antes de hacerse hombre, y
utilizaba para manifestarse la forma de fuego o de alguna otra imagen
incorpórea. San Ireneo prueba que Jesucristo es correctamente llamado el único
y solo Dios y Señor, en cuanto que se dice que todas las cosas han sido creadas
por Él (ver “Adv. Haer.”, III, viii, n.3; P.G., VII, 868; libro IV, 10, 14, 36). El
Deutero-Clemente (Harnack, año 166; Sanday, año 150) insiste: “Hermanos,
creemos en Jesucristo como en el mismo Dios, como Juez de los vivos y los
muertos” (ver Funk, I, 184). San Clemente de Alejandría (Sanday, año 190) habla
de Cristo como “verdadero Dios sin controversia alguna, el igual del Señor de
todo el universo, puesto que es el Hijo y la Palabra está en Dios” (Cohortatio ad
Gentes, c. x; P.G., VIII, 227).

(b) Escritores paganos

Al testimonio de estos Padres de las épocas apostólica y apologética, añadimos


algunos testimonios de escritores contemporáneos paganos. Plinio (año 107)
escribió a Trajano que los cristianos tenían costumbre de reunirse antes de
amanecer y cantar alabanzas “a Cristo como Dios” (Epist. 10, 97). El emperador
Adriano (año 117) escribía a Serviano que muchos egipcios se habían hecho
cristianos, y que los conversos al Cristianismo estaban “obligados a adorar a
Cristo”, puesto que era su Dios (ver Saturnino, c. vii). Luciano se burla de los
cristianos porque han sido persuadidos por Cristo “a renunciar a los dioses de los
griegos y a adorarle a Él atado a una cruz” (De Morte Peregrini, 13). Aquí se
puede mencionar también el conocido graffito que caricaturiza la adoración del
Crucificado como Dios. Esta importante contribución a la arqueología se
encontró, en 1857, en una pared del Paedagogium, una parte interior de la
Domus Gelotiana del Palatino, y está ahora en el Museo Kircher de Roma. Tras
el asesinato de Calígula (año 41) esta parte interior de la Domus Gelotiana se
convirtió en una escuela de formación de pajes de la corte, llamada el
Paedagogium (ver Lanciani, “Ruinas y Excavaciones de la antigua Roma”, ed.
Boston, 1897, p. 186).

Este hecho y el lenguaje del graffito conduce a considerar que el paje que se
burló de la religión de uno de sus compañeros se ha convertido así en un testigo
importante de la adoración cristiana de Jesús como Dios en el Siglo I o, como
muy tarde, II. El graffito representa a Cristo en una cruz y en plan de burla le dota
de una cabeza de asno; un paje está toscamente esbozado de rodillas y con las
manos extendidas en actitud de plegaria; la inscripción dice “Alexamenos adora a
su Dios” (Alexamenos sebetai ton theon). Celso acusa a los cristianos
precisamente sobre la base de que creen que Dios se hizo hombre (ver
17

Orígenes, “Contra Celsum”, IV, 14; P.G., XI, 1043). Arístides escribió al
emperador Antonino Pío (años 138-161) lo que parece haber sido una apología
en pro de la Fe de Cristo: “El mismo se llamó Hijo de Dios; y ellos enseñan de Él
que bajó del cielo y se hizo carne de una virgen hebrea” (ver “Theol.
Quartalschrift”, Tübingen, 1892, p. 535).

(c) Testimonio de los Concilios

El primer concilio ecuménico de la Iglesia fue convocado para definir la divinidad


de Jesucristo y condenar a Arrio y su error (ver ARRIO). Antes de esa época, los
herejes habían negado este gran dogma fundamental de la Fe; pero los Padres
habían sido unánimes en la tarea de refutar el error y resistir la marea de la
herejía. Ahora la marea de la herejía era tan fuerte como para necesitar de la
autoridad de la Iglesia universal para resistirla. En su “Thalia”, Arrio enseñaba
que la Palabra no era eterna (en pote ote ouk en) ni engendrada por el Padre,
sino creada de la nada (ex ouk onton hehonen ho logos); y aunque fue antes de
que el mundo existiera, aun así era algo hecho, una cosa creada (poiema o
ktisis). Contra esta audaz herejía, el Concilio de Nicea (325) definió el dogma de
la Divinidad de Cristo en los términos más claros: “Creemos... en un solo Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, el Unigénito, engendrado por el Padre (hennethenta ek
tou patros monogene), esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de
Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma
naturaleza que el Padre (homoousion to patri) por Quien todo fue hecho” (ver
Denzinger, 54).

(2) La Naturaleza Humana de Jesucristo

Los gnósticos enseñaban que la materia era por su propia naturaleza mala, algo
así como en la actualidad los seguidores de la Ciencia cristiana enseñan que es
un “error de la mente mortal”; por tanto Cristo como Dios no ha tenido un cuerpo
material, y su cuerpo era sólo aparente. Estos herejes, llamados doketae incluían
a Basílides, Marción, los maniqueos y otros. Valentín y otros admitían que Jesús
tuvo un cuerpo, pero algo celestial y etéreo; por tanto Jesús no nació de María,
sino que su cuerpo aéreo pasó a través de su cuerpo virginal.

Los apolinaristas admitían que Jesús tuvo un cuerpo ordinario, pero le negaban
un alma humana; la naturaleza divina tomó el lugar de la mente racional. Contra
todas estas diversas formas de herejía que niegan que Cristo sea verdadero
hombre se alzan incontables y clarísimos testimonios de la Palabra escrita y no
escrita de Dios. El título característico de Jesús en el Nuevo Testamento es Hijo
del Hombre; aparece unas ochenta veces en los Evangelios; era el título que
18

acostumbraba a darse a Sí mismo. La frase es aramea, y parecería ser una


forma idiomática de decir “hombre”. La vida, muerte y resurrección de Cristo
sería todo una mentira si Él no fuera un hombre; y nuestra Fe sería vana (I Cor.
15, 14). “Porque hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús hombre” (I Tim. 2, 5). Por eso Cristo incluso enumera las
partes de su cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies, soy Yo mismo; palpadme y
ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo” (Lc. 24,
39).

San Agustín dice sobre este asunto: “Si el Cuerpo de Cristo era una fantasía,
entonces Cristo erró; y si Cristo erraba, no es la Verdad. Pero Cristo es la
Verdad; por tanto su Cuerpo no es una fantasía” (QQ lxxxiii, q. 14; P.L. XL, 14).
Respecto al alma humana de Cristo, la Escritura es igualmente clara. Sólo un
alma humana puede haber estado triste y turbada. Cristo dice: “Mi alma está
triste hasta la muerte” (Mt. 26, 38). “Ahora mi alma está turbada” (Jn. 12, 27).

Su obediencia al Padre celestial y a María y José supone un alma humana (Jn. 4,


34; 5, 30; 6, 38; Lc., 22, 42). Finalmente Jesús nació realmente de María (Mt. 1,
16), nacido de mujer (Gál. 4, 4), después de que el ángel prometió que sería
concebido por María (Lc. 1, 31); esta mujer es llamada la madre de Jesús (Mt. 1,
18; 2, 11; Lc. 1, 43; Jn. 2, 3); de Cristo se dice que es realmente la descendencia
de Abraham (Gál. 3, 16), el hijo de David (Mt.1,1) nacido del linaje de David
según la carne (Rom. 1, 3), y descendiente de la sangre de David (Hech. 2, 30).
Tan claro es el testimonio de la Escritura sobre la perfecta naturaleza humana de
Jesucristo, que los Padres sostienen como principio general que cualquier cosa
que la Palabra no hubiera asumido no se salvaría, esto es, no recibiría los
efectos de la Encarnación.

(3) La unión hipostática de la naturaleza divina y la naturaleza humana de


Jesús en la persona divina de Jesucristo

Aquí consideramos esta unión como un hecho; la naturaleza de esta unión será
analizada después. Ahora nuestro propósito es probar que la naturaleza divina
estaba real y verdaderamente unida con la naturaleza humana de Jesús, esto es,
que una y la misma persona, Jesucristo, era Dios y hombre. No hablamos aquí
de una unión moral, ni de unión en sentido figurado de la palabra; sino de una
unión que es física, una unión de dos sustancias o naturalezas de forma que
hagan una persona, una unión que signifique que Dios es hombre y que el
hombre es Dios en la persona de Jesucristo.
19

A. El Testimonio de la Sagrada Escritura

San Juan dice: “La Palabra se hizo carne” (1, 14), esto es, el que era Dios en el
Principio (1, 2) y por quien todo fue hecho (1, 3), se hizo hombre. Según el
testimonio de San Pablo, la misma persona, Jesucristo, “siendo de condición
divina [en morphe Theon hyparxon] ... se despojó de sí mismo, tomando
condición de siervo [morphe doulou labon]” (Filip. 2, 6,7)Es siempre una y la
misma persona, Jesucristo, de quien se dice es Dios y Hombre, o se le atribuyen
predicados que denotan su naturaleza humana y divina. Del autor de la vida
(Dios) se dice que ha sido muerto por los judíos (Hech. 3, 15); pero no podía ser
muerto si no fuera hombre.

B. Testimonio de la Tradición

Las primeras formulaciones del credo hacen todas profesión de fe, no en un


Jesús que es Hijo de Dios y en otro Jesús que es hombre y fue crucificado, sino
“en un solo Señor Jesucristo, el Unigénito del Padre, que se hizo hombre por
nosotros y fue crucificado”.

Las fórmulas varían, pero la sustancia de cada credo invariablemente atribuye a


uno y el mismo Jesucristo los predicados de la esencia divina y de hombre (ver
Denzinger, “Enchiridion”). Franzelin (tesis xvii)llama especialmente la atención al
hecho de que, mucho antes de la herejía de Nestorio, según Epifanio (Ancorat.,
II, 123, en P.G., XLII, 234), fuera costumbre en la Iglesia Oriental proponer a los
catecúmenos un credo que era mucho más detallado que el propuesto a los
fieles; y este credo decía: “Creemos... en un Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
engendrado por Dios Padre...que es de la sustancia del Padre...que por nosotros
los hombres descendió y se hizo carne, esto es, fue perfectamente engendrado
de María siempre Virgen por el Espíritu Santo; que se hizo hombre, esto es, tomó
perfecta naturaleza humana, alma y cuerpo y mente y todo lo que es humano
salvo el pecado, sin la semilla del hombre; no en otro hombre, sino en sí mismo
Él se hizo carne en una santa unidad [eis mian hagian henoteta]; no como
inspiró, habló y obró en los profetas, sino que se hizo perfectamente hombre;
pues la Palabra se hizo carne, no porque experimentara un cambio ni
intercambiara su divinidad por la humanidad, sino porque unió a su carne en una
única santa totalidad y divinidad [eis mian ...heautou hagian teleioteta te kai
theoteta]” “La única santa totalidad”, considera Franzelin, significa personalidad,
una persona que es un sujeto individual y completo de actos racionales. Este
credo de los catecúmenos atribuye incluso la divinidad a la totalidad, esto es, el
hecho de que la persona individual de Jesús es una persona divina y no humana.
De esta intrincada cuestión hablaremos más adelante.

El testimonio de la tradición respecto al hecho de la unión de las dos naturalezas


en la única persona de Jesús está claro no sólo por los símbolos o credos en uso
antes de la condena de Nestorio, sino también por las palabras de los Padres
20

anteriores a Nicea. Ya hemos dado las citas clásicas de San Ignacio Mártir, San
Clemente de Roma, San Justino Mártir, en todas las cuales se atribuyen a una
persona, Jesucristo, las acciones o atributos de Dios y del hombre. Melitón,
obispo de Sardes (hacia 176), dice: “Puesto que el mismo (Cristo) era al mismo
tiempo Dios y hombre perfecto, hizo evidentes para nosotros sus dos
naturalezas; su naturaleza divina por los milagros que obró durante los tres años
después de su bautismo; su naturaleza humana por los treinta años que vivió
antes, durante los cuales la modestia de la carne cubría y escondía todos los
signos de la divinidad, aunque era al mismo tiempo verdadero y eterno Dios”
(Frag. vii en P.G., V, 1221).

San Ireneo, hacia el final del Siglo II, alega: “Si una persona sufría y otra persona
permanecía incapaz de sufrir; si una persona nació y otra persona descendió
sobre el que había nacido y tiempo después lo dejó, se comprueba que no era
una sino dos personas... mientras que el apóstol sólo conoció a uno que nació y
que sufrió” (“Adv. Haer.”, III, xvi, n.9, en P.G., VII, 928). Tertuliano aporta un firme
testimonio: ¿No fue Dios realmente crucificado? ¿No murió realmente como
realmente fue crucificado?” (“De Carne Christi”, c.v, en P.L. II, 760).

II. LA NATURALEZA DE LA ENCARNACIÓN

Hemos tratado del hecho de la Encarnación, esto es, el hecho de la naturaleza


divina de Jesús, el hecho de la naturaleza humana de Jesús, el hecho de la
unión de estas dos naturalezas en Jesús. Ahora abordamos la cuestión crucial
de la naturaleza de este hecho, la manera de este tremendo milagro, la forma de
unirse la naturaleza divina con la humana en una y la misma persona. Arrío
había negado el hecho de esta unión. Ninguna otra herejía quebró y desgarró el
cuerpo de la Iglesia en tan gran medida en esta cuestión de hecho tras la
condena de Arrío en el Concilio de Nicea (325). Pronto surgió una nueva herejía
en la explicación del hecho de la unión de las dos naturalezas en Cristo.

Nicea había, en realidad, definido el hecho de la unión; no había definido


explícitamente la naturaleza de ese hecho; no había dicho si la unión era moral o
física. El concilio había implícitamente definido la unión de las dos naturalezas en
una hipóstasis, una unión llamada física en oposición a la mera yuxtaposición o
conjunción de las dos naturalezas llamada una unión moral. Nicea había
profesado fe en “Un solo Señor Jesucristo... Dios verdadero de Dios verdadero...
que se hizo carne, se hizo hombre y sufrió”. Esta fe era en una persona que era
al mismo tiempo Dios y hombre, esto es, tenía al mismo tiempo naturaleza divina
y humana. Tal enseñanza era una definición implícita de todo lo que más tarde
fue negado por Nestorio. Encontraremos al gran Atanasio, durante cincuenta
años el decidido enemigo del heresiarca, interpretando el decreto de Nicea justo
en este sentido; y Atanasio debe haber conocido el sentido pretendido por Nicea,
en donde fue el antagonista del hereje Arrio.
21

(1) Nestorianismo

A despecho de los esfuerzos de Atanasio, Nestorio, que había sido elegido


Patriarca de Constantinopla (428), encontró una excusa para evitar la definición
de Nicea. Nestorio llamaba a la unión de las dos naturalezas una misteriosa e
inseparable conjunción (synapheian), pero no admitía que la unidad (enosin) en
el estricto sentido de la palabra fuera el resultado de esta conjunción (ver
“Serm.”, ii, n. 4; xii, n.2, en P.L., XLVIII).

La unión de las dos naturalezas no es física (physike) sino moral, una mera
yuxtaposición en el estado de ser (schetike); la Palabra habita en Jesús como
Dios habita en el justo (loc. cit.); la forma de habitar de la Palabra en Jesús es,
sin embargo, más excelente que la forma de habitar Dios en el hombre justo por
la gracia, puesto que la forma de habitar la Palabra se propone la Redención de
toda la humanidad y la más perfecta manifestación de la actividad divina (Serm.
vii, n. 24); como una consecuencia, María es la Madre de Cristo (Christotokos),
no la Madre de Dios (Theotokos).

Como es habitual en estas herejías orientales, el refinamiento metafísico de


Nestorio era falaz, y le condujo a la negación práctica del misterio que él mismo
se había propuesto explicar. Durante la discusión que suscitó Nestorio, se
esforzó en explicar que su teoría de la habitación (enoikesis) era enteramente
suficiente para mantenerlo dentro de las exigencias de Nicea; insistió en que “el
hombre Jesús debía ser co-adorado con la unión divina y Dios todopoderoso [ton
te theia synapheia to pantokratori theo symproskinoumenon anthropon]” (Serm.,
vii, n.35); forzosamente negaba que Cristo fueran dos personas, pero lo
proclamaba como una persona (prosopon) hecha de dos sustancias.

La unicidad de la persona era sin embargo sólo moral, y en absoluto física. A


despecho de lo que Nestorio dijo como pretexto para salvarse de la etiqueta de
herejía, continua y explícitamente negaba la unión hipostática (enosin kath
hypostasin, kata physin, kat ousian), esa unión de entidades físicas y sustancias
que la Iglesia defiende en Jesús; él afirmaba una yuxtaposición en autoridad,
dignidad, energía, relación y estado de ser (synapheia kat authentian, axian,
energeian, anaphoran, schesin); y mantenía que los Padres de Nicea en ningún
momento habían dicho que Dios hubiera nacido de la Virgen María (Sermo v,
nn.5 y 6).

Nestorio con esta distorsión del sentido de Nicea claramente iba en contra de la
tradición de la Iglesia. Antes de que negara la unión hipostática de las dos
naturalezas en Jesús, esa unión había sido enseñada por los más grandes
Padres de su tiempo. San Hipólito (hacia 230) enseñaba: “la carne [sarx]
separada del Logos no tenía hipóstasis [oude... hypostanai edynato, era incapaz
de actuar como principio de actividad racional], pues su hipóstasis estaba en la
22

Palabra” (Contra Noet., n. 15, en P.G. X, 823).

San Epifanio (hacia 365): “El Logos unió cuerpo, mente, y alma en una totalidad
e hipóstasis espiritual” (“Haer.”, xx, n.4, en P.G., XLI, 277). “El Logos hizo que la
carne subsistiera en la hipóstasis del Logos [eis heauton hypostesanta ten
sarka]” (“Haer.”, cxxvii, n.29, en P.G., XLII, 684).

San Atanasio (hacia 350): “Yerran quienes dicen que hay una persona que es el
Hijo que sufrió, y otra que no sufrió...; la carne se hizo propia de Dios por
naturaleza [kata physin], no porque se hiciera consustancial con la divinidad del
Logos como si con eso se hiciera coeterna, sino que se hizo carne propia de
Dios por su misma naturaleza [kata physin]”. En todo este discurso (“Contra
Apollinarium”, I, 12, en P.G., XXXVI, 1113), San Atanasio ataca directamente los
especiosos pretextos de los arrianos y los argumentos que Nestorio más tarde
asumió, y defiende la unión de dos naturalezas físicas en Cristo [kata physin],
como opuesta a la mera yuxtaposición o conjunción de las mismas naturalezas
[kata physin].

San Cirilo de Alejandría (hacia 415) hace uso de la misma fórmula más a
menudo incluso que los demás Padres; llama a Cristo “la Palabra unida en
naturaleza con la carne [ton ek theou Patros Logon kata physin henothenta sarki]
(“De Recta Fide”, n. 8, en P.G., LXXVI, 1210). Para otras y muy numerosas citas,
ver Petavius (111, 4). Los Padres siempre explican que esta unión física de las
dos naturalezas no significa el entremezclarse de las naturalezas, ni tal unión
implicaría cambio en Dios, sino sólo tal unión como era necesaria para explicar el
hecho de que una Persona Divina tuviera naturaleza humana como su propia
naturaleza verdadera junto con su naturaleza divina.

El Concilio de Éfeso (431) condenó la herejía de Nestorio, y definió que María


era madre en la carne de la Palabra de Dios hecha carne (canon I). Anatematizó
a todo el que negara que la Palabra de Dios Padre se unió con la carne en una
hipóstasis (kath hypostasin); a todo el que negara que hay un solo Cristo con
carne que es suya propia; a todo el que negara que el mismo Cristo es Dios y
hombre al mismo tiempo (canon II). En los restantes diez cánones, redactados
por San Cirilo de Alejandría, el anatema está directamente dirigido a Nestorio. “Si
en el único Cristo alguien divide las sustancias, después de que han sido unidas,
y las pone juntas meramente por medio de una yuxtaposición [mone symapton
autas synapheia] de honor o de autoridad o de poder y no más bien por una
unión en una unidad física [synode te kath henosin physiken], sea condenado”
(canon III). Estos doce cánones condenan por partes los diversos subterfugios de
Nestorio. San Cirilo veía la herejía que acechaba en frases que parecían
bastante inocentes a los confiados. Incluso la teoría de la co-adoración es
condenada como un intento de separar en Jesús la naturaleza divina de la
humana dando a cada una una hipóstasis separada (ver Denzinger, “Enchiridion”
23

ed. 1908, nn. 113-26).

(2) Monofisismo

La condena de la herejía de Nestorio salvó para la Iglesia el dogma de la


Encarnación, “el gran misterio de piedad” (I Tim. 3, 16), pero le hizo perder una
porción de sus hijos que, aunque reducidos a cantidades insignificantes, aún
permanecen separados de su guarda.

La unión de las dos naturalezas en una persona se salvó. La batalla por el


dogma aún no estaba ganada. Nestorio había postulado dos personas en
Jesucristo. Pronto empezó una nueva herejía. Postulaba una sola persona en
Jesús, y esa era la persona divina. Fue aún más lejos. Fue demasiado lejos. La
nueva herejía defendía una sola naturaleza, además de una persona en Jesús.
El jefe de esta herejía era Eutiques. Sus seguidores fueron llamados monofisitas.
Divergían en sus formas de explicarse. Unos pensaban que las dos naturalezas
estaban entremezcladas en una. De otros se dice que han elaborado una
especie de conversión de lo humano en divino. Todos fueron condenados en el
Concilio de Calcedonia (451).

Este Cuarto Concilio Ecuménico de la Iglesia definió que Jesucristo permaneció,


tras la Encarnación, “perfecto en divinidad y perfecto en humanidad...
consustancial con el Padre según su divinidad, consustancial con nosotros según
su humanidad... uno y el mismo Cristo, el Hijo, el Señor, el Unigénito, ha de ser
reconocido en dos naturalezas no entremezcladas, no cambiadas, no divisibles,
no separables” (ver Denzinger, n. 148). Por esta condena del error y definición de
la verdad, el dogma de la Encarnación fue una vez más salvado para la Iglesia.
Una vez más una amplia porción de fieles de la Iglesia Oriental se perdieron para
su madre.

El monofisismo dio lugar a las Iglesias nacionales de Siria, Egipto y Armenia.


Estas iglesias nacionales siguen siendo heréticas, aunque en los últimos tiempos
se han constituido ritos católicos llamados ritos sirios, coptos y armenios
católicos. Los ritos católicos, como los caldeos católicos, son menos numerosos
que los heréticos.

(3) Monotelismo

Uno supondría que no había más espacio para la herejía en la explicación de la


naturaleza de la Encarnación. Siempre hay espacio para la herejía en materia de
explicación de un misterio, si uno no oye al organismo de enseñanza infalible al
24

cual y únicamente al cual Cristo confió sus misterios para tenerlos y guardarlos y
enseñarlos hasta el fin de los tiempos. Tres Patriarcas de la Iglesia Oriental
dieron origen, por lo que sabemos, a la nueva herejía. Estos tres heresiarcas
fueron Sergio, el Patriarca de Constantinopla, Ciro, el Patriarca de Alejandría, y
Atanasio, el Patriarca de Antioquía.

San Sofronio, el Patriarca de Jerusalén, permaneció fiel y denunció a sus


colegas patriarcas ante el Papa Honorio. Su sucesor en la sede de Pedro, San
Martín, valerosamente condenó el error de los tres patriarcas orientales, que
admitían los decretos de Nicea, Éfeso y Calcedonia; defendían la unión de dos
naturalezas en una Persona Divina, pero negaban que esta Persona Divina
tuviera dos voluntades. Su principio se expresó por las palabras, en thelema kai
mia energeia, por lo que parece que querían decir que tenía una voluntad y una
actividad, esto es, sólo un principio de acción y de pasión en Jesucristo y ese
único principio divino.

Estos herejes fueron llamados monotelitas. Su error fue condenado por el Sexto
Concilio Ecuménico (el Tercer Concilio de Constantinopla, 680). Éste definió que
en Cristo había dos voluntades naturales y dos actividades naturales, la divina y
la humana, y que la voluntad humana no era en absoluto contraria a la divina,
sino más bien perfectamente sujeta a ésta. (Denzinger, n. 291). El emperador
Constante envió a San Martín al exilio al Quersoneso. Sólo tenemos noticias de
un grupo de monotelitas. Los maronitas, alrededor del monasterio de Juan
Maron, se convirtieron del monotelismo en la época de las Cruzadas y han sido
fieles a la fe desde entonces. Los demás monotelitas parecen haber sido
absorbidos en el monofisismo, o más tarde en el cisma de la Iglesia Bizantina.

El error del monotelismo es claro a la luz tanto de la escritura como de la


Tradición. Cristo hizo actos de adoración (Jn. 4, 22), humildad (Mt. 11, 29),
reverencia (Heb. 5, 7). Estos actos son los de una voluntad humana. Los
monotelitas negaban que hubiera una voluntad humana en Cristo. Jesús oró:
“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya” (Lc. 22, 42). Aquí es cuestión de dos voluntades, la del Padre y la de Cristo.
La voluntad de Cristo estaba sujeta a la voluntad del Padre. “Como el Padre me
ha ordenado, obro yo” (Jn. 14, 31). Se hizo obediente hasta la muerte (Filip. 2, 8).
La voluntad divina en Jesús no podía estar sujeta a la voluntad del padre, con la
que realmente se identificaba.

(4) La fe católica

Hasta aquí tenemos lo que es de Fe en esta cuestión de la naturaleza de la


Encarnación. Las naturalezas divina y humana están unidas en una Persona
Divina de forma tal que siguen siendo exactamente las que eran, a saber,
25

naturalezas divina y humana con actividades propias distintas y perfectas.

Los teólogos van más lejos en su intento de dar alguna explicación del misterio
de la Encarnación, de forma tal que, al menos, muestren que no hay en ello
contradicción, nada a lo que la recta razón no pueda con seguridad adherirse.
Esta unión de las dos naturalezas en una persona ha sido llamada durante siglos
unión hipostática, esto es, una unión en la Hipóstasis Divina. ¿Qué es una
hipóstasis? La definición de Boecio es clásica: rationalis naturae individua
substantia (P.L., LXIV, 1343), un todo completo cuya naturaleza es racional. Este
libro es un todo completo; su naturaleza no es racional; no es una hipóstasis.
Una hipóstasis es un todo racional individual.

Santo Tomás define la hipóstasis como substantia cum ultimo complemento (III:
2:3, ad 2um), una sustancia en su integridad. La Hipóstasis añade a la noción de
sustancia racional esta idea de integridad; la idea de sustancia racional no
incluye esta noción de integridad. La naturaleza humana es el principio de las
actividades humanas; pero sólo una hipóstasis, una persona, puede ejercer estas
actividades.

Los escolásticos discuten la cuestión de si la hipóstasis tiene algo más de


realidad que la naturaleza humana. Para entender la discusión, uno necesita
estar versado en Filosofía escolástica. Sea lo que sea en el caso de la naturaleza
humana que no está unida con la divina, la naturaleza humana que está unida
hipostáticamente con la divina, esto es, la naturaleza humana que la Hipóstasis o
Persona Divina asume en Sí misma, tiene ciertamente más realidad unida a ella
que la que tendría la naturaleza humana de Cristo si no estuvieran
hipostáticamente unidas en la Palabra.

El Logos divino identificado con la naturaleza divina (Unión Hipostática) significa


entonces que la Hipóstasis Divina (o Persona, o Palabra, o Logos) se apropia
Ella misma de la naturaleza humana, y toma desde todos los puntos de vista el
lugar de la persona humana. De esta manera, la naturaleza humana de Cristo,
aunque no una persona humana, no pierde nada de la perfección del hombre
perfecto; pues la Persona Divina ocupa el lugar de la humana.

Ha de recordarse que, cuando la Palabra se hizo carne, no hubo cambio en la


Palabra; todo el cambio fue en la carne. En el momento de la concepción, en el
vientre de la Santísima Madre, por medio de la fuerza de la actividad de Dios, no
sólo fue creada el alma humana de Cristo sino que la Palabra asumió al hombre
que era concebido. Cuando Dios creó al mundo, el mundo cambió, esto es, pasó
del estado de no entidad al estado de existencia; y no hubo cambio en el Logos o
Palabra Creadora de Dios Padre. Ni hubo cambio en ese Logos cuando empezó
a concluir la naturaleza humana. Sobrevino una nueva relación, sin duda; pero
esta nueva relación no implicaba nueva realidad en el Logos, ningún cambio real;
toda la nueva realidad, todo el cambio real, estaba en la naturaleza humana.
26

Quienquiera desee adentrarse en esta intrincadísima cuestión de la forma de la


Unión Hipostática de las dos naturalezas en la única Personalidad Divina, puede
con gran provecho leer a Santo Tomás (III: 4: 2); a Escoto (en III, Dist., i); (De
Incarnatione, Disp. II, sec.3); Gregorio de Valencia (en III, D. i, q. 4). Cualquier
texto moderno de teología dará diversas opiniones respecto a la forma de la
unión de la Persona que asume con la naturaleza asumida.

III. EFECTOS DE LA ENCARNACIÓN

(1) Sobre el propio Cristo

A. En el Cuerpo de Cristo

¿Eliminó la unión con la naturaleza divina todas las imperfecciones corporales?


Los monofisitas estaban divididos en dos partidos por esta cuestión. Los
católicos sostienen que, antes de la Resurrección, el Cuerpo de Cristo estaba
sujeto a todas las debilidades corporales a las que la naturaleza humana no
asumida está sujeta universalmente; tal como el hambre, la sed, el dolor, la
muerte. Cristo tuvo hambre (Mt., 4, 2), sed (Jn. 19, 28), se fatigó (Jn. 4, 6) sufrió
el dolor y la muerte.”No tenemos un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas: sino uno probado en todo como nosotros,
excepto en el pecado” (Heb. 2, 18).

Todas estas debilidades corporales no fueron producidas milagrosamente por


Jesús; eran el resultado natural de la naturaleza humana que Él asumió. Claro
que podían haber sido impedidas y fueron libremente queridas por Cristo. Eran
parte de la oblación libre que comenzó en el momento de la Encarnación. “Por
eso al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has
formado un cuerpo” (Heb. 10, 5).

Los Padres niegan que Cristo asumiera la enfermedad. No hay mención en la


escritura de ninguna enfermedad de Jesús. La enfermedad no es una debilidad
que corresponda necesariamente a la naturaleza humana. Es verdad que la
mayor parte de la humanidad sufre enfermedades. No es verdad que alguna
enfermedad específica sea sufrida por toda la humanidad. No todos los hombres
han de haber pasado el sarampión. Ninguna enfermedad concreta pertenece
universalmente a la naturaleza humana; por tanto ninguna enfermedad concreta
fue asumida por Cristo. San Atanasio da la razón de que sería indecoroso que
pudiese curar a los demás el que no se curó a Sí mismo (P.G., XX, 133).

Las debilidades debidas a la vejez son comunes a la humanidad. Si Cristo


27

hubiera vivido hasta la vejez, habría sufrido tales debilidades tal como sufrió las
debilidades que son comunes a la infancia. La muerte por vejez le habría llegado
a Jesús, si no hubiera sido muerto violentamente (ver San Agustín, “De Peccat.”,
II, 29; P-L-, XLIV, 180).

El carácter razonable de estas imperfecciones corporales en Cristo es claro a


partir del hecho de que Él asumió la naturaleza humana para dar satisfacción por
el pecado de esa naturaleza. Ahora bien, para dar satisfacción por el pecado de
otro hay que aceptar la pena de ese pecado. De ahí que sea adecuado que
Cristo asumiera sobre Sí todas las penas del pecado de Adán que son comunes
al hombre que se adecuan, o al menos no son inapropiadas a la Unión
Hipostática. (Ver Summa Theologica III: 14 para otros razones). Igual que Cristo
no tomó sobre Sí la enfermedad, así no tuvo otras imperfecciones, que no son
comunes a la humanidad. San Clemente de Alejandría (III Paedagogus, c. 1),
Tertuliano (De Carne Christi, c. ix), y algunos otros autores enseñaban que Cristo
era deforme. Malinterpretaban las palabras de Isaías: “No tenía apariencia, ni
presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar” etc. (53, 2). Las
palabras se refieren sólo al Cristo sufriente.

Los teólogos ahora son unánimes en la opinión de que Cristo fue de porte noble
y constitución hermosa, tal como un hombre perfecto debe ser; pues Cristo era,
en virtud de su Encarnación, un hombre perfecto (ver Stentrup, “Cristología”,
tesis lx, lxi).

B. Sobre el Alma humana de Cristo

(a) En la voluntad

Impecabilidad

El efecto de la Encarnación sobre la voluntad humana de Cristo fue dejarla libre


en todo excepto sólo el pecado. Era absolutamente imposible que mancha
alguna de pecado pudiera ensuciar el alma de Cristo. Ni acto pecaminoso de la
voluntad ni hábito pecaminoso del alma están en armonía con la Unión
Hipostática. El hecho de que Cristo nunca pecó es un artículo de fe (ver Concilio
de Éfeso, canon X, en Denzinger, 122, en donde la impecabilidad de Cristo está
implícita en la definición de que no se ofreció a Sí mismo por Sí mismo, sino por
nosotros). Este hecho de la impecabilidad de Cristo es evidente en la Escritura.
“No hay pecado en Él” ( I Jn. 3, 5). “A quien no conoció pecado, lo hizo pecado
por nosotros”, esto es, una víctima por el pecado (II Cor. 5, 21).

La imposibilidad de un acto pecaminoso de Cristo es enseñada por todos los


teólogos, pero explicada diversamente. Günther defendía una imposibilidad
consiguiente solamente a la previsión divina de que no pecaría (Vorschule, II,
441). Esto no es imposibilidad en absoluto. Cristo es Dios. Es absolutamente
28

imposible, antecedente a la previsión divina, que Dios permitiera a su carne


pecar. Si Dios permitiera pecar a su carne, podría pecar, esto es, podría
rechazarse a Sí mismo, ser infiel a sus atributos divinos. Los escotistas enseñan
que esta imposibilidad de pecar, antecedente a la previsión divina, no se debe a
la Unión Hipostática, sino que es como la imposibilidad de pecar de los
bienaventurados, y se debe a una Providencia divina especial (ver Escoto, en III,
d. 13, Q. I). Santo Tomás (III: 15: 1) y todos los tomistas, Suárez (d. 33, 2),
Vázquez (d. 11, c. 3) de Lugo (d. 26, 1, n. 4) y todos los teólogos de la Compañía
de Jesús enseñan la ahora casi universalmente admitida explicación de que la
absoluta imposibilidad de un acto pecaminoso por parte de Cristo se debía a la
unión hipostática de su naturaleza humana con la divina.

Libertad

La voluntad de Cristo siguió siendo libre tras la Encarnación. Esto es un artículo


de fe. La Escritura es muy clara en este punto. “Después de probarlo, no quiso
beber” (Mt. 27, 34). “Quiero, queda limpio” (Mt. 8, 3). La libertad de Cristo fue tal
como Él la merecía. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y
muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó “ (Filip. 2, 8). “El cual en lugar del gozo
que se le proponía, soportó la cruz” (Heb. 12, 2). Que Cristo fue libre en la
cuestión de la muerte, es la enseñanza de todos los católicos; de otro modo el no
habría merecido ni satisfecho por nosotros con su muerte. Precisamente cómo
reconciliar esta libertad de Cristo con la imposibilidad suya de cometer pecado ha
sido siempre una cruz para los teólogos. Se han dado unas diecisiete
explicaciones (ver Summa Theologica III: 47: 3, ad. 3; Molina, “Concordia”, d. 53,
membr. 4).

(b) En el intelecto

Los efectos de la Unión Hipostática en el conocimiento de Cristo se tratarán en


un artículo específico.

(c) Santidad de Cristo

La humanidad de Cristo fue santificada por una doble santidad: la gracia de


unión y la gracia santificante. La gracia de unión, esto es, la Unión Sustancial e
Hipostática de las dos naturalezas en la Palabra Divina, es llamada la santidad
sustancial de Cristo.

San Agustín dice: “Tunc ergo sanctificavit se in se, hoc est hominem se in Verbo
se, quia unus est Christus, Verbum et homo, sanctificans hominem in Verbo”
(Cuando la Palabra se hizo carne entonces, en realidad, se santificó a Sí misma
en Sí misma, esto es, Ella misma como hombre en Ella misma como Palabra;
puesto que Cristo es una Persona, Palabra y Hombre, y hace santa su
naturaleza humana en la santidad de su naturaleza divina). (In Johan. Tract. 108,
29

n. 5, en P.L. XXXV, 1916). Aparte de esta santidad sustancial de la gracia de la


Unión Hipostática, había en el alma de Cristo la santidad accidental llamada
gracia santificante. Esta es la enseñanza de San Agustín, San Juan Crisóstomo,
San Cirilo de Alejandría, y en general de los Padres. La Palabra estaba “llena de
gracia” (Jn. 1, 14), y “de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia”
(Jn. 1, 16). La Palabra no estaría llena de gracia, si le faltara alguna gracia que
fuera adecuada a su naturaleza humana. Todos los teólogos enseñan que la
gracia santificante es una perfección adecuada a la humanidad de Cristo. El
Cuerpo Místico de Cristo es la Iglesia de la que es Cabeza Cristo (Rom. 12, 4; I
Cor. 12, 11; Ef. 1, 20; 4, 4; Col. 1, 18; 2, 10). En este sentido específico es en el
que decimos que la gracia fluye de la Cabeza a través de los canales o
sacramentos de la Iglesia – a través de las venas del Cuerpo de Cristo.

Los teólogos generalmente enseñan que desde el mismo comienzo de su


existencia, Él recibió la plenitud de gracia santificante y otros dones
sobrenaturales (excepto la fe, la esperanza y la virtud moral de la penitencia); y
que nunca aumentó esos dones ni esa gracia santificante. Pues aumentarlo sería
hacerse más agradable a la Divina Majestad, y esto era imposible en Cristo. De
ahí que San Lucas lo que quiere decir (2, 52) es que Cristo mostraba cada vez
más día tras día los efectos de la gracia en su apariencia externa.

(d) Gustos y antipatías

La Unión Hipostática no privaba al alma humana de Cristo de sus gustos y


antipatías. Los afectos de un hombre, las emociones de un hombre fueron suyas
en tanto en cuanto fueran adecuadas a la gracia de unión, en tanto en cuanto no
fueran desordenadas. San Agustín lo argumenta bien: “Los afectos humanos no
estaban fuera de lugar en Aquel en quien había real y verdaderamente un cuerpo
humano y un alma humana” (De Civ. Dei, XIV, ix, 3). Encontramos que estaba
expuesto a la ira contra la ceguera de corazón de los pecadores (Mc. 3, 5); al
temor (Mc. 14, 33); a la tristeza (Mt. 26, 37): a las afecciones sensibles de
esperanza, de deseo, y de alegría. Estos gustos y aversiones estaban bajo el
entero control de la voluntad de Cristo. El fomes peccati, el combustible del
pecado – esto es, esos gustos y aversiones que no están bajo absoluto y pleno
control de la recta razón y del fuerte poder de la voluntad – no podía, como es
obvio, haber estado en Cristo. Él no podía ser tentado por tales gustos y
antipatías para pecar. Si hubiera asumido esta culpa de pecado no habría estado
en armonía con la absoluta y sustancial santidad que está implícita por la gracia
de la unión en el Logos.
30

C. Sobre el Dios-Hombre
(Deus-Homo, theanthropos)

Uno de los efectos más importantes de la unión de la naturaleza divina y de la


naturaleza humana en una Persona es un intercambio mutuo de atributos, divino
y humano, entre Dios y el hombre, la Communicatio Idiomatum. El Dios-Hombre
es una Persona, y a Él en concreto se pueden aplicar los predicados que se
refieren a la Divinidad tanto como los que se refieren a la humanidad de Cristo.
Podemos decir que Dios es hombre, que nació, murió, fue enterrado. Estos
predicados se refieren a la Persona cuya naturaleza es humana, tanto como
divina; a la Persona que es hombre, tanto como a Dios. No queremos decir que
Dios, en cuanto Dios, naciera; pero Dios, que es hombre, nació. No podemos
predicar la Divinidad en abstracto de la humanidad en abstracto, ni la Divinidad
en abstracto del hombre concreto, ni viceversa; ni el Dios concreto de la
humanidad abstracta, ni viceversa. Predicamos lo concreto de lo concreto: Jesús
es Dios; Jesús es hombre; el Dios-Hombre estuvo triste; el Hombre–Dios fue
muerto. Algunas formas de hablar no deben emplearse, no porque no puedan ser
explicadas correctamente, sino porque pueden fácilmente ser malinterpretadas
en un sentido herético.

(2) La adoración de la humanidad de Cristo

La naturaleza humana de Cristo, hipostáticamente unida con la naturaleza divina,


es adorada con el mismo culto que la naturaleza divina (ver ADORACIÓN).
Adoramos la Palabra cuando adoramos al hombre Cristo; pero la Palabra es
Dios. La naturaleza humana de Cristo no es en absoluto la razón de nuestra
adoración a Él; la razón es sólo su naturaleza divina. El objeto íntegro de nuestra
adoración es la Palabra Encarnada; el motivo de la adoración es la Divinidad de
la Palabra Encarnada. El objeto parcial de nuestra adoración puede ser la
naturaleza humana de Cristo: el motivo de la adoración es el mismo motivo de
adoración que se extiende al objeto entero. Por tanto, el acto de adoración de la
Palabra Encarnada es el mismo acto absoluto de adoración que abarca a la
naturaleza humana. La Persona de Cristo es adorada con el culto llamado de
latría. Pero el culto que se debe a una persona se le debe en similar manera a
toda la naturaleza de esa persona y a todas sus partes. De ahí que, puesto que
la naturaleza humana es la verdadera y real naturaleza de Cristo, esa naturaleza
humana y todas sus partes sean objeto del culto llamado de latría, esto es,
adoración. Aquí no entraremos en la cuestión de la adoración del Sagrado
Corazón de Jesús. (Para la Adoración de la Cruz, CRUZ Y CRUCIFIJO, subtítulo
II).
31

(3) Otros efectos de la Encarnación

Los efectos de la Encarnación en la Santísima Madre y en nosotros, se


encontrarán tratados en sus respectivas materias específicas (Ver GRACIA;
JUSTIFICACIÓN, Inmaculada Concepción, Santísima Virgen María).

Padres de la Iglesia: S. IRENEO, Adversus Haer.; S. ATANASIO, De


Incarnatione Verbi; IDEM, Contra Arianos; S. AMBROSIO, De Incarnatione; S.
GREGORIO DE NISA, Antirrheticus adversus Apollinarium; IDEM, Tractatus ad
Theophilum contra Apollinarium; los escritos de S. GREGORIO NACIANZENO,
S. CIRILO DE ALEJANDRIA, y otros que atacaron a los Arrianos, Nestorianos,
Monofisitas y Monotelitas.
Escolásticos: STO. TOMÁS, Summa Theologica, III, QQ. 1-59; S.
BUENAVENTURA, Brevil., IV; IDEM, en III Sent.; BELLARMINO, De Christo
Capite Tolius Ecclesia, Controversiae., 1619; SUAREZ, De Incarnatione, DE
LUGO, De Incarnatione, III; PETAVIUS, De incarn. Verbi: Theologia Dogmatica,
IV.
32

II. La formación del dogma cristológico

J.A. Riestra
Diccionario de Teología
Eunsa, Pamplona 2006, pp. 519-526

Sumario

1. Introducción.- 2. Los primeros siglos.- 3. Los siete primeros


concilios ecuménicos: a) Las primeras controversias; b) la crisis
nestoriana; c) La controversia monofisita; d) La crisis monotelita; e)
La controversia iconoclasta.- 4. Conclusión. Bibliografía.

1. Introducción

La revelación salvífica de Dios alcanza su plenitud en Jesucristo, Hijo de


Dios hecho hombre: Él «es la Palabra única e insuperable del Padre. En Él lo
dice todo, no habrá otra palabra más que ésta» (CCE 65). En Jesús de
Nazaret se ha revelado definitivamente Yahwéh que salva.

De la vida y predicación de Cristo han sido testigos privilegiados los


apóstoles, que recibieron del Señor el mandato de «predicar a todos los
hombres el Evangelio como fuente de toda la verdad salvadora y de toda
norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio
prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz»
(DV 7).

La predicación apostólica «se ha de conservar por transmisión continua


hasta el final de los tiempos» (DV 8), pues precisamente «para que este
Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles
nombraron como sucesores a los obispos, "dejándoles su cargo en el
magisterio"» (DV 7). La Iglesia es, pues, el lugar de la fe en Cristo. Fruto y
33

testimonio de esta fe es el mismo Nuevo Testamento, cuyos libros nacen,


por inspiración del Espíritu Santo, en el seno de la Iglesia viviente y en Ella,
con la asistencia del mismo Espíritu, llegan vivos a los hombres de cada
época. De ahí que la Iglesia haya siempre leído e interpretado la Escritura
«con el mismo Espíritu con que fue escrita» (DV 12).

Para que una cristología pueda considerarse auténtica no basta, pues, que
siga el modelo y el ejemplo establecidos en el testimonio apostólico. Es
necesario que entienda ese testimonio en el sentido en que fue entendido
por la Iglesia a lo largo de toda su historia. La Iglesia es el lugar donde se da
el verdadero conocimiento de la persona y de la obra de Cristo (cf. Comisión
Teológica Internacional, Cuestiones selectas de cristología [1979], 1. B, 2.2).

La cristología no se limita a estudiar lo que los primeros cristianos creyeron,


no es un discurso indirecto, no es una historia aséptica que no compromete
en primera persona al teólogo. La cristología, y el teólogo como cualquier
cristiano, aceptando el testimonio de los testigos preelegidos por Dios (cf.
Hch 10,41) y apoyándose en ese testimonio, afirma que Jesús es el Hijo de
Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación (Pontificia Comisión Bíblica,
Bible et christologie, 1.1.3.3.).

En el contexto de la Iglesia de los primeros siglos, de la llamada teología


patrística, se produjo un enorme desarrollo de la cristología, hasta el punto
de que los primeros siete concilios ecuménicos se han ocupado de algún
aspecto relacionado con la doctrina cristológica. Este desarrollo se debió a
diversos motivos.

En primer lugar, el deseo de conocer siempre mejor lo que la fe enseña


sobre Cristo, es decir, el ejercicio de la razón teológica. Pero junto a este
factor, hay que tener también presente la necesidad apologética de rebatir
las objeciones que procedían de la filosofía pagana, de las corrientes
estoicas y platónicas, o del monoteísmo propio de la religión judía. No menos
importante fue la necesidad de salir al paso de las diversas herejías que iban
surgiendo en el seno de la Iglesia antigua y que negaban la verdadera
humanidad o la divinidad de Jesucristo.

Para explicitar la fe apostólica en torno a cuestiones que afectaban a


aspectos importantes de la fe en Cristo, se produjeron diversas
intervenciones del Romano Pontífice, de los obispos y de numerosos
concilios, entre los cuales sobresalen los siete primeros concilios
ecuménicos.

2. Los primeros siglos


34

Las herejías de los primeros dos siglos negaron menos la divinidad de


Jesucristo que su humanidad verdadera (CCE 464).

Es el caso, por ejemplo, del docetismo, presente ya en el siglo I. Los


docetas consideraban la materia como mala y, en consecuencia, estimaban
indigno que Cristo fuera hombre como los demás, sólo lo parecía. El
dualismo profundo de esta corriente es radicalmente opuesto al cristianismo
pues llevaba a no admitir en Cristo más que una mera apariencia humana,
situándose, por tanto, en abierta oposición a la fe en la encarnación. En este
rechazo de la materia y de la corporeidad, el docetismo coincide también con
las corrientes gnósticas, que se caracterizan por un fuerte dualismo y por
una mitificación de Cristo, al que presentan como un eón del pléroma divino
y de quien niegan el carácter redentor, limitando su misión a un mero
ejemplo y a una simple iluminación interior de la salvación que el gnóstico ya
poseería dentro de sí. A estas tendencias disgregadoras de la fe se
opusieron con firmeza san Ignacio de Antioquía, san Ireneo de Lyon y
Tertuliano.

Hubo también corrientes doctrinales que negaron la divinidad de Jesucristo.


Entre ellas destacan los ebionitas, cristianos del siglo I provenientes del
judaísmo y de tendencias judaízantes, que consideraban a Cristo como un
simple hombre, muy santo, pero mero hombre. No admitían su preexistencia
y sólo aceptaban el Evangelio de Mateo.

Relacionada con esta herejía se encuentra el adopcionismo de finales del


siglo II, que sostenía que Dios es una sola persona y que, por tanto, no
puede hablarse de un Hijo de Dios por naturaleza. Jesús sería un simple
hombre que habría sido adoptado por Dios en el momento de su bautismo
en el Jordán, o en quien inhabitaría el Verbo de Dios, concebido éste como
la, «fuerza» de Dios. Propugnaron estas ideas, entre otros, Teodoto de
Bizancio, que fue condenado por el papa san Víctor I en él año 190, Pablo
de Samosata, condenado por el Concilio de Antioquía en el 268 y Fotino,
condenado por el Concilio I de Constantinopla y por el Sínodo romano del
año 382.

Ya por esta época comienzan a perfilarse las dos grandes escuelas


teológicas del Oriente, la antioquena y la alejandrina, que se remontaría a la
escuela de Orígenes y que dieron lugar a lo que esquemáticamente y con las
salvedades oportunas suele conocerse con el nombre de la cristología del
Logos-ánthropos y la cristología del Logos-sarx.

3. Los siete primeros concilios ecuménicos

A partir del siglo IV, los grandes temas de la cristología también fueron
abordados, los concilios ecuménicos a causa de las diversas herejías que
provocaron su convocación.
35

a) Las primeras controversias

El primer Concilio ecuménico es el de Nicea (325), que trató la cuestión de la


divinidad del Verbo. Arrio sostenía que el Hijo era una criatura, que había
sido creado de la nada y que no coexistía con el Padre desde la eternidad. El
Hijo, aunque fuera la más perfecta de las criaturas, se encontraba
subordinado al Padre. Como es evidente, estas afirmaciones no sólo afectan
a la doctrina trinitaria, sino también a la cristológica pues se niega, en
consecuencia, que Cristo sea Dios. Además, Arrio profesaba otros errores
que afectaban más específicamente a la naturaleza humana de Cristo, pues
sostenía que el Verbo se habría unido directamente a la carne de Cristo
haciendo las veces del alma humana. Como es obvio, estas tesis inciden
negativamente en la misión salvífica de Cristo que aparece así como un
ejemplo, un modelo que se puede imitar, pero que no sería el Salvador
universal que la fe cristiana enseña. Estas tesis de Arrio fueron condenadas
en Nicea. En este Concilio se definió la consustancialidad del Padre y del
Hijo y, por tanto, la divinidad de Cristo (cf. D. 125 y 130).

Después del Concilio I de Nicea tuvo lugar una importante controversia


cristológica conocida con el nombre de apolinarismo. Apolinar de Laodicea
(? antes de 392) había sido un adversario de las teorías arrianas y tanto él
como su padre habían sido perseguidos a causa de su defensa de la fe
nicena y en su casa habían dado refugio a san Atanasio de Alejandría. Sin
embargo, Apolinar, al intentar defender la unidad y la impecabilidad del
Verbo encarnado, afirmó que Cristo carecía de alma intelectual y que era el
Verbo quien asumía estas funciones.

De este modo intentaba evitar sea la mutabilidad de la voluntad humana, sea


la aparición de una persona humana en Cristo. Sin embargo, esta tesis
implica la desaparición de una naturaleza humana verdadera e íntegra en
Cristo. En la refutación de la doctrina apolinarista destacó sobre todo san
Gregario de Nisa. Fue condenada por el papa san Dámaso, en el año 375
en la Epístola Per Filium meum (D. 148) y en otra Epístola dirigida en 378 a
los obispos orientales (D. 149).

La doctrina apolinarista fue condenada en el año 381 por el segundo Concilio


ecuménico, el I de Constantinopla, que se ocupó sobre todo del problema
de los macedonianos, que habían negado la divinidad del Espíritu Santo (D.
151). Este Concilio hizo lo propio y completó el Credo del Concilio de Nicea.
Desde el punto de vista cristológico conviene señalar, entre otras, la adición
de la cláusula «del Espíritu Santo y de María Virgen» allí donde Nicea sólo
decía que el Hijo de Dios se ha encarnado. También tiene carácter
cristológico la afirmación de que «su reino no tendrá fin». Fue condenada de
nuevo por el Sínodo Romano del año 382, en su canon 7 (Tomus Damasi, c.
7, D. 159). El influjo de esta polémica con los apolinaristas fue notable y en
cierto modo seguirá presente en las futuras controversias cristológicas.
36

b) La crisis nestoriana

La primera controversia que se produjo en el siglo V fue la nestoriana, que


tuvo como tema principal la unicidad de la persona de Cristo y en la que
intervinieron las grandes tradiciones cristológicas, la antioquena, la
alejandrina y la latina. La crisis surgió cuando a raíz de la predicación del
sacerdote Anastasio, Nestorio, Patriarca de Constantinopla desde el año
428, interviene públicamente el 25 de diciembre de ese año sosteniendo a
Anastasio y afirmando que María era madre Cristo pero no madre de Dios,
anthropotókos pero no theotókos.

Ante las protestas que se produjeron, Nestorio escribe al papa Celestino


exponiéndole su doctrina y pidiendo su apoyo. Por otra parte, el Patriarca de
Alejandría, san Cirilo, también había recibido informaciones sobre los
sucesos de Constantinopla y escribe una primera carta a los monjes de
Egipto que se habían dirigido a él preguntándole si había que llamar a la
Santa Virgen Madre de Dios o no, pues si Jesucristo es Dios, ¿cómo la
Virgen que lo ha engendrado no es Madre de Dios?

Comienza así una serie de cartas de san Cirilo dirigidas a Nestorio en las
que el argumento central no será el mariológico sino el cristológico, es decir,
la unidad de Cristo. Las cartas más importantes de esta correspondencia son
la segunda carta de Cirilo a Nestorio, que fue leída, votada y aprobada por el
Concilio de Éfeso en 431 y la tercera carta, que incluye los llamados 12
anatemas, que fue leída en el Concilio e incluida en las actas pero no
votada. Mientras tanto el papa Celestino, informado también por san Cirilo de
lo que estaba ocurriendo, había reunido en Roma un sínodo en el que se
condena a Nestorio.

El emperador Teodosio II convocó en Éfeso un concilio para el 7 de junio del


año 431. En esa fecha no habían llegado aún los obispos orientales con el
Patriarca de Antioquía, Juan, ni los legados del papa Celestino. Se esperó
unos días y el 21 de ese mes Cirilo, con la protesta de 68 de los obispos
presentes, convoca para el día siguiente la apertura del Concilio, que el
mismo día 22 aprueba los escritos de Cirilo y condena los de Nestorio, a
quien se depone. Juan de Antioquía y los obispos sirios llegaron el 26 de
junio y, junto con Nestorio y otros obispos, se reúnen en un concilio opuesto
y condenan y deponen a su vez a Cirilo.

El 10 de julio llegaron los legados papales que, tras revisar las actas de la
primera sesión, aprueban lo realizado por san Cirilo. El Concilio de Éfeso
intenta convencer a Juan de Antioquía y al no conseguirlo termina
excomulgándole junto con otros 30 obispos. Después de diversas vicisitudes,
Nestorio fue depuesto y enviado al exilio por el emperador, que propició
también el que la fractura que se había producido entre Cirilo y los orientales
se recompusiera en el año 433 con la llamada «Fórmula de unión» (cf. D.
271-273).
37

El Concilio de Éfeso no ha elaborado ninguna profesión de fe como hicieron


los dos concilios ecuménicos anteriores, es más, se remite directamente al
Credo de Nicea. Ha hecho suya, sin embargo, la doctrina de Cirilo contenida
en su segunda carta a Nestorio, aprobando la cristología unitaria de Cirilo: la
unión según la hipóstasis del Logos con la carne, la integridad y perfección
de las dos naturalezas de Cristo, la communicatio idiomatum y la
confirmación de la designación de María como theotókos.

Sin embargo, la falta de precisión de algunos de los términos que san Cirilo
había usado, por ejemplo el de fisis, y que por aquella época no estaban aún
claramente definidos y aceptados por todos, continuaron pesando por un
tiempo y provocaron muchas de las reacciones de los teólogos antioquenos
frente a los 12 anatemas de san Cirilo, a quien veían como un apolinarista.
No contribuía a facilitar las cosas el uso de la fórmula «una naturaleza
encarnada del Dios Logos», que san Cirilo atribuía a san Atanasio, pero que
como se comprobó años más tarde era una hábil falsificación de origen
apolinarista. A pesar de que el Concilio de Éfeso y la Fórmula de unión del
año 433 habían afirmado con fuerza la unicidad de la persona de Cristo, esa
claridad no fue suficiente para apaciguar los ánimos y para mantener la
unidad de doctrina.

c) La controversia monofisita

Esta situación, ya de por sí delicada, empeoró de nuevo pocos años


después a causa de la doctrina que difundía por Constantinopla un anciano
archimandrita, Eutiques, que sostenía que Cristo subsistía en una única
naturaleza. Antes de la unión hay dos naturalezas, después de la unión sólo
una. Cristo es ex duabus naturis, pero no subsiste in duabus naturis.
Eutiques fue acusado por Eusebio, Obispo de Dorilea, ante el Sínodo
permanente del Patriarca de Constantinopla, Flaviano, que le condenó en el
año 448. Allí Eutiques había sostenido erróneamente que Cristo no es
consustancial con los hombres, que después de la unión sólo hay una
naturaleza en Cristo. Flaviano se dirigió al Papa, san León Magno,
infomándole de lo acaecido.

San León escribió a Flaviano el Tomus ad Flavianum, una de las piezas


maestras de la cristología latina (cf. D. 290-295). En este documento san
León delinea claramente una cristología diofisita y recalca la existencia en
Cristo de dos naturalezas y el hecho de que cada una actúa según lo que es
propio. Reafirma la doble consustancialidad de Cristo, con el Padre y con
nosotros, que posibilita la mediación de Cristo. Estas naturalezas, unidas en
el único sujeto, permanecen íntegras y perfectas después de la unión.
Enseña así no sólo que en Cristo hay una sola persona y dos naturalezas,
sino también que estas naturalezas, unidas sin mezcla ni confusión,
conservan sus propias facultades y operaciones. Pero añade que cada
naturaleza realiza lo que le es propio siempre en comunión con la otra, pues
ambas pertenecen a un mismo y único sujeto: el Verbo.
38

Esta carta estaba pensada para ser leída en el Concilio que mientras tanto el
emperador Teodosio había convocado en Éfeso, a instancias de Eutiques,
para el 8 de agosto del 449. Este Concilio, presidido por el Patriarca de
Alejandría, Dióscoro, dio lugar a un cúmulo tal de desmanes y desafueros
que ha pasado a la historia con el sobrenombre de «el Latrocinio de Éfeso».

Tras la muerte de Teodosio, y convocado por los nuevos emperadores,


Pulqueria y Marciano, tuvo lugar un nuevo concilio, en Calcedonia, en
octubre del 451. Ha sido el Concilio de la Antigüedad en el que más obispos
participaron. El Concilio depuso a Dióscoro y redactó, tras no pocas
resistencias, una definición cristológica de la fe que ha sido y es un punto de
referencia fundamental de la fe de la Iglesia. La fórmula se centra en la
confesión de «un solo Hijo, nuestro Señor Jesucristo», a la vez que se
confiesa «a un solo Cristo en dos naturalezas», que se encuentran unidas
«sin confusión, sin mutación, sin división, sin separación», de forma que
constituyen una sola persona, una sola hipóstasis, pues Cristo no está
dividido (cf. D. 300-302).

La recepción del Concilio de Calcedonia, sin embargo, no fue pacífica y no


se consiguió la deseada unidad doctrinal, particularmente en Oriente donde,
junto a la corriente calcedoniana, continuaron la nestoriana y la monofisita. Y
todo ello en un ambiente en el que con las problemáticas doctrinales se
mezclaban también los intereses políticos de grandes zonas del Imperio
bizantino.

Uno de los episodios de esta lucha doctrinal entre monofisitas y diofisitas fue
la llamada «cuestión de los tres capítulos», estrechamente relacionada con
el Concilio II de Constantinopla del año 553. El monofisismo, más de tipo
verbal que real, fue sostenido por Timoteo Aulero, Filoxeno de Mabbugo y
Severo de Antioquía. Se les opusieron sobre todo Leoncio de Bizancio y
Leoncio de Jerusalén. Los llamados tres capítulos hacían referencia en
concreto a la condenación póstuma de tres de los más destacados teólogos
de la escuela antioquena: Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e
Ibas de Edesa.

Los dos últimos habían sido injustamente depuestos en el Latrocinio de


Éfeso del año 449 y fueron rehabilitados por el Concilio de Calcedonia del
año 451. La oposición a un edicto (544) del emperador Justiniano por parte
del papa Vigilio, que sólo estaba dispuesto a condenar las doctrinas
erróneas pero no las personas, provocó que se convocase el Concilio II de
Constantinopla. Después de diversas vicisitudes, el Concilio en su última
sesión (2 de junio de 553) condenó los tres capítulos. Sólo el 8 de diciembre
de ese año el papa Vigilio se adhirió a esa condena.

La doctrina cristológica conciliar subraya sobre todo la unidad de Cristo y la


comunicación de las propiedades de las dos naturalezas en la persona del
Verbo. Se trata de una unidad que tiene lugar según la única hipóstasis del
39

Verbo. La naturaleza humana de Cristo es ciertamente distinta de la divina y


recibe su ser personal del Verbo, que es así el sujeto último de atribución de
las acciones de Cristo (cf. D. 421-438).

El Concilio aclaró también que la conocida fórmula que san Cirilo había
usado, «una naturaleza del Dios Logos encarnado», debía entenderse en el
sentido de que «realizada la unión de la naturaleza humana y de la
naturaleza divina según la hipóstasis, el efecto ha sido un solo Cristo»,
condenando el intento de introducir con ella «una sola naturaleza o sustancia
de la divinidad y de la carne de Cristo» (D. 429). Vale la pena señalar
también que este Concilio no sólo subraya de nuevo lo fundado del título de
Theotókos, sino también la perpetua virginidad de María (cf. D. 427 y 422).

d) La crisis monotelita

Aunque el Concilio II de Constantinopla había ahondado en la interpretación


del Concilio de Calcedonia, integrando las posiciones alejandrina y
antioquena, no por eso se consiguió la paz con los monofisitas. Durante el
siglo sucesivo las diferencias teológicas se hicieron muy vivas en torno a un
tema que implica las dos naturalezas de Cristo: las operaciones y las
voluntades de Cristo.

En el año 629 el emperador Heraclio vence a los persas y reconquista para


el Imperio bizantino los territorios de Siria, Palestina y Egipto. Estos
territorios eran prevalentemente monofisitas, por lo que entre otras medidas
se intentó una política de acercamiento teológico a los monofisitas. En este
contexto, Ciro, Patriarca de Alejandría, propone en el año 633 un pacto de
unión en torno a una fórmula que dice que «el único y mismo Cristo e Hijo
obra lo que es divino y lo que es humano por una sola actividad teándrica»
(Mansi, XI, 565). Se trata de una fórmula ambigua, que podía ser entendida
en sentido calcedoniano o en sentido monofisita. Así lo hicieron notar san
Sofronio, Patriarca de Jerusalén, y san Máximo el Confesor. Sergio,
Patriarca de Constantinopla, aceptó la postura de Ciro.

En 634 Sergio escribe al papa Honorio comunicándole que había tomado la


decisión de que no se hablara de una o de dos energías en Cristo, para
facilitar el camino de vuelta a los monofisitas. Da a entender que de la
existencia de dos actividades en Cristo se seguiría necesariamente la
existencia de dos voluntades contrarias, y para evitarlo prescinde de la
voluntad humana de Cristo, hablando claramente de una sola voluntad. Del
terreno de las operaciones se pasa así al de las voluntades.

La tensión entre Roma y Constantinopla fue incrementándose con el paso


del tiempo, a causa de esta controversia, conocida con el nombre de
monoenergeta y monotelita. En medio se encuentran la conocida
40

«cuestión del papa Honorio» y la muerte en el año 655, en el destierro, del


papa san Martín I, que había convocado en Roma el Concilio de Letrán del
año 649 oponiéndose al uso de la expresión «operación teándrica» en el
sentido de que en Cristo hubiera una sola operación, y afirmando la unicidad
del sujeto que actúa y la duplicidad de voluntades y operaciones con que
actúa (d. D. 515).

La clarificación definitiva tuvo lugar con el Concilio III de Constantinopla


del año 681, que condenó la herejía monotelita. El Concilio subraya en su
definición que está en continuidad con los cinco concilios ecuménicos
anteriores y enseña que las dos naturalezas de Cristo están vivas y
operantes, de forma que actúan íntimamente unidas pero sin confusión entre
ellas.

El actuar de Cristo manifiesta el perfecto acuerdo existente entre sus dos


voluntades naturales, entre las que no hay oposición, pues su voluntad
humana sigue y se somete libremente a su voluntad divina. Afirma también
la existencia en Cristo de dos operaciones naturales. Las dos voluntades y
las dos operaciones concurren a la salvación del género humano. No hay
entre ellas oposición ni desacuerdo (cf. D. 556-559).

e) La controversia iconoclasta

El último de los grandes concilios cristológicos, el II de Nicea del año 787, se


ocupó de la llamada controversia iconoclasta. A los pocos años del final de
la disputa monotelita, comenzó otra de gran duración y violencia, la
iconoclasta, que duró casi 150 años. La primera crisis grave tuvo lugar en el
año 727, cuando el emperador León III el Isáurico mandó destruir el icono de
Cristo que se encontraba encima de la puerta de bronce del palacio imperial.

La cuestión en juego no era de tipo artístico sino cristológica. Ya desde los


primeros siglos existían dentro de la Iglesia quienes, como Clemente de
Alejandría, Orígenes y Eusebio de Cesarea, eran contrarios a las imágenes.
Se basaban en la prohibición veterotestamentaria (Ex 20,4) y en la
espiritualidad e infinitud de Dios que es, por tanto, incircunscribible,
aperígraphos. Sin embargo, la mayor parte de los teólogos, sobre todo a
partir del siglo IV, como los Padres capadocios, son favorables al culto a las
imágenes. El punto decisivo será la concepción que se tenga de Cristo como
Imagen del Padre (cf. Col 1,15; Hb 1,3).

La base trinitaria de la cuestión, más presente durante la controversia


arriana, pone también de manifiesto su aspecto cristológico, pues si el Hijo
es la imagen perfecta del Padre, el Hijo lo es también en cuanto hombre. Las
imágenes de Cristo no representan la divinidad del Verbo sino su
manifestación en la carne. Se opusieron a los iconoclastas san Germán de
Constantinopla y san Juan Damasceno, que subrayan que rechazar las
imágenes equivale a rechazar la encarnación del Verbo.
41

El II Concilio de Nicea, convocado en 787 por la emperatriz regente Irene,


tras declarar herético el Sínodo iconoclasta que el emperador Constantino V
Coprónimo había convocado en el palacio imperial de Hierea el año 754,
promulgó una definición en la que se enseña que el culto de veneración, no
de latría, a las imágenes forma parte de la tradición de la Iglesia, confirma la
real encarnación del Verbo y que el honor tributado a la imagen se dirige a
quien la imagen representa. El Concilio condenó a todos los que rechazaran
las imágenes (cf. D.600-609).

La doctrina del Concilio II de Nicea, sostenida por los Papas, no encontró,


sin embargo, una acogida favorable ni en Occidente, a causa de los
malentendidos que se produjeron en la corte de Carlomagno, ni en Oriente,
donde con el emperador León V el Armenio recomenzó otro periodo de
persecuciones y destrucción de imágenes. La paz definitiva llegó sólo en 843
cuando un concilio, no ecuménico, convocado en Constantinopla por la
emperatriz regente Teodosia, declaró de nuevo legítimo el culto a las
imágenes y condenó a los iconoclastas. La Iglesia bizantina recuerda
anualmente este acontecimiento el primer domingo de Cuaresma con la
fiesta de la ortodoxia.

4. Conclusión

Las definiciones dogmáticas de los concilios ecuménicos constituyen un


punto de referencia fundamental para el estudio y la investigación de la
cristología. Ciertamente estas definiciones no agotan el misterio que intentan
exponer o defender, pues son siempre formulaciones humanas, y por tanto,
con los límites propios de toda palabra humana. Es más, no agotan ni
siquiera toda la comprensión de Cristo que la Iglesia, asistida por el Espíritu
Santo, había alcanzado hasta ese particular momento histórico. La misma
evolución de los concilios, y de las herejías a las que intentan responder,
muestra cómo cabe siempre una mayor profundización en el misterio de
Cristo.

Estas mismas características no siempre son tenidas en cuenta y, en


ocasiones, se ha presentado la doctrina de concilios como Nicea o
Calcedonia como una helenización del dogma cristológico, como
manifestación de una falta de sensibilidad por los aspectos soteriológicos. Y
sin embargo, estas acusaciones habría más bien que dirigirlas a los diversos
herejes de aquellos tiempos para los que la fe de la Iglesia resultaba
incomprensible precisamente a la luz de los postulados filosóficos y
culturales del helenismo de sus diversas épocas. Las investigaciones sobre
este tema, sin embargo, han puesto de manifiesto que los padres conciliares
no se han dejado seducir por la tentación de asimilar la verdad cristiana a las
categorías filosóficas griegas. Ciertamente el pensamiento cristiano ha
hecho uso de conceptos que provienen de la cultura griega, pero ha hecho
igualmente uso de tantos otros que son fruto de la razón humana en general,
no de la razón griega.
42

El aspecto soteriológico ha estado siempre presente en los concilios


antiguos, ya desde Nicea. El que las definiciones conciliares antiguas no
tengan un corte de tipo histórico-salvífico tal y como hoy lo entendemos, no
significa que la historia de la salvación brille por su ausencia. No pocas
veces, por el contrario, los herejes son acusados de alterar el misterio de la
economía de la encarnación del Señor por nosotros.

La diversidad de acentos que a veces se puede observar entre el kerigma


evangélico y la cristología patrística no es una traición al anuncio bíblico,
como a veces se ha dicho simplificando no poco el argumento. El Nuevo
Testamento no es sólo un discurso sobre la historia y las funciones de Cristo,
es también un discurso sobre el ser de Cristo. La cristología patrística en
cierto modo no hace más que continuar esta línea. En esto reside
precisamente la importancia de la discusión en torno al concepto de
cristología funcional y cristología ontológica.

Antes de terminar, conviene señalar, desde una perspectiva ecuménica, que


desde hace años existe un proceso de clarificación de estas antiguas
controversias entre la Iglesia católica, la Iglesia asiria de Oriente y las
antiguas Iglesias orientales que han conducido a diversas declaraciones de
fe cristológica entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente, y entre la
Iglesia católica y algunas de las antiguas Iglesias orientales.

Bibliografía

La bibliografía sobre estos temas es abundantísima. Pueden resultar útiles


los diversos volúmenes de la colección Histoire des conciles oecuméniques,
publicados por la editorial L?Orante (París), muchos de los cuales han sido
traducidos a diversos idiomas. Damos a continuación algunas referencias
que pueden servir para una primera introducción al argumento.

?A. Amato, Jesús es el Señor, Madrid 1998.

?A. Ducay Real (ed.), II Concilio di Calcedonia 1550 anni dopo, Citta del Vaticano 2003.

?A. Grillmeier, Jesus der Christus im Glauben der Kirche, 2 vols. en 5 t., Freiburg i. B. 1986-2002.
(Existe una traducción castellana del primer volumen: Cristo en la tradición cristiana: desde el tiempo
apostólico hasta el concilio de Calcedonia [451], Salamanca 1997).

?A. Grillmeier y H. Bacht (eds.), Das Konzil von Chalkedon. Geschichte und Gegenwart, 3 vals.,
Würzburg 1951-1954.

?J.A. McGuckin, St. Cyril of Alexandria: The Christological Controversy. Its History, Theology, and
Texts, Leiden 1994.

?F. Ocáriz, L.F. Mateo-Seco y J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo, 3ª ed., Pamplana 2004.
43

III. LA PERSONALIDAD DE JESÚS

PARA COMPRENDER a fondo el mensaje de Jesús no basta conocer lo que él


dijo y lo que él hizo. Además de eso, es necesario saber quién fue Jesús de
Nazaret. Es decir, se trata de comprender no sólo sus palabras y sus obras, sino
especialmente su personalidad. Es verdad que el misterio profundo que se
encierra en la persona de Jesús será objeto de estudio en el capítulo 6. Pero
también es cierto que ese misterio no será debidamente entendido sino a partir de
lo que vamos a estudiar en el presente capítulo.

Muchas personas tienen una determinada imagen de Jesús, la imagen que mejor
encaja con sus inclinaciones personales y con la propia manera de ver la vida. Por
eso unos se imaginan a Jesús como una especie de ser celestial y divino, que
poco tiene que ver con lo que es un hombre de carne y hueso. Mientras que otros,
por el contrario, se figuran a Jesús como si hubiera sido un revolucionario socio-
político o un anarquista subversivo, que pretendió luchar contra la dominación
romana en Palestina. Evidentemente, Jesús no pudo ser ambas cosas.

Lo cual quiere decir que por un lado o por otro se falsea la imagen de Jesús. Pero
lo más grave, en este asunto, no es que se falsifique la imagen de Jesús. Lo más
importante es que esa imagen falsificada determina de manera decisiva la
espiritualidad de las personas y su propia comprensión fundamental del
cristianismo. Por eso hay quienes sólo piensan en el dulce Jesús del sagrario, que
les consuela en su intimidad y les mantiene alejados de las preocupaciones del
mundo. Mientras que en el extremo opuesto están los que sólo tienen en su
cabeza al Cristo luchador y violento que golpeaba con su látigo a los comerciantes
del templo. He ahí dos espiritualidades diametralmente opuestas, basadas en dos
cristologías también diametralmente contrarias.

Por otra parte, esta diversidad de imágenes de Jesús nos da idea de un hecho: la
figura de Jesús, precisamente por su extraordinaria riqueza, se presta a toda clase
de imaginaciones y hasta de manipulaciones. De ahí la necesidad que tenemos de
estudiar a fondo quién y cómo fue Jesús de Nazaret. Es verdad que, a tantos años
de distancia, nadie podrá decir, con absoluta objetividad, que él posee la imagen
exacta de Jesús. Pero también es cierto que, analizando los evangelios, en ellos
se pueden descubrir, con suficiente claridad, los rasgos más característicos de la
personalidad de Jesús Ahora bien, yo creo que esos rasgos son
fundamentalmente tres: en primer lugar, su libertad; en segundo lugar, su cercanía
a los marginados, y en tercer lugar, su fidelidad al Padre del cielo. El análisis de
estos tres puntos será el contenido del presente capítulo.
44

1. Hombre libre

En el capítulo 5 vamos a estudiar detenidamente por qué mataron a Jesús. Pero


ya desde ahora hay que decir algo que es enteramente fundamental: con relativa
frecuencia, los cristianos tenemos el peligro de dar una respuesta demasiado
simplista a la pregunta de por qué mataron a Jesús. Lo mataron –se suele decir a
veces– porque tenía que morir, ya que ése era el designio y la voluntad del Padre
del cielo. A mí me parece que eso es una respuesta demasiado simplista, porque
aquello tuvo una historia y en aquella historia hubo unas razones, unos hechos,
unas causas y unas consecuencias. Para decirlo brevemente: a Jesús lo mataron
porque él se portó de tal manera, habló y actuó de tal forma, que en realidad
terminó como tenía que terminar una persona que actuaba como actuó Jesús en
aquella sociedad. Quiero decir, el comportamiento de Jesús fue de tal manera
provocativo, desde el punto de vista de la libertad, que aquello terminó como tenía
que terminar en aquel pueblo y en aquella cultura.

Es posible que a más de uno le parezca demasiado fuerte este juicio. Sin
embargo, enseguida se comprenderán las razones que tengo para hablar de esta
manera. Por eso vamos a analizar el comportamiento de Jesús en relación a las
grandes instituciones de su tiempo. Tales instituciones eran cuatro: la ley, la
familia, el templo y el sacerdocio. Pues bien, vamos a estudiar la conducta de
Jesús ante tales instituciones.

a) Jesús y la ley

Ante todo, la libertad en relación a la ley. Sabemos que la ley religiosa era la
institución fundamental del pueblo judío. Este pueblo era, en efecto, el pueblo de
la ley. Y su religión, la religión de la ley. De tal manera que la observancia de dicha
ley se consideraba como la mediación esencial en la relación del hombre con
Dios. Por eso violar la ley era la cosa más grave que podía hacer un judío. Hasta
el punto de que una violación importante de la ley llevaba consigo la pena de
muerte.

Pues bien, estando así las cosas, el comportamiento de Jesús con relación a la ley
se puede resumir en los siguientes cuatro puntos:

1) Jesús quebrantó la ley religiosa de su pueblo repetidas veces: al tocar a


los leprosos (Mc 1,41 par), al curar intencionadamente en sábado (Mc 3,1-5 par;
Lc 13,10-17; 14,1-6), al tocar los cadáveres (Mc 5,41 par; Lc 7,14).

2) Jesús permitió que su comunidad de discípulos quebrantase la ley


religiosa y defendió a sus discípulos cuando se comportaron de esa manera: al
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comer con pecadores y descreídos (Mc 2,15 par), al no practicar el ayuno en los
días fijados en la ley (Mc 2,18 par), al hacer lo que estaba expresamente prohibido
en sábado (Mc 2,23 par), al no observar las leyes sobre la pureza ritual (Mc 7,11-
23 par).

3) Jesús anuló la ley religiosa, es decir, la dejó sin efecto y, lo que es más
importante, hizo que la violación de la ley produjera el efecto contrario, por ejemplo
al tocar a los leprosos, enfermos y cadáveres. Es llamativo, en este sentido, la
utilización del verbo "tocar" (áptomai) en los evangelios (Mc 1,41 par; Mt 8,15;
14,36; Mc 3,10; 6,56; Lc 6,19; Mt 20,34; Mc 8,22; 7,33; 5,27.28.30.31 par; Lc
8,47). Las curaciones que hace Jesús se producen "tocando". Ahora bien, en
todos estos casos, en lugar de producirse la impureza que preveía la ley (cf. Lev
13-15; 2Re 7,3; Núm. 19,11-14; 2Re 23,11s), lo que sucede es que el contacto
con Jesús produce salud, vida y salvación.

4) Jesús corrigió la ley e incluso se pronunció expresamente en contra de


ella en más de una ocasión: al declarar puros todos los alimentos (Mc 7,19) y
cuando anuló de manera terminante la legislación de Moisés sobre el privilegio
que tenía el varón para separarse de la mujer (Mc 10,9 par).

Como se ve, la lista de hechos contra la ley resulta impresionante. Pero todavía,
sobre estos hechos, hay que advertir dos cosas.

En primer lugar en la religión judía del tiempo de Jesús había dos clases de ley:
por una parte estaba la Torá, que era la ley escrita, es decir, la ley que
propiamente había sido dada por Dios; por otra parte, estaba la hallachach, que
era la interpretación oral que los letrados (escribas y teólogos de aquel tiempo)
daban de la Torá. Pues bien, estando así las cosas, es importante saber que
Jesús no sólo quebrantó la hallachach, sino incluso la misma Torá, es decir, la ley
religiosa en su sentido más fuerte, la ley dada por Dios. Así cuando Jesús toca al
leproso, se opone directamente a lo mandado por Dios en la ley de Moisés (Lev
5,3; 13,45-46); cuando permite que sus discípulos arranquen espigas en sábado y
justifica esa conducta, se opone igualmente a la ley mosaica (Ex 31,12-17; 34,21;
35,2); lo mismo hay que decir cuando vemos que toca a los enfermos (contra Lev
13-15) y sobre todo a los cadáveres (contra Núm 19,11-14); más claramente aún
cuando declara puros todos los alimentos (contra Lev 11, 25-47; Dt 14,1-21) y
expresamente contradice a Moisés cuando anula la legislación sobre el divorcio
(Dt 24,1).

En todos estos casos, Jesús se pronuncia y actúa contra la ley en su sentido más
fuerte, llegando a afirmar algo que para la mentalidad judía era asombroso y
escandaloso: que no es el hombre para la ley, sino que la ley está sometida al
hombre, porque "el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado:
así que el hombre es señor también del sábado" (Mc 2,28 par).

Por otra parte, en todo este asunto hay que tener en cuenta que estos actos
contra la ley llevaban consigo, muchas veces, la pena de muerte. El caso más
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claro, en este sentido, es la violación del sábado. El evangelio de Marcos nos


cuenta, a este respecto, cómo la primera violación se produce al arrancar espigas
en sábado (Mc 2,23-28). Y entonces Jesús es advertido públicamente de su delito
(Mc 2,24). Pues bien, a renglón seguido, Jesús vuelve a reincidir y de manera
pública y provocadora, en la misma sinagoga, al curar al hombre del brazo
atrofiado (Mc 3,1-6 par). De ahí que el evangelio termina el relato diciendo: "Nada
más salir de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el
modo de acabar con Jesús" (Mc 3,6).

Jesús ya estaba sentenciado a muerte. Es decir, Jesús ya se había jugado la vida,


precisamente por mostrarse soberanamente libre frente a la ley. Además, por si
todo esto fuera poco, hay que tener en cuenta que Jesús curaba a la gente
preferentemente en sábado. Así se desprende claramente del relato del evangelio
de Lucas: cuando Jesús cura en sábado a una mujer encorvada, el jefe de la
sinagoga, indignado por aquella violación de la ley, le dijo a la gente: "Hay seis
días de trabajo; vengan esos días a que les curen, y no los sábados" (Lc 13,14).

Esto quiere decir que la gente acudía a ser curada por Jesús precisamente los
sábados, cuando eso estaba estrictamente prohibido. Señal inequívoca de que era
precisamente el sábado el día en que Jesús curaba a los enfermos. Había seis
días en que se podía hacer eso sin el menor conflicto. Pero Jesús prefiere hacerlo
precisamente cuando estaba prohibido. Su comportamiento, en este sentido, es
claramente provocador. Y lo hace así por una razón muy sencilla: porque de esa
manera demuestra su absoluta libertad frente a una ley que era esclavizante para
el hombre, en cuanto que recortaba su libertad en muchos aspectos.

La libertad de Jesús frente a la ley contiene para nosotros una enseñanza


fundamental: el bien del hombre está antes que toda ley positiva. De tal manera
que ese bien del hombre tiene que ser la medida de nuestra libertad. Así fue para
Jesús. Y así tiene que ser también para todos los que creemos en él.

b) Jesús y la familia

Las palabras y la conducta de Jesús con respecto a la familia, son casi siempre
críticas. Cuando Jesús llama a sus seguidores, lo primero que les exige es la
separación de la familia (Mt 4,18-22 par), de tal manera que a uno que quiso
seguir a Jesús, pero antes pretendió enterrar a su padre, Jesús le contestó
secamente: "Sígueme y deja que los muertos entierren a los muertos" (Mt 8,22
par). Y a otro que también quería seguirle, pero antes deseaba despedirse de su
familia, Jesús le dijo: "El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale
para el reino de Dios" (Lc 9,62). Y es que como dice el mismo Jesús: "Si uno
quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a
sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo
mío" (Lc 14,26-27 par). Evidentemente, todo esto resulta extraño desconcertante.

Pero la cosa no para ahí. Porque Jesús llega a decir que él 1 venido para traer la
división precisamente entre los miembros de familia: "¿Piensan que he venido a
47

traer paz a la tierra? Les digo que no, división y nada más, porque de ahora en
adelante una familia de cinco estará dividida; se dividirán tres contra dos y dos
contra tres; padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra
madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc 12,51-53). Es
más, cuando Jesús anuncia las persecuciones que van a sufrir sus discípulos,
concreta esas persecuciones de la manera más desconcertante: "Un hermano
entregará a su hermano a muerte, y un padre a su hijo; los hijos denunciarán a sus
padres y los harán morir. Todos les odiarán por causa mía" (Mt 10,21-22).

Sin duda alguna, esta insistencia del evangelio al hablar de las relaciones
familiares de una manera tan crítica, se debe a que la familia del tiempo de Jesús
era una estructura sumamente opresiva. El modelo de aquella familia era el
modelo patriarcal. En ese modelo, el padre o patriarca tenía todos los derechos y
libertades mientras que la mujer y los hijos tenían que vivir en el más absoluto
sometimiento. El marido podía separarse de la mujer por cualquier causa, hasta
por el simple hecho de que a la mujer, un buen día, se le pegara la comida. El
padre era el único que podía casar a los hijos e hijas con quien él quería y sin
consultar a los interesados. El sometimiento era total y esclavizan te. Y eso es lo
que Jesús no tolera. Por eso las relaciones familiares del propio Jesús con su
familia tuvieron que ser enormemente críticas. En este sentido, el evangelio
cuenta que sus parientes pensaban que Jesús estaba loco (Mc 3,21). Y en otra
ocasión se dice que los parientes y los de su casa despreciaban a Jesús (Mc 6,4).
De ahí que el propio Jesús afirmó un día que su madre y sus hermanos eran los
discípulos, los miembros de la comunidad que le seguía (Mc 3,35 par). Para
Jesús, la estructura comunitaria basada en la fe está antes que la estructura de
parentesco basada en la sangre. Porque la estructura comunitaria era una
estructura de igualdad, fraternidad y libertad, mientras que la estructura familiar
era una estructura de sometimiento y por eso de opresión de la persona.

Pero hay más. Un día dijo Jesús a sus discípulos: "No se llamarán ustedes 'padre'
unos a otros en la tierra, pues su Padre es uno solo, el del cielo" (Mt 23,9). Con
estas palabras, Jesús rechaza el modelo de relación familiar de sometimiento
como modelo válido para sus seguidores. Porque en la comunidad de los
creyentes todos son hermanos (Mt 23,8), es decir, todos son iguales y no hay, ni
puede haber, sometimiento servil de unos a otros.

El titulo "padre" se usaba en tiempos de Jesús para designar a los rabinos y a los
miembros del gran consejo. "Padre" significaba transmisor de la tradición y modelo
de vida. Jesús prohibe a los suyos reconocer ninguna paternidad terrena, es decir,
someterse a lo que transmiten otros ni tomarlos por modelo. Lo mismo que él no
tiene padre humano, tampoco los suyos han de reconocerlo en el sentido indicado.
El discípulo de Jesús no tiene más modelo que el Padre del cielo (cf. Mt 5,48) y a
él solo debe invocar como "Padre" (Mt 6,9)10, el Padre lleno de amor y no
déspota, del que nos habla ampliamente el evangelio.

En definitiva, ¿qué quiere decir todo esto? Yo tengo la impresión de que, hasta
ahora, no se ha reflexionado suficientemente acerca de lo que significa el
48

tratamiento que el evangelio da al tema de la familia. En la reflexión cristiana sobre


la familia se ha puesto preferentemente la atención en la doctrina de Pablo sobre
este asunto, especialmente en la enseñanza de las llamadas cartas de la
cautividad (Ef 5,21-6,9; Col 3,18-4,1).

Pero no se ha tenido debidamente en cuenta que la enseñanza del evangelio


sobre la familia va por un camino muy distinto. Mientras que Pablo acepta la
estructura de la "casa" como unidad básica para la Iglesia, los evangelios se
muestran sumamente críticos a este respecto, como acabamos de ver. Por
supuesto, no es éste el momento de hacer una reflexión en profundidad acerca de
lo que todo esto significa, ya que eso nos desviaría de nuestro estudio. Pero, en
todo caso, debe quedar muy claro lo que el evangelio nos viene a decir, a saber:
que el mensaje de Jesús no tolera las relaciones de sometimiento y dominación de
unas personas sobre otras. Y es precisamente por eso, porque la relación familiar
se basaba en el sometimiento y la dominación, por lo que Jesús rechaza ese
modelo de relación como válido para los cristianos. El proyecto de Jesús es un
proyecto por la liberación integral del hombre. En la medida en que la familia se
oponía a eso, en esa misma medida Jesús rechaza a la familia. He ahí la razón
profunda de la libertad de Jesús con respecto a la estructura familiar.

c) Jesús y el templo

Si sorprendente fue la libertad de Jesús con respecto a la familia, más lo es su


libertad con relación al templo. Para entender lo que esto significó en aquel tiempo
hay que tener en cuenta que el templo de Jerusalén era el centro de la vida
religiosa de Israel, como consta por las constantes alabanzas que se dedican al
templo en la literatura contemporánea del tiempo. El templo era el lugar de la
presencia de Dios. Y era, por eso también, el lugar del encuentro con Yavé. De ahí
su inviolabilidad y su sacralidad absolutas.

Pues bien, estando así las cosas, lo primero que llama la atención es el hecho de
que los evangelios nunca presentan a Jesús participando en las ceremonias
religiosas del templo. Se sabe que Jesús iba con frecuencia al templo, pero iba
para hablar a la gente, porque era el sitio donde el público se reunía (cf. Mt 21,23;
26,55; Mc 12,35; Lc 19,47; 20,1; 21,37; Jn 7,28; 8,20; 18,20); por la misma razón,
Jesús iba a veces a las sinagogas (Mc 1,21 par; Lc 4,16; Jn 6,59, etc.). Para orar
al Padre del cielo, Jesús se iba a la montaña (Mt 14,23; Lc 9,28-29) o al campo
(Mc 1,35; Lc 5,16; 9,18), ya que eso era su costumbre (Lc 22,39).

Pero más importante que todo esto es el comportamiento y la enseñanza de Jesús


en lo que se refiere directamente al templo. En este sentido, lo más importante, sin
duda alguna, es el relato de la expulsión de los comerciantes del templo (Mt 21,12-
13; Mc 11,15-16; Lc 19,45; Jn 2,14-15). Jesús se arroga el derecho de expulsar
violentamente del lugar santo a quienes proporcionaban los elementos necesarios
para los sacrificios y el culto. Y hasta llega a afirmar que aquel templo se ha
convenido en una cueva de bandidos. El gesto de Jesús resulta especialmente
significativo, ya que, como señalan los evangelios, tiró por tierra las mesas de los
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cambistas (Mt 21,12 par), con lo cual se muestra en total oposición al pago del
tributo y al culto por dinero que se practicaba allí de tal manera y hasta tal punto
que, como es bien sabido, el templo era la gran fuente de ingresos para el clero
judío e incluso para toda la ciudad de Jerusalén '3.

De esta manera, el gesto de Jesús vino a tocar un punto neurálgico: el sistema


económico del templo, con su enorme aflujo de dinero procedente de todo el
mundo conocido, desde Mesopotamia hasta el occidente del Mediterráneo. Es
más, cuando le preguntan a Jesús con qué autoridad hace todo aquello, él
responde con una alusión a su propia persona ("destruyan este templo y yo..": Jn
2,19-21), con lo que viene a decir que el verdadero templo era él mismo Sin duda
alguna, todo este comportamiento de Jesús produjo una impresión muy profunda
en la sociedad de su tiempo, especialmente entre los dirigentes religiosos.

Téngase en cuenta que, teniendo aquellos dirigentes tantas cosas contra Jesús, la
acusación más fuerte que encuentran contra él, tanto en el juicio religioso como en
la cruz, es precisamente el hecho del templo con las palabras que Jesús
pronunció en aquella ocasión (Mc 26,61 par; 27,40 par). Y es que todo esto tuvo
que resultar para aquellas gentes, tan profundamente religiosas y apegadas a su
templo, un hecho absolutamente intolerable.

Por supuesto, Jesús tuvo que ser consciente de que, al actuar y hablar de aquella
manera, se estaba jugando la vida. Pero entonces, ¿por qué lo hacía?
Sencillamente porque el templo era el centro mismo de aquella religión. Y aquella
religión era una fuente de opresión y de represión increíbles. Por eso Jesús
anuncia la destrucción total del templo y de la ciudad santa (Mt 24,1-2). Porque
para él todo aquello no era un espacio de libertad, sino una estructura de
sometimiento, dados los abusos que en él se cometían.

d) Jesús y el sacerdocio

Aquí la cosa resulta más llamativa, si cabe, que en los apartados anteriores. Por
una parte, está claro que los sacerdotes de la religión judía gozaban de la máxima
santidad y veneración en Israel. Por otra parte, siempre que aparecen los
sacerdotes en los evangelios es en contextos polémicos y normalmente en
contextos de enfrentamiento entre Jesús y aquellos sacerdotes. Eso hace que el
mensaje global de los evangelios sobre el sacerdocio judío sea un mensaje crítico,
incluso provocador. Pero veamos las cosas más de cerca.

Los sacerdotes judíos se dividían en dos grupos: los simples sacerdotes y los
sumos sacerdotes. De los simples sacerdotes se ocupan poco los evangelios.
Pero, aun así, resulta significativo que, por ejemplo, en la parábola del buen
samaritano (Lc 10,25-37), los personajes que pasan de largo, y son por eso el
prototipo de la insolidaridad son precisamente un sacerdote y un levita. La
intención de Jesús de desprestigiar a la institución sacerdotal es muy clara. Y algo
parecido hay que decir por lo que se refiere al pasaje del leproso, que termina con
el envío del hombre curado, para que vaya a presentarse a los sacerdotes (Mt 8,4
50

par). La intención del evangelio es manifiesta. Y viene a indicar dos cosas:


primero, que Jesús está por encima de los sacerdotes; segundo, que mientras lo
propio de Jesús es el amor misericordioso que acoge al marginado social, lo que
caracteriza a los sacerdotes es el mero trámite ritual.

Pero lo más chocante en todo este asunto es lo que los evangelios nos cuentan de
los sumos sacerdotes. De ellos se habla 122 veces en los evangelios y en el libro
de los Hechos. Y prácticamente siempre se habla de ellos desde un doble punto
de vista: el poder autoritario y el enfrentamiento directo y mortal con Jesús. En
este sentido es significativo que la primera vez que aparecen los sumos
sacerdotes en el ministerio público de Jesús, es precisamente en el primer
anuncio de la pasión y muerte del propio Jesús (Mc 16,21 par), y ahí es Jesús
mismo quien los presenta como agentes de sufrimiento y de muerte. Enseguida
vienen los enfrentamientos constantes entre Jesús y los sumos sacerdotes (Mt
21,23.45; Mc 11,27; Lc 20,19). Y al final, la intervención decisiva de los sacerdotes
en la condena y en la ejecución de Jesús (Mt 26,3.14.47.51.57-59 par).

No hace falta insistir mucho en todo esto, porque ya es de sobra conocido, Lo


importante aquí está en comprender por qué Jesús se comportó así con los
sacerdotes judíos, es decir, por qué se comportó así con la institución quizá más
fuerte del judaísmo. Y por qué, también hay que decirlo, los sacerdotes se
comportaron de manera tan brutal con Jesús. Es evidente que allí hubo un
enfrentamiento, y un enfrentamiento mortal. Ahora bien, eso no fue caprichoso. Si
ese enfrentamiento se produjo es porque Jesús se comportó y habló con una
libertad absoluta respecto a los sacerdotes y a lo que ellos representaban. Jesús
no los venera. No los adula. Sino que, por el contrario, los desprestigia ante el
pueblo y se enfrenta directamente con ellos. ¿Por qué? Otra vez nos volvemos a
encontrar aquí con lo mismo de siempre: Jesús se enfrenta directamente a las
instituciones de su nación y de su pueblo, que, en vez de servir al pueblo, se
enseñoreaban sobre él y lo dominaban brutalmente.

En este sentido, sabemos que en tiempos de Jesús había en Israel dos grupos de
familias sacerdotales, las que eran legítimas y las que no lo eran. Pero resulta que
las legitimas estaban desplazadas de Jerusalén y del templo, mientras que las
ilegítimas eran las que se habían apoderado del poder desde el año 37 antes de
Cristo. Además, estas familias ilegítimas, que acaparaban todo el poder, eran sólo
cuatro. Y su poderío se basaba en la fuerza brutal y en la intriga. De estas familias
de sumos sacerdotes dice un testigo de la época: "Son sumos sacerdotes, sus
hijos tesoreros, sus yernos guardianes del templo y sus criados golpean al pueblo
con bastones". Se trataba, por tanto, de una fuerza de dominación y de opresión
sobre el pueblo. Y eso es lo que Jesús no tolera ni soporta. Por eso él se rebela,
toma postura frente a aquellas cosas y se manifiesta en contra de semejantes
procedimientos y actitudes. Las palabras de Jesús a este respecto son tajantes:
"Saben que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los
grandes los oprimen" (Mc 10,42 par). Para Jesús, lo propio de aquellos poderes
era tiranizar y oprimir. De ahí la severa prohibición que él impone a sus
seguidores: "No ha de ser así entre ustedes". De tal manera que "el que quiera
51

subir, sea su servidor, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos" (Mc
10,4344 par).

e) Conclusión

Interesa ahora deducir la última conclusión que se desprende de todo lo


dicho. Jesús sabía perfectamente que esta manera de hablar y de actuar contra
los poderes opresores le tenía que costar muy caro. Es más, él sabia que todo
esto le llevaría hasta la muerte. Y eso es precisamente lo más fuerte y lo más
llamativo en la figura y en la actuación de Jesús. En este sentido, sabemos que
Jesús anunció tres veces el final y la muerte que se le avecinaban (Mt 16,21 par;
Mc 9,31; 10,33-34 par). Jesús era consciente del peligro que se le venía encima.
Pero él no retrocede ni un paso. Ni acepta componendas o posturas oblicuas. Es
más, cuando mayor es la tensión y el peligro, se dirige a Jerusalén, entra en la
ciudad santa, donde residían las autoridades centrales, provocativamente expulsa
a los comerciantes del templo y pronuncia el discurso más duro contra los
dirigentes, a los que llama "raza de víboras" y "sepulcros blanqueados" (Mt
23,33.27). La suerte de Jesús estaba echada. Lo demás ya sabemos cómo se
desarrolló y cómo terminó.

Evidentemente, todo esto quiere decir que Jesús fue el defensor más
decidido de la libertad que jamás haya podido existir. Su postura y su actuación
frente a las instituciones y los poderes de su tiempo y de su pueblo es elocuente
en este sentido. Pero en todo esto hay algo mucho más importante. Porque no se
trata ya solamente de que Jesús defendió la libertad frente a las instituciones y
poderes de aquel tiempo. Se trata sobre todo de que, al comportarse de aquella
manera, Jesús se mostró soberanamente libre frente a su propia muerte. Es decir,
ante el peligro que se le venía encima, Jesús no retrocedió ni cedió absolutamente
en nada. Él se mantuvo firme hasta el final, hasta la misma muerte.

Pero hay aquí una cuestión más delicada y más profunda, que no debemos
olvidar. Jesús murió desamparado y abandonado de todos: de su pueblo, de sus
discípulos y hasta de sus seguidores más íntimos. Sin embargo, no es eso lo más
grave del asunto. El evangelio dice que Jesús murió gritando: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46; Mc 15,34). Sea cual sea la explicación
que se dé a esas palabras misteriosas, una cosa hay absolutamente clara: en su
pasión y en su muerte, Jesús se sintió abandonado hasta del mismo Dios. Es
decir, murió sin la recompensa del consuelo divino. Por consiguiente, su libertad
fue total. Porque total fue su desamparo. Sin compensación de ningún tipo, su
muerte fue el acto más soberanamente libre que puede poner un hombre,
precisamente porque fue un acto que no tuvo recompensa alguna.

En definitiva, todo esto nos viene a decir lo siguiente: Jesús entendió que el
valor supremo de la vida no es el sometimiento, sino la libertad liberadora, que
pone por encima de todo el bien del hombre. Aunque eso lleve consigo el
52

enfrentamiento con las instituciones tanto sociales como religiosas. Y aunque eso
lleve consigo el adoptar comportamientos subversivos y escandalosos para la
mentalidad establecida. La libertad de Jesús es la expresión más fuerte de su
extraordinaria personalidad. Pero, más que eso, es la manifestación de una nueva
manera de entender la vida: una manera que consiste en poner por encima de
todo el bien del hombre y su liberación integral.

2. Cercano a los marginados

a) Marginados propiamente tales

En la sociedad y en el tiempo de Jesús, marginados propiamente tales eran


los marginados por causa de la religión. A esta categoría de personas pertenecían
muchos ciudadanos de Israel: los que no tenían un origen legítimo, como eran los
hijos ilegítimos de sacerdotes, los prosélitos (paganos convertidos al judaísmo),
los esclavos emancipados, los bastardos, los esclavos del templo; los hijos de
padre desconocido, los expósitos; los que ejercían oficios despreciados, como
eran los arrieros de asnos, los que cuidaban de los camellos, los cocheros, los
pastores, los tenderos, los carniceros, los basureros, los fundidores de cobre, los
curtidores, los recaudadores de contribuciones, etc.; pero especialmente se
consideraban como impuros, y, por tanto, eran marginados, los "pecadores",
prostitutas y publicanos, y los que padecían ciertas enfermedades, sobre todo los
leprosos; además eran también fuertemente marginados los samaritanos y los
paganos en general. Como se ve, mucha gente, gran cantidad del pueblo estaba
"manchada" de ilegitimidad por una razón o por otra.

Estas divisiones no eran meramente teóricas. Por supuesto, afectaban al


honor de las personas. Pero la cosa era más grave. Porque todas las dignidades,
todos los puestos de confianza y todos los cargos públicos importantes estaban
reservados a los israelitas de pleno derecho. Los demás eran ciudadanos de
segunda clase o incluso de tercera, como era el caso de los pecadores, los
publicanos, los leprosos y los samaritanos. Se comprenden fácilmente las
divisiones, tensiones y enfrentamientos que todo esto llevaba consigo, sobre todo
si tenemos en cuenta que había de por medio grandes intereses de clase y
enormes privilegios, que eran defendidos con uñas y dientes por los bien situados.

Pues bien, estando así las cosas, ¿cómo se comportó Jesús ante semejante
situación?

Otra vez aquí el comportamiento de Jesús tuvo que resultar, en aquella


sociedad, sorprendente, provocativo y escandaloso. Los evangelios nos informan
abundantemente en este sentido. Cuando le preguntan a Jesús si era él el que
tenía que venir (Mt 11,3 par), ofrece la siguiente respuesta: "Los ciegos ven y los
rengos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos
resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia" (Mt 11,5 par). Aquí se
debe destacar la acción sobre los leprosos, porque ellos eran los más marginados
entre los marginados, hasta el punto de que no podían ni tratar con el resto de la
53

gente, ni siquiera vivir en las ciudades, de tal manera que tenían que pasar la vida
a la intemperie. Pues bien, sabemos que Jesús curó a varios leprosos (Mc 1,40-
45; Lc 5,12-16; 17,11-19), es decir, reintegró a la convivencia social a los que se
tenían por marginados. Es más, sabemos también que dio a sus discípulos la
orden de curar leprosos (Mt 10,8). Y él no tuvo el menor inconveniente de alojarse
en casa de uno que había sido leproso (Mt 26,6 par). La intención de Jesús es
clara: para él no existe marginación alguna ni tolera en modo alguno la
marginación. Por eso él actuó en consecuencia con este planteamiento.

Esto se ve, sobre todo, en el comportamiento de Jesús con los pecadores,


las prostitutas, los samaritanos, los publicanos y demás gente de mala fama. El
evangelio cuenta que Jesús y sus discípulos solían comer con pecadores y gente
de mala reputación (Mt 9,10-13 par; Lc 15,ls). Este hecho es muy significativo.
Porque, según la mentalidad judía, comer con alguien era tanto como solidarizarse
con él. De ahí el escándalo que produjeron estas comidas de Jesús con gentes de
mala fama (Mt 9,11 par; Lc 15,2). Y de ahí también que a Jesús lo consideraban
como amigo de recaudadores y pecadores (Mt 11,19 par). Es más, Jesús llegó a
decirles a los dirigentes judíos que los recaudadores y las prostitutas estaban
antes que ellos en el reino de Dios (Mt 21,31). Lo cual era lo mismo que decir que
el reino de Dios no sólo no tolera marginaciones, sino además que los marginados
por los hombres son los primeros en el Reino.

Mención especial merece el comportamiento de Jesús con los samaritanos


24 Esta gente era considerada como hereje y despreciable por los judíos. Y las
tensiones entre unos y otros eran tan fuertes, que con frecuencia se llegaba a
enfrentamientos sangrientos. Cuando Jesús atraviesa Samaria, no encuentra
acogida (Lc 9,52-53) y hasta se le niega el agua para beber (Jn 4,9). Pero, a pesar
de todo eso, Jesús pone al samaritano como ejemplo a imitar, por encima del
sacerdote y del levita (Lc 10,33-37), elogia especialmente al leproso samaritano
(Lc 17,11) y se queda a pasar dos días en un pueblo de samaritanos (Jn 4,3942).
Por eso no tiene nada de particular cuando insultan a Jesús llamándole
samaritano (Jn 8,48). Por su cercanía a los marginados, Jesús llegó a ser él
mismo un marginado.

Aquí será importante hacer la aplicación de todo este planteamiento a


nuestra situación actual. Porque también hoy entre nosotros existen marginados.
Piénsese en los gitanos, los negros, los homosexuales, las madres solteras, etc.
Como se ha dicho muy bien, el comportamiento de Jesús frente a los marginados
debe interpelarnos seriamente. Pienso que lo que de verdad nos acusa a los
cristianos de hoy no son los templos vacíos, ni nuestra diversidad de opiniones en
materias dogmáticas -el así llamado pluralismo teológico-, ni nuestra tardía
incorporación, más o menos selectiva, al proceso de la modernidad. La acusación
realmente sustantiva contra nosotros la constituye el aspecto que ofrece el mundo,
ese mundo en el que tenemos la misión de ser sal y luz, fermento poderoso de
transformación integral en una línea de justicia, misericordia y fraternidad. ¿Lo
somos?
54

b) Los pobres y otras gentes

Los pobres no eran marginados religiosos. Pero silo eran desde el punto de
vista social, como ha ocurrido y ocurre en todos los pueblos y sociedades 27 Se
sabe que en Jerusalén abundaban los mendigos. Y junto a los mendigos, los
tullidos, lisiados, vagabundos y otras gentes de ínfima condición.

¿Cómo se comporta Jesús con estas personas?

Cuando Jesús anuncia su programa (Mt 11,5; Lc 4,18), indica que su


ministerio y su tarea preferente se dirige a los cojos, ciegos, sordos, leprosos,
pobres, cautivos y oprimidos. Lo que Jesús hace con estas gentes no es una
simple labor de beneficencia. Es verdad que Jesús exige, a los que le van a
seguir, que den sus bienes a los pobres (Mc 10,21 par; Mt 9,20.22; Le 5,11.18;
18,28; Mt 19,27); y se sabe que en la comunidad de Jesús existía esta práctica
(Mc 14,5.7; Jn 13,29; cf. Lc 19,8). Pero la acción de Jesús va mucho más lejos: se
trata de que los pobres y desgraciados de la tierra son los privilegiados en el
Reino. Teniendo en cuenta que, en todos estos casos, no se trata de pobres "de
espíritu" (ricos con el corazón despegado de tos bienes), sino de pobres reales,
las gentes más desgraciadas de la sociedad. En el banquete del reino de Dios
entran "los pobres, los lisiados, los ciegos y los rengos", no además de los que
tienen campos y yuntas de bueyes, sino en lugar de ésos (Le 14,15-24). Y Jesús
recomienda que cuando se dé un banquete, se invite precisamente a los pobres
(Lc 14,12-14), es decir, con ellos es con quienes debe estar nuestra solidaridad.

Por lo demás, sabemos que Jesús proclama dichosos a los pobres (Mt 5,3;
Le 6,20). Pero en este caso se trata de los discípulos que toman la opción de
compartir con los demás.

c) Teología de los marginados

¿Por qué actúa Jesús de esta manera con los marginados? Hay una primera
respuesta, que es muy clara: la nueva sociedad, que proclama el mensaje del
reino de Dios, es una sociedad basada en la igualdad, la fraternidad y la
solidaridad. Por consiguiente, en el reino de Dios no se toleran marginaciones de
ningún tipo. Por eso no está de acuerdo con el mensaje del reino de Dios, ni una
religión que margina a la gente, ni una sociedad que tolera tales marginaciones.
Por el contrario, la sociedad que Jesús quiere instaurar es de tal manera solidaria
y fraterna que en ella el que quiera ser el primero debe ponerse el último (Mc 9,35
par; Mt 19,30-20,16; Le 13,30). Y por eso en esa sociedad los preferidos son los
más desgraciados. De esta manera, Jesús pone el mundo al revés, trastorna las
situaciones establecidas y proclama la excelsa dignidad de todos los que el orden
presente margina y desprecia.

Pero, en todo esto, hay algo más profundo. Porque la actuación de Jesús
con los marginados entraña una profunda teología (palabra sobre Dios). En efecto,
con estas acciones salvíficas en favor de los marginados, Jesús revela cómo
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actúa Dios y cómo es Dios. Si es el Padre de todos los hombres. Y de sobra


sabemos que un buen padre no quiere ni soporta marginaciones entre sus hijos.
Es más, para un buen padre, si alguien es privilegiado, ése debe ser el más infeliz,
el más desgraciado por la razón que sea. De ahí que, según los evangelios, el
hecho de sentarse a la mesa con los pecadores o curar a los enfermos tiene el
valor de una nueva revelación de Dios (cf. Mt 11,19.25; 20,1-16; Lc 15,1-32).

Este aspecto teo-lógico se pone de relieve cuando se trata de marginadores,


es decir, los ricos. El dinero es el competidor de Dios, porque exige servicio total y
exclusivo; es como un ídolo, el ídolo "Mammón" (que significa riqueza privada) y
que tiene sus fieles (cf. Mt 6,24 par; Lc 16,9.11).

En definitiva, todo esto quiere decir que, en el asunto de los marginados, nos
jugamos nuestro conocimiento de Dios. Aquí la ortodoxia se hace ortopraxis, es
decir, el verdadero conocimiento de Dios depende del grado de solidaridad con los
pobres y marginados. No conoce mejor a Dios el que más lo estudia y el que
mejor se ajusta a determinadas fórmulas teóricas, sino el que vive la cercanía
solidaria con los hombres y mujeres que la sociedad más desprecia. He ahí el
secreto del verdadero conocimiento de Dios.

3. Fiel al Padre

La libertad de Jesús y su postura ante los marginados tienen una raíz, un


origen: la profunda religiosidad del propio Jesús. Con lo cual venimos a tocar lo
más hondo de la personalidad de Jesús. Si él se comportó tan soberanamente
libre frente a las instituciones, y si, por otra parte, se comprometió en la más total
solidaridad con los marginados, todo eso tenía su explicación en la profunda
experiencia de Dios que vivió Jesús. Para él Dios era el único absoluto. Por lo
tanto, todo lo demás es relativo. He ahí el sentido de su libertad. Además, Jesús
vivió a Dios como Padre de todos. De ahí su solidaridad con los marginados.

Pero vengamos al asunto: ¿cómo fue la relación de Jesús con Dios?

Tenemos un dato seguro: la cercanía, la familiaridad y hasta la intimidad de


Jesús con Dios ha quedado reflejada en su forma de orar. Jesús tenía por
costumbre llamar a Dios Abba (Mc 14,36; cf. Gál 4,6; Rom 8,15), de tal manera
que esta palabra aramea era la invocación usual en labios de Jesús al dirigirse al
Padre (Mt 11,25-26; 26,39.42; Lc 10,21; 11,2; 22,42; 23,34-46). Además, en doce
textos de los evangelios (sin contar los paralelos) se dice que Jesús, al orar, se
dirigía "al Padre": en la acción de gracias por la revelación de Dios a la gente
sencilla (Mt 11,25-26; Lc 10,21; cf. Jn 11,41); en Getsemaní (Mc 14,36; Mt
26,39.42; Lc 22,42), en la cruz (Lc 23,34.46); en la oración sacerdotal (Jn
17,1.5.11.21.24.25). Se trata, por tanto, de un material muy abundante, que
expresa un hecho prácticamente cotidiano en la experiencia de Jesús.

Ahora bien, sabemos que la palabra Abba era la expresión familiar de mayor
intimidad entre un hijo y su padre. En tiempos de Jesús, esta palabra era utilizada
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por todos los hijos, fueran niños o adultos. Pero su origen provenía del lenguaje
balbuciente de los chiquillos pequeños cuando empiezan a hablar. Equivalía a
"papá" o "mamá" en castellano. De ahí que a un judío jamás se le hubiera ocurrido
utilizar esa palabra para dirigirse a Dios, porque eso sería, en la mentalidad de
ellos, una falta de respeto. Sin embargo, ésa era la palabra con que Jesús se
dirigía al Padre del cielo. La intimidad entre Jesús y el Padre era total.

Pero esta intimidad no era un mero sentimiento. Era una intimidad efectiva,
que se traducía en hechos. Concretamente esta intimidad se traducía en la
fidelidad más absoluta. Jesús educó a sus discípulos en esta fidelidad: "Hágase tu
voluntad así en la tierra como en el cielo" (Mt 6,10 par) 4 Porque era la actitud
constante que mantuvo Jesús durante toda su vida, como ha quedado reflejado en
numerosos textos evangélicos: "Mi comida es hacer la voluntad del que me ha
enviado" (Jn 4,34); "aquí estoy yo para hacer tu voluntad" (Heb 10,9); "no busco
mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me ha enviado" (Jn 5,30); "no he venido
para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me ha enviado" (Jn 6,38). Pero,
sobre todo, está la oración que Jesús dirigió al Padre en Getsemaní: "No se haga
mi voluntad, sino la tuya, Padre" (Lc 22,42; Mt 26,42).

Por eso Jesús habló como habló y actuó como sabemos que actuó. Porque
en eso él veía el designio del Padre del cielo. Y aunque él vio claramente que todo
aquello le llevaba a la muerte y al fracaso, sin embargo no retrocedió ni vaciló un
instante. Así hasta soportar la persecución, la tortura y la muerte. En el capítulo
siguiente podremos comprender el heroísmo y la fidelidad que todo esto supuso.

4. La personalidad de Jesús

Si ahora hacemos un balance de todo lo dicho en este capítulo, el resultado


es ver con claridad la sorprendente personalidad de Jesús. Esta personalidad está
marcada por tres características: su originalidad, su radicalidad y su coherencia.

La originalidad de Jesús se advierte claramente si se tiene en cuenta que él


no se adaptó ni se pareció a ninguno de los modelos existentes en aquella
sociedad. Me refiero a los modelos establecidos de acercamiento a Dios. El, en
efecto, no fue funcionario del templo (sacerdote), ni piadoso observante de la ley
(fariseo), ni asceta del desierto (esenio), ni revolucionario violento en la lucha
contra la dominación romana (zelota). Jesús rompe con todos los esquemas, salta
por encima de todos los convencionalismos, no se dedica a imitar a nadie. De tal
manera que su personalidad es irreductible a cualquier modelo humano. Esta
originalidad tiene su razón de ser en el profundo misterio de Jesús. Porque en él
es Dios mismo quien se manifiesta y quien se da a conocer. "Quien me ve a mí
está viendo al Padre" (Jn 14,9). Ver a Jesús es ver a Dios. Por eso, en la medida
en que Dios es irreductible a cualquier modelo humano, en esa misma medida
Jesús rompe todos los esquemas y está por encima de todos los modelos
preestablecidos. Y ésa es la razón por la que Jesús nos sorprende
constantemente y hasta nos desconcierta con demasiada frecuencia. Es mas, si
Jesús no nos desconcierta ni nos sorprende, seguramente es que hemos
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intentado adaptarlo a nuestros esquemas simplemente humanos, a nuestros


sistemas de interpretación y a nuestros convencionalismos. Todo encuentro
auténtico con Jesús comporta la sorpresa y hasta el desconcierto. Porque su
originalidad es absolutamente irreductible a todo lo que nosotros podemos saber y
manejar.

Esta originalidad se pone de manifiesto, sobre todo, en la asombrosa


radicalidad de Jesús. Él, en efecto, fue absolutamente original porque fue
absolutamente radical. Pero radical, ¿en qué? Solamente en una cosa: su total
dedicación y entrega para buscar el bien del hombre, sobre todo el bien y la
liberación de los pobres y oprimidos por el mundo, por el sistema establecido. Por
eso Jesús quebrantó leyes, escandalizó a los piadosos observantes de la religión
convencional, se enfrenté a los dirigentes, soportó la persecución y murió como un
delincuente. En este sentido y desde este punto de vista, la radicalidad de Jesús
no tuvo límites. Porque no tuvo límites su amor y su fidelidad. Por eso Jesús no
fue un fanático, sino un apasionado radical por el bien del hombre. El fanatismo
consiste en anteponer ideas o proyectos a lo que es el bien del hombre. Pero
Jesús no tuvo más absoluto que la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es el
bien de los hombres, sobre todo el bien y la liberación de los pobres y oprimidos.

Y por último, su coherencia. Me refiero a la coherencia con el plan de Dios.


Todo en Jesús fue coherente porque todo estuvo en él determinado por su
profunda experiencia de Dios, hasta el punto de que Dios mismo se reveló en
Jesús, en su persona, en su vida y en sus actos. En los hombres muchas veces
falla esta coherencia. Porque se entregan a Dios de tal manera que eso entra en
conflicto con el bien del hombre (a veces se ha llegado a torturar y matar por
fidelidad a Dios); o por el contrario, se entregan a ciertas causas humanas
olvidándose de Dios y marginando a Dios. En Jesús nada de esto ocurrió: él fue
absolutamente fiel al Padre y absolutamente fiel al hombre. Una fidelidad le llevó a
la otra. Porque sabía muy bien que cuando una de esas dos fidelidades falla, se
termina absolutizando lo relativo, lo cual es tanto como caer en el fanatismo y
quizá en la barbarie.

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