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IV

REFLEXIÓN SISTEMÁTICA

En la cristología no basta lo que la Biblia y la Iglesia (en la historia) dicen


sobre Cristo, sino que se han de presentar también razones ordenadas que
permitan introducir en la comprensión de su realidad. La cristología no es una
suma de datos anteriores sobre Cristo, sino la reflexión propia de cada
generación creyente sobre quién es Cristo, y cómo él es la Verdad de Dios y la
verdad del hombre.
1. El origen: el Hijo de Dios
La filiación es la categoría suprema de la cristología, porque “Hijo” es la
expresión que manifiesta en plenitud la identidad de Jesús. La Iglesia, a partir
de la Pascua, llegó a esta confesión de fe, porque la resurrección les proporcionó
la luz necesaria para comprender el misterio de Jesucristo, haciendo un
movimiento de retroproyección a la vida terrena de Jesús, para hacer explícito
lo que Jesús había manifestado implícitamente en sus palabras, en su
actuación, en la invitación al seguimiento: su autoconciencia filial.
La filiación divina de Jesús implica y se desarrolla en las ideas de
preexistencia, encarnación y misión.
1.1. La preexistencia del Verbo
La percepción de que Dios se autocomunica definitivamente en Cristo, da
lugar necesariamente a la idea de preexistencia. Ver la relación que Jesús
estableció con Dios durante su vida, llevó a descubrir que esa relación de
Jesús con Dios no se inició en el tiempo y que tampoco estuvo condicionada
por la misión salvífica que Jesús desempeñó, sino que era una relación que
pertenecía a su ser mismo.
Cristo pertenecía en cuanto Hijo al ser de Dios, por eso Jesús comprendió
su existencia como un “envío” por el Padre, la vivió como “obediencia” al
Padre, y puede decir “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30)
Por eso, hay que entender que Cristo no preexiste sólo en cuanto haya sido
previsto con una finalidad especial, sino que su preexistencia es ontológica, y
se funda en la generación eterna del Padre, y que preexistía en Dios desde
antes
de la creación del mundo, y que ha tenido en ella un papel de mediador. Y en
este sentido, reflexionar en el papel del Verbo en la creación ha ayudado a
comprender el problema de su preexistencia antes de la encarnación.
La preexistencia de Cristo no es una formulación metafísica o teoría
filosófica, sino que es una verdad que tiene fundamento histórico y salvífico,
es decir, es posible desde la historia de Jesús, y está siempre encaminada a
explicar el sentido de su existencia y de su envío.
El NT testimonia la preexistencia en varios textos, los más antiguos en
Pablo, y siempre con esta orientación histórico-salvífica:
- afirmaciones relativas a la misión del Hijo: “Cuando llegó la plenitud
de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer… para redimir...”
(Gál 4,4s; cf Rom 8,3s), que suponen su existencia previa al envío (cf. también
Jn 3,16s y 1Jn 4,9));
- textos en que Cristo es visto en la obra de la historia de la salvación
antes de la encarnación: 1Cor 2,7s, en que se relaciona a Cristo con la
sabiduría escondida en Dios desde “antes de los siglos”;
- preexistencia entendida en el esquema “descenso-elevación”: Flp
2,6- 11, que recalca la kénosis del que preexiste;
- textos que presuponen la preexistencia al hablar de la mediación de
Cristo en la creación (1Cor 8,6; Col 1,15; Heb 1,2s; Jn 1,1-3; Ap 3,14).
Y el testimonio más explícito es el del prólogo de Juan (1,1-16), que tomó
los conceptos del AT de Sabiduría, Palabra, Shekinah, sintetizándolas con sus
características en el término Logos. Todas esas figuras mediadoras de la
acción creadora y salvadora de Dios tiene su culmen en Cristo. “Y la Palabra
se hizo hombre, acampó entre nosotros y contemplamos su gloria” (probable
alusión a la shekinah, antiguo tabernáculo, que ahora se sustituye por la
Palabra hecha hombre). Y es la Palabra que preexiste en el origen (cf. 1,1-4), y
que proexiste al final como consumador y revelador (cf. 1,16-18).
De tal modo que en el NT la preexistencia es una afirmación de fondo, ya
sea en contexto ontológico o soteriológico.
El interés de afirmar la preexistencia es salvífico: justificar por qué en
Cristo tenemos el conocimiento y la vida de Dios, y también, por qué en él
tenemos la redención del pecado y la superación de la muerte. La comprensión
de la preexistencia no es alejarnos o evadir la historia humana y el problema
de su salvación, sino precisamente entender que el ser eterno del Hijo en su
relación con el Padre es la raíz de la primera creación y de la nueva creación,
es en sí misma salvífica.
La preexistencia no mira a explicar el problema metafísico de la persona de
Cristo. Por eso la preexistencia se entiende desde la Pascua de Jesús. Si desde
ahí se entendió la encarnación, su misión, su misterio pascual y su
“postexistencia” (qué sucede con él después de su muerte), es inevitable no
plantear también la cuestión de su “preexistencia” antes de la venida al
mundo. Es decir, la consideración escatológica de Cristo, supone una reflexión
sobre su significado protológico: “La gloria del resucitado es irradiación de la
gloria del preexistente”, y esto no como una mera deducción apriorística, sino
el fundamento de un proceso de revelación en los acontecimientos.
Si la preexistencia es fundamento metafísico del carácter definitivo
(escatológico) de la salvación, la experiencia pascual es el fundamento
gnoseológico para afirmar la preexistencia de Cristo1.
La preexistencia ayuda a entender qué significa Cristo como Alfa y Omega.
Cristo no preexiste en Dios de manera inactiva, sino que es una preexistencia
creadora. Si él es el Omega, como consumación del mundo, es Alfa porque
estaba en su origen. Quien está en el origen y en el fin tiene la clave de todo.
Cristo está en la raíz del ser, está presente en la historia, y está presente en el
fin del mundo.
1.2. La encarnación del Hijo de Dios
a) La encarnación, centro de la historia de salvación
La encarnación del Hijo de Dios es el acontecimiento central de la fe
cristiana. Todo el NT es un testimonio autorizado de este misterio. La
expresión del prólogo de Juan es su mejor formulación lingüística: “Y el verbo
se hizo carne” (1,14). El término sárx (como basar) indica al hombre entero
en su debilidad, fragilidad, finitud creatural, y ahí, en ese límite es donde Dios
se ha dado al hombre, y lo ha elevado haciéndose él mismo “carne”, criatura
espacio- temporal.
En la teología de Pablo aparece también como una verdad de fe central,
vivida así por las primeras comunidades cristianas: Rm 1,13; 9,5; 1Tim 3,16;
el texto de Flp 2,6-8 presenta la cuestión en un hermoso proceso de
abajamiento y humillación hasta la muerte.
Pablo considera que la encarnación es el misterio por excelencia, el
“misterio escondido desde siglos por generaciones, pero manifestado ahora a
los que creen en él” (Col 1,26). Es el acontecimiento central de la salvación
(Gál 4,4), que recapitula todas las cosas (Ef 1,9-10).

1
Cfr. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología..., p. 382.
Es un misterio en el que Dios descubre su rostro. Si en el AT Dios
permanece trascendente, oculto, aun cuando interviene a través de personas y
acontecimientos, en el NT se manifiesta personalmente en el Verbo
encarnado, que es la presencia plena de Dios entre los hombres (Cf. Ap 7,15;
Jn 12,12; 13,6), la “irradiación” de la gloria del Padre (Heb 1,3).
Los Padres de la Iglesia profundizaron el dato bíblico de la encarnación y lo
expresaron en términos nuevos: sárkosis, “encarnación”; enanthrópesis,
“humanización”; ensomátosis, “incorporación”; lépsis, “asunción” de un
cuerpo; y los correspondientes términos latinos: incarnatio, incorporatio,
inhumanatio, assumptio.
La encarnación es el tema central en las profesiones de fe y en la defensa de
las definiciones conciliares frente a las objeciones más duras: la posibilidad
del devenir en Dios, la integridad de la naturaleza humana asumida por el
Verbo, la unidad del Hijo de Dios hecho hombre. Afirmar el estatuto
ontológico humano- divino de Jesucristo es la base para afirmar la salvación
que nos trajo.
El misterio de la encarnación es, pues, el dato central del testimonio bíblico
y de la profesión de fe cristiana, defendido constantemente de múltiples
acusaciones, incluso la del mito: Jesucristo fue un “mediador cósmico” pero
sin una historia humana real, o un redentor exclusivamente humano. Al
contrario, para la fe cristiana la encarnación es el descenso existencial e
histórico del Hijo de Dios en la realidad de su carne mortal, con todos los
acontecimientos esenciales de la vida humana (nacimiento, crecimiento,
muerte) y el acontecimiento decisivo y único de la resurrección.
Es el vértice insuperable de la historia de la salvación. Es la fuente última
del conocimiento de Dios y del hombre. Revela el misterio de la vida
intratrinitaria de Dios, el misterio de la participación del hombre y del cosmos
en la vida de Dios, y el misterio de la Iglesia como signo que prolonga en la
historia la venida del Reino (Mt 13,38; 16,18-19; 21,43; 22,1-14; Heb 12,28).
b) La encarnación, acontecimiento trinitario
La originalidad del cristianismo es la confesión de que el único Dios
trascendente se ha hecho él mismo hombre, en una encarnación personal,
única, definitiva. Así, Jesucristo es el lugar de encuentro y de diálogo entre la
divinidad y la humanidad. Es, al mismo tiempo la manifestación plena de la
realidad misma de Dios, es decir, la encarnación es el acontecimiento de
la autorrevelación de Dios como comunión trinitaria “para nosotros”. Nos
abre el misterio de la vida íntima de Dios. San Pablo en una síntesis teológica
presenta el compromiso personal del Padre, del Hijo y del Espíritu en la
encarnación:
“Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo,
nacido de una mujer, nacido bajo el dominio de la ley, para liberarnos del
dominio de la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de
dios. Y la prueba de que ustedes son hijos es que Dios envió a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo que grita: ‘Abba’, es decir, ‘Padre’” (Gál 4,4-6).
El misterio de la encarnación y el misterio trinitario están en íntima
relación. La encarnación tiene su origen y explicación en la Trinidad, y ésta
tiene en aquélla su expresión y su prolongación ad extra. Es decir, la Trinidad
manifiesta su fecundidad ad extra libre y gratuitamente en la misión del Hijo,
quien, a su vez, extiende a la humanidad y al cosmos su participación en la
vida de Dios.
Esta relación entre la encarnación y el misterio trinitario fue expresada así
por Karl Rahner: “La Trinidad económica [“para nosotros”] es la Trinidad
inmanente [“en sí”], y viceversa”. Es decir, desde el compromiso concreto de
Dios en la encarnación histórica, podemos llegar al conocimiento verdadero
del misterio de la vida íntima de Dios, de la Trinidad inmanente. O como dice
Walter Kasper: “el Deus revelatus es el mismo Deus absconditus; el misterio
irreductible de Dios es el misterio de nuestra salvación”.
Lo que se quiere expresar es, fundamentalmente, que la encarnación es el
punto de unidad entre Trinidad económica y Trinidad inmanente. Esto es, que
la historia de Jesús (su nacimiento, persona, palabras, acciones, misterio
pascual) es la historia de la Trinidad, porque Jesús desarrolla su misión y su
obra en unidad, preexistente y eterna, con el Padre y el Espíritu. Esto quedó
expresado en la tesis clásica según la cual “en la Trinidad todo es uno, cuando
no hay oposición de relación” (ya presente en Gregorio Nacianceno y san
Agustín), es decir, en las obras ad extra, la actuación de Dios es una actuación
trinitaria indivisa y “perijorésica” (comunional).
Sin embargo, aunque la Trinidad está comprometida en la encarnación, sólo
el Hijo se encarnó. La cuestión de si hubiera sido posible asumir la naturaleza
humana una persona distinta de la persona del Hijo fue ya planteada por Santo
Tomás. Importa dejar claro que la encarnación, como obra divina ad extra, es
un acto absolutamente gratuito y libre; por eso, en principio cualquier persona
hubiera podido encarnarse: el Verbo se encarnó porque Dios así lo quiso.
Pero, la encarnación le conviene de manera absoluta sólo al Verbo: a) porque
él es la Imagen del Padre, y convenía que la imagen increada asumiera la imagen
creada (el hombre) para redimirla y recrearla; y, b) porque él es el Hijo
engendrado eternamente, y en la encarnación prolonga su realidad de hijo,
porque no hay muchos hijos en la Trinidad.
* El Padre toma la iniciativa en la encarnación. Jesús manifestó siempre
una comunión profunda con Dios a quien llamó Padre, una relación de
pertenencia y unidad (Jn 8,31; 10,36; 14,9; 16,32). Lo conoce íntimamente,
por eso es el supremo revelador del Padre: “A Dios nadie lo ha visto nunca. El
Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado” (Jn 1,18).
El Padre es quien toma la iniciativa en la encarnación: “Cuando llegó la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo” (Gál 4,4; cf. también Ef 1,3-6).
Cristo es el enviado del Padre (Mt 10,40), Cristo es enteramente del Padre,
desde su nacimiento hasta la resurrección, todo está referido al Padre. El Hijo
es engendrado ontológicamente del Padre, y su misión salvífica en la historia
tiene también en él su origen.
A esta iniciativa y compromiso del Padre en la encarnación del Hijo se le ha
llamado “instancia patrogenética”. La redención, como la creación, tiene su
origen en Dios Padre.
El compromiso salvífico del Padre en el acontecimiento Cristo se ha
presentado teológicamente con la categoría de “misión del Hijo”, que implica
dos cosas:
- la presencia nueva del Hijo en la historia (encarnación),
- la remisión del acontecimiento a su origen eterno del Padre
(“procesión”).
Es decir, la misión histórica del Hijo revela y se fundamenta en la procesión
eterna del Padre. Como si la misión fuera una “misteriosa reproducción” ad
extra de la procesión y de la generación eterna del Hijo por parte del Padre.
* La encarnación es acontecimiento del Hijo, es decir, un
compromiso personal suyo que la SE describe como un acontecimiento
descendente por el que el Hijo se inserta en el devenir espacio-temporal de la
historia humana, como un acto de obediencia al Padre y como un movimiento
de kénosis de su ser divino.
- acontecimiento descendente, en cuanto señala que el origen de Jesús
está en la eternidad; “…existía antes que yo”, dice Juan Bautista (Jn 1,15); su
existencia trasciende el tiempo: “De Dios he salido y vengo: no he venido por
mí mismo, sino que él me ha enviado” (Jn 8,42; 7,28); la encarnación es “salir
del Padre y venir al mundo” (Jn 16,28; 1,9);
- su entrada aparece como un acto de obediencia total a la voluntad del
Padre: “…para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Heb 10,5.7); toda la existencia
histórica de Jesús y su eficacia salvífica se entienden en clave de obediencia
filial; su muerte en cruz es también un acto de obediencia: “…obediente hasta
la muerte
y muerte de cruz” (Flp 2,8). Esta obediencia temporal no es sino reflejo de la
apertura y disponibilidad que desde la eternidad tiene el Hijo con el Padre;
- es un acto de “kénosis”, “…se despojó de sí mismo” (Flp 2,7), como
un acto de vaciamiento y humillación que culmina en la muerte de cruz, y ahí
la Majestad se ha revelado como Misericordia, y el Absoluto trascendente se
ha manifestado como Prójimo absoluto2; kénosis que no implica disminución
en su naturaleza divina; sino que el Hijo de Dios asume radicalmente la
naturaleza humana, con sus límites; la encarnación como kénosis no quiere
decir que el Hijo pierde su ser, su poder o su conocer divinos, sino que hay un
acomodamiento de su condición a las condiciones de la existencia finita. No es
un simple ocultar su divinidad pero sin compartir con los hombres su
condición limitada; tampoco es un perder naturalmente su divinidad.
* El Espíritu interviene en la encarnación. El Espíritu está en el
comienzo de la existencia terrena de Jesús (Mt 1,20; Lc 1,35), en el comienzo
de su misión, en el bautismo (Lc 3,21; Mt 3,16; Mc 1,10). Jesús aparece como
el ungido por el Espíritu: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
ungido…”, haciendo suyas las palabras de Is 61,1 (Lc 4,18).
La vida de Jesús está marcada por el Espíritu, es el hombre “transido por el
Espíritu”. Y los momentos fundamentales o etapas más significativas de este
acompañamiento pneumático serían el bautismo en el Jordán con la
presentación de Jesús como Mesías y Salvador, y la resurrección-exaltación
con su constitución definitiva como Señor.
Toda la existencia histórica de Jesús está bajo la acción del Espíritu, su
origen, su identidad como Hijo de Dios y su actividad mesiánica (cf. Lc 4,16-
30; Mt 13,54-58; Mc 6,1-6) se realizan y se revelan en el Espíritu; lo mismo la
resurrección, ascensión y Pentecostés (cf. Rom 1,3-4; Hch 1,8; 2,4) están bajo
el signo del Espíritu Santo.
La presencia del Espíritu en Jesús es una realidad permanente, no
transitoria; no es un hombre que en determinado momento de su vida es
investido del poder del Espíritu, sino que éste es una realidad intrínseca a su
ser y a su actuar, en muy estrecha relación con su condición de Hijo (Lc 1,35;
3,22). Esto significa que la profunda realidad de Jesús se define no sólo por
su referencia al Padre, sino también por su relación con el Espíritu.
Pero, a su vez el Espíritu se define no sólo por su relación al Padre, de quien
procede, sino también por su relación con el Hijo, por quien es enviado (Jn
15,26; 16,7). Esta relación Jesús-Espíritu está señalada por Pablo: “Espíritu
del
2
Cfr. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología..., p. 396.
Hijo” (cf. 2Tes 2,8), está en Cristo y actúa en él y a través de él. Así, Cristo
tiene una fundamental dimensión pneumatológica, pero también el Espíritu
tiene una fundamental referencia cristológica.
Así, si el acontecimiento Cristo es una iniciativa del amor del Padre, es una
iniciativa marcada por la acción del Espíritu de amor, que procede del Padre y
del Hijo. Este es el aspecto trinitario y comunional de la encarnación.
c) La encarnación, acontecimiento cristológico
La pregunta por la finalidad de la encarnación es una de las cuestiones
disputadas clásicamente en cristología: Cur Deus homo?, preguntaba Anselmo
de Canterbury en el siglo XII:
- es un hecho contingente, un acontecimiento de emergencia debido al
pecado del hombre?,
- forma parte del plan de Dios desde la eternidad?,
- es decir, es sólo presupuesto para el sacrificio de la redención o tiene
significado y valor en sí misma?
Las respuestas tradicionales han sido dos:
- la encarnación de Cristo es un remedio al pecado del hombre (tesis
“redentiva” o “soteriológica”, santo Tomás de Aquino, ver Amato, p.
408),
- la encarnación es el cumplimiento de la creación (tesis “perfectiva” o
“cristológica”, Juan Duns Scoto, ver Amato, p. 409).
Los intentos de solución estaban demasiado ligados a la concepción del
mundo y de la historia propios de la época medieval: una concepción estática,
es decir, el mundo es visto como una obra perfecta de Dios desde el comienzo,
de tal manera que la redención de Cristo no tiene otra función más que
reconstruir el orden inicial que ha sido descompuesto, corregir.
Sin embargo, en la Escritura y en muchos Padres de la Iglesia se subraya la
dimensión escatológica de la historia, frecuentemente olvidada: el orden y la
perfección están no al comienzo, sino al final de la historia. Así, la
encarnación, aunque sí tiene una función redentora del pecado, no es
exclusiva; el acontecimiento Cristo tiene una función en sí mismo positiva:
llevar dinámicamente al hombre y la historia a su plenitud,
independientemente de la caída.
En la perspectiva escatológica (tensión y apertura al futuro) no cabe la
oposición entre la finalidad redentiva y perfectiva de la encarnación, porque el
acontecimiento Cristo es el fin al que tiende el hombre, este proceso hacia Cristo
es a la vez creativo y salvífico. Pueden integrarse la idea de creación y redención
en el único plan de salvación de la humanidad y del cosmos.
En este sentido, para Moltmann la encarnación y el sacrificio redentor no
significan sólo remisión de los pecados, sino sobre todo “sobreabundancia de
gracia” (cf. Rom 5,20). Y entre pecado y gracia hay desproporción a favor de
la gracia, que lleva a plenitud la creación del comienzo. Es decir, el Hijo que
es “imagen” del Padre, con su encarnación realiza la verdadera humanidad, la
estatura del hombre según el plan de Dios. Así, la encarnación del Hijo de
Dios posibilita que los hombres configurarse con la imagen de Dios en el Hijo.
Esto es, “el Hijo de Dios se ha hecho hombre sobre todo para llevar a plenitud
la creación”.
1.3. El devenir del Verbo preexistente
Las nociones de eternidad e inmutabilidad de Dios, igual que preexistencia,
son bíblicas. En qué sentido poder hablar del Dios trascendente que no está
limitado por nada (Is 40,22-26), que es inmutable (Sal 102,26-28; Sant 1,17),
que no está implicado en el devenir histórico del mundo, y que no se mide por
el tiempo de las criaturas, y que al mismo tiempo no es indiferente, lejano,
ausente.
¿Cómo conciliar esta inmutabilidad de Dios (“Yo soy el Señor, no cambio”,
Mal 3,6; su quietud: Num 23,19; 1Sm 15,26) con su paradójica situación de
cambio: se conmueve (Jer 31,20; Is 49,14s), se alegra (Dt 28,63; 30,9), se
entristece (Gn 6,6), se arrepiente (Gn 6,6; 1Sm 15,11), paradoja que llega a su
culmen en la encarnación?
Porque, por una parte tenemos el dato bíblico de la inmutabilidad de Dios, y
por otra, la afirmación bíblica de la encarnación del Verbo preexistente y eterno.
Tradicionalmente se ha mantenido la absoluta inmutabilidad de Dios, él
como acto puro, no admite cambio que supondría potencialidad e
imperfección. El devenir y su pasibilidad no serían reales, sino sólo “de
razón”; entonces el movimiento de Dios hacia las criaturas no sería del todo
real; en la encarnación, el devenir tocaría sólo a la naturaleza humana que el
Verbo asume, no así a la absoluta inmutabilidad de Dios.
Otros han interpretado la inmutabilidad de Dios en la Escritura como
fidelidad moral: la inmutabilidad se refiere al cumplimiento fiel de sus
promesas.
Superando ambas visiones, Rahner afirma que Dios mismo ha tomado la
iniciativa de hacerse hombre; y este devenir divino no es sólo metafórico, a
menos que el carácter salvífico del acontecimiento se vacíe de contenido. Por
un lado, afirma la inmutabilidad ontológica de Dios, pero por otro asume el
devenir en Dios:
“Pero: sigue siendo verdad que el Logos ha devenido hombre; que la
historia evolutiva de dicha realidad humana llegó a ser su propia historia;
nuestro tiempo, el tiempo del Eterno; nuestra muerte, la muerte del Dios
inmortal”.
Y su solución: “Si contemplamos, sin prejuicios y con claro mirar, el hecho
de la Encarnación de que da testimonio la fe en el dogma fundamental del
cristianismo, hemos de decir sobriamente: Dios puede devenir algo, el en sí
mismo inmutable puede ser él mismo, mudable en lo otro”. El Absoluto y el
Inmutable, en su pura libertad, “tiene la posibilidad de devenir lo otro, finito”.
Es necesario considerar y reconocer la originalidad de la encarnación
no sólo fuera de Dios, sino en el acto interior de compromiso de Dios
mismo. Dios sale de sí, él mismo en cuanto plenitud que se entrega. El Verbo
de Dios se hizo hombre, y el nacimiento del Hijo eterno fue real, y por eso la
tradición llamó a María “Madre de Dios”.
Para entender la inmutabilidad ontológica de Dios y el devenir auténtico de
la encarnación, hemos de distinguir “devenir” en Dios y “devenir” en las
criaturas:
- Dios es acto puro, pero inmutable no significa estático e inmóvil, sino
un mantenerse en la perfección; él, “exuberancia de vida” puede irrumpir en el
devenir sin perder por ello perfección; como fuente de vida, ningún cambio,
acontecimiento nuevo le añade perfección o progreso,
- en las criaturas, “devenir” es una exigencia de su ser: no pueden dejar
de cambiar, ahí está su desarrollo y su vida; están deviniendo, son devenir en
sí mismas.
El devenir en Dios es pura libertad y gratuidad absoluta y surge de la
sobreabundancia de su vida y de su amor. Por esto no es imperfección, al
contrario, se convierte en fuente de novedad, de restauración y de
plenificación de la humanidad.
En la creación del hombre a su imagen y semejanza, Dios había ya
“esbozado una gramática” para escribir una historia de salvación. En este
sentido, la encarnación del Verbo significa que Cristo “es hombre del modo
más radical y su humanidad es la más autónoma y libre, no aunque, sino
porque es la asumida, constituida en tanto automanifestación de Dios”
(Amato, citando a Rahner, p.423).

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