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Novedades Educativas / Nº 62 / Pág.

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¿QUE HA PASADO CON LA PEDAGOGÍA?
Notas sueltas para pensar lo nuevo y despedirse de lo que fue
Mariano Nadowrosk

¿Qué ha pasado? ¿Qué aconteció con nuestros grandes manuales? ¿A dónde fue a parar la galería interminable de Grandes
Pedagogos?. Esa luminosidad del discurso pedagógico moderno ha ido apagándose progresivamente y, lo que es peor, nuestras
certezas se han transformado en dudas. El semblante totalizador de la pedagogía, el modelo que cerraba en sí mismo, ha explotado
y su existencia se expresa en un número incontable de fragmentos.
Vayamos por parte para tratar de reconstruir esos fragmentos. En lo que respecta al docente, este continúa constituyendo un
componente central en el funcionamiento escolar. Sin embargo, ya no es posible afirmar la existencia de un diagrama que suponga
el establecimiento de un equilibrio que acaba en el docente, sino de órdenes paralelos que a veces se yuxtaponen y a veces se
contradicen.
La razón de esta fragmentación se vincula con el concepto de “intelectual vigilado”, ya reseñado por nuestra parte en un número
anterior de Novedades Educativas (Nadowroski, 1995). Por una parte, el docente continúa siendo enteramente responsable de la
ejecución de acciones de enseñanza de acuerdo con prescripciones pedagógicas. Pero ya no hay un método igualmente indiscutido
que sólo será intercambiable por otro método igualmente indiscutido.
Se ha producido una llamativa convivencia de métodos divergentes y hasta los modernos diños curriculares prescriben un arco de
posibilidades que los educadores pueden elegir.
El docente sigue constituyendo la extensión la polea de transmisión del pedagogo. ¿Pero de qué pedagogo? La idea plasmada en la
Didáctica Magna por Comenius ​en el siglo XVII, de construir un lenguaje perfecto que permita un único abordaje en el que todos los
elementos de lo real estén incluidos, se deshace en un heterogéneo menú de opciones metodológicas que van desde la justificación
de la antiguas (modernas) posiciones hasta los nuevos abordajes eclécticos o “integradores”.
El método predominante de organización de organización del trabajo escolar sigue siendo la instrucción simultánea: un docente
único enseñando simultáneamente a un conjunto de alumnos que comparten el mismo grado de dificultad respecto del
conocimiento en proceso de aprendizaje. Sin embargo, las cosas ya no son como eran: la idea moderna acerca del lugar del docente
– como el lugar exclusivo del que sabe – ha sido cuestionada por la explosión massmediatica y el acceso al saber a través de
mecanimos no escolares. Aquellas cualidades funcionales del viejo modelo: la rigidez, lo estático y lo inamovible pasaron a ser
blanco fácil de las críticas de los pedagogos que, paradojalmente, es difícil que indiquen el abandono del esquema de la
simultaneidad en el salón de clases.
Esta modificación en la definición de los lugares de quienes saben y quienes no saben porque también en la tela de juicio el poder
sobre el cuerpo infantil. Si bien persiste la diferencia institucionalizada entre niños y adultos, ahora se cuestiona el esquema en el
que el adulto docente es exclusivo del espacio de quien no sabe. Aquí y allá se reclama que el docente se baje del pedestal, que se
consideren los intereses de los niños. Los más audaces llegan a postular una suerte de muerte lenta del docente a favor del respeto
por las capacidades, las posibilidades o el nivel de maduración de los alumnos.
Si lo que se pretende es procurar el lugar en el que reside el desprotegido por el que atraviesan los docentes, es preciso rastrear en
la mutación de este diagrama de relaciones microinstitucionales más que en, por ejemplo, los bajos salarios de los docentes
(Lipovetsky, 1994). Claro que los salarios pueden interpretarse como otro indicador de la aludida decadencia, pero no deja de
sorprender que, en países en los que la actual situación laboral de los enseñantes es muy buena, el estallido de la legitimidad social
de su rol tampoco varía.
Esto se refleja también en el nivel de gestión de las escuelas. Si para Comenius los gobernantes debían depositar la gestión
específica de las de las instituciones educacionales en los enseñantes, desde finales del siglo XIX, por el contrario, la tarea
pedagógica se constituye en una razón de Mercado. Es decir, la educación pasa a ser un problema de los funcionarios, de los
especialistas y de los técnicos en educación y no de corporación de los educadores.
En lo que respecta a la situación de la infancia, parece vigente la pregunta que ya nos planteamos, que no por realizada deja de ser
pertinente como ejercicio teórico: “¿Existe la infancia?”. Desde las clásicas obras de Philippe Aries se sabe que la infancia es sólo una
construcción moderna definida por la adjudicación de ciertas características que plasman en instituciones y discursos que eran (son)
punto de partida y de llegada de la pedagogía. La historidicidad de la infancia existe más que nada en tanto la infancia fue
minuciosa y puntualmente construida en esa sutil trama de dispositivos discursivos e institucionales (Baquero y Nawdoroski, 1995)
La escuela moderna es la escuela de la infancia pedagoguizada; o sea, la de la infancia encerrada en un sistema de categorías de
análisis propuesto por la pedagogía. La pregunta que sobreviene es: ¿Qué transformaciones se operan cuando el principio de
autoridad/saber y de obediencia/ignorancia entran en crisis?. De lo que se trata es de la ruptura del modelo de dependencia y
heteronomía infantil respecto del adulto que antes se expresaba tanto en el discurso de la pedagogía como en las prácticas y los
rituales escolares.
Volvamos a las massmediatización de la cultura. La suposición fuerte (Postman, 1984) consiste en afirmar que el niño posee en la
actualidad un acceso a los medios de comunicación, un acceso a la información equivalente a la del adulto. Esto muestra una
diferencia relevante respecto del mundo en el que reinaba la Pedagogía, en el que para poseer una “experiencia cognitiva” había
que transcurrir por todos los niveles del sistema educativo. Con el estallido del saber como totalidad escolarizable, la experiencia
está massmediaticamente diseminada, por lo que la edad es cada vez menos un atributo del conocimiento. Esto es crucial ya que las
posibilidades de conocer no se hallan en único ámbito escolar por lo que es posible afirmar al final de la proclamación de la escuela
como ámbito exclusivo de la transmisión de conocimientos.
Para lograr la consolidación de un sistema de educación escolar, sigue precisándose de un contrato entre maestro y padre un
dispositivo de alianza entre la escuela y la familia que garantice la asistencia cotidiana de los niños a la escuela (Nadorowski. 1994).
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Sin embargo, el mecanismo no funciona con la precisión que lo hacía antes, la alianza sólo se podía establecer sobre la base de la
aceptación y reconocimiento (por parte del padre) de la legitimidad de la cultura escolar, produciéndose la subsunción de las
modalidades culturales de familias e individuos al imperio disciplinador de la escuela.
Como sabemos, en la actualidad la alianza se sostiene, pero sobre un reconocimiento inverso al anterior: es la cultura escolar la que
está puesta en la mira, acusada de anacronismo, despotismo y rigidez . Y es el maestro el que ahora debe comprender y aceptar la
existencia de una multiplicidad de posibilidades de opciones culturales. Si el dispositivo de alianza todavía se conserva es porque, a
pesar del desprestigio de la institución escolar, la pedagogía le indica al educador “adaptarse”, “tolerar”, comprender las diferencias
culturales de razas, etnias, historia, clase, género. El una cultura escolar hegemónica ha terminado.
¿Y qué pasó con las utopías que constituían el discurso pedagógico moderno?. En lo relativo a la proclamación de puntos de llegada,
de grandes finalidades referidas al orden social en el que está inmersa la institución escolar, se observa una ausencia creciente de
postulaciones que tiendan a dar respuestas totalizadoras. No es que las finalidades pedagógicas hayan desaparecido, sino que se
han replegado al logro de modificaciones sociales mucho menos ambiciosas, y se han desdoblado en un abanico difícilmente
predecible de proclamas. Proclamas que se multiplican en igual proporción que el creciente reconocimiento de las diferencias
étnicas, sexuales o sociales. La Utopía única y totalizadora se ha transformado en la exaltación de la diferencia.
Por otro lado, el poder normalizador de la utopía ha mitigado el tono duro y disciplinador de la pedagogía moderna, el que al guiar
dotado de sentido permitía discriminar lo justo y lo verdadero. Se ha generado, al contrario, una posición ​ligth ​que, aún estipulando
sus propias perspectivas, se da el lujo de “tolerar” y de estimular la convivencia con otras perspectivas divergentes y hasta
contradictorias. Con la muerte de la cultura escolar hegemónica sobreviene la posibilidad de conciliación entre los tradicionales
antagonistas, ideológicos; los que ahora, reconvertidos, pasan a ser simples e inofensivos cultures sólo de “miradas” (y no de
proyectos políticos) diferentes.
Obviamente, esta escena posmoderna presenta una figura singular: el pedagogo que se asombra por la irrupción del nuevo “nuevo
orden mundial” y se lamenta por la pérdida de las buenas viejas categorías totalizadoras del discurso pedagógico. Sin embargo, este
efecto de nostalgia produce a pesar de las “buenas intenciones” de sus seguidores dos consecuencias complementarias y
paradojales. Por un lado completa el paisaje doctrinario con la presencia de ideas tradicionales y pintorescas que parecen reforzar la
convicción de la necesidad de convivencia y tolerancia. Por otro lado, alienta a pensar – gracias a sus modelos normativantes,
circulares, redundantes e impracticables – que la etapa de la pedagogía de las utopías totalizadoras debe superarse.
Con esta debilidad en la oferta discursiva destinada a postular utopías sociopolíticas, la pedagogía se recluye en una desenfrenada
búsqueda de un modelo perfecto de enseñanza, un modelo sin fisuras, que permita procesar adecuadamente y sin errores la
transmisión de conocimientos. En otras palabras, la pedagogía abandona la utopía del ​para qué ​y se recluye en el más comodo
espacio de la utopía del ​cómo.
Respaldado por los avances de las tecnologías multimediales y por los adelantos científicos en la didáctica de las disciplinas basadas
en nuevos descubrimientos eb los campos de la psicología experimental, cognitiva o genética, los pedagogos persiguen
incansablemente la idea de hacer decrecer su ignorancia respecto de los procesos escolares de enseñanza y aprendizaje bajo la
promesa utópica de hallar un modelo libre de impurezas.
Uno de los indicadores más evidentes en este crucial desplazamiento de la pedagogía moderna lo constituye la misma situación
social y académica de los pedagogos. La clausura de las utopías totalizadoras y el persistente vacío de grandes relatos pedagógicos
trajo consigo la desaparición del personaje emblemático de la pedagogía de la modernidad: el Gran Pedagogo. Cada época, cada
siglo, cada década de la modernidad podía ser identificada por medio del Gran o los Grandes Pedagogos que señalaban los grandes
caminos a recorrer. Olvidados en las solapas de los viejos textos, la ausencia de Grandes Pedagogos se reemplaza por nosotros por
“especialistas”, por “técnicos”; pedagogos especializados en parcelas muy específicas del saber pedagógico, para quienes la
repercusión social y política de sus acciones no constituye un elemento necesariamente preocupante. ​Comenius, La Salle. Démia,
Lancaster, Owen, Spencer, Montesori, Decroly, Coussinet, Makarenko, Dewey, Ferriere: o los nuestros: Baladía, Sastre,
Sarmiento, Simón Rodriguez, Calzzetti, Filho, Mantovani, los Rezzano, Vergara, Cossetini, Freire… …, todos sustituidos por equipos
técnicos especializados capaces de operar en las complejas realidades educativas actuales a partir de posiciones teóricas que no
implican la asunción de modelos abarcativos de totalidad.
Honor supremo el que nos toca a los latinoamericanos: tener entre nosotros a Paulo Freire, revisado una y otra vez por los
investigadores en educación del más alto nivel internacional, venerado por sus aportes en la construcción de una pedagogía de la
utopía social. Posiblemente el último de los Grandes Pedagogos.
Por mi parte, prefiero asumir el desafío de construir un modelo diferente tanto del pragmatismo de la pedagogía ​ligth ​como de los
nostálgicos de la pedagogía ​hard. E​ n la obligación de escoger, preferimos un punto de vista más bien ​dark, ​que asume no sin cierta
inquietud al nuevo escenario, que no ahorra discusiones hasta sobre los puntos menos discutibles y que, en fin, prefiere revisar las
categorías con las cuales pensamos la educación escolar antes de aferrarse a la definición esperanzada de nuevas utopías o que
decretar impunemente su muerte definitiva.

Bibliografía:
Baquero, Ricardo y Nadowroski Mariano. “¿Existe la infancia?” Revista del instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación. Año III. Nº 4. 1994.
Lipovesky, Gilles. El crepúsculo del deber. Barcelona. Anagrama.1994.
Nadorowsky, Mariano. Infancia y poder. La conformación de la pedagogía moderna. Buenos Aires. AIQUE.1994

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