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La nueva cultura del aprendizaje


en la sociedad del conocimiento
Juan Ignacio Pozo

Educar en tiempos de crisis: despertando de un


largo sueño
Los sistemas educativos en general, y la escuela en particular, están sometidos a una
continua exigencia de cambio. La educación obligatoria está en la mayor parte de los
países en un proceso de reforma educativa, que implica no sólo una extensión de sus
límites, incluyendo a personas y grupos sociales hasta ahora excluidos, sino también una
ampliación de sus horizontes, fijando nuevas metas y propósitos, definiendo nuevas
formas de enseñar y aprender, creando nuevos espacios en los que se pueda no sólo
transmitir sino compartir el conocimiento y las vivencias que ese conocimiento genera.
Pero también la educación superior o universitaria está sometida a las exigencias del
cambio. Así, por ejemplo, en el nuevo espacio educativo europeo se habla de una
enseñanza universitaria dirigida por la formación de competencias, y en la que la unidad
de gestión del conocimiento no debe ser la labor del profesor (las horas de enseñanza en
el aula), sino el propio trabajo de los alumnos (sus actividades de aprendizaje autónomo).
Igualmente, en otros muchos ámbitos educativos o instruccionales se fomenta cada vez
más la cooperación entre los propios alumnos como motor del aprendizaje o se buscan
nuevas formas de interactuar con el conocimiento, mediadas por nuevas tecnologías más
abiertas y flexibles, todos ellos síntomas de que los modelos más tradicionales, y
unidireccionales, de relación entre profesores y alumnos, requieren profundos cambios.
Nuestros sistemas educativos formales, desde la educación infantil hasta la superior,
están por tanto viviendo tiempos de cambio, en un proceso de reforma continua
(Marchesi y Martín, 1998). Es la reforma que no cesa y que, como veremos, afecta no
sólo a una reconsideración de sus contenidos, sino cada vez más a un cambio en las
formas de enseñar y aprender, en suma, de gestionar el conocimiento en esos espacios
instruccionales. Pero no son sólo los espacios educativos, o de instrucción formal, los
que están cambiando. De hecho, esos cambios alcanzan más fácilmente a otros espacios
o contextos menos formalizados o institucionalizados y por tanto más permeables a esas
nuevas corrientes o demandas de aprendizaje. Se habla del aprendizaje para el ocio, del
aprendizaje organizacional, del aprendizaje virtual o el e-learning, todas ellas nuevas

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formas de aprender, de relacionarse con el conocimiento, que sin duda están alterando y
van a alterar aún más nuestras formas de concebir el aprendizaje y de organizarlo
socialmente.
Por tanto, hay vientos de cambio, que fácilmente podemos reconocer a nuestro
alrededor. De hecho, ese cambio, las nuevas formas de enseñar y aprender, se vende
como un nuevo producto cultural (¡basta ver los idílicos anuncios de muchas
universidades privadas!) en la medida en que la gente de la calle, la sociedad, percibe
cada vez más su demanda. Pero más allá del revuelo y las retóricas con que se
acompañan o se venden esos nuevos aires educativos, ¿están cambiando realmente
nuestras escuelas?, ¿se aprende y se enseña hoy de forma distinta a como aprendimos
nosotros cuando, según la feliz expresión de Gabriel García Márquez, éramos jóvenes e
indocumentados?
Sin duda, es imposible responder de forma unívoca a preguntas como éstas. Con
certeza, en unos ámbitos (los informales, los menos institucionalizados), los cambios son
más fluidos que en otros (la escuela, la universidad). Con certeza, en unos niveles
educativos (la educación infantil), esos cambios se hacen más visibles que en otros (la
universidad). Y con la misma certeza, algunos aspectos (las relaciones entre profesores y
alumnos, las formas de hablar y de comportarse) han cambiado también más que otros
(los propios contenidos de la enseñanza, las tareas escolares o los sistemas de
evaluación). Pero centrándonos en las formas de aprender y enseñar, que constituyen el
objetivo esencial de este libro, nos atrevemos a decir que, en general, los cambios
predicados, las propuestas teóricas para el cambio han sido más fuertes y profundas que
los verdaderos cambios que han tenido lugar en las prácticas educativas. En El
Dormilón, una de sus películas más disparatadas, Woody Allen encarna a Milles Monroe,
quien dos siglos después de haber sido congelado tras someterse a una simple operación
para curar una úlcera que no acabó del todo bien, regresa a la vida, encontrándose en un
mundo extraño, una cultura ajena, a la que no logra adaptarse (recordemos el
«orgasmatrón») pero en la que reconoce conductas, valores, emociones (cómo no, el
amor) que apenas han cambiado. Si en vez de dormir doscientos años, Milles Monroe se
hubiera despertado tras sólo cuarenta o cincuenta años y se viera inmerso en estos
contextos de aprendizaje y enseñanza que nos ocupan –supongamos que fuera un
alumno especialmente apático que se duerme en clase para despertarse cuarenta años
después–, nos tememos que reconocería fácilmente lo que está sucediendo en el aula (sin
duda más fácilmente en unas aulas que en otras, como señalamos antes sin pretender
señalar a nadie).
No cabe duda de que en estos últimos años las formas de aprender y enseñar, al
menos en los espacios educativos más formalizados, han cambiado más profunda o
radicalmente en la teoría que en la práctica, en lo que se dice que en lo que se hace
realmente. Lo que los investigadores, los gestores y los propios agentes educativos dicen
que hay que hacer para favorecer el aprendizaje es, por supuesto, muy distinto hoy de lo
que se decía hace cuarenta años. Ahí Milles Monroe (o Woody Allen) tendría que hacer
un gran esfuerzo de actualización o perfeccionamiento, ya que en las teorías psicológicas

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sobre el aprendizaje y la educación, con su decidida orientación constructivista, apenas
quedan vestigios de aquel conductismo que hace cuatro o cinco décadas dominaba la
psicología. En su lugar, predominan las teorías cognitivas (Pozo, 1989, 2003), los
enfoques socioculturales (por ejemplo, Wells y Claxton, 2002), el estudio de la
interacción entre profesores y alumnos y el análisis de los mecanismos de influencia
social (Coll, Palacios y Marchesi, 2001). Pero si el conductismo descansa en paz entre
los teóricos del aprendizaje y la adquisición del conocimiento, no sucede lo mismo en las
aulas, en las propias prácticas escolares, donde, como se verá en bastantes páginas de
este libro, las noticias de su muerte, recordando a Oscar Wilde, han sido un tanto
prematuras o exageradas. Sigue habiendo un conductismo ingenuo larvado bajo muchas
decisiones o acciones que profesores y alumnos ponen en marcha en su afán de enseñar
o aprender. Si Milles Monroe (o Woody Allen) en vez de leer textos de psicología del
aprendizaje y de la educación, se limitara a ir al aula, como profesor o como alumno, hay
una alta probabilidad (nuevamente dependiendo de dónde y con quién despertara, por
supuesto) de que pudiera reconocer ese espacio escolar y adaptarse a él más fácilmente
que a otras muchas instituciones sociales (empezando por la familia) o de gestión social
del conocimiento (los medios de comunicación, Internet, etc.). Tal vez incluso en el
propio espacio escolar algunas prácticas le resultaran ajenas (¿activar conocimientos
previos?, ¿cooperar?), pero nos tememos que en buena parte de las situaciones
educativas nuestro bello durmiente se sentiría tan cómodo o incómodo como siempre
(¡oh no, otro examen!).
¿A qué se debe esta mayor resistencia al cambio en las prácticas educativas en
comparación con otros espacios o contextos sociales? ¿Por qué la teoría cambia más
fácilmente que la práctica educativa? ¿Por qué esas teorías, que parecen estar
comúnmente aceptadas, son tan difíciles de llevar a la práctica? ¿Y por qué podemos
esperar que algunos aspectos o componentes de esa práctica cambien también más
fácilmente que otros? ¿O que en unos niveles educativos, o contextos escolares, el
cambio sea mejor asimilado o recibido que en otros? Seguramente no podemos obtener
respuestas unívocas o cerradas, pero tampoco lo pretendemos. Más bien lo que nos
proponemos al escribir un libro a partir de preguntas como éstas y otras similares es
multiplicar e integrar esas posibles respuestas, con el ánimo no sólo de entender las
resistencias al cambio en las culturas de aprendizaje, sino también, como veremos en la
última parte del libro, de vislumbrar formas de promoverlo, de hacerlo más fácil tanto
para profesores como para alumnos.
Pero en todo caso las respuestas que encontremos y las vías de intervención que de
ellas se deriven van a estar, cómo no, restringidas por nuestra propia mirada, la que nos
proporciona la moderna psicología del aprendizaje y de la educación, y más
específicamente, como veremos sobre todo en el capítulo 3, los estudios sobre el
«conocimiento intuitivo» o las teorías implícitas de las personas en su esfuerzo por dar
sentido al mundo (Atkinson y Claxton, 2000a; Pozo y otros, 1998; Rodrigo, Rodríguez y
Marrero, 1993), el conocimiento de los procesos de cambio personal, y más
específicamente, de cambio conceptual que se requieren para modificar esas teorías y

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con ellas la propia práctica educativa (Pozo, 2003; Pozo y Rodrigo, 2001; Schön, 1987).
Aunque, sin duda, hay otros muchos factores y niveles de análisis en la gestión del
cambio educativo, de orden institucional u organizacional, profesional, social, e incluso
económico, no menos importantes que el aquí vamos a abordar, estamos convencidos de
que cambiar las prácticas escolares, las formas de aprender y enseñar, requiere también
cambiar las mentalidades o concepciones desde las que los agentes educativos, en
especial profesores y alumnos (aunque también cabría considerar a los padres y las
madres, los gestores educativos, los políticos y los propios investigadores, que quedan
fuera de la lupa de este libro), interpretan y dan sentido a esas actividades de aprendizaje
y enseñanza.
En suma, cambiar la educación requiere, entre otras muchas cosas, cambiar las
representaciones que profesores y alumnos tienen sobre el aprendizaje y la enseñanza. Y
para poder cambiar esas representaciones, es preciso primero conocerlas, saber cuáles
son, en qué consisten, cuál es su naturaleza representacional y cuáles sus procesos de
cambio y sus relaciones con la propia práctica. Como veremos, sobre todo en el próximo
capítulo, esas representaciones son un objeto de estudio especialmente elusivo y
resbaladizo, un objeto poliédrico o polifacético que se resiste también a cualquier
simplificación. Pero los estudios que se han venido realizando en estos últimos años,
entre ellos nuestras propias investigaciones (algunas de las cuales se presentan más
adelante en este libro), nos permiten interpretar esas representaciones, según veremos en
detalle en el capítulo 3, como verdaderas teorías implícitas sobre el aprendizaje y la
enseñanza, producto de una doble herencia, biológica y cultural (por ejemplo, Tomasello,
1999), sin la cual es difícil entender no sólo el contenido de esas teorías, sino su
naturaleza representacional y las dificultades para cambiarlas cuando los vientos de la
educación y el aprendizaje, como está sucediendo en los últimos tiempos, y sucederá aún
más en los próximos, cambian de dirección o se convierten en tempestades.

Las concepciones sobre el aprendizaje: el legado


de una doble herencia
Esas concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, sean interpretadas como teorías
implícitas o desde cualquier otro enfoque, son sin duda antes que nada una herencia
cultural, un producto de la forma en que en nuestra tradición cultural (o en cualquier
otra) se organizan las actividades de aprendizaje y enseñanza, o más en general, de
educación y transmisión del conocimiento. Para comprender las concepciones de
profesores y alumnos sobre lo que es aprender debemos situarlas en el contexto no sólo
de la cultura de aprendizaje actual, vigente, sino sobre todo de la historia cultural del
aprendizaje como actividad social. Como ya señalara Ortega y Gasset (1940), los seres
humanos somos ante todo herederos, y tener conciencia de esa herencia es tener una
conciencia histórica que nos humaniza en la medida en que nos ayuda a comprender

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nuestra naturaleza y en esa medida hace posible repensarla y, si es necesario, cambiarla.
Para Ortega y Gasset, esa herencia cultural –transmitida como dijera Hanna Arendt sin
testamento, es decir, de forma más implícita que explícita– nos proporciona creencias
que conforman nuestra realidad y con ella a nosotros mismos, por oposición a las ideas,
lo que explícitamente sabemos del mundo:
Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre el que
acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad
misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el
sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas «vivimos, nos movemos y
somos». Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las
pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente
hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la
«idea» de esa cosa, sino que simplemente, «contamos con ella». (Ortega y Gasset,
1940, p. 29, ed. 1999)

Estas creencias que heredamos sin testamento, con frecuencia sin ni siquiera
conocerlas, sin saber que las tenemos, nos proporcionan representaciones bastante
eficaces sobre el mundo físico y social (Pozo, 2001), que en muchos casos están en el
origen de las famosas concepciones previas de los alumnos, las mal llamadas
misconceptions, que tanta importancia han cobrado en la investigación reciente sobre el
aprendizaje y la enseñanza en dominios o materias específicas (por ejemplo, Coll,
Palacios y Marchesi, 2001; Olson y Torrance, 1996; Schnotz, Vosniadou y Carretero,
1999). Pero no sólo nos proporcionarían creencias sobre los contenidos de muchas de
esas materias (por qué caen los objetos, cómo se alimentan las plantas, cómo
enfermamos y nos curamos o qué hace que una nación sea más rica), sino también sobre
el propio conocimiento, en cuanto objeto social, y sobre el proceso mediante el que lo
adquirimos, creencias que se basarían en supuestos profundamente aceptados sobre la
propia naturaleza humana, sobre quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos, sin
las cuales la vida social sería imposible. Pinker (2002) comienza su más reciente libro
afirmando que:
Nuestra teoría sobre la naturaleza humana es la fuente de buena parte de nuestras
vidas. La consultamos cuando deseamos persuadir o amenazar, informar o
engañar. Nos aconseja sobre cómo mantener nuestros matrimonios, criar a
nuestros hijos y controlar nuestra propia conducta. Sus supuestos sobre el
aprendizaje guían nuestra política educativa; sus supuestos sobre la motivación
guían nuestras políticas con respecto a la economía, las leyes y el crimen.

Más allá, o más acá, de lo que sepamos sobre el aprendizaje y la enseñanza, todos
nosotros, profesores o alumnos, tenemos creencias o teorías profundamente asumidas, y
tal vez nunca discutidas, sobre lo que es aprender y enseñar, que rigen nuestras acciones,
al punto de constituir un verdadero currículo oculto que guía, a veces sin nosotros
saberlo, nuestra práctica educativa. A pesar de la escasa formación teórica de algunos

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profesores –especialmente en los niveles educativos superiores– y de prácticamente todos
los alumnos –en todos los niveles– sobre el proceso de aprendizaje/enseñanza, sin duda
tanto profesores como alumnos tienen sus propias teorías sobre lo que es aprender y
enseñar, aunque muchas veces no sepan siquiera que las tienen y en qué consisten, de
ahí que las llamemos teorías implícitas (véase con detalle el capítulo 3). Esas creencias o
teorías procederían no tanto de la instrucción formal recibida sobre los procesos
educativos, con la que de hecho en ocasiones colisionarían, como de su propia práctica
diaria como profesores y, sobre todo, como alumnos. Se ha dicho en ocasiones que los
profesores enseñamos en gran medida reproduciendo el modelo que vivimos cuando
éramos alumnos. Sea o no así (y esperemos que en las próximas páginas el lector
encuentre momentos para repensar esta idea), lo cierto es que todos somos herederos, o
de hecho producto, de unas formas culturales de entender el aprendizaje profundamente
arraigadas en nuestra mentalidad, ya que responden a una tradición que, como veremos
en el próximo apartado, entre nosotros tiene al menos cinco mil años de historia (y
muchos más de prehistoria, véanse Donald, 1991; Mithen, 1996; Pozo, 2003).
Nuestras teorías o creencias implícitas, o intuitivas en la terminología de Atkinson y
Claxton (2000a), suelen ayudarnos en muchas de nuestras actividades cotidianas, pero
resultan inadecuadas cuando nos tenemos que enfrentar a nuevos problemas culturales.
Sucede así con muchos de nuestros hábitos o representaciones sociales cotidianos (las
formas de vestir, de comer o de saludar), que no nos damos cuenta de que están ahí y de
lo que implican hasta que nos enfrentamos a otras culturas en las que incluso pueden
resultan inconvenientes o muy embarazosas. O con las dificultades de adaptación de las
personas adultas o maduras a los cambios en la cultura que les rodea (las nuevas
tecnologías, las nuevas formas de vestir, las relaciones sociales y sexuales, etc.). En la
organización de los espacios de aprendizaje y enseñanza estamos viviendo cambios
culturales semejantes. Hemos iniciado estas páginas destacando precisamente que «los
sistemas educativos en general, y la escuela en particular, están sometidos a una continua
exigencia de cambio». Las culturas del aprendizaje evolucionan en cada sociedad a
medida que cambian las demandas de conocimiento y con ellas las epistemologías y las
tecnologías que soportan ese conocimiento. Y sin duda, si Milles Monroe (o Woody
Allen) despertara ahora –sobre todo si despierta fuera de las aulas más que dentro de
ellas– comprobaría lo mucho que han cambiado en estas últimas décadas los sistemas
culturales de conocimiento y las formas de conservarlos, distribuirlos e incluso
generarlos. Se sentiría asustado, con dificultades para adaptarse y cambiar sus creencias
más profundas sobre lo que es aprender y enseñar, como de hecho se sienten muchos
profesores, y también algunos alumnos, ante los cambios que se han producido y se
están produciendo en la cultura del aprendizaje, de los que nos vamos a ocupar en
detalle en las próximas páginas.
Cambiar las mentalidades de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y las formas
de promoverlo, en suma de enseñar, requiere conocer los cambios que se están
produciendo en la cultura del aprendizaje. Pero también, antes de entrar en esos
cambios, requiere entender que esas diferentes culturas del aprendizaje que vamos a

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contrastar, esas distintas herencias culturales transmitidas sin testamento, son también
producto, como comentábamos unas páginas más atrás, de una segunda herencia, aún
más primordial: la de un sistema cognitivo, una mente humana, que no sólo hace posible,
sino necesario, el aprendizaje como una actividad social y cultural. Si todos somos
herederos de una cultura de aprendizaje (o incluso, como está sucediendo hoy en día, de
varias culturas en parte contradictorias), esa herencia cultural se apoya en otra herencia
más básica, que constituye un rasgo básico del diseño cognitivo de la mente humana
(Pozo, 2001): la capacidad de saber lo que sabemos y, por tanto, también lo que
ignoramos; pero también de imaginar o intuir lo que otros saben y, por tanto, también lo
que ignoran, así como la capacidad de compartir e intercambiar con los demás nuestras
representaciones, en suma, de distribuirlas socialmente.
La capacidad metarrepresentacional, de representarnos nuestras propias
representaciones, parece ser un rasgo específicamente humano, un universal cognitivo
que todas las personas, salvo en ciertas alteraciones cognitivas, compartimos por el
mismo hecho de ser humanos, como parte de la herencia natural que constituye nuestra
identidad cognitiva primordial de homo sapiens sapiens («el hombre que sabe que
sabe»).
Sólo las mentes capaces de saber lo que saben y lo que otros saben (o ignoran)
pueden guiar su propio aprendizaje y, aún más, el de los demás. Sólo sabiendo lo que sé
puedo proponerme enseñarlo; sólo sabiendo lo que no sabes puedo proponerme
enseñártelo. Sería esa capacidad de conocer nuestras propias representaciones la que
hará posible el desarrollo, tal como veremos en el capítulo 2, de una teoría de la mente,
una psicología intuitiva que atribuye nuestra conducta y la de los demás a ciertos estados
y procesos mentales (intenciones, emociones, pero también conocimientos y
representaciones [D’Andrade, 1987]), que estaría en el origen de esas diferentes teorías
implícitas sobre el aprendizaje culturalmente adquiridas de las que nos iremos ocupando
en este libro.
Obviamente, otros organismos aprenden tanto de los objetos como de los congéneres,
pero no pueden aprender a aprender y desde luego no pueden enseñar a otros, ya que
no saben que saben ni saben lo que los otros ignoran. Eso al menos es lo que
argumentan, en nuestra opinión de modo convincente, Premack y Premack (1996) en un
artículo expresamente titulado «¿Por qué los animales carecen de pedagogía y algunas
culturas tienen más pedagogía que otras?». Su argumento básico, compartido por otros
autores (véase Hauser, 2000 o también Pozo, 2003, capítulo 5, para un resumen de estos
argumentos), es que sólo los humanos disponemos de esa capacidad de leer las mentes
de los demás y, por tanto, atribuirles estados de conocimiento o ignorancia que hacen
mentalmente posible y culturalmente necesaria la enseñanza, o la educación informal,
mediante la organización de actividades sociales que implican ayudar a otros a aprender,
una pedagogía implícita que es común a todas las culturas humanas, ya que la propia
supervivencia de la cultura requiere una pedagogía implícita que haga posible esa
transmisión cultural. Pero si la pedagogía es sin duda un universal cognitivo en la mente
humana y también un universal cultural, significativamente, de acuerdo con

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investigaciones recientes, parece estar ausente en otras especies, incluidos otros primates
superiores. Aunque se han encontrado atisbos de esa capacidad en algunos primates
(véanse Hauser, 2000; Povinelli, Bering y Giambrone, 2000), como mínimo podemos
afirmar que nuestras capacidades mentalistas, imprescindibles para ayudar
deliberadamente a otros a aprender, es decir, para enseñar (Strauss, Ziv y Stein, 2002),
son cualitativa y cuantitativamente diferentes de las de cualquier otro organismo o
sistema de representación conocido. Según estas investigaciones, aunque los primates
imitan, es decir, aprenden de otros, no enseñan, es decir, no ayudan a aprender a otros.
Mientras que en los humanos, desde una edad muy temprana, hay una intersubjetividad
compartida, una creencia de que la conducta de las personas está guiada por sus
intenciones, en los primates esa capacidad parece estar ausente. Por ejemplo, cuando un
bebé observa a otra persona realizando una conducta fallida (que no logra su propósito)
tiende a «imitar» la conducta que debería haber conducido al éxito (realmente no
observada) más que la conducta fracasada observada. Los bebés imitan las intenciones
de la conducta más que las acciones en sí mismas. En cambio, los primates tienden a
reproducir las acciones directas más que las intenciones que guían la conducta (por
ejemplo, Byrne y Russon, 1998; Tomasello, 1999).
Por tanto, los aprendices humanos tienen dispositivos mentales de los que carecen
otros organismos, sin los cuales, como señala Pinker (2002) no podrían aprender esas
creencias básicas que según Ortega y Gasset (1940) constituyen nuestra realidad, y sin
los cuales no sería posible la cultura ni la historia, de la que otros animales carecen
(Premack y Premack, 1994). Pero las personas no sólo usamos implícitamente esos
dispositivos como aprendices intuitivos, sino también como maestros intuitivos de
otros, algo que tampoco se observa en otros primates, en los que no hay pruebas
inequívocas de enseñanza, es decir, de diseñar acciones con la intención de ayudar a
otros aprender. Aunque un animal aprenda de otro, imite su conducta (lo que hacen sin
duda no sólo los chimpancés y los loros, sino también las ratas de laboratorio, ¡e incluso
los pulpos!), no hay pruebas convincentes en otros animales de que el modelo haga su
conducta para que otro aprenda (Byrne y Russon, 1998; Premack y Premack, 1994).
Más que ante el homo sapiens estaríamos ante el homo discens (Pozo, 2003). Es la
capacidad de aprender intencionalmente, y no sólo la de saber, la que nos identifica como
especie; o tal vez es que ambas no son sino manifestaciones de una misma función
cognitiva específicamente humana, la de elaborar metarrepresentaciones (Rivière, 2000;
Sperber, 2000).
Pero más allá de que ésta sea o no una capacidad cognitiva exclusiva de la mente
humana, o incluso de que sea o no el rasgo cognitivo que más nos define como especie,
algo abierto a un debate para nosotros apasionante pero que no vamos a abrir aquí (y que
el lector puede abrir mediante obras como las de Donald, 1993, 2001; Hauser, 2000;
Mithen, 1996; Pinker, 1997, 2002; Pozo, 2001), lo que queremos resaltar ahora es que
esos dispositivos mentales que hacen posible el aprendizaje de la cultura son también
dispositivos que restringen las culturas del aprendizaje, que hacen más probables, o tal
vez inevitables, unas concepciones frente a otras. Por poner un solo ejemplo, sobre el

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que habremos de volver en capítulos venideros, si las creencias sobre el aprendizaje
tienen su origen en atribuir a los demás los propios estados mentales, será más difícil
entender estados mentales y representaciones alejadas de las propias, como exigen las
teorías cercanas a los enfoques constructivistas (véase el capítulo 3). De la misma forma,
nos resultará mentalmente muy difícil poner en duda nuestros propios estados mentales,
tendiendo a incurrir, como veremos también en el capítulo 3, según el cual el mundo es
tal como nosotros lo vemos y, por tanto, aprender es adquirir una representación correcta
o verdadera de las cosas, una posición epistemológica que posiblemente esté en el origen
de buena parte de nuestras teorías implícitas en muchos dominios (véase el capítulo 10),
incluido el aprendizaje y la enseñanza, y que resulta muy difícil de modificar, tanto en los
alumnos como en los propios profesores.
Por tanto, las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza que se estudian en
este libro tienen su origen en la interacción entre estas dos herencias que nos conforman.
Según hemos visto, no sólo heredamos unas concepciones culturales compartidas que
están sometidas en este momento a fuertes tensiones de cambio, sino que para que esas
concepciones sean posibles hemos de disponer de un sistema cognitivo que haga posible
y necesario un aprendizaje intencional y con él la transmisión cultural, pero que al tiempo
restringe las formas culturales que puede adoptar el aprendizaje y la enseñanza, y en
consecuencia nuestras concepciones sobre ellos. Como señalara el propio Ortega y
Gasset, más que el contenido de nuestros pensamientos, las teorías implícitas serían el
continente de nuestra mente, el sistema operativo que formatea o restringe nuestras
representaciones, en este caso sobre el aprendizaje y la enseñanza. Superar algunas de
esas representaciones requiere no sólo un cambio cultural, que ya se está produciendo,
sino también un cambio conceptual o representacional (Pozo y Rodrigo, 2001), que
requiere de algún modo reconstruir o, si se prefiere, redescribir representacionalmente
(Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2003), nuestras propias representaciones sobre el
aprendizaje. En lo que resta de este capítulo, nos centraremos en el cambio que se está
produciendo en las culturas del aprendizaje, y sus implicaciones para la función docente
y discente, y en suma para las prácticas educativas, mientras que en los dos siguientes
capítulos profundizaremos en la naturaleza de esas representaciones sobre el aprendizaje,
que intentaremos entender, tal como hemos venido anunciando, como teorías implícitas
sobre el aprendizaje y la enseñanza cuya modificación, al aire de estos nuevos vientos
culturales, requiere un proceso de profundo cambio conceptual o representacional. Para
cambiar las prácticas educativas será preciso cambiar esas teorías implícitas o intuitivas,
pero, como veremos, para ello no bastará con proporcionar nuevos enfoques o modelos
teóricos.

Del aprendizaje de la cultura a la cultura del


aprendizaje

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Según la argumentación anterior, las concepciones culturales sobre el aprendizaje son no
sólo un producto, una consecuencia de la cultura que compartimos, sino también en
cierto modo uno de los procesos, o causas, de esa misma cultura. Lo que separa a los
humanos del resto de los organismos es, sobre todo, la capacidad de acumular
conocimientos en forma de cultura, de conservar las soluciones culturalmente generadas
a los problemas que la sociedad enfrenta (o inventa). La cultura implica no sólo generar
conocimientos, sino sobre todo trasmitirlos a los nuevos ciudadanos. Si cada generación
hubiera de generar por sí misma los sistemas de conocimiento en que se apoya (por
ejemplo, la escritura, las matemáticas) no sería posible una sociedad como la nuestra. Es
lo que Tomasello, Kruger y Ratner (1993) denominaron efecto engranaje: cada rueda de
una maquinaria, por pequeña que sea, produce un efecto multiplicador sobre los
siguientes elementos de la cadena. Por limitada que sea su comprensión, hemos de
admitir que cualquiera de nuestros alumnos de secundaria, uno de esos que «no
aprenden ni quieren aprender», tiene más información e incluso más conocimiento sobre
muchas cosas del que tuvieron los grandes genios de la humanidad no hace tanto tiempo.
Es el efecto engranaje. Si quien despertara de ese largo sueño fuera Leonardo da Vinci en
vez de Milles Monroe (o Woody Allen), sin duda su sorpresa o perplejidad sería mayor,
porque comprendería realmente lo extraordinario de muchas de las soluciones que
nuestra cultura ha generado, y acumulado, para algunos de los problemas que él tan
lúcidamente imaginó.
Pero el efecto engranaje, el aprendizaje de la cultura, o al menos de algunos de sus
componentes esenciales, por las nuevas generaciones, esa acumulación cultural que nos
diferencia de otras especies (por ejemplo, Tomasello, Kruger y Ratner, 1993), requiere a
su vez como uno de esos componentes esenciales la transmisión de una cultura del
aprendizaje, un conjunto de actividades y formas de organizar socialmente el aprendizaje
que hagan posible esa transmisión cultural. El aprendizaje de la cultura requiere, por
tanto, una cultura del aprendizaje, una forma de relacionarse con el conocimiento, que
está esencialmente mediada por los sistemas de representación en que ese conocimiento
se conserva y transmite, en suma, por las tecnologías del conocimiento dominantes en
una sociedad. No es casualidad, como ha mostrado Draaisma (1995), que la metáfora de
la mente –la representación cultural de la naturaleza humana– en cada sociedad esté
íntimamente ligada a la tecnología del conocimiento dominante en esa sociedad (desde las
tablillas de cera de los sumerios, la tabula rasa, hasta la metáfora computacional en la
psicología cognitiva, o aún más, las redes neuronales en la actual ciencia cognitiva [véase
Pozo, 2001]).
Esas tecnologías del conocimiento son metáforas de la mente porque guían –en el
sentido de organizar pero también en el de restringir– las prácticas mediante las que esa
mente adquiere el conocimiento. En ese sentido, son no sólo un soporte o formato del
conocimiento, sino sobre todo un sistema para representarlo y organizarlo. La estructura
social (por ejemplo, Burke, 2000), pero también psicológica (Martí, 2003; Pozo, 2001),
del conocimiento está en buena medida mediada por los sistemas de representación en
los que ese conocimiento se produce y mantiene. Y buena parte de esos sistemas son, en

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nuestras sociedades complejas, sistemas de representación externa. Más allá de la
tradición oral, en nuestra sociedad el conocimiento y el aprendizaje están soportados,
pero también organizados, restringidos, por sistemas de representación externa como la
escritura, las matemáticas, los mapas, los relojes y calendarios, los pentagramas, las
grabaciones musicales, los medios audiovisuales o, en los últimos años, los sistemas
informáticos. De hecho, la propia enseñanza toma como objetivo en gran medida la
transmisión, la alfabetización de la población en cada uno de esos sistemas, ya que sin
ellos no es posible acceder al conocimiento, con lo que a las alfabetizaciones tradicionales
(escritura, sistema numérico elemental) se añaden en nuestra cultura educativa nuevas
demandas de «alfabetización» (gráfica, informática, artística, científica, etc.), que
constituyen una nueva exigencia, especialmente en la educación secundaria.
Pero cada uno de esos sistemas no se limita a ser un soporte del conocimiento, un
vehículo en el que ese conocimiento se transporta y que, por tanto, hay que saber
manejar, sino que esos sistemas de representación, o tecnologías del conocimiento,
acaban por formatear la propia mente que interactúa con ellos, creando nuevas
posibilidades cognitivas, nuevas capacidades o competencias, o si se quiere nuevas
estructuras y funciones cognitivas (Martí, 2003; Pozo, 2001). Podríamos decir que cada
una de esas tecnologías no sólo proporciona un acceso cada vez más fácil y fluido a la
acumulación de conocimientos culturales, nos permite el aprendizaje de la cultura, sino
que además promueve una forma específica de aprender, una cultura del aprendizaje.
La mente y la cultura se construyen, pero también se restringen, mutuamente (Pozo,
2003). Por tanto, los sistemas mentales de aprendizaje y las culturas de aprendizaje
también se construyen mutuamente. Nuestras teorías implícitas sobre el aprendizaje y las
culturas del aprendizaje en que están inmersos también se construyen y se restringen
mutuamente.
No podemos detenernos aquí a analizar cómo cada uno de esos sistemas culturales de
representación ha generado, como ya anunciara Ortega y Gasset (1940), nuevas prótesis
cognitivas en la mente humana y con ellas nuevas formas de relacionarse con el
conocimiento y, por tanto, de concebir el aprendizaje. Pero sí podemos revisar, aunque
sea someramente, la historia cultural del aprendizaje de uno de esos sistemas, quizá el
más influyente o relevante en nuestra cultura, el sistema escrito, y a través de él
vislumbrar los cambios que se han producido en las culturas del aprendizaje como
consecuencia de los cambios en la cultura que hay que aprender1.

Una breve historia cultural del aprendizaje de la lectura


Como hemos visto, la acumulación de conocimientos, su conservación y transmisión a
través de las generaciones, es un requisito esencial para el desarrollo de las sociedades
complejas. También hemos visto que esa acumulación requiere de sistemas externos de
representación que a la vez que generan nuevas funciones cognitivas acaban por
convertirse en el propio núcleo –modelo o representación– de la actividad de aprender.
Un ejemplo claro de ello es cómo la historia de la escritura ilustra los cambios en las

36
culturas del aprendizaje. La historia de la educación, y sobre todo la historia de las
culturas educativas, está estrechamente ligada a las formas de acceder al conocimiento
escrito. De hecho, si las formas de aprender cambian con las tecnologías sociales del
conocimiento, los principales cambios en esas tecnologías han estado relacionados con
las formas de extender o publicar la palabra escrita.
Así, la primera forma reglada de aprendizaje, la primera escuela históricamente
conocida, las «casas de tablillas» aparecidas en Sumer hace unos cinco mil años,
respondió a la necesidad de transmitir, de acumular y, por tanto, de enseñar el primer
sistema de escritura conocido, que produjo también la primera metáfora cultural del
aprendizaje, esa metáfora primordial que aún perdura entre nosotros (aprender es escribir
en una tabula rasa, las tablillas de cera virgen en las que escribían los sumerios [Pozo,
1996]) y también las primeras «escuelas» históricamente conocidas, las «casas de
tablillas», en las que se formaban los futuros escribas. Por lo que algunas de esas mismas
tablillas nos informan, en ellas predominaba lo que hoy llamaríamos un aprendizaje
repetitivo.
[Los maestros ] clasificaban las palabras de su idioma en grupos de vocablos y
de expresiones relacionadas entre sí por el sentido; después las hacían aprender
de memoria a los alumnos, copiarlas y recopiarlas, hasta que los estudiantes
fuesen capaces de reproducirlas con facilidad. (Kramer, 1956, p. 42 de la trad.
cast.)

Los aprendices dedicaban varios años al dominio de ese código, bajo una severa
disciplina. La función del aprendizaje era meramente reproductiva, se trataba de que los
aprendices fueran el eco de un producto cultural sumamente relevante y costoso, que
permitiría con el transcurrir del tiempo un avance considerable en la organización social.
Se trata de una concepción del aprendizaje como copia, que como veremos en el capítulo
3, aún perdura entre nosotros, e incluso constituye también la primera teoría o
concepción del aprendizaje que encontramos en el desarrollo infantil (véanse los
capítulos 4 y 5).
La escritura comenzó a ser, desde entonces, «la memoria de la humanidad» (Jean,
1989) y pasó a constituir el objetivo fundamental de la instrucción formal. Pero además
de ello, la escritura, como sistema de memoria externa que permitía que los
conocimientos anotados «siguieran existiendo como tales a pesar de que no esté presente
la relación entre productor y notación» (Martí y Pozo, 2000), va a hacer posible y
necesaria una nueva forma de relacionarse con el conocimiento y, en suma, va a hacer
posibles nuevas mentalidades sociales. En su excelente libro El mundo sobre el papel,
Olson (1994) ha mostrado de modo concluyente algunos de los efectos de la
alfabetización literaria sobre la mente humana, que tienen un alcance más profundo y
sistemático de lo que se había supuesto, ya que la palabra escrita no es sólo un archivo
cultural externo a la memoria humana individual, o a la propia memoria oral colectiva,
sino que supone un verdadero amplificador cognitivo, una verdadera prótesis cognitiva
que, al incorporarse a la mente humana, genera nuevas funciones mentales, nuevas

37
formas de relacionarse con el conocimiento que hasta entonces no eran posibles,
reestructurando o reconstruyendo el propio funcionamiento cognitivo (Martí, 2003;
Pozo, 2001). Las mentes letradas –que son con las que nosotros interactuamos la mayor
parte del tiempo– son un nuevo sistema cognitivo que, según la idea de la doble herencia,
hunde sus raíces en nuestra historia cultural pero también en nuestro pasado filogenético.
Es una nueva mentalidad construida, y por tanto restringida, desde la vieja mentalidad del
homo sapiens.
Según Olson (1994), para comprender las consecuencias cognitivas del acceso al
sistema escrito hay que partir de que, en contra de lo que comúnmente suele suponerse,
la escritura no es una trascripción del habla ni una extensión del lenguaje, sino un sistema
de representación que posee rasgos propios, que difieren de las formas de representación
del habla. La escritura no es una extensión del lenguaje hablado, pero tampoco de la
memoria, sino que tiene claramente una función epistémica tanto para el lenguaje como
para la memoria:
[…] la magia de la escritura proviene no tanto del hecho de que sirva como
nuevo dispositivo mnemónico, como ayuda para la memoria, sino más bien de su
importante función epistemológica. La escritura no sólo nos ayuda a recordar lo
pensado y dicho; también nos invita a ver lo pensado y lo dicho de una manera
diferente. (Olson, 1994, p. 16 de la trad. cast.)

Para Olson, la escritura es esencial para adquirir una conciencia del lenguaje hablado,
sus estructuras y componentes. Lejos de ser un subproducto del lenguaje hablado, la
escritura sirve sobre todo para redescribir representacionalmente el propio lenguaje, para
reestructurarlo, ya que las unidades del lenguaje (palabra, fonema, letra) se han
construido, tanto en nuestra historia cultural como en el propio desarrollo cognitivo o
personal, a través del sistema escrito (véanse también Chartier y Hébrard, 2000; Martí,
2003).
Utilizando datos históricos, antropológicos y psicológicos, Olson (1994) nos
proporciona un fresco extraordinario de cómo la lectura de diferentes tipos de textos va
generando nuevas funciones mentales, a través de un cambio en la naturaleza de las
representaciones mentales y en las funciones de la memoria (véase también el ameno
libro de Manguel, 1996). Así, la comparación entre culturas orales y escritas muestra los
cambios que la escritura (y la lectura) ha introducido en la memoria individual y
colectiva. Las culturas orales, según ha mostrado Vansina (citado por Olson, 1994, p.
123 de la trad. cast.) tienen dos tipos de discursos: «aquellos que conservan las palabras,
principalmente la poesía, y aquellos que conservan el contenido, principalmente la
narración». Para conservar esa memoria cultural, en ausencia de otras tecnologías, esos
pueblos recurren a ciertos sistemas mnemotécnicos, ciertas tecnologías externas de
memoria (como el sistema de nudos de los quipus incas) y a ciertos profesionales de la
memoria (bardos, poetas), que se convierten en la verdadera conciencia del pueblo. Un
ejemplo fascinante de esta figura lo encontramos en El Hablador, la novela de Vargas
Llosa (1987), sobre un contador ambulante de historias que es la memoria viviente de los

38
machiguengas, un pueblo nómada que vive en el corazón de la selva amazónica, «el
pueblo que anda». Ese hablador es el único vínculo que une ya a las diferentes familias
dispersas que vagan en medio de la selva, porque en las culturas orales la narración es no
sólo la memoria colectiva, sino también la conciencia, la propia identidad.
Pero la naturaleza de esta mente va a cambiar radicalmente con la actividad de
escribir y, sobre todo, de leer. Con ella aparece la memoria literal, al pie de la letra o el
texto escrito, que es una función de la mente inexistente en las culturas orales. De hecho,
durante muchos siglos, en los que el acceso a los textos escritos resultaba complicado, ya
que existían muy pocos ejemplares manuscritos y no eran fácilmente accesibles, la
escritura lejos de ser una memoria externa, una descarga, supuso una carga más, ya que
leer era básicamente reproducir, «memorizar» el texto (Pozo, 1996). No en vano la Edad
Media fue el período del florecimiento de los tratados de mnemotecnia (véase también
Draaisma, 1995). Durante el largo período previo a la invención de la imprenta –una
nueva tecnología del conocimiento que permitió un primer gran salto en la difusión de la
lectura, pero que también hizo posible nuevas formas de leer–, la lectura consistía
básicamente en recitar los textos, primero en voz alta y luego mediante lectura silenciosa
(que no se impone como forma de leer hasta el siglo X [Manguel, 1996]). La función de
la lectura, decía San Agustín, es «imprimir el texto sobre las tablillas enceradas de la
memoria» (citado por Manguel, 1996, p. 77 de la trad. cast.). De esta forma,
«recordando un texto, trayendo a la mente el libro que una vez tuvo entre las manos, ese
lector puede convertirse en libro del que tanto él como otros pueden leer» (Manguel,
1996, p. 77 de la trad. cast.). Concebir así el aprendizaje –como un mecanismo para
hacer copias o réplicas de la realidad o del mundo percibido– es, según veremos, uno de
los rasgos que define a las teorías implícitas del aprendizaje basadas en un realismo
ingenuo, a las que denominaremos teorías directas del aprendizaje (tal como se explica
en detalle en el capítulo 3).
Esta lectura recitativa o reproductiva se acompañaba también, en los centros de
instrucción, con una lectura escolástica bajo la supervisión de un maestro, que será una
de las formas características de leer los textos durante toda la Edad Media. Según el
propio Manguel (1996, p. 94 de la trad. cast.):
[…] esencialmente, el método escolástico consistía en poco más que adiestrar a
los estudiantes a considerar un texto de acuerdo con ciertos criterios
preestablecidos y oficialmente aprobados, que se inculcaban cuidadosamente y
con gran esfuerzo. Por lo que se refiere a la enseñanza de la lectura, el éxito del
método dependía más de la perseverancia de los alumnos que de su inteligencia.

Pero los pocos alumnos que podían acceder a esas escuelas, en su mayor parte
gobernadas por la Iglesia, antes de llegar a leer esos libros tan escasos como valiosos
debían pasar por un largo período de aprendizaje de la lectura, la escritura y las reglas
básicas de la gramática, basado en la misma cultura del aprendizaje reproductivo:
El profesor copiaba las complicadas reglas de la gramática en la pizarra, de
ordinario sin explicarlas, ya que, según la pedagogía eclesiástica, entender lo que

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se aprendía no era requisito del conocimiento, se les obligaba a aprender las
reglas de la memoria. (Manguel, 1996, pp. 97-98 de la trad. cast.)

Durante el largo y oscuro período de la Edad Media, leer implicaba repetir –primero
en voz alta y luego en silencio– un texto, acompañado en ocasiones de la interpretación
oficial del significado de ese texto. El lector no podía ni debía interpretar lo que leía, ya
que esa tarea estaba reservada a las autoridades del saber. En último extremo, interpretar
es traducir (y traducir es traicionar, es decir apropiarse del significado).
Los cambios en los usos de la lectura y, más tarde, la invención de la imprenta, harán
posible que se extienda una nueva relación entre el texto y la mente, un nuevo tipo de
conocimiento, o función epistémica de la lectura, la llamada lectura analítica. Si el
método escolástico «enseñaba a los alumnos a leer de cabo a rabo comentarios ortodoxos
que eran el equivalente a nuestros apuntes de clase» (Manguel, 1996, p. 98 de la trad.
cast.), ahora se trataba de instruir a los alumnos «en el uso correcto de las palabras, en el
respeto por su sentido y sus connotaciones, de manera que estuvieran en condiciones de
interpretar o traducir con autoridad… (de esta forma) a mediados del siglo XIV la
lectura, al menos en una escuela humanista, se estaba convirtiendo en una
responsabilidad de cada lector» (Manguel, 1996, p. 103 de la trad. cast.). Esta nueva
lectura analítica se impondría poco a poco impulsada en buena medida por la difusión de
la letra escrita, que democratizó de algún modo el conocimiento, y limitó su control por la
autoridad, pero también por los cambios sociales y económicos que pusieron fin a la
época medieval, y dieron paso al Renacimiento, a la recuperación de la cultura humanista
clásica y con ella a la nueva era de la razón, que no hubiera sido posible sin estos nuevos
usos culturales de la lectura, que hacen posible también la lectura del «gran libro de la
Naturaleza», el desarrollo de la ciencia moderna, cuyo caudal de conocimientos
constituye el núcleo básico de los contenidos escolares actuales:
[…] nuestra comprensión del mundo, es decir, nuestra ciencia, y nuestra
comprensión de nosotros mismos, es decir, nuestra psicología, son producto de
nuestras maneras de interpretar y crear textos escritos, de vivir en un mundo de
papel. (Olson, 1994, p. 39 de la trad. cast.)

La nueva forma de leer suponía que la lectura requería de algún modo del lector
construir su propia interpretación del texto escrito. Pero esta nueva forma de leer está
asociada a un nuevo tipo de texto, o, si se quiere, a una nueva forma de escribir. De las
narraciones orales o la lectura reproductiva, literal, de los textos sagrados o al menos
autorizados, se irá abriendo paso una nueva forma de leer, vinculada a los textos teóricos
o expositivos, que exponen «principios» y no hechos (Olson, 1994). Estos textos se
caracterizan por la descontextualización del discurso, que deja de localizarse en un
tiempo y un espacio concretos, y la nominalización de las acciones que se convierten en
entidades. Leer es atribuir significado a lo que otra persona ha escrito en un contexto y
momento diferente, por lo que es necesario reconstruir la mente del escritor para
comprender su escrito.

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La invención del lector supone también el descubrimiento del escritor, de forma que el
texto es un vehículo de comunicación entre ambos, no el contenido único de la lectura.
De hecho, según Olson (1994), la cultura escrita es esencial para hacer explícita la idea
de significación, ya que la descontextualización de los textos escritos –uno de los rasgos
que caracterizan a todos los sistemas de memoria externa (Martí, 2003; Martí y Pozo,
2000)– obliga al lector, si quiere interpretar el significado del texto, a esforzarse en
reconstruir el contexto y las intenciones del autor al escribir. Ir más allá del recuerdo
literal, interpretar los textos, requiere por tanto explicitar lo que el escritor quiso decir, o
mejor aún lo que el lector cree que el autor quiso decir. Por tanto, esta lectura analítica
(Manguel, 1996) o hermenéutica (Olson, 1994) implica una mayor complejidad
cognitiva, al tiempo que desplaza el objeto de la lectura, del contenido literal al
significado del texto, que no puede reducirse a su contenido literal, sino a cómo el autor
(y el lector) se relacionan con esos contenidos. En otras palabras, ir más allá del recuerdo
literal, interpretar los textos requiere explicitar las actitudes proposicionales del autor y
del lector, en el sentido utilizado por Dienes y Perner (1999) al proponer su teoría
psicológica del conocimiento. Según estos autores (véase también Pozo, 2001), el
conocimiento consiste en mantener una actitud proposicional, compuesta por tres
componentes funcionales que sería necesario explicitar de modo progresivo, y en un
orden establecido:
1. El contenido de la representación (en este caso, la parte del mundo a la que se
refiere el texto).
2. La actitud (la relación epistémica con ese contenido, el contexto desde el que se
lee o escribe el texto).
3. El sujeto agente (soy yo quien lee un texto que tiene un autor).

La propuesta de Dienes y Perner de que estos tres aspectos se explicitan, para cada
representación concreta, en una secuencia o jerarquía dada, les lleva a diferenciar tres
niveles de explicitación:
[…] un conocimiento es «plenamente explícito» cuando todos sus aspectos se
representan explícitamente, es «de actitud explícita» cuando se hace explícito todo
hasta la actitud, y «de contenido explícito» si todos los aspectos del contenido se
representan explícitamente. (Dienes y Perner, 1999, p. 740)

Como ha mostrado la investigación reciente, la comprensión lectora requiere construir


modelos mentales de los textos a partir de los contenidos de la propia memoria y al
tiempo redescribir las propias representaciones a partir de esos modelos mentales
(Kintsch, 1989, 1998; de Vega, 1995). Por supuesto, muchos lectores, entre ellos
muchos de nuestros alumnos, siguen abordando los textos con una función pragmática, la
de reproducir el texto sin cambiarlo ni cambiar su propia memoria (véase, por ejemplo, el
capítulo 9). De hecho, como sucede con el resto de los sistemas externos de
representación (Martí, 2003; Pozo, 2001), la internalización de las funciones epistémicas
del sistema escrito –lograr que la lectura convierta al propio conocimiento en objeto de

41
conocimiento– va a requerir un importante esfuerzo instruccional que no siempre
conduce al éxito. Más allá de la alfabetización inicial, esos efectos cognitivos dependen
de los usos sociales que se hagan de la lectura y la escritura, sobre todo en los contextos
de educación formal, pero también en otros escenarios más informales.
Esta nueva actitud consciente, que toma por objeto de representación el propio
conocimiento, y que según vimos implica una explicitación progresiva de las propias
representaciones, se ha generalizado, según Olson (1994), a partir de los usos del sistema
escrito, de modo que ahora impregna otras muchas actividades sociales, y otros muchos
contenidos mentales. La ciencia o el arte no podrían entenderse sin los poderosos efectos
de la escritura sobre la cultura y sobre esa «mente letrada» (Olson, 1994; Pozo, 2001).
De hecho, la evolución en las formas de leer los textos refleja un cambio más general en
las formas de conocer y de aprender, en las relaciones entre el sujeto y el objeto de
conocimiento, desde las culturas orales (conservadoras del saber, pero nunca
reproductivas o literales, como hemos visto), a la lectura o cultura reproductiva o
repetitiva (en que el objeto de conocimiento está ya fijado, atrapado en el papel, para que
el lector o aprendiz haga una copia interna, directa, de él), la lectura o cultura escolástica
o interpretativa (en la que el texto se acompaña de una interpretación autorizada que lo
desvela) hasta llegar a la lectura analítica o crítica (en la que es el propio lector quien
debe desvelar o construir su propia comprensión del texto, en un diálogo demorado o
diferido con el autor).
Este papel más activo del lector ante el texto, del aprendiz ante el material de
aprendizaje, ligado a las nuevas tecnologías del conocimiento y a los nuevos usos
epistémicos del conocimiento que esas tecnologías hacen posible (Olson, 1994; Pozo,
2003), es aún más claro en el horizonte de la nueva revolución tecnológica que estamos
viviendo en las últimas décadas. Hace quinientos años el texto escrito se convirtió en
texto impreso, y hoy el texto impreso se ha informatizado. Esta nueva revolución
tecnológica que estamos viviendo ahonda en esta necesidad de promover lectores
activos, que construyan su propio texto a partir de los múltiples y variados textos (o
fuentes de información) que tenemos a nuestra disposición.

La nueva cultura del aprendizaje


Si la imprenta hizo posibles nuevas formas de leer, las tecnologías de la información
están generando nuevas formas de distribuir socialmente el conocimiento, que sólo
estamos empezando a atisbar, pero que sin duda hacen necesarias nuevas formas de
alfabetización (literaria, pero también gráfica, informática, científica, etc.). (Monereo y
Pozo, 2001; Postigo y Pozo, 1999.) Están generando una nueva cultura del aprendizaje,
a la que la escuela no puede –o al menos no debe– dar la espalda. La informatización del
conocimiento tiene consecuencias en apariencia contradictorias. Por un lado, ha hecho
mucho más accesibles todos los saberes. Pero, al mismo tiempo, al hacer más
horizontales y menos selectivos tanto la producción como el acceso al conocimiento –hoy
cualquier persona alfabetizada informáticamente puede hacer su propia web y divulgar

42
sus ideas o acceder a las de otros; ya no es necesaria una imprenta y un editor para
publicar tus ideas–, desvelar ese conocimiento, dialogar con él, y no sólo dejarse invadir
o inundar en ese flujo informativo exige mayores capacidades o competencias cognitivas
por los lectores de esas nuevas fuentes de información, cuyo principal vehículo sigue
siendo, con todo, la palabra escrita, aunque ya no sea impresa. No es sólo –¡aviso para
navegantes!– que hay que aprender a navegar por Internet para no naufragar
definitivamente, sino que la construcción de la propia mirada o lectura crítica de una
información tan desorganizada y difusa requiere del lector o navegante unas
competencias cognitivas que tal vez no requería la lectura crítica de textos ordenados. En
la medida en que en esas nuevas tecnologías la función del autor se diluye, la del lector o
aprendiz se hace más exigente.
Esa nueva cultura del aprendizaje del siglo XXI supone, por tanto, un nuevo reto para
nuestras creencias más profundas sobre el aprendizaje, herederas de esta tradición
cultural que acabamos de analizar al hilo de la historia de la lectura y la escritura, pero
también herederas de aquel otro bagaje aún más ancestral que todos llevamos con
nosotros como consecuencia de nuestra condición humana, de la humana/mente que
todos compartimos (Pozo, 2001). De forma forzosamente resumida (véase Pozo, 1996
para un análisis más extenso) podríamos caracterizar esta nueva cultura del aprendizaje
por tres rasgos esenciales: estamos ante la sociedad de la información, del conocimiento
múltiple e incierto y del aprendizaje continuo. Conocer los rasgos que definen a estas
nuevas formas de aprender es no sólo un requisito para poder adaptarnos a ellas,
generando nuevos espacios instruccionales que respondan a esas demandas, sino también
una exigencia si queremos desarrollarlas, profundizar en ellas y, en definitiva, si
queremos, a través de ellas, ayudar también a cambiar esa sociedad del conocimiento, de
la que, dicen, nos guste o no, ya formamos parte.
En la sociedad de la información la escuela ya no es la fuente primera, y a veces ni
siquiera la principal, de conocimiento para los alumnos en muchos dominios. Son muy
pocas ya las «primicias» informativas que se reservan para la escuela. Los alumnos,
como todos nosotros, son bombardeados por distintas fuentes, que llegan incluso a
producir una saturación informativa; ya ni siquiera hemos de buscar la información, es
ésta la que, en formatos casi siempre más ágiles y atractivos que los escolares, nos busca
a nosotros. Como consecuencia, los alumnos, cuando van a estudiar historia, física o
inglés tienen ya conocimientos procedentes del cine, las canciones que oyen o la
televisión. Pero se trata de información deslavazada, fragmentaria y, a veces, incluso
deformada. Lo que necesitan los alumnos de la educación no es tanto más información,
que pueden sin duda necesitarla, como sobre todo la capacidad de organizarla e
interpretarla, de darle sentido.
Los futuros ciudadanos van a necesitar capacidades para buscar, seleccionar e
interpretar la información, para navegar sin naufragar en medio de un flujo informático e
informativo caótico. La escuela ya no puede proporcionar toda la información relevante,
porque ésta es mucho más móvil y flexible que la propia escuela, lo que sí puede es
formar a los alumnos para poder acceder y dar sentido a la información,

43
proporcionándoles capacidades de aprendizaje que les permitan una asimilación crítica de
la información (Martín y Coll, 2003; Postigo y Pozo, 2000). Formar a ciudadanos para
una sociedad abierta y democrática, para lo que Morin (1999) denomina la democracia
cognitiva, y más aún, formarles para abrir y democratizar la sociedad, requiere dotarles
de capacidades de aprendizaje, de formas de pensamiento que les permitan usar de
forma estratégica la información que reciben, de forma que puedan convertir esa
información –que fluye de manera caótica en muchos espacios sociales– en verdadero
conocimiento, un saber ordenado, que permite dar sentido a ese flujo informativo, y para
el cual los espacios de instrucción formal parecen cada vez más necesarios. Vivimos en
una sociedad de la información que sólo para unos pocos, los que han podido acceder a
las capacidades que permiten desentrañar, poner orden en esa información, se convierte
en verdadera sociedad del conocimiento (Pozo, 2003).
Como consecuencia en parte de esa multiplicación informativa, pero también de
cambios culturales más profundos, vivimos también una sociedad de conocimiento
múltiple e incierto. Apenas quedan ya saberes o puntos de vista absolutos que deban
asumirse como futuros ciudadanos, la verdad es algo del pasado más que del presente o
del futuro, un concepto que forma parte de nuestra tradición cultural (véase Fernández-
Armesto, 1997) y que, por tanto, está presente en nuestra cultura del aprendizaje, pero
que sin duda es necesario repensar en esta nueva cultura del aprendizaje, sin caer
necesariamente por ello en un relativismo extremo (véanse por ejemplo, los capítulos 3 y,
sobre todo, el 10). Vivimos en la edad de la incertidumbre (Morin, 1999), en la que más
que aprender verdades establecidas e indiscutidas, hay que aprender a convivir con la
diversidad de perspectivas, con la relatividad de las teorías, con la existencia de
interpretaciones múltiples de toda información, para a partir de ellas construir el propio
juicio o punto de vista. No parece que la literatura, ni el arte, ni menos aún la ciencia
asuman hoy una posición realista, según la cual el conocimiento o la representación
artística reflejen la realidad, sino que más bien la reinterpretan o la reconstruyen. La
ciencia del siglo XX se caracterizó por la pérdida de la certidumbre, no sólo en ciencias
sociales, donde el perspectivismo es un punto de vista cada vez más aceptado, sino
incluso en las antes llamadas ciencias exactas, cada vez más teñidas también de
incertidumbre.
Así las cosas, no se trata ya de que la educación proporcione a los alumnos
conocimientos como si fueran verdades acabadas, sino de que les ayude a construir su
propio punto de vista, su verdad particular a partir de tantas verdades parciales. O, como
dice, Morin (1999, p. 76 de la trad. cast.) «conocer y pensar no es llegar a la verdad
absolutamente cierta, sino que es dialogar con la incertidumbre», lo cual sin duda, como
veremos en el capítulo 3, requiere cambiar nuestras creencias o teorías implícitas sobre el
aprendizaje, profundamente arraigadas en una tradición cultural en la que aprender era
repetir y asumir las verdades establecidas, sobre las que el alumno (¡pero tampoco el
profesor!) no podía dudar, menos aún dialogar con ellas.
Pero buena parte de los conocimientos que puedan proporcionarse a los alumnos hoy
no sólo han dejado de ser verdades absolutas en sí mismas, saberes irremplazables, sino

44
que, como cualquier otro alimento envasado, listo para el consumo (en este caso
cognitivo), tienen fecha de caducidad (Monereo y Pozo, 2001). Al ritmo de cambio
tecnológico y científico en que vivimos, nadie puede prever qué conocimientos
específicos tendrán que saber los ciudadanos dentro de diez o quince años para poder
afrontar las demandas sociales que se les planteen. Lo que sí podemos asegurar es que
van a seguir teniendo que aprender tanto dentro como fuera del sistema educativo
formal, ya que vivimos también en la sociedad del aprendizaje continuo. La educación
formal cada vez se prolonga más, pero además, por la movilidad profesional y la
aparición de nuevos e imprevisibles perfiles laborales, cada vez es más necesaria la
formación profesional permanente. El sistema educativo no puede formar
específicamente para cada una de esas necesidades, lo que sí puede hacer es formar a los
futuros ciudadanos para que sean aprendices más flexibles, eficaces y autónomos,
dotándoles de estrategias de aprendizaje adecuadas, haciendo de ellos personas capaces
de afrontar nuevas e imprevisibles demandas de aprendizaje (Monereo y Castelló, 1997;
Pozo, Monereo y Castelló, 2001; Pozo y Postigo, 2000).
Entre las metas esenciales de la educación, si queremos atender a las exigencias de
esta nueva sociedad del aprendizaje, estaría por tanto fomentar en los alumnos
capacidades de gestión del conocimiento, o si se prefiere, de gestión metacognitiva, ya
que sólo así, más allá de la adquisición de conocimientos concretos, podrán enfrentarse a
las tareas y a los retos que les esperan en la sociedad del conocimiento. Pero cambiar las
formas de aprender de los alumnos requiere cambiar también las formas de enseñar de
sus profesores. La nueva cultura del aprendizaje requiere, por tanto, un nuevo perfil de
alumno y de profesor, nuevas funciones discentes y docentes, que sólo serán posibles
desde un cambio de mentalidad, un cambio en las concepciones profundamente
arraigadas de unos y otros, sobre el aprendizaje y la enseñanza para afrontar esta nueva
cultura del aprendizaje.

Profesores y alumnos para el siglo XXI: las


nuevas formas de enseñar y aprender
Según hemos visto, la nueva cultura del aprendizaje, las nuevas formas de relacionarse
con el conocimiento, que ya pueden respirarse en muchos espacios de gestión social del
conocimiento, plantean nuevos retos a los sistemas educativos, cuya función social debe
cambiar en un contexto cultural tan diferente (por ejemplo, Martín y Coll, 2003). Pero
no está claro, como señalábamos ya al comienzo, que esos sistemas de educación formal
sean permeables a esos nuevos vientos de cambio que se respiran fuera de las aulas,
entre otras cosas, como también señalábamos, porque asumir esas nuevas demandas o
funciones requiere un cambio en la forma de concebir la educación, el aprendizaje y la
enseñanza, por parte de quienes la hacen posible, en especial profesores y alumnos.
Como hemos visto, esa nueva cultura reclama que los espacios educativos no se

45
dediquen tanto a proporcionar información a los alumnos como a convertir la
información que ya tienen en verdadero conocimiento (Pozo, 2003); entiende la gestión
de ese conocimiento no como un proceso de transmisión directa de un saber establecido,
sino como un diálogo con un saber incierto, en el que construir la propia voz; y,
finalmente, asume que los contenidos de la enseñanza, dado su carácter en buena medida
relativo y perecedero, no deben ser un fin en sí mismos, sino un medio necesario –y
nunca arbitrario: unos contenidos serán mejores que otros– para promover ciertas
capacidades en los alumnos (Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000).
Pero concebir así el proceso de aprendizaje y enseñanza implica alejarse bastante de
lo que vagamente podríamos llamar una concepción tradicional, que por ahora, a falta de
mayores análisis (véase el capítulo 3), podríamos caracterizar siguiendo a Claxton (1990)
por la transmisión del profesor a los alumnos de un conocimiento objetivo, que el alumno
debe apropiarse sin interrogarlo de forma individual, de modo que el éxito del aprendizaje
depende sólo de la habilidad y el esfuerzo del propio alumno. En este modelo, el profesor
es la voz de ese conocimiento establecido. Es en los términos siempre irónicos del propio
Claxton (1990) un gasolinero que llena el depósito (bastante limitado, por cierto) de
conocimientos del alumno, o el proveedor de saberes del alumno (Pozo, 1996) o la
autoridad que transmite esos saberes (Olson y Bruner, 1996). (Véase el cuadro 1.)
En esta concepción, o manera de entender la función docente (y como consecuencia
también discente), la enseñanza está centrada en contenidos verbales (si los pintores
pintan, los músicos tocan y los futbolistas juegan, los profesores explican). Pero en
ciertos niveles o materias también es necesario enseñar procedimientos, enseñar a hacer,
para lo que los profesores deben asumir funciones de escultores (Claxton, 1990), de
artesanos (Olson y Bruner, 1996) o de modelos y entrenadores de sus alumnos (Pozo,
1996). Incluso en una versión más tecnológica de esta cultura educativa, según Claxton
(1990), los profesores asumen ser relojeros, montando pieza a pieza el conocimiento de
sus alumnos según un diseño cerrado y previamente establecido.

Cuadro 1. Diferentes perfiles docentes en una cultura educativa más tradicional (arriba) o en las nuevas
formas de entender el aprendizaje (abajo)*

CLAXTON OLSON Y BRUNER POZO


Gasolinero Autoridad Proveedor
Escultor Artesano Modelo
Relojero Entrenador
Sherpa Consultor Tutor
Jardinero Colega Asesor

* (Aunque obviamente esas diversas formas de entender la enseñanza forman parte de una evolución, tal como se
explica en el texto, no necesariamente tienen que entenderse como una jerarquía.)

46
En todas estas funciones, el profesor tiene el conocimiento y se lo entrega, de modo
más o menos directo, a sus alumnos bien a través de sus explicaciones verbales
(proveedor, gasolinero, autoridad) o de sus propias acciones (modelo, artesano),
corrigiendo o moldeando al alumno (escultor, entrenador), para que todos los
componentes encajen entre sí de acuerdo con el diseño preestablecido (relojero). Esta
forma de entender la enseñanza contrasta fuertemente con otros perfiles docentes,
posiblemente más cercanos a las demandas de la nueva cultura del aprendizaje (véase el
cuadro 1). Así, en lugar de gestionar directamente el conocimiento de los alumnos, el
profesor puede asumir una función de guiar o acompañar el propio proceso de
aprendizaje del alumno, con diferentes grados de implicación o dirección en ese proceso.
Así, puede ser el sherpa, un guía local, conocedor del terreno, que guía y ayuda al
alumno en su aventura de conocimiento (Claxton, 1990), o el tutor del aprendizaje,
cediendo buena parte de la responsabilidad al alumno, pero manteniendo para sí la guía y
la dirección del viaje, un viaje que además se hará casi siempre en grupo y en el que
muchas veces el profesor cederá ese papel de guía a otros alumnos, o incluso dejará que
sean ellos mismos los que, aprendiendo unos de otros, decidan el camino (Pozo, 1996).
Puede incluso asumir un papel más secundario, menos intervencionista, convirtiéndose
en asesor (Pozo, 1996) o consultor (Olson y Bruner, 1996) externo del aprendizaje del
propio alumno; o convertirse en el jardinero que ve crecer los aprendizajes de los
alumnos y sólo interviene para crear condiciones más favorables para ese crecimiento,
que sin embargo no depende de él (Claxton, 1990), o incluso asumir que es un colega,
un igual de los alumnos, que comparte con ellos el proceso de aprendizaje (Olson y
Bruner, 1996).
Cada uno de esos perfiles o personajes supone una forma distinta de concebir la
enseñanza y el aprendizaje. No se trata aquí de entrar a juzgar la conveniencia de cada
uno de estos papeles o funciones que puede atribuirse un profesor, y en consecuencia los
papeles que atribuye a sus alumnos, análisis que puede encontrarse en las fuentes citadas.
Tampoco se trata necesariamente de elegir entre ellos, ya que posiblemente en momentos
distintos es preciso ejercer labores distintas, una función no tiene por qué sustituir
necesariamente a otra, aunque algunas de ellas resultan más compatibles o
complementarias entre sí que otras (tema sobre el que también volveremos en el capítulo
3 al analizar los diferentes modelos de cambio conceptual y sobre todo en la quinta parte
del libro, al reflexionar sobre las propuestas para hacer efectivo ese cambio). Lo que nos
interesa por ahora es que ejercer eficazmente esos diferentes personajes requiere creerse
el papel, interiorizar y asumir sus implicaciones. La nueva cultura del aprendizaje,
reflejada en las propuestas de reforma educativa en los diferentes niveles, está exigiendo
de los profesores, pero también de los alumnos, que asuman nuevos modelos o funciones
que probablemente entran en conflicto, si no en directa contradicción, con algunas de
esas creencias profundamente arraigadas que constituyen ese doble legado, cultural y
biológico, con el que todos, alumnos y profesores, llegamos a las aulas y más en general
a los escenarios sociales de aprendizaje.
Por ello, si queremos promover y consolidar esos procesos de cambio educativo, si

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queremos que los vientos que soplan en esa nueva cultura del aprendizaje entren en
todos esos escenarios de aprendizaje, en especial en los espacios educativos, es necesario
considerar la función de las concepciones de profesores y alumnos sobre esos procesos
de aprendizaje y enseñanza. Ya no basta con estudiar lo que los niños (y sus profesores)
hacen, sino que en palabras de Bruner (1997, pp. 67 y 68 de la trad. cast.):
El nuevo programa consiste en determinar lo que creen que hacen y cuáles son
sus razones para hacerlo… Dicho llanamente, la tesis que emerge es que las
prácticas educativas en las aulas están basadas en una serie de creencias
populares sobre las mentes de los aprendices, algunas de las cuales pueden haber
funcionado conscientemente a favor o inconscientemente en contra del bienestar
del niño. Conviene explicitarlas y reexaminarlas.

A esa explicitación y a ese examen está dedicado este libro. Para ello, antes de
plantear en el capítulo 3 la forma en que nosotros interpretamos esas creencias, como
teorías implícitas, y la relación entre las creencias y la práctica educativa, en el capítulo 2
vamos a analizar los distintos enfoques desde los que, en la investigación reciente, se ha
intentado el estudio de estas concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendizaje
y la enseñanza.

1. Para un análisis detallado de cómo esos sistemas de representación externa se incorporan a la mente infantil y
la reestructuran, véase el reciente libro de Martí (2003). Sobre la forma en que diversos sistemas culturales de
representación externa devienen en sistemas mentales o de representación cognitiva (mente letrada, numérica,
cronológica, científica), puede consultarse Pozo (2001). Sobre las dificultades para reestructurar la mente para
formatearse, mediante procesos de cambio conceptual o representacional, de acuerdo con algunos de esos
sistemas de conocimiento, véase por ejemplo, en el caso de la ciencia, Pozo y Gómez Crespo (1998, 2002).

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