Un pobre esclavo de la antigua Roma, en un descuido de su amo, escapó al
bosque. Se llamaba Androcles. Buscando refugio seguro, encontró una cueva. A la débil luz que llegaba del exterior, el muchacho descubrió un soberbio león. Se lamía la pata derecha y rugía de vez en cuando. Androcles, sin sentir temor, se dijo: Este pobre animal debe estar herido. Parece como si el destino me hubiera guiado hasta aquí para que pueda ayudarle. Vamos, amigo, no temas, vamos... Así, hablándole con suavidad, Androcles venció el recelo de la fiera y tanteó su herida hasta encontrar una flecha profundamente clavada. Se la extrajo y luego le lavó la herida con agua fresca. Durante varios días, el león y el hombre compartieron la cueva. Hasta queAndrocles, creyendo que ya no le buscarían se decidió a salir. Varios centuriones romanos armados con sus lanzas cayeron sobre él y le llevaron prisionero al circo. Pasados unos días, fue sacado de su pestilente mazmorra. El recinto estaba lleno a rebosar de gentes ansiosas de contemplar la lucha. Androcles se aprestó a luchar con el león que se dirigía hacia él. De pronto, con un espantoso rugido, la fiera se detuvo en seco y comenzó a restregar cariñosamente su cabezota contra el cuerpo del esclavo. íSublime! ¡Es sublime! ¡César, perdona al esclavo, pues ha sojuzgado a la fiera! gritaron los espectadores. El emperador ordenó que el esclavo fuera puesto en libertad. Lo que todos ignoraron fue que Androcles no poseía ningún poder especial y que lo ocurrido no era sino la demostración de la gratitud del animal... PACO YUNQUE Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue adelantándose al centro del patio, con su libro de primero, su cuaderno y su lápiz. Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que venía a un colegio y porque nunca había visto a tantos niños juntos. Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco, cada vez más tímido, se pegó a la pared y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué desenvueltos! Como si estuviesen en sus casas. Gritaban. Corrían. Reían hasta reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo. Paco estaba también atolondrado porque en el campo nunca había escuchado tantas voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después otro y después otro. A veces había oído hablar hasta a cuatro o cinco personas juntas. Eran su padre, su madre, don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Con las gallinas eran más. Y más todavía con la acequia cuando crecía... Pero no. Eso no era ya voz de personas, sino otro ruido, muy diferente. Y ahora, esto del colegio sí que era una bulla fuerte. Paco estaba aturdido. Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño, más chico, medio ronco y con blusa azul, también le hablaba. De diferentes grupos se separaban los alumnos y venían a ver a Paco, haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no podía oír nada por el griterío de los demás. Un niño trigueño de cara redonda y con una chaqueta verde muy ceñida en la cintura, agarró a Paco por un brazo y quiso arrastrarlo. Paco no se dejó, se pegó más a la pared y se puso muy colorado. En ese momento sonó la campana y todos entraron en las clases. El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada saludando en silencio y muy erguidos. UNA ANCIANA MUY LISTA En un pueblo de Artois vivía una buena anciana que era feliz ayudando a los necesitados. Todo el que llamaba a su puerta podía estar seguro de que la buena mujer le daría unas monedas y un buen pedazo de pan blanco; así que los mendigos de los pueblos vecinos nunca pasaban por los alrededores sin detenerse a hacerle una visita. Un día, un famoso santo varón, de cuyo nombre no me acuerdo, que había ido a comer a casa de la anciana cada vez que había tenido que ir por allí cerca a resolver algún asunto, le dijo: — El buen Dios me ha otorgado el poder de concederos un deseo. Pensadlo bien y decidme lo que queréis. La anciana lo estuvo pensando un buen rato, y por fin le dijo: — Me gustaría que todo el que se suba al ciruelo que tengo en el jardín no pueda bajar hasta que yo lo diga. — Lo que queréis es un poco extraño, buena mujer. Pero, en fin, que así sea. El santo varón se despidió de la anciana y volvió al cielo. Diez años más tarde, la muerte pasó por la casa de la anciana. — Va a cumplir pronto los ochenta se dijo la muerte; ya ha vivido lo suyo, así que voy a llevármela. Y la muerte entró en la casa. — ¿Eres tú, muerte? Llevo mucho tiempo esperándote; estoy preparada para irme contigo cuando quieras, y no creas que me importe— dijo la anciana. Pero, no, espera, me equivoco; antes de dejar esta vida me gustaría comerme un par de ciruelas. — Si no es más que eso, espera un momento. La muerte salió al jardín, se subió al ciruelo y cogió un par de frutas; pero justo cuando se disponía a bajar, la anciana dijo: — Que la muerte no baje del árbol hasta que yo diga. Y por mucho que la muerte amenazó, rogó, gritó e insultó, no consiguió que la anciana la dejara bajar del árbol. Durante seis meses nadie murió en la Tierra. LOS BOMBEROS Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites. Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando". Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban. Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires. Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos. LA VERDADERA JUSTICIA Hubo una vez un califa en Bagdad que deseaba sobre todas las cosas ser un soberano justo. Indagó entre los cortesanos y sus súbditos y todos aseguraron que no existía califa más justo que él. ¿Se expresarán así por temor? se preguntó el califa. Entonces se dedicó a recorrer las ciudades disfrazado de pastor y jamás escuchó la menor murmuración contra él. Y sucedió que también el califa de Ranchipur sentía los mismos temores y realizó las mismas averiguaciones, sin encontrar a nadie que criticase su justicia. Puede que me alaben por temor se dijo. Tendré que indagar lejos de mi reino. Quiso el destino que los lujosos carruajes de ambos califas fueran a encontrarse en un estrecho camino. ¡Paso al califa de Bagdad! pidió el visir de éste. ¡Paso al califa de Ranchipur! .exigió el del segundo. Como ninguno quisiera ceder, los visires de los dos soberanos trataron de encontrar una fórmula para salir del paso. Demos preferencia al de más edad – acordaron. Pero los califas tenían los mismos años, igual amplitud de posesiones e idénticos ejércitos. Para zanjar la cuestión, el visir del califa de Bagdad preguntó al otro: ¿Cómo es de justo tu amo? Con los buenos es bondadoso replicó el visir de Ranchipur, justo con los que aman la justicia e inflexible con los duros de corazón. Pues mi amo es suave con los inflexibles, bondadoso con los malos, con los injustos es justo, y con los buenos aún más bondadoso replicó el otro visir. Oyendo esto el califa de Ranchipur, ordenó a su cochero apartarse humildemente, porque el de Bagdad era más digno de cruzar el primero, especialmente por la lección que le había dado de lo que era la verdadera justicia. EL PRINCIPITO Ahora hace ya seis años de esto. Jamás he contado esta historia y los compañeros que me vuelven a ver se alegran de encontrarme vivo. Estaba triste, pero yo les decía: "Es el cansancio". Al correr del tiempo me he consolado un poco, pero no completamente. Sé que ha vuelto a su planeta, pues al amanecer no encontré su cuerpo, que no era en realidad tan pesado... Y me gusta por la noche escuchar a las estrellas, que suenan como quinientos millones de cascabeles... Pero sucede algo extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito se me olvidó añadirle la correa de cuero; no habrá podido atárselo al cordero. Entonces me pregunto: "¿Qué habrá sucedido en su planeta? Quizás el cordero se ha comido la flor..." A veces me digo: "¡Seguro que no! El principito cubre la flor con su fanal todas las noches y vigila a su cordero". Entonces me siento dichoso y todas las estrellas ríen dulcemente. Pero otras veces pienso: "Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si una noche ha olvidado poner el fanal o el cordero ha salido sin hacer ruido, durante la noche...". Y entonces los cascabeles se convierten en lágrimas... Y ahí está el gran misterio. Para ustedes que quieren al principito, lo mismo que para mí, nada en el universo habrá cambiado si en cualquier parte, quién sabe dónde, un cordero desconocido se ha comido o no se ha comido una rosa... Pero miren al cielo y pregúntense: el cordero ¿se ha comido la flor? Y veréis cómo todo cambia... ¡Ninguna persona mayor comprenderá jamás que esto sea verdaderamente importante! Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Es el mismo paisaje de la página anterior que he dibujado una vez más para que lo vean bien. Fue aquí donde el principito apareció sobre la Tierra, desapareciendo luego. Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No me dejen tan triste! LA VENDEDORA DE FÓSFOROS La víspera de Año Nuevo todo el mundo transitaba con prisas sobre la nieve para refugiarse al calorcito de sus hogares. Sólo la pequeña vendedora de fósforos no tenía dónde ir, y pregonaba incansable su modesta mercancía. No podía volver a la casa de su madrastra porque todavía no había vendido todos sus fósforos. Miró a través de una ventana iluminada y pensó que sería maravilloso estar con esos niños que habían adornado aquel árbol navideño. ¿Quiere usted fósforos, señor?, preguntó a un caballero que pasó a su lado. No, gracias. Además, con este frío sacar las manos de los bolsillos no debe ser muy agradable, respondió el hombre, marchándose muy deprisa. La nieve empezó a caer con más fuerza y la vendedora se refugió en un portal. Y como el frío era muy intenso, encendió uno de los fósforos para calentarse las manos. En medio de aquella luz, se le apareció un árbol navideño. Cuando el fósforo se apagó, el árbol se desvaneció. Al encender otro vio en el círculo de la llama la figura de su madre, que estaba en el Cielo. Mamá, mamá, ¿por qué no me llevas contigo?, Le gritó la pequeña vendedora. Sonriendo, su madre le cogió la mano y le invitó a subir por una larguísima escalera de nubes. A pesar de eso, la niña no sintió cansancio alguno ni la fría caricia del viento. Nuestra amiga era feliz por estar junto a su madre. A la mañana siguiente, los transeúntes encontraron a la pequeña vendedora de fósforos en el portal, como dormida. Su alma había volado al Cielo. A la mañana siguiente el pueblo descubrió, al pasar, a la vendedora de fósforos, acurrucada y muerta, en un portal. Pobre niña... Ha intentado calentarse las manos con sus fósforos, dijo alguien. Lo que todos ellos ignoraban era que la vendedora de fósforos había encontrado la felicidad. Ahora estaba en el Cielo con su madre, jugando con los angelitos. Y nunca más, nunca más, volvería a pasar frío. EL VIEJO FAROL ¿No conoces la historia del viejo farol? No es muy amena, pero bien puede oírse al menos una vez. Era un viejo farol, que se mantenía en servicio desde hacía muchos años, muchísimos años, pero ahora debían jubilarlo. Era la última noche que estaba en el poste para iluminar la calle, y sentía un poco la sensación de ser un viejo comparsa de ballet, que danza por última vez y sabe que al día siguiente tendrá que quedarse en el desván. El farol tenía mucho miedo al mañana, porque tenía que comparecer por primera vez en el ayuntamiento, delante del Consejo de los Treintaiséis, quien juzgaría si todavía era apto para el servicio o no, y entonces establecería si enviarlo a iluminar un barrio de la periferia, o una fábrica en los alrededores. Tal vez lo enviarían sin más a una fundición y harían de él otra cosa, pero una duda le atormentaba: ¿le quedaría en tal caso el recuerdo de haber sido un farol de una calle de la ciudad? Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; solo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de los últimos años, cuando ya lo tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían envejecido, ella lo había cuidado, limpiando la lámpara y echado en aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lámpara no lo habían estafado ni una gota. Y he aquí que aquella era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento. PINOCHO TIENE HAMBRE Mientras tanto empezó a anochecer y, acordándose Pinocho de qué no había probado bocado, sintió un hormigueo en el estómago que se parecía mucho al apetito. Pero el apetito en los chicos camina deprisa; y, de hecho, en pocos minutos el apetito se transformó en hambre, y el hambre, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un hambre de lobos, en un hambre que se podía cortar con un cuchillo. El pobre Pinocho corrió inmediatamente a la cocina, donde había una olla hirviendo, e intentó destaparla para ver qué había dentro; pero la olla estaba pintada en la pared. Imaginaos cómo se quedó. Su nariz, que era ya larga, se le alargó, por lo menos, otros cuatro dedos. Entonces se puso a correr por la habitación y a registrar todos los cajones y escondrijos en busca de un poco de pan, aunque estuviera duro, una corteza, un hueso que le hubiera sobrado al perro, un poco de polenta enmohecida, una raspa de pescado, un hueso de cereza, en una palabra, algo que masticar; pero no encontró nada, absolutamente nada, nada. De pronto le pareció ver entre los desperdicios algo redondo y blanco, que se parecía por completo a un huevo de gallina. Y en un abrir y cerrar los ojos, pegó un brinco y se lanzó sobre él. Era un huevo de verdad. Es imposible describir la alegría del muñeco: tenemos que imaginárnosla. Creyendo casi que fuese un sueño, daba vueltas al huevo entre las manos, y lo tocaba y lo besaba, y besándola decía: Y ahora, ¿cómo lo prepararé? ¡Haré una tortilla!... No, es mejor hacerlo al plato... ¿No estaría más sabroso si lo friera en una sartén? ¿Y si lo tomara pasado por agua? No, lo más rápido es hacerlo al plato o escalfado. ¡Tengo muchas ganas de comérmelo! EL PRINCIPITO Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos. El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso. —¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito! El principito se preguntó: "¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?" Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos. —Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó. —La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohíbo. —No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he dormido... —Entonces — le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno! —Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito enrojeciendo. —¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces... Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables. Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía". —¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito. —Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño. El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey. —Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto... —Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey. —Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder? —Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad. EL BÚFALO CAFRE Hay animales, como los antílopes y gacelas, que se han hecho célebres por su belleza. Otros, como el león, llaman la atención por su bravura y orgulloso porte. Finalmente, los gigantes como los elefantes y jirafas, impresionan por sus colosales proporciones. Pero existe una criatura africana que, al margen de su tamaño, su porte y su apariencia física, es famosa entre todos los cazadores y zoólogos, precisamente por su peligrosidad. Me refiero al búfalo cafre, el gran bóvido de las sabanas. Porque se sabe que este herbívoro ha causado más }víctimas entre sus enemigos naturales incluido el hombre, que cualquier fiera aparentemente más agresiva e incontrolable. Para los cazadores europeos y americanos que buscan en África emociones fuertes, el búfalo ha constituido siempre una pieza codiciada. Porque si el tirador no acierta a derribarlo del primer disparo, su obligado rastreo resulta sumamente peligroso. El búfalo herido se retira hacia los más impenetrables matorrales y trata siempre de dar un rodeo para atacar por la espalda al hombre que lo busca, en un paraje que dificulta la visibilidad y los movimientos. En la carga, el sólido rumiante, que puede alcanzar la tonelada de peso, avanza en línea recta, quebrando el matorral a su paso. Contrariamente a los toros, lleva siempre la cabeza levantada y el hocico al viento, para no perder el contacto olfativo con la víctima. Su fino oído y su aguda vista completan el dispositivo agresor, conjugándose con una agilidad inesperada en el volumen del rumiante. Sus cuernos, extraordinariamente macizos, forman como un casco sobre la frente, para curvarse luego hacia abajo y emerger en dos afiladas puntas laterales. Basta el simple testarazo del escudo central para matar a un hombre. Pero el búfalo acostumbra a ensañarse con sus enemigos, a los que pisotea después de derribarlos. Y aún se dice que con su lengua, áspera como papel de lija, puede lacerar la piel y los músculos. ¿Tendríamos que pensar tras esta comprometida descripción que el búfalo es un ser odioso, merecedor de la más despiadada persecución? En absoluto, porque este apacible torazo sólo ataca cuando es acosado, comportándose, en condiciones normales, como una criatura inofensiva y tímida. Una abrasadora mañana de la gran Fosa del Rift, estábamos filmando pelícanos blancos en las riberas del lago Maraña, cuando sorprendimos a media docena de búfalos machos, revolcándose en un lodazal. LA SIMA El paraje era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve. El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja. El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia. El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas. El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor... En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo. Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo. Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio. UN EXTRAÑO DIBUJO No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma. Dijo esto sentándose ante una mesita obre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo. No importadijo, por último; esto bastará. Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía permanecí en mi sitio junto al fuego, pues tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo se oyó un fuerte gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis visitas anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miró el papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo. Buenodije después de contemplarlo unos minutos; esto es un extraño escarabajo, lo confieso, nuevo para mí: no he visto nunca parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera, a lo cual se parece más que a ninguna otra cosa que haya caído bajo mi observación. ¡Una calavera!repitióLegrand. ¡Oh, sí! Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma entera es ovalada. Quizá se asídije; pero temo que usted no sea un artista, Legrand. Debo esperar a ver el insecto mismo para hacerme una idea de su aspecto. En fin, no sé, dijo él, un poco irritado: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar pues he tenido buenos maestros, y me jacto de su ser del todo tonto. UNA CARTA MARRUECA Al entrar anoche en mi posada, me hallé con una carta cuya copia te remito. Es de una cristiana a quien apenas conozco. Te parecerá muy extraño su contenido, que dice así: Acabo de cumplir veinticuatro años, y de enterrar a mi último esposo de seis que he tenido en otros tantos matrimonios, en espacio de poquísimos años. El primero fue un mozo de poca más edad que la mía, bella presencia, buen mayorazgo, gran nacimiento, pero ninguna salud. Había vivido tanto en sus pocos años, que cuando llegó a mis brazos ya era cadáver. Aún estaban por estrenar muchas galas de mi boda, cuando tuve que ponerme luto. El segundo fue un viejo que había observado siempre el más rígido celibatismo; pero heredando por muertes y pleitos unos bienes copiosos y honoríficos, su abogado le aconsejó que se casase; su médico hubiera sido de otro dictamen. Murió de allí a poco, llamándome hija suya, y juro que como a tal me trató desde el primer día hasta el último. El tercero fue un capitán de granaderos, más hombre, al parecer, que todos los de su compañía. La boda se hizo por poderes desde Barcelona; pero picándose con un compañero suyo en la luneta de la ópera, se fueron a tomar el aire juntos a la explanada y volvió solo el compañero, quedando mi marido por allá. El cuarto fue un hombre ilustre y rico, robusto y joven, pero jugador tan de corazón, que ni aun la noche de la boda durmió conmigo porque la pasó en una partida de banca. Diome esta primera noche tan mala idea de las otras, que lo miré siempre como huésped en mi casa, más que como precisa mitad mía en el nuevo estado. Pagome en la misma moneda, y murió de allí a poco de resulta de haberle tirado un amigo suyo un candelero a la cabeza, sobre no sé qué equivocación de poner a la derecha un carta que había de caer a la izquierda. No obstante todo esto, fue el marido que más me ha divertido, a lo menos por su conversación, que era chistosa y siempre a estilo de juego. EL ENTIERRO DE LA SARDINA Rescoldo, o mejor, la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda Norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el suelo para calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme. Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el Municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá, en Febrero, el miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo. Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de todos los hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lorguai per l'aer bruno. Pasan ellos, y queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura, parece que se han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la catedral o en las Carmelitas, en novenas y más novenas.