Está en la página 1de 5

Desastroso fin de los tres Reyes Magos

“Herodes, viéndose burlado por los Magos se irritó


sobremanera y mandó matar a todos los niños de Belén.”
(Mateo, 2, 16).

Camino de regreso a sus tierras, los tres Reyes Magos oyeron a sus espaldas el clamor de la
Degollación. Más de una madre corrió tras ellos, los alcanzó y los maldijo. De todos modos la
noticia se propagó velozmente. Marcharon entre puños crispados y sordas recriminaciones de
hombres y mujeres. En una encrucijada vieron a José y a María que huían a Egipto con el Niño.
Cuando llegaron a sus respectivos países los mató el remordimiento.
FIN

A la salida del Infierno

-Dante: Adiós, dulce maestro.


-Virgilio: ¡Cómo! ¿Y el Purgatorio? ¿Y el Paraíso?
-Dante: ¡Para qué! Quien conoció el Infierno ya no tiene ningún interés en el Purgatorio. Y
respecto al Paraíso, sabe que es la ausencia de infierno.
FIN

Adán y Eva

Recordando lo que él hizo con el amor de Dios, Adán siempre recelará del amor de Eva.
FIN

Catequesis
-El hombre -enseñó el Maestro- es un ser débil.
-Ser débil -propagó el apóstol- es ser un cómplice.
-Ser cómplice -sentenció el Gran Inquisidor- es ser un criminal.
FIN

Cuento de horror
La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a
su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio.
Se lo dijo:
-Thaddeus, voy a matarte.
-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.
-¿Cuándo he bromeado yo?
-Nunca, es verdad.
-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.
-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida.
Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera,
aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata,
conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó
del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia
Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.
FIN

Cuento policial
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante
de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una
mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer.
Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa,
aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna
sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el
joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero
con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al
entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó
todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el
joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa
noche la visitaría.
FIN

El amor es crédulo
De regreso en Ítaca, Odiseo cuenta sus aventuras desde que salió de Troya incendiada. Solo
obtiene sonrisas irónicas. La misma Penélope, su mujer, le dice en un tono indulgente: “Está
bien, está bien. Ahora haz descansar tu imaginación y trata de dormir un poco”. Odiseo,
enfurruñado, se levanta y se va a caminar por los jardines. Milena lo sigue, lo alcanza, le toma
una mano: “Cuéntame, señor. Cuéntame lo que te pasó con las sirenas”. Sin detenerse, él la
aparta con un ademán brutal: “Déjame en paz”. Como ignora que ella lo ama, ignora que ella le
cree.
FIN

El eterno militar
Después de la batalla (de Quebracho Herrado) me acuerdo que el coronel dio orden de enterrar a
los muertos. El sargento Saldívar y ocho soldados se encargaron de la macabra operación. Me
acuerdo que le dije a Saldívar: “Pero oiga, sargento, que algunos no están muertos y ustedes los
entierran lo mismo. Escúcheles quejarse”. Y el sargento me contestó: “Si usted les va a hacer
caso a ellos, ninguno estaría muerto”. Y siguió, no más, con la tarea. Por esa salida lo
ascendieron a sargento mayor.
FIN
El maestro traicionado
Se celebraba la última cena.
—¡Todos te aman, oh Maestro! –dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y,
en la primera oportunidad que se le presente, me venderá por treinta dineros.
—Ya sé a quién aludes –exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Y a mí, y a mí –dijeron todos los demás (todos menos uno, que permanecía silencioso).
—Pero es el único –prosiguió el que había hablado primero—. Y para probártelo, diremos a
coro su nombre.
Los discípulos (todos, menos aquel que se mantenía mudo) se miraron, contaron hasta tres y
gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, pues los discípulos eran muchos y cada uno
había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle y, libre de remordimientos, consumó su
traición.
FIN

El nunca correspondido amor de los fuertes por los débiles

Hasta el fin de sus días Perseo vivió en la creencia de que era un héroe porque había matado a la
Gorgona, a aquella mujer terrible cuya mirada, si se cruzaba con la de un mortal, convertía a
este en una estatua de piedra. Pobre tonto. Lo que ocurrió fue que Medusa, en cuanto lo vio de
lejos, se enamoró de él. Nunca le había sucedido antes. Todos los que, atraídos por su belleza,
se habían acercado y la habían mirado en los ojos, quedaron petrificados. Pero ahora Medusa,
enamorada a su vez, decidió salvar a Perseo de la petrificación. Lo quería vivo, ardiente y frágil,
aun al precio de no poder mirarlo. Bajó, pues, los párpados. Funesto
error el de esta Gorgona de ojos cerrados: Perseo se aproximará y le cortará la cabeza.
FIN

Esquina peligrosa
El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo,
sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y
trabajaba como dependiente de almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio
estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había
bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de
departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había
trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se
conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la
balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a
jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo
puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de
yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
FIN

La memoria, esa incomodidad


Se encontraron por un capricho del azar. No se conocían, pero les bastó mirarse para caer
fulminados por lo que en Sicilia llaman el rayo del amor. Sin pronunciar una palabra corrieron
al lecho (al de ella, que estaba siempre pronto) y se lanzaron el uno contra el otro como los
pugilistas en el gimnasio.
A la mañana siguiente fue Eneas el primero que despertó. Decidido a proseguir su viaje por el
Mediterráneo, e incapaz de abandonar a una mujer sin una explicación, le dejó sobre la mesita
de luz un papel en el que escribió con sublime laconismo: “¡Desdichada, lo sé todo! Adiós”. Y
se fue, la conciencia tranquila y el ánimo templado.
Varias horas después Dido abrió los ojos, todavía lánguida de placer, vio la esquela y la leyó.
¿Qué es lo que sabe de mí, si ni siquiera le revelé mi nombre?”, se preguntó, estupefacta. Por las
dudas comenzó a pasar revista a su pasado, hasta que experimentó tanta vergüenza que se bebió
un frasco íntegro de vitriolo.
FIN

Silencio de sirenas
Cuando las Sirenas vieron pasar el barco de Ulises y advirtieron que aquellos hombres se habían
tapado las orejas para no oírlas cantar (¡a ellas, las mujeres más hermosas y seductoras!)
sonrieron desdeñosamente y se dijeron: ¿Qué clase de hombres son estos que se resisten
voluntariamente a las Sirenas? Permanecieron, pues, calladas, y los dejaron ir en medio de un
silencio que era el peor de los insultos.
FIN

La hormiga
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las
releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así
se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es
una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo
tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan,
terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran
Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las
generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el
error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía
por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre
una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale
a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos,
estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza
sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose,
decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo
que ha visto, grita: “Arriba… luz… jardín… hojas… verde… flores…” Las demás hormigas no
comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido
y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número
12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)
FIN

Pensamientos del señor Perogrullo

Pobre pero honrado. ¿No deberían decirlo los ricos? Rico pero honrado.
FIN

También podría gustarte