Está en la página 1de 7

La flor lililá

Autor: Blanca Santa Cruz Ossa.

PARA SABER Y CONTAR y escuchar para aprender. Había una vez un rey
que quedó ciego de la noche a la mañana. Llamaron al palacio real a
todos los médicos y médicas, a los brujos y brujas, y nadie acertaba con
el remedio. Los tres hijos del rey se desesperaban de ver la aflicción del
padre y cada cual hacía lo posible por consolarlo.
Un día llegó una viejecita, muy viejecita y encorvada, que se presentó
ante la guardia del palacio. —¿Detrás de qué andas, mamita? —díjole
un centinela. —Noticias traigo para su sacra real majestad —Adelante,
y cuidado, que ya son muchos los que han errado el remedio, y la
paciencia se acaba. —El secreto sólo yo lo sé. Y la vieja, viejecita y
encorvadita, pasó adelante arrastrando los zuecos y golpeando el suelo
con el bastón. —¿Me traes el remedio? —preguntó, impaciente, el
soberano. —Ha de saber, su sacra real majestá, que sólo hay una cosa
en el mundo que puede devolverle la vista, y ésa es: tocar los ojos con
la flor Lililá. —¡Qué traigan la flor Lililá en el acto! —exclamó el rey. —
No tan de carrerita, su sacra real majestá —gruñó la vieja—. Es muy
difícil llegar hasta el lugar donde se encuentra. Hay que andar mucho,
mucho; llegar donde una vieja que vive cerca del jardín encantado, que
lo custodia un culebrón. —¿Y quién podrá llegar allá? —Yo —dijeron a
una voz los tres hijos del rey. El rey entregó a la viejecita una bolsa con
monedas de plata y ella se fue arrastrando los zuecos y golpeando el
suelo con- el bastón. Has de ir tu, que eres el mayor -dijo el rey al
príncipe Pedro. —Parto en seguida —respondió el hijo mayor. —Te
daré una escolta para que te acompaño. Pedro. —No, padre, que quiero
ir solo a rodar tierras y no he de volver si no encuentro la flor Lililá.
Montó a caballo, Pedro, y echó a andar por montes y valles. Llevaba
llenas las alforjas y de cuando en cuando se detenía para comer.
Después de andar y andar días y días, encontró una casita en medio de
un bosque. Sentada a la puerta -hilaba una anciana. —¿En qué andas
por estos mundos, hijito? —preguntó la anciana. —Ando en lo que ando
—respondió Pedro, —Sigue entonces tu camino —dijo la buena
anciana. Pedro, muy orgulloso, quería llegar solo al jardín encantado.
Su padre había prometido la mitad del reino al que le curara de los ojos.
y él no quería compartir con nadie su secreto, de miedo que se lo
robaran. “He de llegar sin ayuda de nadie”, dijo espoleando su caballo.
Por entre breñas y montes siguió frotando, sin hallar vestigios de jardín
hasta que se extravió. Había transcurrido un año desde la partida de
Pedro, y el rey y la reina comenzaban a inquietarse.

—Iré yo, padre —dijo Pablo, el segundo de los hijos del rey. —Anda,
hijo mío. y que tengas mejor suerte —repuso el soberano. Pablo
también salió solo. Ya le parecía que alguien iba a arrebatarle el triunfo.
Porque, hijitos míos, Pablo también estaba seguro de encontrar la flor
Lililá y de obtener en premio la mitad del reino de su padre. Se
equivocaba. Altanero como su hermano mayor, siguió sus huellas, y al
cabo de mucho tiempo llegó frente al rancho donde hilaba la viejecita.
—¿Qué te trae por estos andurriales? —preguntóle la anciana. —Lo que
a ti no te interesa —contestó el impertinente jovenzuelo. —Sigue
entonces tu camino —fue la respuesta de la vieja. A los pocos pasos
quedó metido en un laberinto de donde no encontró cómo salir. Como
transcurriera otro año, Juan, el hijo menor del rey, decidió salir en busca
de sus hermanos y de la flor Lililá. —Si tus hermanos, que eran
hombres, no han logrado llegar al fin, ¿qué has de poder tú, que eres
más niño? —dijo el rey. —Muchas veces acierta quien menos 19 piensa
—respondió Juan... Y tanto rogó y suplicó, que sus padres le dejaron
partir. Y, por hacerse hombre, también Juan quiso salir solo, como lo
habían hecho sus hermanos. “Pobres hermanos míos ——decía—. ¿En
qué estarán? Ojalá alcance a llegar a tiempo para salvarlos”. Así
pensaba el buen Juanito, trotando Y frotando por valles y montes,
saltando cercos, cruzando ríos, por tierras ásperas y despobladas. Por
fin, después de muchos días, llegó frente a la casa de la anciana que
hilaba sentada frente a la puerta. —¿Qué te trae por estos andurriales,
hijito mío? —preguntóle la anciana. —¡Ay mamita! Mi padre esta ciego
y yo ando en busca de la flor Lililá, única que puede sanarlo. —¡Hijito
de mi alma! ¿No sabes que es muy peligroso lo que intentas? —-Lo sé,
pero quiero sanar a mi padre. —Has de saber; entonces, que el
monstruo que custodia el jardín es una princesa encantada, que devora
a quien se le acerca. Tienes que aguardar que duerma para acercarte y
coger la flor Lililá: Fíjate bien: cuando esté con los ojos abiertos, está
durmiendo, y cuando esté con los ojos cerrados, está despierta. Muchas
gracias, mamita. Tomaré las precauciones que me aconsejas. Cuando
ya se iba, Juan preguntó a la anciana si habrían pasado por allí sus
hermanos. —Tus hermanos son muy orgullosos. Pasaron por aquí y no
quisieron escucharme. Andan perdidos por los laberintos del bosque, si
es que los lobos no se los han comido ya. —¿No me perderé yo? —No
has de perderte porque eres amable. Sigue por entre los cipreses hasta
que llegues al estero. Donde encuentres la piedra negra, cruzas el agua,
llegas a una loma, y detrás de la loma está el jardín encantado. No
olvides que has de ocultarte hasta que el monstruo abra los ojos.
Obedeció punto por punto, Juanito las instrucciones de la anciana...
Llegó al jardín encantado y, oculto bajo un frondoso rosal, aguardó que
el monstruo abriera los ojos. Entonces caminó con infinitas
precauciones y llegó al árbol encantado. La flor Lililá, fragante, hermosa
y solitaria se mecía, sacudida por la respiración jadeante de
la fiera. Juanito sacó su cuchillo y, de un tajo, cortó su tallo. En aquel
instante, el monstruo cerró los ojos. Juan apenas alcanzó a dar algunos
pasos, escapando, cuando el monstruo se le fue encima. —¿Cómo, te
atreves a venir a mi reino? —rugió, echando espumarajos por la boca—
Quien entra a mi jardín, no vuelve a salir. —-Yo he de salir, aunque
tenga que matarte —contestó el valiente príncipe. Y con estas palabras,
saltó sobre el monstruo Y le enterró el cuchillo en una de sus garras. Al
punto corrió la sangre; el monstruo se sacudió y botó su pellejo de
culebrón, apareciendo una hermosa joven. —Tú has roto el encanto,
haciendo brotar sangre de mi mano —dijo la aparición. —Hermosa
princesa, cuánto lamento haberos herido! —murmuró Juan.
—Si no lo hubieras hecho, yo te habría destrozado con mis dientes de
fiera. Estaba encantada por una bruja perversa, hasta que un valiente
se atreviese a luchar conmigo. Muchos han llegado al jardín, pero
ninguno ha salido. Ahora vete a llevar la flor Lililá a tu padre —añadió
la princesa—. Yo te aguardaré en este jardín, que pertenece a mi
palacio. —Vendré a buscarte, princesa. ¿Y será mi esposa? —suplicó
Juan. —Seré tu esposa. Dentro de un año debes encontrarte en este
mismo sitio. —Vendré apenas cumpla mi deber —prometió Juan. En la
loma encontró su caballo y volvió a cruzar el estero junto a la piedra
negra. Caminaba día y noche, con el ansia de llegar pronto a curar a su
padre ciego, hasta que una mañana sentóse a descansar bajo la sombra
de un sauce. Tenía la flor Lililá en la mano y admiraba su hermosura,
cuando oyó voces que le llamaban. —Juan, Juanito. ¿Tú has llegado
hasta aquí? ¡Hermanos míos! ¡Pablo, Pedral —exclamó el hermano
menor, feliz de que sus hermanos estuviesen vivos—. ¿No se los
comieran los lobos? —Casi, casi —dijo Pedro—; ¡sólo que somos
valientes Y tú, ¿cómo obtuviste la flor Lililá? Juan cantó a sus hermanas
todas las peripecias del viaje, su combate con el monstruo y su
compromiso con la princesa encantada. Las hermanos se ponían negros
de envidia al escucharle y, cuando llegó la noche, se concertaron para
matarle. Y así la hicieron los perversos.
Le mataron a traición y después le enterraron a orillas de río.
Luego partieron llevando la flor Lililá. Los dos hermanos fueron
recibidos con grandes festejos. —¿Y Juan? —preguntó la reina. Los
embusteros contestaron que no le habían visto. —Se lo habrán comido
los lobos —dijo Pablo. Aplicaron la flor Lililá a los párpados del rey y en
el acto se disipó la nube que obscurecía su vista. —¡Hijos míos!, ¡hijos
míos! —exclamó el monarca; estrechando en sus brazos a los dos
príncipes—. ¡Ah! Sólo falta Juan para que mi dicha sea completa. —Aquí
nos tenéis para reemplazarlo. No os aflijáis, padre mío —dijo el mayor.
Entretanto, allá en las orillas del río, donde fue enterrado el cuerpo del
desgraciado Juanito, había crecido un cañaveral. Un día pasaba por allí
un pastorcito, y queriendo fabricarse una flauta cortó un retoño de
caña. Al hacerlo sintió un gemido. —Mi flauta llora —dijo el pastor
riendo—. Parece una flauta encantada. Cada agujero que tallaba en la
caña era un nuevo gemido, lo cual, lejos de espantar al muchacho, le
hacía reír. Por fin, llevó el extremo de la caña a los labios y sopló,
cantando. ¡Entonces sí que se espantó! hijitos míos! Figúrense que la
caña se puso a cantar sola. y decía: No me toques, pastorcito, ni me
dejes de tocar. Mi hermano mayor me ha muerto por una flor Lililá. La
flauta cayó de las manos del pastor. “Esta flauta está endiablada... ¿Qué
habla de muerte? ¿O estaré soñando?” Recogió de nuevo la flauta y la
llevó a sus labios. El que sopla y la flauta que entona su canción: No me
toques, pastorcito, ni me dejes de tocar. Mi hermano mayor me ha
muerto por una flor Lililá. —Bueno, pues flauta, ¡sí, fue tu hermano
mayor, la culpa no es mía! Y si quieres que no te toque, ni te deje de
tocar, es porque andas malo de la cabeza Veamos de nuevo la
cancioncita, por si me equivoco. Y cuantas veces sopló el pastorcito la
caña, escuchó la canción singular. Acabó por reír, como tenía
costumbre el alegre pastor, y se fue a dar serenatas a su pueblo. La
gente se agrupaba a escucharle, y su fama fue cundiendo hasta llegar a
oídos del rey, que mandó llevasen al flautista a su presencia. —¿Qué
dice de la flor Lililá? —exclamó el rey al escuchar la canción—. Dame la
flauta. Yo veré si hay algo en ella. El pastor entregó la flauta y el rey la
llevó a sus labios. No me toques, padre mío, ni me dejes de tocar.
Mataron me mis hermanos por una flor Lililá —¿Es posible? —exclamó
el rey—. Llamad a Pedro. Acudió Pedro en el acto, y el rey le dijo: —
Toca esta flauta, que tiene un extraño sonido! Pedro sopló en la caña y
ésta cantó: No me toques mal hermano, ni me dejes de tocar. Que entre
los dos me mataron por una flor Lililá —Amárrenlo con cadenas y
traigan a Pablo —ordenó el rey. Pedro fue conducido a un calabozo en
tanto que Pablo llegaba a presencia del rey.

—Sopla esta flauta —ordénale el monarca. Pablo obedeció, y la flauta


cantó:. No me toques, mal hermano, ni me dejes de tocar. Que entre
los dos me mataron por una flor Lililá Los hermanos se vieron obligados
a confesar la verdad, y fueron condenados a muerte por el soberano. El
pastor indicó el sitio donde había cortado la caña, y el rey, acompañado
de cuatro lacayos, se dirigió hacia allá Grande fue la sorpresa y alegría
del rey cuando encontró a Juan acompañado de una hermosa joven y
de una anciana. La joven era la princesa encantada, y la anciana la
hilandera que señaló el camina Juan. Era ésta una hacia muy entendida
en magia, y gracias a sus artes Juan salió vivo del cañaveral. Todos
regresaron juntos al castillo, donde se celebraron las bodas de la
princesa y Juan; hubo fiestas y bailes que -duraron muchos días.
Comieron los reyes, comieron los pobres, comí yo con ellos y así supe
el cuento que se lo llevó el viento, y pasó por un zapato roto, para
mañana contarles otro.

También podría gustarte