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EL CUENTO DE LOS TRES HERMANOS – JK.

Rowling
Había una vez tres hermanos que viajaban por un camino sinuoso y solitario, al atardecer. De pronto los hermanos llegaron a un río demasiado traicionero para
cruzarlo. Pero siendo diestros en el arte de la magia los tres hermanos solo usaron sus varitas para crear un puente. Sin embargo, antes de pasar, una figura encapuchada
bloqueó su camino, era la muerte, y se sintió defraudada porque los viajeros normalmente se ahogaban en el río. Pero la muerte era astuta. Fingió felicitar a los tres
hermanos por su magia y les dijo que se habían ganado un premio por ser lo bastante listos para evitarla. El mayor, pidió una varita más poderosa que cualquiera que
existiera, y la muerte se la fabricó de un árbol de Sáuco que estaba cerca . El segundo hermano decidió que quería humillar a la muerte aún más, pidió el poder de
traer a seres amados desde la tumba. Así la muerte tomo una piedra del río y se la entregó. Finalmente, la muerte giró hacia el tercer hermano, un hombre humilde.
Él pidió algo que le permitiera irse de ese lugar evitando que la muerte lo siguiera, la muerte de mala gana, le dio su propio manto de invisibilidad. El primer hermano
viajo a un poblado distante y con la varita de Sáuco en la mano mató a un mago con quien una vez había peleado. Ebrio con el poder que le había dado la varita,
presumió ser invencible. Pero esa noche, otro mago le robó la varita y le cortó el cuello de lado a lado. Y la muerte reclamó al primer hermano.
Mientras, el segundo hermano fue a su hogar donde tomó la piedra y la giró tres veces en su mano. Para su deleite, la mujer con la que había querido casarse antes
de su repentina muerte, apareció frente a él, pero pronto se volvió triste y fría, pues ya no pertenecía al mundo de los mortales. Llevado a la locura por su tristeza,
el segundo hermano se quitó la vida para estar con ella, y la muerte se llevó al segundo hermano.
Al tercer hermano la muerte lo buscó por muchos años, pero nunca pudo encontrarlo, solo cuando llegó a una edad muy avanzada, el hermano más joven se quitó el
manto de invisibilidad y se lo dio a su hijo. Recibió a la muerte como a una vieja amiga y fue con ella con gusto, dejando esta vida como iguales.
ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS – Lewis Carroll

Érase una vez una niña llamada Alicia. Alicia se encontraba un día sentada en el jardín de su hogar, tomando el fresco de la sombra bajo un árbol y charlando con su
gatita Diana que, como suele ser costumbre en los gatos, no sabía hablar. Acariciándola suavemente, Alicia dijo:
-Si yo pudiese tener mi propio mundo, los animales y las floreas hablarían, y nada sería absurdo.
De este modo reflexionaba Alicia y por ello no se extrañó cuando un conejo blanco le pasó por delante. El conejo, sacando un reloj del bolsillo, miró la hora y echó
a correr diciendo:
- ¡Es tarde! ¡Voy a llegar tarde!
- ¿A dónde va, señor Conejo?, preguntó Alicia.
El conejo, muy apurado, apenas respondió:
- ¡Es tarde! ¡Tengo prisa!
Corriendo, el conejo se adentró en un tronco de árbol hueco y desapareció. Entonces, Alicia sintió curiosidad por saber a dónde se dirigía el conejo. Aquello, sin
duda, era realmente extraño: ¡un conejo que usaba reloj! Desde luego, Alicia nunca había visto algo así antes y, por ello quiso descubrir qué significaba. Miró por el
agujero del árbol y, viendo que era grande, decidió seguir al conejo. Entró en el hueco y…
- ¡Ay! ¿Qué pasa? - Exclamó Alicia sorprendida.
Alicia comenzó a caer por un pozo muy raro, con las paredes revestidas de armarios con vajillas, libros, lámparas y jarrones de flores. Alicia caía y caía sin rumbo, y
cuando ya se había acostumbrado a caer y pensaba que iba a salir por el otro lado de la Tierra, llegó al suelo. De pronto, se encontró en una sala en la cual había una
puertecita por la que estaba saliendo el conejo, siempre diciendo que era tarde. Una vez cerrada por el conejo, Alicia intentó abrirla, cuando el picaporte protestó:
- ¡Ay! ¡Que me retuerces la nariz!
Alicia, sin apenas extrañarse más de lo que estaba, explicó al picaporte que quería pasar por la puerta. Como no cabía por ella, el picaporte le dijo que bebiese de un
frasquito que había sobre una mesa. Alicia hizo caso al picaporte, ingirió aquel brebaje, y tras ello se hizo tan pequeña que no alcanzaba la llave. El picaporte, entonces,
le mandó comer una galleta. Alicia hizo caso al picaporte y tras comerse aquella galleta creció y creció hasta hacerse enorme.
- ¡Ahora nunca podré pasar por la puerta! - Exclamó Alicia llorando tanto, que sus lágrimas formaron un inmenso riachuelo.
Alicia bebió de nuevo del frasquito para intentar volver a su forma, y se hizo entonces tan pequeña que cabía incluso por el ojo de la cerradura. Al otro lado, encontró
unos cuantos animales nadando en sus lágrimas y tras el baño, se pusieron a bailar en corro alrededor de una roca para secarse. En medio de aquel corro de animalitos,
Alicia volvió a ver al Conejo Blanco corriendo, mirando como siempre el reloj y diciendo que era tarde.
- ¿Qué haces aquí, Ana María? Ve a casa a buscar mis guantes y mi abanico- Ordenó el conejo a Alicia.
- Me llamo Alicia, no Ana María- Respondió la niña pensando que el conejo estaba rematadamente loco.
- ¡No me importa cómo te llames, Ana María! - Dijo el conejo- Ve a buscar lo que te he pedido y deprisa, o si no, llegaré tarde.
- Pero…, buscar, ¿dónde? - Preguntó Alicia.
- ¡En mi casa! - Respondió el conejo- Y corre que no puedo esperar.
El conejo salió corriendo en dirección a su casa para guiar a la joven Alicia. Alicia sin dudarlo corrió detrás de él hasta que le perdió de vista, quedándose sin saber
qué camino debía seguir entonces. En aquel justo instante oyó una risotada. Alicia miró hacia arriba y vio a un gato que hacía muecas sobre la rama de un árbol, y
decidida le preguntó hacia donde podía ir.
- Eso depende de adónde quieras llegar- Contestó el gato de Cheshire- Hacia la derecha, la casa del Sombrerero; hacia la izquierda, la de la Liebre. ¡Los dos están
locos!
El gato soltó otra carcajada y desapareció. Poco rato después, sin embargo, su cabeza surgió en el aire y preguntó:
- ¿Vas a jugar hoy con la reina? Allí nos veremos.
Alicia continuó en su camino, y entre tanto encontró a la Liebre y al Sombrerero tomando té con el Lirón, que dormía en la tetera. Se encontraban celebrando el no-
cumpleaños. Alicia cogió un pastel movida por la magia del instante, y cuando sopló la velita el pastel estornudó. Pero a Alicia no le gustó demasiado aquella broma y,
ante su rostro, el Sombrerero dijo:
- Podemos limpiarte echando té.
Tras aquellas palabras, el Sombrerero quiso que Alicia adivinara por qué el cuervo era negro como una pizarra.
- ¡Estoy harta de su locura! ¡Me voy a casa! - Contestó Alicia dirigiéndose hacia el bosque.
Más adelante, una vez retomado de nuevo el camino, Alicia encontró a dos hombrecillos muy gordos y tan inmóviles que no parecían vivos. Se llamaban Ran Patachunta
y Patachú. Alicia bailó con ellos y les preguntó por qué el cuervo era negro como una pizarra, pero no la contestaron manifestando que aquello era un secreto. Otra
vez sola, Alicia decidió quedarse quieta en aquel mismo sitio un rato, cuando apareció el Gato de Cheshire Éste, se dirigió hacia el Grifo para que mostrara un camino
a Alicia. El Grifo se aproximó diciendo:
- No irrites a la reina, porque si no…
El Grifo llevó a la niña al jardín de la reina, donde los jardineros se encontraban pintando de rojo las rosas. Alicia encontró aquello tan raro que preguntó:
- ¿Por qué pintan las rosas?
- Pues porque esto debía ser un rosal de rosas rojas, pero resulta que plantaron uno de rosas blancas por equivocación.
En aquel instante, sonaron clarines y apareció la Reina de Corazones. Delante del cortejo venía el Conejo Blanco.
- ¡Por eso tenía tanta prisa! Debía anunciar a la reina- Concluyó Alicia.
- ¿Quién eres tú, que no eres de corazones? - Dijo la reina a la niña.
- Me llamo Alicia y estoy tratando de encontrar el camino de vuelta a mi casa- Respondió.
- Aquí todos los caminos son míos- Dijo la reina- Aquí todos somos de corazones. Y si tú no eres de corazones, ni de oros, ni de espadas, ni de copas… ¡te juzgaremos
como intrusa!
El conejo acusó a Alicia de hacer perder la paciencia a la reina y llamó a la Liebre loca y al Lirón como testigos para el enjuiciamiento de Alicia. Y cuando el Gato de
Cheshire apareció de nuevo por allí, todos echaron a correr de miedo.
- ¡No les tengo miedo! ¡No son más que un puñado de naipes! Me voy a casa antes de que se haga tarde- Exclamó Alicia.
Y en aquel momento, Alicia oyó el maullido de Diana.
Se había despertado y se encontraba de nuevo en el jardín de su casa bajo la sombra del árbol.
- ¡Qué sueño más extraño! - Se dijo, desperezándose.
ARTURO Y LA ESPADA DE EXCALIBUR - Geoffrey de Monmouth
Sir Héctor era dueño de un castillo. Con él vivían su perezoso hijo Kay y un paje (Hombre joven que estaba al servicio de un caballero), llamado Arturo.
Arturo, un niño flacucho, trabajaba sin parar. Casi antes de la amanecida, saltaba de la cama e iba al bosque a cortar leña. Luego, llevaba la leña al castillo. También
ayudaba en la cocina, fregando platos y ollas. Pensaba que, si lo hacía todo bien, quizá le nombrasen caballero.
Era aprendiz de carpintería, limpiaba las armas de los señores y barría el suelo. Todo con muy buena voluntad. Pero un día apareció una nube de humo en el salón del
castillo y de ella salió un viejo, que dijo:
– Soy el mago Merlín y vengo para educar a Arturo.
Sir Héctor y Kay se rieron mucho y respondieron:
– Arturo no necesita sus lecciones.
– Pues yo opino que sí. – Insistió Merlín.
Merlín les hizo una demostración de sus poderes haciendo caer nieve sobre Sir Héctor y Kay. Padre e hijo temblaban de frío y le pidieron que parase la magia. Tras
esto, Merlín eliminó la nieve y se volvió hacia Arturo diciéndole:
– Ahora te toca a ti. Te transformaré en un pájaro e iremos a recorrer el mundo. Así es como se aprende.
Dicho y hecho. Arturo se convirtió en pajarito y echó a volar, pero cayó en la casa de la bruja Mim, que se puso muy contenta al verle:
– Me quedaré contigo y tendré a Merlín en mi poder.
Pero Merlín, que venía detrás, apareció y dijo:
– Vamos, Mim, devuélveme a Arturo. Me pertenece.
– ¿Estás hablando del pajarillo? Si lo quieres, ven a buscarlo. - Dijo Mim.
De pronto, Mim se transformó en un horrendo dragón con las fauces abiertas delante del encantador. Merlín desapareció quedando su gorro sobre el suelo; Mim lo
levantó y vio un conejo que se transformó en zorro y decidió correr tras él.
El duelo continuó, convirtiéndose cada uno en un animal capaz de vencer al otro. No era cuestión de tamaño, sino de rapidez e inteligencia. Mim, desesperada, se
volvió dinosaurio mientras Merlín se convertía en el virus del sarampión. Contagiado el dinosaurio, ya no era enemigo para nadie, y de este modo Merlín ganó.
Arturo, que era aún un pajarito, voló hacia el castillo. Allí su educación continuó: Merlín le hizo conocer el agua transformándolo en pez y, después, convertido en
ardilla, Arturo recorrió el bosque. ¡Estaba aprendiendo mucho!
El invierno siguiente, Sir Héctor dijo a Arturo:
– Mi hijo y yo vamos a Londres a participar en un torneo en el cual el vencedor será coronado rey. Vendrás con nosotros como escudero de Kay.
Arturo se sintió encantado de ser escudero. Preparó los caballos para Sir Héctor y para Kay, así como un burro para él. Viajaron varios días y Kay iba planeando lo
que haría como rey de Inglaterra, cuando por fin llegaron a Londres. Los mejores caballeros del reino participaban en el torneo. Cuando finalmente Kay se disponía a
salir, éste ordenó a Arturo:
– Ve a buscar mi espada.
– Ya voy- Respondió Arturo, que salió corriendo.
El niño estaba asustado. En aquel momento se había dado cuenta de que había olvidado traer la espada.
– ¿Y ahora? ¡Estoy perdido! ¿Dónde conseguiré una espada para Kay?- Se dijo el muchacho lleno de miedo.
En aquellos instantes Arturo vio algo extraño: una espada clavada en una piedra.
– ¡Qué suerte! ¡Una espada! ¡Se la llevaré a Kay!- Pensó.
Cuando volvió con la espada, Sir Héctor vio que no era la espada de su hijo. Arturo le contó lo que había pasado, pero nadie le creyó. Sin embargo, en la propia
espada se encontraba escrito:
«Quien consiga arrancar esta espada de la piedra, será por derecho de nacimiento como rey de Inglaterra».
Todos los caballeros conocían la leyenda y decidieron clavar de nuevo la espada en la piedra. Después intentaron arrancarla, pero nadie podía. Finalmente, cuando le
tocó a Arturo, tan sólo fue tirar… ¡y listo! Su mano la sacó.
Así Arturo fue aclamado rey de Inglaterra por todos los caballeros, siendo coronado. Y reinó durante muchos, muchos años, teniendo a su buen amigo Merlín como
consejero.
HANSEL Y GRETEL – Hermanos Grimm
En una cabaña cerca del bosque vivía un leñador con sus dos hijos, que se llamaban Hansel y Gretel. El hombre se había casado por segunda vez con una mujer que
no quería a los niños. Siempre se quejaba de que comían demasiado y que, por su culpa, el dinero no les llegaba para nada.
– Ya no nos quedan monedas para comprar ni leche ni carne – dijo un día la madrastra – A este paso, moriremos todos de hambre.
– Mujer… Los niños están creciendo y lo poco que tenemos es para comprar comida para ellos – contestó el padre.
– ¡No! ¡Hay otra solución! Tus hijos son lo bastante espabilados como para buscarse la vida ellos solos, así que mañana iremos al bosque y les abandonaremos allí.
Seguro que con su ingenio conseguirán sobrevivir sin problemas y encontrarán un nuevo lugar para vivir – ordenó la madrastra envuelta en ira.
– ¿Cómo voy a abandonar a mis hijos a su suerte? ¡Son sólo unos niños!
– ¡No hay más que hablar! – siguió gritando – Nosotros viviremos más desahogados y ellos, que son jóvenes, encontrarán la manera de salir adelante por sí mismos.
El buen hombre, a pesar de la angustia que sentía en el pecho, aceptó pensando que quizá su mujer tuviera razón y que dejarles libres sería lo mejor.
Mientras el matrimonio hablaba sobre este tema, Hansel estaba en la habitación contigua escuchándolo todo. Horrorizado, se lo contó al oído a su hermana Gretel.
La pobre niña comenzó a llorar amargamente.
– ¿Qué haremos, hermano, tú y yo solitos en el bosque? Moriremos de hambre y frío.
– No te preocupes, Gretel, confía en mí ¡Ya se me ocurrirá algo! – dijo Hansel con ternura, dándole un beso en la mejilla.
Al día siguiente, antes del amanecer, la madrastra les despertó dando voces.
– ¡Levantaos! ¡Es hora de ir a trabajar, holgazanes!
Asustados y sin decir nada, los niños se vistieron y se dispusieron a acompañar a sus padres al bosque para recoger leña. La madrastra les esperaba en la puerta con
un panecillo para cada uno.
– Aquí tenéis un mendrugo de pan. No os lo comáis ahora, reservadlo para la hora del almuerzo, que queda mucho día por delante.
Los cuatro iniciaron un largo recorrido por el sendero que se adentraba en el bosque. Era un día de otoño desapacible y frío. Miles de hojas secas de color tostado
crujían bajo sus pies.
A Hansel le atemorizaba que su madrastra cumpliera sus amenazas. Por si eso sucedía, fue dejando miguitas de pan a su paso para señalar el camino de vuelta a casa.
Al llegar a su destino, ayudaron en la dura tarea de recoger troncos y ramas. Tanto trabajaron que el sueño les venció y se quedaron dormidos al calor de una fogata.
Cuando se despertaron, sus padres ya no estaban.
– ¡Hansel, Hansel! – sollozó Gretel – ¡Se han ido y nos han dejado solos! ¿Cómo vamos a salir de aquí? El bosque está oscuro y es muy peligroso.
– Tranquila hermanita, he dejado un rastro de migas de pan para poder regresar – dijo Hansel confiado.
Pero por más que buscó las miguitas de pan, no encontró ni una ¡Los pájaros se las habían comido!
Desesperados, comenzaron a vagar entre los árboles durante horas. Tiritaban de frío y tenían tanta hambre que casi no les quedaban fuerzas para seguir avanzando.
Cuando ya lo daban todo por perdido, en un claro del bosque vieron una hermosa casita de chocolate. El tejado estaba decorado con caramelos de colores y las
puertas y ventanas eran de bizcocho. Tenía un jardín pequeño cubierto de flores de azúcar y de la fuente brotaba sirope de fresa.
Maravillados, los chicos se acercaron y comenzaron a comer todo lo que se les puso por delante ¡Qué rico estaba todo!
Al rato, salió de la casa una mujer vieja y arrugada que les recibió con amabilidad.
– ¡Veo que os habéis perdido y estáis muertos de hambre, pequeños! ¡Pasad, no os quedéis ahí! En mi casa encontraréis cobijo y todos los dulces que queráis.
Los niños, felices y confiados, entraron en la casa sin sospechar que se trataba de una malvada bruja que había construido una casa de chocolate y caramelos para
atraer a los niños y después comérselos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave, cogió a Hansel y lo encerró en una celda de la que era imposible salir. Gretel,
asustadísima, comenzó a llorar.
– ¡Tú, niñata, deja de lloriquear! A partir de ahora serás mi criada y te encargarás de cocinar para tu hermano. Quiero que engorde mucho y dentro de unas semanas
me lo comeré. Como no obedezcas, tú correrás la misma suerte.
La pobre niña tuvo que hacer lo que la bruja cruel le obligaba. Cada día, con el corazón en un puño, le llevaba ricos manjares a su hermano Hansel. La bruja, por las
noches, se acercaba a la celda a ver al niño para comprobar si había ganado peso.
– Saca la mano por la reja – le decía para ver si su brazo estaba más gordito.
El avispado Hansel sacaba un hueso de pollo en vez de su brazo a través de los barrotes. La bruja, que era corta de vista y con la oscuridad no distinguía nada, tocaba
el hueso y se quejaba de que seguía siendo un niño flaco y sin carne. Durante semanas consiguió engañarla, pero un día la vieja se hartó.
– ¡Tu hermano no engorda y ya me he cansado de esperar! – le dijo a Gretel – Prepara el horno, que hoy me lo voy a comer.
La niña, muerta de miedo, le dijo que no sabía cómo se encendían las brasas. La bruja se acercó al horno con una enorme antorcha.
– ¡Serás inútil! – se quejó la malvada mujer mientras se agachaba frente al horno – ¡Tendré que hacerlo yo!
La vieja metió la antorcha dentro del horno y cuando comenzó a crepitar el fuego, Gretel se armó de valor y de una patada la empujó dentro y cerró la puerta. Los
gritos de espanto no conmovieron a la niña; tomó las llaves de la celda y liberó a su hermano.
Fuera de peligro, los dos recorrieron la casa y encontraron un cajón donde había valiosas joyas y piedras preciosas. Se llenaron los bolsillos y huyeron de allí. Se
adentraron en el bosque de nuevo y la suerte quiso que encontraran fácilmente el camino que llevaba a su casa, guiándose por el brillante sol que lucía esa mañana.
A lo lejos distinguieron a su padre sentado en el jardín, con la mirada perdida por la tristeza de no tener a sus hijos. Cuando les vio aparecer, fue corriendo a
abrazarles. Les contó que cada día sin ellos se había sido un infierno y que su madrastra ya no vivía allí. Estaba muy arrepentido. Hansel y Gretel supieron perdonarle
y le dieron las valiosas joyas que habían encontrado en la casita de chocolate.
¡Jamás volvieron a ser pobres y los tres vivieron muy felices y unidos para siempre!
EL FLAUTISTA DE HAMELIN – Hermanos Grimm
Érase una vez un precioso pueblo llamado Hamelin. En él se respiraba aire puro todo el año puesto que estaba situado en un valle, en plena naturaleza. Las casas
salpicaban el paisaje rodeadas de altas montañas y muy cerca pasaba un río en el que sus habitantes solían pescar y bañarse cuando hacía buen tiempo. Siempre había
alimentos de sobra para todos, ya que las familias criaban ganado y plantaban cereales para hacer panes y pasteles todo el año. Se puede decir que Hamelin era un
pueblo donde la gente era feliz.
Un día, sucedió algo muy extraño. Cuando los habitantes de Hamelin se levantaron por la mañana, empezaron a ver ratones por todas partes. Todos corrieron presos
del pánico a cerrar las puertas de sus graneros para que no se comieran el trigo. Pero esto no sirvió de mucho porque en cuestión de poco tiempo, el pueblo había
sido invadido por miles de roedores que campaban a sus anchas calles arriba y calle abajo, entrando por todas las rendijas y agujeros que veían. La situación era
incontrolable y nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, el alcalde mandó reunir a todos los habitantes del pueblo en la plaza principal. Se subió a un escalón muy alto y gritando, para que todo el mundo le
escuchara, dijo:
– Se hace saber que se recompensará con un saco de monedas de oro al valiente que consiga liberarnos de esta pesadilla.
La noticia se extendió rápidamente por toda la comarca y al día siguiente, se presentó un joven flaco y de ojos grandes que tan sólo llevaba un saco al hombro y una
flauta en la mano derecha. Muy decidido, se dirigió al alcalde y le dijo con gesto serio:
– Señor, vengo a ayudarles. Yo limpiaré esta ciudad de ratones y todo volverá a la normalidad.
Sin esperar ni un minuto más, se dio la vuelta y comenzó a tocar la flauta. La melodía era dulce y maravillosa. Los lugareños se miraron sin entender nada, pero más
sorprendidos se quedaron cuando la plaza empezó a llenarse de ratones. Miles de ellos rodearon al músico y de manera casi mágica, se quedaron pasmados al escuchar
el sonido que se colaba por sus orejas.
El flautista, sin dejar de tocar, empezó a caminar y a alejarse del pueblo seguido por una larguísima fila de ratones, que parecían hechizados por la música. Atravesó
las montañas y los molestos animales desaparecieron del pueblo para siempre.
¡Todos estaban felices! ¡Por fin se había solucionado el problema! Esa noche, niños y mayores se pusieron sus mejores galas y celebraron una fiesta en la plaza del
pueblo con comida, bebida y baile para todo el mundo.
Un par de días después, el flautista regresó para cobrar su recompensa.
– Vengo a por las monedas de oro que me corresponden – le dijo al alcalde – He cumplido mi palabra y ahora usted debe cumplir con la suya.
El mandamás del pueblo le miró fijamente y soltó una gran carcajada.
– ¡Ja ja ja ja! ¿Estás loco? ¿Crees que voy a pagarte un saco repleto de monedas de oro por sólo tocar la flauta? ¡Vete ahora mismo de aquí y no vuelvas nunca más,
jovenzuelo!
El flautista se sintió traicionado y decidió vengarse del avaro alcalde. Sin decir ni una palabra, sacó su flauta del bolsillo y de nuevo empezó a tocar una melodía todavía
más bella que la que había encandilado a los ratones. Era tan suave y encantadora, que todos los niños del pueblo comenzaron a arremolinarse junto a él para
escucharla.
Poco a poco se alejó sin dejar de tocar y todos los niños fueron tras él. Atravesaron las montañas y al llegar a una cueva llena de dulces y golosinas, el flautista les
encerró dentro. Cuando los padres se dieron cuenta de que no se oían las risas de los pequeños en las calles salieron de sus hogares a ver qué sucedía, pero ya era
demasiado tarde. Los niños habían desaparecido sin dejar rastro.
El gobernante y toda la gente del pueblo comprendieron lo que había sucedido y salieron de madrugada a buscar al flautista para pedirle que les devolviera a sus niños.
Tras rastrear durante horas, le encontraron durmiendo profundamente bajo la sombra de un castaño.
– ¡Eh, tú, despierta! – dijo el alcalde, en representación de todos – ¡Devuélvenos a nuestros chiquillos! Los queremos mucho y estamos desolados sin ellos.
El flautista, indignado, contestó:
– ¡Me has mentido! Prometiste un saco de monedas de oro a quien os librara de la plaga de ratones y yo lo hice gustoso. Me merezco la recompensa, pero tu avaricia
no tiene límites y ahí tienes tu merecido.
Todos los padres y madres comenzaron a llorar desesperados y a suplicarle que por favor les devolviera a sus niños, pero no servía de nada.
Finalmente, el alcalde se arrodilló frente a él y humildemente, con lágrimas en los ojos, le dijo:
– Lo siento mucho, joven. Me comporté como un estúpido y un ingrato. He aprendido la lección. Toma, aquí tienes el doble de monedas de las que te había prometido.
Espero que esto sirva para que comprendas que realmente me siento muy arrepentido.
El joven se conmovió y se dio cuenta de que le pedía perdón de corazón.
– Está bien… Acepto tus disculpas y la recompensa. Espero que, de ahora en adelante, seas fiel a tu palabra y cumplas siempre las promesas.
Tomó la flauta entre sus huesudas manos y de nuevo, salió de ella una exquisita melodía. A pocos metros estaba la cueva y de sus oscuras entrañas, comenzaron a
salir decenas de niños sanos y salvos, que corrieron a abrazar a sus familias entre risas y alborozos.
Era tanta la felicidad, que nadie se dio cuenta que el joven flautista había recogido ya su bolsa repleta de dinero y con una sonrisa de satisfacción, se alejaba
discretamente, tal y como había venido.
EL MAGO DE OZ - Lyman Frank Baum
En una granja de Kansas es donde sucede esta historia. Se trata de Dorita, una niña que junto a su perro Totó fue atrapada por un tornado y trasladada hasta tierras
muy lejanas.
Para sorpresa de Dorita había llegado a un mundo poblado por seres extraños. ¡Tenía que encontrar el camino a su casa! Así fue preguntando cómo hacerlo hasta
que un hada le recomendó consultar al mago de Oz.
¿Cómo hallarlo? -Sigue el camino de las baldosas amarillas-le dijo el hada.
En el recorrido para llegar hasta el mago de Oz, Dorita y su perro Totó se encontraron a un espantapájaros que clamaba por tener un cerebro. Al no poder ayudar
a su nuevo amigo, la niña lo invitó a caminar juntos para encontrar al mago y pedirle un consejo.
También se les unió un hombre de hojalata. Este se encontraba triste porque quería un corazón y no encontraba la forma de solucionar su problema. Más tarde,
hallaron a un león que a diferencia de los de su especie era miedoso. Entonces, le invitaron a ver al mago de Oz para que este le ayudara.
Después de mucho andar y vivir muchas aventuras, Dorita, Totó, el espantapájaros, el hombre de hojalata y león llegaron al país del mago de Oz donde fueron
recibidos por un guardián. Tras preguntar qué quería, los dejó pasar.
El mago de Oz escuchó atentos los deseos de sus visitantes y les dijo que los ayudaría si vencían a una bruja que causaba muchas molestias a su reino. Los nuevos
amigos aceptaron.
A salir para cumplir su encomienda, los cinco amigos pasaron por un campo de amapolas y el aroma de estas flores los durmió. Tal situación permitió que unos monos,
mensajeros de la bruja, los atraparan y llevaran con la malvada.
Por casualidad, y debido a su miedo, cuando Dorita vio a la bruja le lanzó un cubo de agua a la cara. Tal acción hizo que la bruja se volviera un charco de agua. Y es
que esa era la solución para terminar con los hechizos que habían azotado al país del mago de Oz.
Al morir la bruja, el hombre de hojalata, el león y el espantapájaros vieron cumplidos sus deseos. Sin embargo, Dorita y Totó no había podido regresar a su granja en
Kansas.
La curiosidad de Totó hizo que Dorita descubriera que el mago de Oz era un anciano que deseaba retirarse a otro lugar. Dorita lo siguió en esta travesía y juntos
emprendieron un vuelo en globo.
La travesía cambió su rumbo cuando Totó se cayó del globo y ella saltó tras él. Mientras caía, Dorita escuchó como el hada le decía que pensara en el lugar en el que
se sintiera bien.
La niña pensó con todas sus fuerzas: -No hay lugar más feliz que la casa propia.
Al abrir sus ojos se encontró otra vez en Kansas. Escuchó la voz de sus tíos y corrió a abrazarlos. Dorita solo había estado soñando pero vivió en ese mundo de
fantasía una experiencia inolvidable.
PETER PAN – J. M. Barrie
Los Darling eran una familia compuesta por el siempre preocupado por las apariencias señor Darling, la amorosa señora Darling, sus tres hijos Wendy, John y Michael,
y Nana, un perro niñera que no tenía nada que envidiar a ninguna otra niñera. Wendy era la hermana mayor y en sus sueños vivía historias de aventuras en las que
aparecía un personaje llamado Peter Pan, un niño volador, que vivía en la isla de Nunca Jamás.
La señora Darling alimentaba la imaginación de sus hijos contándoles cuentos cada noche, sin saber que al propio Peter Pan le gustaba acercarse a escuchar los cuentos
para luego ir a contárselos a los Niños Perdidos con los que vivía en la isla de Nunca Jamás. Los Niños Perdidos eran los niños que se habían caído de sus carritos y
nunca más habían sido reclamados, y Peter Pan era su líder, y se encargaba de protegerlos.
Un día, Nana, el perro niñera, descubrió a Peter y fue tras él. Aunque el niño escapó, Nana consiguió atrapar su sombra, y la señora Darling la guardó en un cajón.
Pero algunos días después, coincidiendo con un enfado del señor Darling que acabó castigando a Nana a dormir fuera del cuarto de los niños, y con una salida nocturna
de los señores Darling, Peter volvió con en hada Campanita para recuperar su sombra. Sin embargo, una vez que la consiguió no pudo volver a ponérsela, y se echó
a llorar. El llanto de Peter despertó a Wendy, quien tras oír su problema, cosió la sombra de Peter a sus pies.
Peter Pan quedó encantado de las habilidades de Wendy y le pidió que viajara con él y Campanita al país de Nunca Jamás, donde podría vivir aventuras y ser la mamá
de los Niños Perdidos. Y así, enseñó a volar a los tres niños con la ayuda del polvo de hadas de Campanita, y todos viajaron a Nunca Jamás. Durante el vuelo, Peter
les habló de su enemigo Garfio, el malvado y cruel capitán pirata, a quien Peter había cortado una mano. Luego se la había dado a comer a un cocodrilo, y desde
entonces este perseguía a Garfio por todas partes, ansioso por volver a probar su carne. Garfio había conseguido evitarlo hasta entonces porque también se había
tragado un reloj, y su continuo “tic,tac” lo avisaba de su presencia. Casi habían llegado cuando los piratas de Garfio empezaron a lanzarles cañonazos, Y, aunque no
llegaron a darles, el grupo volador se separó.
Aprovechando la separación de Peter, Campanita, que estaba muy celosa de Wendy, animó a los Niños Perdidos a dispararle mientras se acercaba volando. Estos
estuvieron a punto de matarla con una flecha pero, afortunadamente, una cadena paró la flecha y Wendy solo resultó herida. Los Niños Perdidos, a quien Peter se la
presentó como una madre, le construyeron una casa alrededor para que pudiera recuperarse sin tener que moverla. Y es que, aunque Peter Pan no quería saber nada
de madres ni de adultos, los Niños Perdidos pensaban a menudo en sus madres y estaban encantados de tener una.
Wendy aceptó de buen grado su papel de madre, cuidando a los niños, dando medicinas, poniendo tareas, fijando normas, cosiendo, cocinando y contando cuentos. Y
así pasaron felices bastante tiempo, viviendo las aventuras propias de una isla tan fantástica, y comenzando a olvidar a sus padres y a su pasado, especialmente John y
Michael. Wendy se acordaba más de ellos, sobre todo de lo que estarían sufriendo, pero estaba tan segura de que sus padres tendrían siempre abierta la ventana para
recibirles con alegría el día que decidieran regresar, que no se preocupaba demasiado.
En una de sus muchas aventuras, Peter liberó a la Tigrilla, la princesa de los pieles rojas que vivían en la isla, de las garras de Garfio, con lo que los indios y los Niños
Perdidos se convirtieron en aliados desde entonces. Lo hizo en la laguna de las sirenas, donde Wendy solía llevar a los niños a descansar durante la tarde. Al anochecer
vieron acercarse a los piratas con la princesa, e imitando la voz de Garfio, Peter consiguió que la liberasen. Pero justo en ese momento apareció Garfio. Estaba muy
deprimido por haberse enterado de que los niños tenían madre, y pensaba en matarlos a todos y hacer que Wendy fuera la madre de los piratas. Pero pronto
descubrió el engaño, y consiguió que el vanidoso de Peter se descubriera a sí mismo, lo que dio comienzo a una gran batalla en la laguna. Los niños pudieron salvarse,
pero Garfio hirió a Peter traicioneramente. Y lo habría matado si no hubiera aparecido el cocodrilo que siempre lo perseguía. Afortunadamente, Peter consiguió
salvarse de morir ahogado gracias al ave de Nunca Jamás, quien le prestó su nido para poder navegar en agradecimiento por una acción del niño que la había salvado
tiempo atrás.
Así fue pasando el tiempo hasta que una noche Wendy, temerosa por llegar a olvidarlos y por lo que estarían sufriendo, decidió que debían volver a casa con sus
padres. Después de probar lo que era una madre, los niños no querían perder a Wendy, y deseaban seguir con ella, así que esta se ofreció a que sus propios padres
adoptaran a todos. Los Niños Perdidos aceptaron ilusionados, pero Peter no quería saber nada de ninguna madre, ni hacer nada de lo que obligan a hacer los mayores,
ni crecer, y se negó a volver y ser adoptado. Así, se despidieron y se marcharon.
Pero precisamente Garfio había preparado su ataque ese día, y tras vencer a los pieles rojas con malas artes, preparó una emboscada para capturar a Wendy y a los
niños, a quienes no protegía Peter porque entonces actuaba como si no le importara su marcha. Garfio tenía todo tan planeado que pudo incluso llegar al escondite
de Peter mientras dormía, y envenenar su medicina.
Campanita descubrió lo que había ocurrido y corrió a despertar a Peter. Este, antes de ir a salvarlos quiso tomar su medicina para agradar a Wendy, pero la pequeña
hada lo salvó de morir envenenado en el último momento, bebiendo ella el contenido del frasco. Campanita estuvo a punto de morir entonces, pero un hada puede
salvarse cuando los niños creen en las hadas, y cuando se lee este cuento, siempre hay un niño que cree en las hadas y salva la vida de Campanita.
En el barco pirata Garfio ya había decidido acabar con los niños haciéndoles caminar por el tablón. Pero entonces se escuchó el “tic-tac” del cocodrilo y el capitán
pirata se aterrorizó. Sin embargo, solo era un engaño de Peter, que acudía a salvar a Wendy y a los niños. Peter fue acabando con los piratas de uno en uno hasta
conseguir la llave de los grilletes y liberar a los niños, y entonces comenzó una feroz lucha en el barco, marcada por el enfrentamiento entre Peter y Garfio. Pero esta
vez el niño venció sin dificultad, y de una patada en el trasero envió al pirata a las fauces del cocodrilo, que había estado siguiendo el “tic-tac” de Peter. Gracias a la
gran victoria los niños se hicieron con el barco de los piratas, y tras las celebraciones, al día siguiente pusieron rumbo de vuelta a casa.
En casa de los Darling las cosas habían cambiado. El señor Darling, arrepentido por sus errores y el trato que había dado a Nana, vivía ahora él mismo en la perrera
de Nana durante todo el día,. Y había jurado no salir hasta la vuelta de sus hijos, lo que era una muestra de amor tan grande que lo había convertido en un personaje
famoso. Y, tal y como pensaba Wendy, su madre se aseguraba de que la ventana estuviera siempre abierta.
Pero poco antes de que llegaran los niños, Peter y Campanita, contrariados por la marcha de Wendy, se adelantaron para cerrar la ventana de la habitación. Pretendían
hacer creer a Wendy que su madre ya no la quería, para que volviera con ellos. Pero al ver las lágrimas de la señora Darling, se ablandó, y volviendo a abrir la ventana
se alejaron de allí porque, según Peter “ellos no necesitaban ninguna madre”.
Así cuando llegaron los niños, la ventana estaba abierta, y el encuentro estuvo lleno de alegría y felicidad. Por supuesto los Darling estuvieron encantados de adoptar
a los Niños Perdidos y a Peter, pero Peter se negó en redondo: no quería crecer y volvería a Nunca Jamás junto a Campanita. Pero antes de marchar, prometió volver
por Wendy y llevarla consigo una vez al año, por la primavera.
PINOCHO - Carlo Collodi
Había una vez, un viejo carpintero de nombre Gepetto, que como no tenía familia, decidió hacerse un muñeco de madera para no sentirse solo y triste nunca más.
“¡Qué obra tan hermosa he creado! Le llamaré Pinocho” – exclamó el anciano con gran alegría mientras le daba los últimos retoques. Desde ese entonces, Gepetto
pasaba las horas contemplando su bella obra, y deseaba que aquel niño de madera, pudiera moverse y hablar como todos los niños.
Tal fue la intensidad de su deseo, que una noche apareció en la ventana de su cuarto el Hada de los Imposibles. “Como eres un hombre de noble corazón, te concederé
lo que pides y daré vida a Pinocho” – dijo el hada mágica y agitó su varita sobre el muñeco de madera. Al momento, la figura cobró vida y sacudió los brazos y la
cabeza.
– ¡Papá, papá! – mencionó con voz melodiosa despertando a Gepetto.
– ¿Quién anda ahí?
– Soy yo, papá. Soy Pinocho. ¿No me reconoces? – dijo el niño acercándose al anciano.
Cuando logró reconocerle, Gepetto lo cargó en sus brazos y se puso a bailar de tanta emoción. “¡Mi hijo, mi querido hijo!”, gritaba jubiloso el anciano.
Los próximos días, fueron pura alegría en la casa del carpintero. Como todos los niños, Pinocho debía alistarse para asistir a la escuela, estudiar y jugar con sus amigos,
así que el anciano vendió su abrigo para comprarle una cartera con libros y lápices de colores.
El primer día de colegio, Pinocho asistió acompañado de un grillo para aconsejarlo y guiarlo por el buen camino. Sin embargo, como sucede con todos los niños,
este prefería jugar y divertirse antes que asistir a las clases, y a pesar de las advertencias del grillo, el niño travieso decidió ir al teatro, a disfrutar de una función de
títeres.
Al verle, el dueño del teatro quedó encantado con Pinocho: “¡Maravilloso! Nunca había visto un títere que se moviera y hablara por sí mismo. Sin dudas, haré una
fortuna con él” – y decidió quedárselo. Este aceptó la invitación de aquel hombre ambicioso, y pensó que con el dinero ganado podría comprarle un nuevo abrigo a
su padre.
Durante el resto del día, Pinocho actúo en el teatro como un títere más, y al caer la tarde decidió regresar a casa con Gepetto. Sin embargo, el dueño malo no quería
que el niño se fuera, por lo que lo encerró en una caja junto a las otras marionetas. Tanto fue el llanto de Pinocho, que al final no tuvo más remedio que dejarle ir, no
sin antes obsequiarle unas pocas monedas.
Cuando regresaba a casa, se topó con dos astutos bribones que querían quitarle sus monedas. Como era un niño inocente y sano, los ladrones le engañaron, haciéndole
creer que si enterraba su dinero, encontraría al día siguiente un árbol lleno de monedas, todas para él.
El grillo trató de alertarle sobre semejante timo, pero Pinocho no hizo caso a su amigo y enterró las monedas. Luego, los terribles vividores esperaron a que el niño
se marchara, desenterraron el dinero y se lo llevaron muertos de risa.
Al llegar a casa, Pinocho descubrió que Gepetto no se encontraba, y empezó a sentirse tan solo, que rompió en llantos. Inmediatamente, apareció el Hada de los
Imposibles para consolar al triste niño. “No llores Pinocho, tu padre se ha ido al mar a buscarte”.
Y tan pronto supo aquello, Pinocho partió a buscar a Gepetto, pero por el camino tropezó con un grupo de niños:
– ¿A dónde se dirigen? – preguntó Pinocho
– Vamos al País de los Dulces y los Juguetes – respondió uno de ellos – Ven con nosotros, podrás divertirte sin parar.
– No lo hagas, Pinocho – le dijo el grillo – Debemos encontrarnos con tu padre, que se ha ido solo y triste a buscarte.
– Tienes razón, grillo, pero sólo estaremos un rato. Luego le buscaré sin falta.
Y así se fue Pinocho acompañado de aquellos niños al País de los Dulces y los Juguetes. Al llegar, quedó tan maravillado con aquel lugar que se olvidó de salir a buscar
al pobre de Gepetto. Saltaba y reía Pinocho rodeado de juguetes, y tan feliz era, que no notó cuando empezó a convertirse en un burro.
Sus orejas crecieron y se hicieron muy largas, su piel se tornó oscura y hasta le salió una colita peluda que se movía mientras caminaba. Cuando se dio cuenta, comenzó
a llorar de tristeza, y el Hada de los Imposibles volvió para ayudarle y devolverlo a su forma de niño.
– Ya eres nuevamente un niño bello, Pinocho, pero recuerda que debes estudiar y ser bueno.
– Oh sí, señora hada, a mí me encanta estudiar – dijo Pinocho y al instante, le quedó crecida la nariz.
– Tampoco debes decir mentiras, querido Pinocho.
– No, para nada, nunca he dicho una mentira – pero la nariz le creció un poco más – ¡Y siempre me porto muy bien!
Pero al decir aquello la nariz le creció tanto, que apenas podía sostenerla con su cabeza. Con lágrimas en los ojos, Pinocho se disculpó con el Hada y le prometió que
jamás volvería a decir mentiras, por lo que su nariz volvió a ser pequeña. Entonces, él y el grillo decidieron salir a buscar a Gepetto. Sin embargo, cuando llegaron al
mar, descubrieron que el anciano había sido tragado por una enorme ballena.
Enseguida, se lanzó al agua, y después de mucho nadar, se encontró frente a frente con la temible ballena. “Por favor, señora ballena, devuélvame a mi padre”. Pero el
animal no le hizo caso, y se tragó a Pinocho también. Al llegar al estómago, se encontró con el viejo Gepetto y quedaron abrazados un largo rato.
– Tenemos que salir cuanto antes, Pinocho – exclamó Gepetto
– Hagamos una fogata papá. El humo hará estornudar a la ballena y podremos escapar.
Y así fue como Pinocho y su padre quedaron a salvo de la ballena, pues estornudó tan fuerte que los lanzó fuera del vientre y lograron escapar a tierra firme. Cuando
llegaron a casa, este se arrepintió por haber desobedecido a su padre, y desde entonces no faltó nunca a clases, y fue tan bueno y disciplinado, que el Hada de los
Imposibles decidió convertirlo en un niño de carne y hueso, para alegría de su padre, el viejo Gepetto, y del propio Pinocho.
EL FANTASMA DE CANTERVILLE – Oscar Wilde
Cuando el Señor Hiram B. Otis, ministro de Estados Unidos, compró el Castillo Canterville todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque el lugar
estaba embrujado. Hasta el mismo Lord Canterville un hombre honrado se creyó en el deber de informarle al Señor Otis cuando discutían las condiciones.
- Respetable señor Otis, me enorgullece que tenga tanto interés por adquirir el castillo de Canterville, pero debo advertirle que en el habita desde hace más de 300
años un fantasma fastidioso y que ha provocado muchas tragedias; la última víctima que se conoció fue la Duquesa de Bolton, se estaba arreglando en su habitación
hasta que notó unas manos de esqueleto sobre su hombro, del susto enfermó y no se recuperó nunca. Después de ese hecho ningún sirviente quiso quedarse en el
castillo, solo el ama de llaves, a la que le pido por favor contrate si concretamos la compra del castillo.
El señor Otis respondió: - Señor Canterville, le agradezco su advertencia, pero es necesario que sepa que nosotros los norteamericanos somos fanáticos de estas
historias, en mi tierra darían mucho dinero por comprar un castillo con un fantasma. Claro que sigo interesado en comprar el castillo y más si hay un fantasma -.
- Verá usted Señor Otis, en Inglaterra los fantasmas son considerados peligrosos.
- No se preocupe, a nosotros no nos asustan los fantasmas -, dijo el señor Otis.
Una vez dicho esto, el señor Otis y Lord Canterville concretaron la venta del castillo, con un fantasma incluido en su precio. Unos días después, el señor Otis viajó a
Inglaterra con toda su familia, para estrenar su castillo durante las vacaciones de verano, sin embargo, el clima en Inglaterra en verano no era el mejor. Cuando llegaron
al lugar notaron que el cielo estaba nublado y estaba a punto de iniciar una tormenta con truenos y relámpagos incluidos.
Cuando llegaron al antiguo castillo, una anciana, la ama de llaves salió a recibirlos y les dijo:
- Bienvenidos al Castillo de Canterville.
- El señor Otis dijo asombrado: ¡Usted debe ser la única que habita este castillo!
- Sí señor, dijo el ama de llaves, ningún otro pudo resistir el terror del fantasma en el castillo.
- No se preocupe, no saldremos corriendo, a nosotros nos encantan los fantasmas -, dijo el señor Otis.
El señor Otis entró al castillo con su esposa, la señora Otis, detrás de ellos venían Washington, su hijo mayor, la única hija en común con su esposa Virginia, una
joven tímida pero hermosa que amaba la pintura y pasear a caballo, tenía un rostro radiante, dulce y brillante como sus impactantes ojos azules; y por último unos
gemelos bastante traviesos, Barras y Estrella, eran alborotadores y revoltosos.
Cuando comenzaron a conocer el castillo, la señora Otis notó que había una mancha de sangre en la alfombra de uno de los salones, cerca de la chimenea y dijo:
- ¿Por qué no limpiaron esta mancha de sangre? Me parece repugnante.
- El ama de llaves dijo: Señora esa es la mancha de sangre de la esposa de Simón de Canterville, el fantasma que vive en este castillo y siempre se encarga de hacer
que la sangre reaparezca.
- ¡Imposible de creer! Dijo la señora Otis, esa mancha hay que quitarla con este quitamanchas de marca «Campeón». En ese momento, Washington saco una botella
de su bolso y dijo:
- Permiso madre, yo me encargaré de eliminar esa mancha.
Gracias a ese producto la mancha desapareció en unos segundos. Al día siguiente reapareció la mancha en el mismo lugar, lo que asombró al señor Otis porque habían
dejado el salón cerrado con llave.
- Cuando Washington la vio dijo, vaya esas manchas de sangre británicas si son resistentes.
- No es eso, dijo el señor Otis, esto debe ser obra del fantasma, sea como sea tenemos que borrarla.
Washington volvió a limpiar la mancha por varios días seguidos. Lo que más llamaba la atención es que la mancha no era roja siempre, esta empezó a cambiar de color
hacia un tono frambuesa y hasta llego a ser verde esmeralda, incluso la familia, se divertía mucho apostando de qué color sería la mancha del día siguiente.
Una tarde comenzó una tormenta intensa, el viento golpeaba los cristales y hacia un ruido de espanto. Cuando se hizo de noche todos decidieron irse a la cama, pero
esa noche el señor Otis escuchó el sonido de unas cadenas arrastrándose y no podía dormir. Decidió abrir la puerta de su habitación y se encontró con el fantasma
de Canterville, de ojos negros y cabello gris enmarañado que caía en sus hombros, sus cadenas estaban llenas de moho, el señor Otis lo vio molesto y le dijo:
- ¡Por amor a Dios! ¿Puede dejar de hacer tanto ruido? Estamos intentando dormir, aunque tome señor fantasma tengo un producto maravilloso que puede ser una
solución para eliminar el óxido y el chirrido de sus cadenas.
El fantasma indignado dio media vuelta sin agarrar el bote y se fue corriendo, pero a mitad de camino los traviesos gemelos le tiraron una almohada en la cabeza,
mientras gritaban: - ¡A la caza del fantasma! -
El fantasma huyó entre los muros para llegar a su escondite, allí totalmente cansado comenzó a pensar que hacía mal, por qué esa familia no se asustaba.
- No puedo creerlo -, dijo el fantasma enfadado, con este mismo sonido de cadenas asusté hace poco al señorito Fox y se cayó del susto, con mi disfraz de vampiro
Lady Stiffield tuvo un ataque de pánico, y ahora estoy siendo humillado por un hombre que me ofrece un producto para mis cadenas y unos mocosos que me tiran
almohadas.
El fantasma estaba tan triste, que se encerró en su cuarto por unos días, mientas tanto la familia Otis seguía molesta porque la mancha seguía apareciendo y cada vez
con colores más extraños y porque el fantasma no aceptó el bote con el producto.
Simón de Canterville, el fantasma, no quería darse por vencido y planeo una nueva aparición, pero cuando preparaba el disfraz un sonido fuerte despertó a la familia
y lo vieron en el suelo aplastado por una armadura de hierro que intentaba colocarse, el señor Otis le dijo:
- Señor fantasma, no intente hacer cosas que ya no puede por su edad.
El fantasma humillado y con dolores por todo su cuerpo, se escabulló por las tuberías dándose muchos golpes, el pobre no salió de su cuarto por muchos días. Sin
embargo, aumentaba su odio por la familia Otis, menos por Virginia que era muy buena; este siguió haciendo muchos intentos de asustar a la familia pero todos
terminaron mal.
Debido a los últimos sucesos vagaba triste por los pasillos evitando que lo vieran, se quitaba las botas y había probado el producto para las cadenas, dándose cuenta
de que funcionaba. Después de intentar asustar a los gemelos y terminar con un cubo de agua en la cabeza se encerró en su habitación, solo salía para pintar la mancha,
hasta que un día dejó de preocuparse por hacerlo, por lo que la familia Otis pensó que se había ido.
Un día estaba en el sótano observando los árboles, abatido y entristecido, en ese momento entró Virginia y se encontró con el fantasma, se sentó a su lado y le dijo:
- Te ves muy triste.
El fantasma contestó: - lo estoy, ya nada tiene sentido -.
- ¿Por qué no te dejamos ser malo?
- Yo no soy malo, solo hago las cosas que hacen los fantasmas -, dijo Simón.
- Ah ¿sí? ¿Y por qué me gastaste todos mis botes de pintura sin permiso para hacer esa mancha junto a la chimenea todos los días? Mi quitaste casi todos los colores
y nunca te dije nada -, dijo Virginia.
- Tienes razón -, dijo el fantasma.
Virginia se conmovió y le dijo: - ¿Tienes hambre? -
A lo que el fantasma respondió: - No puedo comer, de eso morí -.
- ¿De hambre? ¡Qué barbaridad! Dijo Virginia.
- Hace 300 años que no cómo ni duermo, dijo el fantasma.
- ¿Cómo puedo ayudar? - Pregunto Virginia.
El fantasma le dijo: - Llora por mí, reza por mí, tú eres una mujer con inocencia, así podré irme en paz -.
Virginia acepto y el fantasma se la llevó de la mano y la arrastró por un pasillo, desapareciendo ambos. La familia Otis la busco por todo el castillo, no la encontraron,
pero cuando se dieron las 12 campanadas, se abrió la pared y apareció Virginia.
- ¡Virginia! Dijo la mamá llorando ¿Dónde estabas?
- Con el fantasma, ya descansa en paz, dijo Virginia, y me dejo un cofre con joyas para agradecerme, solo lloré y recé por él.
Cuando pasaron unos días se organizó el funeral de Simon de Canterville, al que acudió Lord Canterville y estaba muy agradecido, dejando que Virginia se quedara
con las joyas. De esta manera, el Castillo de Canterville perdió al fantasma para siempre, pero la familia vivió en tranquilidad.
EL PRÍNCIPE FELIZ – Oscar Wilde
En la parte más alta de la ciudad se eleva la estatua del Príncipe Feliz. Está cubierta de láminas de oro, tiene dos zafiros por ojos y un gran rubí en su espada. Todo el
mundo admira su belleza, y muchos desean ser algún día tan felices, como el Príncipe Feliz.
Un día, una Golondrina vuela sobre la ciudad. Sus amigas partieron a Egipto semanas antes, pero ella se quedó porque estaba enamorada de un bello Junco al que
había conocido en la primavera. Las otras golondrinas consideraban absurda su relación, pues el Junco no tenía dinero ni contactos, y finalmente la Golondrina, después
de darse cuenta de que su pareja no tenía conversación ni deseos de viajar junto a ella, decidió que era tiempo de terminar la relación y emprender vuelo hacia Egipto.
Es entonces que, luego de volar un día entero y necesitada de descanso, la Golondrina acaba a los pies de la estatua del Príncipe Feliz para protegerse durante la
noche, antes de continuar su viaje. Se dispone a dormir cuando empieza a sentir gotas de lluvia. Mira entonces hacia arriba y se da cuenta de que, en realidad, lo que
cae sobre ella son las lágrimas del Príncipe, que está llorando. La Golondrina le pregunta por qué, llamándose como se llama, exhibe tanta tristeza. El Príncipe le
responde que, cuando estaba vivo y tenía corazón humano, vivía rodeado de hermosura y placeres, en un palacio donde no dejaban entrar al dolor, por lo que no
sabía qué era el llanto. Pero ahora, muerto, lo pusieron en un lugar tan alto que puede ver toda la dolorosa miseria que azota a gran parte del pueblo, y frente a eso
solo puede llorar.
El Príncipe continúa, explicando que, a la distancia, ve una pobre casita donde hay una costurera que trabaja sin descanso para terminar el vestido de una de las damas
de honor de la Reina. Mientras, su pequeño hijo llora, porque está enfermo y hambriento, y ella no tiene nada para darle. El Príncipe le ruega a la Golondrina que
arranque el rubí que tiene en la espada y se lo lleve a la mujer, puesto que él no puede moverse. La Golondrina se resiste, alegando que debe continuar su viaje a
Egipto, pero termina cediendo. Vuela entonces sobre la ciudad con el rubí y ve a una de las muchachas en el balcón del palacio, quejándose de lo holgazanas que son
las costureras. También sobrevuela el Ghetto, donde los hombres pelean por falta de dinero, y finalmente llega a la pobre casita, donde deja caer el rubí y, además,
mueve sus alas para abanicar al niño y calmar su fiebre.
Al volver junto a la estatua, la Golondrina se siente acalorada a pesar del frío, y el Príncipe le explica que eso se debe a que realizó una buena acción. El ave se duerme
y, al amanecer, se baña en el río. Un profesor de Ornitología se sorprende al ver una golondrina en invierno y escribe al respecto una larga nota repleta de palabras
difíciles.
La Golondrina vuelve a la estatua para despedirse, anunciando su partida hacia Egipto, pero el Príncipe le ruega que se quede con él una noche más. Le dice que a lo
lejos puede ver una buhardilla donde un joven con ojos soñadores está inclinado sobre un escritorio lleno de papeles. Debe terminar una obra para el dueño de un
teatro, pero tiene demasiado frío y se está desmayando de hambre. El Príncipe le pide a la Golondrina que le arranque el zafiro de uno de sus ojos y se lo lleve, así el
muchacho podrá comprar leña y terminar su obra. La Golondrina llora, diciendo que no puede hacer tal cosa, pero acaba obedeciendo a la voluntad del Príncipe. Le
arranca un zafiro y lo lleva a la buhardilla. Al ver la joya sobre el escritorio, el muchacho sonríe de felicidad.
Al día siguiente, la Golondrina le anuncia al Príncipe que se está yendo a Egipto, pero él nuevamente le pregunta si no quiere quedarse una noche más. Ella le explica
que es invierno, y que sus amigas la esperan en un bello lugar, pero que volverá la siguiente primavera a visitarlo. El Príncipe le dice que puede ver, en una esquina, a
una niña que vende fósforos: los cerillos se le cayeron a la nieve y ya no sirven, su padre la golpeará si vuelve a su casa sin dinero, y por eso está llorando. No tiene
siquiera zapatos. El Príncipe le pide a la Golondrina que arranque el otro zafiro de su ojo y se lo lleve a la niña. La Golondrina acepta quedarse con él esa noche, pero
se niega a arrancarle el otro zafiro, pues se quedará ciego. El Príncipe insiste y la Golondrina, obedeciendo, lleva la joya a la niña, que vuelve contenta a su casa.
La Golondrina vuelve a la estatua y le dice que ahora se quedará para siempre con él, pues está ciego. El Príncipe le dice que no, que debe irse a Egipto, pero la
Golondrina se queda dormida a su lado.
Al día siguiente, la Golondrina se sienta al hombro del Príncipe y le cuenta historias acerca de lo que vio en tierras extrañas. El Príncipe le agradece que le cuente
cosas maravillosas, pero le dice que nada es más maravilloso que el sufrimiento de los hombres y las mujeres, puesto que no hay misterio más grande que la miseria.
Le pide luego que vuele sobre la ciudad y le cuente qué ve en ella.
La Golondrina se lanza entonces al vuelo y ve a los ricos divertirse en sus hermosas casas mientras los mendigos se sientan a sus puertas. También ve a niños famélicos,
abrazados, procurando darse calor, hasta que un guardia los echa y deben alejarse sin rumbo bajo la lluvia. Vuelve entonces y le cuenta al Príncipe lo visto, y este le
pide que desprenda las hojas de oro que lo envuelven y se las lleve a los pobres. La Golondrina obedece y el Príncipe queda deslustrado y gris. Ella vuela y lleva hoja
por hoja a los pobres, cuyas caras se vuelven más rosadas y risueñas.
Llega a la ciudad la nieve y la escarcha. La Golondrina sufre cada vez más el frío pero no quiere abandonar al Príncipe, a quien ahora quiere profundamente.
Un día, la Golondrina se da cuenta de que va a morir. Vuela por última vez hasta el hombro del Príncipe, le dice adiós y le pregunta si puede besarle la mano. El
Príncipe dice alegrarse de que por fin se vaya a Egipto, y le confiesa su amor, diciéndole que quiere besarla. La Golondrina dice que no es a Egipto donde va, sino a la
Casa de la Muerte. Besa al Príncipe y al instante cae, muerta, a sus pies. En ese momento, se oye un crujido dentro de la estatua: es el corazón de plomo que se partió
en dos.
A la mañana siguiente, el Alcalde camina con los Concejales y se indignan ante el mal aspecto de la estatua, diciendo que el Príncipe, despojado de las láminas de oro
y las piedras preciosas, parece más bien un mendigo. Se horrorizan, también, al ver un pájaro muerto a sus pies. El Alcalde decide derribar la estatua del Príncipe Feliz,
fundir el metal y levantar otra estatua en su lugar, esta vez de sí mismo.
En el proceso de fundición, uno de los obreros observa que el corazón de plomo no se funde, así que lo tira sobre una pila de basura donde también yace la Golondrina
muerta. Entonces Dios pide a uno de sus Ángeles que vaya a la ciudad y le traiga las dos cosas más bellas. El Ángel le lleva el corazón de plomo y el cuerpo de la
Golondrina.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES – Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente
por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió
al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado
como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho,
y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre.
Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario
destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían
ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda.
La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo
una novela.
RICITOS DE ORO - Robert Southey
Ricitos de Oro era una niña buena y simpática pero demasiado curiosa ¡Siempre estaba mirando y revolviendo las cosas de los demás! Su madre a veces se enfadaba
con ella.
– Hija mía, lo que haces no está nada bien ¿Acaso a ti te gustaría que yo tomara tus juguetes del armario o me pusiera tus vestidos?
Pero la niña no podía evitarlo ¡Le gustaba tanto mirarlo todo, aunque no fuera suyo!…
Un día de primavera, paseando por el bosque, se alejó de donde vivía por un camino que no era el habitual. Cuando menos se lo esperaba se encontró de frente
con una preciosa casita de paredes azules y ventanas adornadas con rojos geranios. Era tan linda que parecía una casa de muñecas.
Le pudo la curiosidad ¡Tenía que entrar a ver cómo era! Por allí no había a nadie y la puerta estaba abierta, así que, sin pensárselo dos veces, la empujó
cuidadosamente y empezó a recorrer el salón.
– ¡Oh, qué casa tan coqueta! Está tan limpia y cuidada… Echaré un vistazo y me iré.
A Ricitos de Oro le llamó la atención que la mesa estaba puesta. Sobre el delicado mantel de encaje había tres tazones de leche. Como estaba hambrienta, decidió
beberse la leche de la taza más grande, pero estaba muy caliente. Probó con la mediana, pero ¡caramba!… estaba demasiado fría. La leche de la taza más pequeña,
en cambio, estaba templadita como a ella le gustaba y se la bebió de unos cuantos tragos.
– ¡Uhmmm, qué rica! – pensó relamiéndose Ricitos de Oro, mientras sus grandes ojos se clavaban en tres sillas azules pero de distintos tamaños – ¿Y esas sillas de
quién serán?… Voy a sentarme a ver si son cómodas.
Decidida, trató de subirse a la silla más alta pero no fue capaz. Probó con la mediana, pero era demasiado dura. De un pequeño impulso se sentó en la pequeña.
– ¡Genial! Esta sí que es cómoda.
Pero la silla, que era de mimbre, no soportó el peso de la niña y se rompió.
– ¡Oh, vaya, qué mala suerte, con lo cansada que estoy!… Iré a la habitación a ver si puedo dormir un ratito.
El cuarto parecía muy acogedor. Tres camitas con sus tres mesillas ocupaban casi todo el espacio. Ricitos de Oro se decantó por la cama más grande, pero era
demasiado ancha. Se bajó y se tumbó en la mediana, pero no… ¡El colchón era demasiado blando! Dio un saltito y se metió en la cama más pequeña que estaba
junto a la ventana. Pensó que era la más confortable y mullida que había visto en su vida. Tanto, que se quedó profundamente dormida.
A los pocos minutos aparecieron los dueños de la casa, que eran una pareja de osos con su hijo, un peludo y suave osezno color chocolate. En cuanto cruzaron el
umbral de la puerta, notaron que alguien había entrado en su hogar durante su ausencia.
El pequeño osito se acercó a la mesa y comenzó a lloriquear.
– ¡Oh,no! ¡Alguien se ha bebido mi leche!
Sus padres, tan sorprendidos como él, le tranquilizaron. Seguro que había una explicación razonable, así que siguieron comprobando que todo estaba en orden.
Mientras, el osito fue a sentarse y vio que su silla estaba rota.
– ¡Papi, mami!… ¡Alguien ha destrozado mi sillita de madera!
Todo era muy extraño. Papá y mamá osos con su pequeño, subieron cautelosamente las escaleras que llevaban a la habitación y encontraron que la puerta estaba
entreabierta. La empujaron muy despacio y vieron a una niña dormida en una de las camas.
– Pero ¿qué hace esa niña durmiendo en mi camita? – gritó el osito, asustado.
Su voz despertó a Ricitos de Oro, que cuando abrió los ojos, se encontró a tres osos con cara de malas que la miraban fijamente.
– ¿Qué demonios estás haciendo en nuestra casa? – vociferó el padre- ¿No te han enseñado a respetar las cosas de los demás?
Ricitos de Oro se asustó muchísimo.
– Perdónenme, señores… Yo no quería molestar. Vi la puerta abierta y no pude evitar entrar…
– ¡Largo de aquí ahora mismo, niña! Esta es nuestra casa y, que yo sepa, nadie te ha invitado a pasar.
Pidiendo disculpas una y otra vez, la niña salió de allí avergonzada. Cuando llegó al jardín, echó a correr hacia su casa y no paró hasta que llegó a la cocina, donde su
madre estaba colocando unos claveles recién cortados en un jarrón. Llegó tan colorada que la mujer se dio cuenta de que a su hija le había pasado algo. Ricitos de
Oro no tuvo más remedio que contar todo lo sucedido.
Su mamá escuchó atentamente la historia y dijo unas palabras que Ricitos jamás olvidaría.
– Hija, ahí tienes lo que sucede cuando no respetamos las cosas de los demás. Espero que este susto te haya servido para que, de ahora en adelante, pidas permiso
para utilizar lo que no es tuyo y dejes de fisgonear lo ajeno.
CAPERUCITA ROJA - Charles Perrault y los hermanos Grimm
Érase una vez una niña que era muy querida por su abuelita, a la que visitaba con frecuencia, aunque vivía al otro lado del bosque. Su madre que sabía coser muy
bien le había hecha una bonita caperuza roja que la niña nunca se quitaba, por lo que todos la llamaban Caperucita roja.
Una tarde la madre la mandó a casa de la abuelita que se encontraba muy enferma, para que le llevara unos pasteles recién horneados, una cesta de pan y
mantequilla.
– “Caperucita anda a ver cómo sigue tu abuelita y llévale esta cesta que le he preparado”, –le dijo. Además, le advirtió: –“No te apartes del camino ni hables con
extraños, que puede ser peligroso”.
Caperucita que siempre era obediente asintió y le contestó a su mamá: – “No te preocupes que tendré cuidado”. Tomó la cesta, se despidió cariñosamente y
emprendió el camino hacia casa de su abuelita, cantando y bailando como acostumbraba.
No había llegado demasiado lejos cuando se encontró con un lobo que le preguntó: – “Caperucita, caperucita ¿a dónde vas con tantas prisas?”
Caperucita lo miró y pensó en lo que le había pedido su mamá antes de salir, pero como no sintió temor alguno le contestó sin recelo. – “A casa de mi abuelita, que
está muy enfermita”.
A lo que el lobo replicó: – “¿Y dónde vive tu abuelita?”.
– “Más allá de donde termina el bosque, en un claro rodeado de grandes robles”. – Respondió Caperucita sin sospechar que ya el lobo se deleitaba pensando en lo
bien que sabría.
El lobo que ya había decidido comerse a Caperucita, pensó que era mejor si primero tomaba a la abuelita como aperitivo. – “No debe estar tan jugosa y tierna, pero
igual servirá”, – se dijo mientras ideaba un plan.
Mientras acompañaba a esta por el camino, astutamente le sugirió: – “¿Sabes qué haría realmente feliz a tu abuelita? Si les llevas algunas de las flores que crecen en el
bosque”.
Caperucita también pensó que era una buena idea, pero recordó nuevamente las palabras de su mamá. – “Es que mi mamá me dijo que no me apartara del camino”.
A lo que el lobo le contestó: – “¿Ves ese camino que está a lo lejos? Es un atajo con el que llegarás más rápido a casa de tu abuelita”.
Sin imaginar que el lobo la había engañado, esta aceptó y se despidió de él. El lobo sin perder tiempo alguno se dirigió a la casa de la abuela, a la que engañó
haciéndole creer que era su nieta Caperucita. Luego de devorar a la abuela se puso su gorro, su camisón y se metió en la cama a esperar a que llegase el plato
principal de su comida.
A los pocos minutos llegó Caperucita roja, quien alegremente llamó a la puerta y al ver que nadie respondía entró. La niña se acercó lentamente a la cama, donde se
encontraba tumbada su abuelita con un aspecto irreconocible.
– “Abuelita, que ojos más grandes tienes”, – dijo con extrañeza.
– “Son para verte mejor”, – dijo el lobo imitando con mucho esfuerzo la voz de la abuelita.
– “Abuelita, pero que orejas tan grandes tienes” – dijo Caperucita aún sin entender por qué su abuela lucía tan cambiada.
– “Son para oírte mejor”, – volvió a decir el lobo.
– “Y que boca tan grande tienes”.
– “Para comerte mejooooooooor”, – chilló el lobo que diciendo esto se abalanzó sobre Caperucita, a quien se comió de un solo bocado, igual que había hecho
antes con la abuelita.
En el momento en que esto sucedía pasaba un cazador cerca de allí, que oyó lo que parecía ser el grito de una niña pequeña. Le tomó algunos minutos llegar hasta la
cabaña, en la que para su sorpresa encontró al lobo durmiendo una siesta, con la panza enorme de lo harto que estaba.
El cazador dudó si disparar al malvado lobo con su escopeta, pero luego pensó que era mejor usar su cuchillo de caza y abrir su panza, para ver a quién se había
comido el bribón. Y así fue como con tan solo dos cortes logró sacar a Caperucita y a su abuelita, quienes aún estaban vivas en el interior del lobo.
Entre todos decidieron darle un escarmiento al lobo, por lo que le llenaron la barriga de piedras y luego la volvieron a coser. Al despertarse este sintió una terrible
sed y lo que pensó que había sido una mala digestión. Con mucho trabajo llegó al arroyo más cercano y cuando se acercó a la orilla, se tambaleó y cayó al agua,
donde se ahogó por el peso de las piedras.
Caperucita roja aprendió la lección y pidió perdón a su madre por desobedecerla. En lo adelante nunca más volvería a conversar con extraños o a entretenerse en
el bosque.
PEDRO Y EL LOBO - Serguéi Prokófiev
Érase una vez un pastorcillo llamado Pedro, que se pasaba la mayor parte del día cuidando a sus ovejas en un prado cercano al pueblo donde vivía. Todas las mañanas
salía con las primeras luces del alba con su rebaño y no regresaba hasta caída la tarde. El pastorcillo se aburría enormemente viendo cómo pasaba el tiempo y pensaba
en todas las cosas que podía hacer para divertirse.
Hasta un día en que se encontraba descansando bajo la sombra de un árbol y tuvo una idea. Decidió que era hora de pasar un buen rato a costa de la gente del pueblo
que vivían cerca de allí. Dispuesto a gastarles una broma se acercó y comenzó a gritar:
-“¡Socorro, el lobo! ¡Viene el lobo!”.
Los aldeanos de inmediato agarraron las herramientas que tenían a mano y se dispusieron a acudir al pedido de auxilio del pobre pastor. Al llegar hasta la pradera lo
encontraron deshaciéndose en risas en el suelo, por lo que descubrieron que todo había sido una broma de mal gusto. Los aldeanos se enfadaron con el pastor y
regresaron a sus faenas molestos por la interrupción.
Al pastor le había hecho tanta gracia la broma que se dispuso a repetirla. Ya había pasado un buen rato cuando se volvieron a escuchar los gritos alarmantes de Pedro:
-“¡Socorro, el lobo! ¡Viene el lobo!”.
Al volver a oír los gritos del pastor, la gente del pueblo creyó que en esta ocasión sí se trataba del lobo feroz y corrieron a ayudarlo. Pero otra vez volvieron a
encontrarse con la decepción de que el pastor no necesitaba su ayuda y se divertía viendo cómo habían vuelto a caer con su broma. Esta vez los aldeanos se enfadaron
mucho más con la actitud del pastor y juraron no dejarse engañar más por este.
Al día siguiente el pastor volvió al prado a pastar con sus ovejas. Aún recordaba con risas lo bien que se lo había pasado el día anterior, cuando había hecho correr a
los aldeanos con sus gritos. Estaba tan entretenido que no vio acercarse al lobo feroz hasta que lo tuvo muy cerca. Preso del miedo al ver que este se acercaba a sus
ovejas, comenzó a gritar muy fuerte:
-“¡Socorro, el lobo! ¡Viene el lobo! ¡Ayudan a mis ovejas! ¡Auxilio!”.
Gritaba una y otra vez, pero los aldeanos no parecían escucharlo. Hacían oídos sordos ante los gritos de auxilio del pastor, ya que pensaban que se trataba de otra
broma. El pastor no sabía qué otra cosa hacer, por lo que seguía pidiendo ayuda, desconcertado sin saber por qué nadie acudía.
-“¡Socorro, el lobo! ¡Viene el lobo! ¡Se está comiendo a mis ovejas! ¡Auxilio!”
Pero ya era muy tarde para convencer a los aldeanos de que esta vez era verdad. Fue así como el pastor tuvo que ver con dolor cómo el lobo devoraba una tras otra
sus ovejas, hasta quedar saciado. Luego de este día el pastor se arrepintió profundamente de su comportamiento y la manera en que había engañado a la gente del
pueblo. En lo adelante nunca más repetiría una broma como esta.
EL PATITO FEO - Hans Christian Andersen
Ocurrió una vez en un bello lugar del campo, que una Mamá Pata al esperar ansiosa y alegre a sus pequeños patitos, que siempre le salían preciosos, encontró un
último huevo grande y muy extraño, que parecía no quererse abrir.
Muy extrañada, Mamá Pata y sus pequeños patitos recién nacidos, observaron y observaron al huevo en espera de algún movimiento, hasta que al fin ocurrió.
Y de aquel gran cascarón que Mamá Pata ni siquiera recordaba esperar, finalmente salió un patito de extraño plumaje, completamente distinto a los demás. Perpleja,
Mamá Pata contemplaba a aquel pequeño mientras él se aproximaba a su mamá y a sus hermanos con movimientos absolutamente torpes.
– ¡Sólo puede ser un error! – se decía Mamá Pata. ¡En nada se parece al resto de mis crías!
Y una vez que el patito de pelaje extraño se situó frente a Mamá Pata, ésta le retiró la mirada, negándole así el calor que el pequeño necesitaba.
Nadie parecía quererle, tan distinto que era a su familia, de manera que aquel pobre pato al que habían apodado el Feo, decidió al día siguiente abandonar su hogar y
emprender un nuevo camino.
En busca de una familia que se le pareciera, el pobre patito se encontró con una mujer que le condujo a su casa. Allí pudo conocer a otros animales y comió muy
bien. Tanto…que pronto se advirtió del peligro que le acechaba en casa de aquella anciana, que no había querido ayudarle, sino que procuraba engordarle y
cenársele por Navidad.
De nuevo, y aunque ya había llegado el invierno, el patito de pelaje extraño escapó. Las fuertes heladas retrasaban su camino y languidecían al pobre animal, hasta
que un hombre que paseaba le encontró desvanecido sobre el blanco de la nieve y decidió llevarlo consigo a su hogar. ¡Qué felicidad reinaba en aquella casa! Y, ¡qué
cariño profesó aquella familia al pobre patito feo!
Sin embargo, una vez recuperado de salud, el hombre que le había recogido y cuidado, consideró que debían liberarlo de nuevo y llevarlo a su verdadero hogar: el
campo. Y así, llegada y florida la primavera, depositaron al pato en un precioso y tranquilo estanque.
Los días resultaban armoniosos y cálidos en aquel lugar, y ya nadie parecía atosigar al patito feo. Paseaba tan tranquilo por aquellas aguas, que casi parecía haber
olvidado todo lo malo. Hasta que una tarde plácida, al observar el fondo del cristalino estanque, el patito pudo ver su imagen reflejada por vez primera. Había
crecido mucho. Su plumaje ahora brillaba como el de aquellos cisnes que le acompañaban cada día en el estanque. Muy contrariado, el patito de pelaje extraño
decidió preguntar:
– ¿Por qué nadáis en este estanque en compañía de un vulgar pato tan feo como yo?–exclamó.
Los cisnes quedaron boquiabiertos ante aquella pregunta, y el más viejo le respondió:
– ¿Acaso no te ves, hermano mío? No solo eres un cisne, sino que además, eres uno de los más bellos que mis ojos han visto nunca.
Y así fue como al fin en su hogar, el Cisne comprendió porque no había sido nunca el Pato más raro y feo… ¡Qué felicidad sintió!
EL SOLDADITO DE PLOMO - Hans Christian Andersen
Había una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Pero, un día, su abuelo le regaló uno muy especial que aún no tenía y que se convirtió en el mejor de todos. Se
trataba de una caja de madera muy hermosa, que contenía en su interior todo un conjunto de soldaditos de plomo realizados a mano y, con mucho tiento, a base de
fuego y metal.
– ¡Soldaditos de plomo! ¡Muchas gracias, abuelo!- Dijo con alegría el niño tras recibir su regalo.
Tras esto el pequeño fue sacando cuidadosamente, uno a uno, a todos y cada uno de aquellos soldados de la caja, y los depositó sobre su mesita de escribir uno
detrás de otro en formación. ¡Qué elegantes se veían! Parecían un ejército, espléndido y completo, uniformados en tonos rojos y azules. Sin embargo, al sacar de la
caja al último de los soldaditos, el pequeño pudo observar que le faltaba una pierna, de la cual carecía desde nacimiento, ya cuando se encontraban los artesanos
fundiendo al último de aquellos soldados el plomo se les agotó.
Lejos de importarle al pequeño que aquel soldado estuviese incompleto, decidió otorgarle un sitio en su habitación más especial que al resto: lo situó frente a uno de
sus mejores juguetes, un hermoso castillo realizado en papel, custodiado por una bella princesa vestida con delicado vestido de tul rosa y los brazos muy altos, pues
era bailarina. Aquella bella figura tenía una de sus piernas en posición de ballet, tan alzada, que el soldadito no alcanzaba a verla creyendo así que le faltaba igual que a
él.
Permaneció desde entonces embelesado frente a la bailarina el soldadito, ajeno a la vida que cobraban el resto de juguetes de la habitación cuando el pequeño se iba
a dormir. Aquellos juguetes saltaban, brincaban, y se comunicaban entre ellos divirtiéndose alegremente. Todos menos el soldadito, que tan solo miraba a la bailarina
firme y sin cesar:
– ¡Es tan bella e igual a mí!- Pensaba el soldadito mientras veía a la bailarina enamorado.
Pero entre el resto de los juguetes se encontraba uno muy singular que apenas se divertía con los demás durante la noche, vigilando siempre al soldadito de plomo.
Se trataba de un duende encerrado en una caja sorpresa, desde la que solía saltar para asustar a cualquiera que se atreviese a tocarle con un solo dedo. Un día, el mal
encarado duende, le dijo al soldadito:
– ¿Se puede saber qué miras, ahí plantado?
Pero el soldadito no contestó al duende y permaneció con la mirada fija frente a la bailarina:
– ¡Ah! Pues como no me quieres contestar…atente a las consecuencias- Exclamó el duende amenazando al soldadito.
Una tarde, el pequeño decidió cambiar de lugar al soldadito de plomo situándole con el resto de sus compañeros, para que fuesen al fin un verdadero grupo de
soldados completo. Mientras los iba organizando a todos, el pequeño depositó sin mucho pensar al soldadito de plomo en el alfeizar de su ventana. Y, misteriosamente,
cuando el muchacho levantó la mirada, el soldadito ya no estaba. El pequeño buscó y buscó por todos los rincones de su habitación pero no daba con el soldado, y
pensó que tal vez podría haberse caído a la calle con una ráfaga de viento. Sin embargo, el pequeño no pudo continuar su búsqueda debido al mal tiempo y la lluvia
que azotaba con fuerza la fachada de su casa, y mamá le obligó a esperar:
– Cuando cese la lluvia lo buscarás- Dijo su madre preocupada.
Pero unos niños, que sí se encontraban en la calle jugando bajo la lluvia, se adelantaron al pequeño y encontraron al soldadito bajo la ventana. Entusiasmados, decidieron
jugar con él:
– ¡Le haremos navegar en un barco de papel!- Exclamó uno de los niños.
De este modo, cogieron un periódico viejo, hicieron un barquito y, aprovechando que la lluvia había formado pequeños riachuelos en las aceras, pusieron al soldadito
a navegar por ellos sobre el barco de papel, y los pequeños riachuelos condujeron al soldadito hasta una alcantarilla:
– ¡Dios mío! ¿A dónde iré a parar? ¿Qué será de mí? ¿Habrá cumplido el duende su amenaza y por ello estoy aquí? Ah…Nada de esto me importaría si estuviera
conmigo ella, la hermosa bailarina.
Y el barquito, al ser de papel, poco a poco se fue hundiendo y deshaciendo cada vez más, mientras el soldadito era arrastrado con fuerza por el agua. Así continuó
navegando sin poder parar, hasta que el riachuelo le condujo hasta el mismísimo mar. Pero, de pronto, el barquito ya no podía sostener al soldadito de tan mojado
como estaba, hundiéndose finalmente.
Poco antes de llegar al fondo un pez muy grande se lo tragó. Todo era silencio:
– Qué oscuro está. Pero, ¿dónde estoy?- Dijo aturdido el soldadito de plomo.
Y, cansado de cuestionarse su destino, el soldadito se durmió en la boca oscura del gran pez. Poco duró, sin embargo, la tranquilidad del pobre soldadito de plomo,
que despertó de su siesta asustado por unos repentinos temblores y tambaleos que le sacudían en el interior de aquella garganta. Pero, ¿qué estaba ocurriendo?
El pez había sido pescado y caminaba rumbo al mercado de la ciudad, con tan buena suerte que, la madre del pequeño que había recibido a los soldaditos de plomo
como regalo, había acudido también en busca de pescado fresco para poder cocinar. Y así fue como finalmente el soldadito fue liberado y devuelto a su lugar.
Muy contento el pequeño por tener de nuevo al soldadito de plomo, tras colocarlos en la mesa de trabajo de su cuarto, justo frente a la ventana, acudió a la llamada
de su madre y bajó a cenar. Y en un momento, una fuerte ráfaga de viento casi inexplicable, abrió con fuerza la misma que se encontraba esta vez cerrada, despidiendo
al soldadito de plomo directo a la chimenea encendida del cuarto.
El pobre soldadito, que se derretía lentamente bajo las llamas, imaginaba sin cesar a la bailarina, y aquellos pensamientos cariñosos y alegres le mitigaban el dolor. De
pronto, una nueva ráfaga de viento empujó a la bailarina de papel hacia el fuego, en un singular revoloteo que parecía una magnífica función de ballet.
A la mañana siguiente, apagado el fuego, el pequeño encontró bajo las ascuas un pedazo de corazón de plomo fundido, que parecía lanzar destellos de purpurina y
telas de tul y seda…
EL GATO NEGRO – Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia
evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner
de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado
y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez,
aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de
ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de
burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo,
y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una
de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la
naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con
frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme
los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el
fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que
lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba
mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del
demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente
a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que
llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono
y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable
al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en
brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del
chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras
escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño nocturno, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido;
pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para
mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma
existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que
dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de
que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye
la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí
misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente
bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos
y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo
para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá
del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese
momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no
quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era
un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de
la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de
la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie,
grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del
pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé
que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de
cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes
comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera
ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de
ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia
de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un
detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar
el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto
antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra
vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni
por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle
o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable
presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta
circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían
sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo
de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí,
aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y
que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio
de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo
un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si
hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del
crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz
de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De
día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi
rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la
entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que
me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que
hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo
su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó
muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día
como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un
cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente
y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera
semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que
ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo
mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que
no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la
menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he
trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido
ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se
presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre
mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre!
¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las
que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera
o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me
paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos
y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de
triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho
sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el
cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un
quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido,
anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de
los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera
quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible
bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

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