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CUENTO DE HADAS PARA MUJERES DEL SIGLO 21

Érase una vez, en un país muy lejano, una hermosa princesa, independiente y con
una gran autoestima que, mientras contemplaba la naturaleza y pensaba en cómo
el maravilloso lago de su castillo cumplía con todas las normas ecológicas, se
encontró con una rana. Entonces, la rana saltó a su regazo y dijo:

- Hermosa princesa, yo era antes un hermoso príncipe. Una pérfida bruja me


hechizó y me transformé en esta asquerosa rana. Un beso tuyo, sin embargo, me
transformará de nuevo en un bello príncipe, podremos casarnos y formar un hogar
feliz en tu hermoso castillo. Mi madre podría venir a vivir con nosotros y tú podrías
preparar mi comida, lavarías mi ropa, educarías a nuestros hijos y viviríamos
felices para siempre.

Aquella misma noche, mientras saboreaba unas ancas de rana salteadas,


acompañadas de una cremosa salsa con cebolla y de un finísimo vino blanco, la
princesa sonreía y pensaba:

- ¡Ni muerta!

El ciempiés y la araña

Había una vez un día como cualquier día.


Una araña esperaba sentada al borde del camino más oscuro del bosque.
Se rascaba la cabeza, pensativa.
Al ver que venía el ciempiés, la araña se puso de pie y se le acercó muy
respetuosa.
—Señor ciempiés —le dijo— ¿puedo recurrir a su gentileza para hacerle una
pregunta? ¿Cómo hace usted para caminar, señor ciempiés? ¿Adelanta primero
las cincuenta patas de la derecha y después las cincuenta de la izquierda? ¿O
veinte y veinte? ¿O diez y diez? ¿O una y una?
Hubo un largo silencio. La araña se fue. Entonces el ciempiés se puso a pensar
cómo caminaba. Y no caminó nunca más.

Juan Gelman.
Estaba tirado en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que
vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo, con un resto de voz:
-Se llevaron las mulas.
Y dijo:
-Y se llevaron el arpa.
Y tomó aliento y se rio:
-Pero no se llevaron la música.

Eduardo Galeano

“Por vengarse de una, que lo había traicionado, el rey degollaba a todas.


En el crepúsculo se casaba y al amanecer enviudaba.
Una tras otra, las vírgenes perdían la virginidad y la cabeza.
Sherezade fue la única que sobrevivió a la primera noche, y después siguió
cambiado un cuento por cada nuevo día de vida.
Esas historias, por ella escuchadas, leídas o imaginadas, la salvaban de la
decapitación. Las decía en voz baja, en la penumbra del dormitorio, sin más luz
que la luna. Diciéndolas sentía placer, y lo daba, pero tenía mucho cuidado. A
veces, en pleno relato, sentía que el rey le estaba estudiando el pescuezo.
Si el rey se aburría, estaba perdida.
Del miedo a morir nació la maestría de narrar.”

-Eduardo Galeano, Mujeres.


«¡Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos
hijos, uno de diecisiete y una hija menor de catorce. Está sirviéndoles el desayuno
a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan
qué le pasa y ella responde: «No sé, pero he amanecido con el pensamiento de
que algo muy grave va a suceder en este pueblo». Ellos se ríen de ella, dicen que
ésos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y
en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice:
«Te apuesto un peso a que no la haces». Todos se ríen, él se ríe, tira la
carambola y no la hace. Paga un peso y le pregunta: «¿Pero qué pasó, si era una
carambola tan sencilla?». Dice: «Es cierto, pero me ha quedado la preocupación
de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a
suceder en este pueblo». Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso
regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier
parienta. Feliz con su peso dice: «Le gané este peso a Dámaso en la forma más
sencilla, porque es un tonto». «¿Y por qué es un tonto?». Dice: «Hombre, porque
no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que
su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo». Entonces le dice la mamá: «No te burles de los presentimientos de los
viejos, porque a veces salen». La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al
carnicero: «Véndame una libra de carne» y, en el momento en que está cortando,
agrega: «Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y
lo mejor es estar preparado». El carnicero despacha su carne y cuando llega otra
señora a comprar una libra de carne, le dice: «Lleve dos porque hasta aquí llega la
gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan
comprando cosas». Entonces la vieja responde: «Tengo varios hijos; mire, mejor
déme cuatro libras». Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré
que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se
va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo
está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos
de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: «Se han dado cuenta del calor
que está haciendo?». «Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor.» Tanto
calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados
con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a
pedazos. «Sin embargo ‐dice uno‐, nunca a esta hora ha hecho tanto calor.» «Sí,
pero no tanto calor como ahora.» Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de
pronto un pajarito y se corre la voz: «Hay un pajarito en la plaza». Y viene todo el
mundo espantado a ver el pajarito. «Pero, señores, siempre ha habido pajaritos
que bajan.» «Sí, pero nunca a esta hora.» Llega un momento de tal tensión para
los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el
valor de hacerlo. «Yo sí soy muy macho ‐grita uno‐, yo me voy.» Agarra sus
muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle
central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: «Si
éste se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos», y empiezan a
desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno
de los últimos que abandona el pueblo dice: «Que no venga la desgracia a caer
sobre todo lo que queda de nuestra casa» y entonces incendia la casa y otros
incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo
de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: «Yo lo
dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca».
Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos

vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos

dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que

me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más

antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la

ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos

me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta.

«Eres el único que no puede irse», me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es

no estar nunca más con los amigos.

Gabriel García Márquez

«Doce cuentos peregrinos»


NO OYES LADRAR LOS PERROS, un cuento de Juan Rulfo (México, 1918-1986)

–Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves
alguna luz en alguna parte.
–No se ve nada.
–Ya debemos estar cerca.
–Sí, pero no se oye nada.
–Mira bien.
–No se ve nada.
–Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo,
trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla
del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de
fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que
Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el
monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin
soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería
sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que
allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había
traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener
frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas
que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego
las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza
como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le
preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.
No oyes ladrar los perros
Fotocomposición a partir de un retrato de Juan Rulfo y una fotografía tomada por
el autor mexicano.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te
alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como
cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos.
Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y
oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy -decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin
sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para
volver a tropezar de nuevo.
-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya
hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga
que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba,
Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí.
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí
hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no
te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en
sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía
agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque
usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado
tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen,
como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando
porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones,
puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor
seco, volvía a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá
a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no
vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo.
He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he
maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo
dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del
robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino.
El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala
suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba,
porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han
de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los
perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no
te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y
comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías
acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé
que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu
madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú
crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener
la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las
rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le
pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero
nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de
cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han
herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a
quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le
doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil
de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su
cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

El llano en llamas, 1953


Historia del joven celoso
Henri Pierre Cami

Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
Un día le dijo:
-Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo- estaré más tranquilo”.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea
-pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte”.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un
exhibidor de fenómenos.
FIN
Tranvía
Andrea Bocconi

Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. “Amplia sonrisa, caderas
anchas… una madre excelente para mis hijos”, pensó. La saludó; ella respondió y retomó
su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera
lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: “¿Y los niños, con quién van a quedarse?”
FIN

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