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Literatura – 4to año secundaria Instituto Concordia año 2011

La cosmovisioó n
Las cosmovisiones son el conjunto de saberes, religiones y opiniones que forman la
imagen del mundo que tiene una persona, una época o una cultura, a partir de la cual
interpreta su propia naturaleza y la de todo lo existente en el mundo. Una
cosmovisión define nociones comunes que se aplican a todos los campos de la vida,
desde la política, la economía o la ciencia hasta la religión, la moral o la filosofía.

El término "cosmovisión" es una adaptación del alemán Weltanschauung (Welt,


"mundo", y anschauen, "observar"). El creador de este término fue Wilhelm Dilthey,
quien sostenía que la experiencia vital estaba fundada —no sólo intelectual, sino
también emocional y moralmente— en el conjunto de principios de la sociedad y de
la cultura en la que se había formado. Las relaciones, sensaciones y emociones
producidas por la experiencia peculiar del mundo en el seno de un ambiente
determinado contribuirían a conformar una cosmovisión individual. Todos los
productos culturales o artísticos serían a su vez expresiones de la cosmovisión que los
crease.

Una cosmovisión es una serie de principios comunes que inspirarían teorías o


modelos en todos los niveles: una idea de la estructura del mundo. Los sistemas
filosóficos, religiones o sistemas políticos pueden constituir cosmovisiones, puesto
que proveen un marco interpretativo a partir del cual sus adherentes y seguidores
elaboran doctrinas intelectuales y éticas. Ejemplos son el judaísmo, el cristianismo, el
islam, el socialismo, el nacionalismo o el capitalismo. Las cosmovisiones son
complejas y resistentes al cambio; pueden, por lo tanto, integrar elementos
divergentes y aún contradictorios. La afirmación intransigente y autoritaria de la
propia cosmovisión es el fundamentalismo.

Desde la antigüedad todas las culturas del mundo han tenido que asumir una
concepción del mundo, donde se explican la existencia del mundo y de sí mismo.

Los Incas tenían una manera propia de ver al mundo, una forma propia de dar
respuestas a los interrogantes que el hombre se plantea. Es evidente que la
concepción de los Incas fue producto de un largo proceso de evolución del
pensamiento que el hombre andino realizó desde los comienzos mismos del período
formativo. Fue una concepción propia y diferente a la de los europeos, con lo cual
enfocó y entendió su mundo y marcó su proceder, su conducta e imprimió su sello en
las relaciones sociales que establecieron los hombres andinos.

Gracias a los relatos de los mitos andinos que fueron incorporados a las crónicas ha
sido posible obtener una imagen de la cosmovisión incaica. En ellas tanto al espacio
como el tiempo eran sagrados y tenían indudablemente una explicación mítica y una
representación ritual. En relación al espacio presentan una concepción dualista.

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Mitologíóa griega
La mitología griega es el conjunto de mitos y leyendas pertenecientes a los antiguos griegos que
tratan de sus dioses y héroes, la naturaleza del mundo y los orígenes y significado de sus propios
cultos y prácticas rituales. Formaban parte de la religión de la Antigua Grecia.
Los mitos griegos explican los orígenes del mundo y detallan las vidas y aventuras de una amplia
variedad de dioses, héroes y otras criaturas mitológicas. Estos relatos fueron originalmente
difundidos en una tradición poética oral, si bien actualmente los mitos se conocen principalmente
gracias a la literatura griega.
Las fuentes literarias más antiguas conocidas son:
 Los poemas épicos de la Ilíada y la Odisea, atribuidos a Homero y centrados en torno a la guerra
de Troya.
 Dos poemas de Hesíodo, la Teogonía y Trabajos y días, contienen relatos sobre la génesis del
mundo, la sucesión de gobernantes divinos y épocas humanas y el origen de las tragedias
humanas y las costumbres sacrificiales.
 Las obras de los dramaturgos griegos del siglo V aC, como Sófocles, por ejemplo.

La mitología griega ha ejercido una amplia influencia sobre la cultura, el arte y la literatura de la
civilización occidental y sigue siendo parte del patrimonio y lenguaje cultural occidentales. Poetas y
artistas han hallado inspiración en ella desde las épocas antiguas hasta la actualidad y han
descubierto significado y relevancia contemporáneos en los temas mitológicos clásicos.

Los «mitos de origen» o «mitos de creación» representan un intento por hacer comprensible el
universo en términos humanos y explicar el origen del mundo.

Los orígenes
En su Teogonía, Hesíodo empieza con el Caos, un profundo vacío, del cual emergió Gea (la Tierra) y
algunos otros seres divinos primordiales: Eros (Amor), el Abismo (Tártaro) y el Érebo. Sin ayuda
masculina, Gea dio a luz a Urano (el Cielo), que entonces la fertilizó. De esta unión nacieron primero
los Titanes (Océano, Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto, Tea, Rea, Temis Mnemósine, Febe, Tetis y Crono),
luego los Cíclopes de un solo ojo y los Hecatónquiros o Centimanos.

Cronos («el más joven, de mente retorcida, el más terrible de los hijos [de
Gea]») sentía envidia del poder de su padre (Urano). Gea tampoco estaba
muy bien con Urano así que instó a sus hijos para que mataran a su padre.
Ninguno aceptó, excepto Cronos que, con una hoz, castró a Urano y se
convirtió así, en el gobernante de los dioses. De la sangre de Urano,
nacieron los gigantes. Urano juró venganza y llamó a sus hijos titenes (‘los
que abusan’, según Hesíodo la fuente del nombre «Titán», pero esta
etimología es discutible) por exceder sus límites y osar cometer tal acto.
A través de Gea y Urano, que podían conocer el futuro, Crono supo que
estaba destinado a ser derrocado por uno de sus propios hijos. Por eso, se
tragó a todos los hijos que tuvo con Rea (su esposa y hermana): Deméter
(Ceres), Hera (Juno), Hades, Hestia (Vesta) y Poseidón (Neptuno). Cuando
iba a nacer su sexto hijo, Zeus (Júpiter), Rea pidió a su madre que urdiese

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un plan para salvarlos y que así finalmente Crono tuviese el justo castigo a sus actos contra su padre y
sus propios hijos. Rea dio a luz en secreto a Zeus en la isla de Creta y entregó a Crono una piedra
envuelta en pañales, también conocida como Ónfalos, que éste tragó en seguida sin desconfiar
creyendo que era su hijo.

Rea mantuvo oculto a Zeus en una cueva del monte Ida en Creta. Cuando Zeus creció, dio a su padre
una droga que le obligó a vomitar a sus hermanos y a la piedra que habían permanecido en el
estómago de Crono todo el tiempo. Entonces luchó contra él por el trono de los dioses. Al final, con la
ayuda de los Cíclopes (a quienes liberó del Tártaro), Zeus y sus hermanos lograron la victoria,
condenando a Crono y los Titanes a prisión en el Tártaro.

Los titanes no aceptaron a Zeus en el trono, excepto Océano, que sí lo aceptó. Por lo cual, entraron
nuevamente en guerra, en Tesalia. El grupo de Zeus tenía su posición en el monte Olimpo.
Los titanes eran más fuertes que los olímpicos, por lo que iban reduciéndolos de a poco, hasta que
Gea sugirió que liberaran a los cíclopes para que fabricaran rayos y terribles terremotos. La tierra
tembló hasta el fondo del Tártaro porque ahora Zeus aparecía con sus terribles armas y nuevos
aliados. Los rebeldes fueron asesinados o consumidos, o bien arrojados a profundos pozos, bajo rocas
y colinas. Así, Zeus se ganó el derecho de reinar para toda la eternidad. A esta guerra se la suele
llamar la “Titanomaquia”.

Curiosidad. En este link de Youtube: http://www.youtube.com/watch?v=uRGnYkHF-jU) pueden


ver un fragmento del juego de Play God of War, donde se grafica el engaño de Rea y la salvación de
Zeus. Está en inglés, los que puedan lo escuchan tal cual, para los que no comprender bien el inglés,
déjense llevar por las imágenes. Para aquellos que no han jugado todavía al God of War ¡se los
recomiendo! Este video también está subido a nuestro blog, así que pueden visitarlo en esta
dirección: http://cuartocreciente2011.blogspot.com/2011/01/mitologia-griega.htm

Curiosidad. En el episodio G, volumen 7 del cómic manga Saint Seya (Los caballeros del Zodíaco), se
relata la lucha de los Titanes contra Zeus y sus aliados.

Zeus o Júpiter
En tercer y último lugar en el trono del más alto dios se sentó Zeus. Era el dios de la intensa luz
del día, porque, como su nombre indica, tenía control sobre todos los fenómenos de los cielos, y por
tanto de los repentinos cambios de tiempo, de la concentración de las nubes y, sobre todo, el
estallido de una tormenta hacía que su presencia se sintiera como un ser sobrenatural interesado en
los asuntos de la humanidad. De aquí títulos tales como «concentrador de nubes», «dios de la nube
sombría», «fulminador» y «poderoso fulminador», que eran los nombres con los que fue más
frecuentemente invocado. Por otra parte, la serenidad y extensión sin límites del cielo sobre el que
reinaba, combinado con la continua reaparición del día, hacían que se le considerara como un dios
eterno: «Zeus, el que es, fue y será».
Como dios supremo, y así venerado por toda Grecia, se le consideró como padre de los dioses y
de los hombres, el gobernador y conservador del mundo. Se creía que poseía todas las formas de

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poder, estaba dotado de sabiduría, en su dominio sobre la raza humana era inclinado a la justicia y
tenía una bondad y amor sin límites. Zeus regulaba la alternancia del día y de la noche, las estaciones
se sucedían a sus órdenes, los vientos le obedecían, juntaba y esparcía las nubes a su antojo, y
ordenaba a la suave lluvia que cayera para fertilizar campos y prados. Vigilaba la administración de la
ley y la justicia en el Estado, concedía majestad a los reyes y los protegía en el ejercicio de su
soberanía. Observaba atentamente el trato general y los tratos con los hombres —por todas partes
pedía y recompensaba la rectitud, la verdad, la lealtad y la amabilidad; por todas partes castigaba el
mal, la falsedad, la deslealtad y la crueldad—. Como padre eterno de los hombres, se creía que
estaba preparado amablemente a la llamada de los más pobres y más abandonados. El pobre sin
hogar le miraba como un guardián piadoso que castigaba a los duros de corazón, y se complacía en
premiar la piedad y conmiseración. Para ilustrar su reinado en la Tierra vamos a contar aquí una
historia familiar.
Filemón y Baucis, una pareja de edad de la clase más pobre, vivía tranquilamente, llena de piedad hacia los dioses, en su casa de campo
en Frigia, cuando Zeus, que a menudo visitaba la tierra disfrazado, para conocer el comportamiento de los hombres, hizo una visita, al
pasar a Frigia, a estas pobres gentes de avanzada edad y fue recibido por ellos con mucha amabilidad como un cansado viajero, como
lo que pretendía ser. Dándole la bienvenida a la casa, se dispusieron a preparar para su invitado, que iba acompañado de Hermes, una
comida tan buena como podían permitirse, y para este propósito estaban a punto de matar al único ganso que les quedaba, cuando
Zeus intervino; porque se vio conmovido por su amabilidad y genuina piedad, y sobre todo porque no había observado entre los otros
habitantes de la región nada sino disposición cruel y una actitud de reproche y desprecio hacia los dioses. Para castigar esta conducta
determinó castigar al país con una inundación destructora, pero salvar de ella a Filemón y Baucis, la buena y anciana pareja, y
recompensarles de una manera sorprendente. En este momento se reveló ante ellos antes de abrir las puertas de la gran inundación,
transformó la pobre casa de la colina en un espléndido templo, instaló a la pareja como su sacerdote y sacerdotisa, y les concedió su
petición de que ambos morirían juntos. Cuando después de muchos años les llegó la muerte se convirtieron en dos árboles, que
crecieron uno junto a otro en la vecindad —un roble y un tilo.

Mientras que en aventuras de este tipo el supremo dios de los griegos aparece enteramente como un
personaje digno de admiración, se verá cómo muchas otras narraciones lo representan trabajando
bajo la debilidad y el error humanos. La primera esposa de Zeus fue Metis (Inteligencia), una hija del
amistoso titán Océano. Pero como Fate, un ser oscuro y omnisciente, había predicho que Metis daría
a Zeus un hijo que sobrepasaría a su padre en poder, Zeus siguió de cierta forma el ejemplo de su
padre Cronos y se tragó a Metis antes de que diera a luz a su hijo, y luego de su propia cabeza nació la
diosa de la sabiduría, Palas Atenea (Minerva). Luego se casó, se dice, pero sólo durante un tiempo,
con Temis (Justicia) y se convirtió en padre de Astrea y de las Horas. Su principal amor fue, sin
embargo, siempre para Hera (Juno), con sus muchos encantos, que,
tras resistir a sus súplicas durante un tiempo, al final cedió y se
celebró el matrimonio divino en medio de gran alegría, no sólo por
parte de los dioses de los cielos, sino también por parte de otras
deidades, en quienes se había delegado la gerencia del mundo en
varios departamentos, que habían sido invitados y que acudieron
contentos a la espléndida ceremonia.
Hera se convirtió en la madre de Hebe, Ares (Marte) y Héfestos
(Vulcano). Zeus, sin embargo, no permaneció constante y leal al
matrimonio con su hermana y secretamente se entregó a pasiones
con otras diosas, y a menudo, bajo el disfraz de varias formas y
tipos, se acercó incluso a las hijas de los hombres. Hera se indignó
mucho cuando descubrió tales cosas. De estas relaciones secretas
nacieron Perséfone (Proserpina), Apolo y Artemisa (Diana), Afrodita
(Venus), las Musas, Dionisio (Baco), Hermes (Mercurio), Heracles
(Hércules) y otros semidioses.
Ya hemos dicho que Zeus ganó el trono contra Cronos. En esta batalla, Zeus recibió la ayuda de sus
hermanos Poseidón y Hades. Por eso, decidió que ellos podrían tener una parte en la organización del

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mundo: a Poseidón le cayó el control del mar y los ríos, mientras que Hades obtuvo el gobierno del
mundo situado bajo la tierra.
Pero, aunque Zeus y los olímpicos habían derrotado a los titanes, había otra raza que todavía ofrecía
oposición: eran los gigantes (recordemos, habían nacido de la sangre de Urano cuando Cronos lo
hirió). El líder de los gigantes era Porfirio, y su más poderoso combatiente, Alcineo. Zeus y Atenas otra
vez iban perdiendo la batalla, porque los gigantes eran inmunes a las armas de los dioses, pero eran,
sin embargo, vulnerables a las armas de los mortales. Por esta razón, Atenas convocó a Hércules,
quien hirió de muerte al enorme Alcineo.

Una vez terminadas estas guerras, sucedió allí un período llamado la Edad de Plata en la Tierra. Los
hombres entonces eran ricos, como en la Edad de Oro bajo el reinado de Cronos, y vivían en la
abundancia pero aún querían la inocencia y el contento, que eran las verdaderas fuentes de la
felicidad en la época anterior; así, mientras vivían en el lujo y el refinamiento, se hicieron despóticos
en sus formas hasta el máximo grado, nunca estaban satisfechos, y olvidaron a los dioses, a quienes,
en su confianza por la prosperidad y bienestar, les negaron la reverencia que merecían.

Hera o Juno Curiosidad


Hera representa, de alguna manera, el poder femenino
En la película Furia de titanes (Clash
de los cielos, es decir, la atmósfera, con sus
inconstantes y sin embargo fertilizantes propiedades; of the Titans), filmada
mientras que Zeus representa las propiedades de los originariamente en 1981 y cuya
cielos que parecían ser de orden masculino. Cuando remake pudimos ver el año pasado,
este matrimonio se encontraba todo era armonía, paz y
se muestra esta época dorada en la
prosperidad. Sin embargo, como las repentinas y
violentas tormentas, que en ciertas ocasiones rompen cual, los hombres, ante la riqueza y
la paz del cielo de Grecia, los encuentros de esta pareja la opulencia, comienzan a olvidar a
divina a menudo terminaban en peleas temporales y los dioses, quienes toman
riñas, cuya culpa se atribuía frecuentemente a Hera; los
venganza.
poetas, y sobre todo Homero, la describen como muy
celosa, enfadada y peleona, y su carácter como
altanero y orgulloso, frío y no libre de amargura. Podemos leer algunas de estas escenas de discordia
en ciertos pasajes de La Ilíada, como cuando (Ilíada, I, 586) Zeus realmente la golpeó y expulsó a su
hijo Héfestos fuera del Olimpo; o cuando (Ilíada, XV, 18), vejada por su plan contra Hércules, la colgó
fuera del Olimpo con dos grandes pesos (tierra y mar) atados a sus pies y sus brazos atados con
cadenas de oro; u otra vez (Ilíada, I, 396) cuando Hera, con Poseidón y Atenea, intentaron encadenar
a Zeus, y hubieran tenido éxito si Tetis no hubiera traído en su ayuda al gigante del mar Egon.
Hera era el ideal de la virtud de las mujeres, por eso, se dice que castigaba, sobre todo, a las mujeres
con quien Zeus había intimado, como, por ejemplo, Semele, la madre de Dionisio, o Alcmena, la
madre de Hércules.

Poseidón o Neptuno
A Poseidón le tocó el control del elemento agua, y él de igual forma fue concebido como un dios, en
cuyo carácter y acciones fueron reflejados los fenómenos de ese elemento, ya como el ancho mar
navegable o como la nube que da fertilidad a la tierra, crecimiento al grano y a la vid, o como la
fuente que refresca al hombre, al ganado y a los caballos. Un apropiado símbolo de su poder, por
tanto, fue el caballo, admirablemente adaptado tanto para la labor como para la batalla, mientras
que su rápido movimiento se compara primorosamente con el avance de una ola espumosa del mar.
«Engancha al carro», canta Homero en La Ilíada, «sus rápidos corceles, con pies de cobre y manos de
oro, y él mismo, vestido de oro, conduce sobre las olas. Las bestias del mar juegan a su alrededor. El

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mar se alegra y le abre camino. Sus caballos aceleran con ligereza y nunca ni una gota toca el eje de
cobre.»
Puede haber sido para ilustrar una tendencia del mar a invadir muchos lugares de la costa, así como
para mostrar la importancia ligada a una fuente de agua, por lo que se originó el mito que nos cuenta
la disputa entre Poseidón y Atenea por la soberanía de la tierra de Ática. Para arreglar la disputa, los
dioses acordaron que aquel de los dos que llevara a cabo la mayor maravilla, y al mismo tiempo
concediera el mayor regalo a la Tierra, sería nombrado para gobernar sobre ella. Con un toque de su
tridente Poseidón hizo que una salobre fuente manara en la acrópolis de Atenas, una roca de
cuatrocientos pies de altura, y que anteriormente no tenía nada de agua. Cuando le tocó el turno a
Atenea hizo que el primer olivo creciera de la misma roca baldía, y desde entonces fue considerado
como el mayor beneficio que se podía conceder, obteniendo por todos los tiempos la soberanía sobre
la tierra, que acto seguido Poseidón inundó por despecho.

La religión griega
Los griegos, como muchos pueblos de la Antigüedad, eran politeístas6. Creían que el destino de los
hombres era gobernado por una multitud de dioses que vivían en el monte Olimpo; por eso, se los
llamaba "los olímpicos". Esta concepción religiosa es el producto final de una larga evolución en el
tiempo que comenzó en la prehistoria.

¿Cómo eran los dioses?


Los dioses griegos tenían forma humana (a esta característica se la llama "antropomorfismo" 11). Su
apariencia era semejante a la de los hombres, pero estaban constituidos por una sustancia más
noble, porque no comían pan ni tomaban vino, y por sus venas no corría la sangre, sino un fluido
eterno. Tenían su morada en el monte Olimpo, excepto Hades y Perséfone, su esposa, que habitaban
bajo tierra, en el Reino de los Muertos, y las divinidades relacionadas con el agua, que se distribuían
en fuentes, ríos y mares.

Los atributos divinos


Cada uno de los dioses regía una esfera de la existencia humana: el Amor, la Guerra,
etcétera. Los dominios de cada divinidad eran muy amplios. Apolo, por citar un caso, regía
las artes, las profecías y los juramentos; el arco y la lira le pertenecían, al igual que el laurel;
influía en el crecimiento del ganado; era protector de la juventud y de los ejercicios
gimnásticos; lo invocaban los marineros, que lo adoraban representado con la forma de un
delfín. El resto de los dioses tenía una esfera de influencia igualmente amplia. Aunque, a
veces, estas divinidades se peleaban, rápidamente se reconciliaban. No podía haber entre
ellos enfrentamientos duraderos, ya que simbolizaban el orden del universo, el cosmos.
Como veremos a continuación, el comportamiento de los dioses griegos carece de la
dimensión ética que revisten las divinidades de otras religiones.
Cierta vez, Atenea, venerada como inventora y como protectora de las artes textiles, se
presentó a un concurso de tejido disfrazada de mujer mortal. Compitió con la princesa lidia
Aracne, que había tejido un bellísimo paño en el cual aparecían representados los amores de
los dioses del Olimpo. Atenea examinó atentamente la obra de su oponente, tratando de
encontrarle algún defecto, pero no pudo hallar ninguno. Entonces rompió el paño
encolerizada y, para vengarse, convirtió a la princesa Aracne en una araña.

6 La palabra politeístas proviene del griego: poli, "muchos", y theo, "dios".


11 Del griego: anthropos, "hombre", y morphos, "forma".
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Otra peculiaridad de estos dioses es su corporeidad: no se trata de seres espirituales ni de


principios inmateriales, sino que pueden volverse visibles para los mortales y viven en un
lugar geográfico concreto, dentro del mundo que habitan los humanos.
Esto se comprende si se tiene en cuenta que, para la religión griega, todas las dimensiones
de la existencia humana eran regidas por los dioses. El mundo se consideraba como una
unidad inseparable.

La función de los poetas


Las religiones llamadas "orientales" (la hebrea, la mahometana, incluso, la budista y la persa)
tienen profetas, hombres elegidos por la divinidad para guiar a sus fieles y revelarles sus
designios. Son ellos quienes escriben las escrituras sagradas (la Biblia, el Corán) en las que se
exponen los preceptos religiosos.
En la civilización helénica, en cambio, son los poetas los encargados de divulgar los mitos de
los dioses. La obra de Homero (quien se supone que vivió en el siglo IX a. C.) es la fuente
principal de los mitos helénicos. Las musas, divinidades protectoras de las artes, eran
quienes inspiraban a los creadores sus producciones artísticas. Cuando Zeus hubo ordenado
el mundo, los dioses se asombraron de su magnificencia. El padre de los dioses les preguntó
si les parecía que carecía de algo. Ellos le respondieron que faltaba una voz para alabar la
creación con palabras y con música. Entonces, Zeus creó a las musas.

La vida después de la muerte


Muchas religiones actuales consideran que el hombre puede acceder, después de la muerte,
a un premio o a un castigo eternos, según su comportamiento en la vida terrenal. Esta idea
hubiera sonado muy extraña a los oídos de los griegos pues, para ellos, sólo la vida tenía
valor. Cuando el hombre moría, se transformaba en una sombra que debía vagar
eternamente por el reino de Hades. Salvo unas pocas excepciones, no recibía el hombre un
premio o un castigo.

El culto a los dioses


Los dioses helénicos no le pedían al hombre que cumpliera con determinados preceptos
morales, pero exigían respeto y honores. Los mortales, además, debían honrarlos a todos por
igual: aquel que despreciaba a un dios en favor de otro, generalmente, sufría un castigo.
Hipólito, el hijo de Teseo, veneraba a Artemisa, patrona de la caza, pero despreciaba a
Afrodita, diosa de la belleza y del amor, ya que no quería tener relación con mujer alguna.
Esto fue considerado una ofensa por Afrodita, que acabó con la vida del joven. Algo
semejante le ocurrió a Paris, príncipe de Troya. Cuando debió juzgar la belleza de tres diosas
y favorecer solamente a una con su fallo, atrajo sobre sí la ira de las dos que se sintieron
despreciadas.

Los héroes
Al unirse los dioses con diversos mortales, se originan los héroes, también llamados
"semidioses". El caudal más importante de los relatos míticos de la civilización griega gira en
torno a estos hombres excepcionales.
¿Cómo identificarlos? A pesar de su diversidad, los héroes tienen rasgos que permiten
diferenciarlos. En primer lugar, su figura se destaca porque tiene una marca, al igual que

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sucede con los superhéroes actuales, como Superman, Batman o el Hombre Araña. En
algunos casos, la marca es un rasgo físico: el guerrero Aquiles sobresalía por la velocidad y
por la fuerza, y Edipo tenía los tobillos marcados. La señal distintiva puede ser también un
objeto que se relacione con el héroe: Heracles cargaba sobre sus espaldas la piel del león de
Nemea, que ninguna arma podía atravesar. En otros casos, la individualización está dada por
un rasgo interno, como en el caso de Odiseo (a quien los romanos llamaron Ulises), que
sobresalía por su astucia.
Además, el héroe debe encarnar los ideales morales de su época. Si comparamos, por
ejemplo, a los protagonistas de las epopeyas atribuidas a Homero, La Ilíada y La Odisea,
notamos que, mientras que en Aquiles se valoran las cualidades del guerrero –como la fuerza
y la destreza en el campo de batalla–, en Odiseo, se destaca la inteligencia por encima de la
fuerza física. Esto se comprende porque Aquiles representa el ideal de una Grecia que se
consolida como nación; en tanto que La Odisea, obra posterior, retrata una sociedad ya
afianzada, que valora en mayor medida lo intelectual.

Los oráculos
Las moiras eran las encargadas de ejecutar el destino que los dioses determinaban para cada
ser humano. Por eso, los griegos le otorgaban especial importancia a la predicción del futuro
y desarrollaron diversos métodos para conocer la voluntad de los dioses.
Uno de ellos era recurrir a los adivinos; pero el método más popular para conocer las
decisiones de los dioses consistía en consultar los oráculos, templos en los cuales sacerdotes
o sacerdotisas, consagrados a un dios, comunicaban a los fieles los designios de la divinidad.
El más importante de los oráculos fue el de Delfos, dedicado al dios Apolo. Las consultas se
efectuaban en fechas fijas, según el calendario religioso del dios, y a quienes acudían se les
cobraba un impuesto acorde con el tipo de asunto que querían consultar. Después de un
sacrificio ritual, los fieles eran admitidos en el templo, y los sacerdotes conducían a la Pitia –
como llamaban a la sacerdotisa– hasta una habitación en la que sólo ella podía ingresar.
Desde allí, transmitía los oráculos que Apolo le inspiraba.
Cómo procedía la sacerdotisa para dar sus oráculos es aún un misterio. Algunos afirman que
entraba en un trance hipnótico provocado por los vapores de ciertas hierbas que se
quemaban en la habitación; otros sostienen que masticaba hojas de laurel, que tenían un
efecto tóxico...; pero nada de esto ha podido ser comprobado.

Los relatos
Orfeo y Eurídice
Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira,
instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve
cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de
los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del
río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo

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una túnica ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara
a cara un instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente
por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico
y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de
tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es
otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa
siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse...
¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades,
que están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante
esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución.
Pero la hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se
precipita en un bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de
sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera
del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la
muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los
invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo.
Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades
repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan

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Literatura – 4to año secundaria Instituto Concordia año 2011

hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan
desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!
Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las hamadríades, emocionadas, le
murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los
infiernos, donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la
razón? ¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible
monstruo Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las
tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en
devolvérmela. ¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor!
La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería
una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna; se ha lanzado sin
temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Ense-
guida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso
río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas
por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y
sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en
muchedumbre para oír a este audaz viajero que viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para
llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las
almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo deja en la
otra orilla, frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el
temible dios de los infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las
fauces de sus tres cabezas; sus ladridos llenan la caverna.
Hades mira despectivo al intruso:
—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella
Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo,
poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al
mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido
por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos?
¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí
toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en
tus infiernos!

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Literatura – 4to año secundaria Instituto Concordia año 2011

Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la
cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea: acepto que partas con
tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra
separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis dominios. Pues serás
tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni
hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que
Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arrancan lágrimas
de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios
y se cuida de no abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se
bambolea por segunda vez. ¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo
barquero emprende el camino contra la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al mundo de los vivos...
Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caverna, adivina el roce
de un vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice!
Escala las rocas de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando
demasiado? ¿Y si ella se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus
espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo
lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo
conoce la crueldad de la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los
desdichados humanos! Para darse ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y
Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un
eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el
camino de los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!
Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos aquellos que cruzó en su
camino. La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que
antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que
aprender a olvidar.

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Literatura – 4to año secundaria Instituto Concordia año 2011

—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar,
sino mi excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar: día y noche quiere
comunicar a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo
molesto y constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las
bondades de Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!
Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está
en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cor-
tejan de cerca a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su
camino, unas muchachas lo llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a menudo, en bailes
desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su
grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a
permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni
deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae
menos que la muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a
rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdichado
poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más
cercano. Otra recoge su lira y también la tira al agua.
La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado.
Piadosamente, las musas recogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo
digno de su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa
belleza. Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja.
Es Orfeo llamando a Eurídice.

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Sísifo (Robert Graves)


Sísifo, rey de Corinto, que construyó la primera flota de los corintios, poseía un gran rebaño. Su
vecino Autólico tenía otro más pequeño. Autólico se había portado bien con Maya, antes de
nacer Hermes, ocultándola en su casa cuando la celosa diosa Hera quería matarla. Hermes,
agradecido, le dio a Autólico el poder mágico de convertir a los toros en vacas y de cambiar
el color de blanco a rojo, o de negro a moteado. Autólico, que era un ladrón muy listo, a
menudo robaba el ganado de Sísifo en los pastos cercanos a su propiedad y convertía los
toros blancos en vacas rojas, y los toros negros en moteados. Sísifo se dio cuenta de que su
rebaño menguaba y que el de Autólico era cada día más numeroso. Sospechaba de Autólico,
pero nunca podía probar que fuera el ladrón. Por fin, se le ocurrió la idea de marcar las
pezuñas de los animales que le quedaban con las letras SIS (abreviatura de Sísifo). Cuando
desaparecieron más animales, Sísifo envió a sus soldados al campo donde estaba el rebaño
de Autólico y les ordenó que examinaran las pezuñas de todas las reses: encontraron cinco
animales marcados con las letras SIS.
—Yo no los he robado —afirmó Autólico—. Son míos. ¿Desde cuándo tiene Sísifo algún animal de
este color? Sísifo debe de haber entrado en mis pastos y marcado las pezuñas.
Todo el mundo discutía y gritaba. Mientras tanto, Sísifo se vengó. Entró en la casa de Autólico y se
fugó con su hija, con quien tuvo a Odiseo, el más listo de los griegos que lucharon en Troya.
Un día, el dios-río Asopo se apareció ante Sísifo y le dijo:
—Tienes la mala fama de fugarte con las hijas de los demás. ¿Te has llevado a la mía?
—No —contestó Sísifo—. Pero sé donde está.
—¡Dímelo!
—Primero, haz que nazca un manantial en la colina donde estoy construyendo mi nueva ciudad.
Asopo golpeó el suelo con una vara mágica e hizo brotar el manantial, al lado del cual Belerofonte
capturaría a Pegaso. Sísifo dijo entonces:
—Zeus se ha enamorado de tu hija. Están caminando cogidos de la mano por el bosque de aquel
valle.
Asopo, muy enfadado, fue en busca de Zeus, que había dejado sus rayos descuidadamente colgados
de un árbol. Cuando Asopo corrió hacia él con su vara, Zeus escapó y se disfrazó de roca. Asopo pasó
de largo y Zeus volvió a su forma verdadera, recogió sus rayos y le lanzó uno a Asopo, que desde
entonces cojearía de su pierna herida. Zeus ordenó a su hermano Hades que arrestara a Sísifo y que
lo castigara con gran severidad por haberle revelado a Asopo un secreto divino.
Hades entonces fue a ver a Sísifo.
—Ven conmigo —le dijo.
—Por supuesto que no. El dios que viene a buscar a los espíritus es Hermes, no tú. Además, yo no voy
a morir todavía. ¿Qué llevas en esa bolsa?
—Esposas, para evitar que te escapes.
—¿Qué son esposas?
—Unos brazaletes de acero, encadenados entre sí. Los inventó Hefesto.
—Enséñame cómo funcionan.
Hades se puso las esposas a sí mismo y Sísifo las cerró con rapidez. Luego, desencadenó a su perro y
puso el collar de éste alrededor del cuello de Hades.
—Ahora, te tengo asegurado, rey Hades —rió.
Pese a que Hades rabió y lloró, Sísifo lo mantuvo encadenado a la caseta del perro durante un mes.
Nadie pudo morirse mientras Hades estuvo preso. Pero cuando Ares, dios de la guerra, descubrió que
las batallas se habían convertido en luchas fingidas porque nadie moría, fue a ver a Sísifo y lo
amenazó con estrangularlo.
—Es inútil tratar de matarme —dijo Sísifo—. Tengo al rey Hades encadenado en la caseta del perro.

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Literatura – 4to año secundaria Instituto Concordia año 2011

—Lo sé, pero puedo apretarte la garganta hasta que la cara se te ponga negra y la lengua te cuelgue.
No te gustaría nada. También puedo cortarte la cabeza y esconderla. ¡Libera al rey Hades ahora
mismo!
Rezongando, Sísifo hizo lo que le ordenaba Ares. Luego, se fue con él al Tártaro y le dijo a la reina
Perséfone:
—No puedo aceptar que me traigan aquí de esta forma. Ni siquiera me han enterrado como es
debido. El rey Hades debería haberme dejado al otro lado de la laguna Estigia, donde los jueces no
pueden castigarme.
—Muy bien —contestó Perséfone—. Puedes volver a subir y arreglarlo todo para ser enterrado con
un óbolo debajo de la lengua, pero vuelve mañana sin falta.
Sísifo se fue a casa riendo. Llegó el día siguiente y Sísifo no regresó, así que Hades envió a Hermes
para buscarlo.
—¿Por qué? —preguntó Sísifo—, ¿acaso las parcas han cortado el hilo de mi vida?
—Sí —respondió Hermes—. Vi cómo lo hacían. No tenías que haber revelado el secreto de Zeus a
Asopo.
Sísifo suspiró.
—De todas formas, le obligué a que hiciera aparecer un magnífico manantial de agua para Corinto.
—Ven, sígueme, y basta de trucos, por favor.

En el infierno Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera
empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia
abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio (Odisea, xi. 593).

«Y vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme


piedra entre sus brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y
empujaba la piedra hacia arriba, hacia la cumbre, pero cuando iba a
trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía volver una y otra vez y
rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él la
empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el sudor se deslizaba
por sus miembros y el polvo caía de su cabeza.” (La Odisea, Homero)

De acuerdo con la teoría solar, Sísifo es el disco del sol que sale cada mañana y después se
hunde bajo el horizonte. Otros ven en él una personificación de las olas subiendo hasta cierta
altura y entonces cayendo bruscamente, o del traicionero mar. Welcker ha sugerido que la
leyenda es un símbolo de la vana lucha del hombre por alcanzar la sabiduría. S. Reinach sitúa
el origen de la historia en una pintura, en la que Sísifo era representado subiendo una enorme
piedra por el Acrocorinto, símbolo del trabajo y el talento involucrado en la construcción del
Sisypheum. Cuando se hizo una distinción entre la almas del infierno, se supuso que Sísifo
estaba empujando perpetuamente la piedra cuesta arriba como castigo por alguna ofensa
cometida en la Tierra, y se inventaron varias razones para explicarla.

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Cuarto creciente - LENGUA 2011

Los trabajos de Heracles


Heracles, a quien los romanos llamarían Hércules, era
hijo de Zeus y de Alcmena, una princesa de Tebas. Hera,
enojada porque Zeus había llevado a cabo otro de sus
casamientos con mujeres mortales, envió dos
horrorosas serpientes para que mataran a Heracles
cuando aún era un bebé. Heracles y su hermano gemelo
Ificles dormían en un escudo que les servía de cuna,
cuando las serpientes reptaron hacia ellos. Ificles gritó y
rodó fuera del escudo. Pero Heracles, un niño
inmensamente fuerte, tomó a las serpientes por el
cuello, una en cada mano, y las estranguló. Cuando era
un muchacho, Heracles se interesaba más por la lucha
que por la lectura, la escritura o la música. También
prefería la carne asada y el pan de cebada a los pasteles
de miel o de frutas. Pronto, se convirtió en el mejor
arquero, el mejor luchador y el mejor boxeador que
existía. (...)
Tiempo más tarde, Alcmena se casó con Anfitrión, rey
de Tebas. Euristeo, el gran rey de Grecia, quería
desterrar a Anfitrión. Pero este, noblemente, se ofreció
a Euristeo para ser su esclavo durante noventa y nueve 1 Hidra antigua en una de las cartas del Magic
meses, si le permitía quedarse y conservara el trono.
Hera advirtió a Euristeo:
—Acepta, pero encarga a Heracles los diez trabajos más peligrosos que puedas elegir, y que los
cumpla todos dentro de los noventa y nueve meses. Lo quiero muerto.

PRIMER TRABAJO
El primer trabajo que Euristeo ordenó a Heracles fue matar al león de Nemea, una enorme bestia,
cuya piel era resistente a la piedra, al cobre y al hierro. Aquel monstruo vivía en una cueva en las
montañas. (...) Heracles consiguió meter la cabeza del león bajo el brazo derecho y aplastarla hasta
que la bestia murió. Heracles despellejó al león usando una de las garras del mismo animal como
cuchillo y luego se cubrió con la piel. Después, se fabricó una nueva maza de madera de olivo y se
presentó ante Euristeo.

SEGUNDO TRABAJO
El segundo trabajo era mucho más peligroso: matar a la monstruosa hidra de los pantanos de
Lerna. Esta bestia tenía el cuerpo grande, como el de un perro, y ocho cabezas de serpiente con
largos cuellos. Heracles le disparó flechas ardiendo cuando salía de su agujero bajo las arenas de
un pantano. Luego, corrió hacia ella y le golpeó las ocho cabezas. Pero conforme las aplastaba, iban
apareciendo otras en su lugar. Un escorpión, enviado por Hera, se le acercó rápidamente y le
mordió el pie: Heracles lo aplastó de un pisotón. Al mismo tiempo, desenvainó su afilada espada
de empuñadura de oro y llamó a Yolao, el conductor de su carro. Yolao trajo inmediatamente una
antorcha y, cuando Heracles cortaba una cabeza, sellaba el cuello con fuego para evitar que
surgiera una nueva. Fue el final de la hidra. Heracles mojó sus flechas en su sangre venenosa.
Quien fuera herido con ellas moriría dolorosamente.

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Cuarto creciente - LENGUA 2011

TERCER TRABAJO
El tercer trabajo fue capturar la cierva de Cerinia, una cierva blanca con pezuñas de bronce y
cuernos de oro que pertenecía a la princesa Artemisa. Heracles tardó un año entero en
encontrarla. La persiguió por montañas y valles de toda Grecia, hasta que al final le disparó una
flecha sin veneno, cuando pasó corriendo cerca de él. La flecha se clavó entre el tendón y el hueso
de sus patas delanteras, que quedaron ensartadas, sin derramar una sola gota de sangre. Cuando
tropezó y cayó, Heracles la apresó, le extrajo la flecha y se la llevó a Euristeo sobre los hombros.
Artemisa se habría enfurecido si Heracles hubiera dañado a su cierva y, además, lo perdonó por su
certero flechazo. Después, Euristeo liberó a la cierva.

CUARTO TRABAJO
El cuarto trabajo fue apresar al jabalí de Erimanto, una enorme criatura con unos colmillos como
los de un elefante y una piel resistente a las flechas. Heracles lo persiguió por las montañas de aquí
para allá, en invierno, hasta que quedó atrapado en un gran montículo de nieve. Allí, saltó sobre él
y le ató las patas delanteras a las traseras. Cuando Euristeo vio a Heracles cargando el jabalí a su
espalda por la avenida de palacio, huyó y se escondió en una gran vasija de bronce.

QUINTO TRABAJO
El quinto trabajo fue limpiar el inmundo establo del rey Augías en un solo día. Augías tenía muchos
millares de animales y nunca se había preocupado de eliminar sus excrementos. Euristeo le
encargó esta tarea a Heracles sólo para molestarlo, esperando que se cubriera de inmundicia,
cuando cargara el estiércol en las cestas para llevárselo. Augías sonrió a Heracles con desprecio:
—Te apuesto veinte vacas contra una, a que no puedes limpiar el establo en un solo día.
—De acuerdo —dijo Heracles.
Blandió su maza, derribó la pared del establo, cogió un pico y cavó rápidamente unos canales
profundos desde dos ríos cercanos. El agua de los ríos atravesó el establo y lo dejó limpio en un
momento.

SEXTO TRABAJO
Como sexto trabajo, Euristeo le dijo a Heracles que expulsara ciertas aves caníbales con plumas de
bronce del lago Estínfalo. Estos animales parecían grullas, pero tenían picos capaces de hacer
pedazos una coraza de hierro. Heracles no podía nadar en los pantanos, porque el agua estaba
turbia, y tampoco podía cruzarlos caminando, porque el barro no aguantaría su peso. Cuando
disparó a los pájaros, las flechas rebotaron en sus plumas.
La diosa Atenea se le apareció entonces y le dio un unos címbalos de bronce.
—¡Agítalos! —le ordenó.
Heracles lo hizo y las aves levantaron el vuelo, aterrorizadas. Disparó, mató a docenas de ellas, ya
que en la parte inferior de sus cuerpos no tenían plumas de bronce, y las obligó a huir en dirección
al mar Negro. Ninguna volvió jamás.

SÉPTIMO TRABAJO
El séptimo trabajo fue capturar un toro que aterrorizaba Creta. Perseguía granjeros y soldados,
destruía cabañas y almacenes, arrasaba campos de maíz, y asustaba a mujeres y niños. Este animal
había aparecido cuando el hijo de Europa, Minos, dijo a los cretenses:
—¡Soy el rey de esta isla! ¡Dejemos que los dioses me envíen una señal para probarlo!

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Cuarto creciente - LENGUA 2011

Mientras hablaba, los cretenses vieron cómo un toro muy blanco de cuernos dorados salió
nadando del mar. Pero en lugar de sacrificar el hermoso animal a los dioses, como era deber,
Minos lo conservó y sacrificó otro. Así que Zeus lo castigó, permitiendo que el toro escapara y
causara desgracias en toda Creta.
Heracles siguió al toro hasta un bosque. Allí, se subió a un árbol, esperó que el animal pasara y
saltó sobre su lomo. Tras un difícil forcejeo, consiguió clavarle una anilla en la nariz y, cruzando el
mar con unas riendas atadas a su morro, se lo llevó a Euristeo.

OCTAVO TRABAJO
El octavo trabajo fue capturar las cuatro yeguas salvajes del rey Diomedes de Tracia. Diomedes
alimentaba a estas yeguas con la carne de los extranjeros que visitaban su reino. Heracles viajó
hasta Tracia y se acercó al palacio real; fue directo a las cuadras de Diomedes, echó a los mozos y
condujo a las yeguas, que se caían y coceaban, hasta la costa. Alertado por el ruido, Diomedes
llamó a los guardias de palacio y salió en su persecución. Heracles dejó las yeguas a cargo de su
mozo Abdero y volvió para luchar. La batalla fue corta. Dejó sin sentido a Diomedes con su maza e
hizo que las yeguas se lo comieran vivo, como venganza por la muerte de Abdero que, poco antes,
al no haber podido controlar a las yeguas, había sido devorado por las mismas. Antes de
marcharse, Heracles también instituyó unos juegos fúnebres anuales, en memoria de Abdero. Ya
de regreso, cuando Heracles vio que su barco era demasiado pequeño para que cupieran las cuatro
yeguas, las enjaezó al carro de Diomedes, abandonó el barco y volvió, de este modo, a casa,
cruzando Macedonia.

NOVENO TRABAJO
El noveno trabajo fue conseguir el famoso cinturón de oro de Hipólita, la reina de las amazonas
que vivía en la costa sur del mar Negro, y regalárselo a la hija de Euristeo. Heracles llegó a
Amazonia sin novedad. Allí, la reina Hipólita se enamoró de él y podría haber conseguido el
cinturón como un simple regalo. Sin embargo, la diosa Hera, con rencor, se disfrazó de amazona y
esparció el rumor de que Heracles había venido para secuestrar a Hipólita y llevársela a Grecia. Las
amazonas, indignadas, montaron en sus caballos y fueron a rescatarla, lanzando flechas contra
Heracles, mientras se acercaban. Aunque Heracles rechazó el ataque, Hipólita resultó muerta en la
confusión de la batalla. Así que Heracles cogió el cinturón de su cadáver y se fue apenado. Le
hubiera gustado casarse con Hipólita y le molestó mucho tener que darle el cinturón a la hija de
Euristeo.

DÉCIMO TRABAJO
El décimo trabajo de Heracles fue robar un rebaño de bueyes del rey Geríones, que vivía en una
isla cerca de la corriente de Océano. Geríones tenía tres troncos con sus respectivas cabezas, pero
un solo par de extremidades. Hera esperaba que Heracles fracasara en este último trabajo o, al
menos, que no tuviera tiempo de cumplirlo, antes de que expirara el plazo de noventa y nueve
meses. Cuando llegó al extremo occidental del mar Mediterráneo, donde España y África se unían
en aquel tiempo, Heracles abrió un estrecho entre ellas. Los acantilados de cada lado se llaman,
aún hoy, las Columnas de Hércules. Luego, navegó adentrándose en el Océano, en una barca de
oro que le prestó el Sol y usando la piel de león como vela. Cuando llegó a la isla de Geríones,
Heracles fue atacado por un perro bicéfalo y por un pastor de Geríones, a los que abatió de un
mazazo. Finalmente, Geríones salió corriendo de su palacio, como si se tratase de una fila formada
por tres hombres. La diosa Hera, entonces, intentó ayudar a Geríones deslumbrando con un espejo
a Heracles, pero éste esquivó el destello y mató a Geríones con una flecha, que atravesó a la vez

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los tres troncos. Luego, disparó también contra Hera, hiriéndola en un hombro. La diosa se fue
entonces volando a suplicar a Apolo y a Artemisa, para que le extrajeran la flecha y la curaran.
Heracles cruzó los Pirineos con los bueyes y recorrió la costa meridional de Francia. Pero en los
Alpes, un mensajero de Hera le dio a propósito una orientación errónea. Giró hacia el este y bajó
hasta el estrecho de Mesina, antes de darse cuenta de que estaba en Italia y no en Grecia. Muy
enfadado, se dio media vuelta y perdió todavía más tiempo en lo que hoy es Trieste, porque Hera
envió tábanos, para que picasen a los bueyes en sus partes más sensibles. Los animales salieron de
estampida hacia oriente y Heracles tuvo que seguir sus huellas durante ochocientos o mil
kilómetros hasta Crimea, donde una horrible mujer con cola de serpiente le prometió ponerlos en
la dirección correcta, con la condición de que la besara tres veces. Heracles lo hizo, aunque de muy
mala gana, y por fin llegó a Grecia sano y salvo con los bueyes, justo cuando terminaba el plazo de
noventa y nueve meses.
Ahora, Heracles debía ser liberado pero, aconsejado por Hera, Euristeo le dijo:
—No has cumplido correctamente mi segundo trabajo, porque pediste ayuda a Yolao, para matar
la hidra. Y tampoco hiciste bien el quinto trabajo, porque Augías te pagó por limpiar su establo.
—¡Qué injusticia! —gritó Heracles—. Pedí ayuda a Yolao, porque Hera intervino: envió un
escorpión para que me mordiera el pie. Y, aunque es cierto que Augías apostó conmigo veinte
reses contra una a que no podría limpiar su establo en un día, yo hubiera hecho el trabajo de todos
modos.
—¡No discutas, por favor! Hiciste la apuesta, de manera que, en lugar de trabajar sólo para mí,
conseguiste veinte cabezas de ganado de otro hombre.
—¡Tonterías! Augías no me pagó. Dijo que yo no había limpiado el establo, que lo había hecho un
dios-río.
—Tenía razón. El trabajo no lo hiciste tú. Debes hacer dos más, pero puedes dedicarles el tiempo
que necesites.
—De acuerdo —dijo Heracles—. Y si vivo para cumplirlos, le sucederá lo peor a tu familia.
Euristeo había planeado dos nuevos trabajos muy peligrosos. El primero era conseguir las
manzanas de oro de las hespérides, ninfas que vivían en el Lejano Occidente. Estas manzanas eran
el fruto de un árbol que la Madre Tierra le ofreció a Hera como regalo de boda. Las hespérides,
hijas del titán Atlas, cuidaban del árbol, y Ladón, un dragón que nunca dormía, lo vigilaba dando
vueltas a su alrededor.
Heracles viajó al Cáucaso para pedir consejo a Prometeo. Éste le
dio la bienvenida y le dijo:
—Por favor, ahuyenta a esa águila; no me deja pensar con
claridad.
Heracles ahuyentó el águila, pero además disparó contra ella y
la mató. Luego, pidió a Zeus que perdonara a Prometeo. Zeus
decidió que el castigo ya había durado bastante y permitió que
Heracles rompiera las cadenas, pero ordenó a Prometeo que
llevara siempre un anillo de hierro en un dedo. Así fue cómo los
anillos se pusieron de moda por primera vez.
Prometeo advirtió a Heracles: le dijo que no recogiera las
manzanas él mismo, porque cualquier mortal que lo hiciera
moriría en el acto.
—Convence a algún inmortal para que las recoja —le sugirió.
Tras una fiesta de despedida, Heracles partió por mar hacia Marruecos y, al llegar a Tánger, caminó
tierra adentro hasta el lugar donde Atlas, el titán rebelde, sostenía la bóveda celeste. Heracles le
preguntó:

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—Si me hago cargo de tu trabajo durante una hora, ¿querrías recoger para mí tres manzanas del
árbol de tus hijas?
—Claro —dijo Atlas—, si tú matas antes al dragón que nunca duerme.
Heracles apuntó con su arco por encima del muro del jardín y mató al dragón. Luego, se puso de
pie detrás de Atlas y, separando las piernas, se colocó todo el peso de la bóveda celeste sobre la
cabeza y los hombros. Atlas trepó por el muro, saludó a sus hijas, robó las manzanas y le gritó a
Heracles:
—Hazme el favor de quedarte aquí un poco más, mientras le llevo estas tres manzanas a Euristeo.
Con mis enormes piernas, estaré de vuelta dentro de una hora.
Heracles, que sabía que Atlas nunca entregaría las manzanas a Euristeo y que su idea era la de
rescatar a los demás titanes para empezar una nueva rebelión, simuló que le creía.
—Encantado —contestó—, pero antes sosténme un momento el peso, mientras doblo esta piel de
león y me hago un cojín para la cabeza.
Atlas dejó las manzanas en el suelo e hizo lo que le pedía Heracles. Éste entonces recogió las
manzanas y, antes de irse, le dijo:
—Has intentado engañarme —le comentó, riéndose—, pero yo te he engañado a ti. ¡Adiós!
Cuando regresaba a casa cruzando Libia, un gigante llamado Anteo, hijo de la Madre Tierra, desafió
a Heracles a un combate. Heracles se embadurnó por completo de aceite para que Anteo no
pudiera sujetarlo con firmeza. Anteo, en cambio, se restregó el cuerpo con tierra. Cada vez que
Heracles tumbaba a Anteo, veía sorprendido cómo el gigante se levantaba más fuerte que antes,
porque el contacto con su madre, la Tierra, le renovaba su fuerza. Heracles vio lo que tenía que
hacer: levantó a Anteo del suelo, le rompió las costillas y lo mantuvo separado de la Madre Tierra
hasta que murió. Un mes después, Heracles le entregó las manzanas a Euristeo sin novedad.

ÚLTIMO TRABAJO
El último y peor de los trabajos fue capturar al can Cerbero y arrastrarlo a la superficie desde el
Tártaro. Al recibir esta orden, Heracles fue a Eleusis para purificarse. Allí se celebraban los misterios
de Deméter. Limpio de todo pecado, Heracles bajó con valentía hasta el Tártaro, pero Carente no
quiso transportar a un mortal hasta la otra orilla de la laguna Estigia.
—Destruiré tu barca —le amenazó Heracles— y te cubriré de flechas como un erizo está cubierto
de púas.
Caronte tembló de terror y lo llevó al otro lado. Más tarde, Hades castigó a Caronte por su
cobardía.
Heracles vio a Teseo y Pirítoo pegados al banco de Hades, mientras las furias los azotaban. Tiró de
Teseo con enorme fuerza y lo arrancó del asiento, pero Teseo perdió un buen trozo de espalda.
Luego, vio que era imposible liberar también a Pirítoo, si no era con un hacha, así que lo dejó allí.
Perséfone salió corriendo del palacio y cogió a Heracles de las manos:
—¿Puedo ayudarte, querido Heracles? —preguntó.
—Majestad, te ruego que me prestes a tu perro guardián durante unos días. Podrá volver a casa
enseguida, cuando se lo haya enseñado a Euristeo.
Perséfone dirigió sus ojos hacia Hades:
—Por favor, esposo, concede a Heracles lo que pide. Esta tarea le ha sido encomendada por
consejo de tu cuñada Hera. El promete no quedarse con nuestro can Cerbero.
—Muy bien —respondió Hades—, y puede llevarse también a ese loco de Teseo, ya que está aquí.
Pero tiene la obligación de domar a Cerbero, sin usar ni la maza ni las flechas.
Hades creyó que esta condición haría imposible el trabajo, pero la piel de león de Heracles era
resistente a los pinchazos de las púas del lomo de Cerbero, así que Heracles, con sus fuertes
manos, apretó el pescuezo del can, hasta que sus tres cabezas se oscurecieron. Cerbero entonces

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se desmayó y Heracles pudo arrastrarlo con facilidad. Por desgracia, el único túnel de vuelta a la
Tierra lo bastante ancho era uno que tenía la salida cerca de Mariandinia, junto al mar Negro, así
que a Heracles le esperaba un viaje largo y difícil. Antes de partir, Heracles cogió una rama de
laurel blanco como trofeo y se la colocó como si fuera una corona.
Cuando Heracles apareció arrastrando a Cerbero con una correa, Euristeo se dio un susto de
muerte.
—Gracias, noble Heracles —dijo—; ahora, quedas liberado de tus trabajos. Pero, por favor,
devuelve esa bestia enseguida.
Heracles volvió a Tebas, donde su madre Alcmena lo recibió con alegría. Pero Hera ideó un astuto
plan. Le dijo a Autólico que robara un rebaño de yeguas y potros moteados a un hombre llamado
Ifito, que les cambiara el color y que se los vendiera a Heracles. Así lo hizo. Ifito siguió el rastro de
las pezuñas de su rebaño hasta Tirinto y le preguntó a Heracles si, por casualidad, se había llevado
él las yeguas. Heracles acompañó a Ifito hasta lo más alto de una torre y, muy serio, le dijo:
—¡Mira a tu alrededor! ¿Ves alguna yegua moteada en mis pastos?
—No —contestó Ifito—. Pero sé que están cerca de aquí. Heracles perdió la paciencia, al verse
considerado un ladrón y un mentiroso, y arrojó a Ifito por encima de las almenas.
Los dioses condenaron a Heracles a ser esclavo de la reina Onfalia de Lidia; el dinero por su venta,
que Hermes había acordado, fue para los huérfanos de Ifito. Onfalia, que no sabía quién era
Heracles, le preguntó por sus habilidades.
—Sé hacer lo que tú quieras, señora —contestó él enseguida.
La reina, entonces, le hizo vestirse de mujer con unas enaguas amarillas, le dio una rueca y le
enseñó a hilar lana. A Heracles le pareció un trabajo muy descansado. Un día, un dragón
gigantesco empezó a comerse a los súbditos lidios de Onfalia, así que ésta le dijo a Heracles:
—Pareces fuerte. ¿Te atreves a luchar contra el dragón?
—A tu servicio, señora.
Los dragones no eran nada para Heracles e inmediatamente disparó una flecha envenenada entre
las mandíbulas del dragón y lo mató. Onfalia le devolvió la libertad, como muestra de
agradecimiento.
Más tarde, Heracles se casó con una princesa llamada Deyanira, hija del dios Dionisos, y fundó los
juegos olímpicos, que debían celebrarse cada cuatro años, mientras existiera el mundo. Estableció
que los vencedores de cada competición serían obsequiados con coronas de laurel, en lugar de los
valiosos trofeos habituales, porque tampoco a él le habían pagado nada por sus trabajos. Nadie se
atrevió a luchar jamás contra Heracles, lo que defraudó a los espectadores. No obstante, un día, el
rey Zeus se dignó a bajar del Olimpo. Él y Heracles mantuvieron una formidable pelea que terminó
en empate y todo el mundo quedó encantado.
Heracles se vengó de los reyes que le habían despreciado cuando llevaba a cabo sus trabajos,
incluyendo a Augías, y mató a tres hijos de Euristeo. Zeus le prohibió atacar al propio Euristeo,
porque hubiera sido un mal ejemplo para otros esclavos liberados. El dios-río Aqueloo desafió a
Heracles a un combate y perdió un cuerno durante la lucha. Heracles también peleó contra el dios
Ares y lo mandó cojeando de vuelta al Olimpo.
Un día, un centauro llamado Neso se ofreció para ayudar a la esposa de Heracles, Deyanira, a
cruzar un río desbordado, por una pequeña suma de dinero. Heracles le pagó, pero cuando Neso
alcanzó la otra orilla se puso a correr con Deyanira en los brazos. A ochocientos metros de
distancia, Heracles le disparó una de las flechas untadas con la sangre de la hidra. Agonizante, Neso
le susurró a Deyanira:
—Recoge un poco de mi sangre en esta jarra pequeña de aceite. Si alguna vez Heracles ama a otra
mujer más que a ti, dispondrás de un hechizo que funcionará seguro. El aceite mantendrá mi
sangre fresca. Tírasela en la camisa. No te será nunca más infiel. ¡Adiós!

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Deyanira siguió el consejo de Neso.


Estando al servicio de Euristeo, Heracles había participado en un concurso de tiro con arco
organizado por el rey Eurito de Ecalia, cuyo premio era su hija Yole. Eurito alardeaba de ser el
mejor arquero de Grecia y le sentó muy mal el verse derrotado por Heracles, así que gritó:
—Mi hija es una princesa. No puedo aceptar que se case con un esclavo de Euristeo. La
competición queda anulada.
Heracles recordó este insulto años más tarde, así que saqueó Ecalia y mató a Eurito. Raptó a Yole y
a sus dos hermanas, y las puso a fregar suelos y cocinar. Deyanira, entonces, tuvo miedo de que
Heracles se enamorara de Yole, que era muy hermosa. Y cuando él le envió un mensajero
pidiéndole su camisa mejor bordada, Deyanira pensó: «Se la quiere poner cuando se case con
Yole». Fue entonces cuando esparció un poco de la sangre de Neso en el bordado rojo de la
camisa, donde no se notaba, y se la dio al mensajero.
En realidad, Heracles necesitaba la camisa para un sacrificio de acción de gracias a Zeus, por la
captura de Ecalia. En cualquier caso, cuando Heracles se puso la camisa y estaba vertiendo vino en
el altar, sintió de repente como si unos escorpiones le estuvieran picando. El calor de su cuerpo
había derretido el veneno de la hidra que había en la sangre de Neso. Heracles gritó, vociferó,
chilló, golpeó el altar y trató de quitarse la camisa, pero se arrancó también grandes jirones de piel.
Su sangre silbaba al contacto con el veneno. Entonces, saltó a un río, pero el veneno le quemaba
aún más que antes. Heracles supo en ese momento que estaba condenado y pidió a sus amigos,
con voz débil:
—Por favor, llevadme al monte Eta y construid una pira con madera de roble y de olivo.
Ellos, llorando, obedecieron. Heracles trepó hasta la plataforma que había encima y
tranquilamente se tumbó sobre su piel de león y usó su maza como almohada. Ardió hasta morir.
El fuego dolía mucho menos que el veneno de la hidra.
Zeus, que se sintió muy orgulloso de su valiente hijo, les dijo a los dioses del Olimpo:
—Heracles será nuestro portero y se casará con mi hija Hebe, diosa de la juventud. Si alguien no
está de acuerdo, empezaré a lanzar rayos. ¡Levántate, noble alma de Heracles! ¡Bienvenida al
Olimpo!
Zeus parecía tan furioso que Hera no se atrevió a decir nada. El alma inmortal de Heracles subió
sobre una nube y Atenea lo presentó enseguida a los otros dioses. Sólo Ares le dio la espalda, pero
cuando Deméter le pidió al dios que no hiciera el tonto, también éste le dio la mano a Heracles,
aunque desganadamente.
Cuando Deyanira supo que había sido ella quien había causado la muerte de Heracles, cogió una
espada y se quitó la vida.

Perseo

XXIII.
Un oráculo advirtió a Acrisio, rey de Argos, que su nieto lo mataría.
—Este vaticinio significa que debo asegurarme de no tener nietos —gruñó Acrisio.
De vuelta a casa, pues, Acrisio encerró a Dánae, su única hija, en una torre con puertas de bronce,
custodiada por un perro feroz, y le llevó siempre la comida con sus propias manos.
Pero Zeus se enamoró de Dánae cuando la vio, desde lejos, apoyada con tristeza en las almenas.
Para evitar que Hera lo descubriera, Zeus se convirtió en lluvia de oro y cayó sobre la torre,
acercándose hasta la chica. Luego, recuperó su forma habitual.

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—¿Quieres casarte conmigo? —le preguntó Zeus a Dánae.


—Sí —contestó ella—. Me siento muy sola aquí. Y ambos tuvieron un hijo, que se llamó Perseo.
Cuando Acrisio oyó el llanto del bebé tras las puertas de bronce, se enfureció.
—¿Quién es tu marido? —le preguntó Acrisio a su hija.
—El dios Zeus, padre. ¡Atrévete a tocar a tu nieto y Zeus te matará de un golpe!
—Entonces, os apartaré a los dos y os pondré fuera de su alcance.
Acrisio encerró entonces a Dánae y a Perseo en un arca de madera, con una cesta de comida y una
botella de vino, y la lanzó al mar.
—Si se ahogan, será culpa de Poseidón, no mía —dijo Acrisio a sus cortesanos.
Zeus ordenó entonces a Poseidón que tuviera un cuidado especial con esa arca. Así que Poseidón
mantuvo el mar en calma y, poco después, el arca fue recogida por un pescador de la isla de
Sérifos, que la vio flotando. El pescador la cogió con su red y la llevó a tierra; luego, abrió la tapa y
Dánae salió ilesa de dentro, con Perseo en sus brazos.
El amable pescador los acompañó a ver a Polidectes, rey de Sérifos, que enseguida se ofreció para
casarse con Dánae.
—No puede ser —contestó ella—. Ya estoy casada con Zeus.
—Quizá sí, pero si Zeus puede tener dos esposas, ¿por qué no puedes tener tú dos esposos? —
respondió Polidectes.
—Los dioses hacen lo que se les antoja. Pero los mortales sólo podemos tener un esposo o una
esposa a la vez.
Polidectes intentó constantemente que Dánae cambiara de opinión, pero ella siempre negaba con
la cabeza, diciendo:
—Si me caso contigo, Zeus nos matará a los dos.
Cuando Perseo cumplió quince años, Polidectes lo llamó y le dijo:
—Ya que tu madre no quiere ser mi reina, me casaré con una princesa de la península de Grecia.
Estoy pidiendo un caballo a cada uno de mis súbditos, porque el padre de la princesa quiere
cincuenta caballos como pago por la boda de su hija. ¿Me complacerás también tú?
Perseo contestó:
—No tengo ningún caballo, majestad, ni dinero para comprar uno. Pero si me prometes casarte
con esa princesa y dejar de molestar a mi madre, te daré lo que quieras, cualquier cosa del mundo,
incluso la cabeza de Medusa.
—La cabeza de Medusa estaría muy bien —dijo Polidectes.
Medusa había sido una hermosa mujer, a quien Atenea había descubierto una vez besando a
Poseidón en su templo. Atenea se enojó tanto por sus malos modales, que convirtió a Medusa en
una gorgona: un monstruo alado, de mirada feroz, enormes dientes y serpientes en lugar de
cabellos. Cualquiera que la mirara, se convertiría en piedra.
Atenea ayudó a Perseo, dándole un escudo pulido para que lo utilizase como espejo cuando
cortase la cabeza de Medusa y, así, el héroe evitaría convertirse en piedra. Hermes, por su parte,
también ayudó a Perseo, dándole una afilada hoz. Pero Perseo todavía necesitaba el casco de la
invisibilidad del dios Hades, un zurrón mágico en el que meter la cabeza una vez cortada y un par
de sandalias aladas. Todo ello estaba custodiado por las náyades de la laguna Estigia.
Así que Perseo fue a preguntar a las tres hermanas grayas la dirección secreta de las náyades.
Encontrar a las tres grayas, que vivían cerca del jardín de las hespérides, y tenían un sólo ojo y un
sólo diente para las tres, fue difícil para Perseo. Pero el héroe llegó, finalmente, al lugar donde
estaban y se situó con sigilo detrás de ellas, mientras éstas se pasaban el ojo y el diente de una a
otra. Luego, les arrebató estos dos tesoros y se negó a devolvérselos, hasta que no le dijeran dónde
encontrar a las náyades, cosa que hicieron. Perseo, pues, halló a las náyades en un lago, bajo una
roca cerca de la entrada del Tártaro, y las amenazó con contar a todo el mundo dónde estaban y el

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aspecto que tenían, si no le prestaban el casco, las sandalias y el zurrón. Las náyades no
soportaban que alguien pudiera saber que, aunque por lo demás resultaban atractivas, tenían
rostros caninos, de manera que le prestaron a Perseo lo que solicitaba.
Perseo, ahora con el casco, el zurrón y las sandalias, voló hasta Libia sin ser visto. Allí, encontró a
Medusa durmiendo, miró el reflejo de la gorgona en el escudo y le cortó la cabeza con la hoz. El
único accidente desgraciado fue que la sangre de Medusa, que goteó del zurrón donde había
guardado la cabeza, se convirtió en serpientes venenosas al caer al suelo. Esto convirtió a Libia,
para siempre, en una tierra peligrosa. De regreso, cuando Perseo se detuvo para dar las gracias a
las tres hermanas grayas, el titán Atlas le llamó para decirle:
—Dile a tu padre Zeus que, a menos que me libere pronto, dejaré que la bóveda celeste se
desplome, lo que significará el fin del mundo.
Perseo, entonces, le mostró la cabeza de Medusa a Atlas, que de inmediato se petrificó y se
convirtió en el gran macizo del Atlas.
En su vuelo a Palestina, Perseo vio a una hermosa princesa, llamada Andrómeda, encadenada a
una roca en Jopa, y a una serpiente marina, enviada por el dios Poseidón, nadando hacia ella con
las mandíbulas abiertas. Los padres de Andrómeda, Cefeo y Casiopea, rey y reina de los filisteos,
habían recibido la orden de un oráculo de encadenar a su hija, para que se la comiera el monstruo.
Parece ser que Casiopea les había dicho a los filisteos:
—Yo soy más hermosa que todas las nereidas del mar.
Y que esa arrogancia enojó al orgulloso padre de las nereidas, el dios Poseidón.
Perseo buceó hacia la serpiente marina y le cortó la cabeza. Después, desencadenó a Andrómeda,
la llevó a su palacio y pidió autorización para casarse con ella. El rey Cefeo le respondió:
—¡Insolente! Ya está prometida con el rey de Tiro.
—Entonces, ¿por qué no la salvó el rey de Tiro?
—Porque tenía miedo de ofender a Poseidón.
—Pues yo no tengo miedo de nadie. Maté al monstruo. Andrómeda es mía.
Mientras Perseo hablaba, el rey de Tiro llegó al frente de su ejército y gritó:
—¡Fuera de aquí, extranjero, o te cortaremos en pedazos!
Perseo le dijo entonces a Andrómeda:
—Por favor, princesa, cierra bien los ojos.
Andrómeda obedeció y Perseo sacó la cabeza de Medusa de la bolsa y transformó a todo el mundo
que miraba en piedra.
Cuando Perseo regresó volando a Sérifos, con Andrómeda en brazos, descubrió que Polidectes,
después de todo, le había engañado, y que, en lugar de casarse con aquella princesa de la
península, seguía molestando a su madre Dánae. Así que Perseo convirtió a Polidectes y a su
familia en piedra y nombró rey de la isla a su amigo pescador. Luego, le dio la cabeza de Medusa a
Atenea y le pidió amablemente a Hermes que devolviera el casco, el zurrón y las sandalias a las
náyades de la laguna Estigia. De esta manera, demostró tener mucho más sentido común que
Belerofonte, que continuó usando el caballo alado Pegaso después de matar a Quimera. Los dioses
decidieron que Perseo se merecía una vida larga y feliz, y le permitieron casarse con Andrómeda,
convertirse en el rey de Tirinto y construir la famosa ciudad de Micenas cerca de allí.
En cuanto al rey Acrisio, Perseo se lo encontró una tarde en una competición atlética:
—¡Saludos, abuelo! Mi madre Dánae me pide que te perdone. Si la desobedezco, las furias me
azotarán, así que estás a salvo de mi venganza —le dijo.
Acrisio se lo agradeció; sin embargo, cuando Perseo participaba en un concurso de lanzamiento de
discos, un golpe de viento desvió el disco que había lanzado y le rompió el cráneo a su abuelo
Acrisio, cumpliéndose así el oráculo. Más tarde, Perseo y Andrómeda se convirtieron en
constelaciones, así como los padres de Andrómeda, Cefeo y Casiopea.

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Cuarto creciente - LENGUA 2011

Teseo, Ariadna y el Minotauro

PREVIA: Minos era el rey de Creta; hijo de Zeus y


Europa. Si alguna vez tuvieron que estudiar la
historia de la antigua Grecia, habrán escuchado
hablar de la civilización minoica, pues de Minos
deriva su nombre. Se casó con Pasifae y dio a luz,
entre otros hijos, a Ariadna, Fedra, Glauco y
Androgeo, etc. Minos fue criado por el rey Asterión
de Creta, de quien heredó el trono. Como ya hemos
visto, era muy común que los hombres ofrecieran
sacrificios a los dioses a cambio de algún favor.
Minos tenía una deuda con Poseidón y le prometió
un sacrificio: el primer animal que viera sería
sacrificado. Lo primero que Minos vio fue un
estupendo toro que no quiso matar y que terminó
incorporando a sus rebaños. El dios, enfurecido,
hizo que Pasifae se enamorara del animal. De esta relación, Pasifae dio a luz a un horrible
monstruo mitad hombre y mitad toro: el Minotauro. Dédalo era un arquitecto y artesano
ateniense que fue condenado al exilio en la isla de Creta por asesinar a su sobrino Talos (que
era mucho más hábil que él). En Creta, Dédalo se puso al servicio del rey Minos y con una
esclava del rey tuvo un hijo, Ícaro. A Dédalo le fue encargado construir un inmenso y
enmarañado laberinto para esconder al Minotauro; nadie debía conocer el monstruoso fruto
de los amores enfermos de su esposa. Uno de los hijos del rey Minos, Androgeo, había ganado
los juegos panatenienses. Muchos competidores se pusieron tan celosos del triunfo que
decidieron asesinarlo. Minos, enfurecido, declaró la guerra a Atenas, que cercados, sufrían del
hambre y las epidemias. Los atenienses fueron a consultar al oráculo y la pitonisa les aconsejó
que Minos tenía una propuesta y que ellos debían aceptarla si querían que la guerra terminase
de una vez. Y esto fue lo que Minos les propuso: cada año, Atenas debía enviar siete jóvenes y
siete doncellas para que fueran devorados por el Minotauro. El tributo se suspendería si alguno
de ellos lograba escapar del Laberinto.

RELATO

Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan preocupado que su hijo
Teseo le preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?
—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete doncellas y siete
muchachos de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados están condenados...
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de Grecia, acababa de
llegar a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro.
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?

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—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la guerra contra el rey
de Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año, catorce jóvenes atenienses sirven de
alimento a su monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas. Enfrentaré al
Minotauro, padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba de una trampa
de Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se esconde en el
centro de un extraño laberinto. Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente
entrelazados que aquellos que se arriesgan no descubren nunca la salida. Terminan dando con el
monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus demostraciones de
cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Estaban acompañados por
jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes miraban pasar el cortejo; algunos
gemían, otros mostraban el puño a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por
velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en sueños a Teseo.
Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi hijo con el mismo título
que eres el de Egeo1...
Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás allí un anillo de oro
que el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó el fondo, vio
una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al soberano, rodeado de
su corte. Fue a presentarse:
—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia —dijo el rey
mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.
—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién llegado.
Reconociendo el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracias a
qué prodigio el hijo de Egeo había podido encontrar esa joya. Desconfiado, refunfuñó:
—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus
armas.
Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la
temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había

1 La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.

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observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era sensible a su belleza. Pero se sintió
intrigado sobre todo por el trabajo de punto que llevaba en la mano.
—Extraño lugar para tejer —se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos de encima a
Teseo, una loca idea germinaba en ella...
—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación donde estaba
durmiendo! Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta
blanca se destacó en la sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:
—No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si entras en el laberinto, jamás saldrás
de él. Y no quiero que mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían empujado a llegar hasta él
esa noche. Perturbado, murmuró:
—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
Y entonces Ariadna contó a Teseo la historia del Toro, del engaño a Poseidón y del amor de su
madre por el animal. El Minotauro era el resultado.
—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador de hombres
merece mil veces la muerte!
—Entonces, lo mataré.
—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.
Un largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún más al joven y le
dijo:
—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me llevarías de regreso
contigo?
El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey. Pero él había ido hasta
esa isla no para encontrar allí una esposa, sino para liberar a su país de una terrible carga.
—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo podrías
acabar con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba enamorado de ella? ¿O se
sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y el ruido de su voz
se mezclaba con el obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño edificio, Ariadna
murmuró a su protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe tomó lo que ella le
extendía: un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no adivinó su maniobra, comprendió que
a ese muchacho y a su hija les costaba mucho separarse.
—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?
Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió a sus compañeros
que vacilaban ante una bifurcación.

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—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.


Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el otro camino que
los condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido infranqueables
bosquecillos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos ofreciera la posibilidad de
no llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo tal que se terminaba
llegando siempre al centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se quejaban de la
fatiga y del sueño, Teseo les ordenó de pronto:
—¡Detengámonos! Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme y,
sobre todo, ¡no se muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.
De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un monstruo aún más
espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza de toro, cuyos brazos y
piernas poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un
espantoso grito de satisfacción voraz. Bajo las narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su
cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su
futura víctima golpeando la arena con sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió. En el momento
en que el monstruo iba a ensartarlo, se apartó para asestarle en el morro un golpe suficiente para
liquidar a un buey... ¡pero no lo bastante violento para matar a un Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo para recuperarse, Teseo se aferró a los dos cuernos
para saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado, apretó las piernas alrededor del
cuello de su enemigo y, con toda su fuerza. Privado de respiración, el monstruo, furioso, se
debatió. ¡Ya no podía clavar los cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y
rodó por el suelo. A pesar de la arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no soltaba
prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.
Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lanzó un espantoso mugido de rabia,
tuvo un sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa iner-
te. Su primer reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte lenta: no
encontraremos jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y tortuoso trayecto que
los había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba
qué dios benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado,
alguien tiraba con tanta prisa como él.
Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró los cuernos
sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!

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Cuarto creciente - LENGUA 2011

Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija de Minos echó una
mirada enternecida al enorme ovillo desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.
El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y sus compañeros se escurrieron entre las
calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.
—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.
—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a dejar escapar con su hija al que mató al hijo
de su esposa?
—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo va a infligir a Dédalo, ya que su laberinto
no protegió al Minotauro como lo esperaba mi padre.
Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño extraño: esta vez, fue otro dios, Baco, el que se le
apareció.
—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en una isla. No se convertirá en tu esposa.
Tengo para ella otros proyectos más gloriosos.
—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...
—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día siguiente, la galera debió enfrentar una
tormenta tan violenta que el héroe vio en ella un evidente signo divino. Gritó al vigía:
—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra a lo lejos?
—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.
Atracaron allí y esperaron que los elementos se calmaran.
La tormenta se apaciguó durante la noche. A la madrugada, mientras Ariadna seguía durmiendo
sobre la arena, Teseo reunió a sus hombres. Ordenó partir lo antes posible. Sin la muchacha.
—¡Así es! —dijo al ver la cara llena de reproches de sus compañeros.
Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a
Ariadna: seducido por su belleza, ¡quería convertirla en su esposa! Sí, había decidido que tendría
con ella cuatro hijos y que, pronto, se instalaría con él en el Olimpo. Como señal de alianza divina
se había prometido, incluso, regalarle un diamante que daría nacimiento a una de las
constelaciones más bellas...
Claro que Teseo ignoraba las intenciones de ese dios enamorado y celoso. Singlando de nuevo
hacia Atenas, se acusaba de ingratitud. Preocupado, olvidó la recomendación que su padre le había
hecho...
Apostado a lo alto del faro que se erigía en la entrada del Pireo, el guardia gritó, con la mano como
visera encima de los ojos:
—¡Una nave a la vista! Sí... es la galera que vuelve de Creta. ¡Rápido, vamos a advertir al rey!
Menos de tres kilómetros separan a Atenas de su puerto. Loco de esperanza y de inquietud, el
viejo rey Egeo acudió a los muelles.
—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el guardia—. ¿Puedes ver las velas y decirme cuál
es su color?
—Ay, gran rey, son negras.
El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se arrojó al mar y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de conducir el cuerpo del viejo Egeo a la orilla. Teseo se
precipitó hacia él. Adivinó enseguida lo que había ocurrido y se maldijo por su negligencia.
—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por piedad!
Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La tristeza que invadió a Teseo le hizo olvidar de
golpe su reciente victoria sobre el monstruo. Con amargura, el héroe pensó que acababa de perder
a una esposa y a un padre.
—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los atenienses, inclinándose.

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El nuevo soberano se recogió sobre los restos de Egeo. Solemnemente, decretó:


—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de mi padre adorado!
Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que baña
las costas de Grecia lleva el nombre de Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. En el día naciente, vio a lo lejos las
velas oscuras de la galera que se alejaba. Incrédula, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?
Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el horizonte. Comprendió, entonces, que nunca
volvería a ver a Teseo. Sola en la playa de Naxos, dio libre curso a su pena; gimió largamente so bre
la ingratitud de los hombres.

Curiosidades

Mary Renault fue una escritora inglesa dedicada a la novela histórica que, en 1958 publicó
el libro El rey debe morir donde cuenta la historia de Teseo desde su nacimiento hasta la
muerte de su padre. En 1962 publicó Teseo, rey de Atenas, donde narra el resto de la vida
de Teseo.

Sus libros están publicados en Edhasa y se consiguen. Pero también hay versiones e-book:

El rey debe morir: http://www.linksole.com/nu2z3d

Teseo, rey de Atenas

http://www.linksole.com/i41m7g

Secuelas: Después de que Teseo matase al Minotauro, Minos encerró a Dédalo y a su


hijo Ícaro en el laberinto. La única forma de escapar del laberinto era por el aire, ya que
no tenía techo, por lo que Dédalo, construyó dos pares de alas con plumas y cera. Luego
de decirle a Ícaro que no volase cerca del sol, para que la cera no se derritiese, ni
demasiado cerca del mar, para que las plumas no se mojasen, ambos partieron volando.
Pero ante la exultante libertad, Icaro olvidó los consejos de su padre y voló tan alto que
el sol derritió sus alas y se precipitó al océano, donde murió. Dédalo llegó a salvo a Sicilia
y se refugió en la corte del rey Cócalo. Minos lo persiguió, pero Dédalo, habiéndose
instalado en el palacio de tuberías de agua caliente, lo mató hirviendo el agua mientras
éste tomaba un baño.

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Dos lecturas del mito de Teseo y el Minotauro

La casa de Asterión
Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


Apolodoro: Biblioteca, III,I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que
yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es
verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) 1 están abiertas día y noche a los hombres y
también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro
aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay
otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo,
Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una
cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el
temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la
grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se
encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se
ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo;
aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres;
como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y
triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo
aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías
de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme.
A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A
veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos).
Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora
desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna
que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos
buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa
están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un
pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del
tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe
y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el

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mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son
infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el
mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he
creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus
pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia
dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron,
quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé
que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde
entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el
polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a
un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un
toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

Circe
En la mitología griega, Circe era una diosa y hechicera que vivió en la isla de Eea.

Sus padres fueron Helios, el titán preolímpico del Sol, y la oceánide Perseis. Como
hermanos tuvo a Eetes, el rey de la Cólquida, y Pasífae. Transformaba a sus enemigos o a
los que la ofendían en animales mediante el uso de pociones mágicas y era conocida por sus
conocimientos de herborística y medicina.

En la Odisea de Homero, su casa es descrita como una mansión de piedra que se alzaba en
mitad de un claro en un denso bosque. Alrededor de la casa rondaban leones y lobos, que en
realidad no eran más que las víctimas de su magia: no eran peligrosos y lisonjeaban a todos
los extraños. Circe dedicaba su tiempo a trabajar en un gran telar.

Cuando Odiseo llegó a la isla de Eea mandó bajar a la mitad de la tripulación, quedándose
él en su barco. Circe invitó a los marineros a un banquete, envenenando la comida con una
de sus pociones, transformándolos en cerdos con una vara después de que se hubieran
atiborrado. Sólo Euríloco, sospechando una traición desde el principio, logró escapar
avisando a Odiseo y a los otros que habían permanecido en los barcos. Odiseo partió al
rescate de sus hombres pero en el camino fue interceptado por Hermes, quien le dijo que se
hiciese con algunas hierbas de moly para protegerse del mismo destino. Cuando Circe no
pudo convertirlo en animal Odiseo le obligó a devolver a sus hombres la forma humana.

Más tarde Circe se enamoró de Odiseo y le ayudó en su viaje de regreso a casa después de
que él y su tripulación pasasen un año con ella en su isla. Según Homero, Circe sugirió a
Odiseo dos rutas alternativas para volver a Ítaca: bien hacia las «rocas errantes» (las
pumíceas islas Lípari, llamadas de forma parecida en las notas de viaje del Chou Ju-kua en
el siglo XIII), donde reinaba el rey Eolo, o bien pasar entre la peligrosa Escila y el remolino
de Caribdis, normalmente identificado con el estrecho de Mesina.

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Casi al final de su Teogonía (1011f) Hesíodo cuenta que Circe tuvo tres hijos de Odiseo:
Agrio (por lo demás desconocido), Latino y Telégono, quien gobernó a los tirsenos, es decir
los etruscos. Poetas posteriores sólo suelen mencionar a este último como hijo de Odiseo y
Circe. Cuando se hizo adulto, cuentan, Circe le envió a buscar a su padre, quien había
regresado mucho tiempo atrás a su hogar, pero al llegar Telégono le mató por accidente,
llevando su cuerpo de vuelta a Eea junto con su viuda Penélope y su hijo Telémaco. Circe
les hizo inmortales y desposó a Telémaco, mientras Telégono se casó con Penélope.

Dionisio de Halicarnaso (1.72.5) cita que Xenágoras el historiador afirmaba que Odiseo y
Circe tenían tres hijos: Romo, Antias y Árdeas, epónimos de las ciudades de Roma, Anzio y
Ardea respectivamente.

Que Circe también purificase a los argonautas por la muerte de Apsirto puede ser una
tradición arcaica.

En historias posteriores, Circe transformaba a Pico en un pájaro carpintero por rechazar su


amor, y a Escila en una criatura monstruosa con seis cabezas de perro cuando Glauco, otro
objeto de los afectos de Circe, declaraba su amor eterno hacia aquélla.

Circe
Julio Cortázar

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes


entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en
el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio
la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la
farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio,
siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara
con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a
puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un
ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a
estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don
Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la
casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo
entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un
libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía
doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de
vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio
de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes,
como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una

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toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como
por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario
se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la
escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales,


seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro
cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a
Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió
viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir
a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario
cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido
un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía
el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y
los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los
domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había
festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las
persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca
sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a
acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento,
hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos
se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo
-Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto
liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor.
Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando
Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie
desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos
vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste
contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del
cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya
estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado
adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca
de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada
blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella
estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el
capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese
entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre
una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la
tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba
a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre
negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros
para el domingo de mañana.

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Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que
anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos
Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren
en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas
que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el
zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia
los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos
agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con
terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.

“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito


arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un
mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro
que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como
si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los
muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de
golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de
manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas
resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido
como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando
en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de
Delia clamando, el revuelo ya inútil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones
paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de
ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara
eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de
viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se
agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi
transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia
recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al
ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le
explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los
bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los
Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia
dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las
botellas. "A Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario.
Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No
volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas
nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que
hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del
aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara
cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se
miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la

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señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con
un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba
comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer
bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir
con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka.
Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó
uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos
demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando
un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de
Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una
dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo
lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió
la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió
los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como
burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó
raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a
base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los
recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo
ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que
alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella
recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo
menos algún olvido de los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin
sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los
chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al
más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso;
Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban
de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las
sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de
otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo
esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que
sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de
amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían
que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja
concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron
probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada
mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor
quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia,
que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la
miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
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A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara
dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía
miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado,
Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el
piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también
Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar
y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que
Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas
veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra
blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un
asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el
aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de
lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la
despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para
adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina,
levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos
crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un
apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a
lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los
Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las
horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco
estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a
Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca
antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a
menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde
debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.

No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en
la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al
otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara
sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador
perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del
Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció
un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca
carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió
como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de
Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde,
el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación
de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las
mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una
caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo;
tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella
no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
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Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia;
en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban
transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y
casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la
sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato
de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o
pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a
buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en
la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia
a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las
pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la
Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza,
estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un
andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento
interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de
dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario
sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían
los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como
invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones
para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano,
su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la
cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la
acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz,
Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se
acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los
zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en
lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota
pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas
vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de
la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado
como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.

-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los
primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de
Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor
seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.

Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el
suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía
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querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente,


irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como
para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.

-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se
movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y
vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los
Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una
botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano.
Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe
todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte
a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar,
pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle
algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con
Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá
Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel
porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un
sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en
Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda desesperación pudo
arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó raramente que los
familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez
en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era
regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una
honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de
sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba,
del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni
con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se
sabía por qué) y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel". Del
sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos
usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y
de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en
diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo
de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con
el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas
muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un
fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces
miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al
buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando
desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza


y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario

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le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad
de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me
ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...

-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella.
Es más dura de lo que te pensás.

-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.

-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual,
yo la conozco bien.

-¿Antes de qué?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago
de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni
siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio,
frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez
los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema
para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann,
los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con
galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en
Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba
empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la
razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de
unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los
pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la
vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a
comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la
sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de
bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.

Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo
para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de
miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su

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ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió
contraerse poco a poco.

-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa
noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose
tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco
cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a
decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia
tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron,
como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del
zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque
Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la
ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor.
Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia
guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que
probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de
los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara
los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los
Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como
suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una
claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano
(no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado
esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar
pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando
apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón
a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer
infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del
bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante
en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en
la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y
alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del
caparacho triturado.

Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en
un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los
dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía
del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero
él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de
altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda
costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas
en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los
Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los
Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo
él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra,
pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por
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dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha
lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin
alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

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