Está en la página 1de 52

Recursos literarios:

“Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo.”

Horacio Quiroga

“La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.”

Roberto Bolaño

Índice
Recursos literarios:.............................................................................................................................1

Libros de escritura creativa de autores célebres:...........................................................................2

Recomendaciones para leer (relatos):............................................................................................2

Escritores/as que ofrecen recursos:...............................................................................................3

Comunidades, promoción:.............................................................................................................3

Técnica y escritura creativa:............................................................................................................3

Las figuras retóricas:.......................................................................................................................4

Concursos literarios:.......................................................................................................................4

Agencias literarias y editoriales:.....................................................................................................4

Descargar libros:.............................................................................................................................4

Gramática, léxico, semántica y ortografía:.....................................................................................4

44 consejos para jóvenes escritores...............................................................................................4

FILOSOFÍA DE LA COMPOSICIÓN - EDGAR ALLAN POE...................................................................7

NOTAS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS FANTÁSTICOS - H. P. LOVECRAFT........................14

MANUAL DEL PERFECTO CUENTISTA - HORACIO QUIROGA.........................................................16

DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA – HORACIO QUIROGA.....................................................19

CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICIACO - GILBERT K. CHESTERTON..........................................20

ASPECTOS DEL CUENTO - JULIO CORTÁZAR..................................................................................23

¿TODO CUENTO ES UN CUENTO CHINO? - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.....................................28

DIEZ MANDAMIENTOS PARA ESCRIBIR CON ESTILO - FRIEDRITCH NIETZSCHE............................30

DECÁLOGO DEL ESCRITOR - AUGUSTO MONTERROSO................................................................30

ESCRIBIR UN CUENTO - RAYMOND CARVER.................................................................................32


CONSEJOS A LOS JÓVENES LITERATOS - CHARLES BAUDELAIRE...................................................35

ALGUNAS NOTAS SOBRE LOS DIÁLOGOS - RODOLFO MARTÍNEZ.................................................38

ESCRIBIR SIN PENSAR, Basado en El gozo de escribir, de Natalie Goldberg.................................44

12 CONSEJOS DE RAY BRADBURY.................................................................................................45

100 CONSEJOS FINALES................................................................................................................46

Libros de escritura creativa de autores célebres:


Edgar Allan Poe – Filosofía de la composición (IMPRESCINDIBLE) (Página 6 de este documento)

Ray Bradbury – Zen en el arte de escribir

Orson Scott Card – Cómo escribir ciencia ficción y fantasía

Gianni Rodari – Gramática de la fantasía. Introducción al arte de inventar historias

Horacio Quiroga –

Julio Cortázar –

Antón Chéjov –

Daniel Cassany – La cocina de la escritura

Natalie Goldberg – El gozo de escribir

Enrique Páez – Escribir. Manual de técnicas narrativas

Angel Zapata – La práctica del relato. Manual de estilo literario para narradores

Recomendaciones para leer (relatos):


1 Edgar Allan Poe (Misterio, paranormal, terror, padre del relato policial) (Probablemente el
escritor más influyente de la historia)

2 Oscar Wilde (Terror, humor, misterio, paranormal, realismo mágico…) (Qué decir de este genio,
sus obras son hitos que al leerlas se quedarán grabadas en tu mente para siempre)

3 Jose Luís Borges (Fantasía, realismo mágico)

4 Algernon Blackwood (Terror) (Su relato Los sauces se dice que es el mejor relato de la historia)

5 Antón Chéjov (Ficción dramática, moral, realismo) (El maestro del monólogo interior y de la
escritura automática, inspiró profundamente a James Joyce y a Virginia Woolf)

6 H.P. Lovecraft (Terror) (Es el creador del terror moderno, quién sentó las bases del terror tal y
como lo conocemos, probablemente el escritor más importante de dicho género)

7 Robert Heinlein (Ciencia ficción) (El mayor genio de la ciencia ficción, con perdón de Clarke
Wells, Asimov, Bradbury, Dick y Orson Scott Card)

8 Raymond Carver (Realismo, drama) (Es un autor de estilo minimalista y sencillo que trata
generalmente en sus obras los sentimientos de fracaso y de soledad de los obreros hacia la vida
moderna e industrializada de los siglos XIX y XX)

9 Guy de Maupassant (Misterio, paranormal, terror) (El maestro del relato breve, de la síntesis y
la concisión. Sus relatos son lecciones de escritura breve)
10 Mary Shelley (Misterio, paranormal, terror) (Tiene muy buenos relatos de terror con drama y
conceptos vanguardistas médicos, como la galvanización de los cuerpos para volverlos a la vida en
Frankenstein)

11 Nathaniel Hawthorne (Misterio, paranormal, terror)

12 Alice Munro (Drama cotidiano, realismo) (Una autora actual, la ganadora del último premio
Nobel)

12 Julio Cortázar (Surrealismo, realismo mágico)

13 Horacio Quiroga (Misterio, paranormal, terror)

14 Gabriel García Márquez (Realismo mágico)

15 Marcel Schwob (Novela histórica y géneros policiacos) (Sus temáticas más usuales y estudiadas
fueron los tratados del Cábala, la historia de la criminalidad londinense, figuras históricas como Juana de
Arco, todo el periodo de la Edad Media y la Grecia antigua. Este autor ha sido calificado como “El más
maravilloso resucitador del pasado”. Recomendado para todo historiador/a)

Escritores/as que ofrecen recursos:


VIRGINIA AGUILERA (Están incluidos en este recopilatorio)

http://virginiaaguilera.wordpress.com/

http://www.helena-kin.com/

http://www.helena-kin.com/es/la-autora.html (recursos)

TESIS DOCTORAL de TERESA INÉS SADURNÍ (archivo *pdf adjunto)

Comunidades, promoción:
http://www.wattpad.com (mi usuario: http://www.wattpad.com/user/azelhighwind)

http://www.tusrelatos.com/ (mi usuario: http://www.tusrelatos.com/autores/azel-highwind)

http://www.bubok.com (para colgar tus libros y que se puedan descargar de forma fácil en *pdf,
pero sólo eso, la comunidad no vale la pena).

http://www.abretelibro.com/foro/

http://relatsencatala.cat/

http://associaciorelataires.com/

http://www.joescric.com/

http://www.tregolam.com/ (Concursos literarios, coaching, recursos…)

Técnica y escritura creativa:


http://www.comoescribirunlibro.com/como-trabajar-el-tema-segun-terry-pratchett/

Las figuras retóricas:


http://www.retoricas.com/2010/06/24-principales-figuras-retoricas.html
Concursos literarios:
http://www.escritores.org/recursos-para-escritores/concursos-literarios

http://www.tregolam.com/ (Concursos literarios, coaching, recursos…)

https://www.facebook.com/guiadeconcursosliterarios

http://www.concursos-literarios.com/

http://www.artgerust.com/concursos-literarios

http://www.estandarte.com/premios-literarios/

http://www.concursosliterarios.net/

Agencias literarias y editoriales:


http://literfan.cyberdark.net/Recursos/Editoriales.htm (Un listado bastante amplio de
editoriales de literatura fantástica)

http://www.ediciona.com/agencias_literarias-dir-c2.htm

http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/agentes-literarios

http://www.escritores.org/recursos-para-escritores/editoriales-datos-de-contacto

http://www.artgerust.com/

http://www.fuentetajaliteraria.com/recursos/sub_recursos.php?categoria=13

http://serescritor.com/contratar-un-agente-literario/

http://perso.wanadoo.es/yoxavier/agl.html

http://www.asociacionescritoresnoveles.es/recursos/agentes-literarios/

http://venaliteraria.blogspot.com/2009/02/agentes-literarios-espana.html

http://vivirdeescribir.wordpress.com/

http://agenciasliterarias.blogspot.com/

http://papelenblanco.com

www.mcu.es

Descargar libros:
http://www.ciudadseva.com/

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/

http://megadescargar.es/libros-y-revistas

Gramática, léxico, semántica y ortografía:


http://reglasespanol.about.com/

http://blog.lengua-e.com/

44 consejos para jóvenes escritores


Copiar en fichas todos los finales que se nos ocurran para un relato así como sus inicios, probar
todas las combinaciones posibles y elegir la más eficaz.
Contemplar la vida, los hechos, los sentimientos, las cosas, las palabras... con actitud de asombro,
de extrañeza, y escribir a partir de las nuevas percepciones que así tengamos de todo ello.

Inventar nuevas formas de enfocar nuestros actos cotidianos y escribir sobre ellos.

Mirar los objetos de nuestra casa como si pertenecieran a otro mundo y escribir sobre la nueva
forma de percibirlos.

Inventar un mundo en el que las personas hablen con las cosas y las cosas hablen entre sí.

De entre todas las ideas que se agolpan en nuestra mente, apuntar una; la más simple, la más
atractiva o la primera que podamos atrapar, sin preocuparnos por perder las restantes en el camino.

Es bueno relajarse unos minutos antes de comenzar a escribir, concentrarse en la respiración,


para dejar fluir los pensamientos; coger al vuelo palabras que pasen por la mente y llevarlas a la página.

Se puede trabajar con listas existentes, tales como las del listín telefónico, la carta de un
restaurante o la cartelera de los cines.

Plantearse la mayor cantidad posible de formas de soledad existentes para desarrollar en un texto
la que más nos conmueva.

Observar lugares bucólicos y describirlos. Extraer noticias truculentas de periódicos


sensacionalistas y ambientar los sucesos en dichos lugares.

Estar alerta cuando nos sentimos angustiados para rescatar aquellas imágenes que dan forma a la
angustia.

Escribir sin estar pendientes del calendario, del reloj ni de lo que consigamos; simplemente,
hacerlo.

Escribir sobre un tema, elegido a conciencia, que nos produzca la más intensa e íntima liberación.

Imaginar varias situaciones que ocurren en distintos lugares a la misma hora como método para
contar algo desde distintos puntos de vista.

Repetir un mismo itinerario mental en distintas ocasiones para comparar resultados y recoger la
mayor cantidad posible de material vivencial.

Imaginar un viaje de afuera hacia adentro y otro de adentro hacia fuera de uno mismo y escribir
"durante" el viaje.

Planificar un viaje interior por el territorio que sea más propicio para las representaciones
imaginarias.

Practicar el aislamiento durante un período programado de tiempo que puede ir desde un día
completo hasta una semana, un mes... y anotar lo que experimentamos en ese lapso.

Escribir un texto a partir de la comparación de dos realidades: recuerdos, sueños, experiencias


vividas, sonidos, perfumes...

Escribir un texto a partir de semejanzas y diferencias que resulten de compararse uno mismo con
otra persona.
Encontrar las palabras que más placer nos produzcan o más significaciones nos provoquen para
constituirlas en componentes de una imagen.

Apelar a nuestros sentidos diferenciando aromas, sabores, sonidos, observaciones y sensaciones


táctiles de todo tipo para incluir en nuestra lista para constituir imágenes.

Dividir un objeto en el mayor número posible de piezas que lo componen para jugar con ellas en
un texto, llamando al objeto por el nombre de algunas de esas piezas o partes.

Inventar situaciones, personajes, conceptos que nos permitan transgredir las funciones del
lenguaje.

Reunir todo tipo de géneros y discursos y a partir del contraste entre dos de ellos, para constituir
una narración: noticias periodísticas, telegramas, poemas, diálogos escuchados al pasar, etcétera.

Analizar todo tipo de palabras buscando la mayor cantidad de explicaciones posibles que en torno
a ellas nos aporta material para un texto o nos permite, directamente, constituir el texto.

Inventar imágenes inexistentes, con mecanismos similares a los productores de frases hechas, y
desplegarlas literalmente en un texto.

Tomar una idea conocida y asombrarse frente a ella como si nos resultara desconocida como
método para conseguir material literario.

Coleccionar refranes de distintas procedencias para trabajar con ellos en un texto.

Inventar refranes y jugar con su sentido literal.

Prestar atención a los episodios cotidianos, y convertir cada mínimo movimiento ocurrido en un
espacio común -un bar, el metro, un edificio, la playa- en un episodio capaz de desencadenar otros
muchos.

Elegir momentos a distintas horas del día y describir todo lo que sentimos y lo que sucede a
nuestro alrededor, más cerca y más lejos.

Inventariar palabras a partir del alfabeto y crear entre ellas un itinerario, el esqueleto de una
historia.

Tomar todo tipo de secretos: un "secreto de familia", un "secreto de confesión", "el secreto de
estado", "el secreto profesional", como motores de un texto.

Hurgar en nuestro mundo interior, rescatar de él algún aspecto que no nos atrevemos a expresar
y ponerlo en boca de un personaje.

Confeccionar una lista de afirmaciones y otra de negaciones como posible material para un texto
en el que se omita algo específico.

Invertir el mecanismo lógico: secreto/confesión, es una manera de enfrentar la ficción. En


consecuencia, partir de una confesión para luego inventar el secreto.

Emborronar folios durante diez minutos exactos cada día. Al cabo de cada mes (y por ninguna
razón antes) leer lo apuntado. Dicha lectura constituirá una grata sorpresa para su autor. Dado que
escribió asociando libremente, el material acopiado será heterogéneo y muy aprovechable para ser
transformado en texto literario.
Contar lo diferente y no lo obvio de cada día.

Trazarse un boceto de escritura "en ruta" y atrapar las ideas susceptibles de ser incorporadas a
nuestra futura obra.

Recopilar anécdotas ajenas y apropiarse de algún detalle de cada una o de su totalidad.

Del intercambio de textos con otros escritores pueden surgir propuestas y comentarios
reveladores.

Imitar una página del texto de un escritor consagrado y comprobar el ensamblaje de las palabras.

Rescatar la espontaneidad del niño. Jugar y crear con todo lo que se tiene a mano.

FILOSOFÍA DE LA COMPOSICIÓN - EDGAR ALLAN POE


En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente,
refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Sabéis, dicho sea de paso,
que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y
luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que había hecho".

Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra
parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el
autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las ventajas que se
pueden lograr con algún procedimiento semejante.

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido
trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente
presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de
causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la
intención establecida.

Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un
cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso
contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes
que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el
diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la
ocasión de hacerlo.

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se
pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se
atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables
efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más
generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?

Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir,


indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares
y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi
alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden
ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que
pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al
término definitivo de su realización.

Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante;
pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria.
Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una
especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que
permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones
de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a idea entrevista tanta!, a
veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el
pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y
los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las
cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de
gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo
peculiar del histrión literario.

Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena
disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.

Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la
misma manera.

En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor


dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este
análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente
independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las
conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para
ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún
punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su
terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema
matemático.

Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si


lo preferís, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio
tiempo el gusto popular y el gusto crítico.

Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.

La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa
para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente
decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre
ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido
automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo
que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja,
cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo
que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es
decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma
y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de
corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una
serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a
causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante:
totalidad o unidad de efecto.

En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras
literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe,
no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será
conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en
relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta;
dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas.
Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente
indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.

Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación
que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea
sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad
cuenta exactamente ciento ocho.

Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar.


Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la
voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.

Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un


punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo,
diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han
apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se
encuentra —según creo— más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de
belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen
presente la violenta y pura elevación del alma —no del intelecto ni del corazón— que ya he descrito y
que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la
poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas
directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello —ya que ningún
hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle
más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el
objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa
aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.

En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres
verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es
sino la excitación —debo repetirlo— o el embriagador arrobamiento del alma.

De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad
no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para
aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se
esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en
rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En
consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono
para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda
la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la
belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así,
pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca
de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema:
de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la
introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más
propiamente, sobre todo los medios de efecto —entendiendo este término en su sentido escénico—, no
podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La
universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad
de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de
perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como
habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la
fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea.
Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví
variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido,
pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos
nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre
parecido.

Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mí estribillo: puesto que su
aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser
breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase
un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una
frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me
absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la
división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la
conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer
fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas
consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r,
porque ésta es la consonante más vigorosa.

Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra
que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía
que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido
imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.

El siguiente fue éste: ¿cuál será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra
nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición
continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y
monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en
conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra.
Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como
lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que
también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el
poema.

Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!,
repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono
melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el
superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál
lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo
ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con
bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza.
Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del
mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es
precisamente la del amante privado de su tesoro.

Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un
cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además
variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante
combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del
amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de
depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.

Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el
cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la
segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que
por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente
repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase
locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas
preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su
propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le
demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un
placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida
reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.

Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso
de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la
última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.

Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran
comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por
vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre! Por ese cielo tendido
sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos, di a esta alma cargada de dolor si en el
Paraíso lejano podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor, besar a una preciosa y
radiante joven que los ángeles llaman Leonor". El cuervo dijo: "¡Nunca más!.

Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo,
más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del
amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la
disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran ante ceder, de modo que ninguna
aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera
sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas,
conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.

Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la
originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada
la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de
variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo,
durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido
desearlo.
Lo cierto es que la originalidad —exceptuando los espíritus de una fuerza insólita— no es en
manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para
encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría,
el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de
alcanzarla.

Ni que decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo.
El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un
heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un
tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten
en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa
índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también
de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos
versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos
combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni
siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante
algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la
rima y de la aliteración.

El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el
cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese
brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el
efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un
marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un
pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la
mera unidad de lugar.

En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había


santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente
amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis
verdadera de la poesía.

Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta
penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el
aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de
aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto
incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por
ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la
noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para
crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.

Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su
plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que
fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del
amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.

Hacia mediados del poema, exploté igualmente la tuerza del contraste con el objeto de
profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico,
casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un
tumultuoso aleteo.
No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto; pero con el aire de un señor
o de una dama, colgóse encima de la puerta de mi habitación...

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad de su fisonomía
inducía a mi triste imaginación a sonreír: "Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche. ¡Dime cuál
es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica". El cuervo dijo: "¡Nunca más!". Me maravilló
que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra, sí bien su respuesta no tuvo mucho
sentido y no me sirvió de mucho; porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre
vivo el ver a un ave encima de la puerta de su habitación, a un ave o una bestia sobre un busto esculpido
encima de la puerta de su habitación, llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio,
más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo
de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento


del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los
tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de
su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras
análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan
rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del
cuervo en respuesta a la última pregunta del amante —¿encontrará a su amada en el otro mundo?—,
puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el
presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.

Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su


propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún
brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su
nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual,
nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste,
expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la
repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del
corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de
superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le
proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que
he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del
corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los
límites de la realidad.

Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y
mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que
dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta
suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu
sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última
cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez
de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa —y prosa de la más baja estofa—, la pretendida
poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido
que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra
corriente, visible en la superficie.

Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva
había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se
muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta. El cuervo dijo: "Nunca
más"

Quiero subrayar que la expresión de mi corazón encierra la primera expresión poética. Estas
palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en
toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.

Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el
último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del
recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado sobre el busto plácido de Palas, justo
encima de la puerta de mi habitación; y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita; y la luz de
la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo; y mi alma, fuera del círculo de
aquella sombra que yace flotando en el suelo, no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!

NOTAS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS FANTÁSTICOS - H. P. LOVECRAFT


La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal
y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones
que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes, atmósfera, etc.), ideas,
ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan
perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la
suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes
naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que
por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista. Estos cuentos tratan
de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es nuestra más fuerte y profunda emoción y una
de las que mejor se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están
siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente de la
destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica y de las presencias exteriores sin hacer
énfasis en el sentimiento de miedo y horror. La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan
importante en muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y al que
considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del universo. El conflicto con el tiempo es el
tema más poderoso y prolífico de toda expresión humana.

Mi forma personal de escribir un cuento es evidentemente una manera particular de expresarme;


quizá un poco limitada, pero tan antigua y permanente como la literatura en sí misma. Siempre existirá
un número determinado de personas que tenga gran curiosidad por el desconocido espacio exterior, y
un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo conocido y lo real, para deambular por las
regiones encantadas llenas de aventuras y posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden
acercarse: las profundidades de los bosques añosos, la maravilla de fantásticas torres y las llameantes y
asombrosas puestas de sol. Entre esta clase de personas apasionadas por los cuentos fantásticos se
encuentran los grandes maestros -Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood,
Walter de la Mare; verdaderos clásicos- e insignificantes aficionados, como yo mismo.
Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo hago. Cada uno de mis cuentos tiene una
trama diferente. Una o dos veces he escrito un sueño literalmente, pero por lo general me inspiro en un
paisaje, idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro una vía adecuada de crear una cadena
de acontecimientos dramáticos capaces de ser expresados en términos concretos. Intento crear una lista
mental de las situaciones mejor adaptadas al paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con
las situaciones lógicas que pueden ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.

Mi actual proceso de composición es tan variable como la elección del tema o el desarrollo de la
historia; pero si la estructura de mis cuentos fuese analizada, es posible que pudiesen descubrirse ciertas
reglas que a continuación enumero:

1) Preparar una sinopsis o escenario de acontecimientos en orden de su aparición; no en el de la


narración. Describir con vigor los hechos como para hacer creíbles los incidentes que van a tener lugar.
Los detalles, comentarios y descripciones son de gran importancia en este boceto inicial.

2) Preparar una segunda sinopsis o escenario de acontecimientos; esta vez en el orden de su


narración, con descripciones detalladas y amplias, y con anotaciones a un posible cambio de perspectiva,
o a un incremento del clímax. Cambiar la sinopsis inicial si fuera necesario, siempre y cuando se logre un
mayor interés dramático. Interpolar o suprimir incidentes donde se requiera, sin ceñirse a la idea original
aunque el resultado sea una historia completamente diferente a la que se pensó en un principio.
Permitir adiciones y alteraciones siempre y cuando estén lo suficientemente relacionadas con la
formulación de los acontecimientos.

3) Escribir la historia rápidamente y con fluidez, sin ser demasiado crítico, siguiendo el punto (2),
es decir, de acuerdo al orden narrativo en la sinopsis. Cambiar los incidentes o el argumento siempre que
el desarrollo del proceso tienda a tal cambio, sin dejarse influir por el boceto previo. Si el desarrollo de la
historia revela nuevos efectos dramáticos, añadir todo lo que pueda ser positivo, repasando y
reconciliando todas y cada una de las adiciones del nuevo plan. Insertar o suprimir todo aquello que sea
necesario o aconsejable; probar con diferentes comienzos y diferentes finales, hasta encontrar el que
más se adapte al argumento. Asegurarse de que ensamblan todas las partes de la historia desde el
comienzo hasta el final del relato. Corregir toda posible superficialidad -palabras, párrafos, incluso
episodios completos-, conservando el orden preestablecido.

4) Revisar por completo el texto, poniendo especial atención en el vocabulario, sintaxis, ritmo de
la prosa, proporción de las partes, sutilezas del tono, gracia e interés de las composiciones (de escena a
escena de una acción lenta a otra rápida, de un acontecimiento que tenga que ver con el tiempo, etc.), la
efectividad del comienzo, del final, del clímax, el suspenso y el interés dramático, la captación de la
atmósfera y otros elementos diversos.

5) Preparar una copia esmerada a máquina; sin vacilar por ello en acometer una revisión final allí
donde sea necesario.

El primero de estos puntos es por lo general una mera idea mental, una puesta en escena de
condiciones y acontecimientos que rondan en nuestra cabeza, jamás puestas sobre papel hasta que
preparo una detallada sinopsis de estos acontecimientos en orden a su narración. De forma que a veces
comienzo el bosquejo antes de saber cómo voy más tarde a desarrollarlo.

Considero cuatro tipos diferentes de cuentos sobrenaturales: uno expresa una aptitud o
sentimiento, otro un concepto plástico, un tercer tipo comunica una situación general, condición,
leyenda o concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una situación específica de
índole dramática. Por otra parte, las historias fantásticas pueden estar clasificadas en dos amplias
categorías: aquellas en las que lo maravilloso o terrible está relacionado con algún tipo de condición o
fenómeno, y aquéllas en las que esto concierne a la acción del personaje con un suceso o fenómeno
grotesco.

Cada relato fantástico -hablando en particular de los cuentos de miedo- puede desarrollar cinco
elementos críticos: a) lo que sirve de núcleo a un horror o anormalidad (condición, entidad, etc,); b)
efectos o desarrollos típicos del horror, c) el modo de la manifestación de ese horror; d) la forma de
reaccionar ante ese horror; e) los efectos específicos del horror en relación a lo condiciones dadas.

Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo especial atención en la forma de crear una
atmósfera idónea, aplicando el énfasis necesario en el momento adecuado. Nadie puede, excepto en las
revistas populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o inconcebible, como si fuera una
narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos extraordinarios tienen ciertas complejidades
que deben ser superadas para lograr su credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con
cuidadoso realismo, excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este elemento fantástico debe
causar impresión y hay que poner gran cuidado en la construcción emocional; su aparición apenas debe
sentirse, pero tiene que notarse. Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría todos los demás
caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales, excepto cuando se refieren
al hecho extraordinario. Los acontecimientos espectrales deben ser narrados con la misma emoción con
la que se narraría un suceso extraño en la vida real. Nunca debe darse por supuesto este suceso
sobrenatural. Incluso cuando los personajes están acostumbrados a ello, hay que crear un ambiente de
terror y angustia que se corresponda con el estado de ánimo del lector. Un descuidado estilo arruinaría
cualquier intento de escribir fantasía seria.

La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la literatura fantástica. En realidad, todo


relato fantástico debe ser una nítida pincelada de un cierto tipo de comportamiento humano. Si le
damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra mediocre, pueril y poco
convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza; indicaciones, sugerencias vagas que se asocien
entre sí, creando una ilusión brumosa de la extraña realidad de lo irreal. Hay que evitar descripciones
inútiles de sucesos increíbles que no sean significativos.

Éstas han sido las reglas o moldes que he seguido -consciente o inconscientemente- ya que
siempre he considerado con bastante seriedad la creación fantástica. Que mis resultados puedan llegar a
tener éxito es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que, si hubiese ignorado las
normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho peores de lo que son ahora.

MANUAL DEL PERFECTO CUENTISTA - HORACIO QUIROGA


Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna
experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de
escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no
podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les
permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien vista.

Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus
luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas
excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de
recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación
y su fin.

Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación
literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros
puntos de vista.

Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido
mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será.
Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos
de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los
géneros literarios.

Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el
cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una
historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más dificil.

Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no
podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.

He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso;
pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor
al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:

"¡Estaba muerta!".

Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El
artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.

Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida.
Una de ellas es:

"Nunca volvieron a verse".

Puede ser más contenida aun:

"Sólo ella volvió el rostro".

Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:

"Y así continuaron viviendo".

Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:

"Fue lo que hicieron".

Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no
recomendaría a los principiantes:

"El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes".

Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran
efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del "leit-
motiv".

Final: "Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...".

Comienzo del cuento: "Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes
llamaradas. La criatura dormía...".
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como
muchos desean creerlo, una tarea elemental. "Todo es comenzar". Nada más cierto, pero hay que
hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va.
"La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final".

De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera
parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que
la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:

"Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger
su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros".

Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de
triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía
él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era
lógico de esperar?

Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido
cogida por sorpresa, y esto constituye un desideratum, en el arte de contar.

He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el
comienzo condicional:

"De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero
perdió ambas cosas".

A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya
conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del
interés está, precisamente en ello.

"Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo
fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada".

Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por
fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.

De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo,
como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se
ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el
lector salta en seguida. "No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista.
El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aun.

De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente,
como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que
en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:

"Era una hermosa noche de primavera" y "Había una vez...".

¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de
ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta
con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar
en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un
inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia
profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la
belleza de una dama vulgarmente encubierta: "¡Cuidado! ¡Es hermosísima!".

Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con
mala fe.

Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. "Pálido
como la muerte" y "Dar la mano derecha por obtener algo" son dos bien característicos.

Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más
puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de
los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos
ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.

Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el
sentimiento o circunstancia que la inspiran.

Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo
cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.

"Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y, con un breve saludo, saltó
al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado,
ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la
mano derecha por quitarle el barro de los zapatos".

Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya
tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación
psicológica habitual; y aquí está la mala fe.

El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si
añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las
ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los
colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros
mejores cuentos nacionales...

DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA – HORACIO QUIROGA


I - Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo.

II - Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás sin saberlo tú mismo.

III - Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que
ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV - Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu
arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien
logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI - Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no
hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla.
Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o
asonantes.

VII - No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo
débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII - Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que
el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses
del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo
sea.

IX - No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz
entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X - No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu
relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber
sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICIACO - GILBERT K. CHESTERTON


Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en
escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza
práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o estudioso de lo social que se ocupe del
desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí
propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin
embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna
de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica
popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la
manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya
desde lo alto de cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que
no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal.
Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser
aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria,
más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en
algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este
sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo
esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no
sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para
formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y
astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los
sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales
que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la
usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para
monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o
¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan
científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una
humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de
cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en
que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la
descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida
y escribir un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.

En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo
que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa, gracia, salsa ni
ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención, incapaz de despertar o inquietar de
ninguna manera la mente del lector.

Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento
o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que
el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares
en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se
entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los
escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras
los mantengan confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto,
también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en
invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el
primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma
artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de
nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho,
considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver
una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes
tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente
diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor
plateado" ("Silver Blaze").

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la
sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más
calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia
explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el
malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por
la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican
más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.

En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben
resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que
tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el
proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es
tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el
secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo
de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha,
justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de
descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.

Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina
resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el
caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para
los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el
que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en
términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco
frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay
autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera.
Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de
escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector,
que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas
obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que
delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado
la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que
sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo
general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer,
durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin
intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el
cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.

El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una
obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del
medico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol
o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?. El lector puede admitir que cualquier
ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su
presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando
por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe
tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y
hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir:
Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y
agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto
trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?

Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como
práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa
en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las
cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia.
Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un
juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto
muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y
tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de
las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino
enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en
el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No
se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor
para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor
habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos
que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este
motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la
tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero
puede servir para taparle los ojos al lector.

Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria,
empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la
historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde
dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de
la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la
historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una
alucinación.

ASPECTOS DEL CUENTO - JULIO CORTÁZAR


Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible
que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental
honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el
mundo.

Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor
nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y
explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de
un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de
causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro
orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el
verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido
algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo
realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección
por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo
que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi
enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo
práctico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes,
ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y
pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su
atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.

La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un
país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre
escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los
críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie
se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva
es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta.
Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente
una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un
balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus
múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del
lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.

Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su
labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países
americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había
tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas
jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie
puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no
hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a
ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los
cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un
acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas
trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi
póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de
los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e
internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que
crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países
anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me
parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente
de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa
antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este
terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí
misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo
que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a
desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la
conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento
habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre
donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y
el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada,
algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con
imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento
tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.

Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho
más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla
en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia
novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al
punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle,
género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se
dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en
principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida
limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que
el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un
fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un
cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su
arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados
límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una
realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo
abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia
y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por
supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se
procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una
imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean
capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que
proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria
contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese
combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos,
mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula
progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel
desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un
boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en
realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran
cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no
tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o
hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo
esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados,
sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.
Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura
no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco
es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella
se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que
debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que
las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos
mejor a la estructura misma del cuento.

Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento
significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un
acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al
punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine
Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición
humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando
quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va
mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema
de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano,
mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo
que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar
a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de
modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin
embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras
los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota
reseñada.

Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el
tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen
episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener
sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema
sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí
donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de
detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa
extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que
aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.

Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia
versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del
mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un
determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista
escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo.
En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por
encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual
pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada
uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido
voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y
ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese
tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un
determinado tema?

A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no
quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito.
Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional
reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones
conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones,
sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es
como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía
consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más
modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al
cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una
dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y
hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el
momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí
que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos,
esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad
que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo
William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran
y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis
Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los
grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán
advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en
la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma
característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y
por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido
aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace
con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa
conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a
la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está
durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.

Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede
ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará
enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas
absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y
compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá
darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es
significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta
medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está
antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que
tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista,
frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo
proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno
mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien
como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o
conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema
formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y
siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de
ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en
París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios
no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho
más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo
distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro
significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero
avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el
sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos
aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma
forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el
aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.

Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su
creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles
antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El
cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su
forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de
poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector,
el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento
tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación
inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta
indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les
basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores.
Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los
demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa
primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que
para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio
de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran
cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea
para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva,
enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que
los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en
su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento
consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de
transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de
amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda
descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al
cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad
obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos
ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas
de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad
que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos
muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su
atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda
preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de
Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen
de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y
los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de
lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el
cuento.

En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o
jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos
sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada,
tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en
el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y
norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno
al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor
regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha
sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el
fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno
los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y
piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y
viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de
esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un
signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el
mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo
único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono
hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa
manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no...

¿TODO CUENTO ES UN CUENTO CHINO? - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es
esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo
mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el
cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del
lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de
dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de
atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento
largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.

El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio
Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".

Nada más. Hay otro de Las Mil y una Noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me produce
retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la
mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando
ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una
almendra.

Más que el cuento mismo alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro
de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento
perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por
excelencia.

Las Novelas Ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En
cambio Joseph Conrad escribió Los Duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte
páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en
una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a
Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.

La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por
fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede
imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la
magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla,
que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.

Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: La Pata de Mono, de
W.W. Jacobs, y El Hombre en la Calle, de Georges Simenon. El cuento policiaco, en su mundo aparte,
sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el
misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la
unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su
padre.

El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida
cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no
regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera
enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de
su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de
piedra.

No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas,
pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor.
Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los
dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William
Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas por el cine. Entre sus
cuentos numerosos no se puede olvidar P&O -siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient-
que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad
del océano Índico.

(...) Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender
una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El Otoño del Patriarca. Tenía la
mente atascada en la fórmula tradicional de Cien Años de Soledad, en la que había trabajado sin levantar
cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un
libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los
libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí
buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al
lector a una aventura nueva.

Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados,
que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba
para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con
vida propia en el libro de La Cándida Eréndira: Blacamán el bueno vendedor de milagros, El último viaje
del buque fantasma, que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y
otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré
el embrión de El Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o
buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres
para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y
la gramática dictatorial de las academias.

El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien Años se sintieron
defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición
española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen
chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el
tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más
escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera
el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le
gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del
suelo.

DIEZ MANDAMIENTOS PARA ESCRIBIR CON ESTILO - FRIEDRITCH NIETZSCHE


Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.

El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que
quieres comunicar tu pensamiento.

Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se
tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.

El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma
de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su
modelo.

La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo
como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección
de las palabras, y la sucesión de los argumentos.

Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga
hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.

El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los
siente.

Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger
hacia ella todos los sentidos del lector.

El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta
rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.

No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil,
por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.

DECÁLOGO DEL ESCRITOR - AUGUSTO MONTERROSO


Primero.

Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus
antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la
posteridad siempre hace justicia.

Tercero.

En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto.

Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No
emplees nunca el término medio; así, jamas escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto.

Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del
trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate
de día y de noche.

Sexto.

Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a
Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como
Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo.

No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el
éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se
entristezcan.

Octavo.

Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta
manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno.

Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas,
duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo.

Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más
inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que
ser más inteligente que él.

Undécimo.

No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú,
que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo.

Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más
refinadas, un número cada vez mayor apetecera tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca
serás popular y nadie tratara de tocarte el saco en la calle, ni te señalara con el dedo en el
supermercado.

El autor da la opción al escritor, de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los
restantes diez.
ESCRIBIR UN CUENTO - RAYMOND CARVER
Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me
asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para
leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en
disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa
y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo
esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por
ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue
buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que
desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo.
Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno
que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la
única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por
supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo
en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay
mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald
Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o
simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en
suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es
lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor.
Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión
artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación.
Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi
escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la ÚNICA convicción moral del
escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor
tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un
relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la
maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas.
Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad?
¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito
despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos
triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar.
Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el
libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo,
puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura
minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de
trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el
bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la
gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente
interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba
Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de
novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en
paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios
oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más
que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que
una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con
harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta
tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra
sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un
puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los
lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro
escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse
de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos,
a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo
nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de
su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas
usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana,
un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.
Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la
espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los
escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se
disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto
realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la
escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar
que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se
descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva
lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto
tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras
escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si
las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la
expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector
deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor
no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de
desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque
necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera
más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi
problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué
ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo
mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores
cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto
que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus
talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un


acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a
escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan
realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del
pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está
próxima al final:

"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera.
Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía
algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al
marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce
líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que
era inevitable."

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera.
Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante.
Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo
una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me
dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la
aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras
brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento,
si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas
de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras
frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra
más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado
ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa
propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a
ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de
que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto
que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y
también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la
narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo",
otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada
ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por
ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder
descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la
proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las
de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción
viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles
requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda
hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener
algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos
los registros.
CONSEJOS A LOS JÓVENES LITERATOS - CHARLES BAUDELAIRE
Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma
de equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-, espero que mi experiencia
será verificada por la de cada cual.

***

DE LA SUERTE Y DE LA MALA SUERTE EN LOS COMIENZOS

Los jóvenes escritores que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia:
"¡Ha comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre
precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen.

... creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del
escritor, el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación
de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás.

Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo
ignoran.

***

Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad.

Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay que
conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.

***

II

DE LOS SALARIOS

Por hermosa que sea una casa es ante todo —y antes de que su belleza quede demostrada—
tantos metros de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia más
inapreciable, es ante todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no
es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio.
Hay jóvenes que dicen: "Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?" Hubieran
podido entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por la necesidad actual,
por la ley de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal pagados, hubieran podido honrarse
con ello; mal pagados, se han deshonrado.

Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego a la
meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: "¡Sólo
es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!"

Los que dicen: "¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!" son los mismos que más tarde
quieren vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día siguiente a
ofrecerlo con cien francos de pérdida.

El hombre razonable es el que dice: "Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero si hay
que hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros".

III

DE LAS SIMPATÍAS Y DE LAS ANTIPATÍAS

En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser
verificadas, y la razón tiene ulteriormente su parte.
Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables, pues no
hacen más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria
del engaño y de la desilusión.

Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones esenciales de
razón y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las
numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la fuerza.

La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay gentes que
se fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy imprudente; es hacerse de
un enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja por eso de herir al menos en el corazón
al rival a quien se le destinaba, sin contar que puede herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos
del combate.

Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por la
escalera, a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me hubiera
tirado al suelo de un soplido, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah,
que no se diga!" Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado
por un hombre más, el acreedor, a quien no había podido hacer gran cosa.

En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho
con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que guardarlo
avaramente!

IV

DEL VAPULEO

El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos
perdemos atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será siempre de los
nuestros en ciertas ocasiones.

Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto. (...) La
línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.

La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un imbécil;
cosa que voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc. Recomiendo este método a
quienes tengan fe en la razón y buenos puños.

Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida, o al
menos, que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.

DE LOS MÉTODOS DE COMPOSICIÓN

Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que hay
que apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un solo toque sea
inútil.

Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo,
en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida. (...)

Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en tono
ligero y transparente. La tela debe estar cubierta –en espíritu- en el momento en que el escritor toma la
pluma para escribir el título.

Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y desordenada.
Una novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no sólo la unidad de la frase,
sino también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da a menudo a su estilo ese no se qué de
difuso, de atropellado y de embrollado, que es el único defecto de ese gran historiador.

VI

DEL TRABAJO DIARIO Y DE LA INSPIRACIÓN

(...)

Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores
fecundos. Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos dos contrarios no se
excluyen en absoluto, como todos los contrarios que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece,
como el hombre, como la digestión, como el sueño. (...) Si se consiente en vivir en una contemplación
tenaz de la obra futura, el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para
aclarar el pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues
ya pasó el tiempo de la mala letra.

VII

DE LA POESÍA

En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo que no
la abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una especie de colocación
cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.

Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor.

(...)

¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos días
sin comer, pero nunca sin poesía?

El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.

VIII

DE LOS ACREEDORES

(...) Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el genio es
terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no un accidente, sino
una necesidad.

Yo dudo mucho de que Goethe haya tenido acreedores (...). No tengáis acreedores jamás; a lo
sumo, haced como si los tuvierais, que es todo lo que puedo permitiros.

DE LAS QUERIDAS

Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo
obligado a ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la literata
y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un mediocre
pábulo para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque está
barnizada de literatura y habla en "argot"; en fin, porque no es una mujer en toda la acepción de la
palabra, ya que el público le resulta algo más preciosos que el amor.

(...)

Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados momentos,
por eso, yo no admito para ellos –almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan
reposar al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las bobas o las mujerzuelas, la olla
casera o el amor. –Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?

15 de abril de 1846

ALGUNAS NOTAS SOBRE LOS DIÁLOGOS - RODOLFO MARTÍNEZ


Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé
al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro
momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil
que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.

A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en


profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un
personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una
concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o
mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.

Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión.

Es frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es


perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté
impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas resulte luego un completo fiasco a causa
de la pobreza de sus diálogos. Últimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de
autores noveles y precisamente uno de los lugares donde estos parecen tener más dificultades es en ese
tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el
desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al
lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en
una mala obra de teatro.

¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante,
debe sonar natural a nuestros oídos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un
diálogo de verdad, de los que puede oír por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información,
no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones,
de cómo introducirlos.

Trataré cada uno de estos temas por separado.

La naturalidad

Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la
personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel
cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en
literatura germánica medieval.

Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable
suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de
acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas
veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusivamente del indicativo, e incluso es
posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no
hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirán
de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.
Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la
investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo,
tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo
tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En
general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su
profesión.

Ese tema, el de la jerga es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida,
tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué
términos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que
para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente
enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.

El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.

Decía Raymond Chandler que solo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang
que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a
ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta" [1]. Un ejemplo perfecto de jerga inventada
puede ser La naranja mecánica [2], donde el autor, partiendo del vocabulario ruso crea el nadsat, la
lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela,
de una forma tan paulatina, y con un contexto tan esclarecedor que uno apenas necesita mirar el
glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro país
podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones [3], novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero
que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad
que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el
lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas
procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y
alegóricos.

Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio y en ese aspecto quizá nos
pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, férreamente estructurada en torno a grupos
acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para
ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara
con la poesía; casi todo comienza en ella."[4]

Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo
lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y
anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oído del escritor, su
intuición y sus años de oficio.

En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso
respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpen unos a otros,
se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo
termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una
parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que,
cuando acabe llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso
no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.

Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos.
Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina
poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones
no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un
diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que
queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos
exponer, pero al mismo tiempo, hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros
personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que
hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito,
aunque luego la hagamos volver a él.

También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que
probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte un taco para
aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a los tacos, la gente
los usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellos, resulta peor aun que prescinda
totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que, supuestamente está furioso,
diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o
"cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero uno o dos tacos
insertados en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creible, siempre que no nos
pasemos.

Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que este es válido? Una solución puede ser
coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento
de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oídos se nos revelan
cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le
preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que
para él: "el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre
el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es
necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco" [5]. A primera vista puede parecer
que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un
poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un
diálogo puede sonar perfecto al oirlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No
olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer
que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.

¿Qué hacer, entonces?

Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no
resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando
el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de
inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el
genio solo es la capacidad de esforzarse".

Dar información. ¿Cómo?

Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es
básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que
lo puede hacer un fragmento narrativo [6].

Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la
acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo
que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en
escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar
sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el
campo de batalla.
Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción
por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una
descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria
para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es
útil.

Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que
han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se
desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo
que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El
problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.

Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil
escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes
de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda
perfectamente la situación?

La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello


de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un
cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:

-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...

Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir
a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.

Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de
cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado
(Groucho Marx lo hacía, pero a Groucho se le podía perdonar casi todo).

La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga
espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo
suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en
mitad del relato un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov
en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace
Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de
carácter histórico-político.

Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención


parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser
transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.

Los Interlocutores

Dice Umberto Eco que, cuando se puso a escribir El nombre de la rosa: "las conversaciones me
planteaban muchas dificultades. [...] Hay un tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: [...] los
artificios de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje" [7]. Como no hay nada mejor
que un ejemplo véase el siguiente, que es el mismo que Eco propone en su libro: dos personajes se
encuentran y uno le pregunta al otro que cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta su vez
qué tal está el primero. Como veremos enseguida, hay muchas formas en las que puede ser presentada
esta conversación, y no todas son iguales:

A: -¿Cómo estás? -No me quejo, ¿y tú?


B: -¿Cómo estás? -dijo Juan. -No me quejo, ¿y tú? -dijo Pedro.

C: -¿Cómo estás? -se apresuró a decir Juan. -No me quejo, ¿y tú? -respondió Pedro en tono de
burla.

D: Dijo Juan: -¿Cómo estás? -No me quejo -respondió Pedro con voz neutra. Luego, con una
sonrisa indefinible-: ¿Y tú?

Umberto Eco propone un par de ejemplos más, pero estos cuatro son suficientes. A y B son
prácticamente idénticos, pero C y D son muy distintos a estos y, a la vez, muy diferentes entre sí. Como
vemos, la mano de un narrador se mete en mitad de la conversación y altera completamente el efecto
que nos produce ésta. En C y D vemos unas connotaciones en la respuesta de Pedro que están
completamente ausentes de A y B.

¿Cuál es la solución más adecuada? Tema difícil, y no creo que se pueda hablar en este caso de
una solución más adecuada que otra. Cada autor tendrá sus gustos al respecto, sus propias ideas, y estas
se reflejarán en la forma de presentar los diálogos. Hemingway, por ejemplo, apenas utilizaba
acotaciones, nos decía muy poco sobre la voz, o el estado de ánimo del que hablaba, se limitaba a
transcribirnos sus palabras, para así preservar las posibles ambigüedades que pudieran surgir al
interpretar el lector la conversación. Esto está bien, si uno realmente quiere que las ambigüedades que
surjan queden ahí. Si no, la intervención del narrador es obligada. Al fin y al cabo, para eso está, para
decirnos que Pedro sonreía maliciosamente cuando decía que estaba bien, o que Juan hablaba de forma
agitada cuando preguntaba.

Mi opción personal es prescindir de las acotaciones, salvo de las más elementales en una primera
escritura. Luego, cuando llega el momento de corregir el texto vas viendo si son necesarias más, si te
interesa recalcar que Juan jadeaba cuando Pedro tocó determinado tema, o si prefieres no poner sobre
aviso al lector sobre las reacciones del personaje. Depende. Como ya he dicho, es una opción personal.

Lo que sí debemos tener bien claro es qué nos proponemos con un diálogo. ¿Queremos
simplemente intrigar al lector, engancharle a los acontecimientos pero seguir dejándole en la ignorancia
o incluso en la confusión en algunas partes? Entonces no seremos demasiado prolijos. Por el contrario, si
no deseamos que el lector llegue a una conclusión errónea sobre el diálogo que acaba de leer
utilizaremos las acotaciones para romper las posibles ambigüedades que surjan en la conversación.

Entroncado con esto, me gustaría comentar muy brevemente otro defecto de los escritores
primerizos: utilizar demasiados interlocutores en el mismo diálogo. Una conversación a dos bandas ya
tiene sus propias dificultades, pero si metemos a tres o incluso cuatro participando en ella, la dificultad
se multiplica.

Los dos fallos que se suelen producir más a menudo son los siguientes:

1. Cada personaje suelta su parrafada de información y convierte el diálogo en un número


variable de monólogos.

2. Llega un momento en que el escritor se pierde y no sabe realmente quién está hablando. O, si
lo sabe, no es capaz de hacérselo claro al lector y es éste entonces el que se pierde.

Mi consejo es empezar con cierta modestia y precaución: dos interlocutores, tres a lo sumo. Ya es
bastante difícil de por sí como para complicarnos más todavía.

Si, por razones estructurales, necesitamos que en determinada conversación haya presentes
cuatro o cinco personajes, existe un truco para ello. Diseñar el diálogo como si se desarrollase solo entre
dos interlocutores. Y luego, coger la parte del diálogo de uno de ellos y dividirla a su vez entre otros dos
o tres personajes. Si se hace con el suficiente cuidado, el lector tendrá la impresión de que todos hablan,
y la dificultad para el escritor no habrá aumentado en exceso.

Conclusión

Un pájaro aprende a volar cayéndose del nido y un escritor aprende a escribir pergeñando
bodrios, a veces durante años y años y a veces, por desgracia, durante toda su vida. Las notas que he
expuesto más arriba pueden resultar o no de utilidad, pero ningún consejo sustituirá a la práctica. El
escritor se hace escribiendo, emborronando miles de páginas.

Y se hace también leyendo, aprendiendo como otros escritores antes que él han resuelto los
mismos problemas a los que él se enfrenta ahora.

Y, en el caso concreto de los diálogos, se hace escuchando. Si un escritor debe ser un observador
de lo que le rodea (sí, incluso un escritor de ciencia ficción o fantasía porque, no nos engañemos,
estaremos en la Tierra Media o en Akasa-Puspa, pero seguimos escribiendo sobre hombres y mujeres -o
alienígenas y elfos- contando qué les pasa y cómo reaccionan ante lo que les pasa), debe serlo
especialmente de lo que se dice junto a él si aspira a escribir algún día diálogos que resulten creíbles
como tales.

Termino ya, recomendando a cinco autores que, desde mi parcial punto de vista, han sobresalido
como constructores de diálogos y quizá puedan ayudar al escritor bisoño a enfrentarse con este tema. La
elección de estos cinco en favor de otros puede parecer subjetiva. No os llaméis a engaño: lo es. Son
autores cuyo manejo de la conversación me ha influido enormemente en un momento u otro: Miguel
Delibes, uno de los oídos más finos y sensibles de la literatura española. Sus diálogos en Los santos
inocentes siguen siendo, para mí, el mejor ejemplo del habla rural convertida en arte que existe en
nuestras letras.

Raymond Chandler, cuyos personajes utilizaban el diálogo como arma cuando no podían hacerse
con una pistola. Las réplicas y contrarréplicas de Marlowe, casi a ritmo de ametralladora son siempre
ingeniosas, fluidas, vibrantes. Sus diálogos más delirantes quizá estén en Adiós, muñeca.

Isaac Asimov. Sí, habéis leído bien, Isaac Asimov. Sus diálogos son funcionales, no resultan casi
nunca forzados y, sin florituras de ninguna clase, resultan creíbles. Como ejemplo citar El fin de la
eternidad o algunos capítulos de la primera parte de Los propios dioses.

Pese a la vacuidad de contenido de muchas de sus conversaciones, Frank Herbert y Robert


Heinlein. Especialmente, este último en El número de la bestia, que más que una novela (como tal
resulta bien pobre) es un manual de cómo escribir buenos diálogos.

NOTAS

1. Chandler, Raymond. Cartas y escritores inéditos, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1976.

2. Burgess, Anthony. La naranja mecánica, Minotauro, Barcelona, 1976.

3. Martín, Andreu: Ahogos y palpitaciones, Ultramar, Barcelona, 1987.

4. Chandler, Raymond. El simple arte de matar, Bruguera, Barcelona, 1980.

5. Mendoza, Plinio Apuleyo. El olor de la guayaba, Bruguera, Barcelona, 1982.


6. Claro que Frank Herbert y Robert Heinlein quizá no estuvieran muy de acuerdo conmigo, visto
como les encantaba poner a varios personajes hablando durante algunos cientos de páginas sin que
dijeran absolutamente nada. Eso sí, haciéndolo de una forma muy entretenida (la apostilla no es mía,
sino de Juan Parera).

ESCRIBIR SIN PENSAR, Basado en El gozo de escribir, de Natalie Goldberg


Para llegar a los primeros pensamientos, al presente sin mente, a nuestra creatividad, a esas
historias que quieren ser contadas.

- Mantener la mano en movimiento, sin parar. Si te bloqueas, repite la frase por donde
empezaste, o simplemente escribe que estás bloqueada y quieres seguir. Sé el transcriptor/a de tu
mente, si siente rabia, escríbelo, etc.

- No borrar. Estamos creando no revisando.

- No preocuparse por la ortografía, la puntuación o la gramática.

- Perder el control

- No pensar. No dejarse engatusar por la lógica.

- Apuntar a la yugular. Si escribes algo que te da miedo, zambúllete en ello, probablemente está
cargado de energía, de belleza, de verdad.

- No ir hacia atrás, no releer. Estamos siempre en el presente, aquí y ahora, escribiendo lo que
sale, explorando, sin pasado ni futuro, aquí, en esta página de fondo azul con mis dedos de uñas
carcomidas sobre las teclas...

Ideas para encontrar argumentos

1.- Describe la luz que entra por la ventana.

2.- Empieza con “Recuerdo que...” escribe una serie de breves recuerdos. No importa si es de hace
cinco minutos o cinco siglos.

3.- Escoge algo que te despierte fuertes emociones, positivas o negativas (puedes utilizar una
fotografía de revistas), escribe como si te gustara, después cambia de registro y escribe como si eso
mismo te diera asco y por último, en tono neutral.

4.- Escoge un color y observa todo lo que contenga ese color a tu alrededor: en tu casa, en tu
barrio... Después escribe quince minutos sobre lo que has observado.

5.- Escribe en lugares diferentes: en la parada del bus, en las salas de espera, en las cafeterías.
Describe lo que está ocurriendo a tu alrededor.

6.- Refleja tus mañanas. Despertarse, desayunar, ir a la parada del bus, coger el coche... sé lo más
preciso posible. Recorre y escribe cada detalle.

7.- Visualiza un lugar que te guste mucho, entra en él y observa sus detalles ¿Qué colores, qué
ruidos, qué olores hay? Quieres que el mundo sepa lo especial que es ese lugar para ti, muéstraselo,
hazle sentir lo que tú sientes.

8.- Escribe sobre el tema “dejar”. Enfréntate a él en la forma que prefieras: tu divorcio, dejar tu
casa cada mañana, la muerte de un ser amado...
9.- ¿Cuál es tu primer recuerdo?

10.- ¿Cuáles son las personas que has querido?

11.- Habla de las calles de tu ciudad

12.- Describe a uno de tus abuelos.

13.- Escribe acerca de uno de estos argumentos:

Nadar

Las estrellas

La vez que has tenido más miedo

Un lugar rico en vegetación

Cómo has aprendido sobre el sexo

Tu primera experiencia sexual

La vez que te has sentido más cerca de Dios o de la naturaleza

Lecturas y libros que han cambiado tu vida

Las resistencias físicas

Uno de tus profesores

Escribe cosas concretas. Detalles.

14.- Coge un libro de poesía. Ábrelo en un punto cualquiera, escoge un verso, escríbelo y empieza
por ahí. “Moriré en París, en un día lluvioso... Será jueves” César Vallejo. “Moriré mirando el cielo, será
un viernes de marzo. Igual que cuando nací” Si te bloqueas, repite el verso, puede ser otra oportunidad
de un nuevo comienzo: “No me importa morir. He vivido plenamente. Pensaba el viejo en su vieja
mecedora”.

15.- ¿Qué clase de animal eres?

Esta lista puede ser un inicio. Puedes incluir algún tema en tu estupendo Saco de las palabras.

12 CONSEJOS DE RAY BRADBURY


No empieces escribiendo novelas, novelas. Toman mucho. Empieza escribiendo “una cantidad
endemoniada de cuentos”, al menos uno por semana. Toma un año para hacerlo. Bradbury asegura que
simplemente no es posible escribir 52 malas historias seguidas, al hilo. Él esperó hasta los 30 para
escribir su primera novela, Fahrenheit 451. “Y valió la pena esperar, ¿eh?”

Puedes amarlos, pero no remplazarlos. Ten esto en mente cuando inevitablemente intentes,
consciente o inconscientemente, imitar a tus escritores favoritos, justo como él imitó a H.G. Wells, Jules
Verne, Arthur Conan Doyle y L. Frank Baum.

Examina la “calidad” de los cuentos. Él sugiere Roald Dahl, Guy de Maupassant y los menos
conocidos Nigel Kneale y John Collier. Nada en el New Yorker de hoy le llenaba el ojo, pues encontraba
que esas historias “no tenían metáfora”.
Ocupa tu mente. Para acumular los bloques intelectuales de estas metáforas, Bradbury sugería
una serie de lecturas nocturnas: un cuento, un poema (pero Pope, Shakespeare y Frost, no la “basura”
moderna) y un ensayo. Los ensayos pueden ser de una diversidad de campos, incluyendo arqueología,
zoología, biología, filosofía, política y literatura. “Al final de mil noches, ¡Dios!, ¡Estarás lleno de cosas!”

Deshazte de los amigos que no creen en ti. ¿Se burlan de tus ambiciones de escritor? La
sugerencia es que los despidas sin retraso.

Vive en la biblioteca. No vivas en tu “maldita computadora”. Bradbury no fue a la universidad,


pero sus insaciables hábitos de lectura le permitieron “graduarse de la biblioteca” a los 28.

Enamórate del cine. Preferiblemente del viejo.

Escribe con alegría. “Escribir no es un negocio serio”. Si una historia comienza a sentirse como un
trabajo, deséchala y comienza una nueva. “Quiero que envidien mi alegría”.

No planees ganar dinero. La esposa de Bradbury “hizo un voto de probreza” para casarse con él.
Solo hasta los 37 pudieron comprarse un auto.

Enlista 10 cosas que amas y 10 cosas que odias. Luego escribe sobre las primeras y “mata” las
segundas —también escribiendo sobre ellas. Haz lo mismo con tus miedos.

Escribe cualquier cosa vieja que surja en tu mente. Bradbury recomienda “asociación de
palabras” para romper cualquier bloqueo creativo, pues “no sabes lo que hay en ti hasta que lo
pruebas”.

Recuerda, cuando escribes, lo que estas buscando es que una sola persona llegue y te diga: “Te
amo por lo que haces”. O, en su defecto, buscas a alguien que llegue y diga: “No estás tan loco como la
gente dice”.

100 CONSEJOS FINALES


Horacio Quiroga

1. Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov- como en Dios mismo.

2. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás sin saberlo tú mismo.

3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que
ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia

4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu
arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien
logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no
hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras,
no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil.
Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
8. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el
camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No
abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta,
aunque no lo sea.

9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces
de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino

10. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu
relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber
sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Roberto Bolaño

11. Nunca abordes los cuentos de uno en uno. Honestamente, uno puede estar escribiendo el
mismo cuento hasta el día de su muerte.

12. Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía
suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.

13. Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a
escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos
amantes.

14. Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que
leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no
leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a
Umbral.

15. Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.

16. Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.

17. Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos
cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero
la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!

18. Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean
también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso
Reyes y de ahí a Borges.

19. La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.

20. Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el diecinueve. De ser posible: de
rodillas.

21.Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del
desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de
Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.

22. Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor
cuentista que ha dado este siglo.

Kurt Vonnegut
23. Utiliza el tiempo de un completo desconocido de forma que él o ella no sienta que lo está
malgastando.

24. Dale al lector al menos un personaje con el que él o ella se pueda identificar.

25. Todos los personajes deben querer algo, aunque sea un vaso de agua.

26. Cada frase debe hacer una de estas dos cosas: revelar un personaje o hacer que la acción
avance.

27. Empieza tan cerca del final como te sea posible.

28. Sé sádico. No importa cuán dulces e inocentes sean tus protagonistas, haz que les pasen cosas
horribles (para que el lector compruebe de qué madera están hechos).

29. Escribe para contentar únicamente a una persona. Si abres la ventana para hacerle el amor al
mundo, o lo mismo para hablarle, tu historia cogerá una neumonía.

30. Dale a tus lectores toda la información posible lo más rápido posible. Para mantener el
suspense Al diablo con el suspense. Los lectores deben tener una idea general de lo que está pasando,
cómo y porqué, de modo que puedan acabar la historia ellos mismos; las cucarachas pueden comerse las
últimas páginas.

Julio Cortázar

31. No existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista.

32. El cuento es una síntesis centrada en lo significativo de una historia.

33. La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out.

34. En el cuento no existen personajes ni temas buenos o malos, existen buenos o malos
tratamientos.

35. Un buen cuento nace de la significación, intensidad y tensión con que es escrito; del buen
manejo de estos tres aspectos.

36. El cuento es una forma cerrada, un mundo propio, una esfericidad.

37. El cuento debe tener vida más allá de su creador.

38. El narrador de un cuento no debe dejar a los personajes al margen de la narración.

39. Lo fantástico en el cuento se crea con la alteración momentánea de lo normal, no con el uso
excesivo de lo fantástico.

40. Para escribir buenos cuentos es necesario el oficio del escritor.

Julio Ramón Ribeyro

41. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que
el lector pueda a su vez contarlo.

42. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es
inventada, real.
43. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.

44. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo
ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.

45. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para
la poesía o la novela.

46. El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.

47. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola,
collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su
expresión oral.

48. El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los
obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.

49. En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente
imprescindible.

50. El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que
sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.

Juan Carlos Onet

51. No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

52. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el
bolsillo.

53. No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

54. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o
esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

55. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para
ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

56. No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

57. No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando
asomaron la nariz, hoy son genios.

58. No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

59. No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

60. Mientan siempre.

61. No olviden que Hemingway escribió: "Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela,
que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer."

Ernest Hemingway

62. Cuando un escritor escribe una novela, debería crear a gente viva; personas, no personajes.
63. Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso. Sé
positivo, no negativo.

64. A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y
después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.

65. Las personas de una novela, no los personajes construidos con habilidad, deben ser
proyectadas desde la experiencia asimilada del escritor, desde su conocimiento, desde su cabeza, , desde
su corazón y desde todo lo suyo.

66. Quería escribir como Cezanne pintaba. Cezanne empezaba con todos los trucos. Después
destruía todo y empezaba de verdad.

67. Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande,
magnífico, suntuoso".

68. Por el amor de Cristo, escribe y no te preocupes por lo que los muchachos dirán, ni de si será
una pieza magistral o qué.

69. Seriedad absoluta en lo que se escribe, es una de las dos necesidades categóricas. La otra, por
desgracia, es el talento.

70. Mi tentación siempre es escribir demasiado. Lo mantengo bajo control para no tener que
cortar paja y reescribir. Los individuos que piensan que son genios porque nunca han aprendido a decir
no a una máquina de escribir, son un fenómeno común.

71. Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento
personal o impersonal.

72. El don más esencial para un buen escritor es un detector de mierda interno, a prueba de
choques. Es el radar del escritor y todos los grandes lo han tenido.

73. Un escritor de nuestro tiempo tiene que escribir lo que no ha sido escrito antes o superar a
los escritores muertos en lo que hicieron. La única manera en que puede decir cómo va, es compitiendo
con los hombres muertos… Pero la lectura de todos los buenos escritores podría desanimarlo. Entonces
debe ser desanimado.

74. Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a
escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al
campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan
agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis,
nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día
siguiente vuelve a escribir.

75. Evita lo monumental. Rehúye lo épico. El individuo que puede pintar cuadros enormes muy
buenos, puede pintar cuadros pequeños muy buenos.

Augusto Monterroso

76. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

77. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos –como hacen tantos– para tus
antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la
posteridad siempre hace justicia.
78. En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".

79. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No
emplees nunca el término medio; jamás escribas nada con cincuenta palabras.

80. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del
trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate
de día y de noche.

81. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión o la pobreza; el primero hizo a
Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como
Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

82. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque
el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se
entristezcan.

83. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta
manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

84. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas,
duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

85. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más
inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que
ser más inteligente que él.

86. No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú,
que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

87. Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez
más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón
nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el
supermercado.

Gabriel García Márquez

88. Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.

89. Un escritor puede escribir lo que le de la gana siempre que sea capaz de hacerlo creer.

90. No creo en el mito romántico de que el escritor debe pasar hambre, debe estar jodido, para
producir.

91. Se escribe mejor habiendo comido bien y con una máquina eléctrica.

92. El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.

93. Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha
escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.

94. Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.

95. No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.


96. El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.

97. Es más fácil atrapar un conejo que un lector.

98. El deber revolucionario de un escritor es escribir bien.

99. Durante mucho tiempo me aterró la página en blanco. La veía y vomitaba. Pero un día leí lo
mejor que se escribió sobre ese síndrome. Su autor fue Hemingway. Dice que hay que empezar, y
escribir, y escribir, hasta que de pronto uno siente que las cosas salen solas, como si alguien te las dictara
al oído, o como si el que las escribe fuera otro. Tiene razón: es un momento sublime.

Simone de Beauvoir

100. Escribir es un oficio que se aprende escribiendo.

También podría gustarte