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DOLEŽEL,

GADAMER, Lubomír,
H. G., “Semántica
“Reflexionesy hermenéutica
introductorias”,(1968)”,
Historia
Verdad
breve ydemétodo,
la poética,
Ediciones
Ed. Síntesis, Madrid,
1997,
Sígueme,
pàginaSalamanca,
19. 1994, cap. 13, pp. 171- 179.

Semántica y hermenéutica (1968)

No me parece un azar que entre las corrientes filosóficas de hoy la


semántica y la hermenéutica hayan alcanzado una actualidad especial. Ambas
parten de la expresión lingüística de nuestro pensamiento. Ya no se saltan la
forma fenoménica primaria de toda experiencia espiritual. Por ocuparse de lo
lingüístico, ambas poseen una perspectiva de verdadera universalidad. Pues ¿qué
hay en el fenómeno lingüístico que no sea signo y que no sea un momento del
proceso de entendimiento?
La semántica parece describir el campo lingüístico desde fuera, por la
obser-vación, y se ha podido desarrollar una clasificación de los comportamientos
en el trato con estos signos. Debemos esa clasificación al investigador
estadounidense Charles Morris. La hermenéutica por su parte aborda el aspecto
interno en el uso de ese mundo semiótico; o, más exactamente, el hecho interno
del habla, que visto desde fuera aparece como la utilización de un mundo de
signos. Ambas estudian con su propio método la totalidad del acceso al mundo
que representa e1 lenguaje. Y ambas lo hacen investigando más allá del pluralismo
lingüístico existente.
Creo que el mérito del análisis semántico ha sido el haber descubierto la
estructura global del lenguaje y haber relacionado con ella los falsos ideales de
univocidad de los signos o símbolos y de formalizabilidad lógica de la expresión
lingüística. El gran valor del análisis de la estructura semántica consiste en parte
en disolver la apariencia de singularidad que produce el signo verbal aislado, y lo
hace de diferentes modos: o bien explicitando sus sinónimos o, en forma aún más
significativa, mostrando la expresión verbal individual como algo intransferible y
no intercambiable. Me parece más significativa esta segunda operación porque
apunta hacia algo que está detrás de la sinonimia. La mayoría de las expresiones
de un mismo pensamiento, de las palabras que designan la misma cosa, admite
quizá desde la perspectiva de la mera designación y denominación de algo, la
distinción, articulación y diferenciación; pero cuanto menos se aísla el signo
concreto tanto más se individualiza el significado de la expresión. El concepto de
sinonimia se va diluyendo más y más. Al final queda patente un ideal semántico
que en un determinado contexto sólo reconoce una expresión y ninguna otra
como correcta, como acertada. El lenguaje poético podría estar aquí en la cima, y
dentro de él parece aumentar esa individualización que lleva desde el lenguaje

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épico, pasando por el dramático, al lírico, a la construcción lírica del poema. Esto
aparece en el hecho de ser el poema lírico, en buena medida, intraducible. El
ejemplo del poema puede aclarar lo que aporta el aspecto semántico. Hay un
verso de Immermann que dice: Die Zähre rinnt (la lágrima resbala), y el que oye la
palabra Zähre se sentirá quizá perplejo ante el uso de este vocablo arcaico en lugar
de Träne. Pero tratándose de un poema, como en este caso, el poeta puede haber
acertado en la elección. El vocablo Zähre hace aflorar en el hecho cotidiano del
llanto otro sentido ligeramente distinto. Cabe la duda. ¿Hay realmente una
diferencia de sentido? ¿no se trata de un matiz meramente estético, de una
valoración emocional o eufónica? Es posible que Zähre suene diferente que Täne;
pero ¿no son palabras intercambiables en lo que al sentido se refiere?
Hay que examinar esta objeción en todo su rigor. Porque es realmente
difícil encontrar una mejor definición de lo que es el sentido o el significado o the
meaning de una expresión que su sustituibilidad. Cuando entra una expresión en
lugar de otra sin que cambie el sentido de la totalidad, esa expresión posee el
mismo sentido que la expresión sustituida. Pero cabe preguntar hasta qué punto
puede valer esa teoría de la sustitución para el sentido del discurso, de la auténtica
unidad del fenómeno lingüístico. Es indudable que se trata de la unidad del
discurso y no de una expresión sustituible como tal. Precisamente la superación
de una teoría del significado que aísla las palabras reside en las posibilidades del
análisis semántico. En este aspecto más amplio habrá que limitar en su validez la
teoría de la sustitución que haya de definir el significado de las palabras. La
estructura de una trama lingüística no debe describirse partiendo sin más de la
correspondencia y la sustituibilidad de las distintas expresiones. Hay sin duda
giros equivalentes, pero tales relaciones de equivalencia no son coordinaciones
inmutables, sino que aparecen y mueren, igual que el espíritu de una época se
refleja también de un decenio a otro en el cambio semántico. Obsérvese, por
ejemplo, la introducción de expresiones inglesas en la vida social de nuestros días.
De ese modo el análisis semán-tico puede descubrir hasta cierto punto las
diferencias de los tiempos y el curso de la historia, y puede hacer perceptible, en
especial, la inserción de una totalidad estructural en la nueva estructura global. Su
precisión descriptiva demuestra la incoherencia resultante de la adopción de un
ámbito verbal en nuevos contextos y esa incoherencia sugiere a menudo que se
ha reconocido aquí algo realmente nuevo. Esto es válido también y sobre todo
para la lógica de la metáfora. La metáfora nos parece una transferencia, es decir,
actúa retrotrayéndonos al ámbito originario del que procede y desde el que fue
llevada a un nuevo ámbito de aplicación, mientras tenemos conciencia de esta
relación como tal. Sólo cuando la palabra arraiga en su uso metafórico y ha
perdido el carácter de recepción y de transferencia, empieza a desarrollar su
significado como «propio». Así, es sin duda una mera convención gramatical el
atribuir a la palabra «flor» como significado propio el que tiene en el mundo
vegetal, y el considerar la aplicación de esta palabra a unidades vitales superiores,
como la sociedad o la cultura, un uso impropio y figurado. El entramado de un

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vocabulario y de sus reglas de empleo realiza únicamente el compendio de lo que


forma de ese modo la estructura de una lengua mediante la constante adición de
expresiones en nuevos ámbitos de uso.
Esto impone un cierto límite a la semántica. Cabe considerar sin duda,
desde la idea de un análisis total de la estructura fundamental del lenguaje, todos
los idiomas existentes como formas fenoménicas de lenguaje. Pero la constante
tenden-cia a la individualización chocará con la tendencia a la convención, que
también es inherente al lenguaje. Pues lo que constituye la vida del lenguaje es que
nunca se puede alejar demasiado de las convenciones lingüísticas. El que habla
una lengua que nadie entiende no habla en realidad. Mas, por otro lado, el que
sólo habla una lengua cuya convencionalidad se ha hecho absoluta en la elección
de las palabras, en la sintaxis o en el estilo, pierde la capacidad de interpelación y
evocación, que sólo es alcanzable por la individualización del vocabulario y de los
recursos lingüísticos.
Un buen ejemplo de este proceso es la tensión que existe siempre entre
terminología y lenguaje vivo. Un fenómeno familiar no sólo al estudioso, sino
sobre todo al profano culto es que las expresiones técnicas resultan poco
manejables. Poseen un perfil especial que rehúsa integrarse en la verdadera vida
del lenguaje. Y sin embargo es esencial para esas expresiones técnicas de
definición unívoca incor-poradas en la comunicación viva a la vida del lenguaje,
que enriquezcan su fuerza aclaratoria, reducida por la univocidad, con la fuerza
comunicativa del lenguaje vago e impreciso. La ciencia puede resistirse a ese
oscurecimiento de sus propios conceptos, pero la «pureza» metodológica sólo es
asequible en ámbitos particulares. Presupone el hecho de la orientación en el
mundo, que va implícito en la relación lingüística con éste. Recordemos, por
ejemplo, el concepto de fuerza en física y los matices semánticos que resuenan en
la palabra viva «fuerza» y hacen que el profano se interese por los conocimientos
de la ciencia. Yo he podido mostrar alguna vez como la obra de Newton quedó
integrada de este modo a través de Oetinger y de Herder en la conciencia pública
alemana. El concepto de fuerza fue interpretado desde la experiencia viva de
fuerza. Pero con ello el término conceptual se inserta en el idioma y queda
individualizado hasta ser intraducible. Porque... a ver quién se atreve a traducir la
sentencia de Goethe Im Anfang war die Kraft (en el principio era la fuerza) a otro
idioma sin titubear con el mismo Goethe: «algo me dice que no puedo
asegurarlo».
Si tenemos presente esta tendencia a la individualización, veremos en el
pro-ducto poético su culminación. Y si esto es así, cabe preguntar si la teoría de la
sustitución se ajusta realmente al sentido de la expresión lingüística. La intradu-
cibilidad que caracteriza en el límite al poema lírico, haciéndolo intransferible de
un idioma a otro sin perder toda su fuerza poética, hace fracasar la idea de
sustitución, de presencia de una expresión por otra. Pero esto parece
independiente del fenó-meno especial de un lenguaje poético
superindividualizado con significación general. La sustituibilidad contradice, a mi

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juicio, al momento individualizante del acto lin-güístico. Incluso cuando


sustituimos, al hablar, una expresión por otra o la yuxta-ponemos por facundia
retórica o por autocorrección del orador, que no encontró mejor expresión al
principio, el sentido del discurso se construye en el proceso de las expresiones
sucesivas y sin salirse de esta singularidad fluida. Pero hay una salida cuando se
introduce, en lugar de una palabra, otra de significado idéntico. Llegamos aquí al
punto en el que la semántica desaparece para convertirse en otra cosa. Semántica
es una teoría de la significación, especialmente de los signos verbales. Pero los
signos son medios. Se utilizan y se desechan a discreción como todos los demás
medios de la actividad humana. Cuando se dice de alguien que «domina sus
recursos» se quiere significar que «los emplea correcta-mente en orden al fin».
Deci-mos también que es preciso dominar un idioma para poder comunicarse en
él. Pero el verdadero lenguaje es algo más que la elección de los medios para
alcanzar determinados objetivos de comunicación. El idioma que uno domina es
tal que uno vive en él, y esto es: lo que uno desea comunicar, no lo conoce de
ninguna manera que no sea en su forma idiomática. Que uno mismo «elija» sus
palabras, es un gesto o efecto con fines comunicativos en el cual el habla es
inhibida. El habla «libre» fluye, en olvido de sí mismo, en la entrega a la cosa que
es evocada en el medium del lenguaje. Esto es aplicable también al discurso
escrito, a los textos. Porque también los textos, si se comprenden realmente, se
funden de nuevo en el movimiento de sentido del discurso.
Surge así, detrás del campo de investigación que analiza la constitución lin-
güística de un texto como un todo y destaca su estructura semántica, otro punto
cardinal de búsqueda e indagación: la hermenéutica. Tiene su fundamento en el
hecho de que el lenguaje apunta siempre más allá de sí mismo y de lo que dice
explícitamente. No se resuelve en lo que expresa, en lo que verbaliza. La
dimensión hermenéutica que aquí se abre supone evidentemente una limitación
en objeti-vabilidad de lo que pensamos y comunicamos. No es que la expresión
verbal sea inexacta y esté necesitada de mejora, sino que justamente cuando es lo
que puede ser, transciende lo que evoca y comunica. Porque el lenguaje lleva
siempre implícito un sentido depositado en él y que sólo ejerce su función como
sentido subyacente y que pierde esa función si se explicita. Para aclararlo voy a
distinguir dos formas de retracción del lenguaje detrás de sí mismo: lo callado en
el lenguaje y, sin embargo, actualizado por éste, y lo encubierto por el lenguaje.
Veamos primero lo dicho pese a ser silenciado. Lo que aparece este caso
es el gran ámbito de la ocasionalidad de todo discurso y que interviene en la
constitución de su sentido. Ocasionalidad significa la dependencia de la ocasión
en que se utiliza un lenguaje. El análisis hermenéutico puede mostrar que esa
dependencia de la ocasión no es a su vez algo ocasional, al modo de las
expresiones denominadas, ocasionales como «aquí» o «esto», que no poseen
evidentemente en su peculiaridad semántica ningún contenido fijo y señalable,
sino que son utilizables en los distintos contenidos como formas vacías. El
análisis hermenéutico puede mostrar que esa ocasionalidad constituye la esencia

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del habla. Porque cada enunciado no posee sim-plemente un sentido unívoco en


su estructura lingüística y lógica, sino que aparece motivado. Sólo una pregunta
subyacente en él confiere su sentido a cada enunciado. La función hermenéutica
de la pregunta hace a su vez que el enunciado sea respuesta. No voy a referirme
aquí a la hermenéutica de la pregunta, que está aún por estudiarse. Hay muchos
géneros de pregunta y todos sabemos que la pregunta no necesita poseer siquiera
una forma sintáctica para irradiar plenamente su sentido interrogativo. Me refiero
al tono interrogativo, que puede conferir el carácter de pregunta a una frase
formada sintácticamente como frase enunciativa. Pero también es un ejemplo
muy bello su inversión, es decir, que algo que posee el carácter de pre-gunta
adquiera el carácter de enunciado. A eso llamamos pregunta retórica. La pregunta
retórica es pregunta sólo en la forma; en realidad es una afirmación. Y si
analizamos cómo el carácter interrogativo pasa a ser afirmativo, vemos que la
pregunta retórica se vuelve afirmativa al sobreentender la respuesta. Anticipa en
cierto modo con la pregunta la respuesta común.
La figura más formal en que lo no dicho aparece en lo dicho es, pues, la
refe-rencia a la pregunta. Habrá que indagar si esta forma de implicación es
omnicom-prensiva o si coexiste con otras formas. ¿Es aplicable, por ejemplo, a
todo el campo de los enunciados que no son ya enunciados en sentido estricto
porque no dan información, comunicación de un algo concebido como su
intención propia y única, sino que poseen más bien un sentido funcional
totalmente heterogéneo? Pienso en ciertos fenómenos del lenguaje, como la
maldición o la bendición, el anuncio de la salvación dentro de una tradición
religiosa, pero también el mandato o el lamento. Son modos de hablar que
revelan su propio sentido porque son irrepetibles, porque su homologación, su
transformación en un enunciado informativo, por ejemplo, del estilo «afirmo que
te maldigo», modifica totalmente o incluso destruye el sentido del enunciado, el
carácter de maldición en este caso. ¿La frase es también aquí respuesta a una
pregunta motivante? ¿es así, y sólo así, inteligible? Lo cierto es que el sentido de
todas esas formas de enunciado, desde la maldición a la bendición, es irrealizable
si no reciben su determinación semántica de un contexto de acción. Es innegable
que también estas formas de enunciado poseen el carácter de la ocasionalidad,
porque la ocasión de su contenido se cumple en la comprensión.
El problema adquiere otro nivel cuando afrontamos un texto «literario» en
el sentido fuerte del adjetivo. Porque el «sentido» de tal texto no está motivado
ocasionalmente, sino que pretende por el contrario ser válido «siempre», es decir,
ser «siempre» respuesta, y esto significa suscitar inevitablemente la pregunta cuya
respuesta es el texto. Precisamente tales textos son los objetos preferidos de la
hermenéutica tradicional, como la crítica teológica, la crítica jurídica y la crítica
literaria, pues en ellos se plantea la tarea de despertar el sentido fosilizado desde la
letra misma.
Pero en las condiciones hermenéuticas de nuestra conducta lingüística
aparece aún, a un nivel más profundo, otra forma de reflexión hermenéutica que

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no afecta sólo a lo no dicho, sino a lo encubierto por el lenguaje. Que el lenguaje


puede encubrir con el acto mismo de su ejecución es obvio en el caso especial de
la mentira. El complejo entramado de las relaciones humanas en el que se
produce la mentira, desde las fórmulas de cortesía oriental hasta la clara ruptura
de confianza entre personas, no posee como tal un carácter primariamente
semántico. El que miente bajo presión lo hace sin titubear y sin dar muestras de
azoramiento; es decir, encubre también el encubrimiento de su lenguaje. Pero este
carácter de mentira adquiere claramente una realidad lingüística especialmente allí
donde el objetivo es evocar la realidad mediante el lenguaje; es decir, en la obra de
arte lingüística. Dentro de la totalidad lingüística de un conjunto literario el modo
de encubrimiento que se llama mentira posee sus propias estructuras semánticas.
El lingüista moderno habla entonces de señales que delatan el encubrimiento
latente en un enunciado. La men-tira no es simplemente la afirmación de algo
falso. Se trata de un lenguaje encubridor que sabe lo que dice. Y por eso la tarea
de la exposición lingüística en el contexto literario es el descubrimiento de la
mentira o, más exactamente, la comprensión del carácter falaz de la mentira en
cuanto que ésta responde a la verdadera intención del hablante.
En cambio, el encubrimiento en tanto que error es de otra naturaleza. La
conducta lingüística en el caso de la afirmación correcta no difiere en nada de la
conducta lingüística en el caso de la afirmación errónea. El error no es un
fenómeno semántico, pero tampoco un fenómeno hermenéutico, aunque
intervienen ambos aspectos. Los enunciados erróneos son una expresión
«correcta» de opiniones erróneas, pero como fenómeno expresivo y lingüístico no
son específicos frente a la expresión de opiniones correctas. La mentira es un
fenómeno lingüística destacado, pero en general un caso irrelevante de
encubrimiento. No sólo porque las mentiras no llegan lejos, sino porque se
insertan en una conducta lingüística que se confirma en ellas en cuanto que
presuponen el valor del lenguaje como comunicación de la verdad y este valor se
restablece en la adivinación o el desenmascaramiento o el descubrimiento de la
mentira. El convicto de mentira reconoce dicho valor. Sólo cuando la mentira no
es consciente de sí misma en tanto que encubrimiento adquiere un nuevo carácter
que determina la relación global con el mundo. Conocemos este fenómeno como
mendacidad, en la que se ha perdido el sentido de la verdad y la verdad en
general. Esa mendacidad no se reconoce a sí misma y se asegura contra su
desenmascaramiento mediante el discurso mismo. Se aferra a sí misma
extendiendo el velo del discurso sobre sí. Aquí aparece el poder del discurso,
aunque siempre en la situación embarazosa de un veredicto social en su desarrollo
completo y global. La mendacidad se convierte así en ejemplo de la
autoalienación que puede sufrir la conciencia lingüística y que reclama una
disolución mediante el esfuerzo de reflexión hermenéutica. Hermenéuticamente,
el conocimiento de la mendacidad significa para el interlocutor que el otro está
excluido de la comuni-cación porque no es consecuente consigo mismo.

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En efecto, la acción de la hermenéutica es baldía cuando no hay enten-


dimiento con los demás ni consigo mismo. Las dos formas más importantes de
encubrimiento mediante el lenguaje que ha de abordar sobre todo la reflexión
hermenéutica y que voy a analizar a continuación atañen a este encubrimiento
mediante el lenguaje que determina toda la relación con el mundo. Una es la
aceptación sin reparo de los prejuicios. Constituye una estructura fundamental de
nuestro lenguaje el que seamos dirigidos por ciertos preconceptos y por una
precomprensión en nuestro discurso, de suerte que esos preconceptos y esa
precomprensión permanecen siempre encubiertos y se precisa una ruptura de lo
que subyace en la orientación del discurso para hacer explícitos los prejuicios
como tales. Esto suele generar una nueva experiencia. Esta hace insostenible el
prejuicio. Pero los prejuicios profundos son más fuertes y se aseguran
reivindicando el carácter de evidencia o se presentan incluso como presunta
liberación de todo prejuicio y refuerzan así su vigencia. Conocemos esta figura
lingüística de refuerzo de los prejuicios como repetición obstinada, propia de
todo dogmatismo. Pero la conocemos también en la ciencia cuando, so pretexto
de conocimiento sin presu-puestos y de objetividad de la ciencia, se transfiere el
método de una ciencia acreditada como la física, sin modificación metodológica, a
otras áreas, como el conocimiento de la sociedad. Y sobre todo, como ocurre
cada vez más en nuestro tiempo, cuando se invoca la ciencia como instancia
suprema de procesos de decisión social. Eso es desconocer los intereses que se
asocian al conocimiento, y esto sólo puede mostrarlo la hermenéutica. Podemos
concebir esta reflexión hermenéutica como crítica de la ideología que pone a ésta
en entredicho, es decir, que explica la presunta objetividad como expresión de la
estabilidad de las relaciones de poder. La crítica de la ideología intenta explicitar y
disolver con ayuda de la reflexión histórica y sociológica los prejuicios sociales
imperantes, esto es, intenta deshacer el encubrimiento que preside la influencia
incontrolada de tales prejuicios. Es una tarea de extrema dificultad. Porque el
poner en duda lo obvio provoca siempre la resistencia de todas las evidencias
prácticas. Pero aquí reside justamente la función de la teoría hermenéutica: ésta
crea una disposición general capaz de bloquear la disposición especial de unos
hábitos y prejuicios arraigados. La crítica de la ideología constituye una forma
concreta de reflexión hermenéutica que intenta disolver críticamente un
determinado género de prejuicios.
Pero la reflexión hermenéutica es de alcance universal. A diferencia de la
ciencia, tiene que luchar por su reconocimiento incluso cuando no se trata del
problema sociológico de crítica de la ideología, sino de una autoilustración de la
metodología científica. La ciencia descansa en la particularidad de aquello que ella
eleva a objeto con sus métodos objetivantes. Se define como ciencia
metodológica moderna por una renuncia inicial a todo lo que se sustrae a sus
procedimientos. Así produce la impresión de conocimiento global que oculta en
realidad la defensa de ciertos prejuicios e intereses sociales. Piénsese en el papel
del experto en la sociedad actual, cómo la voz del experto influye en la economía

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y en la política, en la guerra y en el derecho más que los estamentos políticos, que


representan la voluntad de la sociedad.
Pero la crítica hermenéutica sólo adquiere su verdadera eficacia cuando
llega a reflexionar sobre su propio esfuerzo crítico, es decir, sobre el propio
condicio-namiento y la dependencia en que se halla. Creo que la reflexión
hermenéutica que esto realiza se aproxima más al ideal cognitivo porque hace
tomar conciencia incluso de las ilusiones de la reflexión. Una conciencia crítica
que encuentra en todo prejuicios y dependencia, pero que se considera ella misma
absoluta, es decir, libre de prejuicios e independiente, incurre necesariamente en
ilusiones. Porque sólo es motivada por aquello cuya crítica ella es. Hay para ella
una dependencia indes-tructible respecto a aquello que combate. La plena
liberación de los prejuicios es una ingenuidad, ya se presente como delirio de una
ilustración absoluta, como delirio de una experiencia libre de los prejuicios de la
tradición metafísica o como delirio de una superación de la ciencia por la crítica
de la ideología. Creo, en todo caso, que la conciencia hermenéuticamente
ilustrada pone de manifiesto una verdad superior al involucrarse en la reflexión.
Su verdad es la verdad de la traducción. Su superioridad consiste en convertir lo
extraño en propio al no disolverlo críticamente ni repro-ducirlo acríticamente, al
revalidarlo interpretándolo con sus propios conceptos en su propio horizonte. La
traducción puede hacer confluir lo ajeno y lo propio en una nueva figura,
estableciendo el punto de verdad del otro frente a uno mismo. En esa forma de
reflexión hermenéutica, lo dado lingüísticamente queda eliminado en cierto modo
desde su propia estructura lingüística mundana. Pero esa misma realidad -y no
nuestra opinión sobre ella- se inserta en una nueva interpretación lingüística del
mundo. En este proceso de constante avance del pensamiento, en la aceptación
del otro frente a sí mismo, se muestra el poder de la razón. Esta sabe que el cono-
cimiento humano es y será limitado aun cuando sepa de su propio límite. La
reflexión hermenéutica ejerce así una autocrítica de la conciencia pensante que
retrotrae todas sus abstracciones, incluidos los conocimientos de las ciencias, al
todo de la experiencia humana del mundo. La filosofía, que es siempre,
expresamente o no, una crítica del pensamiento tradicional, es ese ejercicio
hermenéutico que funde las totalidades estructurales que elabora el análisis
semántico en el continuo de la traducción y la conceptuación en que existimos y
desaparecemos.

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