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Sztajnszrajber, D.La Cuestión Posmoderna
Sztajnszrajber, D.La Cuestión Posmoderna
Darío
Sztajnszrajber
Sitio: FLACSO
Curso: Gestión Cultural y Comunicación - 2009
Tabla de contenidos
I. Introducción
II. Modernidad
III. Nietzsche y la muerte de la verdad
IV. Hermenéutica, nihilismo y posmodernismo en Gianni Vattimo
V. Lyotard y Rorty
VI. Recursos posmodernos para el siglo en curso
I. Introducción
Darío Sztajnszrajber
La cuestión posmoderna
Casarse en la Argentina es una fatalidad. Una fatalidad no es una tragedia, o si, todo
depende del marco filosófico que elijamos. Una fatalidad es un padecer, una situación
que nos constituye de la cual no podemos salir, y si lo hacemos, ese salir es siempre un
"salir desde". Uno nunca vuelve a ser soltero en la Argentina. Cambia de estado civil. Y
puede pasar a ser divorciado, viudo o casado en segundas o terceras nupcias. Soltero
nunca más. El casarse ya constituye parte de una identidad que nunca puede volverse
atrás. Hay eventos que nos determinan para siempre.
¿Existe una posmodernidad? El prefijo "pos" es molesto. Denota una nueva realidad,
que sin embargo no termina de establecerse en toda su entidad, ya que se halla atada
a aquello que supone postergar. El evento de la modernidad cristalizó una manera de
ser en el mundo y según algunos, esa forma se agotó. Pero se agotó como se seca un
río al que seguimos llamando río, pero seco. El progreso está en crisis, y sin embargo
seguimos pensando bajo su sombra. La verdad está muerta y sin embargo, aun
concientes de su sepultura, seguimos viviendo como si existiera. Según Michel Onfray
en su Tratado de Ateología, el cristianismo puede estar superado, pero hay un "ateísmo
cristiano" que continúa con las formas y los contenidos del mensaje evangélico: la
familia, el trabajo, la caridad. Una era poscristiana es impensable todavía. Se acercaría
más a un hedonismo desprejuiciado y descristianizado, por no decir
desoccidentalizado. ¿Pero sería posible?
¿Es posible la ruptura radical? ¿No pervive en toda desaparición, un fantasma? ¿No
necesita lo nuevo de lo viejo? ¿No es lo nuevo siempre nuevo, frente a una particular
manera de darse lo viejo? Y si la Modernidad es la época en la que, según Vattimo, el
valor de lo nuevo se volvió determinante, ¿cómo se “supera” la época de la superación
permanente? ¿Cómo se “progresa” de un progreso que ya no convence? ¿Cómo se sale
del paradigma de lo nuevo sin postular una novedad y permanecer entonces encerrado
en él? Pero antes que nada, ¿por qué habría que salirse?
¿Por qué un divorcio o un nuevo matrimonio? ¿Por qué ser viudo o por qué decidirse a
afrontar la vida en soledad después de haber convivido con alguien durante años? Por
múltiples motivos, claro está, pero siempre en la línea del post. Hay un otro proyecto
del que se proviene, y más allá de la legislación argentina, uno siempre está
proviniendo. Pero aunque ese otro proyecto me condiciona, uno puede resignificarlo,
distorsionarlo y hasta negarlo, pero a ese otro de donde provengo.
Es una tarea narrativa, casi literaria. Escribir nuestra historia es ir conformando ese
relato que relee sus propios otros relatos anteriores. Una tarea casi religiosa, en ese
sentido según el cual “religión” es también “relegere”, volver a leer una vez más. La
Modernidad creyó poderse leer sin supuestos, desterrando todo pasado y comenzando
de cero. Anulando las lecturas anteriores y erigiéndose como única posibilidad secular
de una lectura privilegiada a la verdad. Pero esa lectura llegó a su fin: no había asesino
sino suicidio. Leer sin supuestos es otro supuesto. Entender lo posmoderno es
entender lo moderno, su proyecto y su frustración. Pero es al mismo tiempo entender
que todo es proyecto y que por ello, se vive eyecto hacia delante. Como el que
entendió después del primer pliegue, que si todo es pliegue, nunca se llega. Como el
vagabundo, que asumiendo su destino errante, ya no se preocupa por arribar a ningún
hogar, en la época en la que los hogares se develaron cárceles.
II. Modernidad
Pero por otro lado, y de modo más conceptual, aparece otra problemática que se
relaciona, más bien, con el carácter mismo de la acción transgresora. ¿En qué
momento el espíritu transgresor, por repetitivo y recurrente, no se termina
transformando en aquello que dice transgredir? ¿Hasta qué punto la rebeldía no se
convierte finalmente en norma? En norma de atenuar normas, es cierto, pero en
norma al fin.
Las dos modernidades van a confrontar a lo largo de fines del siglo XIX y gran parte del
XX. En la siguiente clase desarrollaremos este conflicto. Basta aclarar por el momento
que el desarrollo de ambas va constituyendo, por un lado los procesos de
modernización típicos de la sociedad capitalista, y por el otro la emergencia de una
cultura (o contracultura) de transgresión. Hay un esquema que une a las dos en su
propio debate: el progreso. Pero si por un lado, progresar es desarrollar una tecnología
más eficiente al servicio de la acumulación de mercado, por el otro, progresar es
encontrar espacios de transgresión más revolucionarios. El conflicto entre la
modernización y el modernismo supone la posibilidad de un mundo mejor y más
verdadero, y aunque la cuestión pasa por definir la naturaleza de la mejora, en ambos
casos se parte de un compromiso epistemológico y ontológico con la verdad y por ello,
con lo real. O bien de aproximación paulatina, o bien de desenmascaramiento radical.
Con la modernización se apuesta a la construcción de sociedades tecnológicamente
dedicadas al bienestar general que progresivamente acercarían al hombre a los niveles
más próximos a su naturaleza ideal. Con el modernismo se lucha por nuestra realidad
oculta y enmascarada por un proceso de alienación que invade las zonas más
emblemáticas de la cultura humana. En sus diversas versiones y salvando ciertos casos,
lo moderno no se desembaraza todavía de la idea de verdad. No tiene por qué hacerlo
tampoco.
Sin embargo hay un sentido que se mantiene, aunque sea nominal. De hecho seguimos
refiriéndonos a lo verdadero de un mismo modo, buscando el mismo significado a
pesar de la variación de definiciones. El problema del relativismo tiene que vérselas
siempre con esta cuestión: si todo es relativo y en proceso de autotransformación
incesante, ¿qué justifica la permanencia de un mismo concepto con caracterizaciones
tan diferentes? Si la belleza es subjetiva, y a lo largo de la historia ha mutado tanto que
tal vez lo bello para el hoy es lo feo para el ayer, ¿por qué en ambas épocas
estéticamente opuestas se sigue hablando de "algo bello", y se sigue entendiendo "lo
bello" como distinto a "lo feo", aunque con rasgos opuestos?
La verdad puede ser entendida como certeza, como evidencia, como adecuación, como
coherencia. Puede ser verdad óntica, ontológica o inefable, puede ser fruto de la
conciencia o iluminación divina o anamnesis, pero es... "verdad". ¿Por qué? ¿Qué une a
todos los horizontes posibles? Tal vez el problema es que cuando buscamos ese punto
de unión, caemos necesariamente ya en algún marco de los posibles, y parcializamos.
Pero hagamos el tanteo, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de lo verdadero? ¿A lo
que vemos? Evidentemente, "no sólo". ¿A lo que "se da"?, ¿a lo real?, o simplemente
¿a lo que "es"?
En todo caso, el filósofo es aquel que busca esa verdad oculta tras las apariencias de lo
cotidiano y es más, es aquel que debe luchar constantemente contra la fuerza de las
apariencias que confunden nuestra percepción. Todo lo múltiple y diverso deviene
imperfecto, resultando necesaria su superación por lo único y homogéneo. Es que el
planteo metafísico platónico y cristiano busca denodadamente poder abstraerse de la
mutabilidad y diferencia de lo sensible. Lo que cambia no se somete, lo diverso es
contradictorio, y lo contradictorio, inasible.
Pero el mismo cristianismo que en la línea platónica sostiene una verdad trascendente,
inaugura al mismo tiempo, el escenario del mundo de la conciencia interior, la
internalización de la percepción de lo real. El esquema de San Agustín, para quien
conocerse a si mismo es conocer a Dios, abre un nuevo espacio para la comprensión de
la verdad diferente al platónico. La introspección conduce a la verdad, y aunque para
Agustín el camino va de lo exterior a lo interior y de lo interior a lo superior, el mundo
de la interioridad emerge como una metafísica de la subjetividad que siglos más tarde,
con Descartes se vuelve fundamento último de lo real.
Resumamos esta idea de modo más musical. El hombre inventó la verdad para
consolarse de los horrores de la existencia, pero luego olvidó su carácter de producto.
De ahí en más comenzó a buscarla por todos lados. Creyó encontrarla en distintos
lugares, pero siempre se desilusionó: cada nueva verdad se mostraba a si misma
falente. Siguió buscando, hasta que finalmente la encontró en su opuesto: la verdad no
existe.
La propuesta Kantiana, y en especial Humeana, abren la puerta para una
profundización del escepticismo y el relativismo. Pensar la objetividad como
construcción humana relativiza también el lugar del sujeto en el interior de la especie.
Si la realidad en sí ya no es cognoscible, sino que el sujeto la construye, la pregunta se
vuelve previsible: ¿qué sujeto?, ¿cuál?, ¿el humano?, ¿y quién dictamina el canon de lo
humano? ¿El sujeto europeo?, ¿burgués?, ¿occidental? ¿Y el sujeto mismo, cómo se
reconoce? ¿No es también un invento? El avance del escepticismo encuentra en la
ciencia a su mejor aliado. El conocimiento científico cada vez más acentúa su carácter
de dato positivo, pero impuesto. La ciencia se sincera: no refleja la realidad, hace
encastrar la realidad en sus formulaciones.
El relato nietzscheano busca mostrar la historia de la verdad como una historia que se
anula si misma. El invento de la figura de Dios o de la figura de la verdad, deviene hilo
conductor de su propia disolución. Por ello, el problema mayor se manifiesta una vez
concluido el recorrido. Una vez muerto Dios, ¿cómo seguir?
Hay tres problemáticas que me gustaría marcar y desde ellas abordar la cuestión
posmoderna desde la perspectiva de Gianni Vattimo . Por un lado, la relación entre la
historia de la verdad y su adecuación a la realidad fáctica y material; por el otro, una
cuestión valorativa: al final de cuentas, ¿es mejor o peor que la historia condujera a
este punto? ¿Nos sacamos de encima un peso o perdimos el sentido para siempre? Por
último, ya que el planteo nietzscheano se elabora tomando como punto de referencia
la disolución de toda la metafísica occidental, de la cual la modernidad es sólo un
eslabón más, ¿no habría que hablar de postmetafísica más que de posmodernidad?
El final es bien nietzscheano. "No hay hechos, sino interpretaciones", es también una
interpretación. De ahí que el hombre posmoderno es un hombre extrañado, enajenado
de su propia "realidad"; es el primero en asumir que su manera de ver las cosas puede
ser otra, que todas sus ideas son aparentes y por ello, generan una sensación de
autoextrañamiento.
Está claro que en estas ideas, no sólo partimos de una adecuación de lo fáctico (la
sociedad de la comunicación) a lo teórico (la muerte de la verdad), sino que lo fáctico
"era previsible" en un marco en el cual, con la muerte de la verdad, se abre un mundo
de apariencias. Que las apariencias hayan tomado la forma de productos mediáticos es
aleatorio. También toman la forma de objetos de consumo. En el consumismo
generalizado el valor de cambio destierra definitivamente al valor de uso. La marca
desplazando al producto, el marketing a la producción, los servicios a los
emprendimientos industriales, la virtualidad a la realidad, en una palabra, la estética a
los contenidos, es síntoma de un mundo de simulacros. El consumismo generalizado
desacredita la dicotomía entre necesidades naturales y artificiales. El mundo del
capitalismo avanzado rompe definitivamente con la ilusión de una zona auténtica que
se diferencia de una impuesta. Hablar de necesidades naturales y necesidades
construidas es todavía creer en la verdad. Toda hipótesis de una necesidad natural no
es más que un interés construido que se ha sabido instalar como esencial. En el mundo
de la estetización y mercantilización de la existencia, el valor de uso desaparece y
muestra de este modo en su apogeo y ocaso que, la máxima del relato marxista de la
alienación es insuperable. O bien, al revés, que su superación es otra metáfora.
Desalienarse es alienarse de otro modo. Asumir la alienación por el contrario, posibilita
una descarga y una democratización.
Fijémonos que no hay en este planteo una visión rupturista de la historia. A contrapelo
de las concepciones oficiales que ven a la modernidad como una revolución con
respecto a paradigmas anteriores, Heidegger y la lectura que Vattimo hace de él, ven a
la modernidad como un eslabón más en la historia de la metafísica occidental. No hay
ruptura, sino continuidad. La secularización propia de lo moderno es leída por el
posmodernismo como un efecto del ideario cristiano y más atrás, de la filosofía griega
clásica. No hay "revolución copernicana", sino que en todo caso, y tal como lo
proclamaba Copérnico en el Prefacio de su libro Sobre las revoluciones, el
copernicanismo es una manera diferente de releer la tradición anterior. Entender a la
modernidad como herencia cristiana, o mejor dicho, comprender el proceso de
secularización como producto del cristianismo es una apuesta bastante fuerte. En la
kenosis, dice Vattimo, Dios se hace carne y con ello la verdad absoluta se degrada, se
hace humana, se hace plural.
Para Vattimo, hay un posmodernismo de izquierda. Es más, sólo se entiende desde una
izquierda no dogmática, en el sentido de una actitud de resistencia contra los dogmas.
Las relecturas posibilitan una acción permanente de deconstructivismo, de genealogía
en el sentido foucaltiano. Releer y repensar es leer y pensar fuera del canon y en esa
perspectiva, el posmodernismo resiste los cánones impuestos. Es importante volver
sobre la idea de que aunque materialmente el mundo tiene a la muerte de la verdad,
las sombras de Dios se encuentran vigentes, y así lo harán por larga data. Por ello, el
posmodernismo también es acción. Acción de un desenmascaramiento que tira abajo a
todo discurso que se proclame verdadero, pero sin por ello, establecerse una verdad
nueva. Nietzsche decía que detrás de una máscara no hay un rostro, sino otra máscara.
El intelectual crítico quita máscaras y hasta se las prueba, pero siempre sabiendo que
son antifaces. Un educador, un intelectual debe dedicarse a esta destrucción y cuidarse
de no trocar sus triunfos en derrotas: siempre va a haber un nuevo dogma que
desbancar. Un profesor me decía: "en una escuela laica conmuevo con el vacío que
supone la muerte de Dios. En una escuela religiosa demuestro cómo Dios es un
concepto al servicio del poder".
Los debates filosóficos de fin de siglo se encuentran atravesados por diferentes marcas.
Hay preocupaciones, consensos, temáticas que se imponen y hasta actitudes
corporativas, que van delineando aquello que podríamos llamar la "agenda" de las
cuestiones filosóficas. El posmodernismo instala el debate acerca de la posibilidad de
alcanzar, como decía Descartes, algún punto firme en el conocimiento. Y, lo interesante
es que, salvo algunos casos aislados, la mayoría de los pensadores -modernos o
posmodernos- se hallan trabajando en un horizonte ya postmetafísica.
¿Por qué los metarrelatos ya no son convincentes? ¿Por qué las sociedades de fin de
siglo ya no les dan crédito? La condición posmoderna es un libro que se presenta como
un informe sobre el saber, y en ese sentido, Lyotard remarca la incredulidad del
hombre post en los metarrelatos.
Hay un argumento central que aparece en el libro "La posmodernidad explicada a los
niños", según el cual, lo que se produce es algo así como la conciencia del fracaso de
toda teoría, y que repite en diferentes ejemplos. Supongamos por ejemplo el
marxismo. El relato que lo constituye es implacable, convincente y hasta apasionante.
La teoría marxista postula como todo metarrelato una serie de propuestas "científicas"
para entender y transformar el mundo, entre ellas, tal vez de modo capital, la marcha
de la historia hacia una sociedad sin clases sociales. En 1917 Lenin toma el poder y un
gobierno marxista se establece en Rusia. En el desarrollo mismo de la Unión Soviética
observamos el fracaso de la teoría marxista. Es más, no sólo hablamos de fracaso sino
de "confutación", ya que la Unión Soviética de Stalin no sólo no abolió la desigualdad
sino que la instauró en la diferencia entre ser miembro de la burocracia administradora
del Estado y ser un mero campesino.
El liberalismo económico de fines de siglo XVIII postula que sin la intervención del
Estado y con un asegurado y libre desarrollo de modo independiente de las leyes
económicas del mercado, toda la sociedad capitalista, aun en la desigualdad, alcanzaría
el bienestar general. La famosa teoría de la copa entra en escena; cuanto más se llene
la copa de los ricos, más desborda para los pobres. Pero en la práctica, el sistema
capitalista se confutó, lejos de generar un bienestar colectivo, abrió las puertas al más
fuerte sistema de exclusión y explotación: el capitalismo salvaje avanzado.
La ciencia, como ideal ilustrado, siempre fue concebida como una herramienta al
servicio de mejorar la calidad de vida, y sin embargo, Auschwitz, o Hiroshima. Está
claro el argumento: si la praxis confuta a la teoría es porque las teorías no sirven. No
son útiles para ser puestas en práctica, no sirven para cambiar el mundo; o para peor,
en la práctica se ve realizado el ideal opuesto de la utopía concebida. Y esto genera
también una fuerte sensación de derrota. Lyotard acompaña al argumento con
encuestas: la gente ya no cree en los metarrelatos, se ha cansado de asistir a sus
fracasos. La Modernidad pretendió utopías tan "meta", tan de otro mundo, que
finalmente se manifestaron como de otro mundo, ya que en este mundo, nada cambió,
o peor, empeoró. Un moderno rápidamente invertiría la cuestión: ninguna utopía hasta
ahora fue bien llevada a la práctica, la responsabilidad no es de toda teoría, sino que en
estos casos puntuales, los dirigentes, los científicos, o quienes sea, no han sido lo
suficientemente idóneos para modificar el mundo siguiendo los lineamientos de la
teoría. Habrá que esperar que lleguen "los elegidos".
Pero como buen liberal, Rorty acompaña y complementa al contingencialismo con una
propuesta de ordenamiento social. Hay un límite en el posible choque o diálogo entre
metáforas y ese límite tiene que ver con la crueldad. Un liberal, define Rorty en
"Contingencia, ironía y solidaridad", es aquel que no tolera la crueldad, y no porque
haya algo de mal esencial en lo cruel, sino porque desde la posición contraria, el que es
cruel se coloca en una posición ontológica jerárquica por sobre el otro. Si mi filosofía
conlleva una idea verdadera del sometimiento para con el otro, la democracia tiene
prioridad por sobre la filosofía. En esta línea puede Rorty celebrar las lecturas de
Nietzsche o de Foucault para el mejor desenvolvimiento de nuestra esfera privada,
pero considerarlos nocivos y peligrosos para la vida pública. A partir del rasgo
irreductible de nuestro etnocentrismo y sin caer en un universalismo que sostenga
parámetros objetivos más verdaderos que otros, Rorty propone una hermenéutica de
la conversación, donde a partir de la puesta de acuerdo de no ser crueles, los unos con
los otros, cada cultura desarrolle sus propios valores sin represiones ni censuras.
Por ejemplo ¿En qué me diferencio de un nazi? Rorty jamás diría que el nazi tiene una
concepción equivocada de la naturaleza humana. Es que si así fuera, existiría la verdad.
Yo tendría una concepción verdadera de la naturaleza del hombre. Pero si no creo en la
verdad, la discusión no es ontológica, en todo caso es política, o estética. Es más, como
dice un amigo mío, tal vez Dios es nazi y le estamos ganando la batalla. Lo cierto es que
a lo sumo puedo dejar en claro que los valores nazis los detesto, los creo repugnables,
me excluyen, me dan asco, me enojan; y todas estas emociones son más que
suficientes para combatirlos. En la guerra de metáforas, sólo se trata de vencer, aunque
seamos los buenos (y porque somos los buenos).
VI. Recursos posmodernos para el siglo en curso
Es cierto también que la escuela postestructuralista en las ideas sobre todo de Derridá
y de Deleuze, viene trabajando desde los años 60´. Muchos quieren ubicar el final de
Las palabras y las cosas de Foucault, un libro que data del año 1966, con su
declamación sobre la muerte del hombre (“podría apostarse a que el hombre se
borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”) como aparición conceptual
fuerte de lo posmoderno. Scott Lash define al surrealismo y a Walter Benjamín como
posmodernos; Lipovetsky pone como fecha de inflexión el Mayo Francés. El
pensamiento posmoderno se va consolidando con el correr de las décadas. Siempre
será un pensar desconstructivo, siempre buscará el desmarque, la crítica institucional
al estilo nietzscheano, la desdogmatización, la apelación a la diferencia. Reconocer en
Foucault a un precursor es más que lícito. Su trabajo genealógico, su mirada
"desviada", son fuentes del abordaje posmoderno. Es cierto que es posible encontrar
manifestaciones posmodernas de derecha. El lazo entre posmodernismo y
conservadorismo o reaccionarismo, que analizaremos en la próxima clase, es
fácilmente encontrable en mucho de la producción neotomista y en algunos idearios
hipernacionalistas que ven a la modernidad ilustrada como socialdemocracia europea,
pero el tema es más arduo: una cosa es antimodernidad y otra posmodernidad. Una
cosa es un retorno a la Edad Media y otra cosa es un retorno al pasado desde el
ludismo propio de la distancia irónica y el pastiche.
¿Qué nos legó el pensamiento posmoderno para pensar el siglo XXI? ¿Cómo está
presente el “no-corpus” posmoderno hoy en día?
1. Crisis del progreso, fin de las utopías, ausencia de fundamento último, muerte del
sujeto.
Tal vez, muchas de las ideas más remanidas que parten de la incredulidad hacia los
metarrelatos, de acuerdo a Lyotard; y que por ello mismo suponen una fuerte
concentración en el presente, desarticulándolo de todo proyecto hacia el futuro. La
ausencia de un panorama futuro optimista, en tanto realización de un sujeto moderno
transformando la realidad, no significa que el futuro sea peor, sino incierto. La falta de
fundamento le quita previsibilidad a lo que viene, o en todo caso, desalienta la
confianza en grandes gestas colectivas basadas en categorías ontológicas fuertes. Nada
prueba que haya una lógica verdadera ordenatoria de lo real, y por ello el hombre vira
hacia un sentido más pragmático y en algún punto individualista o tribalista de las
cosas. Pero al mismo tiempo, vira hacia el pasado: sin un futuro previsible, el pasado
retorna descargado de verdad, y se permite, de ese modo, una distancia irónica y hasta
lúdica con la realidad. Si no hay progreso, sino relecturas, entonces el futuro no es más
que el pasado releído. La única novedad que resta es la novedad de la deconstrucción,
esto es, de la desarticulación de lo verdadero a través de sus móviles escondidos. El
pasado vuelve para mostrarse con sus otras máscaras. Toda construcción de
conocimiento es una resignificación: lo nuevo es pensar lo viejo de otro modo. Sin un
fundamento último y con una realidad descentrada, tampoco permanece en pie el
sujeto moderno fuerte. En todo caso, el modernismo fue mostrando que este sujeto es
un constructo y que como tal, también terminó. Al mundo lo seguimos padeciendo los
hombres, pero ya no lo controlamos; o para peor, ya no nos seguimos creyendo la
ilusión de que lo hacíamos. Ese sujeto no era sino el sujeto racional que excluyó de si
mismo todo aquello que no fuera racional, y por ello europeo (occidental). La irrupción
del otro hace trizas a este sujeto. Lo muestra en su proyecto sometedor. Lo denuncia
como avasallamiento de o Mismo sobre lo Otro. Los textos de Levinas, Derrida y
Blanchot son elocuentes al respecto. Se puede ver a esta serie de características como
el fin de un paradigma hegemónico que intentó imponer su modelo desde la violencia
de la lógica, desde la sumisión del otro.
Si la construcción del saber es una pelea entre relatos, el conocimiento cada vez menos
tiene que ver con la verdad y cada vez más con el poder. O bien, se admite que hay una
lucha de metáforas (al estilo nietzscheano) donde algunos relatos se imponen sobre
otros; o bien, aunque así sea de hecho, se proclama, con Vattimo, la necesidad de
admitir que ante el carácter metafórico de las propias verdades (débiles), no tiene
sentido la guerra, sino el amor. Si yo se que mis verdades son no-verdades, mi apertura
a una conversación con el otro es mucha más plena, ya que se halla despojada de todo
dogma. Si el saber es siempre político, al desapropiarme de mi mismo, puedo amar al
otro, en el sentido más elemental del amor como búsqueda sin punto de llegada. Amar
como quien recorre, conocer como quien pregunta. El extrañamiento con mis propias
verdades me permite “salirme de mi mismo” al estilo de Levinas y poder conectar
entonces con ese oto que también está en el mismo proceso.
¿Dimensión utópico de lo posmoderno? Puede ser, pero también cierto que no hay
concepto ni teoría: solo búsqueda (amor).
Scott Lash acentúa el rol del deseo en el origen mismo del pensamiento posmoderno.
Michel Maffessoli, Gilles Lipovetsky y Michel Onfray colocan a lo dionisíaco y al
hedonismo como los motores de sentido de una época que evade los sentidos. Hay un
criterio de autenticidad bastante paradójico: si tomamos la autenticidad en el sentido
de lo “más propio” y lo dotamos de palabra, nos encerramos en un círculo sin salida.
De lo que se trata es de poder alcanzar lo auténtico como lo otro de aquello que la
razón vindica como lo propio. De ahí la exaltación del placer, de lo instintivo, de lo
pasional, siempre que no se corporicen en discurso. El retorno del cuerpo en el mundo
del capitalismo avanzado es evidente. La clave biopolítica es cómo colocarse en la
tensión entre un cuerpo que pueda prescindir del encorsetamiento de la palabra,
frente a un cuerpo al servicio de una sociedad del hiperconsumo que lo exprime y lo
succiona. Lo dionisíaco solo puede manifestarse en tanto arte, en cuanto se abandona
la búsqueda de significado y se estalla expresivamente en la sensación. Hay búsqueda
de superficie, hay estética en el sentido de aisthesis, sensibilidad exterior perceptiva. Si
lo apolíneo es la puesta en concepto y con ello la supuesta profundización del saber, lo
dionisíaco es la apuesta posmoderna a la sensación más salvaje, más primitiva, más
virgen, más inmediata. Hay posmodernismo siempre que se estética nuestra
inmediación con el mundo.
5. Estetización de la existencia.
El debate deja a las claras dos de los polos desde los cuales se lee la cuestión
posmoderna. En Lipovetsky, como en Vattimo (ampliaremos en el teórico nº 5), la
estetización es emancipatoria. En Jameson, como a su modo en Deleuze (en especial
en el Postcriptum a las sociedades de control), nos hallamos en presencia de nuevos
formatos de poder y de control.
6. Desdiferenciación.
6. Nihilismo posreligioso.
¿Hay una lógica inmanente en las transformaciones estéticas? ¿Se puede encontrar un
sentido unitario a los cambios históricos que se han producido en la práctica artística?
Hay una historia del arte, pero esta historia, ¿es entendible?, ¿sigue un curso?, y si lo
sigue, ¿hay inmanencia o no es más que un relato constituido desde el presente? Es
decir; ¿puede más nuestro deseo de comprendernos a nosotros mismos elaborando
una historia que posea un sentido racionalmente entendible, o hay "algo" en el mismo
devenir de las mutaciones artísticas que va edificando una historia con un sentido
claro?
¿O más bien el arte no es más que un reflejo de las condiciones materiales que
estructuran los "todos" sociales, y por ello sus cambios se explican únicamente como
"frutos", como puntas de iceberg, de una realidad histórica que los determina? Y en
este sentido, la única lógica inmanente en el arte, ¿no sería más bien aquella que
explicara los diferentes modos en que el poder ejerce su instalación paradigmática del
gusto?, esto es, ¿la construcción inducida de las esferas estético expresivas? Es
evidente que desde hace rato se coincide en la conexión intrínseca entre poder y saber,
entre verdad y sometimiento, entre un orden pensado por algunos e instituciones que
se suponen para todos; y sin embargo hay esferas donde nos cuesta más
desenmascarar los procesos. Paul K. Feyerabend (Adiós a la razón, ¿Por qué no Platón,
Contra el método) le ha dedicado gran parte de sus investigaciones a militar contra la
alianza tácita que aun domina instituciones públicas como la salud: la alianza entre el
Estado y la ciencia. ¿Por qué los hospitales son etnocéntricos y nos obligan a aceptar
como único modo de atención sanitaria a la medicina científica? Democratizar la salud
es también que algún día uno pueda optar entre médicos o brujos en los hospitales
públicos. Hay esferas donde lo "normal", es menos "norma" y más naturaleza; o donde,
a decir de Nietzsche, las verdades no son más que metáforas olvidadas.
La definición del arte como expresión abre por lo menos muchas de estas preguntas.
¿Qué es aquello que se ex-presa, aquello que "sale afuera"? ¿Quién se expresa?, ¿el
hombre auténtico? ¿Expresarse es hallar un ámbito interno de plena verdad íntima que
puede "salir afuera" y encarnarse en un medio objetivo como un cuadro o una
melodía? Pero en la época de la muerte de la verdad, ¿qué queda de lo auténtico, de lo
íntimo, de la encarnación, de los medios objetivos? ¿Hay un "auténtico" o encajamos
sutilmente en los medios expresivos que otros necesitan que utilicemos? ¿Hay un
"íntimo" o nuestra propia conciencia no es más que un constructo que se cree libre e
individual? Cuando Rimbaud grita que "hay que ser absolutamente moderno", ¿qué
quiere demoler?, cuando Novalis quiere fundar un nuevo lenguaje poético filosófico,
¿contra quién se pelea?, cuando Tristan Tzara y amigos encuentran el nombre Dada,
¿qué están ridiculizando?
Esta historia tiene un final, ¿feliz? No sé, pero tiene un final: se acabó la transgresión
como forma utópica. Y a este final lo llamamos posmodernismo. Por eso, entender el
modo en que el rupturismo se fue consolidando y desarrollando en la modernidad, es
una manera de comprender su tragedia.
Hay una escalera, o más bien, una pos-escalera. Un trazo que se va expandiendo a
través de la ruptura del peldaño anterior. Cada nuevo paso no es más que romper el
anterior para avanzar hacia lo alto. Es como una escalera que se va alejando de u
centro, centro del que se quiere alejar. Pero cada nuevo peldaño logra mejor su
objetivo, alejarse cada vez más. Finalmente, con el último paso, obviamente, se volvió
al centro. Final evidente para un relato sobre lo posmoderno.