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La identidad fantasmática de Odiseo

Universidad de Morón

Guido Fernández Parmo

guido@fernandezparmo.com.ar

La propuesta del siguiente trabajo es pensar a la identidad en Odisea. Para ello,

partiremos de algunas nociones de la antropología estructuralista y “postestructuralista”

que la piensan a partir de la diferencia. Desde este marco teórico, analizaremos la figura

de Odiseo, con sus múltiples caras, y la de Telémaco, como un ejemplo original de la

poesía homérica que anticipa algunas ideas filosóficas posteriores.

I.

El estado de desaparecido, en Odisea, es un estado intermedio entre la vida y la muerte.

Su principal característica es la de no tener un tipo de existencia fenoménica, un tipo de

rasgo, sea por el cuerpo o por un rastro físico, que permite su localización en este

mundo. La desaparición de Odiseo se entiende, fundamentalmente, por las coordenadas

del mundo conocido. Mientras que cada uno de los héroes, o bien regresó a su tierra o

bien murió, Odiseo no hizo ni una cosa ni la otra, está fuera del tiempo y del espacio.

Es preciso ubicarse en ese mundo, que es justamente lo que Telémaco hace al

comienzo de la obra. Esta desaparición se relaciona con al menos dos características:

con el mar, desde luego, ese espacio inmarcable, y con la noche. Al menos así está

planteado explícitamente en el poema, si bien sabemos que además se relaciona con el

anonimato y el olvido. El anonimato por parte de Odiseo mismo, quien se presenta

siempre de una manera distinta, y olvido en la medida en que es la amenaza constante

de todo el poema, casi su motor, para mantener al héroe en ese estado intermedio.
En el canto I, Telémaco dice: “desde entonces ni vi más a Ulises ni Ulises me ha

visto” (Od. I, 212). En 241, Odiseo está desaparecido, rehén en las sombras,

desaparecido “sin ser visto ni oído”. Odiseo ni puede ser visto ni puede ver. Por un lado,

desde luego, Odiseo no puede ser visto por su estado de desaparecido, por su expulsión

del mundo civilizado. Odiseo tampoco lo ha visto a Telémaco, de tal forma que el

propio Telémaco no ha podido completar su identidad al faltarle el padre, Odiseo está

tan opaco como una estatua. Ente los griegos la vista era el sentido más importante, y la

identidad se juega en la dialéctica de ser y ser visto. La propia gloria de los héroes tiene

como base la mirada de algún otro de las propias hazañas. La mirada del otro como luz,

que ilumina el nombre propio. La reputación del héroe se relaciona, así, con su imagen,

imagen que pone en juego la honra o la vergüenza 1. No poder ser visto, tanto por parte

de Odiseo como por parte de Telémaco, supone no ganarse esa fama o gloria que hace a

la identidad heroica.

Sabemos de la importancia de la mirada como forma de organización cósmica:

un rostro de piedra se relaciona con la muerte, con la oscuridad y, en definitiva, con el

caos. La mirada, o más bien el ojo, puede ser entendido como un pequeño sol que, con

su rayo de luz, ilumina el objeto visto 2. Desde la oscuridad del olvido, desde esa

oscuridad caótica, Odiseo no puede ver a Telémaco, Telémaco no es iluminado por su

padre, y, de esa manera, comparte con él cierto grado de desaparición. Si Telémaco no

puede ser visto por el padre es porque también, a su manera, está en las tinieblas, está

hundido en la oscuridad del anonimato.

En el canto I, Telémaco dice que la felicidad había reinado en Ítaca “mientras

ese que sabes vivió en el país; más ahora / otra cosa tramando ruinas quisieron los

dioses, / que han borrado su fama en el mundo cual nunca lo hicieron / con ningún

1
Schlee Eyler, F. M. “Odisseus entre os Feácios: apresentaçâo e representaçâo na poesia”: en: de Souza
Lessa, F.-da Cunha Bustamante, R. (oganizadores). Memoria & Festa, 410
2
Vernant, J.-P. El individuo, la muerte y el amor..., 116
otro hombre: no fuera tan grande mi pena / si él cayera en Ilión en mitad de sus tropas o

en brazos / de los suyos después de acabada la guerra, que entonces / los argivos en

pleno le hubieran alzado una tumba / y un renombre glorioso le hubiera quedado a

este hijo” (235). Nuevamente, Odiseo visto y oído, visto al menos en una tumba y oído

en una fama que, al momento, no llega a los oídos de Telémaco. Se trata del comienzo

del poema y Telémaco todavía no sabe nada de su padre, su nombre ha sido borrado del

mundo. El proceso de reconocimiento se irá constituyendo mediante las palabras y las

cosas, los discursos y las prácticas. En efecto, la primera tarea de Telémaco es ir a

recoger alguna información de Néstor. Junto a las palabras del anciano, más tarde, el

joven se reunirá con las prácticas propias de su padre y con las marcas físicas de su

identidad. Palabras y cosas de la identidad.

La Odisea también es el relato de cómo un joven se hace de un nombre, pasa a la

vida adulta. El tema es el del reconocimiento y el de las identificaciones. Telémaco

dice: “¿qué mortal reconoce su sangre?”: se trata de algo que no se ve y es necesario un

reconocimiento mediante una identificación sensible: la identidad se da, en principio y

de manera vaga, en el parecido de las cabezas y en el fulgor de los ojos (I, 208), por allí

viene la recuperación de la identidad. Néstor ve a Telémaco y, aun sin saber si

efectivamente es el hijo, no puede dejar de asombrarse por el parecido. Una primera

manera de identificación, un primer reflejo, entre Odiseo y Telémaco, reflejo que se

desdoblará más adelante en muchos otros, pero que es el comienzo: “Mas el pasmo me

embarga al mirarte, / que es el mismo tu modo de hablar, aunque nadie creyera / que a

tu edad discurrieses así igual que él” (III, 123 y ss).

Telémaco también dice: que es hijo de él, “según cuentan”, pero parece no darle

importancia a esos rumores. De lo que se trata es de recuperar la identidad perdida por

medio del reconocimiento y no sólo de los rumores. Atenea responde en 221


reafirmando la importancia de la palabra, esta vez no sólo como rumor, sino como

gloria: “«No dejaron los dioses sin gloria la estirpe que dices, / pues Penélope en ti tan

buen hijo alcanzó...»”. De esta forma, Atenea quiere confirmar un rumor. Si el rumor

surge de manera anónima3, desde un lugar incierto, tan incierto como en el que se

encuentra Odiseo, la confirmación de la diosa viene a echar un poco de luz sobre su

nombre. Odiseo ha alcanzado una fama importante, y Telémaco puede identificarse con

ella. Más allá de estas primeras tentativas de la diosa, que tampoco confirman mucho

por ahora, Telémaco comenzará su proceso de reconocimiento e identificación, que va a

la par de la recuperación de su nombre por parte de Odiseo, y que culminará cuando el

héroe retorne a Ítaca, reconocido por el perro, por Euriclea, por Penélope y Telémaco.

Además, la propia acción de tensar el arco y dar en el blanco también supone una marca

de la identidad: “Tal hablaban los mozos y Ulises, el rico en ardides, / levantando en sus

manos el arco lo vio por entero. / Bien así como un hombre perito en la lira y el canto /

tiende el nervio que estrena arrollándolo en una clavija / sin esfuerzo, ya atada en sus

cabos la tripa ovejuna / retorcida y sutil, con igual suavidad allá Ulises / su gran arco

tendió” (Od. XXI, 404 y ss). Estamos en presencia del último acto de apropiación, de

recuperación, de conquista de la identidad. Si la fama ya circulaba como un rumor, en

este caso son los actos los que devuelven la identidad. Hasta el momento, Odiseo había

conquistado parte de su identidad realizando grandes hazañas. Pero esa identidad

seguía, de alguna manera, dentro de la lógica heroica de las grandes hazañas. Aquí se

trata de algo un poco distinto: la hazaña aquí se conjuga directamente con la apropiación

clara, luminosa y definitiva de la identidad. Todo Odiseo se encuentra allí.

II.

Esta identificación progresiva se dará no sólo mediante los reconocimientos físicos

(como la cicatriz), sino también mediante una serie de reflejos en los que se desdobla
3
Detienne, M. “También el rumor es un dios”, en: La escritura de Orfeo.
Telémaco, y otra serie en los que se desdobla Odiseo. Salir del estado de desaparición

parece suponer antes, casi de manera tentativa, como en una especie de ensayo, pasar

por desdoblamientos. Como si primero se tuviera que ser alguien gracias a un otro

(Orestes, en el caso de Telémaco, Agamenón y otros en el caso de Odiseo) que ya ha

conquistado su identidad y su nombre, para luego reconquistar el propio.

Los primeros reflejos, como vimos antes, se dan en la visita que Telémaco hace

al anciano Néstor, en Pilo. Allí Telémaco comienza a tejer los hilos y coordenadas de su

identidad, recuperando muy lentamente su pasado, su linaje, sus virtudes (como la del

discurrir, propio del metieta Odiseo), sus actos. Néstor relata el destino final de

Agamenón, y dice: “Del Atrida aun vosotros, estando tan lejos, seguro / que supisteis

cuál fue su arribada y el modo en que Egisto / su ruina tramó, pero bien lo pagó el

miserable. / ¡Bienhadado el varón que perece si deja algún hijo / como aquel que el

desquite tomó de la muerte paterna / en Egisto, el traidor que matara a su padre

glorioso! / Tú, querido, también, pues te veo tan alto y gallardo, / ten valor y que alaben

tus hechos los hombres futuros” (III, 193-200).

A falta de Odiseo, desaparecido, Orestes es el primer reflejo, el primer Otro, que

permite orientarse en la identidad. En el canto IV, Telémaco visita a Menelao, quien le

informa acerca del confinamiento de su padre en la isla de Calipso. En el relato que

hace Menelao, que reproduce un encuentro con el Anciano del Mar, aparece Orestes en

una situación muy similar a la de Telémaco: “quizá será tiempo / de que encuentres a

Egisto con vida o al menos, si Orestes / se adelanta a matarlo, podrás alcanzar las

exequias” (Od. IV, 545-547). El relato compromete a Telémaco: el hijo de Agamenón

ha terminado por vengar al padre y restituir el orden en la casa. Telémaco, temeroso, tal

vez más joven, y frente a una cantidad enorme de enemigos, todos los pretendientes, no

tiene todavía la métis suficiente como para idear un plan en contra de ellos; pensando en
el hijo de Agamenón, dice en el canto I: “ojalá a mi también de vigor me ciñesen los

dioses” (Od. I, 205).

Si no como hijo del héroe, Telémaco podrá reconstituir su identidad como

adulto, como varón glorioso y valiente, que toma las decisiones en la casa a falta del

padre. Hacia el final del poema, Telémaco se impondrá como hombre de la casa; dice:

“no soy, ya, el niño de antes” (XX, 310). En el canto XXI, luego de una intervención de

Penélope, Telémaco la manda a tejer, pues “lo del arco compete a los hombres / y entre

todos a mí, pues que tengo el poder en la casa” (XXI, 344). De Orestes a Odiseo,

Telémaco también tiene su viaje.

Odiseo también pasa por sus identificaciones. Serían muchas para que las

analizáramos todas aquí, pero lo que nos importa es que estamos frente a una identidad

en fuga, líquida, que parece no estar encerrada ni fijada.

En el libro VI, Odiseo, en el discurso a Nausícaa, le desea un esposo “porque

nada en verdad hay mejor ni más rico en venturas que marido y mujer cuando gobiernan

la casa / en un mismo sentir: los malévolos penan, se gozan / los que quieren su bien y

ellos mismos alcanzan renombre / sin igual”. Odiseo presenta indirectamente su propia

situación de desgracia por no estar con su mujer y dejarla al acecho de malévolos. El

matrimonio también es un símbolo de la identidad griega, de civilización.

Para el caso de Odiseo mismo, que es un poco más complejo que Telémaco,

elegiremos sólo dos reflejos: Agamenón, que es el más importante, y Aquiles. Por un

lado, como vimos, Agamenón es un reflejo del héroe porque ha sufrido lo que todos

temen para el caso de Odiseo: que su palacio esté dominado por la traición y la muerte.

En el canto XI, entonces, Agamenón le cuenta a Ulises su funesto destino. El relato no

puede ser más aterrador para Odiseo: un amante que planea un asesinato con la esposa

abandonada tiempo atrás. Recordemos que en el caso de Odiseo la situación se agrava


porque él lleva, encima, muchos años más que el resto de los jefes aqueos: “En verdad

que no hay nada más fiero ni más miserable / que mujer que tamañas acciones prepara

en su pecho, / como el crimen inicuo que aquélla idea de dar muerte / al esposo, señor

de su hogar. ¡Y yo, en tanto, pensaba, / al llegar a mi casa de nuevo, gozar del cariño /

de mis hijos y siervos! Sin par en su mente perversa, / la ignominia vertió sobre sí y, a la

vez, sobre todas / las mujeres, aun rectas, que vivan de hoy más en el mundo” (Od. XI,

427 y ss). Para Odiseo, no puede haber más suspenso. Al espectador, el relato puede no

resultarle demasiado dramático, sabiendo que parece haber una mujer recta, después de

todo. Sin embargo, nada es tan seguro, porque, por otro lado, tampoco sabemos si

Penélope no sucumbirá después de todo. Si para el espectador hay dudas, para el héroe

no puede haber más que temores: Agamenón es un reflejo demasiado oscuro en el cual

reflejarse. Penélope misma, con su paciencia femenina, con su espera eterna y su

renuncia absoluta, terminará sucumbiendo al aceptar la contienda del arco hacia el final

del poema.

Por otro lado, Aquiles se presenta como un nuevo reflejo. En el mismo canto

sobre la visita de Odiseo al Hades, Aquiles le dice al héroe: “Si por breves instantes me

viera en casa paterna, / bien se habrían de espantar de mi furia y mis manos invictas /

los que ahora forzándolo están y le quitan la honra” (500). Aquiles habla de su hijo, y

Odiseo recupera una cosa más además de su mujer y sus bienes materiales. Si

Agamenón lo pone a Odiseo como jefe de un oikos, de una mujer y de esos bienes que

en Ítaca están siendo consumidos por los pretendientes, con Aquiles Odiseo recupera a

Telémaco.

Odiseo terminará haciendo lo que ni Agamenón ni Aquiles pudieron hacer:

poner orden en la casa, recuperar su dominio y restablecer el vínculo con el hijo para

proteger el linaje.
III.

Se tratan de reflejos o espejos en donde la identificación comienza. Ahora bien,

el procedimiento se da de tal manera que no sólo la identificación va de un sujeto

indeterminado a otro que lo determinará, sino que los reflejos comienzan a desdoblarse

en múltiples reflejos, descorriendo al reflejo anterior de su lugar determinante. No se

trata de la identificación en donde un Otro me constituye de una vez, sino de una serie

de imágenes o phantasma, simulacros, que en ningún caso son terminantes, últimas,

sino que la misma imagen puede ubicarse frente a otro reflejo y así sucesivamente. Será

necesario redefinir la relación de Odiseo con sus reflejos, redefinir el propio proceso de

recuperación de la identidad perdida.

El Otro parece ser la condición para que se produzca la identificación. La Odisea

nos presenta así la primera versión de la crítica a la presencia plena para sí del sujeto.

Uno no es sin el Otro. Parece haber un principio negativo, bajo la forma del olvido, de

la oscuridad, de la potencia caótica, que quiebra y divide la afirmación del Mismo. Dice

Benoit: “esta separación diferencial es el lugar mismo en que se afirma la posibilidad de

la inserción del sujeto en el orden de lo simbólico”4. El sujeto está escindido en su ser

mismo, pero en este caso, el sujeto quedará siempre en un estado intermedio, ya que el

Otro no es entendido, desde luego, como el Otro lacaniano, simbólico, sino que es un

otro cualquiera. Lo que nos presenta la Odisea es el caso de la constitución de la

identidad propia de manera provisoria, fantasmática, en el sentido griego de imagen en

donde el modelo está ausente (y por esto no es del todo una inscripción del Otro del tipo

de la propuesta por Lacan). Podríamos pensar que acaso Telémaco es estructuralista,

mientras que Odiseo es postestructuralista. Si para Telémaco la identidad se juega por el

padre, y los reflejos no son más que dobles del padre, para Odiseo los reflejos son

siempre nuevos Odiseos: su propia identidad está siempre en fuga, en constante


4
Benoit, J.-M. “Facetas de la identidad”; en Lévi-Strauss, C. Seminario: La Identidad, 20
movimiento, propio de un ser metieta, propio de un ser que no hace otra cosa que errar,

desplazarse, por la superficie inmarcable por excelencia: el mar.

Para entender esta identificación fantasmática, que siempre se fuga para dar paso

a una nueva, es necesario aclarar antes el concepto de simulacro tal como aparece en

Platón. La idea de simulacro o phantasma aparece en El Sofista de Platón como la

posibilidad de que aquello que no es, sea. Dicho breve y someramente, a partir de la

Idea se desprende una jerarquía de copias o representaciones que se ajustan más o

menos al modelo hasta llegar a una imagen que ya no tiene nada que ver con éste.

¿Cómo comprender este tipo de imagen que existe pero que no tiene ninguna relación

con la Idea? Corriéndonos un poco del planteo platónico, nos interesa resaltar un tipo de

existencia que no se encuentre subordinada al modelo, es decir, una concepción que no

haga de todas las cosas copias más o menos perfectas e imperfectas de aquello real

trascendente. Pensar un mundo jerárquico como el platónico introduce la falta en todas

las cosas (el no-ser): siempre nos falta para ser realmente (a Telémaco le falta valentía

para ser como Orestes). Pero, si prescindimos de la Idea, el universo se vuelve monista

y todas las cosas descansan sobre un plano de inmanencia, sobre una superficie plana,

que hace del ser antes que un concepto análogo (sólo por analogía con la Idea de

Belleza decimos que algo es bello), un concepto unívoco: el ser se dice de una única

manera, siempre se dice en un mismo sentido. Esta concepción, que aparecerá

tímidamente en Duns Scoto, y fuertemente en Spinoza y Nietzsche, estaba ausente entre

los griegos pero como presentida, sobre todo en la experiencia del simulacro, en su

posibilidad amenazante para toda la metafísica. Si antes la Belleza en sí misma, plena y

perfecta, ontológicamente perfecta, se encontraba en la Idea, y a partir de allí se

distribuían el resto de los seres en más o menos bellos por analogía, ahora lo bello de

todas las cosas está dicho de la misma manera, el ser es ontológicamente el mismo en
todos los casos. A las cosas no les falta nada. Es a esta concepción del ser a la que

apunta la experiencia del simulacro.

El director de cine Jean-Luc Godard dice algo que da en la tecla para

comprender estas dos concepciones del ser: “No una imagen justa, sino justo una

imagen”. Una imagen justa es una imagen que se ajusta al modelo, una imagen en

donde el modelo está más o menos presente; pero justo una imagen es una imagen que

no remite a ninguna otra imagen anterior para poder ser comprendida: el sentido de la

misma se encuentra en ella misma. Justo una imagen es el simulacro.

Los reflejos de Odiseo son simulacros en el sentido en que no alcanzan nunca

ese punto de inscripción que lo ubicaría más o menos cerca de su identidad plena.

Odiseo desplaza siempre la posibilidad de identificarse plenamente con uno de sus

reflejos. Sabemos que el mito volverá a expulsar a Odiseo al mar, y esto está de acuerdo

con la idea de una identidad líquida, siempre en fuga, que se identifica no por analogía

sino en función de una sucesión infinita de máscaras o simulacros. En cada uno de los

reflejos, Odiseo ha tomado una máscara diferente, que es muy distinto a decir que se ha

acercado a su identidad. Si la identidad está perdida no es porque esté escondida en

algún lugar (como si estuviera, como dijimos antes, en el oikos, la esposa y el hijo), sino

porque la identidad como coincidencia consigo mismo falta siempre a su lugar.

Bibliografía

Homero. Odisea, Ed. Gredos, Barcelona, 2000

Homero. Odisea, Ed. Cátedra

Homer. Odyssey, Harvard University Press, Loeb Classical Library, London, 2004

Benoit, J.-M. “Facetas de la identidad”; en Lévi-Strauss, C. Seminario: La Identidad,

Ed. Petrel, Barcelona, 1981


Schlee Eyler, F. M. “Odisseus entre os Feácios: apresentaçâo e representaçâo na

poesia”; en: de Souza Lessa, F.-da Cunha Bustamante, R. (oganizadores). Memoria &

Festa, Ed. Mauad, Río de Janeiro, 2005

Deleuze, G. Lógica del sentido, Ed. Paidos, Barcelona, 1994

Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Ed. Taurus, 1986

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Barcelona, 2001

Vernant, J.-P. Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Ed. Ariel, Barcelona, 2001

Vernant, J.-P. Mito y sociedad en la Grecia antigua, Ed. s. XXI, Madrid, 2003

Vernant, J.-P., Detienne, M. Las artimañas de la inteligencia, Ed. Taurus, Madrid, 1988

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