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Ángel García De Torres

LA INOCENCIA DE LOS
DESHERERADOS
A mi hijo
La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos,
en el primer barco que saliera de España tendríamos
que salir los republicanos, si nos dejaban.
Manuel Azaña

El que ama la guerra civil es un hombre sin lazos de


familia, sin hogar y sin ley.
Homero
Presentación

Poco se imaginaba Francisco De Torres Medina que lle-


garía el día en el que tendría que elegir entre ese amor, al
principio furtivo, y la herencia familiar.
En una España que aún arrastraba las diferencias de cla-
ses sociales, su padre le obligó a ello.
Fue una época dura para muchos y poderosa para unos
pocos. Dependiendo de su decisión, Francisco sabía cuál le
tocaría vivir.
Pero él no estaba dispuesto a renunciar al amor de su
vida por unos muchos puñados de plata y decidió la vida
dura, castigada, obrera, la que creyó más humana.
Fue la Guerra Civil la principal causante de las injusti-
cias sufridas por un hombre honesto, humilde y defensor de
la vida.
Con un país gris, empobrecido y derrotado como telón
de fondo, Ángel García De Torres, su nieto, narra su historia

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en La inocencia de los desheredados con una claridad y pasión
que te cautivará.
Pilar Fernández de Torres

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Melilla, noviembre de 1941

Caminó despacio por las calles de Melilla con la mirada


perdida y pasos cortos. Poco había cambiado desde la última
vez, parecía como si el tiempo se hubiera detenido en aque-
lla ciudad. Dormidas se encontraban sus almas y solo en las
entrañas de sus moradores se podía vislumbrar una miseria
que intentaba ser escondida no sin mucho éxito. Los suspi-
ros de aquellos habitantes estaban contaminados por una
tristeza perenne, algunos por haber sufrido la barbarie de la
guerra y otros por ser cómplices de esta.
Esperaba no encontrarse con nadie conocido, ni siquie-
ra giraba la cabeza para mirar a los lados. Llegó al final de la
avenida y giró a la derecha. Cojeaba levemente y se dispuso
a subir la cuesta que lo llevaba hasta el cementerio de la Pu-
rísima. Se notó cansado, posiblemente del propio nerviosis-
mo y paró en una floristería a mitad de la calle. Compró un
ramo de rosas rojas y continuó con su propósito. Subió las

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escalinatas del Campo Santo y se adentró en él con lágrimas
en los ojos.
Como no podía ser de otra manera el cielo se mostraba
gris y el viento de levante movía con violencia las hojas de los
árboles. A un lado estaban los héroes de una guerra en África
ya olvidada y que contaban con un mausoleo espléndido de
albo mármol. Al otro, los panteones de familias adineradas
y repartidas en calles perfectamente alineadas el resto de la
humanidad con diferentes lápidas y esquelas. Muy pocos del
bando vencido tendrían ese privilegio. En el centro una pe-
queña iglesia había sido testigo muda de tanta desgracia ajena.
Hizo una pequeña parada y sacó una hoja muy bien
doblada que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. Los re-
cuerdos dormían en su mente y poco a poco fueron afloran-
do sin una cronología exacta. El ambiente le sobrecogía y la
sensación de ahogo hizo que se aflojara el nudo de su corba-
ta. Sintió un leve dolor en el pecho y decidió sentarse en uno
de los bancos que había entre los árboles. Notó un sudor frío
a pesar de la baja temperatura y se sintió indispuesto. Separó
con sus dedos temblorosos cada uno de los pliegues y leyó
con detenimiento lo que había anotado. Una ubicación.
PARCELA: 18 FILA: 6 NÚMERO: 11
Se quedó unos instantes mirando aquellos dígitos, sacó
su pañuelo y se secó la frente. Se puso en pié y sus huesos se
quejaron.
—¡Esta maldita humedad! —se dijo en voz baja mien-
tras intentaba no sin dolor ponerse erguido.

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Se echó mano a sus rodillas y ayudándose de uno de
los brazos del banco se incorporó hasta ponerse casi recto.
Las gaviotas graznaban con violencia mientras planeaban y
jugaban con el viento sobre su cabeza.
—Posiblemente sepan que no soy de aquí —dijo de ma-
nera sarcástica mientras las observaba.
Agradeció que no hubiera nadie más en aquel lugar. La
soledad era algo que últimamente le apetecía y más aún en
aquel momento. La luz se difuminaba creando sombras im-
posibles y a cada paso un sentimiento. El horizonte se tor-
naba oscuro y decidió aligerar el paso. No quería que el vigi-
lante cerrara las puertas olvidando su presencia y ser testigo
de un baile de ánimas pidiendo respuestas. Se imaginó por
un momento a los héroes del Barranco del Lobo buscando
una salida imposible entre el fuego enemigo, a todos aque-
llos inocentes que habían sido asesinados de manera injusta.
Por fin localizó la parcela 18. Sabia que estaba cerca de su
objetivo y no tardó en hallarla. Retiró con sus manos las ho-
jas caídas y apareció su nombre escrito en una cruz de madera
junto con el de su mujer. Se persignó. Colocó con delicadeza
el ramo de flores que había traído y suspiró hondamente.
—¡Por fin te encuentro viejo amigo! —exclamó mien-
tras se arrodillaba con mucha dificultad.
—Como ya sabes, me siento avergonzado por no haber
cumplido mi parte —dijo agachando el rostro.
Sus lágrimas cayeron sin consuelo.
Silencio.

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Málaga, enero de 1936

Los caminos fueron desapareciendo a su paso. Las mon-


tañas y los ríos adornaron sus ojos desde el cristal dando
paso a un declive emocional oculto entre sus pensamientos.
Almas anónimas en cada estación, amontonadas entre pe-
numbras e ilusiones, buscaban su futuro. Algunos, con más
mariposas en sus estómagos que comida, y otros, los menos,
haciendo gala de su opulencia desmesurada.
Los días eran cortos pero de una pesada languidez. El
trayecto se hacía demasiado largo en una España en deca-
dencia. Málaga se presentó ante ellos con su zalamería habi-
tual y su gracia andaluza. Un último esfuerzo antes de cruzar
un mediterráneo otrora altivo pero hiriente en sus formas,
ora quebradizo con estelas desmoronadas y olas varias que
mueren en la orilla pareciendo querer escapar.
José y Rocío partirían desde allí hasta Melilla en un úl-
timo esfuerzo, sobre todo para ella. Tras días de ajetreado

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viaje sus cuerpos mostraban signos claros de cansancio. Ella,
fatigada, se le dibujaba en su rostro un desencanto acumu-
lado que, aunque intentaba disimular, su tremenda angustia
brotaba por cada poro de su cuerpo. Su esperanza se trun-
có con la llegada de una carta que recibirían en las últimas
navidades. Su marido José, el destinatario. Destruida aní-
micamente al escuchar la ciudad de Melilla en boca de él,
su alma palideció. Un jarro de agua fría en el que se diluían
sus deseos de que destinaran a José a Sevilla. La depresión
habitaba en ella, lloraba sin consuelo, maldecía su suerte y a
todos, pero nada era nuevo.
Ese año los villancicos fueron más tristes que nunca y
Pamplona dormía bajo un manto de nieve, derretida a su
paso por las lágrimas que llegaban al río… pero no era su
Guadalquivir. Desde la ventana soñaba mientras a su alre-
dedor embalaban todos sus enseres. José la miraba sin po-
der hacer nada, ya que su destino estaba marcado por unos
acontecimientos que no solo golpearían su suerte sino la de
toda España.
Hacía tres años que habían contraído matrimonio en
Pamplona y recordaba aquel día como algo especial. Un
manto de diferentes tonalidades cubría el cielo de la ciudad.
En un promontorio del Casco Antiguo se alzaba solemne
«La Catedral De Santa María». Un lugar emblemático de
fachada neoclásica, con su habitual sobriedad, repleto de
historias y reliquias. Invitados y curiosos se agolpaban en
diferentes puntos para ser testigos de la llegada de la novia.

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Había mucha expectación sobre todo entre las mujeres que
cuchicheaban sin reparo vestidas con sus mejores galas.
La novia llegó sobre un carruaje victoria de un reluciente
blanco engalanado para la ocasión con rosas y lazos también
del mismo color. Tirado por corceles negros en limonera,
su presencia se hizo notar por el tronar de los cascos sobre
el suelo empedrado. Las pulsaciones de José aumentaron al
verla bajar de este con la ayuda de su padre. La plaza se
iluminó con su presencia y no tardarían en escucharse los
primeros vítores y «guapas» que rebotaban en las fachadas de
los edificios colindantes. Caminaba con elegancia del brazo
de su progenitor mientras las damas de honor se ocupaban
de su larguísima cola. El novio la esperaba algo nervioso
pero firme bajo el portón rodeado de familiares y amigos.
Con su uniforme de gala y una gran sonrisa veía llegar a la
novia. Con los ojos vidriosos por la emoción ambos unieron
sus manos y entraron en el templo al compás de los sones
de un órgano centenario interpretando la marcha nupcial.
El interior era majestuoso, muy diferente a la fachada. Un
espléndido gótico recibió a los novios camino al altar.
Después de varios años de un nada fácil noviazgo por
fin había llegado el día. Los recuerdos se fueron agolpando
sobre él, sobre todo del día que se conocieron. Rocío había
llegado a la ciudad desde Sevilla para asistir como invitada
a la boda de su prima. José, como compañero de armas,
alzaba su sable junto a sus compañeros a la salida de los
novios honrando a estos haciendo un arco reluciente. Los

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pétalos de rosas y el arroz llovía sobre ellos. Felicidad. Fue
en el convite cuando sus miradas se cruzaron por primera
vez. Ella estaba guapísima con su vestido largo, emanaba
dulzura y sus ojos negros resaltaban su belleza. Una sonrisa
a tiempo y en el siguiente baile sus cuerpos recorrían la
pista del salón al compás de la música que amenizaba una
banda local. Unidos por las manos y en singular empatía
terminaron refugiándose entre las demás parejas. Salieron
al jardín.
Los primeros copos de nieve empezaron a caer sobre
ellos y el verde fue dejando paso al blanco. Se miraban sin
descanso sumidos en un letargo de emociones y sensaciones
que nunca antes habían sentido. Una voz femenina que pro-
vino del interior rompió aquel mágico momento.
—¡Rocío! ¡Entra chiquilla que vas a coger frío! —dijo
alarmada su madre desde la cristalera.
—¡Esta juventud! —se unió su tía a la reprimenda.
—Es menester que aligeres, no está la noche para que
vayas por ahí con el frío que hace. Que esto no es Sevilla
—sentenció la madre mientras le hacia gestos para que se
incorporara a la fiesta.
—Sí, mamá —respondió Rocío con una notable desga-
na pero con una sonrisa entre los labios.
—Hasta pronto —le susurró José mientras le mandaba
un beso con la mano.
Una última mirada por parte de Rocío y esta desapare-
ció entre los invitados con su madre y su tía agarrándola por

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los brazos. Ella parecía volar. José permaneció quieto, con el
corazón encogido y el único deseo de volver a verla.
Tuvo que pasar algunos meses antes de que volviera a
tener noticias suyas. Primero una carta y posteriormente una
serie de encuentros que se veían dificultados por la distancia
que los separaba. La correspondencia aumentó y no tarda-
ron en darse cuenta de que sus almas se habían unido aque-
lla noche. José bajaba a Sevilla cada vez que se lo permitían
sus superiores y ambos disfrutaban de largos paseos por el
Parque María Luisa y Plaza de España, eso sí, siempre acom-
pañados de algún familiar de ella o alguna doncella para que
se mantuviera intacta su honra a vista de los demás. Una
férrea doctrina católica siempre acompañó a Rocío desde su
infancia y esto hacía imposible que, ni por un instante, José
tuviera la posibilidad de un momento en soledad con su
amada. Intentaban contraer el tiempo y alargar el espacio
para que cada segundo se les hiciera eterno.
Se besaban con los ojos y el embrujo del parque embria-
gaba sus sentidos. Un olor diferente que anegaba cada poro,
lo terrenal se convertía en divino y los sentidos dibujaban
sensaciones en el corazón de cada uno de ellos. Cuando los
encuentros finalizaban ambos volvían a la realidad regresan-
do a su rutina diaria. Solo unas letras, llenas de solemnidad y
caballería por su parte y llenas de perfume por la de ella, lle-
naban de frescura su relación. No tardó en llegar lo inevitable.
El aviso de que iban a contraer matrimonio no sorpren-
dió a nadie. Eso sí, debía hacerse una petición formal y era

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de vital importancia el consentimiento expreso de los padres
de ella que llegaría sin muchas trabas teniendo en cuenta
que José era un oficial del ejército y eso en aquella época
suponía un estatus en una sociedad en claro declive.
El padre de José veía con buen ojo el enlace. Había se-
guido su carrera a lo largo de los años y visitaba a su hijo
cada vez que su cuerpo se lo permitía, acompañado del resto
de hermanos. Su padre había envejecido de manera prema-
tura. Tras participar en la guerra de Cuba su cuerpo presen-
taba las secuelas de la metralla que lo había mantenido en
cama durante muchos meses. Una vez recuperado se había
volcado en su familia, sobre todo en su mujer, cuyo amor era
incomparable. Una tristeza, que le perseguiría hasta el resto
de sus días. Acompañó a su hijo aquel marzo de 1918 a la
estación de trenes de Málaga. Habían pasado 18 años pero
aún José recordaba con nostalgia aquel día en el que, recién
alistado, buscaba un futuro, y aquella noche húmeda sería
protagonista de una despedida. No sería la primera pero sí
posiblemente la más dura.

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Málaga, marzo de 1918

Según decía Aristóteles, la memoria es el escribano


del alma. José mantendría retenida esas imágenes día tras
día. No quería que se volvieran oscuras, sin sentido y por
eso grabó con fuego cada gesto, cada mirada, cada palabra
pronunciada aquella noche. Tuvo que trasladarse a Málaga
para despedirse de sus padres, que habían tenido que dejar
el pueblo durante un tiempo para que pudieran tratar a
su madre de una grave enfermedad. Paraban en casa de
sus tíos, la hermana de su padre. Su madre estaba muy
enferma y la única esperanza de combatir su enfermedad
pasaba por aquel centro. José nada más verla la abrazó
con todas sus fuerzas, y el dolor y la angustia recorrían su
cuerpo. Era su ángel, su ángel rubio; llena ella siempre de
dulzura y que a pesar de sus males jamás le había escu-
chado una queja.

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—No llores, mamá —le dijo sereno y mirándole a los
ojos.
Ella fue perdiendo la vista de manera paulatina, pero
aun así, vio en ellos la ternura de una madre que había dado
todo por ellos. Su infancia pasó rápidamente ante él y en la
última gota que brotó de ella un tremendo miedo le invadió
por completo. Miedo. Miedo a no volver a verla.
Ya se sentía mayor y tomó una decisión nada fácil, iba a
incorporarse a filas para hacer la carrera militar. Había llega-
do para él el momento de partir, de vivir nuevas experiencias
fuera de su oasis familiar. Apenas lo había meditado y solo
en sus paseos vespertinos, mirando a un horizonte descono-
cido ocultaba sus lágrimas entre el sonido de un mar bravo
que parecía hablarle. Bañado por su humedad buscaba este-
las que hicieran caminos hasta aquel infinito. Todavía y por
mucho tiempo recordaría aquel momento como aquello que
simplemente soñó.
—Ten mucho cuidado, hijo, ten mucho cuidado —le
repetía su madre con voz penosa mientras sus lágrimas caían
hasta llegar a la playa y morir formando fulguritas en forma
de ternura.
La situación económica de la familia había menguado,
haciendo que su decisión fuera más fuerte. Una boca menos
que alimentar. Él era el mayor de sus hermanos y acarreaba
una responsabilidad añadida. Eran tiempos difíciles y el des-
tino jugaba con todos de manera aleatoria. Hablaban de un
Dios que casualmente siempre perjudicaba a los más débiles,

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a los más necesitados. El hombre se convertía en hambre y
esta en muerte, incómoda compañera que llegó a convertirse
en su inmisericorde destino.
­­—Te prometo, mamá, que en el primer permiso vendré
a verte y seguro que estarás recuperada —le susurró al oído.
—¡Claro que sí, hijo! Abrígate que por allí arriba hace
mucho frío —le dijo mientras le colocaba la bufanda alrede-
dor del cuello.
Lo volvió a abrazar con sus tiernos brazos y José escuchó
un sollozo ahogado que se instaló para siempre en su corazón.
Su padre y su tío permanecieron al margen, su tía llo-
raba en la cocina, los pájaros dejaron de cantar y la luna
aquella noche no salió. Su madre le arregló la solapa, estaba
bastante débil y sabía que no podría despedir a su hijo en la
estación.
—¿Necesitas dinero, hijo? —le preguntó acariciándole
la cara.
—No, mamá, con estas pesetas me sobran. Dicen que
allí se come de maravilla, además pronto tendré un sueldo
—mintió.
Su tía Carmen salió de la cocina, había preparado unos
bocadillos que introdujo en el macuto. Se acercó a ambos y
uniendo sus manos comenzaron a rezar.
—¡Dios te guarde! —dijo Carmen con voz suave levan-
tando la cabeza.
Comenzó una letanía mientras Manuel, su padre, espe-
raba junto a la puerta con su tío Fernando.

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—¡Vamos, que vamos a llegar tarde! —dijo Manuel
mientras asía el macuto con ambas manos.
—Adiós, mamá —dijo José besando a su madre en la
frente.
El «te quiero» se lo guardó y no porque no lo sintiera
sino porque era una palabra que nunca utilizaban. Pero sí
que la quería, y esa noche más que nunca. Ella lo era todo…
Se pusieron en marcha cuando la puerta se abrió y un
desconchado pasillo se presentó ante sus ojos. Mientras ba-
jaban los torcidos escalones que se precipitaban a un vacío
emocional, su madre permaneció apoyada sobre la barandi-
lla con la mirada perdida. La luz era tenue pero ella brillaba.
José supo en ese momento que eran ángeles que la rodeaban
en un halo celestial. Continuó bajando cada escalón como
si fuera el último convirtiéndose en una barrera que una
vez traspasada carecía de retorno. Se sintió huérfano y dudó
cada segundo si seguir adelante. Volvió a mirar hacia arriba
por última vez.
—Te quiero, mamá —gritó justo en el momento que
accedieron a la galería que llevaba al portal.
—Adiós, mi vida —respondió ella.
Lloró hasta el amanecer.
José notó un escalofrío que recorrió su espalda hasta
morir en su nuca mientras recordaba cada escena y cada ges-
to vivido anteriormente…
El aire frío y húmedo abofeteó su cara. Las calles se di-
fuminaban con la bruma pintando de gris todo lo que le

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rodeaba. La imagen de su madre con su camisón de lino y su
eterna sonrisa permanecía clavada en su mente.
—Hasta pronto, mamá —dijo en voz baja con un ligero
hilo de voz que se evaporaba por los rincones de las calle-
juelas. Le pareció ver a la muerte mirándole con sarcasmo
esperando su marcha, pero se llenó de valor y se acordó de
aquellos ángeles que antes acompañaban a su madre, estaba
seguro que se la llevarían al Cielo, donde deben estar los
ángeles buenos, donde el dolor no existe, donde ella podría
por fin descansar de sus múltiples dolencias.
Emprendieron el camino a pié hasta la estación. No es-
taba muy lejos. Bajaba en un silencio triste con su macuto
sobre el hombro pero no era este lo que mas le pesaba sino
su incierto futuro. Atrás quedaba «la manquilla» y la alca-
zaba. El suelo estaba mojado por la lluvia que había caído
durante el día y al pasar por el callejón de Ollería, este estaba
inundado. Los vecinos se afanaban por limpiar sus casas y
sus portales achicando el agua con sus propios medios. El
hambre había entrado por la puerta grande y la miseria se
acumulaba por los rincones, y cuando la madre naturaleza se
mostraba insolente no hacía otra cosa que ocultar con lodo
y tristeza lo poco que le quedaban; para ellos, los días solo
eran un espacio entre los sueños.
Pudieron esquivar las zonas inundadas y llegaron a una
zona más abierta donde los carruajes tirados por los mulos
rompían el silencio. Viandantes anónimos que llenaban de
sombras las calles de una Málaga desesperada. Balcones se-

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midestruidos, mordisqueados por los años y la humedad, in-
tentaban ocultar su penuria con macetas con flores de vivos
colores que contrastaban con el negro, no solo de sus vesti-
mentas, sino también del pesimismo de sus moradores. El
cielo seguía amenazando con descargar con furia de nuevo
sobre ellos y apresuraron el paso con la intención de llegar
a la estación que ya se podía ver al final de la calle. Llegaron
bastante cansados, sobre todo su tío, que comenzó a narrar
cómo en su juventud ese camino lo hacía corriendo sin ape-
nas cansarse. La estación se presentó ante ellos engullendo
a otras tantas almas cuyos destinos, al igual que el de José,
habían de cambiar en cuestión de horas.
Las voces se mezclaban en un murmullo casi desagrada-
ble para José, que quedó vulnerable, desnudo ante su propia
soledad, derrotado por un miedo que desconocía y del que no
podía afanarse. Debía poner sus propias barreras en un esca-
lón mas alto de los que hasta entonces había conocido como
sus límites máximos de angustia. El humo y el ruido de las
locomotoras anegaban el espacio apagando algunos lamentos
y lloros de los parientes que despedían a jinetes sin nombre
propio. Vendedores ambulantes, repartidores de panfletos y
pedigüeños se mezclaban entre los pasajeros y familiares para
conseguir algo de dinero antes de volver a casa. La vida se en-
cargaba de unirlos en aquel punto y después el destino se en-
cargaría de repartir a cada uno con su suerte correspondiente.
Para José mirar atrás era amargo, nunca sabes que es lo
mejor; aquella noche no lo hizo, prefirió tragarse sus emo-

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ciones esquivando sus propias lágrimas. Su padre liaba un
cigarrillo con su habitual facilidad mientras su tío le anima-
ba con fuertes palmadas en su espalda.
—A partir de ahora serás un hombre, sobrino. ¡Mira tu
padre cómo regresó de la guerra siendo todo un héroe! —aña-
dió su tío convencido de lo que decía.
—Ahora no hay guerras, hijo. Solo debes buscar tu ca-
mino y tu porvenir, que de valientes ya está el cementerio
lleno —cortó Manuel pasando un brazo por encima de su
hijo.
José lo miró y contrastó su tristeza con la seriedad que
mostraba su padre en su gesto. Quiso llorar desconsolada-
mente en su hombro pero sabía que eso no es cosa de hom-
bres. Se repetía para sí mismo que los hombres no lloran y
sentía que tenía que demostrar lo que era. Admiraba a su
padre y siempre tuvo la necesidad de imitarlo hasta que por
sí solo pudiera continuar sus pasos.
Llegó el momento. El tren avisaba de su entrada en la
estación y por todo el andén los viajeros sintieron cómo el
pulso se les aceleraba. Aquellas ruedas de hierro giraban con
parsimonia junto a una nube de vapor soltada de manera
abrupta sobre los más cercanos. Algunos rostros desfigura-
dos se asomaban por las ventanillas y otros se agolpaban en
la puerta sabiendo que habían llegado a su destino. La gente
se agolpó junto al coche y un pitido impersonal hirió su
corazón, era el momento de subir. Se abrazaron con fuerza y
José asió su macuto subiendo las escalinatas con una energía

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que no tenía, miró a su alrededor como si esperase la llegada
de alguien más, pero sabía de sobra que eso no pasaría.
Había alguien más de quien le hubiera gustado despe-
dirse pero nadie más lo sabía, quizá su padre pudo imagi-
nárselo. Otros como él repetían sus pasos y aquella noche se
convirtió en una sinfonía de lloros y plegarias de familiares y
novias que iban a ser abandonados. No había consuelo.
El jefe de la estación izó su banderola roja y el tren re-
anudó su marcha. José continuó oteando un horizonte de
multitudes con la esperanza de verla llegar en el último ins-
tante, en los libros que el leía esas cosas ocurrían pero aquel
día no fue así. La suerte nunca se le había mostrado generosa
en esos menesteres. Ella no aparecería y nunca lo haría.
Encarnación no estaba allí y pensó que nunca más vol-
vería a verla. Alzó la mano para despedirse de su familia has-
ta que la imagen del andén se nubló. Sus lágrimas brotaron
y a su alrededor se originó un sordo murmullo. La estación
se desvaneció al poco tiempo de partir y la oscuridad del
paisaje hizo que su rostro se reflejara en el cristal… así hasta
Madrid. No recordaría los diferentes transbordos, ni a sus
compañeros de viaje, ni las horas que iban pasando senta-
do en aquel vagón. Su macuto, él y miles de recuerdos. La
imagen de su despedida se le quedaría grabada el resto de su
vida lo que le produciría una amargura tremenda sobre todo
durante su periodo de instrucción militar.
Pasarían los meses como un ave sin alas, atormentado y
vagabundo entre las armas y el frío. Puso nombre a los árbo-

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les y al viento seco que cortaban sus labios del sur. Las hojas
muertas no le servirían de refugio y su caminar recordaba al
olvido.
Tuvo suerte de no ser enviado al protectorado, y sus pri-
meros destinos fueron llegando a medida que iba ascendien-
do. Sus compañeros fueron despidiéndose y nuevos irían
llegando. Barragán, Alvarado, Barrientos, Llorente… Una
noche soñó con sus cuerpos abandonados en alguna cuneta
de algún camino pedregoso del norte de Marruecos.
Sus estudios se fueron centrando en justicia penal y no
tardaron en llegarle las primeras felicitaciones por sus traba-
jos realizados. La correspondencia con su padre no era muy
fluida y en el fondo sentía un miedo irremediable a un des-
enlace final. Su madre había empeorado y poco podían hacer
los médicos por prolongar su vida. Su padre le narraba las
mejoras y retrocesos en su salud indicándole en sus últimas
letras que no se preocupara, que ella estaba en buenas manos.
La fatal noticia no tardó en llegar. Un maldito telegrama
anunciaba su defunción con la mala fortuna que llegó a sus
manos tres días después de su fallecimiento. Cuando llegó a
su pueblo solo había una cruz y unas flores sobre un mon-
tón de tierra. Se arrodilló y rezó con lágrimas en los ojos. Su
ángel ya estaba en paz, no sufriría más.
Cruzó la península de Norte a Sur y de Este a Oeste
hasta terminar en Navarra. Durante todo ese tiempo siguió
pensando en Encarnación, aunque nunca se atrevió a pre-
guntarle a su padre por ella. La imaginaba casada y con

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varios hijos y eso le atormentaba. Se le aparecía en sueños,
siempre el mismo. Ella se deslizaba frente a él con un abri-
go y un visón blanco alrededor de su cuello, callada como
la noche y con un presente entre las manos, se aproxima-
ba. Cuando él alargaba sus brazos, el caos anegaba todo;
escombros que caían y explosiones de fuego mientras ella
volvía a desaparecer entre el polvo. No había despedida y
él creía reconocer su propio cuerpo inerte entre las ruinas.
Este sueño se repetiría el resto de sus días. Encarnación era
ahora su obsesión descontrolada y absurda. Su pelo, su fina
delgadez, sus labios aterciopelados y diminutos pero sabios
en besos; una muñeca de un pálido rostro constelado de
pecas y calma infinita.

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Villanueva del Mar, invierno de 1917

José y Encarnación paseaban por lo cerros como un


naufrago a la deriva por senderos y caminos que solo ellos
conocían, o eso pensaban, hasta llegar a la costa. Allí se sen-
taban abrazándose sin miedo al invierno. Contemplaban un
rizado mar salpicado de blanca espuma y azules diversos y
sellaban sus labios poblados de cariño hasta el último alien-
to. Un juramento a veces, otras un lamento y aquella tarde
unieron sus cuerpos como si fuera el fin de los días. La caba-
ña abandonada hizo de castillo, ella, su reina, se desprendía
de sus miedos y su ropa. Ardiendo por dentro y por fuera,
ambos se amaban con dulzura ciega entre gemidos y dulces
palabras. Un «te quiero» sincero e intenso, una ráfaga de
pétalos arrancados y un suspiro final. El éxtasis.
—Mírame —dijo ella.
—No puedo hacer otra cosa.
—¿Es una despedida?

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—No lo sé. Me alisto en una semana —dijo él bajando
la cabeza.
—Entonces sí que lo es… —No pudo continuar por-
que las lágrimas inundaron su alma.
—Lo nuestro será eterno —afirmó él con contundencia
mientras la abrazaba.
José sacó una piedra verde de su bolsillo y la depositó en
sus manos. Ambos lloraban.
—¡El tesoro! —exclamó ella a la vez que intentaba secar
sus lágrimas.
—¿Cómo lo has encontrado? —dijo ella exaltada y con
una leve sonrisa entre sus labios.
José la besó y un trueno retumbó entre las montañas.
Empezaron a caer las primeras gotas sobre ellos y se refugia-
ron abrazados en un rincón de su castillo. Ella no podía de
dejar de mirar aquella piedra verde y recordó cuando ambos
la encontraron por casualidad.
Días atrás, mientras corrían a las afueras del pueblo junto
a las vías del viejo ferrocarril, ella encontró una piedra de verde
intenso en el suelo. Moteada con minúsculas partículas negras
y de una belleza extraordinaria sobresalía sobre las demás.
—¡Un tesoro! —pensó ella mientras se agachaba para
recogerla.
—¿Qué es eso? —preguntó José acercándose a ella.
—Una piedra, bobo —dijo ella mientras reía.
Aún con las rodillas en el suelo, introdujo la piedra en
uno de los pliegues de su gastado y manchado vestido.

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—Me la voy a guardar, a partir de ahora será nuestro
tesoro.
Ambos sonrieron y fueron a beber a la fuente. Seguían
jugueteando y decidieron ir a robar algunas frutas a la finca
de su padre ya que, aunque lo habían pensado, no se atre-
vían hacerlo en otro lugar.
En el trasiego del disimulado hurto, la piedra se fue es-
curriendo entre su cuerpo y la tela terminando por caer al
suelo. Por suerte, José se dio cuenta y sin decirle nada la
guardó en uno de sus bolsillos. Quería sorprenderla a úl-
tima hora pidiéndole a cambio un beso de «novios», como
él decía, pero en el último momento cambió de opinión.
Decidió dársela a su amigo Julián. Este era un genio de las
manualidades. Estaba convencido de que le haría el favor
de convertir aquella piedra de verde intenso en una joya sin
mucho esfuerzo. Julián tenía el pelo ralo y dos puntos negros
en la cara que hacían de ojos, aunque lo que más llamaba la
atención era su extremada gordura. Siempre andaba solo y
con marcas de sudor aunque fuera invierno. Era incompren-
sible que aquellos dedos regordetes y cortos pudieran tener
tanto arte. Observó la piedra con detenimiento, copiando
los ademanes de su padre, que era el relojero de su pueblo.
—Verdaderamente bello —dijo Julián, aunque sin de-
masiado entusiasmo.
—¿Puedes hacer algo con ella? —le preguntó José ex-
pectante.
—¿Y qué quieres que haga?

33
—No sé, tú eres el artista.
—¿Se la vas a regalar a alguna chica?
—Sí, pero necesito que no digas nada. Ya sabes como
son los del pueblo.
—Ya ¿A mí me lo vas a decir?
José bajó la cabeza avergonzado por las palabras de su
amigo, en cierta manera se sentía culpable por no hacer nada
cuando los demás se burlaban de él.
—Lo haré —afirmó Julián con contundencia.
José amplio su sonrisa y abrazó a su amigo prometién-
dole llevarlo a una cueva secreta que muy pocos conocían.
Se dieron un apretón de mano y quedaron en verse cuando
la tuviera lista.
Julián se había convertido en un personaje excéntrico.
Rechazado por los chavales de su edad tuvo que refugiarse
en su propio mundo. José solía ir a su casa, se quedaba mara-
villado con las obras de pintura y pequeños objetos de barro
que decoraban la casa. Las paredes estaban repletas de libros
de todos los tamaños y colores, y en un rincón junto a la
ventana, en un sofá pasado en años, los padres permanecían
leyendo mientras un viejo gramófono arañaba sin compa-
sión un disco de música clásica. La casa era pequeña pero
llena de encanto para José que nunca se cansaba de observar
cada detalle de la decoración.
Pasaron unos días y José andaba escondido junto con
otros amigos del pueblo entre los carromatos viejos que ha-
bían servido al aguador. Se estaban liando unos cigarros y

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quedaron sorprendidos cuando vieron aparecer a Julián. Se
dirigió con paso firme a José y le entregó con decisión un
pequeño objeto liado en papel de periódico. Los demás no
reaccionaron al principio, pero no tardarían en hacerle saber
a aquel gordo excéntrico que aquel lugar no era digno para él.
—Gracias —le dijo José, deseando que su amigo se mar-
chara para que no tuviera que soportar todos esos insultos.
—De nada, ha sido un placer —respondió Julián
sonriente.
Desapareció igual que vino.
Los demás se acercaron a José para saber que era aquello
que le había dado el gordo, pero no sin poco esfuerzo, José
pudo zafarse de ellos y salió corriendo en dirección a su casa.
—Marica, ¡cuando te pillemos te vas a enterar! —le gri-
taron mientras él se alejaba.
Llegó a su casa y subió de dos en dos los escalones has-
ta llegar a su cuarto. Cerró la cortina marrón que hacía de
puerta y con manos temblorosas retiró el papel de periódico
que envolvía el objeto. La piedra brillaba con mucha fuerza
y tenía forma de corazón. Había hecho una verdadera joya
y sabía que Encarnación se derretiría al verlo. Una suave tira
de cuero permitía que aquello fuera un bellísimo colgante y
no paraba de imaginarse a ella con él puesto. Estaba conven-
cido de que ella había sentido pena de haber perdido aquella
piedra que encontró y que al descubrirla de nuevo no podría
hacer otra cosa que pedirle amor eterno a José. Estaba exal-
tado, deseoso de poder verla y entregarle aquello.

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Y aquella tarde fue la elegida… ella lloró y fue el último
día que se vieron. El destino se encargaría del resto. Él, se
había alistado y los padres de ella habían decidido emigrar a
otras tierras en busca de una mejor fortuna… pero esa no-
che ella lo desconocía. Estaba claro que nunca se olvidarían
aunque la vida no estaba dispuesta a darles la oportunidad
de amarse.

36
Pamplona, noviembre de 1935

Rocío ocuparía el lugar de Encarnación. Abandonaría


sus recuerdos en frías madrugadas, ciego y furioso. Nun-
ca florecería su esperanza de hallarla de nuevo. Rocío, tan
delgada y pequeña como Encarnación, sería su consuelo
aunque esta era huidiza en alegrías. La desesperación ocupa-
ría sus días y el anhelo de quedarse embarazada aumentaba
su frustración. Achacaba su esterilidad a los pecados de su
familia. Su cuerpo se deterioraba paulatinamente y más su
alma; se sentía yerma por dentro, como una mariposa con
alas gastadas que volaba por un jardín de flores mutiladas
por el viento.
Su relación con José no tardaría en morir aunque con-
tinuaban juntos con ese amor que llaman «para vivir». El
silencio pasaba entre ellos en cada encuentro, en cada se-
gundo que permanecían juntos. No había nada que decir y
eran ausentes con su propia vida. Todo empeoró cuando el

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hermano pequeño de ella falleció por tuberculosis a la edad
de nueve años. Lo vio morir en los brazos de su madre y des-
de entonces se hizo de noche para todos los miembros de su
familia. Sus ojos se hundirían para siempre con un velo de
tristeza, no había palabras, ni gestos por parte de José que la
animara. Para él, la espera de la recuperación de su mujer se
convirtió en el mayor de los sufrimientos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntaba José cada
vez que la veía llorar por algún rincón de la casa.
—Solo Dios podría, cariño, ¡solo Dios!
—¿Y qué quiere de nosotros?
—El problema es qué es lo que hemos querido de Él.
José se negaba a seguir aquella conversación a sabiendas
que no llegarían a nada. Pronto empezó a dudar si la quería,
o si la había querido en algún momento. Posiblemente nun-
ca la amó y simplemente compartió con ella la extrañeza de
la vida. Aun así no tiraba la toalla, se negaba a pensar que
todo estaba terminado y que solo había un sueño, o lo peor,
que la hubiera utilizado para olvidar a Encarnación.
—No te preocupes, mi vida, verás como Dios hará que
tengamos un hijo —le decía José sin estar muy convencido.
Ella seguía rezando en su capilla con las rodillas hinca-
das en el suelo y suplicando entre lamentos un milagro.
José se fue cansando y su presencia en la casa disminuía
alegando más trabajo en el cuartel. Fue entonces cuando se
le ocurrió la idea de pedir destino a Sevilla. Quizá el olor a
azahar y la cercanía de su familia podrían devolverle su ale-

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gría. No sabía si contarle los planes a Rocío o esperar a que
tuviera una respuesta definitiva por parte de sus mandos.
Hacerle grandes ilusiones podría agravar su estado si la peti-
ción no fuera aceptada.
Una tarde, mientras paseaban por la orilla del río, no
pudo contenerse. Junto a las murallas de la ciudad le contó
sus planes. Ella se iluminó por completo y lo abrazó como
nunca lo había hecho antes. Comenzó a llorar, pero esta vez
de alegría y de felicidad. José le explicó que no había nada
confirmado, que solamente había echado la solicitud y que
deberían de esperar a ver que les contestaban. Volvió a insis-
tirle en las pocas posibilidades de que le aceptaran la plaza de
Sevilla, pero ella había dejado el mundo real y solo pensaba
en su nuevo hogar, esta vez junto al Guadalquivir. Siguieron
paseando durante un buen rato y el sol se despidió de ellos
sin hacer ruido. Todo parecía más bello. Él bromeó con ella
sobre el frío que hacía en el norte, selló sus labios con un
dulce beso y se marcharon silenciosos por el sendero camino
a su casa.
Se imaginaba en el sur, lejos del frío de Pamplona que
entumecía los huesos y su corazón. Podría volver a galopar
por los campos de girasoles y pararse bajo un olivo cente-
nario a reponer fuerzas. Volvería a ver ese río que nunca se
congelaba y cuya brisa venía cargada de olor a azahar.

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Pamplona, Navidades de 1935

Transcurrieron un par de semanas desde que José se


había decidido a enviar su petición de traslado por asuntos
familiares. Tenía contactos con el Estado Mayor y espera-
ba la ayuda de sus superiores. El general Mola era uno de
ellos, estaba bajo su mando en Pamplona, alabó el general
su trayectoria y su dedicación plena a la causa militar. Pen-
só que este le ayudaría en una situación tan delicada.
La carta llegó una fría tarde víspera de las fiestas navi-
deñas. No se recordaba un diciembre tan duro en los últi-
mos años pero aun así las calles olían a fiesta. Los lugare-
ños se esforzaban en que, a pesar de las adversidades, los
ánimos no decayeran. Las plazas y avenidas se llenaban de
gente haciendo sus compras, los establecimientos se deco-
raban con motivos navideños y los villancicos se escucha-
ban en cualquier rincón de la ciudad. Nadie imaginó que
pronto todo cambiaría y que se iban a convertir en las últi-

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mas navidades que pasarían en paz, por lo menos en unos
cuantos años.
José y Rocío asistieron a la última misa. Cuando regre-
saron ella subió para cambiarse de ropa mientras José bajó
al sótano para encender la caldera. Aún recordaba las pala-
bras del padre Damián que hablaban de amor y paz, que los
hombres debían domeñarse intentando alejar de sus cabezas
los malos pensamientos.
Llamaron a la puerta con unos golpes secos. Había em-
pezado a nevar con más fuerza y subió rápidamente las esca-
leras sin imaginarse lo que le esperaba. Llegó al zaguán y vio
la silueta de un hombre uniformado a través de los cristales
de vivos colores que formaban la vidriera de su puerta.
—A sus órdenes, mi capitán. Debo entregarle esta co-
rrespondencia. —Se cuadró ante él un soldado de su regi-
miento dando un marcial taconazo.
Portaba una carta, que le mostró inmediatamente alar-
gando el brazo.
—Descanse soldado —dijo José algo nervioso.
Tomó la carta y agradeció al chico su servicio sin apenas
mirarle. Volvió a cuadrarse y tras un «¿ordena alguna cosa
más, mi capitán?» se giró de manera reglamentaria y desapa-
reció escaleras abajo dejando sus huellas en la nieve.
José notó la presencia de Rocío a su espalda. Estaba aso-
mada a la barandilla y esperaba impaciente una respuesta de
su marido. Cerró la puerta con suavidad y ella bajó de mane-
ra apresurada los escalones hasta situarse junto a él. Ambos

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se miraron y sin dilatar más la espera abrió el sobre. Rocío
nunca había visto los dedos de su marido temblar de esa
manera. Era una carta con membrete oficial que provenía de
la Comandancia General.

Capitán D. José Vázquez Valencia


3· Batallón Brigada de Infantería
( Sección Jurídica ) Pamplona
Estimado Capitán:
Teniendo en cuenta los hechos acaecidos estos últimos meses,
me he visto en la obligación de desestimar su petición de trasla-
do a Sevilla. Así bien, quiero comunicarle mi expreso deseo de
su inmediata incorporación a nuestros Batallones de Infantería
en la plaza de Melilla. Permanecerá bajo las órdenes del Tte.
Coronel D. Andrés Fernández al cual ya me he dirigido para
que una vez se haya incorporado, le sean designados sus cometi-
dos al servicio de la Patria.
Próximamente, sus superiores inmediatos le facilitaran la
documentación y el pasaporte para su traslado. Conjuntamente
se le proporcionará el informe correspondiente del que deberá
dar cuentas en su nuevo destino.
Solo me queda desearle un feliz desarrollo de su nueva mi-
sión y que continúe desempeñando sus funciones con la fide-
lidad, lealtad y fervor castrense como lo ha ido desarrollando
hasta el presente día.
Atentamente
General Mola

43
Puerto de Málaga, enero de 1936

Mientras preparaban la mudanza, ella permaneció hun-


dida observando cómo iban embalando sus enseres. No qui-
so participar en nada de lo que ocurría a su alredor, llegando
incluso a ponerse enferma. La carta había destrozado sus es-
peranzas y el doctor que vino a visitarla en varias ocasiones
le remitía a José su preocupación por su estado.
Había sido un largo y fatigoso viaje hasta Málaga pero
ya se encontraban frente al J. J. Síster. Era bastante tempra-
no y el rocío había empapado todo lo que se encontraba en
la intemperie. Un continuo trasiego de pasajeros y familiares
alborotaban la tranquilidad de todos los que allí se hallaban.
Un ligero levante comenzó a erizar un mar que hasta enton-
ces había permanecido en calma y las nubes que amenaza-
ban con lluvia estaban desapareciendo. El sol hacía acto de
presencia e iluminaba a un blanco barco que los esperaba
con los brazos abiertos.

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Dio una gratificación al faquín que se encargó de su
equipaje y ascendieron con desgana por una oxidada escale-
ra hasta entrar en un recibidor, donde fue atendido por un
miembro de la tripulación que les indicó con mucha amabi-
lidad cómo podían llegar hasta su camarote. Atravesaron un
pasillo que tenía una gastada y triste moqueta gris y dieron
con él. Se acomodaron.
El buque partió una hora mas tarde de lo previsto. Poco
a poco la costa malagueña fue desapareciendo en un hori-
zonte brumoso y cargado de nostalgia.
José aprovechó que ella se había tumbado por el cansan-
cio acumulado para revisar algunos informes que le habían
proporcionado antes de partir de Pamplona. Estaba preocu-
pado por los distintos altercados que se habían producido en
algunos barrios de la ciudad. La propuesta de Azaña de refor-
mar el ejército empezando por limitar algunos de sus poderes
había creado malestar en gran parte de sus miembros. Por otro
lado la derogación del Real Decreto que impedía la entrada
libre en Melilla, hizo que la ciudad sufriera un flujo continuo
de peninsulares que buscaban una oportunidad. Algunos pe-
riódicos se hicieron eco de la situación, donde informaban
que muchos obreros procedentes de la zona levante y sur pen-
saran que la ciudad norteafricana era una nueva Jauja o Arca-
dia feliz. También influyó que el ayuntamiento republicano,
lejos de cerrarles las puertas, aplicara el derecho fundamental
que contemplaba la Constitución: cualquier español podía
moverse en total libertad por el territorio nacional.

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Tenía referencias claras que en el propio ejército se esta-
ba produciendo una fragmentación. Algunos miembros in-
sistían en que era la única institución que permanecía fuerte
y se creía en ella como garante de un nuevo estatus, una
reforma necesaria en un país en aras de su propia destruc-
ción. Había que olvidar fiascos, como los mencionados en
el expediente Picasso, y la experiencia obtenida entre 1923
y 1930 por el general Primo de Rivera hacía cada vez más
atractiva la opción de una dictadura militar.
Le preocupaba especialmente la UMA (Unión Militar
Antifascista), que estaba formada por militares republica-
nos, y también los grupos que la CNT había conseguido
organizar en algunos acuertelamientos, incitando a los mili-
tares más revolucionarios a unirse a sus filas. Todo esto había
creado un galimatías insufrible que José tendría que estudiar
una vez instalado en su destino. Era consciente que su come-
tido se le podría escapar de las manos si tuviera que aferrarse
solamente a las leyes existentes, sobre todo en el ámbito mi-
litar, que hacían aguas por todas partes.
Decidió darse un reposo y se percató que Rocío ya se
había despertado y hacía el ademán de levantarse. Se acercó
a ella y le propuso que subieran a cubierta a tomar algo de
aire fresco. Ella aceptó. Salieron del camarote y se dirigieron
a cubierta. Sillas de mimbre de color marrón, que se apos-
taban sin orden junto al blanco acero de las paredes, servían
de descanso a aquellos que preferían hacer el viaje sin perder
de vista el mar. También había otros bancos de madera con

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pies y abrazaderas de hierro forjado que tenían el mismo
cometido que las anteriores, pero solo que esta vez daban la
espalda a un mar que les provocaba nostalgia.
El vapor sufría un leve vaivén al que se terminaba uno
por acostumbrar una vez pasaba algunas horas sobre él. De-
cenas de almas deambulaban sobre aquel suelo de tablillas
de madera. Unos reían, otros permanecían con la mirada fija
en el horizonte; familias enteras recorrían la cubierta mien-
tras que los pocos niños que viajaban jugaban sin descanso.
Los soldados se reunían en pequeños grupos, algunos des-
cansaban bajo la gruesa lona. Habían tenido la suerte de
haber podido pasar unos días de vacaciones navideñas junto
a sus familiares.
Rocío se sentó en uno de los sillones mientras que José
intentaba encender la pipa que recientemente le habían re-
galado. La brisa se lo impedía y decidió resguardarse tras la
puerta. Al salir, ya con su pipa encendida, se llevó una grata
sorpresa. Una niña de pelo castaño y cara angelical jugaba
con Rocío. No tendría más de cinco años. Sus manos se
juntaban al compás de una canción que repetían al unísono.
Ambas sonreían y Rocío fallaba a propósito para provocar
una carcajada infantil en la pequeña. José las observaba desde
la puerta, sabía lo que ella estaba pensando en ese momento.
—¡Pili, cariño! Deja de molestar a la señora —dijo un
hombre mientras se acercaba a ellos.
—No molesta —dijo ella con una leve sonrisa en sus
labios.

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—Es buena chica, un poco traviesa a veces —aclaró
aquel hombre cogiéndola de la mano.
Le acompañaban cuatro niños más, dos niños y dos niñas.
Era un hombre de porte elegante de menos de cuarenta años,
con traje oscuro, camisa blanca y corbata negra que hacía supo-
ner que guardaba luto por alguien muy cercano. Con la mirada
firme aunque de ojos caídos transmitía seguridad y confianza.
Vigilaba con autoridad sobre todo a los chicos que andaban
jugando con una pelota echa de papel sobre la cubierta.
—¡Estaos quietos por un momento! —les regañó con
firmeza.
Los niños hicieron caso mientras las niñas permanecían
a su alrededor. José se acercó para presentarse.
—Capitán José Vázquez. —Le ofreció la mano.
—Francisco de Torres Medina, encantado.
—Lo mismo digo, caballero. Le presento a mi mujer.
Rocío.
—Un placer, señora. Espero que no le haya molestado
mi hija.
—Al revés. Es una niña encantadora y francamente bo-
nita —dijo Rocío acariciando la cara de la niña con extrema
dulzura.
—Parece que vamos a tener buen tiempo —afirmo José.
—No se confíe, aquí el tiempo es muy traicionero y
cuando uno menos se lo espera aparece el levante o el po-
niente. Esperemos que hoy no ocurra, no es muy agradable
depender de la seguridad de este barco con temporal.

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—¿Puedo coger a su pequeña? —le dijo Rocío esperan-
do una respuesta afirmativa.
—¡Por supuesto!, ¡faltaría más! —le contestó Francisco
acercándole a la pequeña María.
— Pilar, María, Pepita, y los futbolistas son Francisco y
Adolfo —concluyó la presentación de toda la familia.
María no lloró al verse en los brazos de Rocío y jugó con
sus collares.
—Tiene usted una magnífica familia —afirmó José.
—Gracias, la verdad es que no me puedo quejar.
Los niños volvieron a su juego con la pelota y las ni-
ñas rodearon a Rocío, que desprendía una felicidad inusual,
para continuar sus juegos. José volvió a encender su pipa y
Francisco comenzó a liar un cigarrillo. Esto le recordó a su
padre. Se acercaron a la barandilla de cubierta.
—Su esposa, ¿viaja con ustedes?
—No, por desgracia para todos ella falleció hace un año
—le contestó cambiando el gesto y con un tono afligido.
—¡Lo siento! Disculpe mi falta de tacto.
—No se preocupe, no podría saberlo. Ha sido un golpe
muy duro para la familia. Y los niños… —No pudo conti-
nuar.
—¡Dios la tenga en su seno!
—Hay cosas que no podemos evadir y una de ellas es la
muerte.
—El destino se muestra cruel muchas veces.
Permanecieron callados durante un buen rato mirando

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un horizonte que se iba rizando por momentos.
Tras un largo silencio, Francisco comenzó a contarle a
José algo sobre su vida. Venían de Antequera y su cuñada se
había ofrecido para ayudarle con los niños. No era tarea fácil
ir con cinco hijos pequeños de un lado para otro. Antonia,
su cuñada, se mareaba bastante, por lo que decidió quedarse
en el camarote mientras él paseaba con ellos. Le contó sus
dificultades tras la muerte de su esposa para seguir llevando
una vida normal y mantener a la vez a una familia tan nu-
merosa sin que tuvieran ninguna necesidad, por lo menos
afectiva. Llevaban poco tiempo en Melilla cuando su esposa
contrajo una grave enfermedad y falleció al año de estar allí.
Desde entonces su vida volvió a cambiar.
Francisco pertenecía a una familia adinerada de Málaga
que presumía de tener antepasados muy importantes, algu-
nos, incluso, estaban enterrados en la catedral de Málaga, se-
gún decían ellos. El disgusto llegó a la familia cuando este se
enamoró de una de las chicas que servían en la casa. Como
era lógico, no vieron bien aquella relación e hicieron lo po-
sible para que esta concluyera. No solo no lo consiguieron,
sino que Francisco siguió firme en su idea de casarse con
ella. Aquello provocó un cisma en la casa acabando con la
expulsión de este del domicilio familiar con su querida ama-
da y desheredándolo de todo aquello que le pertenecía. Él
siempre había estado en contra de muchas de las directrices
que se le iban imponiendo desde su niñez. Con ideas clara-
mente a favor de los obreros y seguidor de Pablo Iglesias, co-

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queteaba con los ideales socialistas, creía en unas leyes justas
para todos y no solamente para los privilegiados. Entendía
al trabajador como fuente principal de riqueza de un país y
sus derechos debían ser considerados primordiales. El caci-
quismo y la explotación laboral habían hecho más pobres a
los pobres y más ricos a los ricos. Todo debía pasar por una
igualdad social y una renumeración decente a los obreros.
Francisco le habló muy bien de la ciudad y pronosticaba
un próspero futuro si esta continuaba creciendo. Había en-
contrado trabajo como dependiente trabajando para los Ca-
banillas y desde un primer momento había decidido afiliarse
al sindicato del gremio. No faltaba a ninguna reunión y le
gustaba escuchar cómo los dirigentes hacían propaganda de
un socialismo fuera del marxismo. El teatro Perelló, maravi-
lla del modernismo, les servía como escenario para arengar
a sus seguidores.
Francisco decidió que era hora de que los niños fueran a
almorzar. Se despidieron amigablemente y los chicos corrie-
ron junto a su padre. Rocío se quedó desconsolada al ver a
las niñas partir.
—Bueno, ya nos veremos por aquí —dijo Francisco
mientras intentaba reunir a sus hijos.
—Seguro, esto no es muy grande que digamos —res-
pondió José.
Ambos sonrieron y apretaron sus manos en gesto de
amistad. José les invitó a compartir mesa durante la cena
si Rocío se encontraba mejor, pero Francisco declinó amis-

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tosamente la invitación poniendo como excusa que viajar
con esos diablillos le hacía imposible hacer planes con tantas
horas de antelación.
Francisco acertó en su pronóstico del tiempo y las olas
comenzaron a golpear el casco del bastimento con violencia.
El viento arreciaba por momentos llegando a desgarrar la
lona que hasta hace poco servía de refugio a algunos pasaje-
ros. El sol se había ocultado entre nubes de un color plomizo
que amenazaban con lluvia inminente, la mar rehiló en plata
y blanca espuma. Los marineros se afanaban en asegurar los
cabos del palo-trinquete y la mesana. Unos de los grumetes
se encaramó a la proa y señaló con alegría desproporcionada
hacia la costa africana. La noche comenzaba a caer y apenas
quedaban almas errantes por la cubierta. José había vuelto
a su camarote con Rocío y la miraba con gesto preocupado.
Sabía que seguía pensando en aquellos niños y su miraba
reflejaba una tristeza interior imposible de ocultar. La inten-
tó besar pero ella lo rechazó asustada, la había despertado
de sus sueños y continuaba con el gesto agrio. José se tragó
su hastío y se acercó al ojo de buey para ver un mar ondu-
lante que los balanceaba sin piedad de un lado para el otro.
Comenzó a llover con fuerza y el camarote crujía sin cesar.
El ruido de los motores parecía que se escuchaba con más
fuerza, como si el navío hiciera un esfuerzo para mantenerse
a flote. Mientras, Rocío permanecía tumbada ajena a todo
menos a su desdicha.
—Tráeme algo de comer, no me veo con fuerzas de salir

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de aquí —dijo ella acurrucándose en el jergón.
—¡Claro, cariño! Ahora mismo salgo y te traigo algo del
comedor —le dijo José mientras se colocaba la chaqueta del
uniforme.
Caminó a duras penas por los pasillos y un olor acre
anegaba el recinto, serían muchos los que andaban marea-
dos y resolvían sus necesidades en el primer lugar que pi-
llaban. Aquello le recordó sus primeros días en el campa-
mento. Allí conoció al general Mola, que más tarde llegaría
a ser su mentor. Maldijo su suerte por no haberle ayudado
en su petición de traslado. No sabía que el general tenía los
días contados, el tres de junio de 1937 su avión se estrellaría
cerca de Briviesca. También se acordó de su último jefe, el
general Batet, al que había servido bajo sus órdenes durante
los últimos años en Pamplona y que hizo todo lo que pudo
para ayudar a José. Lo admiraba por su firme decisión en
los capítulos más duros de España. Leal a la República, se
había negado a secundar a Company cuando este intentó
establecer la república catalana. Más adelante, tras el levan-
tamiento de los generales, su suerte cambió al igual que la
del resto de España.
José confundió sus pensamientos y por un momento se
sintió mareado. No sabía donde se hallaba y qué hacía en
aquel barco. Grupos de soldados que formaban grupos en
distintos lugares se levantaban a su paso haciéndole el sa-
ludo castrense, alguno no sin mucho esfuerzo, teniendo en
cuenta el mareo que llevaban; unos por el temporal y otros

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adquirido de manera artificial en la cantina del buque. Para
muchos de estos soldados, que apenas rondaban la veinte-
na, era la primera vez que cruzaban un trozo de agua más
ancho que el cauce de sus ríos. La mayoría no sabían nadar
y aquellas aguas bravas les hacían sentirse como en el mismí-
simo infierno. La situación en el protectorado ya no era tan
tensa como antaño y ellos lo sabían. Eso no quitaba que sus
familiares los vieran partir con preocupación, sobre todo en
aquellas familias de interior que apenas habían oído nom-
brar la plaza de Melilla. Solo conocían la ferocidad de los
moros y cómo estos actuaban cuando se sentían agredidos.
Años atrás, estos rifeños, habían demostrado su valentía en
el combate al mismo tiempo que su afición a desolar y des-
valijar todo aquello que encontraban a su paso. El desastre
de Annual se había convertido en una anécdota demasiada
sangrienta para olvidarla. Así que la ciudad norteafricana se
había convertido para ellos en toda una incógnita, cono-
cían del auge que esta estaba sufriendo y de las personas
desesperadas que intentaban llegar de cualquier forma. La
población aumentó considerablemente pero no así el trabajo
disponible. Los polizontes se incrementaban cada año, sobre
todo en el J. J. Sister, lo que hizo que las autoridades aumen-
taran la vigilancia en el puerto de Málaga.
El barco contaba con ochenta y seis metros de eslora por
once de manga. Su desgastado casco pintado de blanco, car-
denillo por la acción de un mar correoso, refugiaba a unos
pasajeros separados por la vida y sobre todo por el peculio.

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Llevaba el mismo motor que habían usado los submarinos
y esto hacía pensar al capitán que tarde o temprano este se
sumergiría, por nostalgia tal vez, en las profundidades del
Mediterráneo. Había pertenecido a la marina italiana y era
gemelo de dos embarcaciones más que tenían las mismas
características. No hacía mucho que habían cambiado su
motor de vapor por uno nuevo que debía de proporcionarle
más fuerza y confianza durante sus trayectos por el Atlántico
y el Mediterráneo. Pasó de llamarse Galileo Galilei a J. J.
Síster, siendo utilizado por el mismísimo Alfonso XIII y su
séquito desde Valencia a Sagunto por motivo de la inaugu-
ración del monumento a La Restauración. Todo su boato
iba desapareciendo según iban pasando los años y solamente
quedaban algunos restos de aquella suntuosidad en el come-
dor de primera clase.
José observó detenidamente los cuatro botes de salva-
mento que colgaban de sus respectivos pescantes y pensó
con preocupación si serían suficientes para recoger a todos,
al fin y al cabo solo contaba con cuatro a estribor y otros
tantos a babor. Su rostro se llenó de salitre y decidió entrar
de nuevo por miedo que en algún que otro golpe de mar
se lo llevara para siempre a las profundidades de ese agua
enfurecido.
Llegó al comedor con la intención de conseguir algo de
comida para Rocío. El lugar era amplio. Una hilera de ojos de
buey dejarían de entrar los días de sol una magnifica luz que
iluminaría todo el espacio, adornados con unos bellos visillos

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blancos bordados a mano. Del techo colgaban unas lámparas
de dos brazos de hierro forjado que por el momento perma-
necían apagadas. Sillas, sillones y mantelería representaban
bellos estampados con vivos colores. Mesas rectangulares de
casi dos metros se distribuían por el salón, adornadas cada
una por un jarrón de cristal alargado y dos ceniceros con el
mismo talle. Un ventilador en cada esquina con aspas de ma-
dera barnizada y un gigante aparador con un gran espejo y
de madera finamente tallada que presidía la pared principal,
en sus estanterías se repartía la cubertería ordenada con mu-
cho esmero. Sobre su cabeza, un techo con vigas también de
madera de color caoba que morían en una bóveda acristala-
da con bellos motivos marinos. José quedo sorprendido y lo
comparó con las fotos que había visto del Titanic, no tendría
la misma riqueza pero sí que notó que todavía le quedaban
restos de solemnidad. El lugar parecía vacío y una puerta do-
ble que posiblemente daba a la zona del servicio permanecía
cerrada y no salía ni un resquicio de luz por debajo de ella. A
medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la semioscu-
ridad que cubría todo, comenzó a darse cuenta que se había
dejado llevar por la imaginación y toda esa beldad fue desa-
pareciendo, dándose cuenta de los numerosos desperfectos y
lo raído que se encontraban los manteles. Por un momento
pensó en la gente que había podido ocupar ese mismo lugar
en otras ocasiones, ahora parecía abandonado o simplemente
dejado por el paso de los años.
Un camarero enjuto y de cabeza redondeada entró en la

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estancia y se dirigió a él con pasos muy cortos. Llevaba un
pantalón negro y una camisa que ya no recordaba su blan-
cura, un chaleco negro y una pajarita que se engullía en un
cuello inexistente.
—Disculpe, señor, ¿le puedo ayudar en algo?
Su aliento anisado hizo retroceder a José unos pasos y
se le quedó mirando pensando de dónde podía haber salido
aquel personaje.
—Sí, perdón. Mi mujer anda indispuesta y quería saber
si me podrían preparar algo para llevárselo al camarote.
—Por supuesto, señor. Solo que aquí no puedo aten-
derle. Si no le importa, yo mismo le acompañaré al comedor
continuo. Es allí donde servimos a los pasajeros. Este solo se
reserva para ocasiones especiales y, como puede ver, última-
mente no tenemos muchas cosas que celebrar. Así que si es
tan amable.
José le siguió fijándose en sus andares y su manera extra-
ña de bracear. Hubiera sido imposible adivinar la edad que
tenía aquel hombre, pero estaba seguro que una vez muerto
continuaría vagando por aquellos pasillos, era como si per-
teneciera al barco como un mueble más.
Entraron en el otro comedor. Era idéntico al anterior en
tamaño y disposición del mobiliario, solo que este carecía de
cualquier ornato. Las mesas estaban huérfanas de manteles,
jarrones y ceniceros de cristal. Las sillas eran de madera co-
mún, sin acolchados estampados, ni elegantes formas. Eran
simples, discretas y totalmente funcionales al igual que todo

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lo que le rodeaba. En un lado, se hallaba una pequeña barra
de madera gastada por los años y detrás un camarero se afa-
naba, no con mucha rapidez, en atender a los pasajeros que
en ella se agolpaban. La mayoría de las mesas estaban ocu-
padas y un humo espeso de tabaco barato llenaba de opa-
cidad el lugar. José consiguió hacerse un hueco en la barra
y llamó la atención del camarero que se movía de un lado
para el otro de esta sin mucho provecho. Consiguió que le
hiciera caso y tuvo que levantar la voz para hacerle el pedido
mientras el camarero limpiaba con un paño bastante sucio
la barra. Mientras esperaba saboreaba un exquisito vino de
Málaga que le endulzaría su estancia allí.
Hubo un revuelo. Algunos gritos y un efebo, de no más
de veinte años, entró en la sala rápidamente como si huyera
del mismo demonio. Todas las miradas de los presentes se
dirigieron a él. Con la respiración agitada permanecía en
el centro de la sala buscando desesperadamente una salida,
se había dado cuenta que no tenía escapatoria y al ver a los
marineros entrar con sendas porras en la mano, su estado
de nerviosismo y conmoción se disparó. Estaba rodeado. Se
arrinconó bajo una mesa mientras sus perseguidores se acer-
caban a él golpeando sus porras contra la mano e invitándo-
lo con cierta sorna a que dejara de huir.
—¡Otro polizón! —dijo el camarero de manera despecti-
va, y continuó secando una copa que tenía en la mano. Ya esta-
ba acostumbrado a verlos muy a menudo en los últimos años.
El chico estaba bastante delgado y permanecía acurru-

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cado bajo una de las mesas. Llevaba un pantalón marrón de
pana roído y sujeto por una cuerda que hacía de cinturón,
una chaqueta del mismo color que tapaba una camiseta de
color desconocido y unas botas, cada una de un color dife-
rente y totalmente agujereadas.
—¡No me hagan daño, por favor! —suplicó al verse
rodeado.
—¡Sal de ahí! —le gritó uno de los marineros golpeando
la mesa con fuerza.
—Deja de molestar a estos señores —dijo otro, mien-
tras les hacía una seña a sus compañeros para apresarlo pi-
llándolo desprevenido.
—¡No he hecho nada! ¡Solo quiero ir a Melilla! —dijo
el chico arrinconándose más bajo la mesa y contra la pared.
—A Málaga vas a ir, pero nadando.
El polizón comenzó a llorar y sus sollozos revolotearon
por la sala provocando las risas de la mayoría que se encon-
traban allí. En un descuido se abalanzaron sobre él. No tuvo
opción de escapar, ni siquiera lo siguió intentando, se dejó
levantar con brusquedad y su cuerpo parecía inerte ante las
sacudidas de sus captores.
—¡Un momento! —gritó alguien desde la otra punta de
la sala—. Ese chico solo tiene hambre —continuó, acercán-
dose hasta ellos.
Francisco dejó a sus hijos y se acercó hacia donde se ha-
bía producido la algarabía.
—¿Pueden soltar al chico? Por favor —les dijo con se-

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riedad y plantándose ante ellos.
—¿Y usted quien es?
—Yo me haré cargo de los gastos.
—Lo siento, caballero, pero debo cumplir las órdenes
del capitán.
—Mi nombre es Francisco de Torres Medina, y como
le he dicho anteriormente me haré cargo del chaval y de sus
gastos hasta llegar a Melilla.
—Yo de usted no me metía en camisas de once varas.
—Eso es problema mío. Denle parte al capitán de lo
sucedido. De todas formas yo hablaré con él más tarde.
—Aunque usted se haga cargo del chico, él no puede
permanecer aquí. Debe ser presentado al capitán y dispuesto
en unos de nuestros calabozos.
—Hagan lo que tenga que hacer, pero que sepan que es
responsabilidad de ustedes que no le pase nada. Yo abonaré
su boleto y los gastos de manutención —dijo Francisco con
voz autoritaria.
Un murmullo inundó la sala. Todos los presentes per-
manecían atentos a lo que estaba sucediendo con el polizón.
El chico consiguió desbaratarse de sus captores y se abrazó
de manera efusiva a Francisco.
—¡Vamos, campeón! Estos señores te darán algo de co-
mer. Así que no te preocupes y ve con ellos. Cuando llegue-
mos a Melilla ya veremos que hacemos contigo —le intentó
tranquilizar Francisco.
Los marineros se lo llevaron y el chico seguía miran-

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do hacia atrás intentando no perder de vista a su protec-
tor. Francisco le guiñó un ojo y se dirigió a su mesa donde
le esperaban sus hijos. Fue llevado a la bodega donde te-
nían un habitáculo para los que pillaban como polizontes.
Le dieron un bocadillo de pan de chusco y el polizonte lo
devoró sin importarle mucho lo que llevaba dentro. Fran-
cisco, tras entrevistarse con el capitán, fue a visitarlo para
cerciorarse de que los marineros habían cumplido con lo
que él les había indicado.
José se había quedado atónito ante la forma de actuar
de Francisco. Al entrar en el salón no se había percatado
que este estaba sentado con su familia en una de las mesas
que abarrotaban el local. Cogió su copa y le hizo una seña al
camarero para indicarle que seguía por allí y que lo avisara
cuando tuviera el pedido que le había hecho. Francisco al
verlo, se levanto y estrecharon sus manos. Los niños comían
y jugaban en la mesa, parecía que el balanceo del barco, que
iba en aumento, apenas les afectaba.
—Son buenos marineros sus críos —le dijo a Francisco
con una leve sonrisa.
—No se crea, que mi hija Pilar hace un momento no
estaba muy bien. ¿Verdad, hija? —Se giro hacia ella dándole
un beso en la frente.
La pequeña Pilar sonrió y se llevo a la boca un men-
drugo de pan que sujetaba con dificultad en la mano. Su
hermana María la imitaba, al igual que Pepita.
—¡Siéntese, por favor! —le invitó Francisco señalando

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la única silla que quedaba libre.
—Les haré compañía mientras me preparan la cena. Mi
esposa no se encuentra muy bien y ha decidido quedarse en
el camarote. Es la primera vez que viaja en barco y ya sabe
usted como son las mujeres —sonrió José y alzó su copa para
brindar con Francisco.
—¡Y tanto que lo sé! Mi cuñada también ha decidido
quedarse en la cama, no lleva muy bien esto de estar tantas
horas balanceándose de un lado para el otro. De todas for-
mas espero que esto no vaya a peor. —Acercó también su
copa al centro de la mesas y chocaron ambas.
—Esperemos que no y que pronto lleguemos a puerto.
Yo tampoco soy muy marinero que se diga.
—Pues yo de mayor me casaré con un marinero —dijo
la pequeña Pilar. Todos rieron.
—¿Y ya tiene alojamiento en Melilla? —le preguntó
Francisco.
—Sí. Vendrán a recogerme, o eso espero, y me llevarán
a los pabellones de oficiales. Quiero pensar que está todo
preparado, no quiero imaginarme la cara de Rocío ante una
nueva adversidad.
—Nosotros vivimos en la carretera Hidún, no es una
casa muy grande pero está bien. Es el número ocho, ya sabe,
si algún día le apetece hacernos una visita con su esposa; a
los niños les encantará.
—Gracias, Francisco. Se lo diré, seguro que a ella tam-
bién le gustará mucho.

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El camarero hizo un gesto con la mano desde la barra
para indicarle a José que ya tenía su pedido.
—Antes de irme quería felicitarle por su acto de genero-
sidad con aquel mozo, veo que está usted lleno de humani-
dad —dijo José levantándose.
—No ha sido nada, el pobre chico solo está buscando
una oportunidad. Creo que todos debemos tener derecho a
una. ¿No cree usted lo mismo?
—¡Por supuesto! —asintió con firmeza José—, el de-
recho a buscar un futuro digno no debe estar sujeto a las
posibilidades económicas de cada uno —concluyó.
—Ya estaremos en contacto. Espero que nos veamos por la
ciudad —dijo Francisco levantándose para despedir al capitán.
—Un placer conocerle, Francisco.
—Lo mismo digo, capitán Vázquez. Despedid al señor.
—Adiós, muchachos. Portaos bien y obedeced a vuestro
padre.
José recogió su pedido y volvió sobre sus pasos para diri-
girse al compartimiento. Rocío le estaba esperando con pre-
ocupación por su tardanza. Se sentaron junto a la mesa y ella
empezó a comer.
Pasaron las horas y unos golpes secos en la puerta y una
voz ronca les avisó que ya estaban en Melilla. José miró por
el ojo de buey y su cuerpo se estremeció, era una mezcla de
miedo y ansias por empezar cuanto antes en su nuevo desti-
no. La ciudad amurallada se le presentaba ante sus ojos.

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Por fin habían llegado.

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Melilla, enero de 1936

La ciudad se presentó ante ellos con un bullicioso puer-


to donde cientos de trabajadores realizaban distintas labores.
Había faena, había vida. Los mozos se agolpaban junto al
barco llamando la atención de los pasajeros para portar sus
enseres por unas cuantas monedas. Había estado lloviendo
durante toda la noche y el suelo estaba encharcado. Emana-
ba un hedor malsano, penetrando hasta la misma alma, que
se mezclaba con el olor humano de los allí presente. Estaban
atracados otros barcos como el Arraiz, el Monte Toro, el Ga-
llito, el Capitán Segarra y el Atxeri Mendi. Seguramente el
mal estado de la mar del día anterior hizo que coincidieran
todos al mismo tiempo en el amarradero. Los capitanes ha-
bían decidido no partir por miedo a encontrarse con una
severa tormenta que estaba amenazando el mar de Alborán
esos días. Las bodegas de estos buques iban cargadas de mer-
cancías que iban destinadas a distintos puntos del norte de

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África y España. Algunos también llevaban pasaje militar
y víveres a las islas Chafarinas, que se encontraban a pocas
millas de la ciudad.
La ciudad amurallada les dio la bienvenida, con sus
piedras centenarias, testigo durante siglos de las distin-
tas poblaciones que habían conquistado o comerciado en
aquellas aguas. Fue a partir de finales del siglo xv cuando la
corona de Castilla y León la incorporó a sus dominios cedi-
da por la Casa Medina Sidonia. Desde ese momento, la be-
lla ciudadela fue motivo de continuos asedios por los reinos
musulmanes colindantes, sin obtener en ningún momen-
to opciones de conquista. La antigua Rusadir permaneció
inexpugnable hasta nuestros días. Sus muros protectores se
habían quedado pequeños y el caminante limitó una ciu-
dad que crecía considerablemente, siendo destacable que
su ensanche no se hiciera de manera desordenada, sino de
forma lineal siguiendo los patrones de diversos arquitectos
militares que introdujeron el modernismo y el art decó en
la ciudad.
Un coche militar ocupado por el sargento Villena y un
soldado recogieron a José y Rocío. Esta parecía más animada
al ver que aquello no era el desierto que se había imaginado.
A pesar del color gris deslucido de las nubes que cubrían el
cielo, las calles parecían vivas. Un ir y venir de muchedum-
bre de distintas razas y atuendos ocupaba el espacio dispo-
nible, indígenas montados en burro con sus capachos llenos
de mercancía, bazares improvisados llenos de color y objetos

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exóticos, el olor a especias; todo le transportaba a lugares
lejanos que solo conocía de oídas.
Una vez hecha las presentaciones, el vehículo circuló por
sus calles empedradas, saliendo del puerto en dirección a la
residencia militar. Rocío se quedó maravillada al ver aque-
llos edificios que formaban la avenida principal. El resto del
camino no se le hizo largo y pasados unos minutos llegaron
sin problemas a su nueva residencia. El soldado se apresuró
a introducir todas sus pertenencias mientras que el sargen-
to hablaba con ellos enseñándoles la casa. Rocío escrutaba
cada rincón de la casa sin perderse un detalle, permanecía
callada escuchando a su marido y al sargento e imaginando
como podía decorar aquel lugar que se iba a convertir en su
hogar. José había ordenado días antes que tuvieran la casa
lo más decente posible para que la primera impresión de su
esposa no fuera demasiado desagradable, aquella no era la
de Pamplona, pero tampoco podían quejarse. Era amplia,
de estilo colonial, con una sola planta y adosada al resto de
casas de oficiales.
Cinco escalones daban a la entrada principal, que con-
taba con un jardín algo descuidado pero parecía que otrora
había tenido su encanto. A continuación un larguísimo pa-
sillo dividía la casa en dos hasta llegar a la cocina y un patio
trasero donde destacaba una higuera que, por su aspecto,
debía de tener bastantes años. Las habitaciones se repartían a
cada lado y en el centro un amplio salón sin puertas pero con
bellos muebles tallados. Estaba completamente amueblada.

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—¿No hay chimenea? —preguntó José asombrado.
—No, mi capitán. Aquí en Melilla no hace mucho frío
y los hogares se calientan rápidamente. Todavía faltan algu-
nas cosillas pero estoy seguro que una vez que estén instala-
dos se sentirán contentos.
—Eso esperamos, venir aquí no era lo que deseábamos.
—Le entiendo mi capitán. Esta ciudad no es un sitio
donde vengamos de buen gusto.
—Ya, comprendo ¡En fin, aquí estamos! ¿Qué te parece,
cariño? ¿Te gusta tu nuevo hogar? —Rocío no contestó, per-
maneció callada junto a la ventana que daba al jardín.
El sargento Villena continuó mostrando la casa y ha-
ciendo hincapié en los bellos muebles de madera que la
decoraban.
—Esta casa vivió el coronel Arias. Como pueden ver
tenía buen gusto —añadió el sargento—. La casa consta de
tres habitaciones de las que dos, como pueden ver, tienen
ventanas. Y el baño está junto a la cocina sin necesidad de
salir al patio.
—Por lo menos no nos mojaremos —bromeó José.
—Si necesitan a una chica para las labores de casa puedo
recomendarles a una.
—Nos vendría de gran ayuda, aunque de estas cosas
prefiero que sea mi esposa la que decida.
—Pues mañana mismo, mi capitán, haré que Mina se
presente. Les aseguro que es de total confianza, de eso pue-
den estar tranquilos.

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—Gracias, Villena, Rocío se encargará de darle las órde-
nes oportunas. Nadie como una mujer sabe como dar vida
a una casa sin alma.
—Pues no se hable más. Mi capitán, con su permiso me
retiro y así puedo dejarles descansar.
—Gracias de nuevo, Villena. La verdad es que andamos
bastante cansados y necesitamos dormir algo, el viaje ha sido
movido y fatigoso.
El sargento y el soldado abandonaron la casa dando un
portazo y la morada quedó sumida en un signo de interro-
gación. Rocío y José se miraron. Por fin solos. Él se acercó a
ella y la abrazó besándola en la frente.
—Vamos a dormir, cariño. Ha sido un día muy duro —
dijo José cogiéndola del brazo y llevándola a la habitación.
La oscuridad envolvió todo y solo el ruido de la lluvia
rompió el silencio de aquella noche. José se puso a reflexio-
nar sobre su propia vida y se dio cuenta de que se encontraba
nuevamente perdido. Sabía que, al igual que él, ella perma-
necía despierta pero prefirió no hacer ningún comentario.
Se encontraba en una ciudad que no conocía y ante una mi-
sión también ignota. Sentía miedo, posiblemente el mismo
que le había acompañado en otras ocasiones y que le provo-
caba una opresión en el pecho que le duraría durante los si-
guientes meses, ni siquiera la presencia de Rocío le aliviaba;
posiblemente ella era causa y parte de su desconsuelo. Sabía
que le había fallado pero no estaba en sus manos el poder
decidir su destino, se sentía dolido a su vez de no contar con

71
ella para recibir ese aliento de ánimo que en ese momento
necesitaba. Su despedida de Encarnación, el fallecimiento
de su madre y una vida militar que le disgustaba en casi su
totalidad, aunque sabía muy bien disimularlo; más bien lo
ocultaba. Se acordó de Francisco y revivió lo sucedido en
el barco con el polizonte, sintió admiración y tal vez algo
de envidia al verlo tan seguro a la hora de actuar. Pensó en
los hijos de este, y en lo orgullosos que deberían de estar de
tener un padre así. Morfeo vino a visitarlo y con él la pesa-
dilla que lo atormentaba continuamente; Encarnación y su
corazón verde mostrándole una caja…

Francisco y su familia bajaron del barco. María se había


dormido en los brazos de su tía y Pilar era llevada en brazos
de su padre. Pepita y sus hermanos estaban unidos de las
manos de Antonia y Francisco. Su casa estaba algo lejos del
puerto y la lluvia intermitente dificultaba sus pasos. Se iban
refugiando bajo algunos balcones y fueron avanzando hasta
llegar a la avenida de la República donde se cobijaron en una
cafetería. Juanito, el polizón, les acompañaba llevando en
brazos a la pequeña Pepita, que se había cansado de andar.
Francisco había conseguido que no detuvieran al mucha-
cho haciéndose cargo de todos los gastos ocasionados por el
chaval y le invitó a que pasara aquella noche con ellos. No
podía dejarlo abandonado en la calle y le advirtió de que al
día siguiente debería buscar trabajo y alojamiento, ya que

72
en la casa ya había demasiadas bocas que alimentar. Juanito
aceptó de buen grado el ofrecimiento y juró que nada mas
salir el sol recorrería las calles de la ciudad en busca de faena.
Francisco hablaría también con sus jefes para ver si había
posibilidad de ocuparlo como mozo de almacén o repartidor
con la familia Cabanillas.
Francisco debía incorporarse al día siguiente a su trabajo
y aquella noche se le estaba haciendo demasiado larga. Aún
les quedaba un buen trecho para llegar y sufría al ver a los
niños tan cansados que apenas se quejaban.
Hacía tres años que vivía en Melilla. Tras su boda con
Pilar Jiménez Carrión decidió abandonar Málaga para no
enfrentarse a su familia, que lo había apartado de sus vidas
por contraer matrimonio con una de las sirvientas. Deshe-
redado, en aquel momento debió luchar solo, y sacar ade-
lante a una familia que fue incrementándose año tras año.
La posterior muerte de su esposa lo dejó huérfano de afecto
y encontró en sus hijos la única razón para seguir viviendo.
Su aspecto era elegante y siempre procuraba, una vez
finalizada sus horas de labor, vestir con trajes de chaqueta
y corbata. No faltaba a ninguna reunión donde el pueblo
expresara abiertamente sus opiniones. Se afilió al sindica-
to y proclamaba con orgullo los derechos de los trabajado-
res. A pesar de venir de una familia adinerada con ideales
claramente conservadores, su obsesión era convencer a sus
allegados de que el fascismo estaba siendo alentado por los
políticos de derechas y que estos intentarían conseguir votos

73
a través de dádivas y ofrecimientos que el obrero siempre
debería rechazar. Quería una España, pero no la de Santia-
go y Cavite, sino la de la Constitución del 31, la del 14 de
abril que, para él, se había distinguido por su honradez y
austeridad. Examinaba la etapa política derechista y argu-
mentaba que no era solamente el ideal reaccionario el que
ha imperado, sino la corrupción política y administrativa,
registrándose hechos como el de «Straperlo» y «Tayá»; algo
abominable para él y que decididamente había que erradi-
car. Seguidor de Pablo Iglesias y sus ideales, defendía que
las izquierdas no eran enemigas ni del orden, ni de la pa-
tria, ni de la religión, como querían hacer ver los de de-
rechas. La izquierda había conseguido unirse en un Frente
Popular para así disponer de mayor fuerza representativa en
los principales estamentos. Había conseguido el poder en
el ayuntamiento de Melilla y eso hizo que miembros de la
Falange y sectores antirrepublicanos se pusieran manos a la
obra. Francisco era partidario de un orden republicano y
progresista donde los anhelos del pueblo no fueran contra-
riados violentamente sino encauzados. También criticaba el
papel del ejército que en los últimos años había sido utiliza-
do en beneficio de multimillonarios con la única intención
de aumentar sus arcas a costa de la vida de miles de soldados
inocentes. No defendían los intereses de un país sino los de
Romanones o cualquier otro.
Permanecieron en la terraza de aquella cafetería mien-
tras la lluvia arreciaba. Todavía les quedaba un buen trecho y

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los niños andaban muy cansados. Un compañero de trabajo
pasó cerca y los vio acurrucados bajo la lona.
—¡Paco! —gritó aquel hombre deteniendo el vehícu-
lo—¡Subid, que os llevo!
—Gracias, Juan. No sabes el favor que nos haces.
—De nada, hombre. Ya ves, ni que os tuviera que llevar
a cuesta.
—Es que vaya día que hace.
—Vaya día habéis elegido para viajar, seguro que el bar-
co ha tenido que moverse bastante.
—Sí, Juan. Menos mal que los niños no se marean mu-
cho. Bueno, creo que no conoces a mi cuñada, es Antonia,
me ayuda con los niños.
—Encantado, Antonia, yo soy Juan, un compañero de
Paco.
Francisco se sentó con Pilar en la parte delantera y los
niños y su cuñada se acomodaron en la parte de atrás sobre
unos sacos. Juanito, el polizón, les acompañó.
—¿Y este muchacho? —preguntó Juan.
—Una larga historia, ya te contaré mañana. No tiene a
nadie en Melilla así que se quedará en mi casa esta noche y
mañana le buscaremos una ocupación y alojamiento.
—Habla con Aurora, ella sabrá donde meterlo.
—Prefiero que no —rió Francisco—, todavía es muy jo-
ven para que se dedique a según qué cosas —ambos rieron.
—¿Es en la carretera Hidún?
—Sí, Juan, al principio donde la casa de Paco Ávila.

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—¡Pues allá vamos! ¡Agarraos!
La furgoneta renqueó pero no tardó en ponerse en mar-
cha. Llegaron a su casa. Antonia salió primera y se dirigió a
su puerta para abrirla, entre Francisco y Juanito sacaron a los
niños y corrieron a refugiarse.
—Gracias, Juan.
—De nada, hombre. ¿Cuándo te incorporas?
—Mañana mismo. No están las cosas para perder más
días de trabajo.
—Hasta mañana entonces, que descanséis —subió la
ventanilla y se puso en marcha. Desapareció por aquella ca-
lle solitaria.
Francisco llamó la atención de toda la familia y los reu-
nió junto a la figura del Sagrado Corazón dándole las gracias
por un viaje que había culminado bien. Antonia preparó la
cena y se reunieron en el comedor todavía ateridos por el
frío. Tras la cena Antonia arengó a Juanito para que se aseara
y después de mucho insistir lo consiguió. El silencio se hizo
en la casa. Todos dormían menos Juanito, que tapado con
una manta hasta las orejas y con ropa limpia que le habían
dejado, tenía la mirada fija en el techo. Se acordó de su fa-
milia y le fueron viniendo las imágenes de su trayecto hasta
su llegada a Melilla.

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Zafra, noviembre de 1935

Juanito provenía de Extremadura y con mucho esfuer-


zo había conseguido llegar a Málaga. Más desventuras que
aventuras lo acompañaron durante el trayecto. Vivía en Za-
fra, un pueblo de la provincia de Badajoz donde el ham-
bre había hecho estragos los últimos años. Su padre había
fallecido en un accidente ferroviario mientras trabajaba
arreglando las vías. Él se encontraba jugando en la alberca
que había en la entrada del pueblo cuando escuchó los gri-
tos en la calle. Habían traído a su padre sus propios com-
pañeros de trabajo y los vecinos rodearon la casa llevados
por la curiosidad. El médico, cuando llegó, solo pudo cer-
tificar la muerte. Su cuerpo estaba irreconocible, tumbado
en la cama mientras su esposa lloraba desconsoladamente
junto a sus hijas. La locomotora le había seccionado varios
miembros y había perdido demasiada sangre. Juanito corrió
como nunca hasta su casa. Lo que vio nunca se le olvidaría.

77
Lloró durante tres días y sus noches y a la que hizo cuatro
se hizo hombre.
Al entierro asistió todo el pueblo, incluso algunos fami-
liares que habían venido de los pueblos cercanos, el párroco
y una representación de la empresa en la que trabajaba. Su
cuerpo fue depositado en aquella tierra y Juanito se sintió
huérfano de alma.
Su madre comenzó a trabajar haciendo peonadas en el
campo y a su vez lavaba y cosía para algunas familias bien si-
tuados del lugar, cualquier esfuerzo era poco para sacar ade-
lante aquella familia numerosa. La empresa alegó que había
sido fallo del propio Raimundo al no percatarse que la lo-
comotora venía en su dirección y no recibieron ni una perra
chica por los servicios prestados. Fue su tío quien se encargó
del entierro y de cuidar el pequeño huerto que tenían en la
parte trasera de la casa. Ella pudo aguantar hasta que el do-
lor, que sufría por una enfermedad en los huesos, la postró
en la cama para no levantarse nunca más.
Juanito era el tercero de los varones y no soportaba a su
tío. Odiaba cada vez que entraba en la casa quejándose de
que era él el que tenía que encargarse de todo y que ya iba
siendo hora que aquellos vagos que tenía por sobrinos em-
pezaran a trabajar para traer dinero a casa.
Una noche sintió la necesidad de ir a las letrinas que se
encontraban junto al cobertizo, al pasar por él, oyó unos so-
llozos que provenían de allí. Había luna llena y se veía bien.
Abrió la puerta de un golpe y encontró a su tío que force-

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jeaba con su hermana. Ella lloraba y él se abalanzó contra
su tío, que no tardó mucho en levantarse y propinarle un
empujón que lo arrojó al suelo golpeándose la cabeza contra
uno de los aperos de labranza. Su tío maldijo a la familia
entera y lo miró de manera desafiante.
—Como digas algo te mato —le amenazó señalándole
con el dedo—. Mañana ya hablaremos, manada de bastar-
dos —escupió en el suelo y salió del cobertizo.
Juanito corrió hacia su hermana que intentaba recom-
ponerse la ropa y lloraron juntos.
Al día siguiente Juanito habló con sus hermanos ma-
yores y les contó lo sucedido, juraron venganza para honrar
a su hermana pero su madre les prohibió que cometieran
cualquier acto del que después tendrían, lo más seguro, que
arrepentirse. Ya habían pasado demasiadas desgracias en la
familia para que también fueran la comidilla del pueblo. Sus
hermanos la obedecieron y todo quedó sellado. Nunca más
se volvió a hablar del tema y la pequeña Jacinta fue llevada a
casa de unos señores para que les sirviera de criada. Juanito
decidió ese mismo día abandonar el pueblo.
Se sentó en la cama junto a su madre y le contó sus
planes. Ella le suplicó que no lo hiciera pero él estaba lo
bastante convencido como para no echarse atrás. Se des-
pidió de sus hermanos y juró que volvería. Metió algunas
prendas en un hatillo que hizo con una camisa y una fría
mañana de diciembre, al amanecer, emprendió la marcha.
Al sur, decidió.

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Fueron días de hambre y frío. Consiguió subirse a un
mercancías que lo llevo hasta la mismísima Málaga. Allí
pudo sobrevivir como limpiabotas, un puesto que tuvo que
alquilar a un tuerto que lo explotaba, quitándole todo lo
que ganaba a cambio de algo de comida y un techo donde
dormir. Lo amenazaba con mandarle a sus secuaces, que an-
daban robando por la ciudad, si no le hacía caso.
Una mañana, uno de los clientes al que le abrillantaba
las botas, hablaba con otro sobre su marcha a Melilla. Él
nunca había escuchado ese nombre, pero dedujo por la con-
versación de los caballeros que se trataba de una ciudad espa-
ñola que estaba al otro lado del Mediterráneo; y según había
oído, estaba floreciendo, habiendo numerosos trabajos para
todo aquel que quisiera trabajar. Así que decidió acercarse al
puerto para ver que posibilidades tenía de colarse en algún
buque que se dirigiera hasta allí. Recogió sus cosas una vez
que vio todo tranquilo y salió sin hacer ruido en dirección al
puerto. Deambuló por las calles con bastante incertidumbre
y miedo, nuevamente con la idea fija de triunfar en la vida.
Se escondió tras unos carromatos y esperó a que los guardias
se fueran para ver como podía colarse en el barco. La estación
se estaba llenando de gente que posiblemente iban a embar-
car, también de comerciantes, marinos, soldados y guardias,
sobre todo guardias que vigilaban sin cesar los alrededores de
la estación. Sabía que por su aspecto sería fácilmente reco-
nocible como posible polizón. En un descuido corrió hacia
los noráis ocultándose tras un carruaje y se lanzó hacia los

80
neumáticos que separaban el barco del muelle. Dudó si ese
era el barco que iba a Melilla, pero ya no podía echarse para
atrás. Se lanzó al agua y agarro con fuerza uno de los cabos
que estaba unido a la cadena del ancla. Pensó que si subía
por ahí lo iban a pillar, por lo que fue nadando hasta el otro
lado del barco y comenzó su escalada. Consiguió llegar a la
proa y se dio cuenta de que nadie se había percatado de su
presencia. Estaba empapado y temblando de frío, con una
taquicardia severa debido al nerviosismo y el esfuerzo. Se
oculto entre los salientes y le pareció escuchar que se aproxi-
maban algunos marineros. Permaneció inmóvil, todo lo que
pudo, a pesar de tiritar por el viento, ahogo un estornudo y
ojeó para cerciorarse que no quedaba nadie. Vio que uno de
los botes de salvamento tenía la lona descosida. Terminó de
apartar la cuerda y se procuró un hueco para entrar. Oscuri-
dad. Palpó algo de tela y supo que le podía servir de abrigo.
Se despojó de su ropa mojada y se tumbó. El frío era ya más
llevadero. Oyó un ruido en el interior del bote y rezó para
que no fuera una rata. Quedó rendido.
Comenzó a escuchar cómo los pasajeros paseaban por
cubierta, había pasado un par de horas y ya se encontraban
en mar abierto. Una leve sonrisa inundó su rostro, lo había
conseguido. Su estómago le recordó que ya llevaba muchas
horas sin comer pero sabía que era peligroso salir en aquel
momento, debería esperar un poco más.
No tardaron en descubrirlo. Apenas habían pasado unas
horas cuando uno de los marineros se dio cuenta que aquel

81
bote tenía la lona suelta por un lado. La abrió para inspec-
cionarla y ambos se sorprendieron. Juanito consiguió de un
salto salir del bote y huir por la cubierta, el marinero dio la
voz de alarma y pronto lo rodearon en el comedor. No tenía
escapatoria posible y pensó que todo estaba perdido, solo le
reconfortaba la idea de que ya andaban demasiado lejos de
la costa como para que lo devolvieran a Málaga.

82
Melilla, enero de 1936

El día amaneció cubierto de nubes que tapaban el cas-


tillo que había en la cima del Gurugú. El mar se mostraba
generoso y apenas unas pequeñas olas morían de manera re-
petitiva sobre la playa de Melilla, parecía siempre la misma.
Bajo la ciudad amurallada, el puerto se presentaba de nuevo
con su bullicio cotidiano y las calles parecían estar pintadas
de colores pastel. El comercio era muy activo en la ciudad y
las distintas comunidades hacían un esfuerzo para vivir en
paz. La ciudad ya no era aquel presidio de antaño y se había
convertido en una localidad cosmopolita, posiblemente lo
más parecido a la época fenicia, en donde ya se comerciaba
con las diferentes tribus del norte de África, aceites, especias
y telas. Se había conseguido la suspensión de los impuestos
de transporte y la contribución industrial, ya que era muy
complicado competir con las tarifas aduaneras vigentes en
las fronteras y puertos del Marruecos francés.

83
José debía reunirse con sus superiores y pasar revista de
comisario. Nervioso, se dirigió a la comandancia para reu-
nirse con el fiscal jurídico militar y presentarle los informes
que le habían proporcionado.
El ruido de sables ya no era un rumor, y una situación
convulsa en la plaza hacía necesaria una información meti-
culosa de todos los acontecimientos que se estaban fraguan-
do en su interior. No todos los militares estaban de acuerdo,
por eso tenían que tener cuidado en cada uno de los enlaces.
Tras la reunión que tuvo con el fiscal, su cometido había
quedado bastante claro. Debía permanecer fiel a la causa y
preparar extensos informes jurídicos que serían remitidos,
entre otros, al general Mola.
En los pasillos conoció a Manuel Manchego y al capitán
José Valiente. Después de una breve presentación intercam-
biaron algunas impresiones sobre la situación política del
país y de los cambios que estaban sufriendo algunos decre-
tos y leyes. Estaba claro que compartían ideales y eso hizo
que congeniaran rápidamente. Al grupo se unió el teniente
Chuliá que parecía contrariado después de una reunión con
algunos miembros del Estado Mayor. Cambiaron de tema
y pasaron a contarle los secretos que la ciudad ofrecía a los
militares, sus lugares mas emblemáticos y, por supuesto, a
hablar de la liga de fútbol, cada uno tenía su favorito.
El resto de días transcurrieron de igual forma, fue co-
nociendo a todos sus colegas y ordenando los informes que
se agolpaban en la mesa, solo la noticia de que sus compa-

84
ñeros Manuel Manchego y José Valiente fueron destinados
a Targust, al Séptimo Tabor, rompió la monotonía de los
primeros días. Sintió miedo que pudiera ocurrirle la misma
suerte.
Rocío fue adaptándose a su nuevo hogar ayudada por
Mina, la rifeña que les había recomendado Villena. Conoció
a otras esposas de oficiales y pronto se integró en el grupo.
Parecía que de nuevo volvía a sonreír. No tardaron en invi-
tarles a la primera fiesta que se celebraba en el Casino Mili-
tar tras las navidades.
Pasearon por la ciudad, el día permanecía despejado y el
sol se agradecía después de tantos días de lluvia. Quedaron
impresionados por los escaparates de los bazares del mante-
lete, de los alimentos expuestos en plena calle y en el suelo,
de los vendedores, la mayoría musulmanes, que intentaban
llamar la atención con sus gritos irreconocibles, del caos tan
exótico, de ese maravilloso caos, de los pequeños ofreciendo
sus servicios como porteadores, del desconcertante sonido
que producía el dialecto que hablaban, de los vestidos de las
mujeres, de los animales…
La velada en el casino fue agradable. Estuvieron ame-
nizados por una banda local y los presentes se animaron a
bailar cada una de sus piezas. Todos llevaban sus mejores
galas, y eso preocupó a Rocío, no sabía si estaba al mismo
nivel que las demás; los hombres, que iban de uniforme,
solo tenían que preocuparse de llevar sus condecoraciones y
lucirlas a la vista de todos.

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Aprovechando la bonanza del tiempo, algunos ocupa-
ron las mesas del exterior. Rocío y José salieron con Dolores
y Antonio y ocuparon una de las mesas.
—Esto es una cárcel —dijo Dolores cogiendo su copa.
—Solo llevamos unos días, pero te aseguro que me espe-
raba algo peor —dijo Rocío.
—¿Peor? —se sorprendió Dolores.
—Pues sí, no sé…
—Eso es porque eres nueva, pero pronto te cansarás.
—Puede ser.
—Ya verás, además te digo, hay que tener al resto de
mujeres vigiladas, tú ya me entiendes, al menor descuido te
quitan al marido.
—Pero eso pasa en todas partes —dijo Rocío sonriendo
y mirando a su marido que hablaba con Antonio.
—Aquí es peor, Rocío, te lo digo yo que llevo unos años.
Además, aquí no nos quieren. Ya se han olvidado que gracias
al ejército esto no es de los moros.
—Eso es verdad.
—¡Y tanto que es verdad! —exclamó Dolores y se
acercó al oído de Rocío tapándose la boca con el abani-
co que siempre llevaba, aunque fuera invierno—. Es una
ciudad de vagos y moros, por cierto, que huelen fatal, si
lo que yo te digo, es que no se lavan. Y encima, ahora, es-
tos socialistas pretenden cambiarlo todo, lo que yo te digo,
esto va a peor, cualquier día nos cortan el cuello mientras
dormimos.

86
—Yo no entiendo de eso pero la chica que nos sirve en
casa parece muy buena gente.
—Tú fíate, que ya verás.
—Anda, Dolores, no seas tan tremendista que me estás
quitando el poco ánimo que había recuperado.
Dolores cambió de conversación y comenzó a criticar al
resto de mujeres. Rocío se perdió en sus pensamientos.
La calma se desgarró cuando un grupo de jóvenes
irrumpieron frente al casino. Eran chicos y chicas con pa-
ñuelos rojos atados al cuello que empezaron a insultar a los
militares entre canciones deshonestas y dicharacheras. Lle-
vaban el puño en alto y la mirada desafiante. La situación
se puso tensa pero los militares habían recibido la orden de
no responder las provocaciones, no era la primera vez que
ocurría.
La ciudad estaba dividida y los enfrentamientos se esta-
ban produciendo por los distintos barrios de la ciudad. Las
huelgas, cada vez más frecuentes, agitaban los ánimos de los
desfavorecidos y cargaban contra el ejército. Aún se recor-
daba la actuación de la Legión, dos años atrás en Asturias,
donde obraron con total brutalidad para oprimir la revuelta
minera; desde ese día fueron el flanco perfecto en los desfi-
les, siendo llamados asesinos sin ningún miramiento.
La inquina utilizada por todos fue en aumento, algunos
cenetistas iban de noche por los bares y cabarets de la ciu-
dad buscando a militares para propinarles una buena paliza,
también consta que pasó al contrario.

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Los alborotadores se fueron alejando del lugar y la paz
volvió, aunque algunos militares, los más reaccionarios, ju-
raron venganza, haciendo referencia a un tal Hitler que es-
taba desplegando en Alemania una política para acabar con
la lacra comunista, según ellos. El incidente no fue a más y
continuaron con la velada.
José percibió que un grupo de sus compañeros se reunie-
ron en la sala continua e imaginó que trataban de preparar
una respuesta a los insultos que habían recibido. Carlistas
y falangistas eran los más activos y se jactaban de procurar
altercados allí donde hubiera un rojo que les llevara la con-
traria. Era como si una guerra se estuviera fraguando en cada
rincón de España, y por supuesto, en Melilla. Había ideales
imposibles de compartir un mismo espacio. Por desgracia
para algunos, había que elegir un bando, la neutralidad esta-
ba mal vista y era poco recomendable.
Volvieron a casa, durante el paseo José iba descubriendo
a Rocío los maravillosos edificios que formaban el centro de
la ciudad. En unas maniobras que hizo en Barcelona pudo
disfrutar de esa nueva forma de hacer arquitectura que había
desembarcado en España procedente de Francia, lo que no
se esperaba es que hubiera llegado a aquella plaza perdida
en el norte de África. Había escuchado hablar de don Enri-
que Nieto, y supuso que era un genio por haber trasladado
aquellos maravillosos edificios, junto con otros compañeros,
al otro lado del Mediterráneo. Una ornamentación vege-
tal, trazados curvilíneos a veces mezclados en un conjunto

88
geométrico y esquemático. Animales y guirnaldas encintadas
sobre los vanos y motivos florales, cabezas femeninas y de-
más atavíos. Un todo lleno de luminosidad y equilibrio que
junto con los de estilo neoárabe, con sus trazos lobulados y
retículas de rombos, y aquellos claramente castrense, habían
de describir en un futuro la idiosincrasia de una población
igualmente diversificada.
Llegaron a casa. Mina los recibió con su habitual encan-
to y su eterna sonrisa.

Mina nació en una pequeña cabila en la falda del


monte Gurugú. Su abuelo fue el caíd de la zona, pero con
la llegada de los militares españoles perdieron su poder y
su capacidad de administración de los bienes de la comu-
nidad. Ahora su padre era uno más, trabajaba la dura tie-
rra y criaba algunas cabezas de ganado que a duras penas
podía mantener. Sus bestias empezaron a sufrir la viruela,
la escasa vegetación de la zona obligaba a que pastasen
junto a las casas y esto aumentaba considerablemente las
probabilidades de que terminaran infectadas con la cisti-
cercosis. Los mataderos melillenses comenzaron a ser más
estrictos y rechazaban la carne que provenía de esta zona.
La economía de Hamed sucumbió, la enorme sequía que
habían sufrido los últimos años había hecho que sus tie-
rras, ya de por si pedregosas y calcáreas, se convirtieran en
un lugar yermo.

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Mina era la menor de ocho hermanos, el resto varones,
y con tan solo siete años ayudaba a su madre en los queha-
ceres del hogar y otros menesteres en el campo. Tenía los
ojos grandes y negros, su cabello rizado del mismo color
y unas bellas facciones que hacían presagiar que de mayor
sería la envidia de la zona. Eso satisfacía al padre, sabien-
do que podía casarla sin ningún problema con alguna fa-
milia de los alrededores en mejor situación económica. Así
fue como con apenas ocho años la comprometieron con un
primo suyo, por parte de madre, que vivía en la zona de
Quebdana. Cuando llegara el momento debería abandonar
su familia para irse a vivir con la del esposo.
A pesar de ser una sociedad tremendamente machista,
las mujeres poseían un carácter lo suficientemente fuerte
como para sacar adelante la familia, siendo a veces el varón
una simple figura que pasaba las tardes de hastío jugando y
bebiendo té en algún cafetín de la zona.
Ella siempre andaba sonriendo y le gustaba ir al río con
su borrico para lavar la ropa. Jugaba con las demás niñas
cuando podía y le gustaba sentarse por las noches en unos
de los salientes del collado para ver aquellas luces que res-
plandecían a sus pies. Le fascinaba imaginarse caminando
por aquellas calles luciendo uno de sus mejores vestidos, y
durante mucho tiempo insistió a su padre para que la llevara
a Melilla en uno de sus viajes. Su sueño parecía truncarse.
Una mañana vio como su madre hablaba con otra mujer
que no era del poblado. Habían decidido por el bien de la

90
familia que, mientras le llegaba la edad de casamiento, iba a
ir de sirvienta a casa de unos parientes lejanos que vivían en
el interior, quiso morir.
La despedida fue traumática, sus lágrimas caían por su
rostro en un sollozo mudo que no ablandó a sus padres. Su
estancia en la nueva casa fue peor. Alejada de aquellas luces
y de cualquier cosa que se le pareciera, era obligada a traba-
jar durante todo el día hasta que caía rendida. Dormía en el
suelo, tan solo protegida por una vieja manta que su madre
le había dado. Los golpes no tardaron en llegar y aquella be-
lla flor se fue marchitando sin haber ni siquiera madurado.
Decidió escapar. Tardó varios días en llegar a su casa, entró
en el patio y ante la mirada de sorpresa de la madre, cayó
desplomada sobre la tierra seca.
Cuando despertó, su madre la abrazaba. Notó en su mi-
rada que la había perdonado. Sabía que lo que había hecho
podía suponer una ofensa para la otra familia y perjudicar
de alguna manera a la suya, pero estaba en casa, con su río
y, sobre todo, con sus luces. Su padre también la perdonó y
avisó de que no volvería con aquella familia. Eso devolvió la
sonrisa a Mina.
Pasaron pocos años y ella se convirtió en una guapa moza
que sabía llevar la casa con desparpajo y soltura. Su padre le
dio la noticia. Uno de los soldados le indicó a Hamed que
necesitaban una chica de interina para servir a los mandos.
Mina estaba exultante, por fin iba conocer la ciudad. Su
sueño se hizo realidad cuando una mañana bajó con su pa-

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dre a Melilla. No le defraudó nada de lo que vio, ni siquiera
el trabajo en casa del sargento Villena le produjo tristeza,
todo lo contrario. El padre subió contento al ver a su hija tan
feliz y así se lo expresó a su mujer, que lo esperaba aún con
lágrimas en los ojos.

92
Melilla, mayo de 1936

Francisco consiguió que contrataran a Juanito como


mozo de almacén y recadero. Pronto recuperaría el brío y
no tardó demasiado en adaptarse a la ciudad. En ocasiones
iba al muelle para ayudar a los pescadores a descargar sus
mercancías y así se ganaba un sobresueldo. Muchas tardes
regresaba al atardecer y se dejaba llevar, mientras fumaba un
pitillo, por los colores anaranjados que cubrían el cielo.
—Mañana hará viento —dijo un pescador de caña al
que Juanito se había acercado.
—¿Cómo lo sabe? —se sorprendió Juanito
—He trabajado toda mi vida en la mar, hijo. Ahora ya
solo me tengo que conformar con verlos salir y entrar.
—Así que usted ha sido pescador.
—Desde que nací, casi. La mar me lo ha dado todo y
también me ha quitado muchas cosas.
—A mí me da miedo. Yo soy de secano, sabe.

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—Haces bien en tenerle miedo, siempre hay que estar
atento, en un descuido te engulle y ni tu cuerpo pueden llo-
rar tus familiares. Tú fíjate siempre en el color, la forma y el
olor tanto de la mar como del cielo.
—¿Del olor?
—Sí, la mar te huele cuando vas con miedo y tú la hueles
a ella. Cuando ya os conocéis es difícil que os engañéis, pero
que sepas que, si ocurre, ella gana siempre. La mar cambia
de color según el cielo, y el cielo desaparece cuando la mar
está embravecida, solo ves agua por todas partes y ya es tarde
para reaccionar.
—Interesante.
—Tú, fíjate que no haya nubes cruzadas o que estas ten-
gan forma de torretas. Si es así, puedes estar seguro que en
pocas horas habrá una tormenta…
Así continuaron hasta que el silencio se apoderó de
ellos. Juanito se dio cuenta que su amigo pescador no había
subido ni una sola vez el anzuelo y de que su mirada per-
manecía fija en el horizonte. Juanito miró hacía el Gurugú
y lo encontró fastuoso, notó unas cosquillas en su estóma-
go y recordó cómo había llegado hasta allí. Se dejaba soñar
y reinventaba su vida una y otra vez. «Algún día seré al-
guien», se decía a si mismo con los ojos vidriosos. El sol no
volvería a salir hasta el día siguiente y él lo sabía, regresaría
entonces al mismo lugar y a la misma hora, nunca sabes
cuándo es la última vez. Su amigo pescador continuaba a
su lado. Hacía frío.

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Volvió a su habitación, que había alquilado en una pen-
sión del Mantelete. No era gran cosa pero por lo menos es-
taba limpia y la casera, Eulalia, lo trataba como a un hijo.
Ella provenía de Mallorca y tras la muerte de su marido de-
cidió montar aquel negocio, que aunque no la hacía rica,
por lo menos la sacaba adelante. No cobraba mucho y, por
unas perras más, el inquilino tenía derecho a un plato de
comida al día.
Solía visitar a Francisco muy a menudo, les llevaba go-
losinas a los niños y jugaba con estos, pareciendo a veces un
niño más. Le gustaba pedirle consejos y contarle todas las
aventuras sus corredurías nocturnas que se daba. No había
chica en la ciudad que no hubiera pasado por sus ojos y de
la que no se sintiera enamorado nada más verla.
—Vamos, Francisco, le invito una copa en el puerto.
—¿No quedan bares abiertos en toda Melilla?
—Sí, jefe. Luego le cuento el porqué.
—Está bien, pero solo una copa. ¿De acuerdo?
—¿Ahora no irá a decir que soy mala persona?
—Lo que eres es mala influencia.
Ambos rieron, abandonaron la ferretería y se dirigieron
al puerto. No había un bar más ruidoso en toda Melilla que
ese. Después de terminar la faena, todos se apresuraban por
coger su lugar correspondiente; unos en la barra, otros en
las mesas y el resto donde podía. Los gritos de los clientes
se mezclaban con el ruido de los chatos de cristal, de las fi-
chas de dominó golpeadas fuertemente sobre la mesa, de las

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risas, de algún que otro cantante que se había lanzado por
bulerías, de la voz ronca del camarero pidiendo las tapas a
la cocina, del sonido de las monedas, de las botellas semiva-
cías, y un olor fuerte impregnaba todo, a veces se podía oler
a varios metros de distancia fuera del lugar. Todo eso sobre
un manto de serrín que, a primera hora, el dueño se había
encargado de repartir por todo el bar con mucho cuidado.
Se sentaron en una mesa que había quedado libre en la
calle.
—Seguro que se va a sorprender cuando le cuente lo
que he visto con mis propios ojos —dijo Juanito acercándo-
se a Francisco.
—Cuenta, pero no inventes nada.
—¿Por quien me toma? ¡Lo que yo le diga! Se lo juro
por el Niño Jesús.
—Anda, anda, deja al Señor tranquilo.
—Pues como le decía. Anoche salí con unos amiguetes
por el barrio de arriba —dijo Juanito. Paró de súbito cuando
el camarero se acercó a ellos.
—¿Qué va a ser? —dijo el camarero mientras se limpia-
ba las manos con un trapo.
—Un chato vino —dijo Francisco
—Yo un sol y sombra —dijo Juanito frotándose las ma-
nos.
El camarero se retiró y se fue a la siguiente mesa que
también acababa de ocuparse. Era el dueño de la cantina y
con la ayuda de su familia sacaba adelante aquel antro. Co-

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nocía a todos sus clientes y por eso le pareció extraño ver allí
a Francisco, aunque al chaval últimamente lo veía mucho y
eso no le gustaba.
—¡Juanito que te pierdes! —le dijo Francisco con una
leve sonrisa.
—¡Déjeme! Jefe, de alguna manera debo alegrarme las
penas ¿No sabe que la realidad me marea?
—Sigue, anda.
—Pues eso —continuó Juanito—, fuimos a Ca Laila,
en el barrio de la Libertad. Al rato de estar allí confraterni-
zando con algunas señoritas entraron unos señores que no
tenían buen aspecto. Y no lo digo por que estuvieran sucios,
ni mucho menos, o por que tuvieran pinta de portuarios,
todo lo contrario, sino por su porte. No sabría explicárselo,
pero desde un principio me dieron mala espina.
—¿Quiénes eran?
—A eso voy, jefe. El Rata, el hijo del polvero, nos dijo
que eran de la falange y que últimamente los veía muy ata-
reados por la ciudad. Su padre trabaja con uno de los Hom-
brado y le contó a su hijo que escuchó algunas conversacio-
nes pensando que él no los escuchaba.
—¿Y por qué allí? —preguntó extrañado Francisco. Ca-
llaron un instante mientras el camarero les puso en la mesa
lo que habían pedido.
—Veo que no le caemos muy bien al patrón de aquí
—dijo Francisco tomando el chato de vino.
—No es por usted, jefe.

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—¿Entonces?
—Es por mí, desde el primer día que vine me caló, y
cuando me vio hablando con su hija, para qué contarle.
—¡Así que ese es el problema!
Juanito hizo un gesto con la cabeza señalando la ba-
rra. Allí estaba ella, despeinada, algo sucia pero de mirada
dulce y gesto amable. El trabajo en el bar aún no la había
embrutecido. Guardaba con esmero su honradez y no per-
mitía que nadie se propasara con ella. Su padre también le
servía de guardaespaldas mientras su madre era un mueble
más de la cocina, siempre pensó que moriría entre pero-
las y platos sucios, enterrándola allí mismo sin más boato
que su viejo delantal que años atrás le trajo su marido de
Portugal.
—Ella es la mujer de mi vida.
—¿Cuántas veces me has dicho eso? —dijo Francisco
sonriendo.
—Ya lo sé, jefe, pero esta vez es diferente. Cuando me
mira pierdo el sentido, no sé, pero hay algo en ella que me
sobrepasa, no lo puedo evitar.
—¡Brindemos entonces! —dijo Francisco levantando su
chato de vino y chocándolo con fuerza contra el de Juanito.
Sonrieron y bebieron un buen trago.
—Será mi esposa aunque ella no lo sepa aún —dijo Jua-
nito mientras Francisco soltó una carcajada.
—No se ría, jefe. Ya verá como pronto me camelo al
padre y nos hacemos novios.

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—Creo que lo tienes algo difícil, por lo que he visto no
te mira con buenos ojos.
—Tiempo al tiempo, como yo le diga. Pero esa mozuela
será mía aunque tengamos que escaparnos fuera de aquí.
—Pues suerte, chaval, y ya sabes, si necesitas mi ayuda
no lo dudes. Algo podré hacer.
—Ya lo sé, jefe. Usted es como mi segundo padre, que
en paz descanse.
—Bueno, ¿y de lo que me ibas a contar? —dijo Francis-
co dando el último sorbo de vino que le quedaba en el chato.
—Sí, jefe… —Quedó pensativo Juanito mientras tam-
bién se acababa su vino—. Aquellos hombres se metieron
en un reservado que da al patio. Estaba claro que no iban
en busca de mujeres de compañía y más sabiendo lo que me
había dicho el Rata. Cogí a Horía y subimos a la segunda
planta, sabía que desde su habitación podría escuchar lo que
decían, ya que las ventanas dan al patio. Puse la oreja mien-
tras la chica se desnudaba.
—¿Pudiste escuchar algo?
—Si, jefe. La Horía se quedó en la cama mientras yo
seguía con la oreja pegada. Hablaban de una revuelta y de
que tenían que hostigar a los militares fieles a la Repúbli-
ca, a palos si hacía falta. También escuché que tendrían que
hacer una lista de todos aquellos que estuvieran afiliados a
algún partido político o sindicato. Nombraron a Paulino
Diez…
—¿El panadero? —se intrigó Francisco.

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—Sí, jefe. El hermano del alcalde, pero no pude escu-
char nada más. Horía empezó a gritarme y me preguntaba
qué coño hacía allí. Tuve que ir con ella, no quería que sos-
pechara. Lo último que pude oír es que debían encontrar las
armas que provenían del Marruecos francés y que se están al-
macenando en lugares clandestinos. ¿Usted sabe algo de eso?
—Qué va, hijo. Todo esto no va a terminar bien. Pero
prométeme que no volverás a poner la oreja. Esta gente es
muy peligrosa y si sospechan que los estás espiando, cual-
quiera sabe lo que te podrían hacer. Así que dedícate a con-
quistar a tu moza y olvida estos líos.
—Ya, jefe. Pero mi miedo es por usted. Sé que asiste a
las reuniones del Frente Popular y que pertenece al sindica-
to. De todos es conocido que hace lo posible para que los
derechos de los trabajadores no sean machacados.
—Ya, pero eso no es ilegal. Es verdad que asisto a las re-
uniones, pero yo soy un tendero más, en ningún momento
he pertenecido a la directiva —dijo Francisco con gesto se-
rio—. Esto me come por dentro, estos mal nacidos quieren
el poder a la fuerza.
Francisco permaneció serio durante un buen rato y Jua-
nito miraba de vez en cuando a su amada.
—Bueno, es hora de marcharse.
—Yo me quedo, jefe. Es hora de que lleguen los pesca-
dores y ya sabe…
—Muy bien, Juanito. Mañana nos vemos.
—Hasta mañana, jefe.
Francisco caminaba despacio de regreso a casa, con las
manos en los bolsillos, la mirada baja y con una preocupa-
ción que le recorría todo el cuerpo. Sabía que los falangistas,
carlistas y militares fascistas estaban preparando algo, todo
el mundo había escuchado rumores y estos parecían cada vez
más ciertos. Dudó que el gobierno se estuviera preparado
para repeler un alzamiento militar a gran escala y sospecha-
ba que, llegado el momento, Alemania e Italia apoyarían el
movimiento.
Cruzó las calles bajo la Luna y pensó en sus hijos…
también en el abandono que había sufrido por parte de su
familia, iniciado el conflicto, estarían en el otro bando. Una
vez alguien dijo que la guerra la habían inventado los ricos
para que los pobres dieran su vida defendiendo las posesio-
nes de estos; para convencerlos, lo llamarían patriotismo.

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102
Melilla, junio de 1936

La abuela preparó aquella noche una cena ligera. Hacía


calor y la humedad aumentaba el bochorno. Acostó a los
niños como era habitual y se quedó un rato con las niñas
contando historias de su madre y de la familia De Torres.
Desde la muerte de su hija de manera prematura, no había
descuidado ni un momento la educación de los pequeños.
Su otra hija, Antonia, que se había ido a vivir con ellos,
también la ayudaba en sus quehaceres domésticos. Francis-
co agradecía la ayuda que estaba recibiendo por parte de
estas, la tarea de criar a cinco pequeños era ardua y bastan-
te agotadora y el trabajo le ocupaba la mayor parte de su
tiempo; aun así siempre sacaba un momento para disfrutar
de sus hijos.
El cielo se iluminaba en el horizonte y algunos truenos
se dejaban oír mientras dormían. Había sido un día de mu-
chísimo calor y los viejos del lugar vaticinaban tormenta,

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pero hasta el momento un cielo despejado había cubierto la
ciudad de Melilla.
Se despertaron sobresaltados. Algunos gritos que pro-
venían del exterior alarmaron a Francisco, que se levantó
rápidamente, la gente gritaba alertando a todos los vecinos
de lo que estaba sucediendo. Grandes chubascos caídos en
las proximidades de la ciudad desbordaban el riachuelo que
pasaba justamente detrás de su casa, siendo estas inundadas
rápidamente sin que sus propietarios tuvieran tiempo para
reaccionar. Algunos vecinos consiguieron subirse a la plan-
ta alta de sus casas mientras veían cómo los pocos enseres
que poseían eran engullidos por el agua y el barro. No ha-
bía nada que hacer, la carretera Hidún se había convertido
en un río y arrastraba todo aquello que se interponía en
su camino.
Francisco y otros hombres se apresuraron para ayudar a
todo aquel que lo necesitaba, mientras las mujeres hacían lo
posible para salvaguardarse con sus hijos en plantas superio-
res o en la azotea de algunos edificios.
El nivel de agua y la fuerza con la que bajaba hicieron
imposible socorrer a un vecino que había intentado salvar su
bicicleta, y este fue arrastrado sin que se pudiera recuperar su
cuerpo, desapareció bajo el lodo para siempre, posiblemente
arrastrado hasta el puerto. Otra familia quedó atrapada en
su casa y nadie se dio cuenta de la tragedia hasta que el nivel
del agua bajó y encontraron sus cuerpos en la habitación en
la que se habían cobijado.
Pasadas unas horas la calle apareció cubierta de un ba-
rro espeso y restos de escombros, cañas y animales muertos
que fueron sorprendidos. Los vecinos se organizaron y desde
un primer momento, una vez calmada las aguas, decidieron
hacer grupos de trabajo para limpiar y auxiliar a los más
damnificados. El caos era total y la desolación reinaba en los
corazones de todos. Eran humildes y encima habían perdido
lo poco que poseían, solo la solidaridad hizo que aquel suce-
so fuera menos trágico.
El amanecer llegó cuando sus cuerpos ya estaban agota-
dos de acarrear el barro y los escombros. Los niños permane-
cieron en zonas seguras hasta que todo estuvo restablecido,
pero muchos, apenas con ocho o nueve años, ya insistían en
ayudar a sus padres en la limpieza de la zona y casas.
Por suerte solo fue un susto para la familia de Francis-
co, que apenas sufrió daños en la casa no tuvieron tuvo que
llorar la pérdida de ningún familiar, no corrieron la misma
suerte otros vecinos, cuya pobreza aumentó de manera súbi-
ta e injustamente aquella fatídica noche de junio.

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106
Melilla, julio de 1936

Los días de Rocío discurrían con normalidad, asistía a


reuniones de damas en el casino, partidas interminables de
lotería, talleres de costura y mucha, mucha diatriba. Fue a
principios de julio cuando comenzó a sentir los síntomas:
nauseas matutinas, mareos y demás signos de que se había
quedado encinta. Su cara se había iluminado, como si saliera
el sol siempre a su vera, y caminaba despacio para notar cada
segundo de su estado. Era feliz.
José estaba desbordado por un trabajo cada vez más pe-
sado. Las noticias que llegaban de la península eran poco
conciliadoras. Cada día se cometían más asesinatos por mo-
tivos políticos. Falangistas y obreros se enfrentaban a balazos
y nunca se detenía a los protagonistas. A principio de julio,
un centenar de falangistas fueron arrestados por ir en contra
de la República. Muchos terratenientes tuvieron que aban-
donar sus casas y marcharse al norte, ya que permanecer en

107
Madrid se convertía en un estigma. Se decía que el presi-
dente Azaña era conciente de que se estaba preparando una
revuelta y que estaba esperando que esta se produjera para
aplastarla sin miramientos como ya había pasado en 1932.
El asesinato del teniente Castillo por un bando y el de Calvo
Sotelo por otro aumentó el desagravio que existía.
José recibió la orden de investigar y preparar un informe
jurídico de varios oficiales. A su mesa llegaron los nombres
del general Manuel Romerales, de los comandantes Pablo
Ferrer y Edmundo Seco y de los capitanes Luis Casado,
Virgilio Leret, Calvez, Fernando López y José Rotger en-
tre otros. Con el capitán Leret tuvo un par de encuentros
durante esas semanas. Era el jefe de la Base de Hidroavio-
nes de Atalayón y no ocultaba su fidelidad a la República,
a pesar de que esto provocara malestar entre algunos de sus
propios compañeros. José se quedó pensativo, en su mesa,
mirando por una ventana que no daba a ninguna parte, mi-
rando unos papeles que no veía, oyendo unas voces que no
escuchaba, solo se imaginaba a aquellos hombres solos ante
el destino. Se acordó de Francisco y su acto de valentía en el
barco, se acordó de su padre y sus hermanos, de la Rocío que
le sonreía, de Encarnación, de su madre, de su infancia…
Sabía que si se iniciaba una guerra, muchas de estas vidas se
perderían, no solo las suyas, sino las de miles de personas, la
mayoría inocentes.
Aquel día llego cabizbajo a casa. Rocío le esperaba con
una sonrisa inusitada. Él se había pasado antes por Francis-

108
co Parres Puig y había encargado un receptor de radio, el
«Cerebro Mágico». El dependiente le aseguró que era lo más
nuevo que había llegado y que podía sintonizar todo tipo de
ondas.
—No se fije en el precio, sino en sus ventajas —le dijo
el dueño.
—Ya, pero es que seiscientas noventa pesetas son como
para fijarse.
—No se arrepentirá, se lo aseguro. Es la última novedad
en transmisores, pronto cada casa tendrá uno.
—Está bien. ¿Cuándo me lo pueden llevar a casa?
—Esta misma tarde podrá disfrutar de ella.
Llegó a casa y ella le esperaba en la puerta junto a Mina.
—¿Qué tal, cariño? —le dijo Rocío dándole un beso en
la mejilla.
—Ha sido un día duro —dijo él con voz cansada.
—Pasa, debo contarte algo.
Él se hubiera preocupado si no fuera por la sonrisa que
atravesaba su cara. Rocío le contó con detalle todo lo que le
pasaba y José fingió alegría. Quiso decirle que era demasia-
do pronto para echar las campanas al vuelo, pero no le dijo
nada.
—Cariño, debemos salir para comprar unas cuantas co-
sas que necesitamos. Ya sé que estás cansado, pero hace un
día tan bonito que merece la pena salir —dijo Rocío mien-
tras se movía de un lado para el otro del salón, José descan-
saba en el sillón y Mina limpiaba.

109
—Ahora está todo cerrado, mi vida. Esta tarde iremos y
compramos lo que quieras. Además, he comprado una radio
y vendrán ahora a traerla —dijo Francisco quitándose las
botas.
La radio llegó y ellos salieron. Ella no paraba de hablar
del mismo tema. Fueron al Bazar Marroquí a comprar unas
telas para terminar de decorar la casa, compró seda japonesa,
terciopelo estampado y cretona de uno treinta de ancho para
las cortinas, fueron a Vicente Martínez y compraron una
máquina de coser y bordar ALFA, probaron el té y los chu-
rros de la cafetería de la esquina. Decidieron ir al cine para
ver El Conde de Montecristo, que se estrenaba en el cine
Perelló, con los actores Robert Donat y Elissa Landi.
La noche llegó y Rocío hablaba de camino a casa de
muebles que tenían que comprar en el Gran Bazar, de la
habitación del niño, del telegrama que tendrían que man-
dar a su familia, de las ideas que le había dado Mina, de sus
padres, de la satisfacción que sentirían al oír la noticia, de lo
lejos que quedaba Sevilla si su madre decidiera venir, de si
debía dar a luz en Melilla, de lo feliz que era…
Al día siguiente llegaron todos los pedidos. La casa pa-
recía un bastimento. Rocío y Mina estaban desbordadas,
aunque contentas, abriendo paquetes y desembalando las
compras. José no sabía qué hacer, se apartó en su despacho
y comenzó a trabajar en cosas que tenía atrasadas, sus pen-
samientos volvieron a perderse. Un hijo, pensó, y se llevó las
manos a la cabeza.

110
A primero de mes había conocido a Carmen, la novia
de un sargento que se hallaba prestando servicio en Annual.
Sus miradas se habían cruzado varias veces y un día él se
acercó a ella con la escusa de ayudarla. También era de Sevi-
lla, pelo castaño y cuerpo esbelto y bello. Vestía ajustada y su
enorme zalamería no pasaba desapercibida. Sus ojos marro-
nes lo miraban y él se perdía en ellos, sin querer hacer otra
cosa que poseerla.
El amor hacia Rocío iba desapareciendo a medida que
pasaban los años. José sentía que se había cansado de espe-
rar a la esposa de antes. Carmen comenzó siendo su fruto
prohibido pero pronto pasaría a ser lo que más deseaba. Le
prometió que había roto con su novio y que ahora era libre,
pero que aun así deberían ir con discreción por lo menos al
principio, para que la gente no hablara. Carmen había llena-
do el corazón de José, que Rocío, según él, había abandona-
do. Sus encuentros pasaron de ser ocasionales a encontrase
casi todos los días en una casa que les había conseguido un
amigo del casino. Situada en el barrio del Real, era el lugar
perfecto para sus encuentros, alejado del centro y cerca de la
playa de la Hípica, que estaba siendo arreglada por aquella
época para disfrute de los militares.
Ahora, la noticia del embarazo de Rocío lo había tras-
tocado. Comenzó a surgirle la duda de si continuar con
aquella aventura o centrarse de nuevo en su familia, ahora
que le llegaba un primogénito. No tuvo fuerzas al principio
para tomar ninguna decisión, siguió como estaba. Hacía de

111
marido feliz en su casa y de amante con promesas entre las
sábanas de Carmen. Sabía que aquello no iba a ser eterno,
que Carmen le daría un ultimátum, que Rocío notaría su
continua ausencia de casa y su desgana, que tarde o tempra-
no todo saldría a la luz y haría daño a mucha gente.

112
Melilla, 17 de julio de 1936

«El pasado día 15 stop a las 4 de la mañana stop Elena dio


a luz un hermoso niño stop».
Este mensaje fue difundido por el general Mola a todos
sus incondicionales, ellos sabrían interpretarlo. El general
Franco, que tanto había dudado, tomó la decisión tras el
asesinato de Calvo Sotelo; Mola desde el norte, González
Carrasco desde Barcelona y Sanjurjo desde Burgos. Sabían
que debían comenzar la conspiración o hubieran sido des-
bordados por sus propios seguidores. El alzamiento se esta-
ba llevando a cabo y Melilla se había adelantado, después
Ceuta, Larache, Tetuán y las Islas Canarias. Su primer plan
era llevar las tropas del norte de África a la península. Los
mensajes se multiplicaron por todo el territorio llegando la
noticia a la estación de comunicaciones de Ciudad Lineal,
en donde el gobierno de la República ordenó al destructor
Churruca que partiera de Ceuta y bombardeara los acuerte-

113
lamientos sublevados en Melilla. El comandante al mando
decidió no acatar las órdenes y se declaró sublevado al igual
que el comandante del cañonero Eduardo Dato. Entraron
las primeras dudas en el Gobierno, si se podía o no con-
fiar en la marinería y temieron la posibilidad de que la flota
de destructores que había partido desde Cartagena hacia la
zona sublevada tomara la misma decisión que el Churru-
ca. Al final, optaron por telegrafiar saltándose el cuadro de
mandos y avisando a la marinería, muchos de ellos frente-
populistas, de lo que había ocurrido en otros buques, con la
intención de que se amotinaran en los buques en los que sus
comandantes decidieran unirse a los enemigos de la repú-
blica. Arribaron a Melilla y el Lepanto se quedó en la rada.
Tras conversaciones con los militares sublevados tomaron la
decisión de salir rápidamente de la zona, quedando solo uno
de ellos vigilando que no salieran tropas hacia la península.
En tierra, todo era diferente. Francisco estaba preocupa-
do. La tensión en la ciudad era obvia. A la ferretería llegaban
noticias de toda índole. Quería terminar pronto y regresar
con la familia. Muchos sectores de la población estaban en
huelga y los falangistas habían perdido todo el miedo y re-
corrían las calles proclamando el alzamiento. En sus últimas
reuniones en el sindicato, los más activos advirtieron de lo
que iba a suceder y ahora se encontraban en las calles lla-
mando a las armas a los obreros.
Francisco terminó su turno de mañana y corrió hacia su
casa. La ciudad estaba convulsionada, las noticias no eran

114
claras y los rumores estallaron en cada cafetería, en cada pla-
za, en cada rincón de la ciudad. Llegó a su domicilio y reu-
nió a todos junto a la imagen del Sagrado Corazón. Les hizo
saber lo que estaba aconteciendo y le expresó a su cuñada y
a la abuela, la preocupación por obtener antes de la noche,
todos los víveres necesarios para poder subsistir en la casa,
en el caso de que la situación continuara complicándose.
Después de rezar se pusieron a comer.
—La situación es extrema. Los niños os debéis quedar
en casa y no salgáis para nada. ¿Entendido? —le dijo Fran-
cisco con tono muy serio.
—¿Por qué papá? —preguntó Pilar con su dulce voz.
—Porque hay gente muy mala ahí fuera, pero aquí den-
tro no os pasará nada.
Mari y Pepita empezaron a llorar y su padre las consoló
dándoles un beso en la frente. Francisco y Adolfo escucha-
ban atentos lo que decía Francisco. Nadie se movió de la
mesa.
—¿Tú qué vas a hacer? —le preguntó su cuñada.
—Debo volver a la ferretería, el señor Cabanillas ha in-
sistido en que es muy importante nuestra presencia.
—¡Ten mucho cuidado, Paco!
—No te preocupes, lo tendré.
Francisco salió de casa bastante preocupado. Cerca de
la avenida principal vio a Juanito, que caminaba con pasos
rápidos.
—¡Juanito! ¡Juanito! —lo llamó desde la otra acera.

115
—Jefe, ¡iba a verle!
—No deberías andar por la calle.
—Lo sé —dijo Juanito bastante alterado—, se está di-
ciendo de todo por ahí, que incluso las monjas están dando
caramelos envenenados a los niños de los obreros, que la
Legión y los moros han entrado en la ciudad sembrando el
pánico.
—Es posible, Juanito. Procura no andar por la calle.
¿Tienes donde quedarte?
—Sí, jefe. Me quedaré en casa de Adelina, ya sabe, la
hija del tabernero.
—Está bien. Yo debo ir al trabajo, huir ahora o no asistir
al trabajo se consideraría como huelga y eso me perjudicaría
en caso de registro.
—Tenga cuidado, jefe —dijo Juanito con ojos llorosos.
—Tú también.
Francisco llegó a su trabajo. Vehículos de la CNT y la
UGT recorrían las calles declarando la huelga general. Fran-
cisco estaba confuso, sabía que tenía que apoyar la huelga y
unirse a sus compañeros. Debía tomar una decisión y pensar
con claridad, sus hijos le vinieron a la mente. Era una situa-
ción difícil.
Las autoridades gubernativas y los policías fieles al ré-
gimen no podían hacer nada; los legionarios y regulares,
fuertemente armados, tomaron la ciudad. Algunos obreros
levantaron sus armas contra los sublevados junto con los lí-
deres socialistas y anarquistas, pero no podían hacer nada,

116
eran eliminados fácilmente por los francotiradores aposta-
dos en distintos puntos de la ciudad. Las facciones falangis-
tas se unieron al ejército y comenzaron su particular masa-
cre. Cabanillas no pudo hacer otra cosa que cerrar y mandar
a sus empleados a casa. El futuro era incierto. Los asesinatos
indiscriminados se contaban por decenas y los arrestos co-
menzaron a sucederse. Todo aquel que fuera sospechoso de
estar en contra del nuevo régimen sería arrestado.
Francisco abandonó la ferretería junto a sus compañe-
ros. Era peligroso volver a casa. Uno de los compañeros se
ofreció para llevarlo. Él lo acepto de buen grado, no quería
correr riesgos y deseaba llegar cuanto antes a su casa. Las
calles eran un verdadero caos, se escuchaban disparos, sire-
nas de ambulancias, gente gritando, carromatos abandona-
dos, casas prendidas en llamas, algunas barricadas dispersas
y, sobre todo, mucho miedo y desconocimiento de cómo
transcurrían los hechos. Aprovechándose de la situación,
muchos tomaron represalias contra vecinos u otros conoci-
dos de la ciudad.
Al llegar a su calle se le encogió el corazón. Una am-
bulancia recogía a alguien. Pensó en su familia y su cuerpo
empezó a temblar. Su amigo aceleró lo que pudo y llegaron
a la puerta. Sintió alivio al ver que no se trataba de su casa,
luego sintió pena por la mujer que yacía en el suelo sobre un
charco de sangre. Su vecina había decidido suicidarse tras
escuchar que los militares se habían levantado en armas. Su
marido y su hijo habían muerto en la guerra de África y des-

117
de entonces se hallaba en una depresión continua, no pudo
soportar ver de nuevo la miseria de la guerra y decidió qui-
tarse la vida saltando desde su azotea. Todos miraban desde
las ventanas, tras las rejas de madera, nadie se atrevía a salir.
Entró en casa y se encontró con sus hijos. Tenía mie-
do que tomaran represalias contra su familia. Era conocido
como defensor del obrero y socialista convencido. Un pro-
fundo alivio recorrió su cuerpo cuando se sintió a salvo en-
tre los suyos. La abuela había preparado la cena. Comieron
todos juntos, como siempre. Se desprendió de la ropa de
trabajo y se acercó a la radio para sintonizar alguna emisora,
estaba deseoso de conocer más noticias sobre lo sucedido.
Cada bando hacía su publicidad, por lo que era práctica-
mente imposible saber con certeza lo que estaba ocurriendo.
Solo llegó a la conclusión de que en Melilla los militares se
habían alzado. Aseguró la puerta principal con una barra
de hierro y mandó que nadie se acercara a las ventanas que
daban a la calle. Estaban todos asustados. La luz de la vela
titilaba, a lo lejos se oían disparos sordos de procedencia des-
conocida y un ir y venir de camionetas.
Aquella noche de verano fue más larga que nunca. De-
cidió que todos durmieran juntos en la misma habitación
mientras él se sentó junto a la puerta con un madero de olivo
de grandes dimensiones y la radio encendida. Debía perma-
necer atento durante toda la noche. Solo pensaba en que él
había votado al Frente Popular y que además era sindicalista.
Todo esto le atormentaba, y no por él, sino por su familia.

118
Las primeras noticias que pudo oír provenían de un dial
de Madrid, nadie en la península se había unido a este ab-
surdo empeño, escuchó. Otras hablaban de un intento falli-
do del ejército del Marruecos español de sublevarse contra
la República, que la Guardia Civil y los falangistas estaban
apoyando la causa y hacían su propia guerra en pequeños
pueblos de Andalucía, que los obreros estaban pidiendo ar-
mas y que estas les habían sido negadas…
—¡Españoles, mantened la conexión! ¡No apaguéis
vuestros transmisores! ¡Los traidores están haciendo correr
bulos! ¡Mantened la conexión!
Francisco permaneció en vela durante toda la noche, a
veces las noticias esperanzadoras y otras una música estri-
dente lo tuvieron alerta hasta el amanecer.

Esa mañana, José no se despidió de su esposa. Ella dor-


mía plácidamente enroscada en su cama. Se vistió rápida-
mente. Había sido requerido para asistir a la reunión que
se iba a celebrar en el departamento de cartografía. Allí le
esperaba el coronel Juan Seguí que también era jefe de la Fa-
lange. Junto con otros oficiales se preparó el modus operandi
una vez iniciada la sublevación. Su primera medida sería la
toma indiscriminada de los edificios públicos.
La mañana sería larga, los distintos líderes falangistas
tenían que acatar las órdenes recibidas y actuar sin piedad
ante los opositores al levantamiento.

119
José permanecía absorto, estaba siendo testigo de una
etapa de la historia que nunca se olvidaría. Creía en un cam-
bio, pero sin derramamiento de sangre entre hermanos. No
tenía otra opción, permaneció en la sala como un mero es-
cribiente mientras se redactaban las actas. Se sintió cobar-
de, miserable, dudaba de la legitimidad de aquella acción
pero sabía que no podía hacer nada. Era un simple peón en
aquella partida y rezó para que aquello no se convirtiera en
una masacre. Se equivocó. La noticia se propagó y Melilla se
convirtió en un polvorín, después España.
Cuando volvieron del almuerzo se vieron rodeados por
fuerzas leales a la República. El teniente Zaro entró en la sala
y se enfrentó a sus superiores.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó el coronel Darío Ga-
zapo al teniente Zaro.
—Debo registrar el departamento de cartografía por or-
den del general Romerales —dijo Zaro con voz firme.
—¿Seguro que sabes lo que estás haciendo? —le recri-
minó el coronel.
—Sí, mi coronel.
—¿Y qué piensa encontrar aquí? ¿Tal vez, mapas
explosivos?
Se escuchó una carcajada seca y todos callaron. Sacaron
sus armas reglamentarias y un gran nerviosismo inundó la
habitación. El teniente Julio de la Torre aprovechó un descui-
do y llamo por teléfono a un destacamento de la Legión que
andaba cerca del lugar. No tardaron en llegar. Zaro, al verse

120
rodeado decidió rendirse y fue hecho prisionero. El coronel
Seguí llamó a José y le indicó que le siguiera. Desenfundó
su arma y entraron en el despacho del general Romerales
donde varios oficiales discutían sobre como debían actuar.
Romerales había recibido la orden de Madrid de arrestar a
Seguí y Gazapo, pero este se encontraba ahora con la pistola
de Seguí apuntándole directamente a su cabeza. Los demás
oficiales no intervinieron y el general se rindió.
Las calles de la ciudad se habían convertido en un cam-
po de batalla improvisado. Las fuerzas que habían tomado
la base de hidroaviones de Atalayón se dirigían hacia Me-
lilla. Leret había resistido a la ocupación pero había sido
detenido y posteriormente fusilado. Aquello se recrudecía
y José estaba allí, participando de manera involuntaria en
los acontecimientos principales. Recordó una breve conver-
sación que tuvo con Leret sobre la muerte de Valle Inclán.
La generación del 98 se desmoronó, le dijo mientras fuma-
ba en su pipa, y con ella, una manera de ver la España de
finales del siglo xix. La que tras la pérdida de su poderío,
desparramaba su virtualidad, siempre potente, en doloridos
escepticismos. Le dijo que coincidió con él en un café de
Madrid y que ya se encontraba bastante envejecido. Aun
así, se encontraba exaltado, intolerante, despiadado en el
comentario; a nadie perdonaba su verbo. Arrebujado en su
capa, sumido en su cuerpo enjuto en aquella silla del Ate-
neo donde solía ir. Que todo él era barba y sus ojos bri-
llaban empequeñeciendo a todos aquellos que lo rodeaban.

121
No se sabía qué de desbordado había en él, que se esparcía
sobre los demás y contenía el disgusto de aquellos a quienes
molestaban sus razonamientos, sus censuras o sus expresio-
nes fuertes. Con él, se perdió un genio, un maldito genio, y
Leret jamás podría contarle nunca más a José sus impresio-
nes literarias y políticas.
Se encontraban en estado de guerra y estaban preparan-
do una lista de los miembros de sindicatos, partidos de iz-
quierdas y logias masónicas. Las misiones estaban detalladas
y el siguiente objetivo era cerrar la Casa del Pueblo y detener
a todos los dirigentes republicanos e izquierdistas, que es-
taban arengando a la gente para que se hicieran con armas
y repeler a los sublevados. Sus esfuerzos fueron inútiles y
poco a poco fueron neutralizados, unos y aniquilados otros
de manera salvaje. Apenas contaban con armas y, aunque
intentaron asaltar la armería, no fue sino un intento de sui-
cidio colectivo. Los juicios desaparecieron y se ejecutaba al
instante. Cualquier ley sobraba y ahora eran los proyectiles
los que mandaban.
José no pudo llegar a su casa hasta el día siguiente. Ro-
cío le esperaba nerviosa, su cara mostraba que no había po-
dido dormir en toda la noche, Mina le había acompañado.
—¿Cómo estás, cariño? —le preguntó a José a la vez que
se abrazaba con fuerza a su cuerpo—. Tranquila, Rocío— la
tranquilizó apartándola de sus brazos y desabrochándose la
chaqueta.
—La radio habla de guerra…

122
—Tranquila —la interrumpió José cogiéndola por los
hombros—. Aquí está todo controlado —le dio un beso en
la frente.
Ni siquiera le preguntó por su estado y si había nota-
do molestias por su embarazo, realmente estaba preocupado
por Carmen. Sabía que el día anterior se habían producidos
numerosos altercados, también en el barrio donde vivía ella,
en Batería Jota. Tenía la necesidad de saber cómo se encon-
traba. Aconsejó a Rocío que se acostara y le pidió a Mina
que se quedara en la casa durante los próximos días.
Su corazón ya no pertenecía a Rocío. Dio órdenes a
unos los soldados para que aprovisionaran la casa con todas
las necesidades. Se cambió de ropa y se dirigió a la coman-
dancia.
La ciudad estaba controlada y ya se habían producido
las primeras detenciones y fusilamientos. La orden era clara:
tajar por lo sano para que la rebelión llegara a buen puerto.
Tomó uno de los vehículos y junto con un soldado salieron
a la ciudad. Le ordenó que se desviara de la ruta y que pasara
por donde él le indicase. Necesitaba ver a Carmen y saber
que estaba bien. La zona estaba tranquila y solo quedaban
algunos restos de pequeñas algarabías. Muchos habían vuel-
to a su trabajo por miedo a las represalias; otros, en cambio,
intentaban esconderse, la mayoría sin mucho éxito.
Melilla era una ratonera. Por fin vio a Carmen. Pasaron
por delante de la fuente donde ella recogía agua. Ella lo reco-
noció y le soltó una gran sonrisa que él le devolvió saludán-

123
dola con la mano. Ya sabía que no le había pasado nada pero
aun así quedó intranquilo. Debía llevarla a un lugar más
tranquilo. No sabía si alguien los había visto juntos y ahora
se vengarían de ella. Decidió volver más tarde. Regresaron a
la comandancia.
Permanecieron días registrando archivos y recopilando
nombres. Muchas casas fueron desmanteladas, deseosos de
encontrar armas escondidas. Se buscaron testigos falsos para
arrestar a aquellos miembros que se consideraban peligrosos
pero de los que no tenían prueba ninguna para su deten-
ción. Las noticias de la península iban llegando a raudales.
Al parecer, en Madrid el golpe había fracasado, varios cuer-
pos habían decidido seguir siendo fieles al gobierno, entre
ellos, numerosos miembros de la Guardia Civil. Azaña hizo
varias proposiciones para conseguir alianzas imposibles, e
incluso le ofrecieron al general Mola un puesto en el go-
bierno. Distribuyeron armas a los sindicatos y a la CNT y
parecían dispuestos a luchar hasta el final. En Cádiz desem-
barcaron las primeras unidades moras pertenecientes al Ta-
bor de Regulares, en Barcelona se produjeron los primeros
enfrentamientos, en las provincias vascas…
José decidió volver a por Carmen y su familia y llevarlos
a un lugar más seguro. El teniente Casado, que conocía la
situación, le ofreció su casa. Por lo menos estarían cerca de
él, pero dudaba de la reacción del padre, que era de carácter
enérgico y del que desconocía su afiliación. Trabajaba en una
calera cerca de su casa. Era un hombre fuerte, serio y parco en

124
palabras. Manejaba a Carmen con mano de hierro. Sus her-
manos trabajaban con él y siempre se ocupó con dureza para
que no les faltara nada a sus hijos. Desde que llegaron a Me-
lilla jamás volvieron a su pueblo. Se rumoreaba que habían
tenido un altercado con una familia vecina y que producto
de ese enfrentamiento hubo un muerto. Carmen nunca le
contó nada a José y este jamás le preguntaría por lo sucedido.
Llegaron a su casa y José contactó con Carmen. Ella
rechazó la propuesta, no hubiera sabido qué contarle a su
padre. Además, conociendo el carácter de este, no le hubiera
extrañado que los hubiera echado con la escopeta en mano.
José desistió en su intento, vio al padre salir de la bodega de
enfrente y por sus movimientos dedujo que estaba bastante
bebido, no dijo nada y abandonaron el lugar. Carmen lo
despidió con un beso al aire.

Juanito pasó la noche en el bar de su suegro. Había con-


seguido ganarse el favor del padre de Adelina y cuando po-
día ayudaba en la cantina como camarero.
—¡Como no vayas en serio con mi hija, te mato! ¡Te
juro que te mato! —le repetía Severiano a Juanito cada vez
que este iba a la casa.
—Ya sabe usted, don Severiano, que soy de fiar: pobre,
pero legal —se defendía Juanito.
—¡Más te vale! De lo contrario, te aseguro que sales de
aquí con los pies por delante.

125
Adelina lo había aceptado y coqueteaba en secreto con
él cuando el padre no miraba. Juanito seguía en la ferretería
con Francisco, al que admiraba profundamente. También
descargaba por las noches algunos barcos que llegaban al
puerto y que le proporcionaba algunas perras más. Agasaja-
ba a su novia con regalos y fresas preparadas, que la engatu-
saban . Tenía buen porte de camarero, y su facilidad de pa-
labra le servía para ganarse a los clientes y así tener contento
también al patrón, que continuamente lo vigilaba. Prome-
tió a su amada que en un futuro no muy lejano se irían
a Extremadura, donde poseía tierras y una familia, y que
vivirían como verdaderos campesinos. A Adelina, esto no
le hacía mucha gracia, pero le decía que sí para tenerlo con-
tento. Él le había demostrado que era un buen chico, que
había sufrido muchas calamidades y que era hora de que
empezara a ser feliz. Su padre tardó en ablandarse. Como es
normal, al principio se negó a que tuvieran cualquier con-
tacto, pero no podía negar la insistencia del muchacho y los
innumerables recursos que este había utilizado para ganarse
su confianza.
Una noche decidió plantarse bajo la ventana de ella sin
tener en cuenta el frío y la lluvia.
—No me moveré de aquí hasta que no me aceptes —
dijo Juanito con la mirada puesta en la ventana y empapado
hasta los huesos.
Adelina se reía con sus hermanas e intentaba hacerse la
desinteresada. Juanito palideció cuando vio a padre salir con

126
una escopeta. No se movió, y no por valentía sino por que
sus músculos se le quedaron bloqueados.
—¡Señor, señor! —dijo con voz temblorosa.
—Te quieres ir de una puñetera vez, imbécil —le gritó
el padre desde el quicio de la puerta.
Adelina cambió el gesto y se asustó al ver a su padre con
aquella enorme carabina. Le hizo un gesto a Juanito con la
mano para que se marchara, pero este continuó parado fren-
te a al padre de Adelina. Cerró los ojos y abrió los brazos en
cruz.
—Don Severiano, quiero a su hija.
—¡Que lo va a matar! —exclamó una hermana de Ade-
lina zarandeándola por los hombros. Adelina se asomó a la
ventana y gritó a su padre.
—¡Por favor, papa! ¡No le haga daño!
—¿Y vosotras? ¿Qué hacéis ahí? ¡Cerrad inmediatamen-
te la ventana! ¡Como os vuelva a ver asomadas, también os
pego un tiro a vosotras! ¡Malditas crías!
—¡Don Severiano, por favor! —le suplicó Juanito.
—¡Maldita sea mi estampa! ¡Por todas las vírgenes! Con-
que quieres a mi hija, ¿verdad?
—¡Sí, señor! ¡Se lo juro!
Severiano cargó el arma y Juanito apretó los ojos tem-
blando como un flan.
—¡Está bien! —dijo Severiano bajando el arma—. Ma-
ñana, a primera hora te presentas aquí. ¿Entendido?
—¡Sí, don Severiano!

127
El padre dio media vuelta y se metió en la casa cerrando
de un portazo y murmurando obscenidades. Juanito se ori-
nó encima y comenzó a sangrar por la nariz. Por suerte na-
die lo vio. Adelina lloraba de alegría abrazada a su hermana
pequeña. A partir de ahí le fue algo más fácil, por lo menos
no tan dramático.
Don Severiano, de todas formas, había pensado no po-
nerle fácil las cosas, quería estar seguro de sus intenciones.
Pronto parecería uno más de la familia.
Juanito iba a visitar a Francisco a su casa con bastante
frecuencia. Francisco le enseñó a leer y a escribir, y Juanito
escuchaba con atención todos los consejos que le daba. A
los niños les llevaba regalos que él mismo hacía, a Francisco
y a Adolfo les llevó un día un tablero con ruedas para que
pudieran deslizarse por las cuestas. A Pepita, Mari y Pili las
sorprendía con bellas muñecas de trapo que él mismo elabo-
raba con ayuda de Adelina. Era su otra familia.
El día después de los hechos, Juanito aprovechó un descan-
so para acercarse al mostrador donde estaba Francisco. Lo notó
envejecido, triste, demasiado preocupado y él sabía por qué.
—¿Cómo estamos, jefe?
—Ya ves, Juanito, por ahora vivos, que no es poco. Y
gracia a Dios.
—¡Vaya nochecita!
Francisco le hizo un gesto para que no continuara ha-
blando. Juanito lo entendió a la primera. Sabía que no podía
fiarse de algunos empleados. Juanito cambió de tema.

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—¿Querrá usted ser mi padrino?
—¿Te vas a casar? —preguntó sorprendido Francisco.
—Si Dios quiere, sí —dijo Juanito agachando la cabeza.
—¡Qué buena noticia! —dijo Francisco acercándose a
Juanito y abrazándolo—. No sabes lo feliz que me haces, y que
sepas que tienes mi bendición. Ya sabes que todo lo que pueda
hacer por ti y esté en mis manos, no dudes en pedírmelo.
—Gracias, Francisco. Usted ya sabe que es como mi padre.
—Te aseguro que será un honor para mí ser tu padrino.
—Bueno, jefe, le dejo, que tiene mucho trabajo. Pasaré
luego por el bar y si viene le invito a un chato de vino.
—No es buena idea andar por ahí. Mejor pásate por
casa con tu futura esposa y brindamos por el futuro enlace.
El estruendo de una bomba los dejó conmocionados.
Un avión del gobierno había dejado caer un par de bom-
bas, una que explosionó en la barrancada de Cabrerizas y
otra en los cortados de Horcas Coloradas. La gente corrió a
refugiarse por miedo a que continuaran los bombardeos aé-
reos. Francisco y Juanito se refugiaron en un portal cercano.
Ese día no hubo más bombardeos y no se produjo ninguna
víctima, pero la radio comunicó al resto de España que la
aviación de Madrid y Sevilla había bombardeado la ciudad y
que esta ardía por los cuatro costados. Cada bando utilizaba
estos mensajes tanto para elevar la moral de sus seguidores
como para desmoralizar al enemigo.
El 26 de julio, el día de Santa Ana, el gran buque de gue-
rra Jaime I se aproximó a las costas melillenses. Desde una

129
prudencial distancia y sabiendo que no podía ser alcanzado
por la artillería terrestre, lanzó un ataque sobre la ciudad con
objetivos claramente militares y de carácter disuasorio.
Francisco pensó en llevar a sus hijos y a su cuñada a zona
marroquí como habían hecho otras familias, pero pensó que
el traslado sería más peligroso que quedarse en su casa. Un
centenar de bombas provocaron el pánico en la ciudad, mu-
chas no explotaron. Durante noventa minutos Francisco
permaneció junto a su familia resguardado en una de las
habitaciones y rezando al Sagrado Corazón.
Rocío creyó que la tierra se venía abajo. Un tremen-
do estruendo acompañado por una deflagración hizo que
toda la casa temblara. El polvo y un pitido intenso la tenían
desorientada. Mina entró en la habitación sollozando y se
abrazó a Rocío, que todavía no sabía muy bien lo que había
pasado. Fuera, la gente gritaba e intentaban sacar de entre
los escombros los cuerpos que habían quedado enterrados.
Rocío entró en estado de pánico y ambas salieron a la calle
protegiéndose con una manta. El caos era total y la noticia
de que la familia Suárez había perecido al completo llenó de
angustia y terror a todas las familias de los pabellones. Pron-
to se correría la voz y el rumor de que había otros fallecidos
en distintos puntos de la ciudad, también se instaló en ellos
la alarma de que tras el bombardeo las tropas republicanas
desembarcarían en Melilla. El Jaime I se retiró, su potencial
armamentístico hubiera arrasado la ciudad, pero la falta de
personal cualificado en la escuadra había fallado en su inten-

130
ción de destruir objetivos militares y, de haber continuado,
habrían provocado la muerte de miles de inocentes.
Una tensa calma volvió a la ciudad. Rocío esperaba el
regreso de su marido, que seguramente ya se habría enterado
de lo sucedido. Notó un fuerte dolor en su vientre y acom-
pañada de Mina regresaron a su casa.
Rocío notó que sangraba demasiado. El miedo a perder
el hijo se había convertido en una obsesión. Mina la estuvo
consolando hasta la llegada de José, le hablaba de lo bonito
que quedaría todo una vez arreglada la casa, le contaba chis-
mes de otras interinas y le ponía paños de agua fría sobre su
frente para bajar la fiebre. Rocío permanecía pálida tumbada
en la cama sin escuchar lo que decía la chica, solo pensaba
en su hijo. José irrumpió acelerado en la habitación, le ha-
bían mandado un soldado dándole la noticia del estado de
su esposa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó nada más entrar en la
habitación.
—La señora tiene fiebre y ha estado sangrando toda la
mañana —dijo Mina con tristeza.
José se postró ante Rocío y le acarició con dulzura mien-
tras ella lloraba en silencio.
—¡¿Cómo estás, mi vida?!
—Nuestro hijo, José, nuestro hijo se nos va.
Mina se volvió hacia un rincón de la habitación y llora-
ba con fuerza. José no sabía que decir, simplemente la mi-
raba y le acercó sus labios a la frente, esta ardía. El médico

131
apareció e hizo que todos salieran de la habitación, solo se
quedó Mina. José permanecía bloqueado, se desplomó sobre
uno de los sillones y se echó las manos a la cabeza. En ese
momento dudó de todo, hasta de él mismo. No soportaba
ver a su esposa sufrir de ese modo aunque se sintió miserable
cuando por su mente pasó la idea de que la interrupción del
embarazo le beneficiaba.
El médico salió de la habitación con gesto serio. José y
el sargento Villena, que esperaban fuera, se acercaron a él rá-
pidamente; el resto de vecinas, que habían acudido alertadas
por la llegada del doctor, se quedaron en un segundo plano,
cerca de la puerta cuchicheando entre ellas.
—A ver, capitán, le seré franco. Su mujer se encuentra
muy delicada. Por ahora, parece que el feto se aferra al vien-
tre de la madre, pero yo no me haría muchas ilusiones. Pare-
ce ser que tiene una grave infección que hace que el cuerpo
rechace todo lo ajeno a ella. Lo más probable es que pierdan
al bebé que están esperando y esperemos que la fiebre remi-
ta, si no su esposa corre grave peligro. Lo siento capitán, no
se puede hacer más. Ya he dado órdenes a la muchacha para
que le dé el tratamiento que he dispuesto. Sobre todo es
importante que no se mueva de la cama, y aunque sé que la
situación actual no es la más apropiada para pedir tranqui-
lidad, es importante que ella no se lleve ningún sobresalto,
ni reciba noticias que la puedan afectar. Mucho reposo, ne-
cesita reposo.
—Gracias doctor, se hará lo que usted ha dicho.
Villena acompañó al doctor hasta la puerta y José entró
de nuevo en la habitación.
—Te quiero, mi vida, te quiero —le susurró al oído.
Ella dormía.

133
134
Melilla, septiembre de 1936

El día uno de septiembre, Rafael Hombrado entró en la


sala jurídica. De pelo canoso y gesto agrio se presentó ante
ellos, con su uniforme falangista y alzando el brazo al modo
fascista. Todos se miraron. Dejó sobre la mesa unos porta-
folios y se mantuvo firme y callado durante unos segundos,
después rompió el silencio con un carraspeo forzado y con
voz firme informó a los presentes que venía de parte del co-
ronel Eduardo Gil. Seguidamente preguntó por el responsa-
ble de la sección y el vacío se hizo en la sala, pareció que el
día comenzó a oscurecerse.
—Soy yo —dijo José sin estar muy convencido de lo
que decía.
Hombrado se acercó a su mesa y le extendió la mano,
José dudó unos segundos si corresponderle.
—Capitán, aquí tiene los nombres de veinticuatro ele-
mentos más que serán arrestados en los próximos días. En

135
dicho informe aparecen los cargos de que se les acusa, así
como la referencia de los testigos que juran que todo lo aquí
descrito es cierto.
—¡Está bien! —dijo José algo exaltado—. Déjelo aquí,
que nosotros prepararemos el acta y se lo haremos pasar al
teniente coronel don Andrés Fernández Mulero, como juez
instructor, para que tome las diligencias oportunas en caso
de abrir un juicio sumarísimo tras las detenciones de los sos-
pechosos.
—¡Así sea! —sentenció el falangista—. Aquellos que se
levantaron contra nosotros y tienen la suerte de seguir vivos
tendrán que pagarlo. No se puede permitir que fuerzas sub-
versivas permanezcan latentes en la ciudad, pudiendo pro-
vocar en un futuro altercados que rompan la convivencia de
la ciudad. Es nuestro deber impedirlo.
—Trabajaremos en ello, pero ahora tenemos muchas
cosas que hacer, así que si nos disculpa…
—Faltaría más, estaremos en contacto.
Hombrado desapareció de la sala dejando tras de sí un
halo de color negro, su alma olía a muerte y sus palabras re-
tumbaban en los oídos de José una y otra vez, sabía que era
mejor intentar no comprender lo que pasaba, solo cumplir
con su cometido. Ojeó las páginas que había dejado aquel
personaje y se paró en la primera hoja donde aparecían los
nombres de los que iban a ser apresados. Eran veinticuatros al-
mas cuya suerte parecía estar echada, veintitrés varones y una
mujer. Los leyó uno a uno y se paró en uno que le era familiar.

136
Francisco de Torres Medina, Enrique Bueno Mínguez,
Mariano Fernández Fernández, Dolores Román Gutiérrez,
José Gómez Galindo…
José dudó unos segundos y pensó que aquel hombre que
aparecía en primer lugar no podía ser el que conoció en el J.
J. Sister, no podía creérselo.
Tres días después, el 4 de septiembre de 1936, se pro-
dujeron los arrestos. Ya se contaban por cientos, siendo la
mayoría de ellos llevados al campo de concentración de
Zeluán. Situado en el recinto fortificado de dicha población
y a poco más de treinta kilómetros de Melilla, este se había
preparado expresamente para albergar a todos los que se ha-
bían opuesto al levantamiento militar. Las mujeres, como
fue el caso de la esposa de Virgilio Leret, Carlota O´neill,
fueron trasladadas al fuerte de Victoria Grande, en la misma
ciudad de Melilla. En Zeluán fueron recluidos, entre otros,
el delegado del Gobierno don Jaime Gil, que pudo escapar
dirigiéndose al Marruecos francés; Felipe Aguilar, que era el
presidente del partido Unión Republicana de la ciudad; el
juez de instrucción don Joaquín Polonio, que fue fusilado
pocos días después de su arresto; el dirigente local de Unión
Republicana don Alfonso Sainz, también asesinado; el es-
critor Fermín Requena, director del periódico El Popular;
Ricardo Fius Mollet, teniente alcalde de la ciudad…
Muchos presos no llegaban ni siquiera al campo de
concentración, y de los que pisaban el lugar eran asesinados
brutalmente por miembros de Falange, siendo sus cuerpos

137
abandonados en la misma cuneta de la carretera que unía
ambas ciudades. Peor suerte corrió Diego Jaén, que tras ser
torturado salvajemente, fue exhibido en una jaula para mo-
nos que había en el parque Hernández hasta el día de su
ejecución.
Posteriormente se intentaría dar un viso de legalidad a
los fusilamientos sometiendo a los detenidos a un simula-
cro de consejo de guerra. Una vez dictada la sentencia, eran
trasladados al fuerte de Rostrogordo, donde pasaban sus úl-
timos días antes de ser llevados a un campo de tiro cercano
donde eran vilmente fusilados.
José permaneció durante todo el día en su oficina repa-
sando los papeles y acordándose de aquel hombre elegante
y de finas maneras, que acompañado de su familia había
tenido un comportamiento ejemplar, con extrema firmeza,
con aquel polizón. Ahora, de la noche a la mañana, había
pasado a ser un enemigo de España, uno de tantos inocentes
desheredados de su derecho a la libertad; Francisco ya era un
inocente desheredado de su propia familia, la inocencia de
los desheredados…
El bar junto a la dársena pesquera estaba abierto. A pe-
sar de la situación convulsa de las últimas semanas, este te-
nía un buen ambiente. Los pescadores y otros trabajadores
del puerto habían terminado su faena y regaban sus gargan-
tas con vino de garrafa y otros aguardientes que se solían
comprar en el estraperlo. Juanito atendía las mesas de fuera
mientras su novia, Adelina, hacía lo propio en la barra. Su

138
padre, don Severiano bromeaba con unos amigos en un rin-
cón de la cantina y sus risas y gesticulaciones se perdían en
un ruidoso murmullo que inundaba el local. Un grupo de
militares paró su camión en la puerta y bajaron una decena
de ellos, que con el fusil en la mano entraron sin miramien-
tos. Todos se miraron. Un camisa azul, que acompañaba a la
tropa junto con un suboficial, mandó callar a todos. Uno de
los soldados apostado en la puerta evitó que Juanito pudiera
entrar empujándole con su fusil. Desde el suelo y bajo la
mirada de todos, veía como transcurría todo a cámara lenta.
Recogió su bandeja e intentó de nuevo traspasar la puerta,
como si supiera que lo que iba a pasar dentro tenía algo que
ver con su nueva familia.
—Severiano Roldán —gritó el sargento apuntando con
su pistola al techo.
Adelina pareció desvanecerse al escuchar el nombre de
su padre y su primer gesto fue ir corriendo hacia él.
—Soy yo. ¿Quién me busca? —dijo Severiano apartan-
do a su hija y poniéndose frente al sargento y al falangista.
—Queda usted arrestado por cometer delitos de rebe-
lión. Así que debe acompañarnos.
Adelina comenzó a llorar e intentó acercarse de nuevo
a su padre, pero esta vez dos soldados la retuvieron. Jua-
nito, que lo observaba todo desde la puerta, no soportó
ver a su amada maltratada por esos individuos y forcejeó
con el militar hasta conseguir entrar. Un culatazo lo de-
rrumbó inconsciente sobre el sucio suelo. Adelina, que

139
había podido zafarse de los militares se agarró a su madre,
que había salido de la cocina, y ambas lloraron descon-
soladamente.
—Esto debe ser un error —dijo Severiano sabiendo que
sus palabras no iban a ser escuchadas.
—Eso lo decidirá el juez —sentenció el sargento.
Dos soldados lo agarraron violentamente y lo sacaron
del bar. Adelina y su madre eran retenidas por otros solda-
dos, el resto de clientes no hicieron nada, el miedo les inva-
día por completo.
—¿Qué hacemos con el muchacho? —dijo uno de los
soldados.
—¡Traedlo también! Verás como se le quitan las ganas
de hacerse el héroe —dijo el sargento subiéndose al vehículo.
Adelina dio un grito desgarrador y cayó al suelo. Levan-
taron a Juanito que sangraba por la cabeza y lo tiraron como
a un perro en el interior. Severiano, ya sentado en suelo del
camión intentó reanimarlo.
—¡Vamos, Juanito! ¡Despierta!
Se pusieron en marcha. La cantina estaba quedando de-
sierta, muy pocos se quedaron para consolar a las mujeres.
El falangista se había quedado en el bar, cogió un vaso de
chupito y se sirvió de una botella de anís que había sobre la
mesa. A su lado, un pescador, de tez arrugada y gesto serio
lo miraba con desprecio.
—¡Bebe conmigo! —le dijo el falangista levantando la
botella para servirle en su copa.

140
El pescador cogió su copa y la puso bocabajo dando un
golpe en la barra.
—Yo no bebo con cualquiera —dijo el pescador.
El falangista sacó su pistola y se la puso en la cabeza. El
Che, que así era conocido el pescador, se puso su boina y
salió lentamente por la puerta. Se escuchó la sirena y la gente
huyó a refugiarse de un presunto bombardeo y el Che ya ha-
bía desaparecido entre la gente. El falangista, malhumorado
por el comportamiento del pescador, fue hasta su vehículo y
juró que lo encontraría.
Francisco fue a trabajar esa mañana de septiembre, hú-
meda como siempre, y vio pasar a la gente que venía y se iba,
posiblemente algunos a ningún lugar, otros en busca de su
casa, que algún día fue su hogar, y ahora se escondían por
miedo de la gente que nunca se preocupa de sí misma sino
de los demás. Francisco sabía que no hay nadie donde nadie
caminó y observaba a los que se consideraban elegidos y no
eran más que señalados por el destino. Esa mañana caminó
tan despacio que pensó que nunca llegaría y recordaba a sus
hijos a los que había dejado minutos antes dormidos en la
casa; un beso a cada uno y una oración a ese dios en el que
siempre creyó.
Al llegar a la tienda se encontró a sus compañeros que
esperaban para entrar y le llamó la atención que el encarga-
do, siempre puntual, no hubiera llegado todavía. Todos se
frotaban las manos algo nerviosos y sonaron las campanadas
de la iglesia, nadie dijo nada. Nunca se había retrasado, ni

141
siquiera estando enfermo y se sabía que era un activista im-
portante de la CNT. El día anterior comentó con Francisco
su preocupación por lo hechos.
—¡Van a venir por mí, Francisco! —dijo con tono
preocupado.
—Vendrán a por todos nosotros, Juan.
—Estos fascistas lo han tenido demasiado fácil.
—Sí, demasiado. Lo peor es que no podemos hacer
nada.
—En España siguen luchando y aquí…
—Esto es un bastión militar, no se puede hacer nada,
solo proteger a nuestras familias.
—Ni eso Francisco, obligarán al patrón a echarnos.
—Cabanillas es buena gente.
—Pero no se opone al levantamiento y, aunque sea bue-
na persona, cuando se encuentre entre la espada y la pared
no tendrá otra opción que despedir a los que estamos en el
sindicato.
—No lo sé, Juan. Ya veremos qué pasa.
—Ya han apresado a casi todos los dirigentes de
izquierdas.
—Ya, pero nosotros solo somos trabajadores.
—No tienen piedad, Francisco, somos igual de enemi-
gos para ellos.
—Ya no sé que pensar, Juan. Llevo semanas sin dormir,
las noticias son contradictorias, realmente no sabemos como
se está desarrollando la guerra.

142
—Aquí hemos perdido, Francisco, eso es de lo único
que estoy seguro. Los bombardeos gubernamentales apenas
han provocado daños y ellos los utilizan como excusa para
desarticular la izquierda a la fuerza.
—Es indignante lo que están haciendo, Juan. La saña
con la que actúan es desproporcionada.
Juan no volvería jamás a incorporarse al trabajo, su
cuerpo yacía en una escombrera cerca de la ciudad, nunca
encontrarían su cadáver y su familia sufrió las represalias. El
hijo de Cabanillas se acercó a la ferretería y ordenó a todos
que se fueran a su casa. Sus ojos se volvían a hundir en sus
pechos e imaginaron lo sucedido. En silencio partieron cada
uno a su casa.
Antonia se extrañó ver a Francisco tan temprano en casa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Antonia al verlo entrar
en la cocina.
—No tengo ganas de hablar, Antonia. ¿Dónde están los
niños?
—Adolfo y Paco jugando en el río y las niñas arriba, con
la vecina; Aurora quería tomarles las medidas para hacerles
unos vestiditos.
—Procura que los niños no estén mucho tiempo en la
calle.
—Francisco…
—Dime, Antonia.
—Se están llevando a todos los de izquierdas…
—Lo sé, Antonia, lo sé.

143
La abuela sirvió la cena y llamó a los niños para que se
incorporaran. Todos se sentaron alrededor de la mesa espe-
rando que Francisco dijera unas palabras antes de empezar.
Sobre la casa retumbaron unos golpes, estaban llaman-
do a la puerta de manera violenta y Francisco y Antonia se
miraron. De los ojos de ella brotó una lágrima y la abuela se
levantó para abrir.
—¿Francisco de Torres Medina? —preguntó un cabo
nada más abrirse la puerta.
Un fuerte «sí» salió de su garganta y los soldados lo aga-
rraron con fuerza llevándolo a empujones hasta el camión.
—Es él —dijo Rafael Hombrado al oficial que lo acom-
pañaba.
El oficial dio la orden y los soldados lo empujaron con
violencia hacia el interior del camión. Antonia y la abuela se
derrumbaron y no podían articular palabra llorando descon-
soladas en el pasillo. Los vecinos se fueron acercando y Pe-
pita, que hasta el momento estaba sentada en las rodillas de
su padre comenzó a llorar pidiendo que no se fuera, María
y Pili también lloraban y los niños permanecieron asustados
sin saber muy bien lo que estaba pasando.
—Sigamos recogiendo ratas —dijo el oficial sonriendo.
El verano ya era un recuerdo, aunque ese fatídico día de
julio jamás se olvidaría. La muerte viajaba por España y po-
cos conseguían escapar a sus garras. Atrás quedó el bando del
general Franco donde hacía saber, ordenaba y mandaba, ter-
minando con un ¡VIVA ESPAÑA! que ocupaba la cabecera

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de El Telegrama del Rift; cuyo articulo nueve decía: «Quedan
en suspenso todas las leyes o disposiciones que no tengan fuerzas
de tales en todo el territorio nacional, excepto aquellas que por
su antigüedad sean ya tradicionales. Las consultas resolverán los
casos dudosos». Se habían anulado todos los derechos de los
ciudadanos y así se hacía saber en el periódico local.
Mina corrió como nunca en busca de José, las pocas
calles que la separaban de la Comandancia parecían eternas,
entró sollozando y los soldados que vigilaban la puerta la de-
tuvieron intentando que dejara de llorar y se explicara. Solo
repetía el nombre del capitán y que su esposa se estaba mu-
riendo. Los soldados la sentaron en una esquina y fueron en
busca del capitán. José había ido a visitar a Carmen y ahora
su cuerpo se retorcía, entre gemidos de placer, con el de ella.
Ajeno a lo que le estaba sucediendo a su esposa, acariciaba el
cuerpo sedoso de su amada prometiéndole un amor eterno y
soñando con una vida en común lejos de aquella ciudad una
vez que terminara la contienda.
Últimamente José aparecía por la casa como un fantas-
ma, cambiaba de gesto cuando veía a Rocío y le mostraba una
felicidad inventada que a ella parecía bastarle para continuar
su vida. El embarazo se le estaba complicando por momentos
y desde el bombardeo no paraba de sangrar y se sentía cada
día más débil. Mina era su única compañía y eran contados
los días que paseaba con su marido por la ciudad, apenas daba
unos pasos se cansaba y decidían regresar para empotrarse en
la cama de donde últimamente no había salido.

145
Le pidió a su marido que avisara a su familia y este en-
vió un telegrama comunicándoles el estado de Rocío. Poco
tiempo después contestaron que en pocos días se pondrían
en camino y que su llegada a Melilla sería inminente. José
se sintió contrariado. Sus visitas a Carmen habían aumen-
tado y ella era su verdadera y única pasión. Se veían a
escondidas, aunque cada vez se preocupaban menos de ser
descubiertos. Carmen no tardó en dejarle saber que no
quería seguir siendo la amante y que debería tomar una
decisión, comprendía la situación de la esposa y eso le hizo
ser más consecuente con su situación. El embarazo de Ro-
cío le preocupaba, sobre todo que, una vez que naciera el
niño, José cambiara de opinión y se centrara más en su
esposa.
Ese día se retrasó más de lo habitual en regresar a la Co-
mandancia y en cuanto llegó le comunicaron lo sucedido. Se
dirigió rápidamente a su casa y nada más entrar Mina se fue
hacia él con el gesto compungido.
—¿Qué ha pasado Mina? —dijo nervioso.
—La señora… está el doctor con ella.
Corrió hacia la habitación y allí se encontraba su esposa
semiinconsciente siendo atendida por el médico. Ella estaba
muy pálida y con los ojos cerrados.
—¡Dígame, doctor!
—Lo siento, capitán. Su esposa ha perdido el bebé que
esperaban y ella ha perdido demasiada sangre. Su estado es
crítico.

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Rocío abrió lentamente los ojos y movió su mano para
que José se la cogiera. Hundió su cabeza en el pecho de ella y
comenzó a llorar. Ella expiró, su corazón dejó de latir. Rocío
había fallecido intentando traer un hijo para su esposo y él
permanecía hundido abrazándola con todas sus fuerzas. La
enfermera retiró las gasas y las toallas llenas de sangre y salió
de la habitación junto con el doctor para dejarlos solos por
última vez. Fuera, desde el pasillo se escuchó un grito desga-
rrador de Mina a la que acababan de comunicar la noticia.
Las vecinas y amigas de Rocío llenaban la casa. La familia
de la difunta no tardó en llegar pero ya era demasiado tarde.
El cuerpo presente de Rocío y su bebé presidían la sala
y las mujeres rodeaban sus cuerpos llenas de dolor. Los
hombres permanecían en otra sala intentando consolar a
José, que se hallaba completamente destrozado. Aquella
noche, el luto cubrió la casa y Carmen se enteró del fatal
desenlace.
Al velatorio asistió toda la familia de Rocío y los com-
pañeros de José, que abarrotaron la iglesia donde se le dio
una misa antes de ser trasladada a Sevilla por petición de su
familia, José no se opuso y el ejército facilitó toda la logística
necesaria para que se llevara a cabo el traslado, a pesar de la
situación que vivía el país.
Sevilla los esperaba con más tristeza que nunca y el cuer-
po de Rocío fue enterrado en la ciudad donde ella quería
vivir y morir, por lo menos su última voluntad se cumplió.
José regresó a Melilla.

147
Juanito fue separado del grupo de arrestados y lo lleva-
ron a los calabozos de la comisaría de policía. Contra él no
tenían ninguna orden de arresto, pero aún así fue desnudado
y lo estuvieron interrogando durante todo el día. Amarrado
en una silla de madera fue golpeado con brutalidad, llegan-
do incluso a clavarle entre las uñas de las manos pequeños
trozos de astilla para que hablara. Cuando perdía el conoci-
miento, le arrojaban un cubo de agua fría y de vuelta a las
preguntas que repetían sin cesar los torturadores. Juanito no
sabía de qué hablaban y pasados unos días lo dejaron tirado
en la calle con la cara totalmente desfigurada y unas cuantas
costillas rotas. Había perdido la noción del tiempo y apenas
podía moverse, no sabía ni podía dirigirse a casa de su novia
para decirle que estaba bien. Ningún transeúnte hizo por
ayudarle, solamente lo miraban y continuaban andando, sin
importarles su estado.
Pasadas unas horas una musulmana que había trabajado
en el bar de su suegro lo reconoció y le ofreció su ayuda.
Llamó la atención de otros rifeños y entre todos lo llevaron
a casa de Adelina montado, como pudieron, sobre un burro.
Esta lloró de alegría al verlo y le preguntó por su padre, nece-
sitaba saber algo ya que desde su arresto no sabía a donde se
lo habían llevado. Entre su madre y ella le estuvieron curan-
do las múltiples heridas que sufría, y poco tiempo después
les contó lo que había sucedido y cómo lo habían separado
del resto del grupo, llevándolo a la comisaría mientras que
los demás presos continuaron en el camión hacia un lugar

148
que él desconocía. Así pasó el resto de días, dolorido y triste
al ver que Adelina lloraba cada noche por la ausencia del
padre. La habían obligado a cerrar el bar y vivían de lo poco
que tenían ahorrado. Algunos vecinos intentaron ayudarles,
pero otros, al saber del arresto decidieron no acercarse a su
casa para que no los relacionaran con la familia.
La gente en Melilla vivía con miedo, el toque de queda
en la ciudad prohibía la reunión de más de dos personas y
los chivatazos se multiplicaron. Las calles se quedaban de-
siertas una vez puesto el sol y muchos suministros empeza-
ron a escasear. Solo los falangistas y militares disponían de
todo lo necesario para no pasar penurias, el resto hacía lo
imposible por sobrevivir.
La población temía a la Legión y a los Regulares por sus
actos durante el levantamiento, no pasaba lo mismo con el
resto de tropas, que según donde uno se hallara era obligado
a luchar con un bando u otro, temiendo la mayoría de ellos
tener que enfrentarse en algún momento con algún conoci-
do o familiar que se hallara en las filas enemigas. Todas las
guerras son crueles pero esta más porque era un enfrenta-
miento entre hermanos.
Francisco permaneció callado durante todo el trayec-
to. Sentía un dolor inmenso en lo más profundo de su ser
y lo que le angustiaba era en pensar en sus hijos que por
desgracia lo habían presenciado todo. No sabía a donde lo
iban a llevar y prefirió no preguntar a los soldados que lo
custodiaban. Junto a él había otros detenidos cuyas caras le

149
resultaban familiares. Sus cuerpos se balanceaban por el tra-
queteo del camión y se dieron cuenta que habían salido de
la ciudad. Su mente estaba confusa, no entendía por qué lo
habían detenido ya que él no había participado en ninguna
revuelta. Su único delito podía ser pertenecer a un sindicato
y eso le tranquilizaba por momentos, no podían condenarlo
por nada más. Por otro lado también sabía que las semanas
anteriores se estaban cometiendo detenciones ilegales con
acusaciones falsas, llegando en algunos casos hasta el fusila-
miento de los acusados, esto le atormentaba.
Pensó en unos instantes en huir, en aprovechar una pa-
rada y salir corriendo, pero sabía que eso era algo imposible,
lo único que podía pasar es que lo prendieran y así tendrían
una excusa para matarlo. Ahora iban por territorio hostil y
era consciente de que los rifeños no se arriesgarían ayudan-
do a un fugitivo. Eliseo, que estaba sentado frente a él se
derrumbó, tenía la cara ensangrentada aunque ya seca y em-
pezó a tener convulsiones. Francisco intentó recogerlo pero
los soldados se lo impidieron. Pararon a un lado del camino
y bajaron el cuerpo de Eliseo ya inerte. La tarde se estaba ce-
rrando, dejaron el cuerpo abandonado entre los matorrales
y volvieron a ponerse en marcha.
El frío entraba entre las lonas del camión y este se hacía
inaguantable. No les habían dejado coger nada y solo lle-
vaban la ropa que vestían en el momento de la detención.
Algunos se habían orinado encima y el olor cada vez se hacía
más insoportable, aquel camino parecía no terminar nunca.

150
El campo de concentración de Zeluán tenía forma de
cuadrilátero, de unos doscientos metros de largo cada lado,
con torres defensivas dispuestas a lo largo del perímetro y
edificaciones construidas en su interior. Los prisioneros eran
ubicados en unos barracones de madera construidos por los
mismos reclusos en el patio de la alcazaba. Fueron obligados
a descender del camión y llevados al centro del patio entre
los barracones. A base de culatazos los hicieron sentar en el
frío y pedregoso suelo mientras los soldados los rodeaban
encañonándolos con sus armas. El resto de prisioneros se
agolpaban en las escasas ventanas para ver a los nuevos.
Aquel lugar estaba saturado, ya se contaban casi mil los
allí afinados en condiciones infrahumanas, y Francisco se
llenó de hastío y desconsuelo, sus lágrimas pugnaban por
salir y derramarse por aquel destartalado lugar. Sabía que la
primera noche era la más dura y siempre hay uno que rompe
a llorar.
Se acercó el comandante de la Guardia Civil y mandó a
uno de los sargentos que pasara lista. Todos temblaban por
el frío y permanecían con la cabeza agachada. Les comuni-
caron que estaban arrestados y que serían juzgados según las
leyes del levantamiento en un consejo de guerra. Nadie dijo
nada. Más tarde, fueron llevados en fila india hacia uno de
los barracones donde les esperaban el resto de prisioneros
y cerraron las puertas avisándoles que cualquier altercado
sería penado con la muerte. Se hizo de noche y apenas un
par de velas iluminaban el barracón. Literas de madera, finos

151
colchones en el suelo y algunas mantas tapando las ventanas
por donde entraba un aire helado y húmedo eran lo único
que podía encontrase dentro de aquel infierno. Muchos ha-
bían enfermado por la falta de higiene de aquel lugar y por
las continuas palizas y vejaciones que sufrían por parte de
sus captores. Los heridos fueron atendidos y tratados con
mimo por los mismos compañeros y las palabras de aliento
no tardaron en llegar. Pero todos sabían que era una manera
de autoengañarse, la esperanza se había esfumado en la ma-
yoría de ellos.

Alcazaba de Zeluán 18-12-1936


Estimada Antonia: Son mis deseos se encuentren ustedes
bien de salud, yo sigo bien a D.G.
Si puedes, me mandarás con Prudencio una bufanda, al-
gunas cuchillas de afeitar de las usadas y la otra máquina de
afeitar. Todo esto lo dejé yo en la mesita de noche.
Dale a los niños muchos besos y abuela y tú recibe un fuerte
abrazo de tu hermano.
Paco
Francisco De Torres Medina

Ilustrísimo señor:
En trámite de calificación provisional, el Fiscal Jurídico
Militar dice:

152
1º De lo actuado en el presente procedimiento se desprende
los hechos siguientes, respecto a cada uno de los procesados.
Se comprueba por todo lo actuado.
Los hechos constituyen para cada procesado un delito de
rebelión del número segundo del artículo 238 del Código de
Justicia Militar en relación con el artículo cuarto del bando de
17 de Julio último.
2º Son autores los procesados.
3º Es de apreciar la gravedad de los hechos y la peligrosidad
de los reos.
4º Renuncio a otras diligencias.
5º Procederá imponer a cada uno de ellos reclusión perpe-
tua a muerte.
6º De abono en su caso toda la preventiva.
7º Sin responsabilidades civiles.
8º Vistos los artículos citados y demás de aplicación general.
Melilla 19 de Diciembre de 1936
El Fiscal Jurídico Militar

José se incorporó a su trabajo una semana después del


trágico suceso. Continuó viéndose con Carmen, aunque des-
de la muerte de Rocío su relación se había enfriado, aquellas
miradas cargadas de pasión y encuentros plenos de fogosi-
dad pasaron a ser simples tertulias sin atisbos de ese amor
tan desmesurado que los mantenía unidos hasta ahora. Él se
sentía culpable por no haber estado con su esposa durante

153
el embarazo y Carmen ya no veía en él aquel hombre capaz
de dejarlo todo por vivir una historia de amor, su cuerpo, al
igual que su alma, había envejecido y no era ni la sombra de
ese varón que conoció meses atrás.
Un resfriado mal curado lo mantuvo en cama unos días
y su dedicación militar disminuyó considerablemente. Se
sorprendió cuando se vio involucrado en el juicio que se
iba a celebrar contra los últimos arrestados, había sido se-
leccionado para ser abogado defensor de algunos reos que
permanecían en Zeluán y cuyo futuro era bastante incierto.
Entre ellos se encontraba Francisco. Parecía que el destino
les había unido de nuevo pero en una circunstancia muy di-
ferente a la anterior. Pidió reunirse con sus defendidos y esto
le fue denegado por problemas de logística, le dijeron que le
avisarían cuando fuera posible, y así ocurrió.
Aquella mañana de diciembre los reos fueron llevados
a Melilla para proceder con la diligencia de la lectura de los
cargos de los que se les acusaban. Allí pudo ver a Francisco,
cabizbajo, triste, sentado en una de las sillas de la sala, con
la ropa gastada y de tez pálida. Había perdido varios kilos
y parecía morir por dentro. Llevaba encerrado en el campo
de concentración un par de meses y José era consciente de
que el trato que se les dispensaba allí no era precisamente
el correcto. Se acercó a él y se presentó como su abogado.
Francisco no lo reconoció, apenas lo miró.
—Nos volvemos a ver —dijo José poniéndole la mano
sobre el hombro.

154
—¿Nos conocemos? —dijo Francisco levantando leve-
mente la mirada.
—Coincidimos en el barco, cuando pasó lo del polizonte.
—Sí, ahora recuerdo. Me alegro de verle de nuevo.
Como puede ver ahora estamos en bandos diferentes.
—Me han asignado su defensa y haré lo posible para
que salga de aquí.
—Se lo agradezco, aunque permítame que desconfíe de
todo y de todos. Ni siquiera me han dicho el por qué de mi
arresto…
—He leído el sumario, y aunque los testigos que figuran
en su contra tienen bastante peso, las declaraciones caen por
su propio peso.
—Le puedo asegurar que no he hecho nada de lo que
me tenga que arrepentir y esa tranquilidad es lo que más
miedo me da.
—Haré lo que tenga en mis manos para conseguir su
absolución.
—Lo que más siento es estar separado de mi familia.
Ellos serán los más perjudicados de todo esto.
—Me encargaré personalmente para que mientras dure
todo esto a sus hijos no le falte de nada… lo haré también
por mi esposa.
—¿Cómo está?
—Falleció…
—Lo siento, no me lo esperaba.
—Murió durante el aborto…

155
—Dios la tenga en su seno, era una bella mujer.
—Lo era…
—Conozco perfectamente lo que se siente en este mo-
mento. No hay palabras que puedan consolar a uno.
—Es cierto que no las hay.
—José, sé que esto le ha venido en el peor momento…
—No se preocupe, Francisco, estoy convencido de su
inocencia y como le he dicho antes haré lo posible para que
esto salga bien.
—Me preocupan mis hijos, y ellos son los que realmen-
te sufrirán todo. Primero la pérdida de su madre y ahora…
—Déjelo en mis manos.
—Gracias, José, no sabe cómo se lo agradezco.
—No debe dármelas. Pienso que esto se les va de las ma-
nos y ya son muchos los inocentes los que están muriendo.
Le aseguro que me duele todo esto y no entiendo muchas
cosas. No me hice militar para matar a mis hermanos de
sangre…
—Al final siempre perdemos los mismos.
—Volveremos a vernos pero no sé cuando será. Necesito
que me cuente todo lo que hizo aquel día y muy importante
también que recuerde lo ocurrido en la casa de la Hebrea.
—Yo no estuve allí, hable con ella y ni mucho menos
cometería ningún acto en contra de sus bienes.
—Lo haré. Su testigo será importante para la causa.
—Y que yo participé en las revueltas del 17 de julio tam-
bién es mentira. Estuvimos trabajando hasta que Cabanillas

156
nos mandó para casa y eso fue muy posterior a las cinco. No
entiendo cómo Imbroda puede inventarse eso.
—Yo tampoco, parece que está sediento de sangre, ha
declarado en contra de todos vosotros, incluso contradicién-
dose en sus declaraciones, ya que es imposible que pudiera
estar en diferentes sitios a la vez.
—Hable también con Cabanillas, él le dirá que estuve
trabajando en las horas que se me acusa de rebelión.
—En estas semanas se irán preparando las declaracio-
nes de los testigos y no creo que tarde mucho en hacerse el
juicio.
—Confío en usted, José. También confío que se haga
justicia. Las condiciones en Zeluán son infrahumanas. Los
barracones están saturados y apenas nos dan servicio médi-
co, muchos están padeciendo enfermedades.
—Lo sé, pero le aseguro que no puedo hacer nada.
Cualquier atisbo que tengan de mi simpatía hacia usted les
serviría para retirarme del caso…
—Lo entiendo.
—¿Necesita algo?
—Que cuide de mis hijos… Prudencio me ha traído
algunas cosas que necesitaba y el resto lo dejo en manos de
usted y de Dios.
—Cuídese, Francisco. Ahí fuera lo necesitan.
—Cuídese usted también, José. Lo veo muy demacra-
do, me imagino que no debe estar pasándolo muy bien.
—Solo quiero que todo esto termine de una vez…

157
Aquella nochebuena de 1936 fue muy dura para la
familia de Francisco. La tristeza de sus hijos, a pesar de la
corta edad, era infinita, apenas una ligera cena y Antonia
los mandó a la cama donde todos rezarían por el regreso
de su padre. Tras la muerte de su madre, su padre se había
convertido en la piedra angular de la familia, siendo cual-
quier esfuerzo insuficiente para mantener la familia unida
y llena de alegrías y esperanzas. Aquella noche del 24 de
diciembre Francisco no pudo rezar con ellos junto al Sa-
grado Corazón, ni pudieron cantar esos villancicos que a
las niñas tanto gustaban… esa noche, la miseria humana
volvió a desgarrar una familia, una de tantas que sufrieron
la crueldad de la guerra.

C.3,855,774
DILIGENCIA DE LECTURA DE CARGOS AL PRO-
CESADO Francisco Torres Medina
ASISTIDO DE SU DEFENSOR
D. José Vásquez Valencia
En Melilla a veintiocho de Diciembre del mil novecientos
treinta y seis, ante este Juzgado comparece el procesado anotado
al margen acompañado de su defensor que también se cita y
por orden del Sr. Juez y en cumplimiento de lo dispuesto en el
Artículo 548 del Código de Justicia Militar le fueron, por mí el
secretario, leídas cuantas declaraciones y documentos de prueba
existen en el sumario en cargo al procesado, así como el escrito

158
Fiscal y decreto de elevación a plenario, y enterado de todo ello,
fue el procesado exhortado a decir verdad, y preguntado:
PRIMERO: Si tiene que alegar incompetencia de jurisdic-
ción excepción de cosas juzgadas, prescripción del delito, apli-
cación de amnistía u otra causa incidental que deba resolver-
se previamente, consignando en caso afirmativo los medios de
acreditarlo.
SEGUNDO: Si tiene que enmendar o ampliar sus decla-
raciones anteriores y que les son leídas.
TERCERO: Si se conforma con los cargos que le hace el
Ministerio Fiscal en su escrito de calificación provisional.
CUARTO: Si interesa a su defensa que se ratifique en sus
declaraciones algún testigo del sumario, o que se practique algu-
na diligencia de prueba.
CONTESTA:
A la primera dijo: que no.
A la segunda dijo: que no
A la tercera dijo: que no
A la cuarta dijo: que no
Y leída que le fue se ratifica y firma con todos los presentes
al acto de todos los días doy fe.

ORDEN DE LA PLAZA DEL DÍA 23 DE ENERO DE


1937
ARTÍCULO 1º.- El Señor Coronel de esta circunscripción
ha tenido a bien disponer que el día veinticinco del actual a las

159
diez horas en la Sala de Banderas del Cuartel de Santiago con
arreglo al artículo 565 del Código de Justicia Militar sea vista
y fallada en Consejo de Guerra de plaza la causa número 995
de 1936 instruida por el procedimiento sumarísimo por el Te-
niente Coronel de Ingenieros Juez Don Andrés Fernández Mu-
lero contra los paisanos Alfonso Martínez Ruiz, Adolfo Gonzá-
les Postigo, Antonio Meléndez Arias, Francisco Torres Medina,
Mariano Fernández Fernández, Francisco Visiedo Rodríguez,
Eliseo López González, Enrique bueno Mínguez, José Martín
Lozano, Juan Cantón Pomedio, Miguel Andreu Ruiz, Antonio
Martínez Fernández, Alfonso de Haro Burgos, José Gómez Ga-
lindo, Esteban Darabos, Moisés García Benaín, Francisco Ruiz
Fernández, Emilio Montoya Hurtado, José Mahfoda Sefarty,
Nicasio Carmona Ibancos, Antonio Julia Juan, Máximo Valle-
cillo Ruiz, Luis García Bermúdez y Dolores Román Gutiérrez,
por el delito de rebelión, debiendo constituirse dicho Consejo en
la forma siguiente:
PRESIDENTE: Tte. Coronel D. Antonio Aymat Jordá
DEFENSORES EFECTIVOS: Capitanes D. José Váz-
quez Valencia, D. José…
VOCALES: Capitanes Don Manuel Timoteo Ruiz, D.
José Sains…
ARTÍCULO 2º.- Conforme a lo establecido en el párrafo
3º del artículo 566 del ante dicho Cuerpo legal se invita a los
señores Oficiales francos de servicio para que asistan al acto de
la vista.

160
Lo que de orden de S.S. se hace saber en la Plaza de hoy,
para conocimiento y cumplimiento.
El Teniente Coronel Jefe de E.M.

C.3,855,238
ACTA… En Melilla a veinticinco de Enero de mil nove-
cientos treinta y siete. Extiendo la presente acta, con arreglo al
artículo 661 del Código de Justicia Militar, para que conste
que en la misma fecha, siendo las diez horas y en el Cuartel
de Santiago de esta Plaza, se ha reunido el Consejo de Guerra
Ordinario, por el procedimiento sumarísimo, para dictar sen-
tencia en esta causa y para lo cual fueron designados.
Abierto el acto en audiencia pública y dada lectura del
apuntamiento por el Señor juez Instructor, teniendo en cuenta
su mucha extensión, fue suspendido a las catorce, para ser rea-
nudado a las dieciséis.
A continuación fue examinada por el Fiscal la testigo cono-
cida por «La Hebrea», manifestando esta que en el asalto a su
casa, tomaron parte más de diez; que no vio entre los asaltantes
a Francisco Ruiz Fernández, que José Martínez estaba fuera y
que Francisco De torres medina no estaba.
A petición del Defensor irán compareciendo los testigos
para hacer constar las declaraciones sobre su ubicación y hechos
realizados por tales el pasado diecisiete de Julio.
El Señor Presidente invitó al Señor Fiscal y Defensores a
que ordenaran sus notas a tenor de lo establecido en el Código

161
de Justicia Militar, renunciando las partes a la suspensión. Se-
guidamente el Señor Fiscal pronunció su acusación, haciendo
distinción de los delitos comunes, de los políticos, considerando
a estos más graves que aquellos en las actuales circunstancias,
ya que los que cometen los políticos se valen de su engaño a las
masas para llevarlos a cabo cobardemente y con ensañamiento,
peor que el de las fieras. A partir del triunfo del Frente popular,
se organizó en España el Ejército Comunista, frente al Ejército
de la Nación, estando latente desde el dieciséis de Febrero, la Re-
belión Militar siendo además de esta índole los actos realizados
después del diecisiete del pasado Julio.
De los veinticuatro encartados en este procedimiento, apar-
te de ser elementos activos en las milicias revolucionarias, pue-
den clasificarse en tres grupos:
1º Los que excitaron a las masas, tomaron parte en el asalto
a la armería y hostilizaron a las tropas.
2º Los que sirvieron como agentes de enlace.
3º Y los poseedores de armas.
Entre los segundos se encuentra Juan Cantón, enlace entre
Melilla y Nador, y Antonio Meléndez entre Málaga, Melilla y
Madrid.
Entre los terceros se encuentran Emilio Montoya, Antonio
Arias y dolores Román, que por tenerlas después del Bando.
Pasa después a la defensa del procesado Francisco Ruiz, quien
la policía dice observó siempre buena conducta pública y priva-
da, dedicándose a confeccionar documentaciones a los obreros,
no habiendo tomado parte en el asalto a la casa de la «Hebrea»

162
como lo acredita al Juzgado de Instrucción, limitándose a acom-
pañar al Juzgado a los obreros que dieron dicho asalto. El testigo
Francisco Millán, que le acusa de haberle visto una pistola el die-
ciocho de Julio, empieza por no conocerle y lo mismo puede que
le ocurriera al otro, Luis López, fallecido, siendo también falso
que asaltaran dicha casa. En cambio, hay varios testigos, vecinos
suyos, que demuestran como el acusado estuvo en su casa desde la
tarde del dieciocho hasta las cuatro de la mañana del diecinueve,
viviendo tranquilo hasta el treinta y uno de Agosto en que fue
detenido. Por lo que se pide para él la libre absolución.
Hace a continuación la defensa de Adolfo González, el que
ni tiene antecedentes penales, ni perteneció a ningún partido
durante los veinticinco años que lleva en Melilla, dedicándose
solo a su trabajo. Los testigos le acusan de arengar a las masas
desde el Café La Peña, sin decir a que hora ocurrieron los he-
chos. Se le acusa por el testigo José Caro de haberle visto hacer
disparos desde la azotea de su casa el día dieciocho y dada la
situación de las casas de uno y otro, para verle el acusador tuvo
necesidad de subirse a la balaustrada, cosa inverosímil en aque-
llos días, en que la fuerza pública hacía disparos sobre todo el
que se hacía sospechoso. Además el acusado sufrió un accidente
de trabajo que le imposibilita para el manejo de armas. Nunca
tuvo armas, ni es cierto las historias horrendas que le acusan
de haber sido designado como verdugo, atribuyéndolo a rivali-
dades de oficio o venganzas de cosas íntimas; pues basta ver la
figura ridícula del acusado para comprender que no es capaz de
hacerlo… por todo esto pido para el acusado la libre absolución.

163
Se pasa a la defensa de Juan Cantón, del cual dice verse en
su fisonomía un reflejo de su atraso mental. La fama de malos
instintos data el tiempo en que por defender la honra de su
hermana, propinaron una buena defensa al acusado. Hombre
trabajador y querido por su patrón, despertando la envidia de
sus compañeros, que le acusan de tener orden de quemar los
conventos. Se le acusa de haber roto un cuadro en el Casino de
Nador, el día diecisiete de julio, hecho que ocurrió encontrán-
dose en estado de embriaguez; como todo ocurrió antes de que se
declarase el Estado de Guerra, considera suficiente el tiempo en
prisión preventiva y se pide la libre absolución.
A continuación habló el Teniente Don Manuel Martínez,
defensor de los procesados: Mariano Fernández, Alfonso De
Haro, Antonio Julia y Dolores Román. Del primero dice que
fue Guardia Urbano, dejando de serlo por propia iniciativa al
verse perseguido por sus superiores. Que quién mantiene vein-
ticinco años en el Ejército no puede ser malo ni extremista, te-
niendo un hermano y un hijo en el tercio, este herido. Que no se
ha probado debidamente que llevara armas; pues si las hubiera
llevado el día diecisiete, hubiera hecho uso de ella. Además fue
cacheado y nada se le encontró, no encontrándose por tanto den-
tro del Bando, no correspondiéndole la pena que le pide el señor
Fiscal y sí la de prisión correccional.
Después se hace la defensa de Alfonso De Haro, de quién
dice que el diecisiete estuvo en el muelle hasta las seis de la tar-
de, cobró y después se fue a su casa, no saliendo el día dieciocho,
ni indujo a los chicos para que tiraran piedras a la zapatería.

164
Que no asaltó la armería, no teniendo armas en su domicilio;
pues en los tres registros que hicieron delante de su mujer y de él,
nada encontraron, hasta el día veinticuatro de Agosto cuando
habían desvalijado la casa, cuando nadie había en ella, levan-
tando hasta las losetas, hallaron esas armas. Que no pertenece
a partido político alguno desde el año mil novecientos treinta y
tres que era del socialista.
Sobre la defensa de Antonio Julia se dice que pertenecía al
partido Unión Republicana igual que el Delegado Gubernati-
vo, por lo que le visitaba con frecuencia para conseguir mejoras
en bien de la Ciudad y el partido. Que el día diecisiete fue a
la Delegación invitando al Delegado a no ofrecer resistencia y
entregarse el mando, lo que puede atestiguar Aurelio Martínez;
pues ambos se quedaron acompañándole, que no llevaba armas
ya que fue cacheado por los agentes de policía sin encontrarle
nada, por lo que mal puede entrar con pistola en mano, como
se le acusa, profiriendo gritos con varias personas, pues entró
solo. Y es de extrañar que se pusiera en libertad al Delegado y en
cambio a él se le acusara. Por último, que no está probado que
fuera masón y menos de ocupar un alto cargo. Por todo esto se
pide la libre la absolución.
Sobre la defensa de Dolores Román, se dice que se observó
buena conducta en la Gota de Leche, como lo afirma la Herma-
na Sor María. Quien no sabiendo ni leer, ni escribir, mal podía
desempeñar el cargo de presidenta del servicio doméstico afecto a
la U.G.T., no estando probado que sublevara a las otras trabaja-
doras, ni coaccionara a las criadas para que se sindicaran. Que si

165
encontraron armas en su domicilio, fue cuando ella no estaba en
su casa, no habiéndolas hallado en los varios registros que antes
hicieron en su presencia. También es raro que ni las cartas, ni
las armas hayan sido aportadas al sumario. Sobre la acusación
de su hijo de haberle inculcado las ideas comunistas, nada tiene
de particular que al verse perdido quisiera así salvarse, aunque
para ello hiciera una acusación tan dura sobre su madre Por
todo lo expuesto se pide clemencia para la acusada, solicitando
que todo lo más sea condenada a prisión correccional.
Hace uso de la palabra a continuación el Capitán Don José
Vázquez, quien empieza manifestando su extrañeza de que los
informes sobre las actividades políticas de los encartados parecen
hechos por una multicopista; todos son elementos peligrosos de
las Juventudes Marxistas, sin tener en cuenta, que muchos por
su edad, no pueden ser clasificados así. Que es asombroso que
el día diecisiete de Julio, cuando la población estaba llena de
grandes sobresaltos, hubiera quien pudiera ser actores presencia-
les de gestos y dichos que luego declaran casi idénticos los de unos
y otros procesados.
Que no existiendo en principio de la causa, testigo acusador
definido, aparecen después como testigos los mismos que hicieron
las informaciones y por el carácter sumarísimo no se le dice al
encartado desde el principio el motivo de la acusación, por lo
que no puede presentar testigos que desvirtúen las acusaciones,
llegando por tanto la causa a la vista sin las suficientes pruebas.
Que no está conforme con la calificación de rebelión dada por
el Señor Fiscal; que la mayor parte de los hechos son anteriores

166
a la publicación del Bando declarando el Estado de guerra y
este condena a todos los realizados a partir del momento de su
publicación. Podía no obstante, los cometidos antes, calificarse
de rebelión y entrar en el Código Penal; pero dentro de los de-
litos políticos, es decir, que el asalto a la armería, hecho reali-
zado antes de la lectura del Bando, será incitar al motín, pero
no rebelión militar. En aquellos días la transferencia del poder
Civil al Militar no la hubo, siendo el resultado victorioso del
Movimiento Militar, no siendo aplicable el párrafo cuarto del
artículo 237 del Código de Justicia Militar.
Pasa después a examinar a cada uno de sus defendidos;
empezando por Antonio Martínez, al que se le acusa de un
rapto el año treinta y dos que no fue probado, ni sancionado. Lo
mismo de pertenecer a las Juventudes Marxistas y lo hizo para
trabajar como fotógrafo ambulante que era, aparte de que esto,
en aquella época no era delito; pues se trataba de asociaciones
legales que se anunciaban en la prensa local, lo cual ahora se-
ría motivo para una detención Gubernativa; pero no base para
acusar de rebelión Militar. También se le acusa de haber toma-
do parte en el asalto a la Tabacalera en primero de mayo del año
pasado, debiendo entonces acusarle y juzgarle, aparte de que no
es cierto que tomara parte, no teniendo tampoco las cicatrices
en un brazo de que se habla. Tampoco aparece probado que el
día diecisiete de julio estuviera con una pistola ametralladora,
en ignorado paradero hoy, ni tampoco es cierto tomara parte en
el asalto a las armerías; pues ese día se lo pasó en Yasinen y por
falta de camioneta regresó a pié, llegando tarde y marchando

167
derecho a su casa sin meterse en nada. Termina pidiendo abso-
lución para su defendido.
Pasa a continuación a Emilio Montoya diciendo que solo se
le acusa por su actuación anterior al Movimiento Salvador. Era
socialista de convicción desde el año dieciocho y se le acusa de
hacer comunistas a sus hijos, lo cual no es cierto. Estos avanza-
ron más que aquel, no teniendo culpa de esto. Se le acusa de su
amistad íntima con el Alcalde Díez, lo cual es natural al ser su
secretario particular; y encargado de un «cuarto rojo» que se ha
probado no ser nada tenebroso, ni delictivo cuanto allí había.
No es cierto que fuera el organizador de las juventudes extremis-
tas, nada en armonía con sus ideas socialistas, ni elemento peli-
groso por habérsele encontrado un cargador en su casa de pistola
de nueve milímetros; pues el hijo era poseedor de una pistola,
cuya guía y licencia, están unidas a la causa. Por tanto no es
autor material de ningún delito, luego no precisa sanción legal.
Moralmente sería elemento peligroso y digno en la nueva socie-
dad que estamos creando, de una prisión preventiva duradera y
una deportación ulterior; pero no a una pena irreparable.
Pasa al procesado Nicasio Carmona, al que se le considera
como a otros, elemento extremista y peligroso, así gran propa-
gandista de las ideas socialistas, lo cual antes no era delito. Se
le acusa también de que el día diecisiete de julio y hacia las tres
y treinta de la tarde, acompañado de otros, hizo un registro en
casa de MENA. Este delito, antes de la declaración del Bando,
era allanamiento de morada. La acusación de que tomó parte
en el asalto a la armería no está probada; pues el denunciante

168
Señor Mena solo dice que lo vio en los alrededores, lo que no
quiere decir que tomara parte. Tampoco se comprueba que hi-
ciera fuego sobre las fuerzas del Ejército, ya que no hay testigo
que afiance tal gesto. Termina pidiendo la libre absolución.
Pasa al procesado Miguel Andreu, del cual por la policía y
Falange se sabe que era de la C.N.T. Le acusa un solo testigo,
una mora que vive maritalmente con el Legionario Manuel
González. Las declaraciones de ambos son una sola y cuanto
dicen lo niego, el defendido, asegurando que el día dieciocho
no salió de su casa, como podían haber probado las vecinas si
por el Juez hubieran sido llamadas a declarar. Que por tanto es
buena doctrina Jurídica, no se le puede condenar por la simple
acusación de un testigo, no habiéndose comprobado ni tratado
de hacerlo, por todo lo cual pide la libre absolución.
Pasa al procesado Antonio Meléndez diciendo que se le acu-
sa de ser elemento peligroso dentro de la asociación socialista,
casi un directivo, cuando según los testigos, entre ellos el agente
de Policía Rodríguez de la Iglesia, se trata de una persona seria
que lleva veintisiete años en Melilla sin tener antecedentes en la
policía de ser un exaltado ni propagandista, aunque sí comulgue
con las ideas socialistas. La prueba testifical así lo atestigua. Se
le acusa de agente de enlace entre Madrid y Málaga, lo que es
incierto; que si fue varias veces a Málaga, lo hizo por tener que
acompañar a su Señora y tener una casa e intereses en dicha po-
blación, de lo que entrega a la presidencia prueba documental.
Tampoco el viaje a Madrid es de índole política; pues lo hizo
acompañando a un hermano para que lo viera un especialista,

169
como lo prueba el documento que entrega. Si en Málaga, donde
residía temporalmente, se trataba con socialistas, nada tiene de
particular por ser de su partido y menos con el Diputado Señor
Acuña, que por ser de Melilla, le era muy conocido como oficial
de Correos. La acusación más grave, hecha por los hermanos Im-
broda de que el día diecisiete vieron al defendido, uno precisando
que frente a Valverde, distante de Comandancia General unos
cien metros; el otro sin precisar el sitio, incitar a las gentes para
que asaltaran las armerías y caso de no haber armas suficientes ir
a la Casa del Pueblo. Es raro que si estos Señores, al ver llegar a
Comandancia General a las fuerzas de Regulares y salir corrien-
do a dar aviso a sus jefes, como falangistas que eran, tuvieran
tiempo de ver y oír a mi defendido y a otros, como Francisco De
Torres Medina; pero todo prueba que todavía no se había decla-
rado el Estado de Guerra. El acusado marchó a su casa cuando
vio acercarse a las tropas y temeroso de que algo pudiera suce-
derle, tiró la pistola al pozo, no obstante tener la guía y licencia,
mas al oír los avisos de Radio Melilla, él mismo lo denunció al
Señor Gurrea, el cual lo puso en conocimiento de Falange, donde
le aconsejaron que nada dijera mientras no fuera detenido. Si se
encontró la pistola, no fue por un registro, sino por la declaración
noble del defendido. Como resulta que ninguno de los cargos ha
tenido fuerza suficiente para resistir un detenido estudio, ni era
secretario del Posito de Zeluán, sino oficial secretario del mismo
con residencia en Melilla siendo desconocido en el Protectorado,
es por tanto extraño el informe sobre tal particular que figura en
autos. Termina pidiendo la libre absolución.

170
Después pasa al procesado Francisco Torres Medina, al cual
Rafael Hombrado le considera elemento peligroso por pertenecer
a las Juventudes Libertarias, como elemento de acción, siendo
solo un afiliado más de la federación de dependientes, afecto a
la U.G.T., sin cargo alguno en su directiva. Se le supone ser uno
de los asaltantes a la casa de «la Hebrea», lo cual debió juzgarse
a su debido tiempo, aparte de que en la prueba, la dicha, dice
no haberle visto en el día del asalto. También se le acusa de estar
frente a casa Valverde el diecisiete de Julio, por el mismo testigo,
incitar a las masas para asaltar la armería e irse a la Casa del
Pueblo, pudiendo desvirtuarse en forma análoga esta acusación,
aparte de que el Señor Cabanillas asegura que estuvo trabajan-
do en su «ferretería» hasta las seis de la tarde, no pudiendo estar
a esa hora ni antes donde dice el que le acusa. No hay pruebas
concluyentes de que el procesado cometiera actos o tendencias
subversivas, no debiendo sostenerse la acusación de rebelión mi-
litar y pide para su defendido la absolución.

C.3,855.284
En la Plaza de Melilla el día veinticinco de Enero de
mil novecientos treinta y siete, reunido el Consejo de Gue-
rra que ha visto la causa seguida por el procedimiento su-
marísimo contra los paisanos anteriormente citados por el
supuesto delito de rebelión, oído el apuntamiento, las mani-
festaciones de los testigos en la vista y los alegatos del Fiscal,
Defensores y procesados:

171
RESULTANDO probado que como es público y no-
torio a partir de las últimas elecciones de Diputados a
Cortes, se instauró en España mediante el falseamiento
del sufragio el imperio del llamado Frente Popular que
detentado ilegítimamente todos los órganos del poder na-
cional desenvolvió una política esencialmente contraria a
los supremos intereses de la Patria encaminada a enajenar
la Soberanía de esta, mediante pactos evidentes con la Ru-
sia soviética y desencadenó en toda la nación como norma
política la práctica de toda clase de crímenes y violencia
de los que hizo víctimas el mencionado «frente popular»
a todos los elementos de orden del país culminando su
actividad revolucionaria en la desintegración del Ejército
y de la magistratura mediante toda clase de coacciones,
violencias, amenazas y atentados, atacando la propiedad
privada y destruyendo por completo el orden social y jurí-
dico establecido constitucionalmente, valiéndose para ello
los diferentes partidos extremistas de izquierdas integran-
tes del repetido bloque revolucionario de la organización
de milicias armadas, cuyos crímenes y desmanes contra el
orden jurídico de la Nación, fueron ordenados y dirigidos
por sus diferentes representantes en el Gobierno que desde
las repetidas elecciones habían usurpado la dirección po-
lítica del País hasta que el Movimiento Nacional Militar,
salvador de España, lanzó violentamente del poder el diez
y siete de Julio último a los partidos que habían traicio-
nado a la Patria.

172
RESULTANDO igualmente probado que todos los
procesados en la presente causa pertenecían a antedichas mi-
licias revolucionarias armadas, puesto que consta de todos y
cada uno de ellos que eran militantes de diferentes partidos
de la extrema izquierda, integrantes todos del frente popular
y se acredita también respecto a cada uno de los procesados
que al tiempo del movimiento revolucionario dominado el
diez y siete de Julio por el lanzamiento militar, se hallaban
en posesión de diferentes armas, habiéndolas utilizados unos
contra el Ejército después de la proclamación del estado de
Guerra y otros poco antes en diferentes actos de violencia
colectiva ocurridos en esta Ciudad, con excepción de Este-
ban Darabos de quien a pesar de sus ideas extremistas, no
hay constancia de que poseyera armas y con excepción tam-
bién de Dolores a la que si bien fue ocupada una pistola
después del diez y siete de Julio no se comprueba que antes
ni después hiciera uso de ella; así como tampoco Francisco
Torres Medina y Miguel Andreu.
RESULTANDO que en referencia concreta de cada
uno de los procesados aparece probado en autos que han co-
metido los actos delictivos que a continuación se expresan.
ADOLFO GOZÁLEZ POSTIGO de filiación comu-
nista, matarife de profesión y que se jactaba de haber sido
designado en el movimiento comunista para asesinar a los
Oficiales y Autoridades y de quien consta que estaba en po-
sesión de una pistola se le vio el diez y siete de Julio arengar
a las masas para armarse.

173
ENRIQUE BUENO MÍNGUEZ destacado elemen-
to de las juventudes conocido como peligroso extremista
por su influencia en la Confederación Nacional del Trabajo
principalmente entre los obreros del muelle se le vio con
una pistola en este último lugar el día diez y siete de Julio y
asistente asiduo a la zapatería Estapé donde se reunían ele-
mentos extremistas.
FRANCISCO DE TORRES MEDINA destacado
miembro de las juventudes libertarias, afiliado a la agrupa-
ción socialista, directivo de la federación de dependientes y
muy destacado en la propaganda del Frente Popular en las
últimas elecciones, se halló también con otros en el asalto a
la casa de la «Hebrea» y se le vio el diez y siete de Julio exci-
tando a las masas para que asaltaran las armerías y diciendo
si no había bastantes armas en ellas que fuesen a la casa del
pueblo.
ANTONIO JULIA JUAN directivo de Unión Repu-
blicana y que en representación del partido formaba parte
integrante del Comité del frente popular y muy elemento
destacado de la masonería local, acudió el diez y siete de
Julio a la Delegación Gubernativa armado de una pistola
en unión de Antonio Díez, Cantón, Villasclaras y otros ex-
tremistas destacados aconsejando al Delegado que se hiciese
fuerte contra el movimiento militar.

CONSIDERANDO que las mencionadas activida-
des revolucionarias de cada uno de los procesados de refe-

174
rencia, habida cuenta de la finalidad por ellos perseguida,
como agentes del frente popular en la obra revolucionaria
del mismo contra el régimen jurídico que la Constitución
del Estado garantía antes de las últimas elecciones generales,
integran otros tantos delitos de rebelión consistentes en eje-
cutar actos que contribuían a favorecerla, delitos compren-
didos en el párrafo segundo del artículo doscientos treinta
y siete del mismo, siendo autores responsables cada uno de
los procesados de un delito de esta naturaleza y debiendo
apreciarse en contra de todos ellos, como circunstancia de
agravación de su responsabilidad, a tenor del artículo ciento
setenta y tres del antedicho Código, la especial gravedad de
los daños que pudieron haberse producido a los supremos
intereses de la Patria y del Ejército, aun cuando deba gra-
duarse la pena imponible, atendiendo a la diferente perver-
sidad demostrada en los actos de cada uno y siendo también
de estimar a tenor del artículo doscientos once del repetido
Cuerpo legal.
FALLAMOS que debemos condenar a la pena de muer-
te a los procesados.

La sala enmudeció al escuchar la sentencia, algunos no


pudieron reprimir las lágrimas. Francisco no podía creer lo
que había oído, a pesar de que no hubiera ninguna prueba
en su contra se le había condenado a la pena máxima al igual
que al resto de acusados, solo Dolores fue condenada a pri-

175
sión perpetua. José agachó la cabeza, no era capaz de mirar a
la cara a sus defendidos, sabía que todo había sido una farsa
y que su defensa no valdría para nada.
El juez cerró la sesión y los detenidos fueron llevados al
exterior del cuartel, debían esperar la camioneta que los de-
volvería al campo de concentración. Allí, deberían pasar sus
últimos días hasta que la sentencia se ejecutara, el camino
de regreso sería triste, cada uno pensaba en su familia y muy
pocos creían en un indulto y sabían que seguirían siendo
maltratados tanto física como psicológicamente. Francisco
buscó con la mirada a José antes de subirse al vehículo pero
este seguía sentado en la sala.
Las noticias que llegaban desde la península hacían pen-
sar que la guerra iba a ser duradera. España se había dividido
claramente en dos bandos y los enfrentamientos se estaban
recrudeciendo. Los asesinatos indiscriminados se convirtie-
ron en algo cotidiano, siendo la mayoría de ellos llevados
a cabo simplemente por rencillas anteriores y que veían en
el estado de guerra la oportunidad perfecta para saciar sus
ansias de venganza.
El resto de abogados defensores se acercaron a José, que
seguía en su asiento con la cabeza agachada y tapando su
cara con las manos.
—Vamos José, aquí ya hemos terminado —dijo el capi-
tán Salas, poniéndole un brazo sobre el hombro.
—¿Crees que hemos hecho lo suficiente? —dijo José sin
levantar la mirada.

176
—Hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo que
debemos continuar haciendo —dijo Salas mientras miraba
a sus compañeros, que decidieron abandonar la sala.
—Sabes como yo que la mayoría son inocentes —res-
pondió José.
—Estamos en guerra, José. Y aquí no hay otra cosa que
ellos o nosotros. ¿Tú crees que los fieles a la República ten-
drán mejor comportamiento que nosotros?
—Recuerda que hemos sido nosotros los que hemos
empezado esta historia…
—¿Me quieres decir que no estás a favor del levanta-
miento?
—Ya no sé que pensar…
—Haré que no he oído nada, José. Te veo bastante mal
últimamente, deberías pedir algunos días.
—Solo sé que he fallado a algunos de mis defendidos…
—Te dejo, José. Todavía nos queda mucho trabajo.
José quedó solo, pensando en todo lo que había suce-
dido y decidió ir a ver a Carmen. Recordó que Francisco
le había preguntado por Juanito y pensó que podía pasarse
por casa de Adelina antes y así asegurarse de lo que le ha-
bían contado. No quiso decirle nada a Francisco para no
aumentar su pena, pero le había llegado la noticia de que el
que fuera polizón ahora permanecía invalido por culpa de la
paliza que le habían dado.
Juanito no pudo casarse con Adelina como él hubiera
querido. Ella lo cuidaba lo mejor que podía pero él había

177
cambiado de carácter al verse inútil, todos sus sueños se ha-
bían esfumado y además se había enterado de la detención
de Francisco. Su mundo se había derrumbado.
José pensó también en visitar a los hijos de Francisco
pero estando apenas a unos metros se echó para atrás. El
dolor que sentía en su interior era tan grande que no podría
mirarles a los ojos. Se sentía culpable de haber participado
en aquel teatro y tomó la decisión más cobarde, abandonar-
lo todo.
Cuando llegó a casa de Carmen, esta estaba vacía. Los
vecinos lo miraron al entrar y cuchicheaban sin reparo aun
sabiendo que él los estaba viendo. Enseguida se dio cuenta
que solo quedaban los muebles, Carmen se había marchado.
Buscó desesperadamente una nota o una señal pero fue en
vano, no quedaban restos de ella, ni siquiera su olor, ni el
eco de sus palabras, de sus besos… ni de sus promesas.
En poco tiempo lo había perdido todo y lo que más le
atormentaba es que tenía que seguir viviendo. Volvió a ver
a Francisco pero no le contó nada de Juanito, simplemente
le dijo que no podía saber nada de él. Nunca más le volvió a
preguntar y apenas conversaron.
Los condenados volvieron al campo de concentración
vencidos de miedo, con el alma muerta, sabiendo perdida la
causa y en tierra de nadie. Temblaban sus manos mientras la
muerte rondaba sobre sus cabezas, tan cruel como siempre,
recogiendo cadáveres sin nombre con rostros sin caras sobre
los caminos, siendo sus nombres borrados por el viento.

178
Se miraron cara a cara y empezaron a tararear una can-
ción… el gallo rojo y el gallo negro.

Cuando canta el gallo negro


Es porque se acaba el día
Si cantara el gallo rojo
Otro gallo cantaría.
Se miraron en la arena
Los dos gallos frente a frente
El gallo negro era grande
Pero el rojo era valiente.
Se miraron frente a frente
Y atacó el negro primero
El gallo rojo es valiente
Pero el negro traicionero.
Gallo negro gallo negro
Gallo negro te lo advierto
No se rinde un gallo rojo
Solo cuando ya está muerto.

—¡Callaos! —gritó uno de los soldados.

Ay que si yo miento
El cantar que yo canto

179
Lo borre el viento
Ay que desencanto
Que borrara el viento
Lo que yo canto.

—¡Malditos! ¡Seguro que cuando estéis en el paredón ya


no cantáis tanto

Aquella mañana en Zeluán, los rumores corrían como


la pólvora. Afinados en los barracones, los prisioneros inter-
cambiaban sus más íntimos secretos y todos sus temores.
Francisco permanecía sentado en su camastro y escribía
una carta dirigida a Antonia. En ella mostraba su preocupa-
ción por lo sucedido en el juicio y hacía hincapié en que los
niños no supieran nada y que continuaran con sus estudios
con normalidad. Después de la sentencia a muerte, su única
esperanza era que llegara in extremis un perdón y pudiera
salir de la pesadilla que estaba viviendo. Cada día, observaba
como se llevaban a un grupo y hacían con ellos un simulacro
de fusilamiento. Unos pocos afortunados pudieron huir y
llegar a zona francesa o republicana, pero la mayoría de los
intentos de fuga eran abortados, siendo estos fusilados in
situ.
Se hablaba también entre corrillos, de un posible canje
de prisioneros o incluso de la posibilidad de que algunos
fueran obligados a incorporarse a filas nacionalistas, con la
intención de utilizarlos en el frente de batalla como carne de
cañón.
Días atrás, su amigo Prudencio pudo traerle algunas co-
sas que le había solicitado por carta a su cuñada. Este hizo
lo posible para que pudieran tener un bis a bis y así ponerlo
al día de su familia, pero fue imposible; cualquier conexión
directa con el exterior estaba prohibida.
Francisco cada noche seguía rezando y esperaba que sus
hijos lo hicieran también. No sin pena, recordó aquellos días
en que los reunía a todos frente a la imagen del sagrado cora-
zón cuando se oían las sirenas avisando de un posible bom-
bardeo. Les ponía a cada uno un trocito de madera entre los
dientes por si estallaba algún obús cerca, para que así la onda
expansiva no dañara sus endebles mandíbulas.
No pudo terminar la carta. Un grupo de soldados irrum-
pió en el barracón y lo sacaron a la fuerza junto al resto de
sentenciados. Lo montaron en el camión y aunque nadie
dijo nada, todos sabían que iba camino a Melilla. No volve-
rían a Zeluán…

181
Melilla, 24 de febrero de 1937

En Melilla, a veinticuatro de febrero de mil novecientos


treinta y siete, el Señor Juez, acompañado de mí, el secreta-
rio, hallándose presentes los defensores de los reos, se constituyó
este juzgado en el fuerte de Rostrogordo, donde se encuentran
los sentenciados, a los cuales, por mí, el secretario, les fue dada
lectura íntegra de la sentencia dictada por el consejo de guerra,
declarada firme por la aprobación de la autoridad competente,
por el pertinente decreto que igualmente les he leído.
Acto seguido, fueron conducidos a la Sala destinada a capi-
lla, haciéndoles saber que podían pedir los auxilios que necesi-
taran compatibles con su situación.
Y habiéndose negado a firmarlo los reos, lo hacen los tes-
tigos, el Alférez D. Andrés Maroto y el jefe de falange Manuel
Bonamaison Domínguez, con los defensores, el señor Juez y se-
cretario de que certifico.

183
184
Melilla, 24 de febrero de1937

En Melilla, a veinticuatro de febrero de mil novecientos


treinta y siete, su Señoría ante mí, el secretario, dispuso ha-
cer constar por la presente, que a las seis horas de hoy, fueron
conducidos los veinticuatro reos, desde el lugar donde se encon-
traban hasta donde están formadas las tropas con arreglo a lo
ordenado.
Colocados en dicho campo, frente a los piquetes, a las ór-
denes de los oficiales designados, fue dada la orden de fuego,
recibiendo los reos diversas heridas en la cabeza y en distintas
partes del cuerpo, mortales de necesidad, según manifiestan los
capitanes médicos, don Eduardo García Sánchez y don Francis-
co Alberico Sánchez, que reconocieron los cuerpos de los ejecu-
tados, certificando la defunción de los mismos, desfilando acto
seguido las fuerzas delante de los cadáveres.

185
Y para que así conste, firman con su Señoría, de que certi-
fico ante mí, el secretario, dispuso hacer constar por la presente,
que a las seis horas de hoy, fueron conducidos los veinticuatro
reos, desde el lugar donde se encontraban hasta donde están
formadas las tropas con arreglo a lo ordenado.
Y para que así conste, firman con su Señoría, de que certifico.

186
Melilla, enero de 1942

José murió en el Hospital Militar de Melilla. Sus huesos


se habían consumido y fuertes dolores lo mantuvieron en
cama hasta el final desenlace. Lo he cuidado durante todo
este tiempo. El destino ha querido que yo fuera su enferme-
ro durante su estancia aquí. Han sido muchas las tardes en
las que hemos hablado y me ha contado sin pausa todo esto
que ahora os narro.
Llegó poco tiempo después de su visita al cementerio,
donde había ido a visitar los restos de Francisco. Destrozado
física y psicológicamente, encontró en mí un apoyo y un
hombro donde llorar sus tristezas. Su intención era volver a
Sevilla donde había conseguido destino una vez finalizada la
guerra. Su mal estado se lo impidió y terminó ingresado en
mi sala.
Al principio lo escuchaba porque me daba pena, pero
poco a poco su historia me fue conmoviendo hasta el punto

187
que hacía lo posible por estar con él el mayor tiempo po-
sible. Con ojos vidriosos y continuos gestos de dolor, me
narraba apenas sin pausa la historia que sin querer forma
parte ahora de mí.
Me habló del fallecimiento de su esposa y del hijo que
esperaban, de la huida de Carmen, de sus continúas pesa-
dillas con su primer amor, del desgraciado final de Juani-
to, que por la paliza recibida tendrá que estar el resto de su
vida en una silla, y por supuesto de Francisco, cuyo destino
quedó unido a él el mismo día que se conocieron en el bar-
co y que por juegos del destino terminó siendo uno de sus
defendidos.
Me pidió un favor, que localizara a los hijos de Francisco
y le dijera lo que habían sido de ellos. Pregunté siguiendo las
señas que me había proporcionado pero la búsqueda resultó
inútil. No conseguí nada y así se lo hice saber. Noté cómo
aumentaba su pesadumbre por no haber cumplido con su
promesa. Me insistió para que siguiera buscando y me dio
la carta que debería entregarles en el caso que los localizara.
Así haré. Esos niños quedarían huérfanos y sus destinos esta-
rían marcados por tal hecho. Yo también me quedé huérfano
pero eso es otra historia, o quizá no.
De igual manera que os he contado lo que les ocurrió a
estos personajes, haré lo mismo cuando averigüe lo que fue
de aquellos niños.
Cada noche, cuando llego a casa y pienso en lo que me
ha ocurrido, no puedo hacer otra cosa que maldecir el mo-
mento que conocí a José y su historia. Las lágrimas inundan
mi alma mientras acaricio el corazón verde que me dio mi
madre poco antes de morir. Sabía que en parte de ese trozo
de piedra estaba mi padre, pero nunca pude imaginar que
algún día llegaría a conocerlo.
No tuve el valor de contarle la verdad y decirle que yo
era su hijo, puede que por venganza o por miedo. Muchas
veces estuve a punto de decírselo pero siempre me echaba
atrás y ahora aquí me hallo; apesadumbrado por la muerte
mi padre, que apenas conozco, y con el corazón verde, el
mismo que cada noche mi madre besaba y lloraba hasta el
mismo día que dejó de respirar.
Un día os contaré lo que fue de aquellos niños, pero
ahora permitidme que me retire.

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