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Zapatos de Baile

- Un, dos, tres; un, dos tres; un, dos, tres…


Seguía el compás con cierta gracia, cierta delicadeza. No era un bailarín
excepcional, pero sus pies moviéndose por el piso de parquet guardaban una
sincronía notable y una belleza hipnótica.
Distinto su compañera, pisando, tropezando, perdiendo el ritmo. En sus
veinticinco años, nunca había podido coordinar bien el baile, como si su cerebro
tuviera una barrera que lo separaba de sus piernas.
Pero a él no le preocupaba, seguía con su un, dos, tres, llevándose al mundo
por delante, junto a su compañera.
Malena se sentó en el piso, sacándose los zapatos y acariciando sus
magullados pies. El sudor le goteaba por la sien y ella se limpiaba con el brazo.
Desde el piso, lo miraba con recelo y fascinación. ¡Qué desenvoltura! Esa
desenvoltura que sólo tienen aquellos que no sienten miedo.
Miedo… Siempre pensó que era una palabra demasiado grande. Su
significado demasiado amplio. Pensaba eso cuando nadie la escuchaba, cuando
estaba sola. No sea cosa que alguien supiera lo que estaba pensando, lo que decía y
lo que hacía. ¿Y si alguien la veía bailando? ¿Si veían como se tropezaba? Las risas
del ridículo son demasiado penetrantes y llegan muy hondo. Después de eso, no
podría volver a su trabajo, a su barrio, a su vida…
- Miedo –piensa-. El miedo es para los cobardes.
Malena se levantó y alzó la frente con gesto altivo. Fermín no se inmutó.
Seguía bailando sólo, extendiendo los brazos para rodear a una etérea pareja y lograr
esa doble sincronía imaginaria.
- ¿Cómo lo hace, Fermín? –preguntó Malena abatida-. Por más que intento
e intento, no logro colocar un pie frente al otro. Me tropiezo con mi propia sombra.
Fermín soltó una carcajada. Mientras reía, sus arrugas se marcaron en su
rostro rojizo como culebras pardas que subían y bajaban por sus mejillas,
jugueteando en la comisura de sus labios, descansando en su amplia frente.
Pequeñas gotas de sudor brillaban como perlas sobre su nariz llena de pecas y
manchas del sol, y una boca ancha dejaba ver una carnosa lengua roja como el
tomate.
- Pues es que tu sombra debe bailar contigo, Malena querida –el acento
marcado fascinaba a Malena, quien lo creía salido de un chiste.
- A ella también le cuesta bailar, está cada día más ancha.
Malena se miró en el gran espejo de pie que tenía detrás.
Solía reírse de las mujeres obesas de la televisión, que vendían su tiempo y
su alma a un programa con tal de que las hiciera hermosas, delgadas. Aceptables. Se
reía y lo miraba mientras comía helado de frambuesa, pensando con morbo en que
ellas hubieran matado por hacer lo mismo.
Pero cada día se alarga la cinta métrica. Cada día es un pantalón que debe
guardarse.
Fermín se mantenía flaco. Su pelo era abundante y de sedoso color gris. Su
traje a rayas era la envidia de todo el club, y las señoras se acaloraban cuando él las
saludaba con una discreta y seductora inclinación de su sombrero.
- ¡Pavadas! –exclamó, haciendo un ademán con la mano- Lo único que se
necesita es confianza, chica. Ven, acércate y pon tu mano en mi brazo, empezaremos de
nuevo.
Fermín se acercó a la mesa y puso un disco en la bandeja. Impecable,
brillante su barniz bajo la luz mortecina de la media tarde, el tocadiscos fascinó a
Malena desde el primer instante en que lo vio. Nunca había visto uno más que en la
televisión e incluso había creído que no existían más.
Pero sólo había pasado mucho tiempo. Los años no vienen solos; con ellos
vienen nuevas cosas, quizá mejores, que de un momento a otro, reemplazan a las
viejas. ¿Cuántos años tendrá Fermín? No puede tener más de ochenta, pero seguro
que pasa de setenta y cinco.
- ¿Y yo? –se preguntaba Malena con timidez.
Veinticinco es un buen número, aunque Malena no es lo que era a los
diecisiete. Dentro de poco serán veintiséis y con ellos los treinta. Cuando quiera
darse cuenta, tendrá treinta y cinco y dos hijos con Pablo, aquél muchacho tan
simpático de la facultad. Los chicos van creciendo y se van de la casa, así como los
períodos con la menopausia. Se van tantas cosas. Sus padres, Pablo, la casa de
Caseros. Llegan nueras, yernos, nietos, un departamentito en Villa del Parque.
Todo llega y todo se va. Maldita Tierra con su manía de girar.
Fermín sigue y sigue bailando, llevándose los años por delante, dejando a su
compañera atrás. La conduce con delicadeza, permitiendo que Malena aprenda por
su cuenta dónde poner los pies.
La canción termina y se escuchan aplausos desde el fondo. Pablo y su
portafolios negro contemplaban a Malena con aquella ternura que sólo tienen los
enamorados.
Malena sonríe radiante, y corre a los brazos de Pablo. Era un chico
simpático.
- ¿Nos vamos? –preguntó Pablo, tomando la cartera de Malena.
- Un segundo, amor –respondió. No había saludado a Fermín, y aún le
quedaba una duda en el tintero.
- ¡Don Fermín!
- Adiós querida –exclamó mientras la besaba en cada mejilla-. Has
progresado mucho desde la primera vez que viniste.
- Lo dudo –río, avergonzada-. Me gustaría hacerle una pregunta. Es…
personal. Espero no le parezca fuera de lugar.
- Por supuesto que no. Hazla, mi niña.
Algo la retenía. Se sentía avergonzada. Sus inseguridades no eran
justificativo para lo que quería preguntarle y no quería incomodar al bueno de
Fermín. Tan afable, tan sereno.
- Quería preguntarle, si pudiera cambiar algo en su vida, cualquier cosa,
¿qué cambiaría?
Fermín la miró sorprendido, sus ojos cafés oteándola despacio. Finalmente,
una sonrisa se formó en su rostro, tranquilo como la mañana y feliz como el campo.
- ¡Mi querida! En mis 95 años he recorrido dos continentes y surcado el
mar, he visto nacer a mis hijos y morir a mi esposa, he perdido amigos y seres queridos.
Trabajé, viví y comí como un rey y como un pordiosero. En mi vida bailé, querida mía,
bailé como nadie ha bailado nunca. Y francamente, lo único que cambiaría…
Hizo un alto y miró a Malena con ternura, esa ternura que sólo tienen los
padres y los maestros.
- ¿Qué, Don Fermín? ¿Qué cambiaría?
Fermín soltó una carcajada y con un rápido movimiento se descalzó. Sus
dedos, libres sobre el parquet, se movían bajo el sol.
- Lo único que cambiaría son mis zapatos. El izquierdo tiene la suela rota.
Malena quedó sorprendida y sin poder contestarle. Fermín, prendió el
lento aparato y una voz rasposa resonó desde el parlante:
- Al lánguido compás, de un vals de Chopin…
- La vida, Malena, es solamente seguir el compás.
Y se fue. Girando y danzando en solitario. Siempre al ritmo, sin tropezarse.
Un, dos, tres; un, dos tres…

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