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Montebelleza
Tres cuentos y una novela corta
Escrito por: Juan Carlos De Moya
Orden de las historias
Eurípides (cuento)
Epilogo (cuento)
Grabadas en mármol (novela corta)
Vejez y ajedrez (cuento)
Eurípides
En un día muy parecido a los demás, lleno de calor y de ruidos de autos, Eduardo caminaba
preocupado hacia su negocio. Muchos de los residentes de la zona lo saludaban, pues él era uno
de los barberos más conocidos del pueblo. Solo alcanzaba a devolver el saludo a los que podía
percibir; esto era porque su atención estaba estancada en sus pensamientos. Su cuerpo reaccionaba
por costumbre, así que para los que lo encontraban en el camino, era el típico Eduardo de todos
los días. Sus piernas cruzaban calles, evitaban caer por alcantarillas o tropezar con desniveles del
piso, mientras su mente estaba ocupada en un evento horripilante ocurrido el día anterior.
El recuerdo de chillidos y sangre lo llenaba de estrés. Por unos instantes, creyó sentir de nuevo
el pelo puntiagudo de la víctima punzando contra su pecho. Su respiración aumentó al igual que
el sudor en sus manos. Al doblar la última esquina, pudo divisar a Martín y a Melvin a través del
sillón y Melvin se puso detrás con su maquinilla para cortar pelo. El cliente era uno de los
recurrentes del negocio, un hombre de mayor edad, regordete y con poco pelo. En cambio, Melvin
era un flacucho de unos treinta años. Ambos estaban muy cerca de la puerta de entrada. Sobre el
Eduardo entró al establecimiento y saludó a los presentes. El lugar era pequeño, tenía dos
sillones para recortes que daban a una pared repleta de carteles. Allí se podían observar diferentes
tipos de estilos de corte y diseños de letras formados por zonas sin pelo. En la pared de enfrente,
detrás de los sillones, se encontraban dos tocadores con espejos, entre ellos había un reloj que
marcaba las doce cuarenta y cinco. Al fondo, en la esquina de la pared de los carteles, estaba un
armario, al lado de este había un dispensador de agua. En la esquina opuesta había una gran
fotografía colgada en la pared y debajo un bote de basura. La foto tenía un marco dorado con
diseños extravagantes en los bordes. En la imagen aparecía un hombre de unos sesenta años, con
bata blanca y con tijeras en una de sus manos. Sus ojos estaban semicerrados y en sus labios se
dibujaba una mueca, que era difícil de diferenciar entre una sonrisa o un gesto facial producido
—Bendición, papá —dijo mientras hacía la señal de la cruz e inclinaba la cabeza hacia abajo.
Por unos segundos, sintió paz en su interior; sin embargo, su vista hacia el bote de basura arruinó
el momento. Este tenía pelos de diferentes colores. Aquellos cabellos le hicieron volver a pensar
en el horrible suceso. Sus ojos parecían desorbitados, su respiración llegaba al punto de ser
escuchada. En un momento cuando Melvin buscaba una tijera en uno de los tocadores, Martín
—Bueno… —exhaló y masajeó su frente—. Ayer de camino a casa, encontré a Titi, mi perra
—No sé. Tenía quemaduras por dentro y por fuera. Tuve que ir corriendo a la veterinaria. Por
—Gracias a Dios.
—No lo sé.
—Bueno… si a mí me hacen una cosa así, yo no me quedo como pendejo, voy y mato al
—No hablas en serio, ¿cierto? No creo que haya que llegar a esos extremos —dijo el cliente
—Sí, hablo en serio. Aquí no se puede andar con mano blanda, el que me hace daño que se
Luego de la afirmación, el lugar se mantuvo en silencio, pero solo para dos de los presentes;
Eduardo continúo escuchando en su mente los chillidos de su adorada mascota. Martín observó
—Mi hija tendrá su última función en el teatro a las ocho, ¿les gustaría ir?
unos veinte años. Tenía zapatos relucientes, pantalón de vestir oscuro y una camisa blanca bien
planchada. En su espalda llevaba una mochila de cuerda. Melvin y Eduardo lo miraron como si
fuera un extraterrestre, pues nunca se hubieran imaginado ver al joven vistiendo formal. El
se colocó al lado de Martín y le apretó el hombro con fuerza—. Está fuertecito, mi don, ¿Quiere
presenta a una nietecita que me haga de lo que me gusta. —Rafi se dirigió hacia el puesto de trabajo
de Eduardo sin prestarle atención a la reacción de Martín. El cliente de Melvin lo observaba con
el ceño fruncido. Nunca había visto una actitud tan vulgar y menos hacia un desconocido. Con
solamente mirarlo a los ojos y escuchar su voz chillona, sabía que no aguantaría mucho antes de
reprenderlo por su inmadurez. Por suerte para él, Melvin había terminado el trabajo. Se levantó
—¿Cómo así?
—Tengo un profesor que es como un cuchillo y está loco por cortarme de la materia. El primer
día se quejó de mi forma de vestir y desde entonces se la ha pasado mirándome mal. Hoy tengo un
examen a las tres de la tarde con él. Estoy tratando de todas las formas para pasar. Incluso tengo
—Ah, pero estás más preparado que un soldado en guerra —comentó Melvin mientras se
—¡Te quitarás la melena!, de verdad que estás desesperado —dijo Melvin sorprendido.
Eduardo sacó sus utensilios de trabajo. Le puso la bata a su cliente y empezó a recortar.
—Melvin, ¿cómo van las cosas con la rubia? —preguntó Rafi levantando constantemente sus
cejas.
—¿Cómo así?
—Ella tenía muchos celos de una amiguita que tengo, y como yo no aguanto que me jodan
mucho, la dejé.
—No mucho.
—¿Papote?
—Él está bien. Debe andar por ahí. —A Rafi le llegó un recuerdo que lo hizo reír a carcajadas.
—Muchacho, déjame contarte esto. Ayer me reuní con Papote, él tenía una bolsa negra en sus
Eduardo observaba a Melvin reír ante la anécdota de Rafi. También, captaba pocas frases de
las pronunciadas por el universitario, esto era debido a que su atención estaba fija en los recuerdos
del día anterior. Entre las frases pronunciadas, Eduardo pudo retener «Papote es loquito pero
cobarde… Tuve que encenderlo por él… De repente, se nos apareció un perro color mierda». Las
—Papote dio la idea de tirarle un petardo, pero él siempre de cobarde, me obligó a mí tomar
acción. —Melvin dejó de sonreír y tragó en seco al mirar a su jefe. Eduardo estaba con el ceño
fruncido y los ojos bien abiertos. Sus manos se mantenían haciendo recortes con una tijera, sin
embargo, tenía un ligero temblor en los dedos. —Le lancé el petardo y el perro, de idiota, se lo
metió en la boca. Salió corriendo y lo perdimos de vista. A los pocos segundos, pudimos escuchar
El sonido de explosión producido por Rafi retumbaba dentro de la cabeza de Eduardo. Sus
pensamientos lo sacaron de la realidad y volvió a revivir la tarde anterior. Chillidos, sangre, y aquel
hocico oscuro lo estremecían. Sintió de nuevo el pelo de su mascota contra su pecho y la sangre
que goteaba sobre sus piernas. El corazón le palpitaba a toda velocidad por la carrera que dio hacia
la veterinaria. Una gran angustia emanaba y se expandía en él a cada paso, y lo peor estaba al llegar
al establecimiento; allí sintió que el mundo se caía ante sus pies. Al entregar a su perra al personal,
tuvo tiempo para pensar y digerir la situación. Allí, en la sala de espera, realmente pudo entender
que esa podía ser la última vez que vería a su amada mascota con vida.
—Eduardo, ¿Qué tú haces? Avanza, que tengo el examen a las tres —dijo Rafi.
El dueño de la barbería regresó a la realidad y se dio cuenta que había detenido el recorte.
Miró a su alrededor. Encontró a su compañero de labor horrorizado. Estaba pálido y con la boca
abierta. Sus ojos apuntaban hacia la mano de Eduardo. El dueño del negocio siguió la mirada y se
Un sonido de timbre asustó a ambos barberos. Rafi retiró parte de la bata y colocó el auricular
de su teléfono móvil junto a su oído. Mientras el universitario hablaba, Eduardo sintió deseos de
degollarlo. En su mente, las tijeras se introducían en el cuello del cliente. La sangre brotaba,
tiñendo de rojo su camisa blanca. El joven se movía inquieto tratando de escapar, pero poco a poco
sus movimientos se hacían más lentos. Fuera de aquel horripilante pensamiento, Eduardo se sentía
vigilado. No por su compañero de labor, sino por alguien más. El barbero giró su cabeza de lado a
Rafi retiró su bata de nuevo, sacó un cuaderno y un lapicero. Empezó a escribir las primeras
Eduardo continuaba en su sueño despierto. Fue apresado y sacado del negocio por policías.
Todo el barrio estaba observando cómo lo metían en la parte de atrás de una camioneta. Fuera de
su mente, escudriñaba en fracciones de segundo, cómo poder vengarse sin ser apresado. La ira
seducía sus manos y lentamente acercaba las tijeras al cuello del culpable de su sufrimiento.
Rafi concluyó su conversación. Guardó su teléfono y empezó a repetir, en voz alta, las letras
en el mismo orden que estaba escrito en su cuaderno. Al estar las tijeras a unos cuantos centímetros
del cuello de Rafi, Eduardo se detuvo. Era el momento decisivo, el barbero sería visto como un
asesino o tendría que buscar otra alternativa para descargar su furia. Mientras Eduardo
reflexionaba, su compañero continuaba petrificado, sin encontrar qué hacer. Sabía que si decía
escritas en su cuaderno con una mano, las recitaba y luego descubría para confirmarlas. Repitió
las mismas acciones hasta llegar a ser irritante. Melvin se asustó mucho más al ver a su compañero
con los ojos desorbitados y observando los carteles que le quedaban al frente. Su mirada se perdía
en los diferentes estilos de corte de las imágenes. De repente, Eduardo cambió de semblante. Su
Dieron las dos y diez. Melvin aún estaba inmóvil, observando a su compañero recortar al
universitario. Desde su ángulo de visión, solo pudo ver el perfil de ambos. Intento mirar lo que
hacía Eduardo a través del espejo del tocado, pero el reflejo de la espalda de su jefe no le dejaba
Retiró la capa, y con una sonrisa de extremo a extremo, le informó que el trabajo fue un éxito.
Rafi se levantó. Y fue directamente al espejo. Le pareció un buen trabajo, pero no le era posible
El universitario miró el reloj de pared, decía las dos y doce. Le pagó a Eduardo y caminó
rápidamente hacia la salida. Notó que Melvin cubría su boca con una mano.
—¿Qué te pasa?
soltó una gran carcajada. Eduardo tuvo diferentes emociones al mismo tiempo. Aún sentía ira, pero
a la vez una leve satisfacción. Estaba orgulloso por el excelente trabajo que realizó como
—De verdad…—dijo Melvin tratando de recobrar la compostura. —de verdad, que te quedó
excelente ese diseño. Quién se iba a imaginar que le iban a caber todas esas letras en la cabeza. Es
más, Rafi tiene la cabezota tan grande que había espacio para respuestas de ejercicios verdadero y
falso.
Eduardo rio a carcajadas, sin embargo, el momento jovial no duró mucho. El sentimiento de
ser observado volvió a él. Miro hacia atrás y a los lados, pero no encontró a nadie.
—¿Estás bien?
El barbero fue al dispensador de agua, tomó un vaso, lo llenó, bebió y se restregó el líquido en
la cara. Al dirigirse al bote de basura, se encontró con la foto de su padre. Tenía algo distinto.
Aparentemente, todo estaba en orden: las tijeras en sus manos, su posición, sus ojos semicerrados,
sin embargo, su sonrisa y la mirada eran diferentes. Ahora daba la impresión de que no estaba
contento, en cambio, parecía como si estuviera siendo forzado a sonreír. Eduardo sintió como si
su padre estuviera decepcionado de él. Rafi hizo algo mucho peor que yo, ¿por qué siento
remordimiento? No maté a nadie, es lo importante, ¿no?, pensó. La búsqueda de respuestas a su
inquietud lo llevó a recordar el día que tomaron la fotografía. En ese entonces, Eduardo tenía siete
años. Odiaba estar en la barbería porque prefería estar jugando con sus amiguitos del barrio. En
cambio, su padre estaba contento. Reía constantemente entre chistes y cuentos que compartía con
empleados y clientes.
Tomó una escoba del armario y empezó a barrer los cabellos de Rafi. Su querida mascota
volvió a sus pensamientos. Recordó lo feliz que se ponía cada vez que regresaba a casa después
de un largo día de trabajo. Lo miraba con ternura y si tenía la oportunidad, lo lamía por donde
alcanzaba a ver piel. Meneaba la cola constantemente, incluso cuando Eduardo estaba sentado en
alrededor, le llego un pensamiento cargado de nostalgia; su padre adoraba la barbería tanto como
él a su mascota. Dentro de su pecho sintió un agradable ardor que le hizo olvidar sus problemas.
—Papote viene por ahí —dijo Melvin mientras miraba a través del cristal. El momento de
calma y reflexión de Eduardo fue interrumpido; un gran odio y deseos de venganza se apoderaron
de él.
El empleado, entusiasmado, juntó sus palmas y las frotó como lo hacen las moscas. Luego, abrió
la puerta del negocio, asomó su cabeza y llamó a Papote con un silbido y ademanes.
Papote entró al establecimiento. Era un adolescente, delgado, bajo y con el pelo maltratado,
estilo afro. Vestía con una camiseta con agujeros en la parte del hombro, unas bermudas de
mezclilla con manchas de pintura, y llevaba unos Converse supuestamente blancos. Saludó
El joven alzó sus cejas sorprendido y miró hacia los lados, como si estuviera buscando alguna
cámara oculta.
—No te asustes —replicó el barbero riendo. —A veces hago recortes gratis para promocionar
—Está bien.
pensaba en algo embarazoso u ofensivo para plasmar en la cabeza de Papote. Al pasar un minuto,
el barbero se sintió abrumado. Sentía las miradas de la imagen de su padre y la de Melvin detrás
de él, cada uno asomándose por detrás de sus hombros. Él volteó para ver la fotografía, aún tenía
Reflexionó en cómo su padre actuaría en su situación. «Hubiera hablado con Papote», pensó. «Le
—Rafi me dijo que ustedes le lanzaron un petardo a una perra mestiza ayer. ¿De qué color era
la perra? —preguntó Eduardo en voz neutral. Papote alzó sus cejas y se quedó en silencio. —Era
la mía. Por suerte, la llevé a tiempo a la veterinaria y la salvaron. Por este inconveniente, te pediré
un poco de ayuda con el pago de la cuenta. No será mucho. —Al terminar de hablar. El barbero
volteó su cabeza hacia la fotografía de su padre. Este le sonreía alegremente, todo rastro de
—La idea de hacerle daño fue tuya. Recuerda, no te exijo una gran cantidad, solo te pido que
Mientras Eduardo y Papote tenían su discusión, Melvin miraba asustado hacia la calle. Rafi se
aproximaba al local con ojos de furia, y con los puños apretados. Abrió con fuerza la puerta de
vidrio y el sonido del golpe de la puerta contra la pared hizo que todos dirigieran su atención hacia
Rafi.
hiciste en la cabeza, mal nacido!? —continuó, inclinando su cabeza hacia la izquierda y apuntando
con su dedo hacia su nuca, dejando ver parte de las respuestas del examen plasmadas en su cabeza.
pasaré la materia. Yo no sé cómo, pero tú vas a resolver este problema. ¿Cómo carajos a ti se te
ocurre…?
Dentro de Eduardo se mezclaban sentimientos de ira, dolor, estrés y angustia. Sabía que su
padre lo observaba esperando una conclusión justa y pacífica de aquel embrollo. Rafi acaparaba
toda la atención de los presentes, y Papote, en silencio y con delicadeza, se levantaba del sillón.
Lo hacía tan despacio y con cuidado que parecía como si todos durmieran y él quisiera salir sin
juiciosa de su padre lo estresaba, la voz chillona de Rafi era irritante, pero nada era peor que los
.Ustedes dos —señalando a Rafi y a Papote con el dedo índice—, lárguense de mi barbería. No los
Eduardo caminó rápidamente hacia Rafi. Puso su codo derecho junto al codo izquierdo del
universitario.
—¿O si no qué? —le susurro en el oído de forma amenazante. Como ninja, Papote desapareció
—Está bien, me iré. Pero olvídate de clientes. ¡Me aseguraré que nadie venga a este basurero!
incómodo se mantuvo por unos minutos, luego el empleado decidió averiguar más sobre lo que
acababa de suceder.
—¿Qué fue lo que paso?, pensé que tú le ibas a hacer algo a Papote como lo hiciste con Rafi.
¿De verdad pensaste que Papote iba a aceptar tu propuesta? Tú fuiste muy…
—Lo que no entiendo es que tú no hiciste nada cuando descubriste que aquel criminal le hizo
daño a mi Titi. Te hacías el león con Don Martín, pero a la hora de la verdad, te pusiste como gato
recién nacido.
—Tienes razón, no es asunto tuyo. Mejor continúa calladito como lo hiciste antes y enfócate
en tu trabajo.
El silencio incómodo volvió a la barbería, pero esta vez, nadie tuvo el deseo de decir ni una
palabra. Eduardo se dirigió hacia la fotografía. Su padre sonreía, pero parecía decepcionado. El
barbero hizo la señal de la cruz y agradeció a su padre por heredarle el negocio. La mirada juiciosa
manera de pensar de su padre, pero no estaba avergonzado de la forma como expulsó a los canallas
que hirieron a su querida mascota. Luego el dueño de la barbería pensó en los agresores de Titi,
del día anterior poco a poco aparecía en su mente, pero al agitar la cabeza y cerra los ojos, hizo
mascota. Estaba limpia y peinada. Su lengua estaba como siempre, inquieta, húmeda y
función. Marisol, una actriz de unos veinte años, caminaba lentamente hacia la salida. Cada uno
de sus pasos era como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para avanzar hacia la puerta. A simple
vista, aquel lugar era un teatro común y corriente, pero para ella era como un cofre de recuerdos.
Estaba segura de que sufriría de nostalgia desde el momento que atravesase el marco de madera y
y su automóvil blanco. Estaba inmóvil, no podía decidir si continuar o retroceder. Un fuerte viento
chocó contra ella. Era tan frío que la hizo temblar. «No puedo quedarme parada aquí, tendré un
resfriado, mejor… mejor entro y echo otro vistazo al escenario», pensó. Cerró la puerta y echó el
pestillo de seguridad.
El color de las paredes y el diseño del piso la hicieron entristecer. Eran elementos del teatro
que miraba regularmente, nada fuera de lo común, pero el verlos por última vez antes de alejarse
una de ellas mostraba personalidades que la joven actriz admiraba. Muchas de esas personas eran
sus compañeros actores haciendo reverencia en noches de grandes espectáculos. Ella colocó sus
manos en sus sienes, limitando su ángulo de visión. Sabía que no podría aguantar mirar esos
frente a él, los asientos del público. Encendió todas las luces. La iluminación era amarilla y tenue
en la zona de los espectadores, mientras que en el espacio donde los actores demostraban su talento,
era azul poco intenso. En el centro del escenario caía una potente luz blanca. Detrás de ella, había
un teatrino y un cofre junto a él. Marisol escaneaba con sus ojos todo el lugar. Intentaba crear
fotografías mentales para no olvidar cómo era su segundo hogar. Se paró debajo de la luz blanca,
frente a los asientos, para sentir de nuevo ese nerviosismo que le llegaba al empezar sus actos.
—Vaya —dijo alguien detrás de ella. Tenía la voz enérgica pero un tanto trémula.
Marisol abrió sus ojos y volteó. Se encontró con Tiburcio, uno de los títeres del teatro. Su
cabeza era enorme, en forma de bombillo. Su piel era blanca, hecha de tela. Tenía el pelo largo,
negro y hecho de cuerdas; lo llevaba recogido en forma de cola. Tenía una bolita como nariz y
debajo de ella, llevaba cuerdas oscuras en forma de zigzag que representaban su bigote. No tenía
dedos, sus manos parecían pequeñas colinas cubiertas de nieve. Flotaba en el aire, llevando una
—Fue muy extraño que acudieran tantas personas. Quizás hubo algo en el show anterior
intentando encontrar la razón del éxito de la función de aquella noche. Se detuvo al ver un pequeño
tornillo al lado del teatrino. —¡Lo encontré! —gritó con alegría. Tomó el tornillo y se acercó a
Marisol. —Mira, esto debió darnos suerte. ¡Un momento! Quizás solo funciona en el lugar donde
estaba. —El títere se dirigió al teatrino y colocó el objeto en el piso. —Marisol, ¿sabes si estaba
—Tiburcio, yo…
—Estaba así, ¿verdad?, no, creo que más a la izquierda.
—Tiburcio…
—¿Qué?
A pesar de que Tiburcio no podía abrir su boca ni mover sus ojos, emanaba el dolor que le
produjo la noticia. Marisol se sintió tan apenada por sus palabras, que las volvió a repetir en su
mente. No sabía si de verdad quería abandonar aquel lugar que dio vida a lo que ella quería
dedicarse.
—No, no lo sientas. —replicó el títere con dulzura. —Me da tristeza que te vayas, pero sé
—¡¿Vieron a toda esa gente?! —gritó alguien con voz chillona y dramática desde el
teatrino.
Marisol y Tiburcio voltearon y observaron cómo Carolina, otra títere, se les acercaba. Al
igual que Tiburcio, fue hecha de tela y su pelo era de cuerdas, pero tenía el cabello corto y su piel
era oscura. Su cabeza era grande, parecía un cojín redondo. No tenía dedos ni manos, solo brazos
pequeños. Llevaba un vestido rojo intenso como sus labios y su nariz era un pedazo pequeño y
plano de tela.
La títere empezó a bailar, girando y agitando sus brazos al compás de su tarareo. Marisol
contraste con la titiritera, ella se mordía los labios mientras rebuscaba en su mente cómo soltar la
—¿Por qué esas caras largas? Sé que soy lo mejor de nuestro show, pero no tienen que
ponerse así. La envidia no es buena. Mejor aprovechemos este momento y pongámonos a trabajar.
Tengo grandes ideas para el teatrino —dijo mientras se aproximaba al cofre. Lo abrió y sacó
algunos antifaces y papeles de colores. Los tiró al suelo. —Tiburcio, pega esas cosas alrededor del
teatrino. No muy cerca ni muy lejos unos de los otros. Hazlo como lo haría yo, perfecto. —Volvió
La titiritera observó cómo Carolina movía objetos del cofre. Este estaba lleno de accesorios
para obras de teatro, entre ellos se encontraban una cuerda con nudo, una espada de madera y
—¿Qué?
acercaba. Puso su mano de tela sin dedos sobre el hombro de su compañera. Marisol se sintió
—Pero… seguro que el espectáculo continuará. Aquí todos son muy talentosos. Yo… vine
a despedirme.
Carolina cubrió sus ojos con sus brazos. Tiburcio empezó a acariciarle el hombro. Un llanto
dramático salió de los labios cerrados de la títere. A Marisol le temblaba aún más la mano y desvío
—Tranquila, Carolina, seguramente que ella volverá pronto. ¿Cuánto tiempo estarás en la
academia?
—Cuatro años.
la títere. Era como una actriz sobreactuando el papel de una villana de telenovela.
—Tiburcio, eres tan tonto. ¿De verdad, le cree ese cuento? Muy gracioso querida, quizás debas
La joven actriz pasó su mano por su cara, tratando de masajear su rostro y disipar un poco
el estrés del momento. Tomó un respiro fugaz, y retrocedió unos cuantos pasos, dirigiéndose hacia
la salida.
Marisol se dirigió hacia la puerta con gran esfuerzo. Sus pies parecían tener un efecto
magnético con el piso. Carolina giró la cabeza de un lado al otro como gesto de desaprobación.
La joven sentía las miradas de ambos títeres proyectarse en su espalda. A unos cuantos
pasos de la puerta, se detuvo. Sintió sus músculos relajarse, tanto, que ni sus dedos nerviosos se
movían. De pronto una parte de cuerda anudada cayó sobre ella y la apretó por la cintura. Su cuerpo
fue jalado hacia atrás y cayó al suelo, aplastando su frente contra el piso. Al levantar la cabeza
La joven actriz intentó liberarse, pero era inútil, por alguna razón no tenía las fuerzas
suficientes. Tiburcio trató desatar la cuerda amarrada a la silla, pero Carolina se interpuso. Tenía
en sus brazos un motor de automóvil miniatura. A pesar de lo tierno que se veía el objeto por su
tamaño, a simple vista se podía deducir que era de un metal duro. La títere hizo algunos
movimientos bruscos con el motor para dejarle en claro a Tiburcio que se atrevería a golpearlo.
—¡Suéltala!
—¡No!
Tiburcio se trasladó hacia donde estaba Marisol, pensó que podría desatar el nudo que la
apretaba. Carolina lanzó la pieza de metal, esta voló en dirección a su compañero. Rápidamente,
el títere se apartó, y la pieza chocó con la cabeza de la rehén. Marisol cayó inconsciente.
La titiritera despertó un poco aturdida. Estaba atada a la silla, bandas elásticas de aspecto
frágil apretaban sus manos y sus piernas. Podía ver la parte trasera del teatrino delante de ella.
Escuchó a Tiburcio decir su nombre. Al seguir su voz, se encontró con su títere atado a la espada
de madera del cofre con bandas elásticas. El arma utilizada para obras en tiempos medievales fue
pegada con cinta adhesiva a uno de los extremos traseros del teatrino.
—Ya despertaste —dijo Carolina aproximándose a Marisol. —Lo lamento querida, no era
mi intención golpearte, pero al final todo obra para bien. Estabas muy confundida, pero
Marisol Trató de romper las bandas elásticas, pero sus extremidades no eran los
—Tomar las medidas necesarias. Ustedes dos no están bien de la cabeza. —comentó
Carolina giró su cabeza hacia su compañero, y rápidamente tomó uno de los pedazos de
—¿No estás cansada de escuchar esas mismas frases clichés? —preguntó Carolina
preguntaré algo querida, y respóndeme con la verdad. ¿Tienes algún familiar fuera del país?
—No.
—¿Qué tal si al volver de tu fabuloso viaje, todos aquí han cambiado?, ¿y si ya no son
como los conociste, tienen nuevos amigos y ya no encajas en el grupo?, ¿qué harás entonces? —
La joven actriz bajó la mirada y su cuerpo se debilitaba aún más. Llegó al punto de no
sentir sus extremidades; imaginó que poco a poco sus brazos y piernas se convertían en parte de
la silla.
—Háblame de tus amigos del colegio. Recuerdo que siempre venían contigo al teatro y se
quedaban para vernos ensayar nuestro acto. ¿Dónde están ellos ahora? No los he vuelto a ver, y no
ruido. Marisol buscó en su mente alguna excusa para poder defender la idea de irse a estudiar fuera
del país.
situación. Quieres ir a un país que está al otro lado del mundo, donde la gente, el clima, la manera
de pensar, y el idioma son diferentes. ¿De verdad crees que lo pasarás bien?, te tratarán como la
rara del grupo, no tendrás amigos. ¿Piensas que algún famoso del mundo teatral vendrá a ti y te
dirá que serás su nueva estrella? Bájate de esa nube, querida. —poco a poco la voz chillona y
dramática de Carolina se escuchaba menos ridícula. Incluso, Marisol pudo notar que con cada
palabra que su títere pronunciaba, la voz se tornaba más parecida a la de ella. Carolina, tomó su
mano y continuó —Aquí, eres parte importante del grupo. Eres una estrella, no tienes que buscar
más lejos.
Las últimas palabras de Carolina hicieron que Tiburcio se agitara y mascullara con fuerza.
—¿Qué tal si le quitas la cinta? Me gustaría escuchar lo que tiene que decir. —dijo Marisol
tímidamente.
—No hace falta. Te lo diré. Me lo sé de memoria—La títere imitó de forma ridícula y
exagerada a su compañero. —Prueba cosas nuevas, ten esperanzas, todo saldrá bien, atrévete, eres
—Olvídate de él y mejor piensa en tu padre. ¿Crees que está bien dejarlo solo? ¿Qué tal si
—¿Teresa?, pff… por favor, tu hermana no sabe qué hacer con su vida, ¿piensas que hará
pregunta. Su hermana era como una segunda madre en el hogar. Preguntaba cientos de veces al día
si todos se sentían bien y si tenían hambre. Era la dueña de la cocina, y no permitía que nadie
preparase nada. Amaba servir y el sonido de placer que hacían los comensales al probar sus
suculentos platillos. Acompañaba a su padre a todos lados, siempre mostraba una sonrisa amable,
—Teresa es la persona ideal para quedarse con papá. —respondió Marisol con seguridad.
De repente, Carolina se detuvo, miró hacia los lados y continúo avanzando. Su traslamiento
era más rápido y el movimiento pendular rompió trayectoria. Se desplazaba de forma aleatoria,
agitando los brazos. Intentaba encontrar algún argumento que la pudiera sacar del embrollo; no
encontró nada. Decidió rebuscar en sus pensamientos palabras y frases que le servirían para
desalentar a la titiritera.
—Eh… pero… eh…¡la gente cambia! Cuatro años, querida. En ese tiempo tu hermana se
cansará y dejará a tu padre abandonado —replicó la títere desesperada. Tiburcio volvió a mascullar
y agitar su cuerpo.
—¡No!
forma autoritaria.
—¡Rayos!, está bien. —La voz de Carolina perdió su tono maduro y volvió a ser chillante.
Se acercó a Tiburcio y removió parte de la cinta adhesiva, dejando su boca y vigote libres.
—No te dejes desalentar, Marisol. Sé que deseas esa experiencia. Me entristece saber que
te vas, pero eso te hace feliz. Cree en ti…—su compañera títere volvió a amordazarlo.
—¿Por qué sean clichés quiere decir que no tengan ningún valor?
—¿Nada en absoluto?
—¡Nada!
—¿No crees que deseo la experiencia de cambiar de ambiente? ¿No vale la pena esta
oportunidad?
En ese momento, Una energía emanó dentro el cuerpo de Marisol. Volvió a sentir sus
extremidades y su fuerza volvió; se sentía poderosa. Levantó sus brazos y estiró sus piernas, esto
—Qué tal… Qué tal si…—decía la títere aterrada. ——¿Qué tal si nos pierdes? ¿Qué tal
si tu suplente es mejor que tú y la gente le aplaude más?, No volveríamos a hacer nuestro acto
contigo —dijo Carolina, irónicamente, faltándole el aire. Ella se lanzó encima de Marisol y le
La joven se recostó en el piso boca abajo, apoyando su cabeza sobre sus dos manos. La
titiritera y su títere se vieron de frente; estaban a la misma altura desde sus perspectivas.
—¿Qué tal si dejamos que todo fluya?, no creo que todo, absolutamente todo, vaya a salir
—¿Vas a empezar a hablar como Tiburcio? —preguntó la títere sollozando, pero con un
cierto tono cómico. Ambas rieron a carcajadas. Tiburcio les acompañó en el momento, riendo como
lo podría hacer un rehén amordazado. Carolina se acercó hacia su compañero y lo liberó con la
ayuda de Marisol.
Marisol abrazó a sus compañeros. Se inclinó y acarició sus cabellos de tela. Pasaron unos
diez minutos en silencio, pero para ellos se sintió como una hora. Luego, Marisol se echó hacia
atrás, y los títeres levantaron sus cabezas. Se quedaron mirando a su compañera de años, Que
estuvo en las buenas, cuando el show se presentaba exitosamente y había un gran público; y en las
—Siempre he estado dentro del escenario con ustedes, ¿qué tal si hoy soy parte del público?
Los títeres asintieron con alegría. Esa noche, Marisol pudo ver desde uno de los asientos
esa pequeña historia que contaba a niños y adultos. A pesar de que tenía cada diálogo y movimiento
memorizado, se sentía como una nueva experiencia. Reía a carcajadas ante las tonterías de Tiburcio
y las pretenciosas frases célebres de Carolina. De vez en cuando, se sentía triste al recordar que
esa sería la última vez en mucho tiempo que vería su acto. Sonrió cuando Tiburcio le dijo a
Carolina que coleccionaba piezas de autos para construir su medio de transporte. Aplaudió con
muchas fuerzas al ver cómo terminó todo en la historia. Los títeres hicieron reverencia… Marisol
despertó. Estaba sentada en uno de los asientos del público, pero el escenario estaba vacío. Solo
del escenario. Colocó sus dedos sobre el interruptor que apagaba las luces. Con delicadeza, y
lentitud, apagó las luces de la zona de la audiencia y luces laterales. Solo quedaba la luz blanca
que bajaba en el centro del escenario. Con lágrimas en sus ojos, y una sonrisa tierna en sus labios,
apagó la luz.
Grabadas en mármol
Un lunes de Semana Santa, a las dos de la tarde, volvió al pueblo de Montebelleza el cuerpo de
Leomango Méndez Jiménez. Cinco horas antes, en un barrio de Santo Domingo, fue acribillado
por sicarios contratados por sus enemigos. Dos empleados del negocio clandestino de Leomango
comunicaron con su esposa y con gran lástima soltaron la noticia. El llanto no se hizo esperar; los
gemidos atravesaron todos los rincones de la ostentosa casa. Mientras tanto, Martha, la criada y
cocinera del hogar, estaba en una caseta de ladrillo localizada en uno de los extremos del patio.
Era utilizada como cocina y almacén. El grito salió disparado de la casa, atravesó el jardín lleno
de rosales, acarició un quiosco en medio del terreno, entró en la caseta y se introdujo en las orejas
de Martha. El espeluznante sonido hizo que ella se espantara tanto, que dejó caer la cuchara que
Rápidamente, corrió siguiendo las huellas del alarido de dolor. Abrió todas las puertas
necesarias para encontrarse con ella, mientras los gemidos se hacían más y más fuertes. La criada
entró en la habitación principal y encontró a Viri, su patrona, sentada frente a su coqueta, empapada
su mente dedujo lo que acontecía; el alma de su empleador había desaparecido. Martha colocó la
—Lo traerán… su cuerpo… ocúpate de…—sollozó la viuda con una fuerza de voluntad
casi inexistente.
Esto estremeció a Martha; los muertos la atemorizaban. Además, el lidiar con personas en
luto y los procesos que conlleva darle sepultura a los difuntos le ponían la piel de gallina. Sabía
que durante días tendría que soportar el lloriqueo de muchas personas, pues su patrón era muy
conocido en el pueblo. De repente, sintió nervios al pensar que tendría la responsabilidad de
informar a doña Francina de la muerte de su hijo. Sabía que su patrona no se llevaba bien con su
suegra, y como de costumbre, todas las tareas desagradables se las encargarían a ella. La idea de
pudiera ceder la tediosa responsabilidad. Encontró a don Sergio en sus pensamientos. Era un gran
amigo de la pobre señora. Él era muy educado, atento y servicial. La criada le sugirió a Viri que se
recostara mientras ella le prepararía un té de manzanilla. Sin decir una palabra y continuando con
La conversación entre Martha y don Sergio fue breve. Ella le informó y él respondió que
doña Francina por teléfono, pero rápidamente se arrepintió al recordar que ella vivía sola. Rezó un
padrenuestro y pidió perdón a Dios por la desconsiderada idea de contarle a la pobre señora del
automóvil. Al desmontarse del vehículo, encontró a la señora barriendo la acera frente a su pequeña
casa de madera. Llevaba un camisón azul claro con diseños de girasoles y unas chanclas verdes.
En su cuello colgaba un rosario de madera. Ella lo miró y le saludó sonriendo. Él se dio cuenta de
que la noticia le robaría su aspecto alegre y probablemente perdería el control de sus actos. Pensó
que no sería prudente que ella armara un escándalo en la calle. La miró, fingió una sonrisa y le
sofá. Frente a él se encontraba una mesa de caoba; sobre ella estaban decoraciones de santos
la greca.
Él se quedó en silencio. Supo que ella no pararía de insistir. Decidió aprovechar el tiempo
y planear cómo contarle de la mejor manera. Su vista estaba enfocada en las fotos sobre la mesa.
En todas, doña Francina sonreía mientras que Leomango apretaba la boca e inclinaba su mentón
—Es hoy que llega su sobrina, ¿cierto? —preguntó doña Francina mientras colocaba la
Don Sergio alzó sus cejas al darse cuenta de que había olvidado que su sobrina Laura
vendría al pueblo. La última vez que la había visto fue hacia una década, cuando visitó a su
La anciana volvió a la sala y se sentó frente a él. Su rostro reflejaba la alegría de tener
visitas, pero al mismo tiempo, mostraba curiosidad por lo que le había ido a decir. Él se estremeció
—Su hijo ha muerto —pronunció las palabras mientras cerraba sus ojos.
El silencio se apoderó de la casa. Don Sergio abrió sus ojos y se quedó estupefacto al mirar
el rostro de doña Francina. Parecía como si ella estuviera calculando una gran suma de números,
Como si estuviera contando las letras de las palabras que acababa de escuchar; tratando de buscarle
deprimentes; pero solo se encontró con un rostro neutral. Era peor de lo que pensaba, Su falta de
expresividad era terrorífica. Él estaba seguro de que la noticia le rompería el corazón, pues era su
El sonido del vapor del café interrumpió sus miradas. Ella fue a la cocina, preparó la
bandeja con café y galletas de soda. Volvió a la sala y se sentó frente a él, con la mirada hacia el
piso. Martha llamó a don Sergio a su teléfono móvil. Le informó que el cuerpo de su patrón acababa
de llegar a la casa. Al colgar, él se quedó mirando a doña Francina. Le parecía extraño que ella no
quisiese averiguar sobre los hechos que llevaron a la muerte de su hijo, pero luego comprendió
que ella debió sospechar que fue por causa de alguno de sus negocios corruptos.
regadera. El sonido del agua le dejó saber a don Sergio que ella se duchaba. Mientras el café de su
taza se enfriaba, su mente trabajaba cavilando sobre sus tareas. Era necesario buscar la vestimenta
para el difunto, organizar el velorio, contactar a la funeraria, estar pendiente de la madre… era
responsabilidades. Necesitaba que alguien, por lo menos, se ocupara de atender a doña Francina.
Margarita llegó a su mente. Era perfecta para el trabajo; ambas ancianas eran amigas desde la
infancia. La llamó, le contó todo lo sucedido. Le pidió que fuera a la casa de Viri para ocuparse de
su colega. Ella aceptó y guió la conversación hacia un chisme que escuchó sobre un robo en su
vecindario.
Diez minutos más tarde, doña Francina terminó de vestirse. Sacó un álbum de fotografías
de una gaveta de su mesa de noche y lo abrió. Mientras pasaba las páginas, sus pupilas se llenaban
de bautizo y primera comunión. Las fotos tenían recortes disparejos que dejaban al progenitor de
Leomango fuera del encuadre. En algunas de ellas solamente se podía percibir su mano sobre el
hombro de su hijo. Las imágenes producían un malestar en el pecho de la anciana, pues el odio por
A la mitad del álbum se encontró con el recuerdo impreso del día de playa. Esto la hizo
detenerse y revivir aquel día. Recordaba que sus padres, Doña Clotilde y don Fidio, organizaron
un viaje a la playa de las Terrenas. Era un intento de disipar la mente de su hija después de la
ruptura con su exesposo. Después de tantos años llenos de peleas e infidelidades, doña Francina
no creía que podría volver a disfrutar la vida, pero ese día lo cambió todo. Volvió a sonreír. A su
hijo no le importó la ausencia de su padre, don Fidio se la pasó contando chistes y doña Clotilde
playa. Don Fidio dejó limpio su plato en unos pocos minutos, doña Clotilde le regañó por comer
tan rápido. Como niño pequeño, le respondió a su esposa que no lo volvería a hacer, al mismo
tiempo, le sonreía y hacía un guiño con su ojo a su pequeño nieto. Mientras esperaba que los demás
terminaran de comer, se fue a pasear por el área. Al regresar, tenía masa de coco en la mano.
Leomango nunca había visto algo parecido. Su abuelo dejó que lo probara mientras su abuela
guardaba el momento con el destello de un flash. Ese día don Fidio decidió llamar a su nieto
“Coquito”. El sobrenombre tomó fuerzas los siguientes días. Era agradable de pronunciar y le daba
un tono más tierno al niño. Pudo influir en la familia y conocidos del pueblo. El apodo perduraría
por años hasta que otro, con denotaciones violentas y connotaciones viles, tomaría su lugar.
viajaban en el interior de la dolida mujer. Ira, nostalgia y tristeza se mezclaban y atacaban sus
pensó que un padrenuestro sería suficiente para solucionar su problema. Dejó el álbum sobre la
cama, se hincó y rezó. Al terminar sintió un vacío en el pecho. Sus rezos no le servirían para revivir
a su hijo, ¿y qué tal su alma? ¿Llegaría al cielo? Pensó al pararse. Se quedó observando la
fotografía de su amado Coquito por unos minutos, luego se miró en el espejo de su coqueta.
Coquito siempre fue bueno, solo han habido malos entendidos, eso es todo. Cada uno de sus
negocios era para el bien de la comunidad, los envidiosos esparcían falsedades sobre él. Era un
A pesar del entusiasmo de sus palabras, muy dentro de ella no creía lo que decía. Eso formó
en ella dos ideas contradictorias, que luchaban entre sí. La idea del hijo bondadoso se defendía de
su reflejo de naturaleza demoniaca. Doña Francina dirigía su atención a la batalla mientras que su
cuerpo actuaba por voluntad propia. Aún mantenía su aspecto triste. Se puso un reloj de mano,
tomó la fotografía del día de playa y la puso dentro de su bolso. La imagen de su hijo cayó justo
Se dirigió a la sala, y al don Sergio verla lista para salir, le dio la perfecta excusa para
del difunto.
En la galería se encontraba un grupo de hombres de seguridad. Estaban armados con
ametralladoras uzi. Muchos de ellos llevaban gafas oscuras para protegerse del sol, mientras que
otros las usaban para no ser vistos llorando. Al entrar por la puerta principal, don Sergio y doña
Francina se encontraron con el cuerpo sin vida en medio de la sala. Estaba recostado sobre una
mesa y una tela oscura le cubría el cuerpo hasta el pecho. La palidez de su rostro se contrastaba
con el color de sus labios carnosos. Una sensación de escalofrío entró de golpe en el pecho de la
madre. Trajo consigo un pensamiento, que al pasar los segundos se expandió y robó parte de su
Entonces notó que llevaba una cadena de oro con una placa donde tenía inscrito
“Cocotazo”1. Rápidamente, tomó la cadena, la deslizó por el cuello de su hijo hasta llegar a la parte
trasera de su cabeza. Esta le obstruía el paso, así que levantó levemente su nuca y la sacó. Miró
hacia su alrededor y fijó su mirada en un bote de basura que había a unos tres metros. Lanzó la
Sergio presenció todo el acto en silencio. Sabía que doña Francina odiaba ese apodo que
adoptó su hijo. Ella puso su bolso en una mesa y sacó la fotografía del día de playa, Se hincó
frente al cadáver y alzó la foto lo más alto que sus brazos pudieron llegar. Cerro sus ojos y empezó
a rezar.
Horas pasaron, y la anciana se mantuvo en la misma posición. Entre sus rezos pudo
escuchar algunos detalles en el ambiente: como alguien media el cuerpo de Leomango con una
cinta métrica, la voz de Margarita al llegar, los gemidos de los que entraban a ver a su hijo. Además,
quería asistir al velorio que estaba siendo organizado por don Sergio. La madre preguntaba por el
En el momento que tomaron el cuerpo del difunto para vestirlo, doña Francina apretó la
****
A las diez de la noche llegó Laura a la residencia. Frente a ella se encontraba la casa y a la
derecha un gran patio con muchas personas esparcidas por doquier. Al fondo se encontraba un
quiosco donde estaba Viri siendo consolada por sus primas. Margarita notó la presencia de Laura
y se le acercó.
—Encantada.
Ella tomó la mano de Laura y la dirigió hacia el quiosco. Soltó su mano justo en frente de Viri.
—Mucho gusto.
—Gracias.
—¿Quieres algo de tomar?, ¿café?, ¿un té?, ¿Agua? —le preguntó Margarita a Laura.
—No, gracias.
—Si quieres algo, puedes pedírselo a Martha —le dijo la señora señalando hacia la caseta de
ladrillo. Allí se encontraba Martha colocando un termo para café sobre una mesa.
Margarita haló a Laura por el brazo y la dirigió hacia donde estaba Martha. Ella la presentó,
pero la cocinera tenía la atención puesta en la limpieza de la mesa. Luego, la amiga de Francina la
llevó hacia otro grupo de personas para continuar la presentación. Al pasar los minutos, la mente
de Martha iba recibiendo información, que por la prisa de sus quehaceres domésticos no pudo
darse cuenta; Laura tenía un acento extranjero, vestía muy elegante, era sobrina de don Sergio y
vivía en Orlando.
Margarita se sirvió un vaso de agua mientras le contaba a Laura sobre el chisme del robo por
su vecindario.
—La acompañaré.
La señora asintió y Laura fue en dirección a la puerta principal. Al abrir pudo escuchar los
llantos de un gran grupo de personas. Doña Francina seguía hincada con la fotografía en las manos.
Don Sergio estaba detrás de ella, acariciándole el hombro. Después de unos segundos, él giró la
cabeza y se encontró con su sobrina. Se saludaron con las manos. Don Sergio se acercó a la oreja
de la pobre madre y le dijo que vendría enseguida. El tío y la sobrina salieron a la galería.
—Bendición, tío.
—Sí.
Él giró su cabeza hacia la puerta de la casa, y sin quitar la vista, se acercó a la oreja de Laura.
—Hazme un favor, no te refieras al difunto como Cocotazo; doña Francina no quiere escuchar
eso.
Laura asintió y ambos se dirigieron hacia el patio. En ese momento, Amaurys, el mecánico del
difunto, entró a la residencia. Llevaba una franela negra, pantalones apretados, y unos Air Jordan
negros con líneas rojas. Estrenó su calzado hace cuatro meses, pero estaban tan limpios que parecía
como si los hubiera comprado ese día. En su bolsillo del pantalón escondía una botella de ron.
Mientras caminaba, inclinaba su cabeza hacia arriba, esa era su versión de saludo a quien lo mirara.
Abrazó a Viri y la besó en la mejilla, Luego miró hacia el patio en busca de caras conocidas, pero
solo encontró a un joven que había visto algunas veces cerca de su taller. Le llamaba Papote. Su
ropa estaba desgastada y llevaba un corte de cabello ridículo. El chico estaba parado frente a un
árbol de guayabas con un vaso plástico lleno de café en una de sus manos. Amaurys lo saludó y
recostó su cuerpo en el árbol. Empezó a mirarlo de reojo, sacó su botella y le ofreció un trago. El
Amaurys fingió limpiar su calzado, buscando que el joven se fijara en él y le diera oportunidad
de entablar una conversación. Su esfuerzo fue inútil, el joven estaba más atento al café y al
agradable calor que sentía en sus dedos. El mecánico tomó un trago de su botella, apretó sus
—Hace dos días, Cocotazo estaba gozando de lo lindo en el bar de Fellito. No puedo creer que
se nos fue. Recuerdo la vez que nos conocimos. Llegó a mi taller buscando una llanta para su
Mercedez-Benz. Le pedí su información para llenar la factura y cuando me dijo Cocotazo, no podía
creerlo. Le pregunté, ¿cocotazo?, Como si escuchase mal. Él me respondió con toda la seriedad
del mundo. “Sí, cocotazo”. Se tomó su tiempo con cada sílaba. Co-co-ta…
—Disculpe, ¿podría evitar llamar al difunto así?, a la madre no le gusta que se refieran a él de
esa manera.
—Llámele Coquito.
—Baje la voz…
—Este no es momento de empezar con eso. ¡No ven que estoy destruida! Si van a comenzar a
Los dos hombres se quedaron en silencio mirando hacia el suelo. Una de las primas de Viri
notó que Martha colocó un gran caldero sobre una mesa. Ella propuso no continuar con la
discusión, e ir a comer. La idea y el olor a sancocho convencieron a la viuda. Ella relajó sus
Don Sergio se dirigió hacia la sala para buscar a doña Francina. Se le acercó a la oreja y le
informó que la comida estaba lista. Ella siguió rezando como si no hubiera escuchado nada. De
repente, hizo la señal de la cruz y se levantó del suelo. Tomó su bolso y juntos fueron hacia el
quiosco.
En el patio había una gran cola en dirección a la mesa con un gran caldero. Cada persona allí
tenía un plato plano que sostenía uno hondo. Don Sergio dejó a su amiga sentada detrás de una
mesa, y le dijo que le buscaría comida. En ese mismo instante, Jacinta, una señora del pueblo,
entró a la residencia. Tenía alrededor de cincuenta años, pero parecía de mayor edad. Sus ojos eran
grandes y su boca estaba llena de cortadas. Tenía un tic nervioso que le hacía morder los labios
con fuerza y de vez en cuando, arañaba la punta de su cabeza. Ella notó que personas salían de la
Doña Francina y don Sergio comían del sanchocho. Ella masticaba sin ánimos. Él llevaba la
cuchara a su boca sin mirar su plato, sus ojos estaban fijos en la pobre mujer. Muchos en el patio
estaban sentados. Algunos en sillas plásticas, otros en mecedoras y el resto estaban recargados de
paredes y árboles. Un gran grupo de personas sentía dolor por la pérdida de Leomango, pero había
Mientras pasaba el tiempo, el sonido de sopeteos se hacía menos constante, pero el bullicio se
hizo más presente. El ruido era inteligible. De vez en cuando el nombre de Cocotazo emergía
sutilmente entre las voces, y esto hacía que la anciana se estremeciera y tapara sus oídos.
Empezó a hacer un leve gruñido para poder distraerse del horripilante evento. Don Sergio la
miró con angustia. Luego desvió su mirada hacia sus alrededores y vio a Amaurys en el patio,
sentado en una silla plástica y degustando de la comida mientras conversaba con un desconocido.
Se quedó observándolo, fijando su mirada en su boca. Intentó leer sus labios, pero no lograba
entender sus palabras, hasta que de él salió el nombre prohibido. Volteó, acarició el hombro de
Viri llevaba la cuchara hacia su boca, recordando los buenos momentos con su marido. Las
imágenes alegres que llegaban a su mente la destrozaban. Las lágrimas no dejaban de salir, y su
pañuelo cada vez se humedecía más. Ella notó que don Sergio y Amaurys se acercaban. Los
—Este viejo no me deja tranquilo. Está corrigiendo a todo el mundo. Quiere que llame a tu
De repente, se escucharon gritos de una mujer dentro de la casa. Parecía como si la estuvieran
forcejeando. Todos se aproximaron hacia la puerta principal. Uno de los hombres con gafas
sostenía a Jacinta por detrás. Ella con el ceño bien fruncido, miró a todos observándola.
—Por culpa de ese maldito, mi hijo se hizo adicto a las drogas. ¡Espero que se pudra en el
infierno!
Las palabras de Jacinta se clavaron en el pecho de doña Francina. La madre del difunto apretó
el puño, frunció el ceño y caminó con paso firme hacia la mujer. La abofeteó con tanta fuerza, que
el sonido del golpe fue escuchado por todos. La sorpresa dejó a todos estupefactos, incluso a
Jacinta. La desdichada madre del drogadicto no tuvo palabras con las cuales responder. Un gran
llanto mezclado con dolor e ira salió de ella. Sus apresadores despertaron del trance en el que
estaban, y con mucha más fuerza halaron a la mujer, la empujaron y cerraron la puerta de acceso
a la residencia.
Don Sergio observaba que su querida y pobre amiga continuaba con una horripilante expresión
pendiente de ese detalle debido a todo lo que había acontecido y la preocupación por la señora.
Pensó que conversar con su sobrina podría hacerla olvidar el terrible acontecimiento que acababa
—Doña Francina, le presento a mi sobrina, Laura —le dijo con una leve sonrisa.
confirmaba su estado de extranjera. Tenía un vestido de algodón cerrado con botones dorados,
era un vestimenta bastante elegante y muy diferente a los vestidos y pantalones oscuros que
llevaban las demás allí. La vestimenta era como si viniera de prestigiosos diseñadores
serpiente entre la multitud y entró sutilmente en la oreja de doña Francina. Ella miró a Laura a
los ojos. Pensó que aquella jovencita llevaría una mala reputación de su hijo al extranjero. Se
estremeció al tener la idea de que aquel maldito sobrenombre se expandiera de país en país, y
que al tiempo la imagen de su hijo quedaría manchada por todo el mundo. Le sonrió a la joven
—Nina linda, —vociferó mirando a los demás de reojo —no creas eso que acabas de escuchar
de esa vieja loca. Mi pequeño Coquito era un ángel. Siempre ha sido un niño muy bueno. A veces
hacía cosas extrañas, pero eso debió ser por influencia de su padre. Desde que mi pequeño angelito
se fue a vivir con él, empezó a cambiar. Al volver a este pueblo, no quería que le llamara “coquito”.
¡Qué tontería!, ¿eh? ¿Para qué llamarlo de otra forma…—señaló a las personas a su alrededor —
—Dios, Permite que el camino que emprende mi niño hacia ti, sea tranquilo. Que pueda
descansar en paz, lleno de tu infinita gloria. A aquellos confundidos, ilumínalos con tu gracia e
inteligencia. Déjales entender la gran bondad del corazón de mi hijo. Déjales entender, señor, que
aquel apodo influenciado por su padre es una obra de Satanás. Quítales de sus bocas esa horrible
usted es la madre y hay que tenerle respeto, pero a mí no me venga a acusar. Yo no ensucio nada
al hablar de Cocotazo.
—¡Qué falta de respeto! Vaya a sentarse y deje que doña Francina termine.
—¡Voy a sacar a todos los que continúen con este desorden! —gritó Viri. Luego, fijó su mirada
en doña Francina. —Mire, comprendo su dolor. No hay nadie aquí que la entienda más que yo,
pero ya es tiempo de que pare con sus tonterías y deje que la gente se exprese como quiera.
—No son tonterías. No quiero que hablen de el de esa forma tan… tan… horrible.
—Estaba confundido. Él era bueno, y las personas buenas no tienen un apodo tan vulgar.
Viri cerró los ojos e inhaló profundo buscando la manera de no faltarle el respeto a su suegra.
—Para que se acabe este problema y me dejen tranquila. Todos aquí llamen a mi esposo por
Martha, quien estaba entre la multitud, se quedó mirando a Laura. Pensó que le era conveniente
hacerse amiga de la jovencita, pues si algún día decidiera dejar de trabajar para su patrona, ella
podría ser de utilidad. “Nunca se sabe cuándo alguien necesite de una mano amiga, y mejor aún
—Jovencita, ¿le gustaría acompañarme a la cocina? Prepararé unas habichuelas con dulces
exquisitas. Necesito alguien que las pruebe y de paso, me haga compañía. ¿Le interesaría? —
propuso sonriendo.
Laura asintió y la siguió a la caseta. Al llegar a la cocina, Martha tomó una gran bolsa de
habichuelas mientras Laura se mantuvo detrás. La cocinera volteó, apretó sus labios y juntó sus
palmas.
—No se preocupe.
—Doña Francina y Viri no se soportan. La muerte del patrón es lo único que les ha dado razón
—Nombre raro el del patrón, ¿eh? Según dona Francina, ella y su exmarido peleaban por todo.
Tardaron mucho tiempo en decidirse por el nombre de su hijo. Llegaron a tal extremo que
acordaron en pensar, y luego juntar dos nombres al azar para terminar con la discusión. Vaya
—¡Aquí estabas! —decía Margarita mirando a Laura con las cejas alzadas. Laura apretó los
—Don Sergio pidió un minuto de silencio para el difunto. Deme un vaso de agua para Francina.
—No, por ahora agua. Aprovecharé este silencio para llevármela a un lugar apartado y
calmarla.
El minuto de silencio terminó. Muchos deseaban la paz del alma de Leomango, otros lo
intentaron, y algunos solamente dejaron su mente en blanco. Por otra parte, doña Francina no
dedicó ese tiempo para buenos deseos hacia su hijo, pues la ira y la impotencia no la dejaban pensar
más que el deseo de callar a todo el mundo y hacerles entender que todos estaban equivocados.
Margarita le pidió que la acompañara. Ambas se sentaron cerca del quiosco. Todos volvieron al
patio.
—Mire, después de una vida de bondad, de ayuda al prójimo, él no se merece un apodo así.
—Francina, usted sabe que él no fue ningún santo. Entiendo su dolor, por eso le suplico que se
iglesia. Era un buen trabajador, esposo respetuoso y ayudante de la comunidad. ¡Arpías! Miren
cómo le pagan a esa alma de Dios. —clavó su mirada en Margarita y luego volvió su cabeza
mientras apuntaba a su compañera. —. A ver, quien más, aparte de esta envidiosa, ¿tienen algo
El silencio dominó el lugar, no se escuchaban ni siquiera los ruidos recurrentes en las calles:
Nada de bocinas de automóviles, niños corriendo o gritando, motores de motocicletas; nada. Las
miradas de todos se concentraban en la pobre mujer a quien le saltaban los ojos de furia. Por un
breve instante, ella humedeció sus labios con su lengua y eso creo un ligero nerviosismo en los
presentes. Sus palabras, ademanes y el silencio daban la impresión como si ella fuera la madre de
todos allí; mientras que los presentes parecían unos niños que acababan de cometer una travesura.
Ella volvió su vista a Margarita y como cuchillo atravesando un pastel, cortó el silencio.
—Que tu hija sea una vagabunda de la calle no te da derecho a hablar mal de Coquito.
Margarita se quedó perpleja al escuchar tal frase. Por unos segundos no supo qué hacer, pero
el insulto, justificado o no, la lleno de rabia. Se levantó del asiento con nerviosismo.
—Cómo se atreve… Solo vine aquí por respeto a usted…— La tensión, las miradas, las
horripilantes palabras de doña Francina y la ofensa hacia su hija la estimularon a mostrarse segura
de sus próximas palabras. —Me importa un pepino aquel criminal. —dijo mientras señalaba hacia
la casa.
—Más respeto al difunto— comentó Amaurys.
—¡Cállese borracho! —vociferó Margarita —Todos aquí sabemos muy bien cómo era el
famoso Cocotazo.
Viri se espantó al escuchar aquella frase. Con la mirada y algunos ademanes, ordenó a la
seguridad que la sacaran de allí. Uno de los hombres agarró a Margarita por los brazos y con
—No tiene que tocarme, ya me voy —le decía con el ceño fruncido. Ella volvió la mirada
hacia doña Francina. —¿Usted cree que su hijo fue dueño de esa fábrica solo para producir
colchones?, ¿o se hace la tonta? —preguntó en tono sarcástico. Caminó hacia la puerta de entrada
los presentes. Amaurys se quedó observando la cara de todos y le produjo angustia y un deseo de
—Ese que está en ese ataúd, fue la salvación de este pueblo. Antes de él, ¿qué había aquí?
muchísimas calles rotas, problemas eléctricos, postes sin bombillos. Hay que ser sinceros, este
pueblo no era nada sin él. Cuando llegó, todo se arregló. Las calles se pasaban como el culito de
un bebé. No han vuelto a escuchar a niños gritar “se fue la luz”, ¿verdad?, a mí no me vengan a
hablar mal de él; ha hecho más que todos los que estamos aquí. —Observó de nuevo, y aún veía
la vergüenza en sus rostros, algunos levantaba sus cejas como si su discurso no fuese suficiente
para convencerlos de una buena reputación de Leomango.—Y si él trajo las drogas, ¿qué? ¿No
Las palabras de Amaurys reconfortaron a doña Francina hasta que mencionó las drogas. Ella
se sintió indignada, y un tanto decepcionada por el repentino giro del discurso. Agradecida, pero a
—Por favor, no digas cosas como esas. —dijo la anciana tratando de aferrarse a las agradables
—¿No?, ¿Y por qué está de policía cada vez que uno habla de él? Eso se lo acepto hoy, pero
para su entierro no me venga con disparates. Lo llamaré igual como dirá su lápida, Coco…—
detiene su lengua al observar las miradas coléricas de la madre del difunto y a la viuda. — Coco…
—Su lápida dirá Coquito. —respondió la señora en tono melancólico. La palabra “lápida” le
hizo recalcar la situación en la que estaba; no volvería a besarle la frente, abrazarlo, escuchar su
voz, ni mirarlo sonreír. La idea le robó gran parte de su energía, se sentía abatida e impotente. En
cambio, Viri estaba enérgica. Su paciencia no llegaba a más. Caminó hacia donde estaba su suegra.
—¡No joda más con eso! Mire señora, mañana por la mañana, resolveremos el asunto. La
lápida no tendrá ningún apodo y si vuelve a decir una palabra más, ¡la sacaré de la casa! —replicó
mientras señalaba hacia la pared que daba a la calle. Doña Francina se quedó con el deseo de
Don Sergio se colocó detrás de la anciana, puso sus manos en sus hombros y ligeramente la
dirigió a un asiento. Ella sintió vergüenza, y cubrió su rostro con sus manos.
Mientras el servicial hombre se dirigía hacia la caseta, una de las primas de Viri se le acercó a
doña Francina.
—Martha está preparando habichuelas con dulce. ¿Quiere que le traiga? —preguntó
—Me hace mal… no quiero nada. —contestó sin quitar sus manos del rostro.
Doña Francina retiró sus manos y vio que la chica desaparecía. Luego, fijo su vista en los
presentes. Algunos todavía comían del sancocho. Se mantuvo observando a los comensales
Mientras tanto, en la cocina de la caseta, Martha removía las habichuelas con dulce y Laura
medicinas. Lo volteó hacia la parte donde exponen las informaciones del medicamento. “tiempo
para hacer efecto: de ocho a doce horas” decía debajo de la sección de indicaciones. Ella miró su
reloj de mano y un sentimiento agradable entró en ella. Era como si la vida le diera migajas de
esperanza. En ese momento, vio a don Sergio salir de la caseta con una taza. Él se tropezó y parte
del líquido cayó en sus zapatos. Mientras él miraba su calzado, Ella fue a esconderse en un arbusto.
En la cocina, Martha le pidió el favor a Laura de buscarle una caja de pasas en el almacén. Ella
—¿Quién?
Martha salió de la cocina dejando la cuchara para remover dentro de la cacerola. La anciana
sacó el frasco de medicinas, lo destapó y vertió el líquido sobre el postre. En ese instante, Laura
salió del almacén y encontró a doña Francina con el frasco en la mano. Los dedos arrugados
cubrían parte de la etiqueta, solo se podía ver partes del diseño del medicamento. La señora tapó
el frasco rápidamente.
—Hola niña linda… al postre le faltaba un poco de… esto. —dijo titubeante. Una sonrisa
nerviosa se dibujó en su rostro mientras guardaba el frasco. Luego, Removió las habichuelas con
dulces. Sergio y Martha llegaron a la cocina. —Ah, ahí están. Ese es mi té ¿cierto?, Sergio, vamos
al quiosco a rezar por la seguridad de tu sobrina en su viaje de regreso a su casa. Ven niña linda,
acompáñanos. —decía con tanta alegría como si en ese día no hubiera pasado nada. Ella se le
acercó a la oreja de Martha. —Mientras rezamos, sirve el postre. Empieza por Viri, sabes que a
****
A las ocho de la mañana, doña Francina llegó a la funeraria del pueblo. Tenía un aspecto
tétrico, sus ojos brillaban por la gran humedad de sus lágrimas, sus mejillas estaban hundidas y su
paso era más lento que de costumbre. Su mirada se mantenía perdida en el suelo, parecía un muerto
viviente. Como había pasado el primer día sin su hijo, la nostalgia y l melancolía estallaron en ella.
Al despertarse esa mañana lloró tanto que hizo cambiar su aspecto al de una mujer sin esperanzas.
dijo que ambos se conocían. Alfredo llegó, la abrazó y le dio el pésame. Se disculpó por no haber
atendido al velorio, pues tenía diligencias que cumplir. A él le extraño que la pobre mujer, con tal
aspecto, anduviera sola y preguntó si le gustaría que llamase a alguien para que la acompañase ese
día. Ella se negó. Alfredo le informó que todo estaba listo para el entierro de su hijo. El día anterior
habían recibido todo lo necesario, lo único que faltaba era la información de la placa funeraria.
Esa tarde, la madre del difunto observó cómo colocaban el ataúd dentro del nicho. Los
únicos presentes fueron ella y los trabajadores de la funeraria. Su tristeza era evidente, pero cierta
satisfacción despertó dentro de ella al ver la bella placa de mármol y su grabado “Aquí yace el
cuerpo de Leomango ‘Coquito’ Méndez Jiménez”. Ella intentó convencer a Alfredo de eliminar la
parte que decía “Leomango”, pero por razones legales e integridad de la funeraria, no fue posible.
También, ella se sorprendió al escuchar a Alfredo decir que su cuerpo descansaría en un nicho y
que lo que tocaba para él era una placa funeraria. Esta información no era de vital importancia para
ella, pero aun así no se lo esperaba. A pesar de no obtener exactamente lo que ella deseaba, se
mantuvo orgullosa de sí misma y pensó que el recuerdo de su hijo se mantenía limpio como su
alma. Pasó horas hincada, rezando, con los brazos alzados y sosteniendo la fotografía del día de
playa.
Rápidamente, ella intentó abrir la puerta girando la llave en la cerradura, pero estaba estancada.
—¿Qué era eso que le puso a las habichuelas con dulce? —preguntó, ya estando detrás de ella.
Por fin, la puerta se abrió. Ella entró e intentó cerrarla con rapidez, pero don Sergio se lo
—¿Era laxante?
La anciana frunció el ceño, lo empujó con todas sus fuerzas y cerró la puerta. Los llamados y
hubo respuesta, el cuerpo de doña Francina se encontraba en la habitación, pero su mente estaba
en los momentos de felicidad reflejados en fotografías de su álbum. Ella pasó toda la noche
hablando con las fotografías, contándoles gozosamente los eventos que ellas mismas reflejaban.
Los días pasaban y la anciana cada vez se veía peor. Unas grandes ojeras se formaron en su
rostro y su peso bajaba paulativamente. En el pueblo se expandió el chisme del incidente de las
habichuelas con dulce, esto hizo que muchos por desconfianza y mala percepción hacia su persona,
dejaran de interactuar con ella. Víctimas de aquel desastroso evento la miraban con desprecio, pero
otras como Viri, se acercaban y le gritaban con furia cuando se la encontraban por la calle. La
anciana las ignoraba, pues para ella, el vacío que sentía por dentro era más digno de su atención.
Algunas personas como don Sergio aún se mantenían preocupadas por la señora, pero ella no les
velorio.
Ella iba fielmente todas las mañanas a visitar la tumba de su hijo y se quedaba allí hasta las
dos de la tarde. Rezaba con el estómago vacío; la comida le causaba nauseas en la mañana. A veces
intención de entretenerse, sino de olvidarse de todo y hacer que el tiempo pasara más rápido para
poder volver a la tumba de Leomango. A veces, se quedaba dormida frente al televisor sin cenar.
Una mañana, la anciana fue al cementerio como de costumbre, pero al llegar al reposo de su
hijo, quedó aterrada y furiosa. La placa había sido alterada. Sobre el grabado donde se suponía que
debía estar el apodo adorado por la señora, había una especie de tinta oscura que camuflaba las
letras. Debajo de ella estaba escrito en horrible caligrafía: “Cocotazo”. Ella buscó entre los
callejones a algún personal de lugar. Encontró a un hombre barbudo barriendo alrededor de una
tumba ostentosa.
—¡Oiga!, ¿Qué pasó aquí?, ¿Cómo pudo permitir que hicieran algo así?
Ella se detuvo frente al nicho y señaló con el dedo. El barbudo siguió la trayectoria de su
dedo y esto lo llevó a la placa. Él se acercó a ella, sin embargo, no pudo ver nada fuera de lo
común, la razón era porque su vista no estaba del todo bien. El hombre necesitaba gafas, pero
nunca hizo nada para resolver eso. En su escuela, Él era el payaso del salón y se burlaba de sus
compañeros de clase que tenían grandes gafas. Pensaba que si conseguía unas y se las ponía,
podría encontrarse por casualidad con uno de sus antiguos compañeros. Se burlarían, y él no
tendría palabras con qué defenderse. Para no levantar sospecha de su estado de visión, él
—Señora, al igual que usted, yo también duermo. — Él escuchó a la mujer gruñir de furia. Era
como si un perro observara a un desconocido a través de una ventana. Se rascó la cabeza mientras
buscaba a alguna opción para la señora. —Puedo hablar con alguien que conozco para que se la
Media hora después, doña Francina fue a la jefatura de policía. Estaba muy molesta debido a
que el compañero del hombre del cementerio le había pedido una gran suma de dinero por su
trabajo y ella no deseaba pagar por algo que la justicia debía hacerse cargo. Se pasó toda la tarde
explicando la situación en la que se encontraba y pidiendo una vigilancia constante del nicho. El
jefe de policías alegaba que la prioridad de sus servicios era con los vivos, pero que de vez en
cuando podría enviar a alguien que echara un vistazo a la tumba. La señora refunfuñó y hasta chilló
como niña, pero todo fue en vano. Al final, sus berrinches venían con insultos a todos los que
estaban en el local. El escándalo fue tan grande que el jefe tuvo que pedir que sacaran a la mujer.
Ella se negó a salir y tuvieron que halarla con gran fuerza de sus huesudos brazos.
Fue a casa y puso productos de limpieza, trapos y papel higiénico en una mochila. Regresó al
nicho e intento por un largo tiempo desaparecer la mancha. Fue inútil, la sustancia oscura se
mantuvo intacta.
Luego, se dirigió hacia la funeraria. Le explicó a Alfredo todo lo sucedido ese día. Pidió por
algún tipo de servicio de seguridad de tumbas, a lo que Alfredo le explicó que no era parte de sus
servicios. La paciencia de doña Francina estaba tan agotada como su cuerpo. Se tragó los insultos
que su mente creaba para él y solamente le pidió que hiciera una nueva placa. Él aceptó, hizo el
En la tarde del siguiente día, la nueva placa fue colocada y la anciana se reunió con el hombre
del cementerio y el joven que se ocuparía de la vigilancia en las noches. Le pagó y pidió a los
hombres que se retiraran para estar a solas con su difunto hijo. Rezó como de costumbre, pero
Un miércoles, la señora amaneció con mareos. Intentó rezar, pero se sentía muy mal para poder
hincarse. pensó en ir al hospital, pero cambió de parecer. El médico le preguntaría por qué estaba
en tan mal estado y tan delgada. Tendría que explicar todo lo acontecido para que el pudiera
entender su desmotivación al desayuno. Él la reprendería por evitar la comida más importante del
día, y podría preguntarle sobre lo ocurrido con el laxante en el día del velorio.
Decidió comprar varias proteínas, pensando que eso le ayudara a fortalecerse y que le sería
más fácil de digerir en las mañanas. Al pasar por su coqueta para tomar su bolso, se encontró con
—¡Mejor ayúdame a mí! —gritó frunciendo el ceño. —Sal de ese cristal y convence a esta
gente estúpida de que mi hijo fue un regalo divino del cielo. Un mártir lleno de bendiciones y
amor. ¿Por qué te quedas callada?, ¿acaso no crees mis palabras? —.El reflejo bajó la mirada
mientras lagrimas caía de sus mejillas. —repite conmigo, Coquito fue un bueno. Repite… no te
El reflejo abandonó la habitación en su mundo de cristal. Doña Francina esperó a que volviera
para poder escuchar las palabras. No volvió. Ella, molesta, tomó su bolso y salió.
Al regresar del supermercado, preparó su bebida con agua, y solo tomó la mitad del vaso; el
resto lo echó en el fregadero. Esto la hizo sentir mejor y se preparó para ir al cementerio. Al llegar
a la tumba, doña Francina aceleró su respiración, concentró sus fuerzas en sus puños tambaleantes,
y frunció el ceño. Habían vandalizado la placa de nuevo. Lanzó un gritó espeluznante, como si
—Me dijo que estuvo vigilando toda la noche, excepto cuando tuvo que orinar. Quizás
—¡Mentira! Probablemente le hayan pagado para hacerse el pendejo. ¡Dígale que me devuelva
mi dinero, ¡Ese delincuente! Ese… —un pensamiento la hizo detener su reprimenda mientras
—¡ Me quiere ver la cara de idiota! ¿Cuánto le están pagando a usted y al bueno para nada de
su compañero?, ¿es que no tiene nada de consideración?, ¿cómo se atreven a faltarle el respeto a
trataba de calmarla. Le aseguraba que no sabía de lo que hablaba. Ella no hacía caso, la lluvia de
—Hablaré con el joven y le devolverá su dinero. Cálmese por favor, solo quise ayudar. —Esa
última frase la hizo enfurecer más, él tragó en seco y sacó su teléfono móvil. — Vea, lo llamaré.
Le devolverá su dinero.
El tiempo pasó, y el ambiente se hacía más y más caluroso. El mareo volvió atacar a la
—Señora, yo no veo…
—¡Cállese y deme el dinero! Si escucho una palabra de usted le juro que le romperé el
La amenaza hizo efecto, el joven le pasó el dinero rápidamente. Ella lo tomó sin contarlo.
lado a lado.
Luego de una caminata, que la anciana sintió eterna, llegó nuevamente a la funeraria. Fue
directamente al baño. Abrió el grifo del lavado y se enchumbó de agua la frente y el pecho. Esto
le hizo sentirse ligeramente mejor. Al salir preguntó a la recepcionista por Alfredo, pero este estaba
fuera del pueblo. Pidió que se le hiciera nuevamente una placa a su hijo. Al momento de cobrar,
ella se dio cuenta que no le alcanzaba para la placa. La recepcionista vio el dinero en los dedos
huesudos de la señora y le sugirió una de plástico. El cansancio, mareo, calor y la poca cantidad
La mareada mujer salió de la funeraria refunfuñando. Odiaba la idea de que la tumba no tuviera
una placa digna del difunto. De repente, al acercarse a una esquina de la acera, se encontró con
Margarita. Esta se dirigió hacia ella, sonriendo mientras doña Francina apretaba los puños.
—Qué bueno que me la encontré. La estaba buscando. Quería pedirle perdón por lo que le dije
en el velorio. Por favor Francina, déjese ayudar. Mire el estado en el que se encuentra. Está tan
flaca…
—¡Métase en sus asuntos! —exclamó mientras continuaba el paso en dirección hacia su casa.
Margarita le siguió.
—¿Está usted alimentándose bien? Dígame, como amigas, ¿Por qué puso laxante a…?
vagabunda suya.
Margarita cerró los ojos y los estrujó mientras respiraba hondo. Buscó la paz en su interior y
La pregunta de Margarita la hizo sonreír. Encontró a quien la dejaría descansar. Si ella pedía
su perdón, lo encontraría si se convirtiese en la vigilante del nicho. Detuvo su paso y la miró con
dulzura.
—Amiga mía, todo quedará en paz entre nosotras si usted decide cuidar la tumba de mi hijo
en las noches.
—La placa de mi hijo fue manchada dos veces. He tenido que pagar por reponerla y no tengo
más dinero. La policía no quiere hacer nada, y yo no encuentro qué hacer.
—Pobrecita.
—Usted la cuidaría por las noches, ¿cierto? Por lo menos hasta que pueda reponerme.
—¿De noche?
—Sí.
—Yo no puedo… es que … No me hace bien el sereno. ¿Qué tal si le dice a don Sergio? Él
podría aceptar, es hombre tan servicial.
Doña Francina se sintió decepcionada y molesta de que su dizque amiga no quiso aceptar la
oferta, pero puso sus esperanzas en don Sergio. Como la señora ya no le servía para nada, ella se
mantuvo en silencio todo el camino. Al llegar a la puerta de su casa, aún Margarita se encontraba
decrépita señora se preparaba una sopa mientras escuchaba los gritos coléricos de su antigua
Esa noche, doña Francina se dirigió a la casa de don Sergio. Tocó la puerta y al abrirse, se
encontró con su amigo llevando una franela blanca y unos pantalones de pijama oscuros. Ella lo
miró con una gran sonrisa. Él la invito a pasar. Se sentaron en un sofá de la sala.
negra. La policía no está interesada en ayudarme. ¿Podría ocuparse de vigilar el nicho por las
—Vamos Sergio, ¿usted permitirá que se siga faltando el respeto a la memoria de mi pequeño?
—No puedo, lo siento. Pero quizás podríamos hablar con Viri para que nos ayude con esto.
—Probablemente sea ella y su gente la que estén causando todo este problema.
—¿Por qué piensa que ella sería responsable del vandalismo de la placa? Era su esposa, y lo
amaba…
—Lo sé, pero no ha respondido a la pregunta, por qué cree que ella misma causaría…
La anciana se quedó en silencio pensando si sería conveniente revelar lo que hizo con la placa.
Tenía el presentimiento de que no lo tomaría bien y empezaría una discusión. Como no tenía otra
forma de evadir sus preguntas, y deseaba que su amigo le ayudara, decidió contarle.
—Mire, le contaré algo, pero si me viene con sermones, abandono esta casa y no volveré a
dirigirle la palabra.
—Está bien.
—Por eso desconfía de Viri… un momento… ¡por eso vertió laxante en las habichuelas
con dulce!
—Sí, pero usted no me la quiere dar. Nadie quiere hacerlo. ¡Gracias por nada! —Abrió la
—Mejor hágalo por usted y por los otros idiotas del pueblo.
La mañana siguiente, la anciana llegó al cementerio con una mochila en su espalda. Estaba
preparada para quedarse allí y proteger la placa. Llevaba botellas de agua, medicinas, un trapo,
una linterna y una almohada. Se sentó en el piso, colocó la almohada junto al nicho y puso su
espalda sobre ella. El hombre del cementerio la miró, ella lo observaba con desprecio. La imagen
tenebrosa de la mujer hizo efecto en él y decidió ocuparse de sus asuntos y dejarla sola. Alrededor
del mediodía, llegaron los de la funeraria a colocar la nueva placa. La señora estaba empapada en
sudor. El mareo volvió a ella, trató de mitigarlo enmudeciendo un trapo con agua proveniente de
una botella trajo en la mochila. Miro hacia el cielo y se encontró con ángeles blancos y grises.
—Miren, allí—les dijo a los de la funeraria sonriendo y señalando hacia arriba. —ángeles
me están saludando.
Los trabajadores levantaron la mirada, pero solo vieron a un grupo de palomas. Decidieron
estaba preparada para el frío. Pensó que el sofocante calor se extendería hasta la noche. Utilizó la
mochila como sábana e intentó dormir. De repente, escuchó el sonido de pisadas, poco a poco se
hacía más fuerte. Notó una silueta que se camuflaba con la oscuridad. Rápidamente, tomó la
—¿Quieren vandalizar? ¿Eh? Atrévanse ahora que estoy aquí. ¡Víboras!, ¡demonios! —gritó
mientras temblaba.
Se quedó observando a su alrededor por unos minutos y luego miró hacia la placa. Su boca
se abrió tanto como sus parpados. No podía creerlo; la mancha y el sobrenombre odiado por ella
estaban allí. Notó que de la sustancia oscura salían líneas negras que se deslizaban en diferentes
direcciones. Se convirtieron en letras. Vocales y consonantes se agruparon para formar una copia
exacta del apodo. Ella se estremeció al ver que la mancha repetía el proceso velozmente. Pronto
no hubo espacio para más palabras en la placa. Luego, las letras invadieron el suelo y se
aproximaron a la señora. Se subieron a sus piernas. Doña Francina intentó retirarlas con las manos,
sin embargo, fue inútil; estaban tatuadas en su piel. El terrorífico suceso la espantó tanto que cerró
sus ojos.
—¡¿Qué esta pasado?! —gritó mientras cubría su rosto con las manos—. ¿Como es esto
posible?, ¡Una pesadilla! Sí, me habré quedado dormida… aunque no recuerdo haberlo hecho. —
Sonrió a la llegada de una idea —Tal vez me dormí el día de playa. Ojalá que sea así, quiero abrir
mis ojos y volver a ver a mis padres y a mi querido Coquito. Quizás si me duermo aquí junto a mi
hijo por fin despierte donde debo estar. —sin abrir sus ojos, se acomodo en el suelo. durmió pero
Pasaron dos días desde la muerte dona Francina. Don Sergio, como siempre servicial, se
ocupó de todo el proceso. Encargó una hermosa placa en mármol con la inscripción “Aquí descansa
el cuerpo de Francina Jiménez Alma, Gran madre, amiga y creyente”. Su ataúd le quedaba justo al
lado del de Leomango, en el mismo nicho. Muchos asistieron a su velorio y entierro a pesar de lo
ocurrido con las habichuelas con dulce. Viri no fue a ninguno de los eventos; sabía que su suegra
hizo todo el embrollo del laxante para controlar lo que diría la placa.
Una semana después, era el día del cumpleaños de Leomango. Viri fue al cementerio y se
dirigió hacia el nicho. Observó las placas y gruñó al ver el contraste; la de su suegra era preciosa
mientras que la de su esposo era de plástico. Inhaló profundamente y rezó por el alma de
Leomango. Luego, se quedó mirando la inscripción «aquí yace Leomango “Coquito” Méndez
—Aló, Martha. Llama a la funeraria y diles que me pongan una placa para mi esposo. La
Montebelleza. allí se situaba el asilo de ancianos Bondad y Socorro, un gran local compuesto de
dos pisos, parque de recreación y comodidades que harían que cualquier anciano se sintiera a gusto.
En un día de verano el reloj de pared del vestíbulo marcó las doce, y el olor de caldo de
pollo invitó a inquilinos y trabajadores a acercarse al comedor. Algunos ancianos que pernoctaban
en el segundo piso sabían por costumbre la hora del almuerzo, y ni siquiera tenían que mirar su
reloj para saber cuándo la comida era puesta en la mesa. Esas personas de la tercera edad servían
como aviso para los menos perspicaces de que era la hora de comer. A los pocos minutos, un gran
grupo de ancianos, acompañados de sus cuidadoras, entraron al comedor y tomaron sus respectivos
asientos. Entre ellos se encontraba Manuel Méndez Solano, un hombre de unos setenta años. Sus
manos frágiles y agitadas eran sujetadas por una de las nuevas cuidadoras del establecimiento. Él
era calvo, con la cabeza reluciente como su sonrisa y sus zapatos. Tenía la cara ancha y afeitada.
Llevaba camiseta azul océano con diseños playeros: arboles de coco, sombrillas, y veleros. Vestía
con pantalón largo, como todos en aquel lugar; los mosquitos siempre estaban al acecho de alguna
pierna descubierta.
El comedor no estaba limitado por paredes, solo tenía un techo y cuatro columnas que los
sostenían. Había mesas rectangulares cubiertas de manteles y sillas de bambú con cojines
incluidos. Desde la entrada, se podía mirar el pequeño parque para los ancianos. Estaba repleto de
grandes zonas verdes y flores. En el centro había un kiosco y junto a él, una mesa de ajedrez con
en la mesa de enfrente. Era el residente más alto del asilo. Ambos cruzaron miradas, Manuel sonrió
y le saludo con la mano; Javier desvío la mirada sin responder. Teresa, una del personal de
—Excelente, gracias.
perdió en el precioso verde del parque. Se quedó observando unas flores de pétalos amarillos que
estaban colocadas muy cerca del kiosco. Hacía unos meses, El anciano miró como un jardinero
plantaba las semillas. Aquel día se encontraba sentado frente a la mesa de ajedrez. Tenía el mismo
temblor en sus manos, pero su aspecto era diferente. Llevaba una gran barba blanca con pelos
disparejos, una camisa azul oscura, desteñida y estrujada, y unos jeans manchados de una sustancia
blanca. Miraba su entorno con su ceño fruncido. Ángela, su cuidadora asignada, hablaba con una
de sus compañeras mientras que algunos ancianos platicaban sentados en los bancos del parque.
De repente, Manuel escuchó unos pasos detrás de él, giró la cabeza y se sintió decepcionado al ver
a una anciana caminar en dirección al grupo del banco. El barbudo se sintió estremecido y expulsó
parte de su estrés y tristeza en un soplido. Su mirada se quedó clavada en las piezas de ajedrez.
Hacía tres semanas Manuel se había alistado para ir a desayunar. Era un día común y
corriente. Tomaba bastante tiempo para vestirse, y cepillarse los dientes era una molestia. Sus
dedos se agitaban tanto y en diferentes patrones que a veces se untaba pasta dental alrededor de
sus labios y de vez en cuando, caía en sus pantalones. Usaba los mismos jeans hasta para dormir.
Se ponía camisas estrujadas y algunos botones no se los abrochaba, eran un fastidio para él. Su
calzado era unos zapatos negros desgastados con pequeñas aberturas en las suelas.
habitación de al lado, al ver que Manuel apareció en el pasillo, siguió manteniendo dos metros de
distancia. Al llegar a la zona del ascensor, Manuel se encontró con un grupo de personas dentro
Manuel la miró seriamente sin decir una palabra. Ángela giró su cabeza de lado a lado
dejándole saber a la mujer que debía soltar el botón. La puerta se cerró y la gente descendió
acompañada de leves ruidos de roce de metal. Después, Manuel se acercó al botón para pedir el
elevador y lo presionó.
haló la silla para él. Era una joven de unos veinte años, su uniforme estaba reluciente y aún
preservaba el olor a nuevo que usualmente se percibe al sacar ropa de un paquete. Le sonrió con
dulzura, como si fuera una niña que acababa de aprender a montar bicicletas. Ángela puso su palma
Todas las miradas se dirigieron hacia él. Ángela salió rápidamente del comedor. La
bondadosa joven estaba aterrada. Pensó que ese sería su primer y último día de trabajo en aquel
lugar.
—¿Por qué? Yo… yo… eh… puede contar conmigo. Le ayudaré…
Una mujer con bata blanca, de unos cuarenta años, rápidamente tomó a la cuidadora del
brazo y la sacó del comedor. La cuarentona la dirigió hacia una oficina cerca de allí. El cuarto
estaba lleno de estantes repletos de libros de psicología. Al fondo se encontraba una mesa con un
sillón reclinable detrás. En frente, había dos sillas de plástico. La señora de bata blanca se sentó
en el sillón, mientras que la jovencita se quedó parada. Le temblaban las rodillas y se mordía el
labio mientras evitaba mirarle a los ojos. Guio su vista hacia la mesa, en ella solamente había una
—Dígame su nombre. —dijo la señora mientras sacaba una carpeta de una de sus gavetas.
—Sí, me dijeron que la esperara en el comedor. Lo que pasa es que vi al pobre señor tan
—Ese hombre es una persona muy cerrada. He tratado de ayudarle, pero no ha habido buen
—No lo sé. Déjelo tranquilo. Por favor, infórmeme de cualquier cosa importante que ocurra
con los ancianos, pero recuerde, manténgase realizando sus labores y solo interactúe con los
pacientes del primer piso. Cada uno de ellos han vivido múltiples experiencias de épocas muy
diferentes a las de ahora. Hay que actuar con mucho cuidado. No queremos que pase algo como el
día de hoy, ¿cierto? —Marina pregunto en voz calmada, como si quisiera dejarle saber a su
interlocutora de que no debía temer por quedar desempleada. Teresa giró su cabeza de lado a lado,
Al atardecer, Manuel se sentó en uno de los bancos cerca del kiosco. Desde allí, miró a dos
ancianos jugar al ajedrez. Uno era muy alto. Tenía el pelo blanco y llevaba un recorte igual que
Elvis Presley en su juventud. El otro solo tenía cabello desde la nuca hasta las sienes. Su cabeza
descubierta parecía un gran huevo marrón sostenido por nieve. Llevaba gafas redondas y grandes
sostenidas sobre una enorme nariz romana. El hombre alto apoyó sus dedos sobre uno de sus
alfiles negros.
—¡Jaque Mate! —Gritó alegremente. Rio a carcajadas de una forma tan exagerada que
pareciera que hubiera ganado el premio mayor en un concurso de televisión. Mientras el anciano
celebraba, su compañero miraba el tablero perplejo. Señaló diferentes cuadros del tablero, como
si estuviera repasando lo que acababa de suceder. El hombre alto sacó una libreta y un pequeño
lápiz de su bolsillo del pantalón. —Tengo una idea, Anotaré en esta libreta cada partida ganada,
¿qué te parece? —Sin esperar respuesta, trazó una larga línea en medio de la libreta. Manuel pudo
observar que del lado derecho, escribía algo con delicadeza y lentitud. Al terminar, marcó una
línea debajo. Luego, pasó hacia el extremo izquierdo de la libreta. Su vista no era perfecta, pero
Aquel día dos líneas fueron colocadas en la libreta, ninguna de ellas estaba en la sección
de Julio. Lo que ocurrió una vez se convirtió en rutina, Manuel se sentaba en el mismo lugar a
observar a los mismos ancianos jugar ajedrez. Las celebraciones del hombre alto se hacía
recurrentes e irritantes. El anciano de anteojos permanecía callado, frunciendo el ceño. De vez en
Una mañana en el comedor, Manuel notó que Teresa lo observaba mientras él llevaba su
cuchara a su boca. Gran parte de la papilla caía sobre sus piernas. La mirada constante de la joven
le molestaba. Estaba listo para armar un escándalo y discutir con la cuidadora, pero el anciano de
—Buenos días.
—Sí, me gustaría.
—Está bien. —Dijo Manuel sin darse cuenta de sus palabras. Nunca hubiera pensado que
alguien aparte de las cuidadoras intentaría interactuar con él. Pensaba que la única razón de
dirigirle la palabra era para indagar en su vida privada y tratar de aprovecharse de él de alguna
manera. Colocó su mano en una de sus sienes y la rascó ligeramente. Reflexionó sobre lo que
acababa de suceder y decidió no bajar su guardia; pensó que quizás aquel anciano utilizaría el
Esa tarde los dos ancianos se reunieron y empezaron una partida. Manuel analizaba sus
jugadas con rapidez, sin embargo, Julio tardaba aún más para hacer su movida que con el hombre
alto.
—Ese Javier, se cree el mejor del mundo. Es molesto, ¿eh? —Dijo Julio riendo.
—El señor que siempre jugaba al ajedrez conmigo. Debes saber quién es. Nos has visto
jugar.
La pregunta hizo que Manuel apretara los puños. «Lo sabía, nadie viene donde mí sin
esperar algo a cambio. ¿Quién se cree este para preguntarme de mi vida privada? Seguramente
—No tienes que hablar de eso si no quieres. —comentó Julio sin quitar sus ojos del tablero.
de ajedrez y pensó que sería una pena perder esa oportunidad de jugar con alguien.
Javier se aproximó a la mesa. Saludó a ambos con un «buenos días». Los jugadores se
quedaron callados. Era el turno de Manuel y su mente estaba concentrada en la siguiente jugada,
por otra parte, Julio observaba el tablero tratando de recordar cómo las piezas llegaron donde
estaban. Javier volvió a saludar, esta vez en voz alta, queriendo más llamar la atención que
desearles un buen día. Ambos ancianos le respondieron al saludo. Manuel hizo su jugada. Javier
miró cómo Julio se inclinaba hacia adelante y fijaba su mirada en los cuadros y las piezas.
Julio hizo su jugada y esta fue su última. Manuel movió su reina acorralando al rey.
—Jaque Mate.
Javier rio a carcajadas, como si hubiera sido el que hubiera ganado la partida.
—Estoy cansado, Me iré a dormir. —dijo Julio mientras se estrujaba los ojos.
Manuel miró de reojo a Javier, aquel anciano tenía las cejas alzadas y una sonrisa siniestra.
Ambos ancianos salieron del parque, y Javier se quedó buscando alguien con quien pudiera
mostrar su superioridad. Llegaron a la zona del elevador. Julio presionó el botón y las puertas se
abrieron. El anciano cabeza de huevo entró, y miró a su compañero mientras las puertas se
cerraban. Se dio cuenta de que algo le preocupaba a Manuel. Rápidamente, presionó el botón que
—¿Viene? —preguntó gentilmente con una gran sonrisa. Con lentitud, Manuel y Ángela
entraron al ascensor.
Desde de ese día las partidas de ajedrez entre Manuel y Julio se hicieron rutina. Teresa los
observaba mientras cumplía con sus tareas. Las constantes reuniones entre los ancianos le hicieron
pensar que Manuel había cambiado. A pesar de no verlo sonreír, el hecho de que compartía tiempo
con otro anciano era suficiente para ella para volver a intentar ayudarlo. El aspecto de Manuel le
recordaba a su padre quien había muerto de un ataque al corazón un año atrás. Ella lo cuidó hasta
su último día. Aquel anciano gruñón le despertaba el deseo de volver a aquel tiempo en el que
Todos ya disfrutaban de su sopa de pollo. Observó que Manuel llevaba su cuchara hacia su boca,
parte del caldo cayó sobre la mesa. Se acercó a él y aprovechó un momento en el que dejó su
cuchara sobre una servilleta. Ella la tomó y él la miró enojado. Estaba a punto de explotar de ira.
Ella, como si fuera una criatura indefensa, lentamente retrocedió y volvió a sus labores. Esa tarde,
como de costumbre, los ancianos empezaron su partida. Julio estaba mucho más alegre que de
costumbre.
A pesar de que Manuel podía entablar conversación con Julio, aún mantenía sus sospechas.
Era muy extraño de que de repente quisiera compartir tiempo con él. Le encantaba su compañía,
pero nunca dejaba de estar alerta por cualquier engaño que se avecinara.
Era el turno de Julio, y su usual señalamiento de cuadros del tablero tomó mucho más
tiempo que lo de costumbre. Se rascaba la sien varias veces y se acercaba a sus piezas mirándolas
con atención. Luego, miraba hacia los lados. Manuel formó puños, «algo tiene entre manos este
—Eh... en forma de “L”. —respondió Manuel atónito por tal extraña pregunta.
Julio levantó su pieza de caballo, lentamente pasó tres cuadrantes al frente y se detuvo.
Miró la pieza como si estuvieron inspeccionándola y luego de una larga pausa, la pasó por seis
—El caballo debe pasar tres cuadrantes al frente y uno a la izquierda o a la derecha.
—Eso fue lo que hice. Mira mi pieza estaba allí. —respondió Julio mientras señalaba un
cuadrante equivocado.
Esa tarde, Manuel casi perdió la paciencia. El juego se tornó extraño, Cada vez que su
contrincante jugaba, sus piezas realizaban nuevos movimientos. Manuel estuvo a punto de
cuestionarlo sobre sus reales intenciones con él, pero no se atrevió. El tenerlo de enemigo le
—Estoy cansado. —dijo mientras bostezaba. Sin decir nada más, dio la vuelta y salió del
parque.
que estaba de espaldas, su cabeza le hizo identificar a su compañero. Estaba confundido por la
extraña partida del día anterior, pero al verle la cabeza le hizo formar una teoría de lo ocurrido.
Ese mes era caluroso, y su cabeza pudo calentarse tanto como huevo hervido. El ardiente sol debió
trastornarle los pensamientos. «Le dejaré mi asiento, está más cerca del árbol y puede que la
sombra lo proteja del sol» pensó. Le tocó en uno de sus hombros y este volteó.
—Manuel—respondió perplejo. El anciano con gafas se rascó la sien mientras alzaba una
de sus cejas. —Hemos estado jugando ajedrez toda la semana, ¿no lo recuerda?
—No, no sé quién es usted.
Desde ese día, la mesa de ajedrez se quedó vacía. Manuel intentó motivar a su compañero,
pero este respondía de la misma forma. «No puedo, estoy cansado». Todo volvió a ser como antes,
pero esta vez, el semblante de Manuel tuvo un tono melancólico. Sintió aún más su soledad después
de perder lo más cercano que tuvo por amigo. Dejó de salir al parque, pues la mesa de ajedrez le
recordaba los únicos momentos de felicidad que tuvo en el asilo. Después de las comidas, subía a
su habitación y se quedaba allí el resto del día. Así se mantuvo por una semana.
Una tarde, sentado en su asiento del comedor, notó que Julio no estaba en su lugar
predilecto de mesa. Se estremeció. Pensó que la muerte se había llevado a su compañero. Recordó
el día en que lo invitó a jugar en el parque y lo bien que se sentía… De repente, Teresa se le acercó
a Manuel con una sonrisa cargada de nerviosismo. Esto lo hizo salir de sus recuerdos.
—Sé que le encanta jugar al ajedrez. ¿Qué tal si apostamos? Si gano, contará todo lo que
era un fastidio enorme para él. Se quedaron en silencio por unos momentos.
Manuel sintió que su pregunta era una forma de presionarlo a tomar una decisión inmediata.
Esto le cargaba de furia, «¿Por qué la prisa? ¿! ¿¡Acaso debo contestarle cuando a ella le dé la
gana!? ¿En qué estaba pensando? ¡Ah! Esta tonta me hizo olvidar, ahora me la pasaré todo el día
—¡Déjeme en paz! —gritó furioso. Ella se espantó mientras los demás cuidadores y
ancianos mantuvieron la calma como si allí no ocurriese nada. Ella dio unos pasos atrás, giró
lentamente sin quitar los ojos del anciano y caminó hacia la puerta de salida. Mientras se marchaba,
—¡Eh!, espere. —ordenó el anciano. Teresa Volteó. —¿Qué pasó con Julio, el que se
sentaba allí?
—¿Su amigo?
La respuesta le hizo sentir un ardor agradable en el pecho que aliviaba sus angustias. Estaba
contento de que su compañero aún vivía. Por otra parte, Teresa estaba dolida, pensaba que su
trabajo pendía de un hilo por culpa de su espíritu bondadoso. Se mordía las uñas mientras se
acercaba a la oficina de la psicóloga. Por unos instantes, pensó no entrar y quedarse callada, pero
su sentido moral era más fuerte que sus huesos. Tocó a la puerta, y Marina le invitó a pasar. Se
mantuvo inmóvil por unos segundos, reuniendo el valor para abrir. Giró el manubrio y empujó la
puerta.
sentó frente a Marina y esta le observaba en silencio. No hubo palabras durante un minuto. Esos
sesenta segundos se sintieron como diez minutos. Teresa estaba aterrada, y no entendía como
Marina podría permanecer sin perder la paciencia ante la demora de la razón de su visita. En su
mente casaba palabras de cortesía para suavizar el mensaje, pero su deseo de que todo pasara
rápido le hizo desistir. Respiró hondo e intentó mirar a Marina a los ojos.
—El señor Manuel me ha gritado. Lo he visto tan triste que…—Teresa se detuvo al mirar
a Marina acariciarse la frente con los ojos cerrados. Sabía que estaba molesta y cansada de sus
le contaría a usted todo lo que le ocurre. Si perdía, le prometí hacer lo que desease. Él se molestó
conmigo y me pidió que me fuera. Antes de irme, me preguntó por el paciente Julio, y le dije que
estaba en el hospital.
—Eso espero. Usted tiene un buen corazón, pero no todo lo que se hace por amor da buen
resultado. No debemos apresurar las cosas. Sé lo que hago. —Marina notó un ligero temblor en
las manos de Teresa. —Tranquila querida, no perderás tu trabajo, pero por favor, que no se repita.
servilleta los pedazos de almuerzo que se quedaban en su barba. Su pantalón acumuló una nueva
mancha debido a la salsa de tomate del espagueti que cayó sobre él. Sintió algo en su hombro y al
voltear, se encontró con Javier. Sonreía mientras giraba su cabeza y su mirada hacia el parque. Sin
Ya sentados, Javier empezó a escribir sus nombres en la libreta mientras que Manuel
organizaba las piezas. Escribió «Javier» en letras molde muy elegantes, delgadas y curveadas.
—Manuel.
separó ambos nombres con una gran línea vertical. Solamente con su escritura, Manuel pudo ver
más allá como era tal señor de gran estatura. En otras circunstancias estaría distanciado de él, pero
su deseo de jugar lo mantenía sentado allí. Javier empezó la partida moviendo uno de sus peones.
con detenimiento. Se preguntaba si aquel hombre querría sacar provecho de él, si tenía alguna
intención macabra escondida en ese juego de Ajedrez. Pensó que sería bueno interrogarlo, así
—Me fui de vacaciones con mi familia. Anduve por Europa y Asia. Visité por quinta vez
treinta y seis países, una locura ¿cierto?, vaya que me encantan esas cafeterías francesas, tanta
elegancia, y esa baguette. Mmm… ¡Puro manjar! ¿Acaso usted ha ido alguna vez? ¿No? Es una
lástima… pero quién sabe, quizás lo invite algún día. ¿Qué tal Alemania? Esas montañas son
preciosas en las mañanas, un paraíso para la vista. No me diga que no las ha visto. ¿Qué tal Asia?
,¿la muralla china?, ¿La ciudad de Tokyo?, ¿Nada? Vamos hombre, usted tuvo que haber viajado
a algún lugar. Con lo viejo que está, debió haber visitado varios países. ¿Qué edad tiene? No me
lo diga. Noventa años, ¿cierto? ah, seguramente; y si no, estaré cerca. Tengo gran habilidad con
los números. Sepa usted, que en mi vida me he ganado la lotería tres veces. Una locura, ¿cierto?,
No estoy en libros de récords porque he pedido que no me incluyan. Hay que ser humilde. Además,
es bueno dar oportunidad al que quiere intentar. El fracaso es el mejor maestro dice algunos, pero
—Jaque Mate—Dijo Manuel colocando bruscamente su torre para derribar al rey blanco.
Javier se puso pálido. Miró las piezas como si hubiera habido una guerra real y estuviera
aterrado por la muerte de sus soldados. Sintió frío dentro de su pecho, y tragó saliva varias veces.
No pudo darse cuenta de que Manuel lo observaba con una mirada de desconfianza, como si
pensara que él estaba actuando. El frío en el pecho desapareció de repente. Lo sustituyó un ardiente
sentimiento que le hacía apretar los puños y fruncir el ceño. Tenía deseos de cobrar venganza por
los caídos: Sus caballos, una torre, un alfil, cinco peones; y su rey. Cerró sus ojos por unos instantes
—No se acostumbre, eso es un regalo para usted. Me dio tanta pena que me dije a mí mismo
«Hombre, déjelo ganar, no todos tienen el don que usted tiene. Apiádase de él. Dele un momento
de felicidad, que pruebe el dulce néctar de la victoria ante un profesional». Prepárese, que ahora
estrategia para llegar al rey. De repente, Javier le tocó la mano y automáticamente Manuel le miró.
Ambos se quedaron en silencio. «¿Por qué me habrá tocado?, ¿no va a decirme nada?, ¿qué estará
—¿Qué? ¿Por qué me mira así?,¿Acaso tengo algo detrás? —dijo Javier mientras volteaba.
Se mantuvo mirando hacia atrás por cinco segundos. Manuel estaba confundido, no entendía nada
de lo que pasaba. Luego, Javier volvió su cabeza y se inclinó hacia el tablero. Observó las piezas
—Esas piezas no estaban allí. ¡Tramposo! Búsquese a alguien más para sus engaños. —
dijo Javier furioso. La libreta estaba encima de la mesa, con cuatro líneas marcadas debajo de la
sección de Manuel. La tomó y con el pedazo de borrador de su lápiz, eliminó toda la sección con
bruscos movimientos. Sin decir nada más, salió del parque. Manuel se quedó sentado, estaba
Durante el resto de la tarde se mantuvo pensado en su situación: Julio no estaba allí, pero
aunque estuviera, el juego no valdría la pena. Las reglas no serían respetadas y el juego se
convertiría en un fastidio al recordar en cada turno como se movían las piezas. Javier era un caso
perdido. El hombre era tan egocéntrico que no se atrevería a arriesgar sus victorias con él. No tenía
a nadie con quien jugar. Recordó la petición de Teresa. Luego, se levantó del asiento y fue a
buscarla. La encontró ayudando a sentar a una anciana. Le tocó en el hombro y ella volteó.
—Acepto su propuesta. Mañana jugaremos, pero con una condición. Si gano, jugará
conmigo en las tardes sin decir ni una palabra. Es más, no quiero que vuelva a tratar de buscarme
conversación o preguntarme nada. —dijo molesto. Sin decir nada más y sin esperar por la
Como fue acordado por Manuel, en la tarde del siguiente día, él estaba esperando por
Teresa. Su mirada se quedó clavada en las piezas. Súbitamente, Marina se sentó frente a él.
ceño. —Ella está indispuesta el día de hoy, si no le molesta jugaré con usted, pero con una
Manuel alzó las cejas sorprendido. Ella lo miraba con detenimiento y esto le hacía
incomodar. Su mirada era analítica, como si tratara de encontrar partes de su historia en la piel.
Segundos pasaron y ella se quedó en silencio. «¿Acaso espera una respuesta de mí? No diré si
estoy de acuerdo o no, sabrá Dios que planea esta mujer» pensó. Organizó las piezas en silencio.
Pasó media hora y la batalla fue épica. Solo dieciocho piezas dejaron el tablero, pero todo
se sintió como el momento decisivo de una guerra. El turno de Manuel terminó con un alfil muy
El anciano sintió su derrota como una daga sobre su pecho. El acuerdo con Teresa nublaba
Manuel la miró a los ojos con furia. Apretó sus puños y rechinó sus dientes. Aquella mujer
lo atormentaba con una apuesta sin sentido. Sentía el deber de cumplir lo que originalmente se
planteó pero no tenía que hacerlo; Tenía todo el derecho y poder para continuar con la siguiente
partida sin sentirse culpable, sin embargo, las confesiones y experiencias dolorosas se apiñaban en
su lengua.
—¿Cree que soy estúpido? Algo tiene entre manos. Deje de mirarme así.
—¿Así como?
—Ese es su plan, tenerme acorralado. Sabe que me gusta el ajedrez y con jugar con usted
—Juguemos y compruébelo.
—De acuerdo. No me gustó para nada la idea de que usted cuente sus experiencias por
compromiso. Creo que es una persona de pacto, cumple con lo que se propone. Puede mejorar su
vida, por ende, sería una lástima que se fuerce a revelar sus secretos por el hecho de una tonta
apuesta. Su mejoramiento debe de estar en su mente, no en sus palabras. Desde el día que llegó,
ha sido un misterio. Sabe que he tratado de ayudarle, pero se ha negado. Entiendo que puedo hacer
todos los esfuerzos posibles, pero sería una pérdida de tiempo si no pone de su parte. Usted no es
el único que desconfía sabe. ¿Con el trato que hicieron ustedes dos, qué me dice a mí que vaya a
—¿De qué habla?, acaba de decir que piensa que cumplo con mis promesas.
—Sí, pero ¿qué sabe de lo que es necesario para resolver su problema?, usted puede contar
parte de una verdad, o decir cualquier cosa, solo para salir de la conversación y continuar con su
rutina.
—¿¡Qué sabe usted de mí!?, ¡Nada!, ¿Qué gana con jugar conmigo si no va a sacar provecho
de eso? Esto es su estrategia para sentirme cómodo con usted y luego amenazarme con no jugar
—Exacto.
Las última palabras de Marina retumbaron en los pensamientos de Manuel. Se sentía como
Miró tristemente hacia las piezas fuera del tablero mientras el silencio marinaba su enojo.
—Escuche—Continuó Marina. Quiero que se sienta cómodo, que haga las cosas en el
tiempo que desee y a la velocidad que usted entienda. Es su vida, y no estoy aquí para
como si pudiera hacer lo que le placiera, sin embargo, el estado de alerta ante cualquier peligro o
—Claro.
esperó tan quieta como una pared. Experiencias dolorosas, traumas y decepciones apretaron la
lengua de Manuel. Su corazón se intoxicaba con una especie de sentimiento maligno. De sus ojos
salieron lágrimas y se agregó la vergüenza a las emociones que sentía en ese momento.
—Lo felicito.
—¿Por qué? —respondió mientras limpiaba sus lágrimas con las manos.
—Está intentando contarme algo de suma importancia. Es difícil, pero lo intenta. Eso es un
logro. Antes, no hacía la más mínima acción para mejorar su vida; ahora ha dado su primer paso
a su mejoramiento.
El anciano volvió su mirada al tablero. Sentía vergüenza e impotencia al no poder sacar los
eventos oscuros de su pasado. Notó que las manos de Marina se colocaban sobre las piezas negras
los ojos y asintió. —La vida es como un tablero de ajedrez. El primer paso, es organizar las piezas,
lo más importante. —dijo mientras ponía las piezas sobre los cuadrantes. —No hay juego sin el
orden en los cuadrantes. Luego, se piensan las jugadas. Cada turno es una oportunidad de cambio.
Después hacemos la jugada. A veces cometemos errores, pero mientras se pasan cuadrantes se
busca cómo corregirlos. Al final de la partida, se gana o se pierde. Se disfruta el ganar, y duele el
perder, pero es bueno recordar lo entretenido que es el juego. —Marina se sonrojó al terminar su
discurso. —Fue un poco cursi, ¿verdad? Intenté improvisar y me salió tremendo enrollo.
Manuel se quedó en silencio, pero una pequeña mueca se formaba en sus labios, un intento
de sonrisa. Respiró profundo, limpió el resto de las lágrimas de sus mejillas y organizó sus piezas.
Con el tiempo, aquella metáfora del ajedrez influyó en Manuel. Le hizo comprender que sabía
bien cómo organizar las piezas del juego, pero no las de su vida. A través de algunas reuniones
con Marina, pudo por fin desahogarse. Contó que a sus veintiséis años fue encarcelado. En esa
época era profesor de matemáticas y prestamista. Un día le prestó una gran cantidad de dinero a
su mejor amigo. La deuda nunca fue saldada, solo recibía excusas y promesas falsas. Meses
después perdió la paciencia y reclamó con violencia lo que era suyo. Dejó al deudor herido y con
ganas de venganza. Por desgracia aquel hombre tenía muy buenas relaciones con jefes de la policía,
y en un santiamén, Manuel fue llevado a la cárcel sin pasar por un juez, ni ser notificado en ningún
reporte.
Quince años más tarde fue liberado, sin embargo, en su mente reinaba la paranoia. Su manera
de percibir el mundo era tan tóxica que todos sus amigos y conocidos se alejaron de él. La soledad,
vejez y falta de recursos económicos lo obligaron a entrar por las puertas del asilo.
Con el tiempo Marina ayudó al anciano a retomar las riendas de su vida. Sus labios se
creció al igual que las flores de pétalos amarillos del parque. En el comedor, Manuel terminó su
cuidadoras.
—¡Excelente!
—¡Qué bueno! — ¿Al llegar a su asiento, Julio pregunto a su acompañante «Quién era
ese anciano?»
Al salir hacia el pasillo, Manuel notó que la puerta del elevador estaba abierta y estaba
lleno de personas.
—Espérenme, por favor. —gritó acelerando el paso mientras Ángela lo sostenía por el
brazo. Una anciana presionó el botón de abrir, mientras sonreía. Ambos llegaron al ascensor y las
puertas se cerraron.