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Historias

en
Montebelleza
Tres cuentos y una novela corta
Escrito por: Juan Carlos De Moya
Orden de las historias

 Eurípides (cuento)
 Epilogo (cuento)
 Grabadas en mármol (novela corta)
 Vejez y ajedrez (cuento)
Eurípides
En un día muy parecido a los demás, lleno de calor y de ruidos de autos, Eduardo caminaba

preocupado hacia su negocio. Muchos de los residentes de la zona lo saludaban, pues él era uno

de los barberos más conocidos del pueblo. Solo alcanzaba a devolver el saludo a los que podía

percibir; esto era porque su atención estaba estancada en sus pensamientos. Su cuerpo reaccionaba

por costumbre, así que para los que lo encontraban en el camino, era el típico Eduardo de todos

los días. Sus piernas cruzaban calles, evitaban caer por alcantarillas o tropezar con desniveles del

piso, mientras su mente estaba ocupada en un evento horripilante ocurrido el día anterior.

El recuerdo de chillidos y sangre lo llenaba de estrés. Por unos instantes, creyó sentir de nuevo

el pelo puntiagudo de la víctima punzando contra su pecho. Su respiración aumentó al igual que

el sudor en sus manos. Al doblar la última esquina, pudo divisar a Martín y a Melvin a través del

cristal de su negocio. Tenían una conversación, aparentemente amistosa. Martín se sentó en el

sillón y Melvin se puso detrás con su maquinilla para cortar pelo. El cliente era uno de los

recurrentes del negocio, un hombre de mayor edad, regordete y con poco pelo. En cambio, Melvin

era un flacucho de unos treinta años. Ambos estaban muy cerca de la puerta de entrada. Sobre el

cristal estaba inscrito en letras molde «Barbería Eurípides».

Eduardo entró al establecimiento y saludó a los presentes. El lugar era pequeño, tenía dos

sillones para recortes que daban a una pared repleta de carteles. Allí se podían observar diferentes

tipos de estilos de corte y diseños de letras formados por zonas sin pelo. En la pared de enfrente,

detrás de los sillones, se encontraban dos tocadores con espejos, entre ellos había un reloj que

marcaba las doce cuarenta y cinco. Al fondo, en la esquina de la pared de los carteles, estaba un

armario, al lado de este había un dispensador de agua. En la esquina opuesta había una gran

fotografía colgada en la pared y debajo un bote de basura. La foto tenía un marco dorado con
diseños extravagantes en los bordes. En la imagen aparecía un hombre de unos sesenta años, con

bata blanca y con tijeras en una de sus manos. Sus ojos estaban semicerrados y en sus labios se

dibujaba una mueca, que era difícil de diferenciar entre una sonrisa o un gesto facial producido

por el flash de la cámara.

Eduardo se dirigió al fondo y se paró frente a la foto.

—Bendición, papá —dijo mientras hacía la señal de la cruz e inclinaba la cabeza hacia abajo.

Por unos segundos, sintió paz en su interior; sin embargo, su vista hacia el bote de basura arruinó

el momento. Este tenía pelos de diferentes colores. Aquellos cabellos le hicieron volver a pensar

en el horrible suceso. Sus ojos parecían desorbitados, su respiración llegaba al punto de ser

escuchada. En un momento cuando Melvin buscaba una tijera en uno de los tocadores, Martín

volteó la cabeza. Observó con extrañeza el rostro del dueño de la barbería.

—Eduardo, ¿te pasa algo?

—No, nada... no se preocupe, don Martín —dijo mientras salía de su trance.

—Vamos Eduardo, cuente. Aquí estamos para ayudar.

—Bueno… —exhaló y masajeó su frente—. Ayer de camino a casa, encontré a Titi, mi perra

mestiza, con el hocico negro y llena de sangre.

—¿Y eso? —preguntó el cliente sorprendido.

—No sé. Tenía quemaduras por dentro y por fuera. Tuve que ir corriendo a la veterinaria. Por

suerte, ellos son muy buenos en lo que hacen y pudieron salvarla.

—Gracias a Dios.

—Pero ahora estará sufriendo —dijo el barbero suspirando.


—¿Crees que alguien le provocó eso?

—No lo sé.

—Bueno… si a mí me hacen una cosa así, yo no me quedo como pendejo, voy y mato al

responsable —comentó Melvin seriamente mientras recortaba el pelo de Martín.

—No hablas en serio, ¿cierto? No creo que haya que llegar a esos extremos —dijo el cliente

sorprendido con la seguridad de las palabras de Melvin.

—Sí, hablo en serio. Aquí no se puede andar con mano blanda, el que me hace daño que se

cuide. ¿Pendejo yo? Nunca.

Luego de la afirmación, el lugar se mantuvo en silencio, pero solo para dos de los presentes;

Eduardo continúo escuchando en su mente los chillidos de su adorada mascota. Martín observó

que el dueño de la barbería continuaba con semblante preocupado.

—Mi hija tendrá su última función en el teatro a las ocho, ¿les gustaría ir?

—¿Cuál?, ¿Teresa? —preguntó Melvin.

—No, Marisol. A Teresa no le gusta la actuación.

—Lamentablemente no podremos; hoy cerramos a las nueve y media —replicó Eduardo.

De repente la puerta se abrió y todos voltearon. Se encontraron con Rafi, un universitario de

unos veinte años. Tenía zapatos relucientes, pantalón de vestir oscuro y una camisa blanca bien

planchada. En su espalda llevaba una mochila de cuerda. Melvin y Eduardo lo miraron como si

fuera un extraterrestre, pues nunca se hubieran imaginado ver al joven vistiendo formal. El

universitario tenía una media melena que cubría su enorme cabeza.


—¿¡Qué dice mi gente!? —vociferó el joven. Estrechó con fuerza la mano de Melvin, luego

se colocó al lado de Martín y le apretó el hombro con fuerza—. Está fuertecito, mi don, ¿Quiere

conseguirse una abuelita? —dijo pícaramente mientras guiñaba el ojo—. Se la busco, si me

presenta a una nietecita que me haga de lo que me gusta. —Rafi se dirigió hacia el puesto de trabajo

de Eduardo sin prestarle atención a la reacción de Martín. El cliente de Melvin lo observaba con

el ceño fruncido. Nunca había visto una actitud tan vulgar y menos hacia un desconocido. Con

solamente mirarlo a los ojos y escuchar su voz chillona, sabía que no aguantaría mucho antes de

reprenderlo por su inmadurez. Por suerte para él, Melvin había terminado el trabajo. Se levantó

rápidamente, pagó por el servicio y se marchó.

—¿Por qué tanta elegancia? —preguntó Eduardo mientras Rafi se sentaba.

—No te acostumbres, esto es para pasar una materia.

—¿Cómo así?

—Tengo un profesor que es como un cuchillo y está loco por cortarme de la materia. El primer

día se quejó de mi forma de vestir y desde entonces se la ha pasado mirándome mal. Hoy tengo un

examen a las tres de la tarde con él. Estoy tratando de todas las formas para pasar. Incluso tengo

un amigo mío que me llamará para darme las respuestas.

—Ah, pero estás más preparado que un soldado en guerra —comentó Melvin mientras se

sentaba en el otro sillón.

—Hablando de eso, Eduardo, hazme un corte militar.

—¡Te quitarás la melena!, de verdad que estás desesperado —dijo Melvin sorprendido.

Eduardo sacó sus utensilios de trabajo. Le puso la bata a su cliente y empezó a recortar.
—Melvin, ¿cómo van las cosas con la rubia? —preguntó Rafi levantando constantemente sus

cejas.

—Eso pasó a la historia.

—¿Cómo así?

—Ella tenía muchos celos de una amiguita que tengo, y como yo no aguanto que me jodan

mucho, la dejé.

—¿Qué es lo que hacías que le daba tantos celos?

—Nada, es una amiga que la conozco desde chiquitito.

—¿Y tú no hiciste nada con ella? —preguntó Rafi pícaramente.

—No, no es esa clase de amigas —respondió Melvin riendo a carcajadas —. ¿Y tú?

¿Cuéntame qué hay de nuevo?

—No mucho.

—¿Y tu amigo?, el que siempre está callado. ¿Cómo es que le dicen?

—¿Papote?

—Sí, ese mismo.

—Él está bien. Debe andar por ahí. —A Rafi le llegó un recuerdo que lo hizo reír a carcajadas.

—Muchacho, déjame contarte esto. Ayer me reuní con Papote, él tenía una bolsa negra en sus

manos. Me dijo que estaba llena de fuegos artificiales…

Eduardo observaba a Melvin reír ante la anécdota de Rafi. También, captaba pocas frases de

las pronunciadas por el universitario, esto era debido a que su atención estaba fija en los recuerdos
del día anterior. Entre las frases pronunciadas, Eduardo pudo retener «Papote es loquito pero

cobarde… Tuve que encenderlo por él… De repente, se nos apareció un perro color mierda». Las

imágenes perturbadoras del barbero desaparecieron de inmediato al escuchar la última frase.

Ahora, toda su atención estaba en el relato del universitario.

—Papote dio la idea de tirarle un petardo, pero él siempre de cobarde, me obligó a mí tomar

acción. —Melvin dejó de sonreír y tragó en seco al mirar a su jefe. Eduardo estaba con el ceño

fruncido y los ojos bien abiertos. Sus manos se mantenían haciendo recortes con una tijera, sin

embargo, tenía un ligero temblor en los dedos. —Le lancé el petardo y el perro, de idiota, se lo

metió en la boca. Salió corriendo y lo perdimos de vista. A los pocos segundos, pudimos escuchar

«¡bang!» y el lloriqueo del perro.

El sonido de explosión producido por Rafi retumbaba dentro de la cabeza de Eduardo. Sus

pensamientos lo sacaron de la realidad y volvió a revivir la tarde anterior. Chillidos, sangre, y aquel

hocico oscuro lo estremecían. Sintió de nuevo el pelo de su mascota contra su pecho y la sangre

que goteaba sobre sus piernas. El corazón le palpitaba a toda velocidad por la carrera que dio hacia

la veterinaria. Una gran angustia emanaba y se expandía en él a cada paso, y lo peor estaba al llegar

al establecimiento; allí sintió que el mundo se caía ante sus pies. Al entregar a su perra al personal,

tuvo tiempo para pensar y digerir la situación. Allí, en la sala de espera, realmente pudo entender

que esa podía ser la última vez que vería a su amada mascota con vida.

—Eduardo, ¿Qué tú haces? Avanza, que tengo el examen a las tres —dijo Rafi.

El dueño de la barbería regresó a la realidad y se dio cuenta que había detenido el recorte.

Miró a su alrededor. Encontró a su compañero de labor horrorizado. Estaba pálido y con la boca
abierta. Sus ojos apuntaban hacia la mano de Eduardo. El dueño del negocio siguió la mirada y se

encontró con su puño, que apretaba las tijeras.

Un sonido de timbre asustó a ambos barberos. Rafi retiró parte de la bata y colocó el auricular

de su teléfono móvil junto a su oído. Mientras el universitario hablaba, Eduardo sintió deseos de

degollarlo. En su mente, las tijeras se introducían en el cuello del cliente. La sangre brotaba,

tiñendo de rojo su camisa blanca. El joven se movía inquieto tratando de escapar, pero poco a poco

sus movimientos se hacían más lentos. Fuera de aquel horripilante pensamiento, Eduardo se sentía

vigilado. No por su compañero de labor, sino por alguien más. El barbero giró su cabeza de lado a

lado, pero no encontró a nadie.

Rafi retiró su bata de nuevo, sacó un cuaderno y un lapicero. Empezó a escribir las primeras

cuatro letras del abecedario en distinto orden y en diferentes renglones.

Eduardo continuaba en su sueño despierto. Fue apresado y sacado del negocio por policías.

Todo el barrio estaba observando cómo lo metían en la parte de atrás de una camioneta. Fuera de

su mente, escudriñaba en fracciones de segundo, cómo poder vengarse sin ser apresado. La ira

seducía sus manos y lentamente acercaba las tijeras al cuello del culpable de su sufrimiento.

Rafi concluyó su conversación. Guardó su teléfono y empezó a repetir, en voz alta, las letras

en el mismo orden que estaba escrito en su cuaderno. Al estar las tijeras a unos cuantos centímetros

del cuello de Rafi, Eduardo se detuvo. Era el momento decisivo, el barbero sería visto como un

asesino o tendría que buscar otra alternativa para descargar su furia. Mientras Eduardo

reflexionaba, su compañero continuaba petrificado, sin encontrar qué hacer. Sabía que si decía

algo, su jefe podría reaccionar precipitadamente y terminar cortando el cuello de Rafi.


La barbería se convirtió en el escenario del monólogo del universitario. Él cubría las letras

escritas en su cuaderno con una mano, las recitaba y luego descubría para confirmarlas. Repitió

las mismas acciones hasta llegar a ser irritante. Melvin se asustó mucho más al ver a su compañero

con los ojos desorbitados y observando los carteles que le quedaban al frente. Su mirada se perdía

en los diferentes estilos de corte de las imágenes. De repente, Eduardo cambió de semblante. Su

aspecto colérico desapareció, y una maléfica sonrisa se dibujó en sus labios.

Dieron las dos y diez. Melvin aún estaba inmóvil, observando a su compañero recortar al

universitario. Desde su ángulo de visión, solo pudo ver el perfil de ambos. Intento mirar lo que

hacía Eduardo a través del espejo del tocado, pero el reflejo de la espalda de su jefe no le dejaba

ver nada más. El trabajo aparentemente estaba casi terminado.

—¡Eduardo, termina, mi examen es a las tres!

—Tranquilo, ya terminé —respondió el barbero mientras le pasaba un cepillo lleno de talco.

Retiró la capa, y con una sonrisa de extremo a extremo, le informó que el trabajo fue un éxito.

Rafi se levantó. Y fue directamente al espejo. Le pareció un buen trabajo, pero no le era posible

revisar en la parte detrás de su cabeza.

—Préstame un espejo de mano, quiero ver atrás.

—Te lo debo. Se nos perdió.

El universitario miró el reloj de pared, decía las dos y doce. Le pagó a Eduardo y caminó

rápidamente hacia la salida. Notó que Melvin cubría su boca con una mano.

—¿Qué te pasa?

—Nada, no te preocupes —respondió agitando la mano y desviando la mirada.


Rafi salió de la barbería y al momento en que se cerró la puerta, Melvin descubrió su boca y

soltó una gran carcajada. Eduardo tuvo diferentes emociones al mismo tiempo. Aún sentía ira, pero

a la vez una leve satisfacción. Estaba orgulloso por el excelente trabajo que realizó como

peluquero, sin embargo, una gran angustia lo atormentaba.

—De verdad…—dijo Melvin tratando de recobrar la compostura. —de verdad, que te quedó

excelente ese diseño. Quién se iba a imaginar que le iban a caber todas esas letras en la cabeza. Es

más, Rafi tiene la cabezota tan grande que había espacio para respuestas de ejercicios verdadero y

falso.

Eduardo rio a carcajadas, sin embargo, el momento jovial no duró mucho. El sentimiento de

ser observado volvió a él. Miro hacia atrás y a los lados, pero no encontró a nadie.

—¿Estás bien?

—Siento como si alguien me vigilara.

—¿No sería yo?

—No, alguien más.

—Eso debe ser el calor que te tiene así. Refréscate un poco.

El barbero fue al dispensador de agua, tomó un vaso, lo llenó, bebió y se restregó el líquido en

la cara. Al dirigirse al bote de basura, se encontró con la foto de su padre. Tenía algo distinto.

Aparentemente, todo estaba en orden: las tijeras en sus manos, su posición, sus ojos semicerrados,

sin embargo, su sonrisa y la mirada eran diferentes. Ahora daba la impresión de que no estaba

contento, en cambio, parecía como si estuviera siendo forzado a sonreír. Eduardo sintió como si

su padre estuviera decepcionado de él. Rafi hizo algo mucho peor que yo, ¿por qué siento
remordimiento? No maté a nadie, es lo importante, ¿no?, pensó. La búsqueda de respuestas a su

inquietud lo llevó a recordar el día que tomaron la fotografía. En ese entonces, Eduardo tenía siete

años. Odiaba estar en la barbería porque prefería estar jugando con sus amiguitos del barrio. En

cambio, su padre estaba contento. Reía constantemente entre chistes y cuentos que compartía con

empleados y clientes.

Tomó una escoba del armario y empezó a barrer los cabellos de Rafi. Su querida mascota

volvió a sus pensamientos. Recordó lo feliz que se ponía cada vez que regresaba a casa después

de un largo día de trabajo. Lo miraba con ternura y si tenía la oportunidad, lo lamía por donde

alcanzaba a ver piel. Meneaba la cola constantemente, incluso cuando Eduardo estaba sentado en

su sofá, viendo la televisión o leyendo el periódico. En ese momento, mientras miraba a su

alrededor, le llego un pensamiento cargado de nostalgia; su padre adoraba la barbería tanto como

él a su mascota. Dentro de su pecho sintió un agradable ardor que le hizo olvidar sus problemas.

—Papote viene por ahí —dijo Melvin mientras miraba a través del cristal. El momento de

calma y reflexión de Eduardo fue interrumpido; un gran odio y deseos de venganza se apoderaron

de él.

—Llámalo —le respondió a su compañero, mostrando una sonrisa malévola en su semblante.

El empleado, entusiasmado, juntó sus palmas y las frotó como lo hacen las moscas. Luego, abrió

la puerta del negocio, asomó su cabeza y llamó a Papote con un silbido y ademanes.

Papote entró al establecimiento. Era un adolescente, delgado, bajo y con el pelo maltratado,

estilo afro. Vestía con una camiseta con agujeros en la parte del hombro, unas bermudas de

mezclilla con manchas de pintura, y llevaba unos Converse supuestamente blancos. Saludó

tímidamente con un ademán.


—Papote, ese afro como que necesita una recortada. Ven siéntate aquí, que te ayudaré con eso.

—dijo Eduardo sonriente.

—No tengo dinero.

—No te preocupes, muchacho. Será gratis.

El joven alzó sus cejas sorprendido y miró hacia los lados, como si estuviera buscando alguna

cámara oculta.

—No te asustes —replicó el barbero riendo. —A veces hago recortes gratis para promocionar

mi barbería. Te haré algo espectacular.

—Acepta, Eduardo es un profesional. Cuando él termine de recortarte, las mujeres estarán

babeando por ti —le comentó a Papote al oído.

—Está bien.

El adolescente se sentó en el sillón, y Eduardo le colocó la capa. Empezó a recortar mientras

pensaba en algo embarazoso u ofensivo para plasmar en la cabeza de Papote. Al pasar un minuto,

el barbero se sintió abrumado. Sentía las miradas de la imagen de su padre y la de Melvin detrás

de él, cada uno asomándose por detrás de sus hombros. Él volteó para ver la fotografía, aún tenía

la sonrisa forzada. Se avergonzó. Poco a poco la ira y el deseo de venganza se apagaban.

Reflexionó en cómo su padre actuaría en su situación. «Hubiera hablado con Papote», pensó. «Le

hubiera planteado el problema y solo le pediría ayuda con el pago de la veterinaria».

—Rafi me dijo que ustedes le lanzaron un petardo a una perra mestiza ayer. ¿De qué color era

la perra? —preguntó Eduardo en voz neutral. Papote alzó sus cejas y se quedó en silencio. —Era

la mía. Por suerte, la llevé a tiempo a la veterinaria y la salvaron. Por este inconveniente, te pediré
un poco de ayuda con el pago de la cuenta. No será mucho. —Al terminar de hablar. El barbero

volteó su cabeza hacia la fotografía de su padre. Este le sonreía alegremente, todo rastro de

decepción desapareció de la imagen. Eduardo sonrió...

—No le hice nada, no debo pagar —respondió Papote tímidamente.

—La idea de hacerle daño fue tuya. Recuerda, no te exijo una gran cantidad, solo te pido que

me ayudes con el pago —replicó el barbero sorprendido ante tal respuesta.

— Yo no hice nada, no debo pagar.

—Papote, te estoy recortando gratis, y no te estoy exigiendo el dinero inmediatamente —

exclamó apretando los dientes y frunciendo el ceño.

—No le hice nada al perro, no debo pagar.

Mientras Eduardo y Papote tenían su discusión, Melvin miraba asustado hacia la calle. Rafi se

aproximaba al local con ojos de furia, y con los puños apretados. Abrió con fuerza la puerta de

vidrio y el sonido del golpe de la puerta contra la pared hizo que todos dirigieran su atención hacia

Rafi.

—¡Maldito desgraciado! —gritó el universitario mientras señalaba a Eduardo. —¿¡Qué me

hiciste en la cabeza, mal nacido!? —continuó, inclinando su cabeza hacia la izquierda y apuntando

con su dedo hacia su nuca, dejando ver parte de las respuestas del examen plasmadas en su cabeza.

—¿Qué me dices de lo que le hiciste a mi perra?

—¿De qué hablas?

—La perra que le lanzaron el petardo ayer, es mía.


—¿A quién le importa eso? Por ti, maldito, el profesor me quitó el examen y me dijo que no

pasaré la materia. Yo no sé cómo, pero tú vas a resolver este problema. ¿Cómo carajos a ti se te

ocurre…?

Dentro de Eduardo se mezclaban sentimientos de ira, dolor, estrés y angustia. Sabía que su

padre lo observaba esperando una conclusión justa y pacífica de aquel embrollo. Rafi acaparaba

toda la atención de los presentes, y Papote, en silencio y con delicadeza, se levantaba del sillón.

Lo hacía tan despacio y con cuidado que parecía como si todos durmieran y él quisiera salir sin

despertarlos. Su plan no funcionó, Eduardo se dio cuenta de su intento de escape. La mirada

juiciosa de su padre lo estresaba, la voz chillona de Rafi era irritante, pero nada era peor que los

silenciosos pasos del fugitivo.

—¡Ya es suficiente! —exclamó con autoridad el barbero. Todos se quedaron en silencio—

.Ustedes dos —señalando a Rafi y a Papote con el dedo índice—, lárguense de mi barbería. No los

quiero volver a ver en mi negocio.

—Tú vas a arreglar el problema que me causaste, o si no…

Eduardo caminó rápidamente hacia Rafi. Puso su codo derecho junto al codo izquierdo del

universitario.

—¿O si no qué? —le susurro en el oído de forma amenazante. Como ninja, Papote desapareció

de la barbería sin ser notado.

—Está bien, me iré. Pero olvídate de clientes. ¡Me aseguraré que nadie venga a este basurero!

—vociferó mientras salía del establecimiento.


Melvin cerró la puerta y Eduardo guardó algunos de sus utensilios de trabajo. Un silencio

incómodo se mantuvo por unos minutos, luego el empleado decidió averiguar más sobre lo que

acababa de suceder.

—¿Qué fue lo que paso?, pensé que tú le ibas a hacer algo a Papote como lo hiciste con Rafi.

¿De verdad pensaste que Papote iba a aceptar tu propuesta? Tú fuiste muy…

—¿¡Qué!?, ¿¡muy qué!? ¿Pendejo? —preguntó enojado.

—No, yo no iba a decir eso.

—Lo que no entiendo es que tú no hiciste nada cuando descubriste que aquel criminal le hizo

daño a mi Titi. Te hacías el león con Don Martín, pero a la hora de la verdad, te pusiste como gato

recién nacido.

—Es que no es asunto mío.

—Tienes razón, no es asunto tuyo. Mejor continúa calladito como lo hiciste antes y enfócate

en tu trabajo.

El silencio incómodo volvió a la barbería, pero esta vez, nadie tuvo el deseo de decir ni una

palabra. Eduardo se dirigió hacia la fotografía. Su padre sonreía, pero parecía decepcionado. El

barbero hizo la señal de la cruz y agradeció a su padre por heredarle el negocio. La mirada juiciosa

de su padre se clavaba en Eduardo, no obstante, esta vez no le causaba angustia. Apreciaba la

manera de pensar de su padre, pero no estaba avergonzado de la forma como expulsó a los canallas

que hirieron a su querida mascota. Luego el dueño de la barbería pensó en los agresores de Titi,

ellos seguramente le darían mala reputación.


Buscó la escoba, el recogedor, y empezó a acumular los pelos de Papote del piso. El recuerdo

del día anterior poco a poco aparecía en su mente, pero al agitar la cabeza y cerra los ojos, hizo

que desaparecieran. Se imaginó llegando a la veterinaria, un empleado de allí le llevaba a su

mascota. Estaba limpia y peinada. Su lengua estaba como siempre, inquieta, húmeda y

tambaleante. Su cola se movía como limpiaparabrisas. Él la abrazaba y… sintió ligeramente la

lengua imaginaria de su mascota mojando sus mejillas.


Epilogo
Los espectadores y el personal salieron del teatro del pueblo de Montebelleza luego de una gran

función. Marisol, una actriz de unos veinte años, caminaba lentamente hacia la salida. Cada uno

de sus pasos era como si hiciera un esfuerzo sobrehumano para avanzar hacia la puerta. A simple

vista, aquel lugar era un teatro común y corriente, pero para ella era como un cofre de recuerdos.

Estaba segura de que sufriría de nostalgia desde el momento que atravesase el marco de madera y

se dirigiese hacia su auto.

Se detuvo a centímetros de la salida. Observó cómo la oscuridad de la noche cubría la calle

y su automóvil blanco. Estaba inmóvil, no podía decidir si continuar o retroceder. Un fuerte viento

chocó contra ella. Era tan frío que la hizo temblar. «No puedo quedarme parada aquí, tendré un

resfriado, mejor… mejor entro y echo otro vistazo al escenario», pensó. Cerró la puerta y echó el

pestillo de seguridad.

El color de las paredes y el diseño del piso la hicieron entristecer. Eran elementos del teatro

que miraba regularmente, nada fuera de lo común, pero el verlos por última vez antes de alejarse

de su patria, rompía su corazón. El establecimiento estaba repleto de fotografías enmarcadas, cada

una de ellas mostraba personalidades que la joven actriz admiraba. Muchas de esas personas eran

sus compañeros actores haciendo reverencia en noches de grandes espectáculos. Ella colocó sus

manos en sus sienes, limitando su ángulo de visión. Sabía que no podría aguantar mirar esos

recuerdos, inundaría el lugar con sus lágrimas.

Se dirigió hacia la zona de atrás del establecimiento, allí se encontraban el escenario y

frente a él, los asientos del público. Encendió todas las luces. La iluminación era amarilla y tenue

en la zona de los espectadores, mientras que en el espacio donde los actores demostraban su talento,

era azul poco intenso. En el centro del escenario caía una potente luz blanca. Detrás de ella, había
un teatrino y un cofre junto a él. Marisol escaneaba con sus ojos todo el lugar. Intentaba crear

fotografías mentales para no olvidar cómo era su segundo hogar. Se paró debajo de la luz blanca,

frente a los asientos, para sentir de nuevo ese nerviosismo que le llegaba al empezar sus actos.

Cerró los ojos y respiró hondo para saborear mejor el momento.

—Vaya —dijo alguien detrás de ella. Tenía la voz enérgica pero un tanto trémula.

Marisol abrió sus ojos y volteó. Se encontró con Tiburcio, uno de los títeres del teatro. Su

cabeza era enorme, en forma de bombillo. Su piel era blanca, hecha de tela. Tenía el pelo largo,

negro y hecho de cuerdas; lo llevaba recogido en forma de cola. Tenía una bolita como nariz y

debajo de ella, llevaba cuerdas oscuras en forma de zigzag que representaban su bigote. No tenía

dedos, sus manos parecían pequeñas colinas cubiertas de nieve. Flotaba en el aire, llevando una

tela verde claro que servía como su vestimenta.

—Qué buen espectáculo el de hoy.

—Sí —respondió Marisol melancólica.

—Fue muy extraño que acudieran tantas personas. Quizás hubo algo en el show anterior

que influenció al público. Veamos… Mmm…—Tiburcio anduvo alrededor del escenario,

intentando encontrar la razón del éxito de la función de aquella noche. Se detuvo al ver un pequeño

tornillo al lado del teatrino. —¡Lo encontré! —gritó con alegría. Tomó el tornillo y se acercó a

Marisol. —Mira, esto debió darnos suerte. ¡Un momento! Quizás solo funciona en el lugar donde

estaba. —El títere se dirigió al teatrino y colocó el objeto en el piso. —Marisol, ¿sabes si estaba

en esta posición? No lo recuerdo.

—Tiburcio, yo…
—Estaba así, ¿verdad?, no, creo que más a la izquierda.

—Tiburcio… —repitió ella subiendo un poco la voz.

—¿El tornillo estaba de forma vertical o horizontal? ¡Rayos, no lo recuerdo!

—Tiburcio…

—Estaba más al fondo o más cerca de…

—¡Tiburcio! —vociferó Marisol, perdiendo la paciencia.

—¡Ay! ¿Qué pasa?

—Hoy fue mi última presentación.

—¿Qué?

—Me aceptaron en una academia de artes en Francia; me iré en unos días.

—¡Oh, no! —dijo el títere preocupado.

A pesar de que Tiburcio no podía abrir su boca ni mover sus ojos, emanaba el dolor que le

produjo la noticia. Marisol se sintió tan apenada por sus palabras, que las volvió a repetir en su

mente. No sabía si de verdad quería abandonar aquel lugar que dio vida a lo que ella quería

dedicarse.

—Fue difícil el proceso para que me aceptaran… Lo siento.

—No, no lo sientas. —replicó el títere con dulzura. —Me da tristeza que te vayas, pero sé

que debes ir. ¿Por cuánto tiempo…?

—¡¿Vieron a toda esa gente?! —gritó alguien con voz chillona y dramática desde el

teatrino.
Marisol y Tiburcio voltearon y observaron cómo Carolina, otra títere, se les acercaba. Al

igual que Tiburcio, fue hecha de tela y su pelo era de cuerdas, pero tenía el cabello corto y su piel

era oscura. Su cabeza era grande, parecía un cojín redondo. No tenía dedos ni manos, solo brazos

pequeños. Llevaba un vestido rojo intenso como sus labios y su nariz era un pedazo pequeño y

plano de tela.

—Seguramente que se dieron cuenta de lo hermosa, preciosa, guapa, talentosa y elegante

que soy y de lo bien que bailo.

La títere empezó a bailar, girando y agitando sus brazos al compás de su tarareo. Marisol

y Tiburcio se miraron el uno al otro, la falta de expresividad en el semblante de Tiburcio hacía

contraste con la titiritera, ella se mordía los labios mientras rebuscaba en su mente cómo soltar la

noticia. Carolina los vio preocupados y detuvo su baile.

—¿Por qué esas caras largas? Sé que soy lo mejor de nuestro show, pero no tienen que

ponerse así. La envidia no es buena. Mejor aprovechemos este momento y pongámonos a trabajar.

Tengo grandes ideas para el teatrino —dijo mientras se aproximaba al cofre. Lo abrió y sacó

algunos antifaces y papeles de colores. Los tiró al suelo. —Tiburcio, pega esas cosas alrededor del

teatrino. No muy cerca ni muy lejos unos de los otros. Hazlo como lo haría yo, perfecto. —Volvió

al cofre y empezó a rebuscar.

—Carolina…—dijo Marisol aproximándose a la títere. Al ponerse junto a ella pudo ver

una silla de madera detrás del teatrino.

—Espera querida, buscaré algo para que ayudes.

—Tengo algo importante que decirle.


—Me lo dices después, toma—le pasó una cinta adhesiva. —ayuda a Tiburcio mientras

busco algo que puedas hacer.

La titiritera observó cómo Carolina movía objetos del cofre. Este estaba lleno de accesorios

para obras de teatro, entre ellos se encontraban una cuerda con nudo, una espada de madera y

pedazos de metal sacados de un automóvil.

—Carolina, este fue mi último show.

—¿Qué?

—Me aceptaron en una academia de artes en Francia. Me iré en unos días.

Hubo un silencio desgarrador. La títere se quedó inmóvil mientras que Tiburcio se le

acercaba. Puso su mano de tela sin dedos sobre el hombro de su compañera. Marisol se sintió

nerviosa, se notaba en un ligero temblor en sus dedos.

—Pero… seguro que el espectáculo continuará. Aquí todos son muy talentosos. Yo… vine

a despedirme.

Carolina cubrió sus ojos con sus brazos. Tiburcio empezó a acariciarle el hombro. Un llanto

dramático salió de los labios cerrados de la títere. A Marisol le temblaba aún más la mano y desvío

la mirada para evitar llorar.

—Tranquila, Carolina, seguramente que ella volverá pronto. ¿Cuánto tiempo estarás en la

academia?

—Cuatro años.

—¡Ay! —exclamó Tiburcio sobresaltado.


De repente, el llanto se detuvo, y una risa un tanto espeluznante, pero a la vez cómica salió de

la títere. Era como una actriz sobreactuando el papel de una villana de telenovela.

—Tiburcio, eres tan tonto. ¿De verdad, le cree ese cuento? Muy gracioso querida, quizás debas

incluir algo así en nuestro acto.

La joven actriz pasó su mano por su cara, tratando de masajear su rostro y disipar un poco

el estrés del momento. Tomó un respiro fugaz, y retrocedió unos cuantos pasos, dirigiéndose hacia

la salida.

—Bueno, ya me despedí… creo que… debo irme ya.

Marisol se dirigió hacia la puerta con gran esfuerzo. Sus pies parecían tener un efecto

magnético con el piso. Carolina giró la cabeza de un lado al otro como gesto de desaprobación.

—Ya deja de actuar, me estás incomodando.

La joven sentía las miradas de ambos títeres proyectarse en su espalda. A unos cuantos

pasos de la puerta, se detuvo. Sintió sus músculos relajarse, tanto, que ni sus dedos nerviosos se

movían. De pronto una parte de cuerda anudada cayó sobre ella y la apretó por la cintura. Su cuerpo

fue jalado hacia atrás y cayó al suelo, aplastando su frente contra el piso. Al levantar la cabeza

encontró a Carolina sosteniendo el otro extremo de la cuerda.

—¿¡Qué haces, Carolina!? —preguntó Tiburcio sorprendido.

—Ella no se irá. No lo permitiré. —decía mientras amarraba su extremo de la cuerda a la

silla detrás del teatrino.

La joven actriz intentó liberarse, pero era inútil, por alguna razón no tenía las fuerzas

suficientes. Tiburcio trató desatar la cuerda amarrada a la silla, pero Carolina se interpuso. Tenía
en sus brazos un motor de automóvil miniatura. A pesar de lo tierno que se veía el objeto por su

tamaño, a simple vista se podía deducir que era de un metal duro. La títere hizo algunos

movimientos bruscos con el motor para dejarle en claro a Tiburcio que se atrevería a golpearlo.

—¡Suéltala!

—¡No!

Tiburcio se trasladó hacia donde estaba Marisol, pensó que podría desatar el nudo que la

apretaba. Carolina lanzó la pieza de metal, esta voló en dirección a su compañero. Rápidamente,

el títere se apartó, y la pieza chocó con la cabeza de la rehén. Marisol cayó inconsciente.

La titiritera despertó un poco aturdida. Estaba atada a la silla, bandas elásticas de aspecto

frágil apretaban sus manos y sus piernas. Podía ver la parte trasera del teatrino delante de ella.

Escuchó a Tiburcio decir su nombre. Al seguir su voz, se encontró con su títere atado a la espada

de madera del cofre con bandas elásticas. El arma utilizada para obras en tiempos medievales fue

pegada con cinta adhesiva a uno de los extremos traseros del teatrino.

—Ya despertaste —dijo Carolina aproximándose a Marisol. —Lo lamento querida, no era

mi intención golpearte, pero al final todo obra para bien. Estabas muy confundida, pero

ahora tenemos tiempo de aclarar todo este asunto.

Marisol Trató de romper las bandas elásticas, pero sus extremidades no eran los

suficientemente fuertes para lograrlo. Se extrañaba al darse cuenta de su bizarra debilidad.

—¿Qué hiciste? —Preguntó la titiritera enfadada.

—Tomar las medidas necesarias. Ustedes dos no están bien de la cabeza. —comentó

mientras señalaba a sus rehenes.


—¿Por qué estoy tan débil?

—Quizás es porque necesitas creer más en ti —gritó Tiburcio.

Carolina giró su cabeza hacia su compañero, y rápidamente tomó uno de los pedazos de

cinta adhesiva de la espada y amordazó a Tiburcio.

—¿¡Por qué hiciste eso!?

—¿No estás cansada de escuchar esas mismas frases clichés? —preguntó Carolina

dirigiendose a Marisol. Tiburcio mascullaba desesperadamente. —A mí me desesperan. Te

preguntaré algo querida, y respóndeme con la verdad. ¿Tienes algún familiar fuera del país?

—No.

—¿Crees que las personas pueden cambiar al pasar del tiempo?

—Sí, ¿Qué tiene que ver esto con…?

—¿Qué tal si al volver de tu fabuloso viaje, todos aquí han cambiado?, ¿y si ya no son

como los conociste, tienen nuevos amigos y ya no encajas en el grupo?, ¿qué harás entonces? —

Preguntaba la títere moviéndose de un lado a otro, como un reloj de bolsillo en movimiento

pendular. Su traslamiento era lento y delicado; creaba un efecto hipnótico en la titiritera.

La joven actriz bajó la mirada y su cuerpo se debilitaba aún más. Llegó al punto de no

sentir sus extremidades; imaginó que poco a poco sus brazos y piernas se convertían en parte de

la silla.

—Háblame de tus amigos del colegio. Recuerdo que siempre venían contigo al teatro y se

quedaban para vernos ensayar nuestro acto. ¿Dónde están ellos ahora? No los he vuelto a ver, y no

creo que sigas siendo su amiga.


—Aún somos amigos.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ellos?

La pregunta de Carolina creó un silencio en el ambiente. Ni siquiera Tiburcio hizo algún

ruido. Marisol buscó en su mente alguna excusa para poder defender la idea de irse a estudiar fuera

del país.

—Es una gran oportunidad para mí.

—Una gran probabilidad mejor dicho: para el fracaso. Querida, no sé si entiendes la

situación. Quieres ir a un país que está al otro lado del mundo, donde la gente, el clima, la manera

de pensar, y el idioma son diferentes. ¿De verdad crees que lo pasarás bien?, te tratarán como la

rara del grupo, no tendrás amigos. ¿Piensas que algún famoso del mundo teatral vendrá a ti y te

dirá que serás su nueva estrella? Bájate de esa nube, querida. —poco a poco la voz chillona y

dramática de Carolina se escuchaba menos ridícula. Incluso, Marisol pudo notar que con cada

palabra que su títere pronunciaba, la voz se tornaba más parecida a la de ella. Carolina, tomó su

mano y continuó —Aquí, eres parte importante del grupo. Eres una estrella, no tienes que buscar

más lejos.

Las últimas palabras de Carolina hicieron que Tiburcio se agitara y mascullara con fuerza.

Marisol subió la mirada.

—¿Qué tal si le quitas la cinta? Me gustaría escuchar lo que tiene que decir. —dijo Marisol

tímidamente.
—No hace falta. Te lo diré. Me lo sé de memoria—La títere imitó de forma ridícula y

exagerada a su compañero. —Prueba cosas nuevas, ten esperanzas, todo saldrá bien, atrévete, eres

importante, bla, bla, bla.

—¿Podrías dejarlo hablar?

—Olvídate de él y mejor piensa en tu padre. ¿Crees que está bien dejarlo solo? ¿Qué tal si

un día necesita de ti y ya no estás?

—Teresa se quedará. Ella cuidará de él.

—¿Teresa?, pff… por favor, tu hermana no sabe qué hacer con su vida, ¿piensas que hará

algo? ¿Cuándo la has visto pendiente de tu padre?

La rehén alzó sus cejas y se le estrujó la cara. Estaba sorprendida de lo absurdo de la

pregunta. Su hermana era como una segunda madre en el hogar. Preguntaba cientos de veces al día

si todos se sentían bien y si tenían hambre. Era la dueña de la cocina, y no permitía que nadie

preparase nada. Amaba servir y el sonido de placer que hacían los comensales al probar sus

suculentos platillos. Acompañaba a su padre a todos lados, siempre mostraba una sonrisa amable,

no importando la tarea que le tocara o que se autoimpusiera.

—Teresa es la persona ideal para quedarse con papá. —respondió Marisol con seguridad.

De repente, Carolina se detuvo, miró hacia los lados y continúo avanzando. Su traslamiento

era más rápido y el movimiento pendular rompió trayectoria. Se desplazaba de forma aleatoria,

agitando los brazos. Intentaba encontrar algún argumento que la pudiera sacar del embrollo; no

encontró nada. Decidió rebuscar en sus pensamientos palabras y frases que le servirían para

desalentar a la titiritera.
—Eh… pero… eh…¡la gente cambia! Cuatro años, querida. En ese tiempo tu hermana se

cansará y dejará a tu padre abandonado —replicó la títere desesperada. Tiburcio volvió a mascullar

y agitar su cuerpo.

—Carolina, quítale la cinta adhesiva a Tiburcio. Quiero escuchar lo que dice.

—¡No!

—Entonces, no te volveré a hablar y si salgo de aquí, no regresaré —contestó Marisol de

forma autoritaria.

—¡Rayos!, está bien. —La voz de Carolina perdió su tono maduro y volvió a ser chillante.

Se acercó a Tiburcio y removió parte de la cinta adhesiva, dejando su boca y vigote libres.

—No te dejes desalentar, Marisol. Sé que deseas esa experiencia. Me entristece saber que

te vas, pero eso te hace feliz. Cree en ti…—su compañera títere volvió a amordazarlo.

—¿Escuchaste?, más clichés.

—¿Por qué dices que sus palabras son clichés?

—¿Cómo que por qué?, porque lo son.

—«Porque lo son», no es una respuesta correcta a mi pregunta.

—Querida, son las mismas frases bobas que siempre dice.

—¿Por qué sean clichés quiere decir que no tengan ningún valor?

—Son bobadas que no aportan nada.

—¿Nada en absoluto?
—¡Nada!

—¿No crees que deseo la experiencia de cambiar de ambiente? ¿No vale la pena esta

oportunidad?

—Es muy posible que cometas un gran error…

—¿Puedes asegurarme eso? —Carolina se quedó en silencio. —¿Puedes?

En ese momento, Una energía emanó dentro el cuerpo de Marisol. Volvió a sentir sus

extremidades y su fuerza volvió; se sentía poderosa. Levantó sus brazos y estiró sus piernas, esto

hizo que las bandas elásticas se rompiesen al instante. Se levantó de un salto.

—Qué tal… Qué tal si…—decía la títere aterrada. ——¿Qué tal si nos pierdes? ¿Qué tal

si tu suplente es mejor que tú y la gente le aplaude más?, No volveríamos a hacer nuestro acto

contigo —dijo Carolina, irónicamente, faltándole el aire. Ella se lanzó encima de Marisol y le

abrazó una de sus piernas. Empezó a sollozar como niña.

La joven se recostó en el piso boca abajo, apoyando su cabeza sobre sus dos manos. La

titiritera y su títere se vieron de frente; estaban a la misma altura desde sus perspectivas.

—¿Qué tal si dejamos que todo fluya?, no creo que todo, absolutamente todo, vaya a salir

mal. ¿Qué piensas?

—¿Vas a empezar a hablar como Tiburcio? —preguntó la títere sollozando, pero con un

cierto tono cómico. Ambas rieron a carcajadas. Tiburcio les acompañó en el momento, riendo como

lo podría hacer un rehén amordazado. Carolina se acercó hacia su compañero y lo liberó con la

ayuda de Marisol.

—Lo siento —dijo Carolina avergonzada.


—Está bien, no te preocupes —respondió Tiburcio.

—¡No quiero que te vayas! —exclamó Carolina a Marisol.

—Yo tampoco, pero quiero aprender más, quiero experimentar.

Marisol abrazó a sus compañeros. Se inclinó y acarició sus cabellos de tela. Pasaron unos

diez minutos en silencio, pero para ellos se sintió como una hora. Luego, Marisol se echó hacia

atrás, y los títeres levantaron sus cabezas. Se quedaron mirando a su compañera de años, Que

estuvo en las buenas, cuando el show se presentaba exitosamente y había un gran público; y en las

malas, cuando se cancelaban los espectáculos o no había casi audiencia.

—Siempre he estado dentro del escenario con ustedes, ¿qué tal si hoy soy parte del público?

¿Pueden hacer un espectáculo para mí?

Los títeres asintieron con alegría. Esa noche, Marisol pudo ver desde uno de los asientos

esa pequeña historia que contaba a niños y adultos. A pesar de que tenía cada diálogo y movimiento

memorizado, se sentía como una nueva experiencia. Reía a carcajadas ante las tonterías de Tiburcio

y las pretenciosas frases célebres de Carolina. De vez en cuando, se sentía triste al recordar que

esa sería la última vez en mucho tiempo que vería su acto. Sonrió cuando Tiburcio le dijo a

Carolina que coleccionaba piezas de autos para construir su medio de transporte. Aplaudió con

muchas fuerzas al ver cómo terminó todo en la historia. Los títeres hicieron reverencia… Marisol

despertó. Estaba sentada en uno de los asientos del público, pero el escenario estaba vacío. Solo

se encontraba el teatrino en el centro y junto a él un cofre cerrado.

La actriz caminó lentamente, respirando profundo. Se aproximó hacia la puerta de salida

del escenario. Colocó sus dedos sobre el interruptor que apagaba las luces. Con delicadeza, y

lentitud, apagó las luces de la zona de la audiencia y luces laterales. Solo quedaba la luz blanca
que bajaba en el centro del escenario. Con lágrimas en sus ojos, y una sonrisa tierna en sus labios,

apagó la luz.
Grabadas en mármol
Un lunes de Semana Santa, a las dos de la tarde, volvió al pueblo de Montebelleza el cuerpo de

Leomango Méndez Jiménez. Cinco horas antes, en un barrio de Santo Domingo, fue acribillado

por sicarios contratados por sus enemigos. Dos empleados del negocio clandestino de Leomango

recogieron su cuerpo sin vida y lo colocaron en el asiento trasero de un Mercedes-Benz. Se

comunicaron con su esposa y con gran lástima soltaron la noticia. El llanto no se hizo esperar; los

gemidos atravesaron todos los rincones de la ostentosa casa. Mientras tanto, Martha, la criada y

cocinera del hogar, estaba en una caseta de ladrillo localizada en uno de los extremos del patio.

Era utilizada como cocina y almacén. El grito salió disparado de la casa, atravesó el jardín lleno

de rosales, acarició un quiosco en medio del terreno, entró en la caseta y se introdujo en las orejas

de Martha. El espeluznante sonido hizo que ella se espantara tanto, que dejó caer la cuchara que

utilizaba para probar la comida.

Rápidamente, corrió siguiendo las huellas del alarido de dolor. Abrió todas las puertas

necesarias para encontrarse con ella, mientras los gemidos se hacían más y más fuertes. La criada

entró en la habitación principal y encontró a Viri, su patrona, sentada frente a su coqueta, empapada

de lágrimas. Conociendo la reputación de su patrón, y observando a su mujer estallando de tristeza,

su mente dedujo lo que acontecía; el alma de su empleador había desaparecido. Martha colocó la

cabeza de Viri contra su pecho y empezó a acariciarle el pelo desarreglado.

—Lo traerán… su cuerpo… ocúpate de…—sollozó la viuda con una fuerza de voluntad

casi inexistente.

Esto estremeció a Martha; los muertos la atemorizaban. Además, el lidiar con personas en

luto y los procesos que conlleva darle sepultura a los difuntos le ponían la piel de gallina. Sabía

que durante días tendría que soportar el lloriqueo de muchas personas, pues su patrón era muy
conocido en el pueblo. De repente, sintió nervios al pensar que tendría la responsabilidad de

informar a doña Francina de la muerte de su hijo. Sabía que su patrona no se llevaba bien con su

suegra, y como de costumbre, todas las tareas desagradables se las encargarían a ella. La idea de

romperle el corazón a la humilde anciana le atormentaba. Buscaba en la memoria a alguien a quien

pudiera ceder la tediosa responsabilidad. Encontró a don Sergio en sus pensamientos. Era un gran

amigo de la pobre señora. Él era muy educado, atento y servicial. La criada le sugirió a Viri que se

recostara mientras ella le prepararía un té de manzanilla. Sin decir una palabra y continuando con

sus gemidos, la viuda se recostó en la cama.

La conversación entre Martha y don Sergio fue breve. Ella le informó y él respondió que

no se preocupara, que se encargaría de todo. Al terminar la llamada, él consideró comunicarse con

doña Francina por teléfono, pero rápidamente se arrepintió al recordar que ella vivía sola. Rezó un

padrenuestro y pidió perdón a Dios por la desconsiderada idea de contarle a la pobre señora del

horrible acontecimiento en plena soledad. Salió de casa y fue directo a su residencia, en su

automóvil. Al desmontarse del vehículo, encontró a la señora barriendo la acera frente a su pequeña

casa de madera. Llevaba un camisón azul claro con diseños de girasoles y unas chanclas verdes.

En su cuello colgaba un rosario de madera. Ella lo miró y le saludó sonriendo. Él se dio cuenta de

que la noticia le robaría su aspecto alegre y probablemente perdería el control de sus actos. Pensó

que no sería prudente que ella armara un escándalo en la calle. La miró, fingió una sonrisa y le

pidió que le invitara a pasar.

Al entrar a la casa, la señora se dirigió a la cocina mientras don Sergio se sentaba en un

sofá. Frente a él se encontraba una mesa de caoba; sobre ella estaban decoraciones de santos

católicos y fotografías de ella con Leomango.


—¿Quiere café? — le preguntó en voz alta desde la cocina mientras buscaba las piezas de

la greca.

—No, no se moleste. Por favor venga. Debo contarle algo.

—Voy en un momento. Le prepararé un cafecito.

—No lo prepare. No deseo tomar ahora.

—Tómese por lo menos un poquito.

Él se quedó en silencio. Supo que ella no pararía de insistir. Decidió aprovechar el tiempo

y planear cómo contarle de la mejor manera. Su vista estaba enfocada en las fotos sobre la mesa.

En todas, doña Francina sonreía mientras que Leomango apretaba la boca e inclinaba su mentón

arriba; El difunto quería verse intimidante.

—Es hoy que llega su sobrina, ¿cierto? —preguntó doña Francina mientras colocaba la

greca sobre la hornilla y la encendía.

Don Sergio alzó sus cejas al darse cuenta de que había olvidado que su sobrina Laura

vendría al pueblo. La última vez que la había visto fue hacia una década, cuando visitó a su

hermano en Orlando. En ese entonces era una niña de once años.

La anciana volvió a la sala y se sentó frente a él. Su rostro reflejaba la alegría de tener

visitas, pero al mismo tiempo, mostraba curiosidad por lo que le había ido a decir. Él se estremeció

por no haber pensado en la mejor forma de contarle. Inhaló profundamente.

—Su hijo ha muerto —pronunció las palabras mientras cerraba sus ojos.

El silencio se apoderó de la casa. Don Sergio abrió sus ojos y se quedó estupefacto al mirar

el rostro de doña Francina. Parecía como si ella estuviera calculando una gran suma de números,
Como si estuviera contando las letras de las palabras que acababa de escuchar; tratando de buscarle

otro sentido a la afirmación. Él esperó por llantos descontrolados, explosiones de emociones

deprimentes; pero solo se encontró con un rostro neutral. Era peor de lo que pensaba, Su falta de

expresividad era terrorífica. Él estaba seguro de que la noticia le rompería el corazón, pues era su

único hijo y lo amaba con locura a pesar de sus tendencias pecaminosas.

El sonido del vapor del café interrumpió sus miradas. Ella fue a la cocina, preparó la

bandeja con café y galletas de soda. Volvió a la sala y se sentó frente a él, con la mirada hacia el

piso. Martha llamó a don Sergio a su teléfono móvil. Le informó que el cuerpo de su patrón acababa

de llegar a la casa. Al colgar, él se quedó mirando a doña Francina. Le parecía extraño que ella no

quisiese averiguar sobre los hechos que llevaron a la muerte de su hijo, pero luego comprendió

que ella debió sospechar que fue por causa de alguno de sus negocios corruptos.

—Su hijo…eh… el cuerpo de su hijo llegó a su residencia. La…la acompañaré allá.

Ella asintió, se levantó y se fue a su habitación. Entró al baño, se desvistió y abrió la

regadera. El sonido del agua le dejó saber a don Sergio que ella se duchaba. Mientras el café de su

taza se enfriaba, su mente trabajaba cavilando sobre sus tareas. Era necesario buscar la vestimenta

para el difunto, organizar el velorio, contactar a la funeraria, estar pendiente de la madre… era

demasiado. Su espíritu servicial nubló su razonamiento al momento de aceptar sus

responsabilidades. Necesitaba que alguien, por lo menos, se ocupara de atender a doña Francina.

Margarita llegó a su mente. Era perfecta para el trabajo; ambas ancianas eran amigas desde la

infancia. La llamó, le contó todo lo sucedido. Le pidió que fuera a la casa de Viri para ocuparse de

su colega. Ella aceptó y guió la conversación hacia un chisme que escuchó sobre un robo en su

vecindario.
Diez minutos más tarde, doña Francina terminó de vestirse. Sacó un álbum de fotografías

de una gaveta de su mesa de noche y lo abrió. Mientras pasaba las páginas, sus pupilas se llenaban

de momentos importantes con su hijo: fiestas de cumpleaños, celebraciones de Navidad, recuerdos

de bautizo y primera comunión. Las fotos tenían recortes disparejos que dejaban al progenitor de

Leomango fuera del encuadre. En algunas de ellas solamente se podía percibir su mano sobre el

hombro de su hijo. Las imágenes producían un malestar en el pecho de la anciana, pues el odio por

aquel hombre descendía rápidamente desde su cerebro hasta su corazón.

A la mitad del álbum se encontró con el recuerdo impreso del día de playa. Esto la hizo

detenerse y revivir aquel día. Recordaba que sus padres, Doña Clotilde y don Fidio, organizaron

un viaje a la playa de las Terrenas. Era un intento de disipar la mente de su hija después de la

ruptura con su exesposo. Después de tantos años llenos de peleas e infidelidades, doña Francina

no creía que podría volver a disfrutar la vida, pero ese día lo cambió todo. Volvió a sonreír. A su

hijo no le importó la ausencia de su padre, don Fidio se la pasó contando chistes y doña Clotilde

hizo castillos de arena.

Al atardecer decidieron almorzar pescado frito con tostones en un restaurante frente a la

playa. Don Fidio dejó limpio su plato en unos pocos minutos, doña Clotilde le regañó por comer

tan rápido. Como niño pequeño, le respondió a su esposa que no lo volvería a hacer, al mismo

tiempo, le sonreía y hacía un guiño con su ojo a su pequeño nieto. Mientras esperaba que los demás

terminaran de comer, se fue a pasear por el área. Al regresar, tenía masa de coco en la mano.

Leomango nunca había visto algo parecido. Su abuelo dejó que lo probara mientras su abuela

guardaba el momento con el destello de un flash. Ese día don Fidio decidió llamar a su nieto

“Coquito”. El sobrenombre tomó fuerzas los siguientes días. Era agradable de pronunciar y le daba
un tono más tierno al niño. Pudo influir en la familia y conocidos del pueblo. El apodo perduraría

por años hasta que otro, con denotaciones violentas y connotaciones viles, tomaría su lugar.

Lágrimas empapaban el rostro impreso de Coquito, mientras un conjunto de emociones

viajaban en el interior de la dolida mujer. Ira, nostalgia y tristeza se mezclaban y atacaban sus

piernas y su estómago. Consideró tomarse el jarabe de que le recetó el gastroenterólogo, pero

pensó que un padrenuestro sería suficiente para solucionar su problema. Dejó el álbum sobre la

cama, se hincó y rezó. Al terminar sintió un vacío en el pecho. Sus rezos no le servirían para revivir

a su hijo, ¿y qué tal su alma? ¿Llegaría al cielo? Pensó al pararse. Se quedó observando la

fotografía de su amado Coquito por unos minutos, luego se miró en el espejo de su coqueta.

—Era la imagen de la inocencia. ¿Cómo Dios no dejaría entrar a semejante ángel?

Coquito siempre fue bueno, solo han habido malos entendidos, eso es todo. Cada uno de sus

negocios era para el bien de la comunidad, los envidiosos esparcían falsedades sobre él. Era un

ángel. —le decía a su reflejo.

A pesar del entusiasmo de sus palabras, muy dentro de ella no creía lo que decía. Eso formó

en ella dos ideas contradictorias, que luchaban entre sí. La idea del hijo bondadoso se defendía de

su reflejo de naturaleza demoniaca. Doña Francina dirigía su atención a la batalla mientras que su

cuerpo actuaba por voluntad propia. Aún mantenía su aspecto triste. Se puso un reloj de mano,

tomó la fotografía del día de playa y la puso dentro de su bolso. La imagen de su hijo cayó justo

al lado de la bolsa de medicinas recetada el día anterior por su gastroenterólogo.

Se dirigió a la sala, y al don Sergio verla lista para salir, le dio la perfecta excusa para

terminar el alargado chisme de Margarita. Se dirigieron hacia el automóvil y fueron a la morada

del difunto.
En la galería se encontraba un grupo de hombres de seguridad. Estaban armados con

ametralladoras uzi. Muchos de ellos llevaban gafas oscuras para protegerse del sol, mientras que

otros las usaban para no ser vistos llorando. Al entrar por la puerta principal, don Sergio y doña

Francina se encontraron con el cuerpo sin vida en medio de la sala. Estaba recostado sobre una

mesa y una tela oscura le cubría el cuerpo hasta el pecho. La palidez de su rostro se contrastaba

con el color de sus labios carnosos. Una sensación de escalofrío entró de golpe en el pecho de la

madre. Trajo consigo un pensamiento, que al pasar los segundos se expandió y robó parte de su

ser; era definitivo, no volvería a ver a Leomango de nuevo.

Entonces notó que llevaba una cadena de oro con una placa donde tenía inscrito

“Cocotazo”1. Rápidamente, tomó la cadena, la deslizó por el cuello de su hijo hasta llegar a la parte

trasera de su cabeza. Esta le obstruía el paso, así que levantó levemente su nuca y la sacó. Miró

hacia su alrededor y fijó su mirada en un bote de basura que había a unos tres metros. Lanzó la

cadena y cayó dentro del bote.

Sergio presenció todo el acto en silencio. Sabía que doña Francina odiaba ese apodo que

adoptó su hijo. Ella puso su bolso en una mesa y sacó la fotografía del día de playa, Se hincó

frente al cadáver y alzó la foto lo más alto que sus brazos pudieron llegar. Cerro sus ojos y empezó

a rezar.

Horas pasaron, y la anciana se mantuvo en la misma posición. Entre sus rezos pudo

escuchar algunos detalles en el ambiente: como alguien media el cuerpo de Leomango con una

cinta métrica, la voz de Margarita al llegar, los gemidos de los que entraban a ver a su hijo. Además,

Cocotazo1: golpe en la cabeza que se da con los nudillos.


pudo escuchar una discusión entre Margarita y su hija por teléfono; el motivo era que su hija no

quería asistir al velorio que estaba siendo organizado por don Sergio. La madre preguntaba por el

paradero de su hija y esta le respondía con excusas, en tono de desinterés.

En el momento que tomaron el cuerpo del difunto para vestirlo, doña Francina apretó la

fotografía y rezó con más intensidad.

****

A las diez de la noche llegó Laura a la residencia. Frente a ella se encontraba la casa y a la

derecha un gran patio con muchas personas esparcidas por doquier. Al fondo se encontraba un

quiosco donde estaba Viri siendo consolada por sus primas. Margarita notó la presencia de Laura

y se le acercó.

—Eres la hija de don Sergio, ¿cierto?

—Sí, me llamo Laura.

—Mucho gusto. Soy Margarita —le respondió sonriente.

—Encantada.

Ella tomó la mano de Laura y la dirigió hacia el quiosco. Soltó su mano justo en frente de Viri.

La viuda estaba empapada en lágrimas.

—Viri, Ella es la hija de don Sergio.

—Mucho gusto.

—La acompaño en sus sentimientos.

—Gracias.
—¿Quieres algo de tomar?, ¿café?, ¿un té?, ¿Agua? —le preguntó Margarita a Laura.

—No, gracias.

—Si quieres algo, puedes pedírselo a Martha —le dijo la señora señalando hacia la caseta de

ladrillo. Allí se encontraba Martha colocando un termo para café sobre una mesa.

Margarita haló a Laura por el brazo y la dirigió hacia donde estaba Martha. Ella la presentó,

pero la cocinera tenía la atención puesta en la limpieza de la mesa. Luego, la amiga de Francina la

llevó hacia otro grupo de personas para continuar la presentación. Al pasar los minutos, la mente

de Martha iba recibiendo información, que por la prisa de sus quehaceres domésticos no pudo

darse cuenta; Laura tenía un acento extranjero, vestía muy elegante, era sobrina de don Sergio y

vivía en Orlando.

Margarita se sirvió un vaso de agua mientras le contaba a Laura sobre el chisme del robo por

su vecindario.

—Disculpe, ¿sabe dónde está mi tío?

—Dentro de la casa, con la madre del difunto.

—Discúlpeme, debo verlo. No sabe que llegué.

—La acompañaré.

—No, no se preocupe. Volveré enseguida.

La señora asintió y Laura fue en dirección a la puerta principal. Al abrir pudo escuchar los

llantos de un gran grupo de personas. Doña Francina seguía hincada con la fotografía en las manos.

Don Sergio estaba detrás de ella, acariciándole el hombro. Después de unos segundos, él giró la
cabeza y se encontró con su sobrina. Se saludaron con las manos. Don Sergio se acercó a la oreja

de la pobre madre y le dijo que vendría enseguida. El tío y la sobrina salieron a la galería.

—Bendición, tío.

—Dios te bendiga, sobrina. ¿Ya saludaste?, ¿le diste el pésame a la viuda?

—Sí.

Él giró su cabeza hacia la puerta de la casa, y sin quitar la vista, se acercó a la oreja de Laura.

—Hazme un favor, no te refieras al difunto como Cocotazo; doña Francina no quiere escuchar
eso.

Laura asintió y ambos se dirigieron hacia el patio. En ese momento, Amaurys, el mecánico del

difunto, entró a la residencia. Llevaba una franela negra, pantalones apretados, y unos Air Jordan

negros con líneas rojas. Estrenó su calzado hace cuatro meses, pero estaban tan limpios que parecía

como si los hubiera comprado ese día. En su bolsillo del pantalón escondía una botella de ron.

Mientras caminaba, inclinaba su cabeza hacia arriba, esa era su versión de saludo a quien lo mirara.

Abrazó a Viri y la besó en la mejilla, Luego miró hacia el patio en busca de caras conocidas, pero

solo encontró a un joven que había visto algunas veces cerca de su taller. Le llamaba Papote. Su

ropa estaba desgastada y llevaba un corte de cabello ridículo. El chico estaba parado frente a un

árbol de guayabas con un vaso plástico lleno de café en una de sus manos. Amaurys lo saludó y

recostó su cuerpo en el árbol. Empezó a mirarlo de reojo, sacó su botella y le ofreció un trago. El

joven se negó y tomó sorbos del vaso.

Amaurys fingió limpiar su calzado, buscando que el joven se fijara en él y le diera oportunidad

de entablar una conversación. Su esfuerzo fue inútil, el joven estaba más atento al café y al
agradable calor que sentía en sus dedos. El mecánico tomó un trago de su botella, apretó sus

nudillos y giró su cabeza hacia su compañero.

—Hace dos días, Cocotazo estaba gozando de lo lindo en el bar de Fellito. No puedo creer que

se nos fue. Recuerdo la vez que nos conocimos. Llegó a mi taller buscando una llanta para su

Mercedez-Benz. Le pedí su información para llenar la factura y cuando me dijo Cocotazo, no podía

creerlo. Le pregunté, ¿cocotazo?, Como si escuchase mal. Él me respondió con toda la seriedad

del mundo. “Sí, cocotazo”. Se tomó su tiempo con cada sílaba. Co-co-ta…

Don Sergio se paró frente Amaurys, y carraspeó.

—Disculpe, ¿podría evitar llamar al difunto así?, a la madre no le gusta que se refieran a él de

esa manera.

—¿Y cómo quiere que le diga? Yo no sé su nombre real.

—Llámele Coquito.

—¿Así es como se llama?

—No, pero su madre prefiere escuchar ese nombre.

—Yo me refiero a él como me dé la gana. A mí no me venga a corregir. ¡Seré yo hijo de usted!

—Baje la voz…

—A mí no me venga a callar, ¿Quién se cree?

Viri se acercó furiosa mientras sus primas intentaban calmarla.

—¿Qué les pasa? ¿¡Por qué este escándalo!?

—Este viejo vino a joder. Me pidió que no mencione el nombre de Cocotazo.


—Es que a su madre no le gusta que…

—Este no es momento de empezar con eso. ¡No ven que estoy destruida! Si van a comenzar a

pelear... ¡háganlo fuera de aquí!

Los dos hombres se quedaron en silencio mirando hacia el suelo. Una de las primas de Viri

notó que Martha colocó un gran caldero sobre una mesa. Ella propuso no continuar con la

discusión, e ir a comer. La idea y el olor a sancocho convencieron a la viuda. Ella relajó sus

músculos y sus primas tomaron el mando de su cuerpo y lo dirigieron hacia el quiosco.

Don Sergio se dirigió hacia la sala para buscar a doña Francina. Se le acercó a la oreja y le

informó que la comida estaba lista. Ella siguió rezando como si no hubiera escuchado nada. De

repente, hizo la señal de la cruz y se levantó del suelo. Tomó su bolso y juntos fueron hacia el

quiosco.

En el patio había una gran cola en dirección a la mesa con un gran caldero. Cada persona allí

tenía un plato plano que sostenía uno hondo. Don Sergio dejó a su amiga sentada detrás de una

mesa, y le dijo que le buscaría comida. En ese mismo instante, Jacinta, una señora del pueblo,

entró a la residencia. Tenía alrededor de cincuenta años, pero parecía de mayor edad. Sus ojos eran

grandes y su boca estaba llena de cortadas. Tenía un tic nervioso que le hacía morder los labios

con fuerza y de vez en cuando, arañaba la punta de su cabeza. Ella notó que personas salían de la

casa gimiendo y llorando. Miró a su alrededor, y se aproximó hacia la puerta.

Doña Francina y don Sergio comían del sanchocho. Ella masticaba sin ánimos. Él llevaba la

cuchara a su boca sin mirar su plato, sus ojos estaban fijos en la pobre mujer. Muchos en el patio

estaban sentados. Algunos en sillas plásticas, otros en mecedoras y el resto estaban recargados de
paredes y árboles. Un gran grupo de personas sentía dolor por la pérdida de Leomango, pero había

más que solo fueron por comida gratis.

Mientras pasaba el tiempo, el sonido de sopeteos se hacía menos constante, pero el bullicio se

hizo más presente. El ruido era inteligible. De vez en cuando el nombre de Cocotazo emergía

sutilmente entre las voces, y esto hacía que la anciana se estremeciera y tapara sus oídos.

Empezó a hacer un leve gruñido para poder distraerse del horripilante evento. Don Sergio la

miró con angustia. Luego desvió su mirada hacia sus alrededores y vio a Amaurys en el patio,

sentado en una silla plástica y degustando de la comida mientras conversaba con un desconocido.

Se quedó observándolo, fijando su mirada en su boca. Intentó leer sus labios, pero no lograba

entender sus palabras, hasta que de él salió el nombre prohibido. Volteó, acarició el hombro de

doña Francina y le dijo que volvería en seguida.

Viri llevaba la cuchara hacia su boca, recordando los buenos momentos con su marido. Las

imágenes alegres que llegaban a su mente la destrozaban. Las lágrimas no dejaban de salir, y su

pañuelo cada vez se humedecía más. Ella notó que don Sergio y Amaurys se acercaban. Los

bonitos recuerdos se esfumaron, y un sentimiento de disgusto se reflejaba en su rostro.

—Este viejo no me deja tranquilo. Está corrigiendo a todo el mundo. Quiere que llame a tu

difunto marido, dizque, Coquito.

—Señor Sergio, ¡basta con eso!

—Discúlpeme, no quiero molestarla, es que doña Francina…

—Ella siempre con eso. No le haga caso. ¡déjeme en paz!

Don Sergio caminó hacia el patio. Laura y Margarita se le acercaron.


—¿Qué paso? —preguntó Laura.

—La gente no quiere considerar a la pobre doña Francina.

De repente, se escucharon gritos de una mujer dentro de la casa. Parecía como si la estuvieran

forcejeando. Todos se aproximaron hacia la puerta principal. Uno de los hombres con gafas

sostenía a Jacinta por detrás. Ella con el ceño bien fruncido, miró a todos observándola.

—Por culpa de ese maldito, mi hijo se hizo adicto a las drogas. ¡Espero que se pudra en el
infierno!

Las palabras de Jacinta se clavaron en el pecho de doña Francina. La madre del difunto apretó

el puño, frunció el ceño y caminó con paso firme hacia la mujer. La abofeteó con tanta fuerza, que

el sonido del golpe fue escuchado por todos. La sorpresa dejó a todos estupefactos, incluso a

Jacinta. La desdichada madre del drogadicto no tuvo palabras con las cuales responder. Un gran

llanto mezclado con dolor e ira salió de ella. Sus apresadores despertaron del trance en el que

estaban, y con mucha más fuerza halaron a la mujer, la empujaron y cerraron la puerta de acceso

a la residencia.

Don Sergio observaba que su querida y pobre amiga continuaba con una horripilante expresión

de cólera en su semblante. Miró a su sobrina y recordó que no se la había presentado. No estuvo

pendiente de ese detalle debido a todo lo que había acontecido y la preocupación por la señora.

Pensó que conversar con su sobrina podría hacerla olvidar el terrible acontecimiento que acababa

de suceder. Tomó de la mano a su sobrina y se aproximó a la señora.

—Doña Francina, le presento a mi sobrina, Laura —le dijo con una leve sonrisa.

—La acompaño en sus sentimientos —dijo Laura con timidez.


La anciana se quedó observándola. La forma en que Laura pronunciaba las palabras

confirmaba su estado de extranjera. Tenía un vestido de algodón cerrado con botones dorados,

era un vestimenta bastante elegante y muy diferente a los vestidos y pantalones oscuros que

llevaban las demás allí. La vestimenta era como si viniera de prestigiosos diseñadores

extranjeros. De repente, empezó un cuchicheo. El nombre de Cocotazo se deslizó como una

serpiente entre la multitud y entró sutilmente en la oreja de doña Francina. Ella miró a Laura a

los ojos. Pensó que aquella jovencita llevaría una mala reputación de su hijo al extranjero. Se

estremeció al tener la idea de que aquel maldito sobrenombre se expandiera de país en país, y

que al tiempo la imagen de su hijo quedaría manchada por todo el mundo. Le sonrió a la joven

y puso su mano sobre la de ella.

—Nina linda, —vociferó mirando a los demás de reojo —no creas eso que acabas de escuchar

de esa vieja loca. Mi pequeño Coquito era un ángel. Siempre ha sido un niño muy bueno. A veces

hacía cosas extrañas, pero eso debió ser por influencia de su padre. Desde que mi pequeño angelito

se fue a vivir con él, empezó a cambiar. Al volver a este pueblo, no quería que le llamara “coquito”.

¡Qué tontería!, ¿eh? ¿Para qué llamarlo de otra forma…—señaló a las personas a su alrededor —

si todos aquí lo conocemos así? Vamos a rezar por el alma de mi pequeño.

Todos cerraron sus ojos.

—Dios, Permite que el camino que emprende mi niño hacia ti, sea tranquilo. Que pueda

descansar en paz, lleno de tu infinita gloria. A aquellos confundidos, ilumínalos con tu gracia e

inteligencia. Déjales entender la gran bondad del corazón de mi hijo. Déjales entender, señor, que

aquel apodo influenciado por su padre es una obra de Satanás. Quítales de sus bocas esa horrible

palabra que ensucia la imagen de mi pequeño. Dales el poder…


—¡Hey!, Espere un momento —interrumpió Amaurys parándose al frente. —Entiendo que

usted es la madre y hay que tenerle respeto, pero a mí no me venga a acusar. Yo no ensucio nada

al hablar de Cocotazo.

—¡Deje de decir eso!

—Doña, así fue como lo conocí…

—¡Cómo se atreve a interrumpir la oración de Doña Francina! —replicó don Sergio.

—¿Oración?, acusación mejor dicho.

—¡Qué falta de respeto! Vaya a sentarse y deje que doña Francina termine.

—¡Voy a sacar a todos los que continúen con este desorden! —gritó Viri. Luego, fijó su mirada

en doña Francina. —Mire, comprendo su dolor. No hay nadie aquí que la entienda más que yo,

pero ya es tiempo de que pare con sus tonterías y deje que la gente se exprese como quiera.

—No son tonterías. No quiero que hablen de el de esa forma tan… tan… horrible.

—A él le gustaba que le llamaran así.

—Estaba confundido. Él era bueno, y las personas buenas no tienen un apodo tan vulgar.

Viri cerró los ojos e inhaló profundo buscando la manera de no faltarle el respeto a su suegra.

Después de unos segundos abrió sus ojos.

—Para que se acabe este problema y me dejen tranquila. Todos aquí llamen a mi esposo por

su nombre “Leomango” —anunció molesta.


—No le llamen así. —gritó doña Francina mirando a todos a su alrededor. —Coquito, ¡díganle

Coquito!, su nombre de nacimiento fue un error. El sinvergüenza de su padre lo arruinó. No quiero

nada relacionado con ese hombre en mi vida… ni en el alma de mi pequeño.

Martha, quien estaba entre la multitud, se quedó mirando a Laura. Pensó que le era conveniente

hacerse amiga de la jovencita, pues si algún día decidiera dejar de trabajar para su patrona, ella

podría ser de utilidad. “Nunca se sabe cuándo alguien necesite de una mano amiga, y mejor aún

de una que ganara en dólares”, pensó. Se acercó a Laura y le tocó en el hombro.

—Jovencita, ¿le gustaría acompañarme a la cocina? Prepararé unas habichuelas con dulces

exquisitas. Necesito alguien que las pruebe y de paso, me haga compañía. ¿Le interesaría? —

propuso sonriendo.

Laura asintió y la siguió a la caseta. Al llegar a la cocina, Martha tomó una gran bolsa de

habichuelas mientras Laura se mantuvo detrás. La cocinera volteó, apretó sus labios y juntó sus

palmas.

—Ay linda, lo que has tenido que escuchar. ¡Qué vergüenza!

—No se preocupe.

—Doña Francina y Viri no se soportan. La muerte del patrón es lo único que les ha dado razón

de estar juntas. ¿Conociste al difunto?

—No. Me fui muy joven de este pueblo.

—Nombre raro el del patrón, ¿eh? Según dona Francina, ella y su exmarido peleaban por todo.

Tardaron mucho tiempo en decidirse por el nombre de su hijo. Llegaron a tal extremo que
acordaron en pensar, y luego juntar dos nombres al azar para terminar con la discusión. Vaya

nombre que les salió.

Entró Margarita a la cocina.

—¡Aquí estabas! —decía Margarita mirando a Laura con las cejas alzadas. Laura apretó los

labios y miró hacia el suelo.

—¿Sigue la discusión? —preguntó Martha.

—Don Sergio pidió un minuto de silencio para el difunto. Deme un vaso de agua para Francina.

—Mejor le preparo un té. Ella está delicada del estómago.

—No, por ahora agua. Aprovecharé este silencio para llevármela a un lugar apartado y

calmarla.

El minuto de silencio terminó. Muchos deseaban la paz del alma de Leomango, otros lo

intentaron, y algunos solamente dejaron su mente en blanco. Por otra parte, doña Francina no

dedicó ese tiempo para buenos deseos hacia su hijo, pues la ira y la impotencia no la dejaban pensar

más que el deseo de callar a todo el mundo y hacerles entender que todos estaban equivocados.

Margarita le pidió que la acompañara. Ambas se sentaron cerca del quiosco. Todos volvieron al

patio.

—Usted me preocupa. Esas rabietas no le hacen nada bien a su salud.

—Mire, después de una vida de bondad, de ayuda al prójimo, él no se merece un apodo así.

—Francina, usted sabe que él no fue ningún santo. Entiendo su dolor, por eso le suplico que se

enfoque en pedirle a Dios por el alma de su hijo y olvídese del resto.


Ella alzó sus cejas como si las palabras de Margarita la espantaran. Luego miró a la multitud.

Se levantó rápidamente de su asiento mientras su compañera la miraba desconcertada.

—Escúchenme todos —vociferó coléricamente —. Aquí se están diciendo un montón de

mentiras acerca de mi hijo y no lo voy a permitir. Era un buen muchacho. Me acompañaba a la

iglesia. Era un buen trabajador, esposo respetuoso y ayudante de la comunidad. ¡Arpías! Miren

cómo le pagan a esa alma de Dios. —clavó su mirada en Margarita y luego volvió su cabeza

mientras apuntaba a su compañera. —. A ver, quien más, aparte de esta envidiosa, ¿tienen algo

malo que decir de mi hijo?

El silencio dominó el lugar, no se escuchaban ni siquiera los ruidos recurrentes en las calles:

Nada de bocinas de automóviles, niños corriendo o gritando, motores de motocicletas; nada. Las

miradas de todos se concentraban en la pobre mujer a quien le saltaban los ojos de furia. Por un

breve instante, ella humedeció sus labios con su lengua y eso creo un ligero nerviosismo en los

presentes. Sus palabras, ademanes y el silencio daban la impresión como si ella fuera la madre de

todos allí; mientras que los presentes parecían unos niños que acababan de cometer una travesura.

Ella volvió su vista a Margarita y como cuchillo atravesando un pastel, cortó el silencio.

—Que tu hija sea una vagabunda de la calle no te da derecho a hablar mal de Coquito.

Margarita se quedó perpleja al escuchar tal frase. Por unos segundos no supo qué hacer, pero

el insulto, justificado o no, la lleno de rabia. Se levantó del asiento con nerviosismo.

—Cómo se atreve… Solo vine aquí por respeto a usted…— La tensión, las miradas, las

horripilantes palabras de doña Francina y la ofensa hacia su hija la estimularon a mostrarse segura

de sus próximas palabras. —Me importa un pepino aquel criminal. —dijo mientras señalaba hacia

la casa.
—Más respeto al difunto— comentó Amaurys.

—¡Cállese borracho! —vociferó Margarita —Todos aquí sabemos muy bien cómo era el

famoso Cocotazo.

—¡No vuelva a decir eso! —gritó doña Francina

—Ese de ahí, trajo las drogas a este pueblo.

Viri se espantó al escuchar aquella frase. Con la mirada y algunos ademanes, ordenó a la

seguridad que la sacaran de allí. Uno de los hombres agarró a Margarita por los brazos y con

delicadeza empezó a halarla lentamente. Ella se zafó de sus manos.

—No tiene que tocarme, ya me voy —le decía con el ceño fruncido. Ella volvió la mirada

hacia doña Francina. —¿Usted cree que su hijo fue dueño de esa fábrica solo para producir

colchones?, ¿o se hace la tonta? —preguntó en tono sarcástico. Caminó hacia la puerta de entrada

haciendo ruido con sus tacones y salió de la residencia.

El silencio se mantuvo por más de un minuto. La incomodidad y la vergüenza se reflejaban en

los presentes. Amaurys se quedó observando la cara de todos y le produjo angustia y un deseo de

defender a su cliente y amigo muerto.

—Ese que está en ese ataúd, fue la salvación de este pueblo. Antes de él, ¿qué había aquí?

muchísimas calles rotas, problemas eléctricos, postes sin bombillos. Hay que ser sinceros, este

pueblo no era nada sin él. Cuando llegó, todo se arregló. Las calles se pasaban como el culito de

un bebé. No han vuelto a escuchar a niños gritar “se fue la luz”, ¿verdad?, a mí no me vengan a

hablar mal de él; ha hecho más que todos los que estamos aquí. —Observó de nuevo, y aún veía

la vergüenza en sus rostros, algunos levantaba sus cejas como si su discurso no fuese suficiente
para convencerlos de una buena reputación de Leomango.—Y si él trajo las drogas, ¿qué? ¿No

estamos viviendo bien?

Las palabras de Amaurys reconfortaron a doña Francina hasta que mencionó las drogas. Ella

se sintió indignada, y un tanto decepcionada por el repentino giro del discurso. Agradecida, pero a

la vez irritada, apretó su boca y sus puños.

—Por favor, no digas cosas como esas. —dijo la anciana tratando de aferrarse a las agradables

palabras del discurso.

—Doña, no se avergüence de su hijo.

—¿De qué habla?, no lo hago.

—¿No?, ¿Y por qué está de policía cada vez que uno habla de él? Eso se lo acepto hoy, pero

para su entierro no me venga con disparates. Lo llamaré igual como dirá su lápida, Coco…—

detiene su lengua al observar las miradas coléricas de la madre del difunto y a la viuda. — Coco…

Ustedes saben. —murmuró.

—Su lápida dirá Coquito. —respondió la señora en tono melancólico. La palabra “lápida” le

hizo recalcar la situación en la que estaba; no volvería a besarle la frente, abrazarlo, escuchar su

voz, ni mirarlo sonreír. La idea le robó gran parte de su energía, se sentía abatida e impotente. En

cambio, Viri estaba enérgica. Su paciencia no llegaba a más. Caminó hacia donde estaba su suegra.

Sus tacones sonaban como piedras caídas del cielo.

—¡No joda más con eso! Mire señora, mañana por la mañana, resolveremos el asunto. La

lápida no tendrá ningún apodo y si vuelve a decir una palabra más, ¡la sacaré de la casa! —replicó
mientras señalaba hacia la pared que daba a la calle. Doña Francina se quedó con el deseo de

responderle, pero la amenaza y la cara de su nuera le hicieron tragar sus palabras.

Don Sergio se colocó detrás de la anciana, puso sus manos en sus hombros y ligeramente la

dirigió a un asiento. Ella sintió vergüenza, y cubrió su rostro con sus manos.

—Le traeré un té —dijo su amigo mientras le acariciaba el hombro.

Mientras el servicial hombre se dirigía hacia la caseta, una de las primas de Viri se le acercó a

doña Francina.

—Martha está preparando habichuelas con dulce. ¿Quiere que le traiga? —preguntó

avergonzada por el escándalo provocado por su prima.

—Me hace mal… no quiero nada. —contestó sin quitar sus manos del rostro.

—Está bien. Si cambia de opinión, me avisa.

Doña Francina retiró sus manos y vio que la chica desaparecía. Luego, fijo su vista en los

presentes. Algunos todavía comían del sancocho. Se mantuvo observando a los comensales

mientras buscaba alternativas para resolver sus problemas.

Mientras tanto, en la cocina de la caseta, Martha removía las habichuelas con dulce y Laura

picaba pedazos de batata. Sergio entró y se sorprendió al ver a su sobrina allí.

—Sobrina, usted no tiene que ocuparse de la cocina.

—Estoy aprendiendo cómo preparar habichuelas con dulce.

—Bueno… Martha, por favor, prepárele un té a doña Francina.


Minutos más tarde, la madre del difunto abrió su bolso y sacó un frasco de la bolsa de

medicinas. Lo volteó hacia la parte donde exponen las informaciones del medicamento. “tiempo

para hacer efecto: de ocho a doce horas” decía debajo de la sección de indicaciones. Ella miró su

reloj de mano y un sentimiento agradable entró en ella. Era como si la vida le diera migajas de

esperanza. En ese momento, vio a don Sergio salir de la caseta con una taza. Él se tropezó y parte

del líquido cayó en sus zapatos. Mientras él miraba su calzado, Ella fue a esconderse en un arbusto.

Él buscó por el patio, pero no pudo encontrarla. Decidió entrar a la casa.

En la cocina, Martha le pidió el favor a Laura de buscarle una caja de pasas en el almacén. Ella

aceptó y fue de inmediato. Doña Francina llegó a la caseta con su bolso.

—Martha, la llaman en la casa.

—¿Quién?

—No sé, pero es urgente.

Martha salió de la cocina dejando la cuchara para remover dentro de la cacerola. La anciana

sacó el frasco de medicinas, lo destapó y vertió el líquido sobre el postre. En ese instante, Laura

salió del almacén y encontró a doña Francina con el frasco en la mano. Los dedos arrugados

cubrían parte de la etiqueta, solo se podía ver partes del diseño del medicamento. La señora tapó

el frasco rápidamente.

—Hola niña linda… al postre le faltaba un poco de… esto. —dijo titubeante. Una sonrisa

nerviosa se dibujó en su rostro mientras guardaba el frasco. Luego, Removió las habichuelas con

dulces. Sergio y Martha llegaron a la cocina. —Ah, ahí están. Ese es mi té ¿cierto?, Sergio, vamos

al quiosco a rezar por la seguridad de tu sobrina en su viaje de regreso a su casa. Ven niña linda,

acompáñanos. —decía con tanta alegría como si en ese día no hubiera pasado nada. Ella se le
acercó a la oreja de Martha. —Mientras rezamos, sirve el postre. Empieza por Viri, sabes que a

ella le encanta. —susurró con un tono alegre, pero bizarro.

****

A las ocho de la mañana, doña Francina llegó a la funeraria del pueblo. Tenía un aspecto

tétrico, sus ojos brillaban por la gran humedad de sus lágrimas, sus mejillas estaban hundidas y su

paso era más lento que de costumbre. Su mirada se mantenía perdida en el suelo, parecía un muerto

viviente. Como había pasado el primer día sin su hijo, la nostalgia y l melancolía estallaron en ella.

Al despertarse esa mañana lloró tanto que hizo cambiar su aspecto al de una mujer sin esperanzas.

En el establecimiento, ella le pidió a la recepcionista que llamara a Alfredo, el dueño. Le

dijo que ambos se conocían. Alfredo llegó, la abrazó y le dio el pésame. Se disculpó por no haber

atendido al velorio, pues tenía diligencias que cumplir. A él le extraño que la pobre mujer, con tal

aspecto, anduviera sola y preguntó si le gustaría que llamase a alguien para que la acompañase ese

día. Ella se negó. Alfredo le informó que todo estaba listo para el entierro de su hijo. El día anterior

habían recibido todo lo necesario, lo único que faltaba era la información de la placa funeraria.

Ella replicó que para eso estaba allí.

Esa tarde, la madre del difunto observó cómo colocaban el ataúd dentro del nicho. Los

únicos presentes fueron ella y los trabajadores de la funeraria. Su tristeza era evidente, pero cierta

satisfacción despertó dentro de ella al ver la bella placa de mármol y su grabado “Aquí yace el

cuerpo de Leomango ‘Coquito’ Méndez Jiménez”. Ella intentó convencer a Alfredo de eliminar la

parte que decía “Leomango”, pero por razones legales e integridad de la funeraria, no fue posible.

También, ella se sorprendió al escuchar a Alfredo decir que su cuerpo descansaría en un nicho y

que lo que tocaba para él era una placa funeraria. Esta información no era de vital importancia para
ella, pero aun así no se lo esperaba. A pesar de no obtener exactamente lo que ella deseaba, se

mantuvo orgullosa de sí misma y pensó que el recuerdo de su hijo se mantenía limpio como su

alma. Pasó horas hincada, rezando, con los brazos alzados y sosteniendo la fotografía del día de

playa.

Al final de la tarde, la anciana regresó a casa. Justo en el momento de llegar a la puerta de

entrada, notó que don Sergio cruzaba la calle y se aproximaba.

—¡Doña Francina! —gritó mientras corría.

Rápidamente, ella intentó abrir la puerta girando la llave en la cerradura, pero estaba estancada.

—Ahora no puedo hablar. Me voy a dormir.

—¿Qué era eso que le puso a las habichuelas con dulce? —preguntó, ya estando detrás de ella.

—No sé de qué me habla.

—Las habichuelas con dulce de ayer.

—No recuerdo nada.

Por fin, la puerta se abrió. Ella entró e intentó cerrarla con rapidez, pero don Sergio se lo

impidió colocando su pie en la entrada.

—¿Era laxante?

La anciana frunció el ceño, lo empujó con todas sus fuerzas y cerró la puerta. Los llamados y

golpes a la puerta fueron constantes, pero al no encontrar respuesta de la señora, desistió. En la

noche, Viri acompañada de un gran grupo de personas empezaron a golpear la puerta.


—¡Doña Francina! Sé que está en casa. Salga, ¡No se esconda! —gritó la viuda furiosa. No

hubo respuesta, el cuerpo de doña Francina se encontraba en la habitación, pero su mente estaba

en los momentos de felicidad reflejados en fotografías de su álbum. Ella pasó toda la noche

hablando con las fotografías, contándoles gozosamente los eventos que ellas mismas reflejaban.

Los días pasaban y la anciana cada vez se veía peor. Unas grandes ojeras se formaron en su

rostro y su peso bajaba paulativamente. En el pueblo se expandió el chisme del incidente de las

habichuelas con dulce, esto hizo que muchos por desconfianza y mala percepción hacia su persona,

dejaran de interactuar con ella. Víctimas de aquel desastroso evento la miraban con desprecio, pero

otras como Viri, se acercaban y le gritaban con furia cuando se la encontraban por la calle. La

anciana las ignoraba, pues para ella, el vacío que sentía por dentro era más digno de su atención.

Algunas personas como don Sergio aún se mantenían preocupadas por la señora, pero ella no les

dirigía la palabra, pensaba que en cualquier momento la cuestionaría sobre lo ocurrido en el

velorio.

Ella iba fielmente todas las mañanas a visitar la tumba de su hijo y se quedaba allí hasta las

dos de la tarde. Rezaba con el estómago vacío; la comida le causaba nauseas en la mañana. A veces

Papote la observaba escondido detrás de un árbol frente al cementerio; tramaba su venganza. Él

fue uno de los desafortunados que comió del postre.

Al atardecer, la señora se alimentaba con la mitad de la ración de comida que estaba

acostumbrada a ingerir antes de la muerte de su hijo. Se la pasaba mirando la televisión, no con la

intención de entretenerse, sino de olvidarse de todo y hacer que el tiempo pasara más rápido para

poder volver a la tumba de Leomango. A veces, se quedaba dormida frente al televisor sin cenar.
Una mañana, la anciana fue al cementerio como de costumbre, pero al llegar al reposo de su

hijo, quedó aterrada y furiosa. La placa había sido alterada. Sobre el grabado donde se suponía que

debía estar el apodo adorado por la señora, había una especie de tinta oscura que camuflaba las

letras. Debajo de ella estaba escrito en horrible caligrafía: “Cocotazo”. Ella buscó entre los

callejones a algún personal de lugar. Encontró a un hombre barbudo barriendo alrededor de una

tumba ostentosa.

—¡Oiga!, ¿Qué pasó aquí?, ¿Cómo pudo permitir que hicieran algo así?

—¿De qué me habla?

—¡Venga! —gritó mientras caminaba y señalaba el camino.

Ella se detuvo frente al nicho y señaló con el dedo. El barbudo siguió la trayectoria de su

dedo y esto lo llevó a la placa. Él se acercó a ella, sin embargo, no pudo ver nada fuera de lo

común, la razón era porque su vista no estaba del todo bien. El hombre necesitaba gafas, pero

nunca hizo nada para resolver eso. En su escuela, Él era el payaso del salón y se burlaba de sus

compañeros de clase que tenían grandes gafas. Pensaba que si conseguía unas y se las ponía,

podría encontrarse por casualidad con uno de sus antiguos compañeros. Se burlarían, y él no

tendría palabras con qué defenderse. Para no levantar sospecha de su estado de visión, él

acarició su barba y levemente giró su cabeza de izquierda a derecha.

—Eso no pasó en mi horario. Se lo aseguro. Probablemente lo hayan hecho después de que me


fui.

—¿Podría vigilarla las noches también?

—Señora, al igual que usted, yo también duermo. — Él escuchó a la mujer gruñir de furia. Era

como si un perro observara a un desconocido a través de una ventana. Se rascó la cabeza mientras
buscaba a alguna opción para la señora. —Puedo hablar con alguien que conozco para que se la

vigile, pero tenga pendiente de que no será gratis.

Media hora después, doña Francina fue a la jefatura de policía. Estaba muy molesta debido a

que el compañero del hombre del cementerio le había pedido una gran suma de dinero por su

trabajo y ella no deseaba pagar por algo que la justicia debía hacerse cargo. Se pasó toda la tarde

explicando la situación en la que se encontraba y pidiendo una vigilancia constante del nicho. El

jefe de policías alegaba que la prioridad de sus servicios era con los vivos, pero que de vez en

cuando podría enviar a alguien que echara un vistazo a la tumba. La señora refunfuñó y hasta chilló

como niña, pero todo fue en vano. Al final, sus berrinches venían con insultos a todos los que

estaban en el local. El escándalo fue tan grande que el jefe tuvo que pedir que sacaran a la mujer.

Ella se negó a salir y tuvieron que halarla con gran fuerza de sus huesudos brazos.

Fue a casa y puso productos de limpieza, trapos y papel higiénico en una mochila. Regresó al

nicho e intento por un largo tiempo desaparecer la mancha. Fue inútil, la sustancia oscura se

mantuvo intacta.

Luego, se dirigió hacia la funeraria. Le explicó a Alfredo todo lo sucedido ese día. Pidió por

algún tipo de servicio de seguridad de tumbas, a lo que Alfredo le explicó que no era parte de sus

servicios. La paciencia de doña Francina estaba tan agotada como su cuerpo. Se tragó los insultos

que su mente creaba para él y solamente le pidió que hiciera una nueva placa. Él aceptó, hizo el

papeleo requerido, y cobró el servicio.

En la tarde del siguiente día, la nueva placa fue colocada y la anciana se reunió con el hombre

del cementerio y el joven que se ocuparía de la vigilancia en las noches. Le pagó y pidió a los
hombres que se retiraran para estar a solas con su difunto hijo. Rezó como de costumbre, pero

quejándose dentro de sí por todo lo que había tenido que pasar.

Un miércoles, la señora amaneció con mareos. Intentó rezar, pero se sentía muy mal para poder

hincarse. pensó en ir al hospital, pero cambió de parecer. El médico le preguntaría por qué estaba

en tan mal estado y tan delgada. Tendría que explicar todo lo acontecido para que el pudiera

entender su desmotivación al desayuno. Él la reprendería por evitar la comida más importante del

día, y podría preguntarle sobre lo ocurrido con el laxante en el día del velorio.

Decidió comprar varias proteínas, pensando que eso le ayudara a fortalecerse y que le sería

más fácil de digerir en las mañanas. Al pasar por su coqueta para tomar su bolso, se encontró con

su reflejo. Su cara estaba pálida y sus ojos llorosos.

—¿No iras al médico? —preguntó su reflejo.

—¿Para qué?, eso no resolverá nada. La proteína me hará bien.

—Mira como estoy. —dijo llorando. —Ayúdame.

—¡Mejor ayúdame a mí! —gritó frunciendo el ceño. —Sal de ese cristal y convence a esta

gente estúpida de que mi hijo fue un regalo divino del cielo. Un mártir lleno de bendiciones y

amor. ¿Por qué te quedas callada?, ¿acaso no crees mis palabras? —.El reflejo bajó la mirada

mientras lagrimas caía de sus mejillas. —repite conmigo, Coquito fue un bueno. Repite… no te

quedes callada… ¡repítelo!

El reflejo abandonó la habitación en su mundo de cristal. Doña Francina esperó a que volviera

para poder escuchar las palabras. No volvió. Ella, molesta, tomó su bolso y salió.
Al regresar del supermercado, preparó su bebida con agua, y solo tomó la mitad del vaso; el

resto lo echó en el fregadero. Esto la hizo sentir mejor y se preparó para ir al cementerio. Al llegar

a la tumba, doña Francina aceleró su respiración, concentró sus fuerzas en sus puños tambaleantes,

y frunció el ceño. Habían vandalizado la placa de nuevo. Lanzó un gritó espeluznante, como si

estuviera en combate y quisiera intimidar a su enemigo. El hombre del cementerio apareció de

inmediato. Corrió hacia la mujer pensando lo peor.

—¿Qué pasó? —preguntó el hombre preocupado.

—he pagado bastante, ¡Cómo puede ser esto posible!

—No se alarme, llamaré al muchacho.

Él tomó su teléfono móvil y se comunicó con el joven. Luego de su conversación, el barbudo

miró a la señora y apretó la boca.

—Me dijo que estuvo vigilando toda la noche, excepto cuando tuvo que orinar. Quizás

aprovecharon en ese momento.

—¡Mentira! Probablemente le hayan pagado para hacerse el pendejo. ¡Dígale que me devuelva

mi dinero, ¡Ese delincuente! Ese… —un pensamiento la hizo detener su reprimenda mientras

miraba al señor a la cara. —Usted… ¿usted está confabulado en esto?

—¿De qué habla?

—¡ Me quiere ver la cara de idiota! ¿Cuánto le están pagando a usted y al bueno para nada de

su compañero?, ¿es que no tiene nada de consideración?, ¿cómo se atreven a faltarle el respeto a

mi pequeño angelito? ¡Víboras!


La anciana empezó a golpearlo, y luego le lanzó piedras. El hombre las esquivó mientras

trataba de calmarla. Le aseguraba que no sabía de lo que hablaba. Ella no hacía caso, la lluvia de

piedras no dejaba de caer hasta que ella necesitó recobrar el aliento.

—Hablaré con el joven y le devolverá su dinero. Cálmese por favor, solo quise ayudar. —Esa

última frase la hizo enfurecer más, él tragó en seco y sacó su teléfono móvil. — Vea, lo llamaré.

Le devolverá su dinero.

El tiempo pasó, y el ambiente se hacía más y más caluroso. El mareo volvió atacar a la

señora, por lo que ella tuvo que apoyarse en una pared.

—¿Está bien? Quiere que la lleve…

—Cállese, estoy bien.

El joven llegó con el dinero en mano. Miró perplejo hacia la placa.

—Señora, yo no veo…

—¡Cállese y deme el dinero! Si escucho una palabra de usted le juro que le romperé el

cráneo con una roca.

La amenaza hizo efecto, el joven le pasó el dinero rápidamente. Ella lo tomó sin contarlo.

Caminó unos cuantos pasos hacia la salida y volteó hacia ellos.

—De ahora en adelante, yo cuidaré de mi pequeño —dijo mientras su cuerpo se inclinaba de

lado a lado.

Luego de una caminata, que la anciana sintió eterna, llegó nuevamente a la funeraria. Fue

directamente al baño. Abrió el grifo del lavado y se enchumbó de agua la frente y el pecho. Esto

le hizo sentirse ligeramente mejor. Al salir preguntó a la recepcionista por Alfredo, pero este estaba
fuera del pueblo. Pidió que se le hiciera nuevamente una placa a su hijo. Al momento de cobrar,

ella se dio cuenta que no le alcanzaba para la placa. La recepcionista vio el dinero en los dedos

huesudos de la señora y le sugirió una de plástico. El cansancio, mareo, calor y la poca cantidad

de dinero la obligaron a aceptar.

La mareada mujer salió de la funeraria refunfuñando. Odiaba la idea de que la tumba no tuviera

una placa digna del difunto. De repente, al acercarse a una esquina de la acera, se encontró con

Margarita. Esta se dirigió hacia ella, sonriendo mientras doña Francina apretaba los puños.

—Qué bueno que me la encontré. La estaba buscando. Quería pedirle perdón por lo que le dije

en el velorio. Por favor Francina, déjese ayudar. Mire el estado en el que se encuentra. Está tan

flaca…

—¡Métase en sus asuntos! —exclamó mientras continuaba el paso en dirección hacia su casa.

Margarita le siguió.

—¿Está usted alimentándose bien? Dígame, como amigas, ¿Por qué puso laxante a…?

—¡Lárguese! No necesito que me reprenda, no soy hija de usted. Vaya a reprender a la

vagabunda suya.

Margarita cerró los ojos y los estrujó mientras respiraba hondo. Buscó la paz en su interior y

desechó el insulto que acababa de escuchar.

—¿Cómo podría ayudarle? —preguntó en tono suave y amable.

La pregunta de Margarita la hizo sonreír. Encontró a quien la dejaría descansar. Si ella pedía

su perdón, lo encontraría si se convirtiese en la vigilante del nicho. Detuvo su paso y la miró con

dulzura.
—Amiga mía, todo quedará en paz entre nosotras si usted decide cuidar la tumba de mi hijo
en las noches.

—¿A qué se refiere?

—La placa de mi hijo fue manchada dos veces. He tenido que pagar por reponerla y no tengo
más dinero. La policía no quiere hacer nada, y yo no encuentro qué hacer.

—Pobrecita.

—Usted la cuidaría por las noches, ¿cierto? Por lo menos hasta que pueda reponerme.

—¿De noche?

—Sí.

—Yo no puedo… es que … No me hace bien el sereno. ¿Qué tal si le dice a don Sergio? Él
podría aceptar, es hombre tan servicial.

Doña Francina se sintió decepcionada y molesta de que su dizque amiga no quiso aceptar la

oferta, pero puso sus esperanzas en don Sergio. Como la señora ya no le servía para nada, ella se

mantuvo en silencio todo el camino. Al llegar a la puerta de su casa, aún Margarita se encontraba

detrás de ella. Abrió la puerta y la cerró de un portazo, golpeando la nariz de Margarita. La

decrépita señora se preparaba una sopa mientras escuchaba los gritos coléricos de su antigua

amiga. Encendió el televisor a todo volumen para acallar sus quejas.

Esa noche, doña Francina se dirigió a la casa de don Sergio. Tocó la puerta y al abrirse, se

encontró con su amigo llevando una franela blanca y unos pantalones de pijama oscuros. Ella lo

miró con una gran sonrisa. Él la invito a pasar. Se sentaron en un sofá de la sala.

—Don Sergio, ¿cómo esta?

—Bien —le respondió extrañado por la felicidad repentina de la señora.


—Necesito su ayuda. Alguien ha estado rayando la placa de mi querido hijo con una tinta

negra. La policía no está interesada en ayudarme. ¿Podría ocuparse de vigilar el nicho por las

noches? Yo me encargaría de las mañanas.

—No tendría tiempo para mi trabajo.

—Vamos Sergio, ¿usted permitirá que se siga faltando el respeto a la memoria de mi pequeño?

—No puedo, lo siento. Pero quizás podríamos hablar con Viri para que nos ayude con esto.

—Probablemente sea ella y su gente la que estén causando todo este problema.

—¿Cómo así? No entiendo.

—Nunca me gustó esa muchacha, era mala influencia para mi hijo.

—¿Por qué piensa que ella sería responsable del vandalismo de la placa? Era su esposa, y lo

amaba…

—¡Yo lo amaba! —Gritó con autoridad.

—Lo sé, pero no ha respondido a la pregunta, por qué cree que ella misma causaría…

—Ya basta de preguntas, si usted no quiere ayudarme, ¡bien!

—Sí quiero, pero no estoy entendiendo esto.

La anciana se quedó en silencio pensando si sería conveniente revelar lo que hizo con la placa.

Tenía el presentimiento de que no lo tomaría bien y empezaría una discusión. Como no tenía otra

forma de evadir sus preguntas, y deseaba que su amigo le ayudara, decidió contarle.

—Mire, le contaré algo, pero si me viene con sermones, abandono esta casa y no volveré a

dirigirle la palabra.
—Está bien.

—Hice que pusieran “Coquito” en la placa.

—Por eso desconfía de Viri… un momento… ¡por eso vertió laxante en las habichuelas

con dulce!

—¿Qué quería que hiciera?, ¿dejar que ensuciaran el recuerdo de mi niño?

— Doña Francina, usted necesita ayuda…

—Sí, pero usted no me la quiere dar. Nadie quiere hacerlo. ¡Gracias por nada! —Abrió la

puerta y miró hacia atrás. —No me siga, ni me hable. Déjeme en paz.

—Rezaré por usted.

—Mejor hágalo por usted y por los otros idiotas del pueblo.

La mañana siguiente, la anciana llegó al cementerio con una mochila en su espalda. Estaba

preparada para quedarse allí y proteger la placa. Llevaba botellas de agua, medicinas, un trapo,

una linterna y una almohada. Se sentó en el piso, colocó la almohada junto al nicho y puso su

espalda sobre ella. El hombre del cementerio la miró, ella lo observaba con desprecio. La imagen

tenebrosa de la mujer hizo efecto en él y decidió ocuparse de sus asuntos y dejarla sola. Alrededor

del mediodía, llegaron los de la funeraria a colocar la nueva placa. La señora estaba empapada en

sudor. El mareo volvió a ella, trató de mitigarlo enmudeciendo un trapo con agua proveniente de

una botella trajo en la mochila. Miro hacia el cielo y se encontró con ángeles blancos y grises.

Reían alegremente mientras la saludaban con las manos.

—Miren, allí—les dijo a los de la funeraria sonriendo y señalando hacia arriba. —ángeles

me están saludando.

Los trabajadores levantaron la mirada, pero solo vieron a un grupo de palomas. Decidieron

terminar el trabajo de prisa; la sonrisa de la mujer les parecía perturbadora.


Llegó la noche, y para sorpresa de doña Francina, vino cargada con una fuerte brisa. Ella no

estaba preparada para el frío. Pensó que el sofocante calor se extendería hasta la noche. Utilizó la

mochila como sábana e intentó dormir. De repente, escuchó el sonido de pisadas, poco a poco se

hacía más fuerte. Notó una silueta que se camuflaba con la oscuridad. Rápidamente, tomó la

linterna y condujo la luz hacia la extraña figura, pero esta desapareció.

—¿Quieren vandalizar? ¿Eh? Atrévanse ahora que estoy aquí. ¡Víboras!, ¡demonios! —gritó

mientras temblaba.

Se quedó observando a su alrededor por unos minutos y luego miró hacia la placa. Su boca

se abrió tanto como sus parpados. No podía creerlo; la mancha y el sobrenombre odiado por ella

estaban allí. Notó que de la sustancia oscura salían líneas negras que se deslizaban en diferentes

direcciones. Se convirtieron en letras. Vocales y consonantes se agruparon para formar una copia

exacta del apodo. Ella se estremeció al ver que la mancha repetía el proceso velozmente. Pronto

no hubo espacio para más palabras en la placa. Luego, las letras invadieron el suelo y se

aproximaron a la señora. Se subieron a sus piernas. Doña Francina intentó retirarlas con las manos,

sin embargo, fue inútil; estaban tatuadas en su piel. El terrorífico suceso la espantó tanto que cerró

sus ojos.

—¡¿Qué esta pasado?! —gritó mientras cubría su rosto con las manos—. ¿Como es esto

posible?, ¡Una pesadilla! Sí, me habré quedado dormida… aunque no recuerdo haberlo hecho. —

Sonrió a la llegada de una idea —Tal vez me dormí el día de playa. Ojalá que sea así, quiero abrir

mis ojos y volver a ver a mis padres y a mi querido Coquito. Quizás si me duermo aquí junto a mi

hijo por fin despierte donde debo estar. —sin abrir sus ojos, se acomodo en el suelo. durmió pero

nunca más pudo despertar.


****

Pasaron dos días desde la muerte dona Francina. Don Sergio, como siempre servicial, se

ocupó de todo el proceso. Encargó una hermosa placa en mármol con la inscripción “Aquí descansa

el cuerpo de Francina Jiménez Alma, Gran madre, amiga y creyente”. Su ataúd le quedaba justo al

lado del de Leomango, en el mismo nicho. Muchos asistieron a su velorio y entierro a pesar de lo

ocurrido con las habichuelas con dulce. Viri no fue a ninguno de los eventos; sabía que su suegra

hizo todo el embrollo del laxante para controlar lo que diría la placa.

Una semana después, era el día del cumpleaños de Leomango. Viri fue al cementerio y se

dirigió hacia el nicho. Observó las placas y gruñó al ver el contraste; la de su suegra era preciosa

mientras que la de su esposo era de plástico. Inhaló profundamente y rezó por el alma de

Leomango. Luego, se quedó mirando la inscripción «aquí yace Leomango “Coquito” Méndez

Jiménez». Frunció el ceño y tomó su teléfono móvil.

—Aló, Martha. Llama a la funeraria y diles que me pongan una placa para mi esposo. La

más bonita que tengan. Asegúrate que le incluyan Cocotazo en la inscripción.


Vejez y ajedrez
En la región del Cibao de la República Dominicana, se encontraba un pueblo llamado

Montebelleza. allí se situaba el asilo de ancianos Bondad y Socorro, un gran local compuesto de

dos pisos, parque de recreación y comodidades que harían que cualquier anciano se sintiera a gusto.

En un día de verano el reloj de pared del vestíbulo marcó las doce, y el olor de caldo de

pollo invitó a inquilinos y trabajadores a acercarse al comedor. Algunos ancianos que pernoctaban

en el segundo piso sabían por costumbre la hora del almuerzo, y ni siquiera tenían que mirar su

reloj para saber cuándo la comida era puesta en la mesa. Esas personas de la tercera edad servían

como aviso para los menos perspicaces de que era la hora de comer. A los pocos minutos, un gran

grupo de ancianos, acompañados de sus cuidadoras, entraron al comedor y tomaron sus respectivos

asientos. Entre ellos se encontraba Manuel Méndez Solano, un hombre de unos setenta años. Sus

manos frágiles y agitadas eran sujetadas por una de las nuevas cuidadoras del establecimiento. Él

era calvo, con la cabeza reluciente como su sonrisa y sus zapatos. Tenía la cara ancha y afeitada.

Llevaba camiseta azul océano con diseños playeros: arboles de coco, sombrillas, y veleros. Vestía

con pantalón largo, como todos en aquel lugar; los mosquitos siempre estaban al acecho de alguna

pierna descubierta.

El comedor no estaba limitado por paredes, solo tenía un techo y cuatro columnas que los

sostenían. Había mesas rectangulares cubiertas de manteles y sillas de bambú con cojines

incluidos. Desde la entrada, se podía mirar el pequeño parque para los ancianos. Estaba repleto de

grandes zonas verdes y flores. En el centro había un kiosco y junto a él, una mesa de ajedrez con

sus respectivos asientos, uno frente al otro.


Al momento en que Manuel se sentó, vio que Javier, un anciano contemporáneo a él, estaba

en la mesa de enfrente. Era el residente más alto del asilo. Ambos cruzaron miradas, Manuel sonrió

y le saludo con la mano; Javier desvío la mirada sin responder. Teresa, una del personal de

cuidados, se acercó a Javier.

—¿Cómo está don Javier? —preguntó sonriente.

—Excelente, gracias.

—¿Jugaremos el día de hoy?

—¡Claro!, pero tenga pendiente que no la dejaré ganar.

Manuel pudo escuchar la conversación desde su asiento y sonrió levemente. Su mirada se

perdió en el precioso verde del parque. Se quedó observando unas flores de pétalos amarillos que

estaban colocadas muy cerca del kiosco. Hacía unos meses, El anciano miró como un jardinero

plantaba las semillas. Aquel día se encontraba sentado frente a la mesa de ajedrez. Tenía el mismo

temblor en sus manos, pero su aspecto era diferente. Llevaba una gran barba blanca con pelos

disparejos, una camisa azul oscura, desteñida y estrujada, y unos jeans manchados de una sustancia

blanca. Miraba su entorno con su ceño fruncido. Ángela, su cuidadora asignada, hablaba con una

de sus compañeras mientras que algunos ancianos platicaban sentados en los bancos del parque.

De repente, Manuel escuchó unos pasos detrás de él, giró la cabeza y se sintió decepcionado al ver

a una anciana caminar en dirección al grupo del banco. El barbudo se sintió estremecido y expulsó

parte de su estrés y tristeza en un soplido. Su mirada se quedó clavada en las piezas de ajedrez.

Hacía tres semanas Manuel se había alistado para ir a desayunar. Era un día común y

corriente. Tomaba bastante tiempo para vestirse, y cepillarse los dientes era una molestia. Sus

dedos se agitaban tanto y en diferentes patrones que a veces se untaba pasta dental alrededor de
sus labios y de vez en cuando, caía en sus pantalones. Usaba los mismos jeans hasta para dormir.

Se ponía camisas estrujadas y algunos botones no se los abrochaba, eran un fastidio para él. Su

calzado era unos zapatos negros desgastados con pequeñas aberturas en las suelas.

Salió de su habitación en dirección al elevador. Ángela estaba parada en la entrada de la

habitación de al lado, al ver que Manuel apareció en el pasillo, siguió manteniendo dos metros de

distancia. Al llegar a la zona del ascensor, Manuel se encontró con un grupo de personas dentro

del elevador. Una anciana Presiono el botón de mantener la puerta abierta.

—Vengan, hay espacio. —Dijo sonriendo.

Manuel la miró seriamente sin decir una palabra. Ángela giró su cabeza de lado a lado

dejándole saber a la mujer que debía soltar el botón. La puerta se cerró y la gente descendió

acompañada de leves ruidos de roce de metal. Después, Manuel se acercó al botón para pedir el

elevador y lo presionó.

En el comedor, el anciano se acercó a su asiento, pero de repente, una de las cuidadoras

haló la silla para él. Era una joven de unos veinte años, su uniforme estaba reluciente y aún

preservaba el olor a nuevo que usualmente se percibe al sacar ropa de un paquete. Le sonrió con

dulzura, como si fuera una niña que acababa de aprender a montar bicicletas. Ángela puso su palma

en su frente; Sabía que lo que venía no era nada bueno.

—¡No necesito que nadie me ayude! —Gritó Manuel frunciendo el ceño.

Todas las miradas se dirigieron hacia él. Ángela salió rápidamente del comedor. La

bondadosa joven estaba aterrada. Pensó que ese sería su primer y último día de trabajo en aquel

lugar.
—¿Por qué? Yo… yo… eh… puede contar conmigo. Le ayudaré…

—¿¡Está sorda!?, ¡lárguese de mi vista!

Una mujer con bata blanca, de unos cuarenta años, rápidamente tomó a la cuidadora del

brazo y la sacó del comedor. La cuarentona la dirigió hacia una oficina cerca de allí. El cuarto

estaba lleno de estantes repletos de libros de psicología. Al fondo se encontraba una mesa con un

sillón reclinable detrás. En frente, había dos sillas de plástico. La señora de bata blanca se sentó

en el sillón, mientras que la jovencita se quedó parada. Le temblaban las rodillas y se mordía el

labio mientras evitaba mirarle a los ojos. Guio su vista hacia la mesa, en ella solamente había una

placa triangular que tenía inscrito, «Marina Vargas Pérez, Psicóloga».

—Dígame su nombre. —dijo la señora mientras sacaba una carpeta de una de sus gavetas.

—Teresa Marte Santana.

—¿No le dijeron que hablara conmigo antes de empezar a trabajar?

—Sí, me dijeron que la esperara en el comedor. Lo que pasa es que vi al pobre señor tan

serio, y quise alegrarle el día.

—Ese hombre es una persona muy cerrada. He tratado de ayudarle, pero no ha habido buen

resultado. En este caso, él debe poner de su parte.

—¿Por qué es así?

—No lo sé. Déjelo tranquilo. Por favor, infórmeme de cualquier cosa importante que ocurra

con los ancianos, pero recuerde, manténgase realizando sus labores y solo interactúe con los

pacientes del primer piso. Cada uno de ellos han vivido múltiples experiencias de épocas muy

diferentes a las de ahora. Hay que actuar con mucho cuidado. No queremos que pase algo como el
día de hoy, ¿cierto? —Marina pregunto en voz calmada, como si quisiera dejarle saber a su

interlocutora de que no debía temer por quedar desempleada. Teresa giró su cabeza de lado a lado,

contestándole la pregunta. La psicóloga sonrió mientras pasaba páginas de la carpeta. —Vamos a

revisar una a una sus responsabilidades…

Al atardecer, Manuel se sentó en uno de los bancos cerca del kiosco. Desde allí, miró a dos

ancianos jugar al ajedrez. Uno era muy alto. Tenía el pelo blanco y llevaba un recorte igual que

Elvis Presley en su juventud. El otro solo tenía cabello desde la nuca hasta las sienes. Su cabeza

descubierta parecía un gran huevo marrón sostenido por nieve. Llevaba gafas redondas y grandes

sostenidas sobre una enorme nariz romana. El hombre alto apoyó sus dedos sobre uno de sus

alfiles negros.

—¡Jaque Mate! —Gritó alegremente. Rio a carcajadas de una forma tan exagerada que

pareciera que hubiera ganado el premio mayor en un concurso de televisión. Mientras el anciano

celebraba, su compañero miraba el tablero perplejo. Señaló diferentes cuadros del tablero, como

si estuviera repasando lo que acababa de suceder. El hombre alto sacó una libreta y un pequeño

lápiz de su bolsillo del pantalón. —Tengo una idea, Anotaré en esta libreta cada partida ganada,

¿qué te parece? —Sin esperar respuesta, trazó una larga línea en medio de la libreta. Manuel pudo

observar que del lado derecho, escribía algo con delicadeza y lentitud. Al terminar, marcó una

línea debajo. Luego, pasó hacia el extremo izquierdo de la libreta. Su vista no era perfecta, pero

pudo divisar que escribió, «Julio» de una forma fugaz y descuidada.

Aquel día dos líneas fueron colocadas en la libreta, ninguna de ellas estaba en la sección

de Julio. Lo que ocurrió una vez se convirtió en rutina, Manuel se sentaba en el mismo lugar a

observar a los mismos ancianos jugar ajedrez. Las celebraciones del hombre alto se hacía
recurrentes e irritantes. El anciano de anteojos permanecía callado, frunciendo el ceño. De vez en

cuando se quedaba observando el tablero con detenimiento.

Una mañana en el comedor, Manuel notó que Teresa lo observaba mientras él llevaba su

cuchara a su boca. Gran parte de la papilla caía sobre sus piernas. La mirada constante de la joven

le molestaba. Estaba listo para armar un escándalo y discutir con la cuidadora, pero el anciano de

anteojos se le paró al frente.

—Buenos días.

—Buenos días. —respondió Manuel sorprendido, pues ninguno de los residentes se le

había acercado para hablarle.

—¿Le gustaría jugar conmigo al ajedrez esta tarde?

—Sí, me gustaría.

—Nos vemos luego entonces.

—Está bien. —Dijo Manuel sin darse cuenta de sus palabras. Nunca hubiera pensado que

alguien aparte de las cuidadoras intentaría interactuar con él. Pensaba que la única razón de

dirigirle la palabra era para indagar en su vida privada y tratar de aprovecharse de él de alguna

manera. Colocó su mano en una de sus sienes y la rascó ligeramente. Reflexionó sobre lo que

acababa de suceder y decidió no bajar su guardia; pensó que quizás aquel anciano utilizaría el

ajedrez como excusa para acercársele y hacerle daño de alguna forma.

Esa tarde los dos ancianos se reunieron y empezaron una partida. Manuel analizaba sus

jugadas con rapidez, sin embargo, Julio tardaba aún más para hacer su movida que con el hombre

alto.
—Ese Javier, se cree el mejor del mundo. Es molesto, ¿eh? —Dijo Julio riendo.

—¿Javier? —Preguntó Manuel casi seguro de que se refería al hombre alto.

—El señor que siempre jugaba al ajedrez conmigo. Debes saber quién es. Nos has visto

jugar.

—Ah, sí. Lo recuerdo.

—¿Por qué no te relacionas con nadie?

La pregunta hizo que Manuel apretara los puños. «Lo sabía, nadie viene donde mí sin

esperar algo a cambio. ¿Quién se cree este para preguntarme de mi vida privada? Seguramente

está tramando algo» pensó.

—No tienes que hablar de eso si no quieres. —comentó Julio sin quitar sus ojos del tablero.

Manuel se sintió contento por la respuesta de su contrincante, pues a él le gustaba el juego

de ajedrez y pensó que sería una pena perder esa oportunidad de jugar con alguien.

Javier se aproximó a la mesa. Saludó a ambos con un «buenos días». Los jugadores se

quedaron callados. Era el turno de Manuel y su mente estaba concentrada en la siguiente jugada,

por otra parte, Julio observaba el tablero tratando de recordar cómo las piezas llegaron donde

estaban. Javier volvió a saludar, esta vez en voz alta, queriendo más llamar la atención que

desearles un buen día. Ambos ancianos le respondieron al saludo. Manuel hizo su jugada. Javier

miró cómo Julio se inclinaba hacia adelante y fijaba su mirada en los cuadros y las piezas.

—Es mejor que uses el alfil. —dijo Javier.

—Déjeme jugar. —replicó Julio un poco molesto.


—Está bien, si quiere perder, continúe.

Julio hizo su jugada y esta fue su última. Manuel movió su reina acorralando al rey.

—Jaque Mate.

Javier rio a carcajadas, como si hubiera sido el que hubiera ganado la partida.

—Estoy cansado, Me iré a dormir. —dijo Julio mientras se estrujaba los ojos.

Manuel miró de reojo a Javier, aquel anciano tenía las cejas alzadas y una sonrisa siniestra.

—Yo también estoy cansado. —anunció Manuel.

Ambos ancianos salieron del parque, y Javier se quedó buscando alguien con quien pudiera

mostrar su superioridad. Llegaron a la zona del elevador. Julio presionó el botón y las puertas se

abrieron. El anciano cabeza de huevo entró, y miró a su compañero mientras las puertas se

cerraban. Se dio cuenta de que algo le preocupaba a Manuel. Rápidamente, presionó el botón que

abría las compuertas.

—¿Viene? —preguntó gentilmente con una gran sonrisa. Con lentitud, Manuel y Ángela

entraron al ascensor.

Desde de ese día las partidas de ajedrez entre Manuel y Julio se hicieron rutina. Teresa los

observaba mientras cumplía con sus tareas. Las constantes reuniones entre los ancianos le hicieron

pensar que Manuel había cambiado. A pesar de no verlo sonreír, el hecho de que compartía tiempo

con otro anciano era suficiente para ella para volver a intentar ayudarlo. El aspecto de Manuel le

recordaba a su padre quien había muerto de un ataque al corazón un año atrás. Ella lo cuidó hasta

su último día. Aquel anciano gruñón le despertaba el deseo de volver a aquel tiempo en el que

trataba a su padre como un rey y disfrutaba verlo reír.


Un día nublado, A Teresa le fue encargada la tarea de servir jugo de toronja a los ancianos.

Todos ya disfrutaban de su sopa de pollo. Observó que Manuel llevaba su cuchara hacia su boca,

parte del caldo cayó sobre la mesa. Se acercó a él y aprovechó un momento en el que dejó su

cuchara sobre una servilleta. Ella la tomó y él la miró enojado. Estaba a punto de explotar de ira.

Ella, como si fuera una criatura indefensa, lentamente retrocedió y volvió a sus labores. Esa tarde,

como de costumbre, los ancianos empezaron su partida. Julio estaba mucho más alegre que de

costumbre.

—Javier se fue. ¡Por fin, descansaré de ese loco!

A pesar de que Manuel podía entablar conversación con Julio, aún mantenía sus sospechas.

Era muy extraño de que de repente quisiera compartir tiempo con él. Le encantaba su compañía,

pero nunca dejaba de estar alerta por cualquier engaño que se avecinara.

Era el turno de Julio, y su usual señalamiento de cuadros del tablero tomó mucho más

tiempo que lo de costumbre. Se rascaba la sien varias veces y se acercaba a sus piezas mirándolas

con atención. Luego, miraba hacia los lados. Manuel formó puños, «algo tiene entre manos este

cabeza de huevo» pensó.

—¿Cómo es que se mueve el caballo? —Pregunto Julio.

—Eh... en forma de “L”. —respondió Manuel atónito por tal extraña pregunta.

Julio levantó su pieza de caballo, lentamente pasó tres cuadrantes al frente y se detuvo.

Miró la pieza como si estuvieron inspeccionándola y luego de una larga pausa, la pasó por seis

cuadrantes a la izquierda. Manuel lo miró sorprendido.

—El caballo debe pasar tres cuadrantes al frente y uno a la izquierda o a la derecha.
—Eso fue lo que hice. Mira mi pieza estaba allí. —respondió Julio mientras señalaba un

cuadrante equivocado.

Esa tarde, Manuel casi perdió la paciencia. El juego se tornó extraño, Cada vez que su

contrincante jugaba, sus piezas realizaban nuevos movimientos. Manuel estuvo a punto de

cuestionarlo sobre sus reales intenciones con él, pero no se atrevió. El tenerlo de enemigo le

quitaría la oportunidad de seguir jugando. Además, le agradaba su compañía a pesar de sus

sospechas. En el medio de la partida, Julio se levantó.

—Estoy cansado. —dijo mientras bostezaba. Sin decir nada más, dio la vuelta y salió del

parque.

La mañana siguiente, Manuel encontró a Julio en el pasillo hacia el comedor. A pesar de

que estaba de espaldas, su cabeza le hizo identificar a su compañero. Estaba confundido por la

extraña partida del día anterior, pero al verle la cabeza le hizo formar una teoría de lo ocurrido.

Ese mes era caluroso, y su cabeza pudo calentarse tanto como huevo hervido. El ardiente sol debió

trastornarle los pensamientos. «Le dejaré mi asiento, está más cerca del árbol y puede que la

sombra lo proteja del sol» pensó. Le tocó en uno de sus hombros y este volteó.

—Buen día —Dijo Manuel.

—Buenos días—replicó con una mirada extraña.

—Jugamos una partida en la tarde.

—¿Partida?, ¿de qué me habla?, ¿quién es usted?

—Manuel—respondió perplejo. El anciano con gafas se rascó la sien mientras alzaba una

de sus cejas. —Hemos estado jugando ajedrez toda la semana, ¿no lo recuerda?
—No, no sé quién es usted.

—Bueno, ¿le gustaría jugar entonces?

—No, estoy cansado.

Desde ese día, la mesa de ajedrez se quedó vacía. Manuel intentó motivar a su compañero,

pero este respondía de la misma forma. «No puedo, estoy cansado». Todo volvió a ser como antes,

pero esta vez, el semblante de Manuel tuvo un tono melancólico. Sintió aún más su soledad después

de perder lo más cercano que tuvo por amigo. Dejó de salir al parque, pues la mesa de ajedrez le

recordaba los únicos momentos de felicidad que tuvo en el asilo. Después de las comidas, subía a

su habitación y se quedaba allí el resto del día. Así se mantuvo por una semana.

Una tarde, sentado en su asiento del comedor, notó que Julio no estaba en su lugar

predilecto de mesa. Se estremeció. Pensó que la muerte se había llevado a su compañero. Recordó

el día en que lo invitó a jugar en el parque y lo bien que se sentía… De repente, Teresa se le acercó

a Manuel con una sonrisa cargada de nerviosismo. Esto lo hizo salir de sus recuerdos.

—Sé que le encanta jugar al ajedrez. ¿Qué tal si apostamos? Si gano, contará todo lo que

le pasa a la psicóloga, en cambio, si usted gana, haré lo que me pida.

La interrupción repentina de la cuidadora hizo perder el hilo de sus pensamientos. Esto

era un fastidio enorme para él. Se quedaron en silencio por unos momentos.

—¿A ver, que dice? —Preguntó Teresa con dulzura.

Manuel sintió que su pregunta era una forma de presionarlo a tomar una decisión inmediata.

Esto le cargaba de furia, «¿Por qué la prisa? ¿! ¿¡Acaso debo contestarle cuando a ella le dé la
gana!? ¿En qué estaba pensando? ¡Ah! Esta tonta me hizo olvidar, ahora me la pasaré todo el día

tratando de recordar», pensó.

—¡Déjeme en paz! —gritó furioso. Ella se espantó mientras los demás cuidadores y

ancianos mantuvieron la calma como si allí no ocurriese nada. Ella dio unos pasos atrás, giró

lentamente sin quitar los ojos del anciano y caminó hacia la puerta de salida. Mientras se marchaba,

a Manuel le llegó el recuerdo de sus pensamientos.

—¡Eh!, espere. —ordenó el anciano. Teresa Volteó. —¿Qué pasó con Julio, el que se

sentaba allí?

—¿Su amigo?

Manuel asintió con un poco de vergüenza.

—Lo llevaron a un hospital.

La respuesta le hizo sentir un ardor agradable en el pecho que aliviaba sus angustias. Estaba

contento de que su compañero aún vivía. Por otra parte, Teresa estaba dolida, pensaba que su

trabajo pendía de un hilo por culpa de su espíritu bondadoso. Se mordía las uñas mientras se

acercaba a la oficina de la psicóloga. Por unos instantes, pensó no entrar y quedarse callada, pero

su sentido moral era más fuerte que sus huesos. Tocó a la puerta, y Marina le invitó a pasar. Se

mantuvo inmóvil por unos segundos, reuniendo el valor para abrir. Giró el manubrio y empujó la

puerta.

Encontró a Marina enfrente de su escritorio, revisando unos papeles. El piso estaba

húmedo, y el ventilador encendido.

—perdón, volveré más tarde.


—No, venga. Siempre tengo tiempo para usted.

—Es que el piso…

—No se preocupe, se limpiará de nuevo. Entre.

Teresa entró de puntillas, dando pequeños saltos tratando de no ensuciar demasiado. Se

sentó frente a Marina y esta le observaba en silencio. No hubo palabras durante un minuto. Esos

sesenta segundos se sintieron como diez minutos. Teresa estaba aterrada, y no entendía como

Marina podría permanecer sin perder la paciencia ante la demora de la razón de su visita. En su

mente casaba palabras de cortesía para suavizar el mensaje, pero su deseo de que todo pasara

rápido le hizo desistir. Respiró hondo e intentó mirar a Marina a los ojos.

—El señor Manuel me ha gritado. Lo he visto tan triste que…—Teresa se detuvo al mirar

a Marina acariciarse la frente con los ojos cerrados. Sabía que estaba molesta y cansada de sus

excusas. La cuidadora carraspeó, y continuó. —Le propuse un trato, si le ganaba en el ajedrez, él

le contaría a usted todo lo que le ocurre. Si perdía, le prometí hacer lo que desease. Él se molestó

conmigo y me pidió que me fuera. Antes de irme, me preguntó por el paciente Julio, y le dije que

estaba en el hospital.

—¿No le dije que no interactuara con él?

—Sí, lo lamento. No se repetirá.

—Eso espero. Usted tiene un buen corazón, pero no todo lo que se hace por amor da buen

resultado. No debemos apresurar las cosas. Sé lo que hago. —Marina notó un ligero temblor en

las manos de Teresa. —Tranquila querida, no perderás tu trabajo, pero por favor, que no se repita.

—No se repetirá, lo prometo.


En el comedor, Manuel se quedó mirando su plato vacío mientras se limpiaba con una

servilleta los pedazos de almuerzo que se quedaban en su barba. Su pantalón acumuló una nueva

mancha debido a la salsa de tomate del espagueti que cayó sobre él. Sintió algo en su hombro y al

voltear, se encontró con Javier. Sonreía mientras giraba su cabeza y su mirada hacia el parque. Sin

decirse nada, ambos fueron hacia la mesa de ajedrez.

Ya sentados, Javier empezó a escribir sus nombres en la libreta mientras que Manuel

organizaba las piezas. Escribió «Javier» en letras molde muy elegantes, delgadas y curveadas.

—¿Cómo es que se llama usted?

—Manuel.

Trazó el nombre de su contrincante toscamente, como si fuera a hacer garabatos. Luego,

separó ambos nombres con una gran línea vertical. Solamente con su escritura, Manuel pudo ver

más allá como era tal señor de gran estatura. En otras circunstancias estaría distanciado de él, pero

su deseo de jugar lo mantenía sentado allí. Javier empezó la partida moviendo uno de sus peones.

—¡Prepárese a perder! —Gritó mientras reía a carcajadas. Manuel se quedó observándole

con detenimiento. Se preguntaba si aquel hombre querría sacar provecho de él, si tenía alguna

intención macabra escondida en ese juego de Ajedrez. Pensó que sería bueno interrogarlo, así

podría encontrar alguna pista de sus intenciones.

—Disculpe, ¿A dónde fue? Hace un tiempo que no lo veo.

—Me fui de vacaciones con mi familia. Anduve por Europa y Asia. Visité por quinta vez

treinta y seis países, una locura ¿cierto?, vaya que me encantan esas cafeterías francesas, tanta

elegancia, y esa baguette. Mmm… ¡Puro manjar! ¿Acaso usted ha ido alguna vez? ¿No? Es una
lástima… pero quién sabe, quizás lo invite algún día. ¿Qué tal Alemania? Esas montañas son

preciosas en las mañanas, un paraíso para la vista. No me diga que no las ha visto. ¿Qué tal Asia?

,¿la muralla china?, ¿La ciudad de Tokyo?, ¿Nada? Vamos hombre, usted tuvo que haber viajado

a algún lugar. Con lo viejo que está, debió haber visitado varios países. ¿Qué edad tiene? No me

lo diga. Noventa años, ¿cierto? ah, seguramente; y si no, estaré cerca. Tengo gran habilidad con

los números. Sepa usted, que en mi vida me he ganado la lotería tres veces. Una locura, ¿cierto?,

No estoy en libros de récords porque he pedido que no me incluyan. Hay que ser humilde. Además,

es bueno dar oportunidad al que quiere intentar. El fracaso es el mejor maestro dice algunos, pero

a veces no es cierto. Míreme a mí, mi vida ha…

—Jaque Mate—Dijo Manuel colocando bruscamente su torre para derribar al rey blanco.

Javier se puso pálido. Miró las piezas como si hubiera habido una guerra real y estuviera

aterrado por la muerte de sus soldados. Sintió frío dentro de su pecho, y tragó saliva varias veces.

No pudo darse cuenta de que Manuel lo observaba con una mirada de desconfianza, como si

pensara que él estaba actuando. El frío en el pecho desapareció de repente. Lo sustituyó un ardiente

sentimiento que le hacía apretar los puños y fruncir el ceño. Tenía deseos de cobrar venganza por

los caídos: Sus caballos, una torre, un alfil, cinco peones; y su rey. Cerró sus ojos por unos instantes

y respiró hondo. Luego miró a Manuel.

—No se acostumbre, eso es un regalo para usted. Me dio tanta pena que me dije a mí mismo

«Hombre, déjelo ganar, no todos tienen el don que usted tiene. Apiádase de él. Dele un momento

de felicidad, que pruebe el dulce néctar de la victoria ante un profesional». Prepárese, que ahora

la cosa va en serio. No seré tan piadoso esta vez.


Una hora después, ambos aún estaban jugando. Manuel miraba el tablero buscando la

estrategia para llegar al rey. De repente, Javier le tocó la mano y automáticamente Manuel le miró.

Ambos se quedaron en silencio. «¿Por qué me habrá tocado?, ¿no va a decirme nada?, ¿qué estará

planeando este viejo?», pensó Manuel. Javier frunció el ceño.

—¿Qué? ¿Por qué me mira así?,¿Acaso tengo algo detrás? —dijo Javier mientras volteaba.

Se mantuvo mirando hacia atrás por cinco segundos. Manuel estaba confundido, no entendía nada

de lo que pasaba. Luego, Javier volvió su cabeza y se inclinó hacia el tablero. Observó las piezas

con detenimiento y frunció más el ceño.

—Esas piezas no estaban allí. ¡Tramposo! Búsquese a alguien más para sus engaños. —

dijo Javier furioso. La libreta estaba encima de la mesa, con cuatro líneas marcadas debajo de la

sección de Manuel. La tomó y con el pedazo de borrador de su lápiz, eliminó toda la sección con

bruscos movimientos. Sin decir nada más, salió del parque. Manuel se quedó sentado, estaba

estupefacto por tal reacción.

Durante el resto de la tarde se mantuvo pensado en su situación: Julio no estaba allí, pero

aunque estuviera, el juego no valdría la pena. Las reglas no serían respetadas y el juego se

convertiría en un fastidio al recordar en cada turno como se movían las piezas. Javier era un caso

perdido. El hombre era tan egocéntrico que no se atrevería a arriesgar sus victorias con él. No tenía

a nadie con quien jugar. Recordó la petición de Teresa. Luego, se levantó del asiento y fue a

buscarla. La encontró ayudando a sentar a una anciana. Le tocó en el hombro y ella volteó.

—Acepto su propuesta. Mañana jugaremos, pero con una condición. Si gano, jugará

conmigo en las tardes sin decir ni una palabra. Es más, no quiero que vuelva a tratar de buscarme
conversación o preguntarme nada. —dijo molesto. Sin decir nada más y sin esperar por la

respuesta, salió del comedor hacia su habitación.

Como fue acordado por Manuel, en la tarde del siguiente día, él estaba esperando por

Teresa. Su mirada se quedó clavada en las piezas. Súbitamente, Marina se sentó frente a él.

—Teresa me ha contado del acuerdo con usted. —Manuel automáticamente frunció el

ceño. —Ella está indispuesta el día de hoy, si no le molesta jugaré con usted, pero con una

condición. Usted hablará si lo desea, gane o pierda.

Manuel alzó las cejas sorprendido. Ella lo miraba con detenimiento y esto le hacía

incomodar. Su mirada era analítica, como si tratara de encontrar partes de su historia en la piel.

Segundos pasaron y ella se quedó en silencio. «¿Acaso espera una respuesta de mí? No diré si

estoy de acuerdo o no, sabrá Dios que planea esta mujer» pensó. Organizó las piezas en silencio.

Esta vez le tocaban las blancas.

Pasó media hora y la batalla fue épica. Solo dieciocho piezas dejaron el tablero, pero todo

se sintió como el momento decisivo de una guerra. El turno de Manuel terminó con un alfil muy

cerca del rey opuesto.

—Jaque Mate —dijo Marina deslizando su caballo y acorralando al rey.

El anciano sintió su derrota como una daga sobre su pecho. El acuerdo con Teresa nublaba

su mente, a pesar de que eso ya no existía.

—¿Quiere jugar de nuevo? —Preguntó la psicóloga seriamente.

Manuel la miró a los ojos con furia. Apretó sus puños y rechinó sus dientes. Aquella mujer

lo atormentaba con una apuesta sin sentido. Sentía el deber de cumplir lo que originalmente se
planteó pero no tenía que hacerlo; Tenía todo el derecho y poder para continuar con la siguiente

partida sin sentirse culpable, sin embargo, las confesiones y experiencias dolorosas se apiñaban en

su lengua.

—¿¡Qué quiere de mí!? ¿Cuál es su plan con todo esto?

—Ninguno. Solo quiero jugar con usted.

—¿Cree que soy estúpido? Algo tiene entre manos. Deje de mirarme así.

—¿Así como?

—Así, estudiándome. ¡No deseo su ayuda!

—¿No quiere jugar?

—Ese es su plan, tenerme acorralado. Sabe que me gusta el ajedrez y con jugar con usted

espera algo a cambio, ¿verdad?

—Juguemos y compruébelo.

—Mire…Eh…—balbuceó tratando de buscar palabras con que defenderse. —¿Por qué

hace esto?, Dígame, y no me salte con palabrería ni frases filosóficas.

—De acuerdo. No me gustó para nada la idea de que usted cuente sus experiencias por

compromiso. Creo que es una persona de pacto, cumple con lo que se propone. Puede mejorar su

vida, por ende, sería una lástima que se fuerce a revelar sus secretos por el hecho de una tonta

apuesta. Su mejoramiento debe de estar en su mente, no en sus palabras. Desde el día que llegó,

ha sido un misterio. Sabe que he tratado de ayudarle, pero se ha negado. Entiendo que puedo hacer

todos los esfuerzos posibles, pero sería una pérdida de tiempo si no pone de su parte. Usted no es
el único que desconfía sabe. ¿Con el trato que hicieron ustedes dos, qué me dice a mí que vaya a

revelar los secretos más valiosos para su caso?

—¿De qué habla?, acaba de decir que piensa que cumplo con mis promesas.

—Sí, pero ¿qué sabe de lo que es necesario para resolver su problema?, usted puede contar

parte de una verdad, o decir cualquier cosa, solo para salir de la conversación y continuar con su

rutina.

—¿¡Qué sabe usted de mí!?, ¡Nada!, ¿Qué gana con jugar conmigo si no va a sacar provecho

de eso? Esto es su estrategia para sentirme cómodo con usted y luego amenazarme con no jugar

nunca más conmigo si no accedo a su petición.

—¿Y cuál es esa petición?

—¡Usted sabe, no se haga la tonta!

—Recuérdemelo por favor.

—Que… que… que le cuente de lo que me pasa, si lo deseo.

—Exacto.

Las última palabras de Marina retumbaron en los pensamientos de Manuel. Se sentía como

un perdedor. Perdió en el ajedrez y en la batalla de argumentos que mantenía con la psicóloga.

Miró tristemente hacia las piezas fuera del tablero mientras el silencio marinaba su enojo.

—Escuche—Continuó Marina. Quiero que se sienta cómodo, que haga las cosas en el

tiempo que desee y a la velocidad que usted entienda. Es su vida, y no estoy aquí para

controlarlo o aprovecharme de usted.


Las palabras de Marina crearon un ardor agradable en su pecho. Sintió una especie de libertad,

como si pudiera hacer lo que le placiera, sin embargo, el estado de alerta ante cualquier peligro o

engaño aún estaba presente.

—Si decido contarle… Se quedará entre usted y yo, ¿cierto?

—Claro.

—Yo…—pronunció apretando la boca. Su pausa se prolongó hasta cinco minutos. Marina

esperó tan quieta como una pared. Experiencias dolorosas, traumas y decepciones apretaron la

lengua de Manuel. Su corazón se intoxicaba con una especie de sentimiento maligno. De sus ojos

salieron lágrimas y se agregó la vergüenza a las emociones que sentía en ese momento.

—Lo felicito.

—¿Por qué? —respondió mientras limpiaba sus lágrimas con las manos.

—Está intentando contarme algo de suma importancia. Es difícil, pero lo intenta. Eso es un

logro. Antes, no hacía la más mínima acción para mejorar su vida; ahora ha dado su primer paso

a su mejoramiento.

El anciano volvió su mirada al tablero. Sentía vergüenza e impotencia al no poder sacar los

eventos oscuros de su pasado. Notó que las manos de Marina se colocaban sobre las piezas negras

fuera del tablero.

—¿Me da permiso de ser un poquito filosófica? —Preguntó la psicóloga. Manuel la miró a

los ojos y asintió. —La vida es como un tablero de ajedrez. El primer paso, es organizar las piezas,

lo más importante. —dijo mientras ponía las piezas sobre los cuadrantes. —No hay juego sin el

orden en los cuadrantes. Luego, se piensan las jugadas. Cada turno es una oportunidad de cambio.
Después hacemos la jugada. A veces cometemos errores, pero mientras se pasan cuadrantes se

busca cómo corregirlos. Al final de la partida, se gana o se pierde. Se disfruta el ganar, y duele el

perder, pero es bueno recordar lo entretenido que es el juego. —Marina se sonrojó al terminar su

discurso. —Fue un poco cursi, ¿verdad? Intenté improvisar y me salió tremendo enrollo.

Manuel se quedó en silencio, pero una pequeña mueca se formaba en sus labios, un intento

de sonrisa. Respiró profundo, limpió el resto de las lágrimas de sus mejillas y organizó sus piezas.

Con el tiempo, aquella metáfora del ajedrez influyó en Manuel. Le hizo comprender que sabía

bien cómo organizar las piezas del juego, pero no las de su vida. A través de algunas reuniones

con Marina, pudo por fin desahogarse. Contó que a sus veintiséis años fue encarcelado. En esa

época era profesor de matemáticas y prestamista. Un día le prestó una gran cantidad de dinero a

su mejor amigo. La deuda nunca fue saldada, solo recibía excusas y promesas falsas. Meses

después perdió la paciencia y reclamó con violencia lo que era suyo. Dejó al deudor herido y con

ganas de venganza. Por desgracia aquel hombre tenía muy buenas relaciones con jefes de la policía,

y en un santiamén, Manuel fue llevado a la cárcel sin pasar por un juez, ni ser notificado en ningún

reporte.

Quince años más tarde fue liberado, sin embargo, en su mente reinaba la paranoia. Su manera

de percibir el mundo era tan tóxica que todos sus amigos y conocidos se alejaron de él. La soledad,

vejez y falta de recursos económicos lo obligaron a entrar por las puertas del asilo.

Con el tiempo Marina ayudó al anciano a retomar las riendas de su vida. Sus labios se

aflojaron y sus muecas se convirtieron en sonrisas amistosas. La calidez agradable de su pecho

creció al igual que las flores de pétalos amarillos del parque. En el comedor, Manuel terminó su

almuerzo. Ángela le ayudó a levantarse de su asiento, y él le agradeció gentilmente. Al llegar a la


puerta de salida se encontró con Julio. Estaba en silla de ruedas y era empujado por una de las

cuidadoras.

—Buenos días. ¿Cómo está? —Enunció sonriendo.

—Bien, ¿y usted? —replicó Julio un poco confundido.

—¡Excelente!

—¡Qué bueno! — ¿Al llegar a su asiento, Julio pregunto a su acompañante «Quién era

ese anciano?»

Al salir hacia el pasillo, Manuel notó que la puerta del elevador estaba abierta y estaba

lleno de personas.

—Espérenme, por favor. —gritó acelerando el paso mientras Ángela lo sostenía por el

brazo. Una anciana presionó el botón de abrir, mientras sonreía. Ambos llegaron al ascensor y las

puertas se cerraron.

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