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Las Melodys

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Elvira Hernández Carballido

México 2021

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Las Melodys

Elvira Hernández Carballido

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Dedicatoria

En esta primera novela la única no ficción es el amor que manifesté por esas
cinco niñas de la secundaria, mis amigas verdaderas a quienes ubiqué en
este escenario ficticio reconstruyéndolas a mi manera, con la fuerza de mis
evocaciones y de esos tiempos inolvidables que viví con ellas durante la
década de los setenta. Por eso, les dedico esta historia:
Regina, aunque hoy estés olvidando muchas cosas porque la enfer-
medad que padeces provoca ese síntoma, sé que estos recuerdos siguen
latentes dentro de ti. Por todo lo que nos ha unido y contra todo lo que
pueda separarnos.
Tere, pese a la distancia geográfica, nos encontramos siempre que volve-
mos a necesitarnos, sigues siendo para mí la misma niña de aquella época
de corazón generoso y genuina candidez, no pierdas esa esencia por nada.
Elizabeth, hace unos días te llamé y no sabes cuánta paz me dio tu
voz cuando dijiste con tanta facilidad: “Te quiero, amiga”, con esa voz que
siempre me acompaña al evocar la fuerza de nuestra amistad.
Lucía Guadalupe, nuestra complicidad sigue presente en cada mensaje
compartido o con un simple “me gusta” por Facebook. Gracias por mandar
esa señal de “aquí estoy”, de “aquí estaré siempre junto a ti”.
Martha, eres la única de quien ya no he sabido nada, pero releo tus
cartas, y mi deseo constante cuando pienso en ti es que estés bien y esa
sonrisa que iluminaba tu rostro siga brillando.

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También dedico este texto a la Banda 49, como ahora nos hacemos
llamar quienes convivimos en la escuela secundaria Defensores de Churu-
busco, durante el lapso de 1975-1977. Ahora estamos cautivos en un grupo
de WhatsApp donde compartimos cariño, amistad, solidaridad y apapa-
chos. Quise dibujar en ese viejo patio escolar lo que atisbaba durante los
tres años que convivimos, fue una delicia incluir su presencia en este relato.
Gracias a Elmer Mendoza, primer “provocador” para que escribiera
mi primera novela, generoso siempre. Agradezco a mi querido Agustín
Cadena su mirada severa en mis textos y su cariño de amigo bien corres-
pondido. Mi agradecimiento a Kyra Galván, en cuyos talleres me ha guiado
de manera dadivosamente estricta para no perder mi intuición literaria.
Gloria G. Fons llegó a mi vida en el momento justo para iluminarme con
sus clases y no dejaré de agradecerle su minuciosa mirada a cada página
que escribí, fue ella la que le puso el nombre a mi novela. Mar Vega, mil
gracias por la corrección de estilo a mi texto, pero más por demostrarme
que por el camino sigo encontrando amigas valiosas, como tú.
Gracias a Elementum y a Mayte Romo, aliadas por siempre.

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Dar lo mejor de mí

Pese a mi fatal pronunciación del inglés, aúllo a buen ritmo. Voy en el auto.
En la radio se escucha una de las canciones de la película Melody, donde los
Bee Gees celebran la complicidad amistosa… ¡Y yes! But ai jus giv mai best
to mis frends!
Justo en ese momento, la luz en rojo me deja frente a la que fue mi secun-
daria. Hace tanto que no pasaba por aquí… Un remolino de recuerdos llega
a mi corazón.
De inmediato evoco a mis cinco amigas. Regina, flacucha como ella
sola; envidiaba tanto su melancólica cabellera sombría, pero no esa voz de
tenor que nadie podía evitar escuchar a su paso. Lucía Guadalupe se dibuja-
ba con el delineador unos ojos de gato tierno, cuya perfección a cada rato
confirmaba en su espejo leal. A Tere le gustaba traer el uniforme debajo de
la rodilla, siempre impecablemente limpio, y escribir en su portafolio color
de rosa frases de las canciones de los Osmond. Martha provocaba fiesta
en las miradas, le encantaba lucir sus hermosas piernas y caminaba como
una verdadera diosa, un ángel atrevido sin alas. Elizabeth se parecía a Karen
Carpenter, voz dulce y ojos color noche nostálgica.
El semáforo sigue en alto, pero mis recuerdos avanzan a gran velocidad.
Imagino que caminamos, como en aquel 1975, por la calle 20 de Agosto.
Vamos bromistas, alegres y planeando alguna que otra travesura. ¡Ay! Como
ese alboroto que armamos en el primer año cuando nos parábamos a la
entrada de los hoteles de paso sobre calzada de Tlalpan, para burlarnos de
quienes entraban en su automóvil.
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Fue Regina la que empezó con ese relajo y nosotras le seguimos la onda.
Yo, la verdad no sabía por qué había que burlarse, y menos sospechaba a
qué entraba una pareja al hotel. Tere se persignaba, mientras Lucy-Lupita
escuchaba muy atenta cuando Regina aseguraba que esas parejas entraban
ahí para tener sexo…
Sexo. Pronunciaba esa palabra como si fuera toda una experta.
Martha, muy segura de sí, movía afirmativamente la cabeza para apoyar
el comentario de nuestra amiga —en ese tiempo Elizabeth todavía no perte-
necía a nuestra escuela—.
Me gustaba seguirle la corriente a Regina y fingía saber tanto como ella,
pero en mi familia jamás se hablaba de eso, del sexo. Tal vez participaba en
ese juego solamente porque deseaba estar un rato más con ellas. Entonces,
esas veces que mi mamá me dejaba ir a comer a casa de Martha o de Tere,
aprovechábamos para recorrer a pie un buen tramo de calzada de Tlalpan; y
en esos andares salió esta diablura.
Vuelvo a imaginarnos. Ahí estamos, colocándonos estratégicamente a
un lado del portón abierto. Al ver el automóvil venir —y que ya sabíamos
bajaría la velocidad a la entrada—, una de nosotras se le atravesaba para
hacerlo frenar y detenerlo del todo. Empezábamos a gritar:
—¡Éjele, éjele! ¡Ahí va! ¡Ahí va!
Y es que todas las mujeres que entraban con su pareja iban siempre
agachadas en el asiento contiguo de quien manejaba. El tipo, o tocaba el
claxon o desde la ventanilla gritaba:
—¡Quítense, pinches mocosas babosas!
Me gustaba hacerlos enojar. Unos estaban bien feos y alguno tenía pose
de galán salido de telenovela. Podían ser jóvenes o muy viejos, bigotones o
con lentes, güeros o morenos, pero siempre había en su rostro un gesto de
conquista lograda, de campeones goleadores.
Al vernos ahí paradas, se les desdibujaba la sonrisa que mostraba toda
su dentadura cuando estaban a punto de entrar al hotel. Elegíamos diversas
posturas. A veces nos poníamos las manos en la cintura como guardianas del
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bien, otras nos tapábamos las bocas burlonamente o con el dedo índice los
señalábamos con gestos de sorpresa exagerada.
Pese a la fracción de segundos en que se detenían frente a nosotras, resul-
taba revelador ver su cambio de actitud. Al principio traían una apariencia de
gozo total, y al descubrirnos surgía una absoluta molestia; aunque también a
veces delataban un poco de inquietud.
Le pegaban a la portezuela de su auto como creyendo que así nos alejarían,
mientras nosotras los señalábamos sin dejar de carcajearnos escandalosamente.
Al mismo tiempo, en lo que sus coches volvían a avanzar, los tipos volteaban
para todos lados, temerosos, como previniendo que nadie los fuera a descubrir.
—Deben ser casados los cabrones —aseguraba Regina.
A mí lo que me sorprendía mucho más, era que las chavas siempre
ocultaran su cara. Recuerdo la manera en que sus largos cabellos les cubrían
el rostro, o la forma en que manos y brazos trataban de tapar por completo
su cabeza. Algunas usaban sus sacos o suéteres para ocultarse mejor. Regina
y Martha, siempre discutían:
—¡A que era una de esas novias mensas!
—¿Cómo crees? Tenía facha de ser esposa infiel.
—Para nada. A lo mejor era una piruja que se levantó temprano.
Yo me unía a sus risas y también me salían buenas ocurrencias.
Nuestra víctima preferida era “El Churubusco”, porque nos quedaba
más cerca de la escuela. El portón abierto de par en par facilitaba nuestra
travesura. Al fondo se veían los huecos de varias cocheras y unas cortinas,
tono nube gris, que de inmediato cerraban en cuanto el auto se estacionaba.
—¡Chale! Ni que se les fuera a ensuciar —decía Lucy-Lupita.
La planta baja que daba a la calle tenía cristales protegidos para que no
pudieras ver el interior de las habitaciones por más que te asomaras. Pocas
veces las ventanas del primer piso estaban abiertas, pero una vez, desde abajo,
alcancé a ver el perfil de una chava muy jovencita que se asomaba. Tenía el
cabello húmedo y lo sacudía, como queriendo que el viento lo secara. Pude
ver su sonrisa coqueta; parecía disfrutar que el aire la despeinara.
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Después descubrimos que ese lugar —como todos los demás— tenían
su salida “secreta”; por eso, a los que entraban, no siempre los veíamos
abandonar el hotel. “El Churubusco” tenía su otra compuerta en el calle-
jón Nonoalco, donde pocas veces nos atrevíamos a meternos, porque estaba
muy solito y sucio.
A lo largo de Tlalpan los hoteles brotaban fácilmente a nuestro paso y
era muy sencillo toparse con muchos refugios del “pecado”, como los califi-
caba Tere. Lo difícil era adivinar la hora exacta en que entraría un coche y
podríamos atormentar a la siguiente pareja.
Con todo, era más fácil molestar a los que venían en su vehículo, pues era
complicado identificar a quienes entraban a pie. Por eso, nuestra diablura se
concentraba solamente en los coches.
A veces Martha, con su mirada y un discreto señalamiento, nos advertía
que un hombre y una mujer iban rumbo a la entrada del hotel. Fingíamos
no ponerles atención, y solamente nos atrevíamos a mirarlos. Caminaban
tomándose del brazo con bastante discreción, entre serios y preocupados,
sobre todo si eran adultos. Cuando llegaba a ser un chavo con su novia,
iban de la mano sonrientes y nerviosos, colándose de prisa por la entra-
da. Algunas veces sí los descubríamos al salir del hotel, porque iban recién
bañaditos y una sonrisa cómplice brillaba en sus rostros. Entonces, Regina
decía en voz alta:
—¡Huele a puritito Rosa Venus! —¡Pobres! Mejor aceleraban el paso.
Cuando nos escapábamos al Gigante de Taxqueña, me hacía oler esos
jaboncitos y aseguraba:
—¿A poco no? A esto huelen esas parejas, ¿verdad? Siempre hay de esos
jabones en los hoteles —afirmaba creyéndose la voz de la experiencia.
Si íbamos a comer a casa de Tere, que vivía en Nativitas, nos salíamos
a jugar otra vez, y a veces llegábamos hasta el Metro Chabacano a la altura
de El Mexicali, que tenía todos sus vidrios polarizados. Un poco antes, en
Viaducto, estaba el Rex, que parecía ser muy antiguo. Me llamaba la atención
el Princesa, en Villa de Cortés; lo imaginaba con camas cubiertas de velos

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que se extendían del techo hasta el suelo. Los del metro Portales sí estaban
muy gachos, tal vez porque se encontraban cerca del mercado y se revolvía
el olor de verduras, basura y fritangas. Se salvaba El Parador Real que era
de varios pisos. Había otro que tenía dos entradas, la primera con escale-
ras alfombradas y la segunda con una rampa bien empinada; creo que ni
nombre tenía.
Lo que más disfrutaba con este juego loco era la complicidad que
surgió entre nosotras. Apenas cursábamos el primer año de la secundaria y
teníamos pocos meses de haber entrado. Esta broma daba oportunidad de
conocernos, de coincidir con nuestro buen humor y hasta nuestras irreve-
rencias. Resultaba tan fácil reírnos, felicitarnos por la creatividad latente e
intercambiar cuanta impresión nos llegaba:
—¿Viste la cara de foca del tipo?
—¡Ay! El del bocho verde sí estaba bien papacito.
—¡Guaauu! ¡Ese cuate traía dos chavas!
Todo cambió cuando, una vez, a la entrada del Hotel Castillo, nos pareció
que quien iba agachada en el coche era… ¡una de nuestras maestras! La
reconocimos por el moño morado en el chongo y el estampado del vestido
que alcanzamos a ver. Sí, sí era la misma ropa que traía esa mañana cuando
nos dio la primera clase del día. Nuestra risa se congeló y los gritos se fueron
apagando.
—¿Era la de Civismo?
Tere, más arrepentida que nunca, pidió que ya no jugáramos a eso y nos
invitó a ver la tele en su casa. Nadie habló en todo el camino, como si nos
hubiéramos convertido en cómplices de algo muy malo. Tlalpan parecía
interminable. En silencio, me preguntaba: “¿A qué entran esos hombres y
mujeres a los hoteles?” Yo suponía que esas parejas iban para darse muchos
besos, pero también sospechaba que pasaba algo más. Jamás imaginé que
esa inquietud cambiaría tan abruptamente mi vida rompiendo la burbuja en
la que me encontraba.

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Mi propio Mercedes Benz

A los hoteles de Tlalpan siempre los había relacionado con lugares de


descanso y de vacaciones, jamás del pecado o de amores clandestinos.
No estaba asustada, más bien disfrutaba haber descubierto algo nuevo y
provocador, yo que toda mi vida había vivido por ese rumbo de la ciudad.
La secundaria estaba cerca del metro General Anaya, y mi casa en la
colonia Portales, justo en la frontera entre las delegaciones Benito Juárez y
Coyoacán, frente a la Cineteca Nacional.
La ciudad estaba entonces toda limpiecita y podían verse el volcán
Xitle, así como el sinuoso perfil del Ajusco, un paisaje que siempre admira-
ba cuando iba rumbo a la escuela.
Fue difícil acostumbrarse a dejar de ver pasar el tranvía color vainilla y
ahora admirar el paso veloz de ese tren anaranjado llamado Metro. ¡Cómo
nos había cambiado la vida ese nuevo medio de transporte! Ahora de Porta-
les al centro se hacían 20 minutos exactos y ya no una hora, como los pulpos
camioneros ruta Xochimilco/Coruña/Izazaga, que paraban en cada esquina.
Al Metro no tenías que hacerle la parada, tampoco podías gritarle:
“¡Bajan!”. Solito se detenía en cada estación asignada. Más bien había que
correrle cuando sonaba un raro zumbidito que anunciaba que iba a cerrar
sus puertas, y apenas alcanzabas a subirte. La primera vez que entramos a
la estación de Ermita, a la tía Anita le dio mucho miedo tener que usar las
escaleras eléctricas. Ella se resistía, mientras mi papá le tomaba la mano muy
caballerosa y pacientemente para convencerla de que no le iba a pasar nada.

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Me gustaba meter ese boleto rosado-anaranjado en el torniquete y que éste
se lo tragara a toda velocidad para darnos paso y dirigirnos de prisa al andén;
siempre de prisa. En cada recorrido imaginaba historias de las estaciones
para explicarme por qué una se llamaba Xola o Chabacano.
Me fascinaba ir asomada en la ventanilla del vagón para admirar lo
larga y hermosa que era calzada de Tlalpan. No había como ahora ningún
puesto ambulante. La gente caminaba a gusto por las aceras. A veces, algunas
mujeres se detenían a ver en algún aparador a los maniquíes que lucían esos
pantalones acampanados o las floreadas minifaldas. Otras personas entraban
al Taconazo Popis y se probaban un par de los zapatos exhibidos en los estan-
tes distribuidos por el gran local. La tienda de deportes pintada de amarillo
y azul —porque representaba al equipo de futbol América— exhibía trofeos,
además de balones, camisetas o pants. A veces resultaba entretenido contar
las panaderías o la gente vestida de negro afuera de la funeraria de Nativitas.
Me persignaba, cuando el tren iba saliendo del túnel de Zapata, porque
sabía que se alcanzaría a ver la torre de la parroquia de Cristo Rey.
Hasta el aroma de la ciudad era diferente, no sólo porque todavía los
problemas de contaminación no eran tan evidentes, sino porque llegaba
mucha de gente de los estados para vivir en la gran ciudad, y traían consigo
el perfume de sus regiones. Mi mamá había nacido en Oaxaca, entonces la
acompañaba la esencia del chocolate o del pan de yema. Mi abuela pater-
na vivió mucho tiempo en Pachuca, y su casa siempre olía a pastes recién
hechos. Mi padrino llegaba a visitarnos cargando un costal pequeño de café
veracruzano, del cual tomaba su aroma. Nuestros vecinos tenían parientes
poblanos, y cuando los visitaban, desde la ventana de su comedor escapaba
la esencia de un mole almendrado.
Sí, la ciudad estaba eternamente perfumada.
En diciembre, la fragancia de los árboles naturales de Navidad se expandía
por cualquier mercado, mientras que en enero el aroma de las muñecas nuevas
me ilusionaba. Por las noches, los carritos empujados por quienes vendían

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camotes y plátanos fritos dejaban a su paso brisas de miel y piloncillo. Olía
a historia cuando miraba el Castillo de Chapultepec desde la explanada del
Monumento a los Niños Héroes. Si paseábamos en trajinera por Xochimil-
co, era difícil identificar el perfume de cada flor, pero yo me quedaba con los
girasoles. Si andábamos por Garibaldi, donde siempre íbamos a celebrar el
Año Nuevo, me gustaba ese aroma a sarape y sombrero de charro.
Mi papá aseguraba que todo era más bonito cuando todavía no entuba-
ban Río Churubusco, que el paisaje era absolutamente verde, pues había
muchos árboles e inmensos campos. Le tocó ser testigo cuando construye-
ron los estudios de cine. Juraba que había visto a Pedrito Infante mientras
filmaba A toda máquina, y que uno de sus amigos salió de extra en una de
las escenas de Qué te ha dado esa mujer. Platicaba cómo fueron apareciendo
más edificios y que todo se pavimentó para dar paso a las grandes avenidas.
Con mucha nostalgia confesaba que aún le sorprendía ver autos circulan-
do a toda velocidad por donde antes era divertido caminar al margen del
río. Le consolaba que frente a la casa hubiera un pequeño parque donde
podíamos jugar, recostarnos en el pasto, hacer algún picnic y hasta organi-
zar competencias.
Precisamente en ese parque comprobé lo mucho que mi padre confia-
ba en mí. No dudó ni un instante el día que lo retaron para que yo compe-
tiera contra un vecino. El papá de ese niño era un tipo muy presumido, y
por eso fue una delicia dejarlo boquiabierto ante mi triunfo. No creía que
una escuincla como yo, flaca y miope, pudiera ganarle a su hijo estrella que
era actor infantil. El reto fue correr tres veces alrededor del parque en forma
de triángulo; ganaría quien cruzara primero la meta trazada con un gis azul.
Al principio, el chamaco me sacó ventaja; dejé que se confiara. En la última
vuelta lo rebasé ante los gritos y brincos de alegría de mi papá. Él lo sabía, yo
era una buena deportista, pues además de todos los diplomas que tenía por
ser una niña aplicada, también había ganado varias medallas en atletismo.
Estaba yo tan a gusto en la primaria, que daba un poco de miedo saber que
todo podía cambiar porque estaba por entrar a la secundaria muy pronto.

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¡Ay, la secundaria! No olvido ese primer día que estrené mi uniforme
rosa. Ya no era la niñita consentida de la maestra de sexto. Durante tres años
tendría un profesor por cada materia; quizá alguno me ayudaría a escarbar
muy dentro de mí y descubrir si lo mío era el periodismo. Ya desde enton-
ces soñaba con entrevistar a los famosos, narrar los partidos de futbol o
informar para 24 horas con Zabludovsky: “Sí, Jacobo, el Presidente acaba de
inaugurar la Cineteca Nacional”.
Aunque mi escuela y la de mis dos hermanas no estaban tan lejos de
la casa, por insistencia de mi madre papá nos llevaba en su Opel rojo del
‘68. Media hora antes de salir ponía a calentar el motor para que no se le
fuera a apagar en el camino, como le pasó una vez que llegamos tarde al
colegio para coraje de mamá. A mi padre no le gustaba la música en inglés, y
menos los greñudos esos a los que ni se les entiende nada, decía. Resultaba
entretenido y hasta divertido verlo sintonizar su radio al mismo tiempo que
manejaba. Le picaba y le picaba a uno de los cuatro botones que ya tenían
seleccionadas estaciones cuyas frecuencias y eslogan me aprendí: como el
de la xeb, la b grande de México. Entonces se escuchaba a Pedro Infante o
a la Sonora Santanera. Al principio, parecía una tortura, pero nos fuimos
acostumbrado. Yo bajaba del auto cantando “Amorcito corazón” o aquello
de “bómboro quiñá, quiñá, el bómboro.”
Las tres nos regresábamos solas de la escuela y, por las tardes, luego
de hacer la tarea, nos dejaban salir un rato. Nos gustaba ir al parque, al
cine, a dar una vuelta con las amigas o jugar un rato en el patio. Eso sí, a
mi madre no le gustaba que camináramos solas por calzada de Tlalpan, ni
muy temprano ni muy noche. Dios, si se hubiera enterado de mi juego con
los hoteles, seguro me castigaba para toda la vida. Ella decía que ya muy
noche se paraban por ahí los ángeles caídos, mujeres malas que vendían
amor. Yo las imaginaba subastando corazones de cerámica o papel atrave-
sados con flechas que exhibían en el piso. Mamá hablaba de ellas como si
fueran las brujas más perversas, nos asustaba mucho, porque parecernos
a esas mujeres era lo peor que podía pasarnos. Afirmaba que solamente

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el estudio nos haría mejores e insistía en que fuéramos niñas buenas,
obedientes y disciplinadas.
Todo lo que mi madre dijera era ley absoluta. Ella decidía y nosotras
acatábamos cada una de sus órdenes. A veces se imponía con una voz
cariñosa para persuadirnos suavemente a obedecerla, pero si la desespe-
rábamos, se quitaba la chancla amenazadora para darnos algunos golpes.
Parecía que la única opción era obedecerla, aunque algo en mí provocaba
que a veces la enfrentara. No era sencillo; en la casa su fallo era sagrado y
nada se movía o se cambiaba sin su consentimiento. Eligió el color de las
paredes, los adornos y cada mueble. Incluso, resolvió dónde acomodar a
sus tres hijas.
Yo compartía la recámara con la mayor, mientras que la más pequeña
—su consentida— tenía su propio cuarto, dizque para que ensayara cada
maroma de gimnasia y cada paso que le enseñaban en las clases de ballet.
Si bien las habitaciones eran muy grandes, yo sentía que no podía
seguir compartiendo el mismo espacio con mi hermana. Nos queríamos
bien, pero solamente se escuchaba su música, me mareaba con el humo
porque fumaba a escondidas de mi mamá y, sobre todo, no me dejaba pegar
una solo foto de mi ídolo, Donny Osmond. Las paredes estaban tapizadas
de posters de los Beatles.
No sé de dónde saqué la inspiración para alegar con mi mamá, pese a los
regaños y las nalgadas, o quizá por todo eso. Resultaba desgastante persua-
dirla de algo que no le gustara o no entendiera, pero algunas veces lograba
salirme con la mía. Fue de esa forma que conseguí me diera el cuarto de
servicio que usaban de bodega. No importaba que estuviera pequeño y
ubicado en la azotea; juré seriamente mantenerlo siempre impecable. Nada
como tener tu propio espacio.
Luego de semanas de alegatos, papá intervino y mamá aceptó, justo
unos días antes de que yo entrara a la secundaria. Tiempo después sentí

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ese logro como el rezo de Janis Joplin, cuando en una de sus canciones
le pedía a Dios que le comprara un Mercedes Benz. El todopoderoso no
me defraudó.
Claro, mi madre externó la amenaza de que, al primer descuido, me
bajaba. Así, me comencé a acostumbrar a arreglar la cama al levantarme,
barrer debajo de ella al regresar de la escuela, colgar mi uniforme, guardar los
zapatos y hasta tener a mis muñecos en orden. Por fin tenía un espacio mío
para adornarlo a mi manera. Puse primero solamente fotos de Donny, pero
luego coloqué una gigantesca de Janis Joplin, así como el cartel de la película
Rocky donde su novia lo abrazaba dulcemente y él tenía el rostro golpeado.
Desde la ventana alcanzaba a ver la marquesina de la Cineteca Nacio-
nal; creo que por eso me acuerdo de los nombres de tantas películas que
tal vez ni vi. A veces me distraía viendo pasar ese gusano naranja que venía
de Taxqueña o que iba rumbo a Tacuba. Recuerdo mucho el sonido que
producía al pasar a toda velocidad después de la diez de la noche.
Daba un poco de temor estar allá arriba sin compañía alguna, por eso
ponía mi radio cada noche para dormir sintiéndome acompañada. Pensaba
en la escuela, en mis amigas, en ese chico que tanto me gustaba… Tener mi
propio cuarto también me permitía repasar cosas significativas para mí sin
que mi mamá preguntara nada como verdadera inquisidora ante mis largos
silencios, o sin que mi hermana burlona me aventara una almohada para
que dejara de pensar babosadas, según ella. En esa soledad nada interrum-
pía mis pensamientos. Fue así como, por aquel juego de los hoteles, trataba
de responder a mi inquietud sobre lo que las parejas hacían al meterse ahí.
Además de besarse y besarse, ¿qué otra cosa hacían en la cama un hombre
y una mujer? ¿Qué significaba eso de tener sexo?
Sexo, una palabra que siempre provocaba silencios y sustos entre los
mayores. Mi mamá la calificó como la peor grosería. Detuvo una cachetada
cuando me escuchó pronunciarla, le temblaba un poco la barbilla cuando

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dijo que no quería jamás volver a oír de mi boca esa palabra prohibida,
prohibidísima en casa. Papá se sonrojó cuando le pregunté sobre el asunto
y dijo que yo no tenía edad para utilizar ese vocabulario, aunque en algunas
películas y telenovelas había escenas que me hacían suponer que el sexo
tenía que ver con eso de los besos en las camas. Yo había visto a Aimé meter-
se en el lecho de Juan del Diablo en Corazón Salvaje, y a Gerardo Monte-
rreal pedirle a Ana del Aire la prueba de su amor sin dejar de abrazarla.
Después de besarse y besarse, la cámara que los enfocaba lentamente subía
hasta el techo y… ¡Ay no! No podía ver qué pasaba entre esos amantes. La
toma se disolvía unos segundos para luego mostrarnos dos manos entrela-
zadas y escuchar juramentos de amor eterno. ¿Qué podía pasar en la escena
que nunca podía verse en la televisión ni en las películas?
Quizá por eso, al pararme en la entrada de esos hoteles, además de un
juego que estrechaba la relación con mis amigas, yo lo consideraba también
una manera de molestar a los adultos que callaban ante mis dudas e ignoran-
cia. Era como una protesta ante lo que nadie me explicaba.
Mientras imaginaba mil cosas, recostada en la cama de mi cuarto solito
para mí, la música me arrullaba hasta el otro día. Siempre oía Radio Éxitos
y sólo me dormía si tenía a un lado el radio portátil sintonizado en esa
frecuencia. Lo escuchaba muy cerquita del oído para conciliar el sueño;
así se colaban en mi inconsciente las canciones de Donna Summer o Leo
Sawyer. Las primeras estrofas de “Viejo patio escolar”, interpretado por
Cat Stevens, me levantaban el ánimo al instante; me acurrucaba acompa-
ñada por la voz de Carole King cantando “Has conseguido un amigo”.
No olvido que, a media noche, los primeros compases de “Mercedes
Benz”, canción que casi siempre ponían a la misma hora, lograban desper-
tarme y empezaba a musitarla como un rezo. Me unía a la plegaria de mi
amada Janis. Le pedía también a Dios, como ella misma se lo demanda-
ba en su canto, que no fuera a defraudarme, que me ayudara a no desen-
tonar con mis amigas, ni en la escuela. No quería un coche, ni una tele a

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color, únicamente deseaba —como cantaba la letra— recibir lo merecido
por trabajar duro en la vida; que la rueda de la fortuna también tratara de
encontrarme; que si el sexo, mi mayor curiosidad en esos días, no era algo
malo, que alguien se apareciera para quitarme la inquietud. Y si Dios le
regaló a Janis su Mercedes Benz, yo quería que también me cumpliera lo
que le imploraba en mis rezos al ritmo de blues. Y vaya que el todopoderoso
supo escucharme.

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Y saber que te aman

Mi familia era muy tradicional y protectora. Yo vivía en una burbuja segura.


Solamente cuando estaba fuera del hogar exploraba cosas nuevas, y muchas
veces mis amigas parecían tomarme de la mano para averiguar situaciones
que desconocía por completo.
Mi casa era un escenario de estudios y juegos, de constantes exigencias
maternas, miradas comprensivas de mi papá y de las siluetas fugaces de mis
dos hermanas. Quizá por eso convertí a la música en mi fiel acompañante;
siempre estaba rodeada de canciones para no sentirme tan sola.
Nuestra casa tenía un gran zaguán blanco que yo usaba de portería
cuando jugaba futbol. A los niños de la colonia les sorprendía mucho que
me gustara ese deporte; después del mundial femenil de 1971 soñaba con
ser futbolista. Además, mi papá era un verdadero fanático y nos llevaba al
estadio. Yo juraba que sería una portera como Elvira Aracén, guardameta de
la selección mexicana. La mirada paterna observaba con orgullo algunos
de mis enfrentamientos futboleros contra primos o vecinos en las calles de
nuestra colonia, y me daba mucha seguridad.
El patio era largo y amplio, en otoño se coloreaba de magenta con las
hojas que caían del árbol de bugambilia. Ahí nos poníamos a correr, dar
vueltas en la bici o jugar a los encantados. Mi papá trazaba con un gis negro
sinuosos caminos para jugar carreteritas. Hasta fue escenario de las fiestas de
quince años de mi hermana mayor y mía. Cuando iban mis primas, dejaba un
rato el balón para unirme a los juegos con nuestras muñecas, aunque cuando

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podía escapaba para irme a jugar futbol. Una vez, por hacer un despeje a
bote pronto, uno de mis zapatos voló al otro lado de la barda y el perro del
vecino casi se lo comió. Mi mamá me regañó, pues yo tenía solamente los
zapatos para la escuela y para la casa. Tuve que esperar todo un mes para
estrenar otros; fueron unos tenis blancos marca Dunlop que se veían sin
chiste, pero estaban en oferta. Se me ocurrió pintarles con plumines muchas
flores y lunas coloridas. Otra regañada que no importó, me gustaba sentirme
diferente, no parecerme a mis hermanas; las quería, pero no me interesaba
ser como ellas.
La sala era grande, aunque no sé cómo se las arreglaba mi madre para
comprar muebles enormes y reducir el espacio. Había tres sillones rojos
gigantescos que rodeaban el televisor, el mismo que nos reunía por las tardes
para ver las telenovelas. Un tiempo me creí Ana del Aire o esperaba ansio-
sa el siguiente capítulo de El amor tiene cara de mujer. Jugaba a que era Lucía
Sombra, esa chica que sufría tanto y además era ciega. Me enamoré de Juan
del Diablo, que en esos tiempos era interpretado por Enrique Lizalde, en
Corazón Salvaje.
El mejor lugar para reunir a toda la familia era el comedor; cada quien
tenía asignado su lugar. Mi padre siempre se negó a estar en la cabecera y le
cedió ese honor a mi hermana mayor. Ella lo disfrutaba mucho. Al sentarse
imitaba los movimientos de las princesas del programa Teatro Fantástico con
Enrique Alonso “Cachirulo”.
Mi papá aseguraba que él no era jefe de nada ni de nadie, que lo mejor
de un hombre era ser caballeroso, y como era bendito entre las mujeres, le
salía muy natural serlo con nosotras. Siempre atento tomaba su lugar hasta
que todas estuviéramos sentadas. Obligaba a mi mamá a tener todo en la
mesa para que ella no se estuviera parando una y otra vez; cada quien se
servía la sopa y el guisado del día. Él cuidaba mucho hablarnos sin groserías
—aunque sí las decía cuando estaba con mis tíos y primos—, le gustaba
decirnos “hijita”, “cielito” o “mi huesito de chabacano”. La ruda siempre fue

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mi madre, maldecía cuando algo no le gustaba, sobre todo si sacábamos una
baja calificación que para ella era a partir de un ocho. Por eso, siempre tratá-
bamos de sacar puro diez, eso la hacía bajar el volumen de la voz, hablarnos
con ternura y no usar su poderosa chancla para darnos de nalgadas si fallá-
bamos en la escuela.
Durante las tardes, la mesa del comedor también era el espacio de
tareas y estudio. Mi mamá revisaba todos los cuadernos, que nada falta-
ra, que nada estuviera sucio o descuidado. La verdad, era incómodo y a
veces aterrador, sobre todo cuando ella descubría que yo había dibujado un
corazón atravesado con una flecha y el nombre de un niño. Siempre amena-
zaba con mucha seriedad:
—Tendrás novio cuando me entregues tu título, así que apúrate a
estudiar; los novios para después, —arrancaba la hoja, la hacía pedacitos y
me los aventaba a la cara.
Yo fui testigo de lo dura que fue con mi hermana mayor con aquello de
los posibles romances. Una vez, corrió a escobazos a un chico que le llevó
un regalo. En sus quince años, antes de bailar el vals, mi madre la vio muy
pegadita con uno de los chambelanes y lo cacheteó. Pobre, el chavo bailó con
la mejilla toda roja y aguantando el dolor. Otra vez la regañó y le pegó muy feo
porque la vio caminando de la mano con un vecino. Yo me escondí debajo de
la cama, escuchando los gritos:
—¡Entiende, chamaca tonta! ¿Quieres ser un ángel caído? ¿Quieres
trabajar en Tlalpan? ¡No puedes andar de loca! ¡No debes tener novio!
¡Primero, la escuela! Vuelvo a verte con algún pendejo y te meteré a un
convento. ¿Lo oyes? ¿Me entiendes?
Además de no dejarnos tener novio, mamá también nos tenía prohibido
entrar a la cocina, un espacio totalmente materno. No le gustaba que nos
acercáramos a la estufa ni que calentáramos nada, menos agarrar un sartén o
una olla. Desde ahí daba órdenes o regañaba. Tenía oídos de radar, y si nos
escuchaba cuchichear entre tarea y tarea de inmediato gritaba:
—¡Las estoy oyendo!

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También nos reprimía y a veces nos conquistaba a través de la comida. Si
algo no le gustaba de nuestro comportamiento, preparaba bistecs de hígado
o sardinas en salsa roja, que lográbamos pasar solamente con tres tragos de
agua uno tras otro. Con tal de vivir en paz y comer algo delicioso —como
peneques o sopes—, nos volvimos obsesivas de los dieces a fuerza de desve-
ladas y absoluta disciplina.
Algunos domingos nos visitaban diversos parientes, y entonces la cocina
se convertía en un lugar de reunión con mis tías. Como estaban plática y
plática, mi mamá no decía nada cuando nos veía ahí. Me gustaba mucho
verlas conversar y preparando la comida; observaba cómo sin ordenar ni
asignarse ningún rol cada una se acomodaba para hacer la salsa, freír el arroz
o endulzar el agua de horchata. Su manera de charlar también era muy diver-
tida: hablaban del capítulo de la telenovela de moda y maldecían a la villana
como si de verdad existiera; aunque se entretenían más con los chismes de
la familia, las quejas contra la suegra en común, sospechas de infidelidades
o embarazos que no causaban alegría porque la chica no estaba casada…
Entonces bajaban la voz y el tono era de misterio o de total desaprobación.
Nuestra casa tenía dos baños: el más grande estaba en el cuarto de mi
mamá. Era hermoso con su gran tina color azul que me encantaba, porque
según yo representaba el tono fiel del mar. La sostenían cuatro patas en
las que estaban talladas unas sirenas de cabellos alborotados. Se ensancha-
ba de los extremos para que uno pudiera recargar plácidamente la cabeza
durante un delicioso baño de burbujas, y la coronaba un grifo en forma
de delfín. El contenedor ovalado parecía una hamaca ideal para reposar
y soñar. Pero mi madre muy pocas veces nos dejaba bañarnos ahí. Nunca
supe si la usó como hacían en las películas, llenándola de espuma y aromas
de flores. Muy vagamente recuerdo que de pequeña yo chapoteaba en la
tina presumiendo que era una sirena. Fue hasta mucho tiempo después que
la usé, una sola vez, una vez que nunca he olvidado.
El dormitorio de mis padres también tenía un clóset amplio que me
gustaba abrir para oler los trajes de papá; guardaban el aroma de su loción

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Old Spice. Yo jugaba a que algún día usaría los vestidos más bonitos de mi
mamá quien, por supuesto, cuando me sorprendía, volvía a usar su poderosa
chancla:
—¡Fuera de aquí, chamaquita metiche!
Pese a sus regaños, siempre presumía que sus tres hijas éramos niñas
muy buenas y obedientes. Para ella, la más bonita era María, la mayor,
porque tenía ojos de lucero, dientes parejitos y labios de cereza. Era verdad.
La recuerdo cada mañana antes de irnos a la escuela mirándose tres veces
al espejo para asegurarse de que iba muy guapa. Estudiaba por avenida
Xotepingo, en un instituto para convertirse en secretaria ejecutiva. Mi madre
ya había planeado que su hermosa hija trabajaría en el despacho de un tío,
donde iba a conocer a un licenciado guapo y se casaría como Dios manda.
A la pequeña, Gaby, mi madre la metió a clases de ballet y de gimnasia.
Eso era algo muy femenino que daba gracia a toda mujer, decía. Mi herma-
nita se la pasaba con sus amigas dando maromas, caminando de puntitas
y haciendo vueltas de carro. Yo sentía que se iba romper siendo tan flaqui-
ta. A Gaby le encantaba coleccionar muñecas que cantaran. Aunque era la
consentida, no se escapaba de los regaños y de una que otra nalgada.
En mi caso, a mamá le molestaba mucho que yo prefiriera jugar futbol,
pero, pese a todo, yo sabía que a las tres nos amaba.
Disciplinada como ella sola, mamá levantaba tempranísimo a toda la
familia para dar tiempo a que todo mundo se bañara y desayunara sin prisas.
Apuraba y gritaba, aunque después daba su bendición con verdadero cariño,
y desde el zaguán decía adiós con cierto dejo de tristeza.
Papá me dejaba en la esquina de la calle 20 de agosto y Calzada de
Tlalpan; un beso veloz en la frente y a correr. Nunca llegué tarde, pero me
preocupaba ser retenida y no entrar a la primera clase. Niña nerd.
Una sonrisa enorme se dibujaba en mi rostro entre más me acercaba a
la escuela. Iba ansiosa de encontrarme con mis cinco amigas, ellas le daban
color a mi vida. Nos decían Las Melodys.

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Somos Las Melodys

Poco a poco, una a una, mis amigas llegaban a la escuela. En el salón había
un gran compañerismo, pero cada uno tenía su propio grupito que se
distinguía por una manera de ser o de comportarse.
Nos pusieron Las Melodys porque un día en la clase de Música quisi-
mos exponer con mucho entusiasmo las canciones de los Bee Gees. Ante
el regocijo del salón —y también de la profesora— hasta nos pusimos a
cantar. Desde entonces ya era yo malísima para el inglés, así que solamente
hacía el coro, mientras Tere y Lucy-Lupita eran las vocalistas principales.
Las demás se encargaron de la música y el vestuario.
Quisimos aprovechar todas las composiciones que formaron parte de
la banda sonora de Melody, mi película preferida. Gracias a Regina, que
sabía mucho del tema, no solamente nos limitamos a contar la historia
de aquel trío musical, sino que también supimos identificar su estilo y
aportaciones. Además, la mamá de Regina nos confeccionó unos pantalo-
nes igualitos a los que lucían ellos en un video que vimos en el programa
Dimensión Cuatro. Todo el grupo nos aplaudió cuando los hicimos cantar
una y otra vez el coro de “To love somebody”.
Extraño ese ambiente, esos tiempos. Me encantaba la clase de Historia.
La profesora era una verdadera dictadora, pero enseñaba con verdadera
pasión. Nos dejaba comprar las famosas monografías, recortarlas e ilustrar
cada tarea con las imágenes de Hidalgo o el perfil de Leona Vicario. Le
gustaba advertir que Regina y yo nos interesábamos de verdad, así que a

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veces nos pedía borrar el pizarrón, mientras ella nos recomendaba un libro
o ampliaba el tema visto en clase.
Yo participaba más en las clases de Literatura. Estaba fascinada con
García Lorca, y hasta representé a la novia en Bodas de sangre. Soñaba con
ser Jo, personaje central de Mujercitas.
Las clases eran impartidas por la directora de la secundaria, una señora
que siempre se quitaba los lentes para leernos algún poema, y acercaba
tanto sus ojos a la página que nos provocaba un poco de risa. Eso sí, su
voz sonaba impresionante, porque le ponía énfasis a cada poema. También
me aprendí de memoria uno de Salvador Novo, y se me quebrajaba la voz
cuando recitaba:

Me escribe Napoleón:
El colegio es muy grande,
nos levantamos muy temprano,
hablamos únicamente en inglés,
te mando un retrato del edificio.

Ya no robaremos juntos dulces


de las alacenas, ni escaparemos
hacia el río para ahogarnos a medias
y pescar sandías sangrientas.

Seguramente, al recitarlo presentía el valor de una amistad inolvidable, pero


también que la vida te alejaba de esas entrañables relaciones al llevarte a
nuevos escenarios, a otras etapas, a continuar la vida y tomar otros caminos.
Mi escuela era como una pequeña comunidad con gente buena, como
mi profesora de Civismo, y gente villana, como el de Química. Qué curio-
so, hasta ahora me doy cuenta de que nunca supe sus nombres, siempre los
relacionábamos con la materia que daban. Muy gracioso, porque parecía
que impartían la asignatura de acuerdo con su personalidad. El de Física
tenía cara de científico loco; pobre, siempre que entraba al salón el latoso

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de Lazcano empezaba a tararear la música del filme de Tiburón. El profe-
sor tenía una nariz tan grande que parecía traer pegada al rostro la aleta de
ese gran escualo.
El de las clases de deportes era todo un galán. Yo no entendía por qué
las niñas suspiraban tanto por él. Bueno, creo que sí, andaba siempre de
playerita corta mostrando sus musculosos brazos. Además, era muy joven
y se prestaba para llevarse con él y bromear. Se convirtió en el héroe de
toda la escuela cuando se aventó con todo y ropa a la alberca durante una
clase de natación, porque una compañera se estaba ahogando. Me acuerdo
muy bien cómo lo vi volar por los aires; se quedó suspendido unos segun-
dos y luego cayó como aguja al fondo azul de la piscina para luego cargar
en brazos a la damisela en apuros.
La maestra de Matemáticas que tuvimos en tercero no tenía nada
que ver con la materia porque era linda y generosa, explicaba con verda-
dera inteligencia esas cosas raras de números y operaciones. Gracias a
ella comprendí las fórmulas algebraicas. Aunque no todos le agarraban la
onda, en los exámenes siempre alguien me pedía ayuda. Resultaba muy
gracioso escuchar que cualquiera del grupo murmuraba mi apellido con
tono suplicante. Yo me arriesgaba intercambiando su hoja de examen por
la mía, resolvía sus ecuaciones, y con sumo cuidado les regresaba resuelto
cada ejercicio; así no reprobaban. La maestra era tan bonita que muchos
niños suspiraban por ella. Corrió el rumor de que, durante un examen oral,
un chavo de tercero b se atrevió a pedirle que fuera su novia. Ella se conmo-
vió tanto que lo aprobó. Mi adorado Acevedo planeaba hacer lo mismo
para pasar Química, lo malo fue que nuestro profesor era un macho déspo-
ta y podía reprobarlo por la broma.
Juro que la de Artes Plásticas se parecía a Frida Kahlo. Quizá por eso un
tiempo mis amigas y yo quisimos ser pintoras. Una vez, como no quedaba
lejos, visitamos la casa de la pintora que, en esos tiempos, aún no era tan
popular, creo que ni cobraban para entrar. Fue Regina quien nos habló de

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ella, porque su abuelita llegó a conocerla, y le platicaba cómo la había visto
pasear por las calles de Coyoacán, siempre con Diego a su lado. Me impresio-
nó mucho la pintura donde lo tiene dibujado al centro de su frente. Llegué
a preguntarme si alguna vez yo podría dibujarme el rostro del hombre que
llegara a amar así, con tanta pasión. Por eso, en la clase de Literatura, cuando
nos dejaron escribir un poema, yo se lo dediqué a Frida. La profesora dijo
que no era malo y se lo quedó. Desde entonces, dejó de llamarme por mi
apellido y empezó a decirme señorita escritora. Eso fue muy motivante, y
por eso empecé a llevar un diario, a narrar lo que me pasaba o sentía; quizá por
eso muchos momentos los tengo bien grabados.
Una vez, la de Geografía fue a callarnos porque estaba dando clases en
el segundo b —nuestro salón era el glorioso a—, y se escuchaba demasia-
do barullo de un salón a otro. Nuestro maestro había faltado y, sin nadie a
cargo, éramos incontrolables. Luego de regañarnos, se escuchó una sonora
trompetilla al cerrar la puerta.
—¿Quién fue? ¿Quién fue? —Preguntó la profesora volviendo a abrir
hecha una furia. Regina, muy digna se puso de pie y se delató a sí misma.
La suspendieron un día y, mientras nosotras llorábamos por su castigo, ella
empezó a planear el primer día de pinta, porque si no iba a la escuela, sus
amigas tampoco. Obviamente, nos fuimos a Chapultepec.
Pero nada como la salida de la escuela. Las seis nos íbamos a la tiendita
de la esquina, comprábamos un peso de galletas saladas y un Sidral Mundet
para compartir. A Tere le gustaba hacer la broma de golpear la base de la
botella cuando estabas tomando la bebida y así salpicarte el uniforme. Dejó
de hacerlo cuando Regina, molesta, le vacío todo el líquido en la cabeza. A
veces podíamos llevarnos muy pesado, pero sabíamos soportar las bromas
entre nosotras, ciertos berrinches y uno que otro ataque de locura.
También caminábamos hasta Coyoacán para saborear unos esquites,
merengues o un helado de limón. Entonces, la calle de Xicoténcatl se conver-
tía en otro testigo de nuestras bromas y charlas; parecía ser una observadora
que encubría la complicidad entre nosotras.

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Me gustaba caminar abrazada de ellas y que la gente tuviera que hacerse
a un lado porque ocupábamos toda la acera. Era emocionante pasar por la
Preparatoria 6. Regina, aunque era toda una atea, besaba su mano en forma
de cruz para jurar que ella iba a estudiar ahí. Las demás suspirábamos por los
chavos; a todos los veíamos tan guapos… Yo me fijaba además en las mucha-
chas, me preguntaba si podía llegar a ser como ellas, si tendría también la
oportunidad de estudiar en la universidad.
Entre todas compartíamos un antojito, porque llevábamos poco dinero.
A veces, Tere se gastaba lo de su pasaje y prefería irse caminando hasta el
metro Nativitas. El padre de Elizabeth, cada que nos daban la boleta, le
daba un premio económico por no reprobar, y ella de inmediato lo compar-
tía con nosotras. Si estábamos en la pobreza total, cruzábamos el puente
sobre Tlalpan para pasarnos a la colonia Country Club y visitar al papá de
Lucy-Lupita que tenía una bien surtida miscelánea, y siempre nos regalaba
algo. Salíamos a veces masticando chicles Motita, saboreando un chocolate
Carlos v, unos Chocorroles o paletas Tutsi Pop.
También nos gustaba mucho caminar hasta la tienda Gigante Taxque-
ña. Casi nunca comprábamos nada, pero podíamos patinar por los pasillos
o nos acabábamos todas las pruebas que ofrecían de jamón y queso. Nos
metíamos a los probadores para jugar a modelar. Las piernas de Martha
lucían espectaculares cuando se probaba zapatillas de tacón. Elizabeth
prefería arrullar cualquier oso o conejo de peluche que viera. Tere y yo nos
íbamos a la sección de discos para buscar si había algo nuevo de los Osmond.
Lucy-Lupita comparaba precios para que su papá hiciera mejores ofertas en
su tiendita. La pinche Regina siempre se robaba algo, sobre todo cigarros,
ella ya fumaba y eso nos daba otro motivo para considerarla la más rara de
nuestro grupito.
Claro, dejamos de jugar a burlarnos de las parejas que entraban a los
hoteles de Tlalpan. Queríamos olvidar que, al parecer, nuestra maestra de
Civismo había entrado a uno con alguien.

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Sin embargo, varios días después de que eso pasó, al terminar la clase,
ella nos pidió quedarnos porque quería hablar con nosotras. Imaginé el
regaño, me preocupó que nos quisiera acusar con nuestras madres, con la
directora y hasta pedir que nos expulsaran.
La profesora pidió que nos sentáramos. Se puso a borrar lentamente
el pizarrón, a guardar casi en cámara lenta sus apuntes y libros. Tere juntó
sus manos y cerró los ojos, de seguro estaba rezando mil padres nuestros.
Regina y Martha compartían miradas cómplices y una ligera risita nerviosa.
Envidié a Lucy-Lupita, se distraía recorriendo con la vista el salón, parecía
tranquila. Yo me recriminaba por lo tonta que había sido al aceptar ese juego.
Por fin, la profesora se sentó en una banca del salón entre nosotras,
como si fuera una alumna más, una amiga. Los segundos de silencio
parecieron eternos.

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La mejor lección

Sin justificarse, sin sermones ni culpas, la profesora fue directa con


nosotras. Nos dijo que una vez, al pasar en su coche sobre calzada de
Tlalpan, vio que estábamos paradas a la entrada de uno de los hoteles y
alcanzó a advertir que nos burlábamos de las parejas que se metían en esos
lugares en su auto. Entonces, preguntó si sabíamos lo que significaba que
una pareja entrara a un hotel.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, todas tuvimos la pruden-
cia de guardar silencio. Regina y Martha, seguramente para no meterse en
algún problema; las demás, porque sinceramente no teníamos respuesta.
—Eso no está bien —dijo la maestra muy seria, pero sin tono de
regaño. Una sonrisa comprensiva iluminaba su rostro, aunque no dejaba
de sonrojarse. Por supuesto nunca nos dijo si era ella la que suponíamos
que había entrado al hotel.
La considerábamos la más bonita de todas las profesoras. Se vestía a la
moda, pues era muy jovencita, y su manera de sonreír resultaba amigable
mientras enfrentaba a tanto chiquillo inquieto. Lamenté mucho cuando
dejó de ser nuestra maestra, pero compartimos su alegría porque había sido
aceptada para estudiar en la universidad en la Escuela de Trabajo Social.
Esa tarde, sentada entre nosotras, dejamos de verla como una profesora.
Teníamos apenas unos meses de haber entrado a la secundaria, todavía unas
niñas, pero aproximándonos a la adolescencia. La escuchamos con atención.
Jamás habló de semillitas ni de pruebas de amor o manos entrelazadas.

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Dijo las cosas por su nombre, pero con tal suavidad que no sonaba nada feo
escucharla, solamente raro. Me recordó esa vez que mi profesor de terce-
ro de primaria reveló justo un 6 de enero el secreto de los Reyes Magos,
pero con ella estaba descubriendo algo mucho más íntimo. Nos empezó a
relatar lo que un hombre y una mujer hacían encerrados en la habitación
de un hotel. Y como lo sospechaba, sí, entraban para hacer algo más que
besarse. Ahí ocurría lo que en una película nunca había podido ver. En la
cama pasaba algo donde podía o no haber amor, pero sí deseo y pasión,
aseguraba la profesora. Se conocía por completo el cuerpo desnudo de la
otra persona para recorrerlo, besarlo, acariciarlo, compartirlo y volverse
uno solo al enredarse con el de la pareja. Ellos conocían nuestro cuerpo,
pero también nosotras el suyo, sobre todo una parte que no teníamos por
ser mujeres.
Ese detalle trajo a mi mente la primera vez que descubrí con mis
propios ojos esa única diferencia entre nuestros cuerpos: yo mujer, ellos
hombres. Por no desayunar bien, durante la ceremonia del lunes, en el
jardín de niños, me desmayé. Nunca he entendido por qué la directora y
las maestras prefirieron que descansara en el baño más grande de la escue-
la, mientras llegaba la hora de la salida. Me recostaron en una gran tina
donde pusieron cojines y un edredón con girasoles estampados. Entre que
dormitaba y no, entró un niño corriendo, levantó la tapa del baño y tranqui-
lamente orinó. ¡Oh! Nunca había visto que los hombres hacían parados y a
través de un órgano que no sabía que existía. Él sintió mi presencia, volteó
a verme con su pene entre las manos. Nos miramos sorprendidos, pero en
ningún momento él se avergonzó ni yo cerré los ojos. Me gustó el cuidado
con que lo guardó en su trusa, muy lentamente subió el cierre de su panta-
lón, dibujó una sonrisa juguetona y se echó a correr. Ahora, escuchando a
la profesora, resultaba que esa parte del cuerpo masculino también podía
darnos placer. Ella no habló de penetraciones ni coitos, enfatizó el juego
gozoso y el placer de tenerlo dentro, y yo lo imaginaba como un colibrí

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saboreando la más deliciosa flor. Sí, en un hotel se vivía otra manera de
estar con un hombre.
Entre nosotras, la que ya había tenido muchos novios era Martha.
A veces nos platicaba lo que sentía al abrazarlos o besarlos, pero nunca
más, porque de inmediato Regina fingía vomitar; Tere se persignaba mil
veces asegurándonos que el único amor verdadero era el que sentías por
tu mamá; mientras que Lucy-Lupita comentaba no tener prisa: “cuando
llegue mi futuro novio, llegará”, decía con gran seguridad. Cuando conocí
a Elizabeth en nuestra primera charla me confío que su corazón estaba
roto por un mal amor.
Yo advertía que nuestros cuerpos cambiaban y mis sensaciones hacia
los niños también. Sí, seguía jugando futbol, iba en bicicleta al parque de
Churubusco o andaba en patines por la Pagoda, pero, a la vez, palpaba otra
manera de sentir; esa emoción diferente, más intensa, que recorría toda
mi espalda, cuando el niño que me gustaba respondía a mi saludo. Notaba
la manera en que mis pechos, poco a poco, se hacían evidentes bajo el
uniforme, y que un fino vello empezaba a brotar en mi sexo; yo lo empecé
a llamar nube de algodón. Fue extraño ir advirtiendo cómo se formaba ese
triangulito negro que parecía acomodarse plácidamente, como si fuera una
corona, arribita de mis muslos; estremecerme con las escenas románticas
de las películas; imaginar el sabor de un beso en la boca, profundo, eterno.
Martha aseguró que toda su vida había sentido eso, por eso le gustaba
mucho tener novios, tomarse de las manos y besarlos con pasión; nunca le
daba pena que la viéramos en los brazos de algún chavo. Tere se quedaba con
la boca abierta y yo tenía que darle un codazo: “Amiga, discreción”. Lucy-Lu-
pita se entusiasmaba más mirándose al espejo que suspirando por un niño;
si alguno le llegaba a hablar, le daban unos ataques de risa interminables y
se iba a esconder detrás de mí. Regina tachaba eso de estúpido y cursi, ella
trataba a los niños de igual a igual; si eran groseros era grosera, si eran nobles
los llegaba a estimar. Les pegaba cuando era necesario y echaba relajo con

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ellos sin ningún prejuicio. Yo creo que los chavos la consideraban una de
los suyos, la buscaban para hacer travesuras o fumar a la salida de la escuela.
Yo no era noviera, más que nada por las maldiciones y amenazas de
mi madre, pero desde la guardería me fijaba en algún niño y lo elegía para
estar conmigo. Como entre sueños recordaba a Víctor tomado de mi mano,
paseando por los cuneros de la Asegurada, donde mi mamá se inscribió para
recibir clases de corte y confección.
Inspirada en las telenovelas, empecé a darme unos besos de piquito con
Ernesto en el jardín de niños. Después, en sexto de primaria, elegí a Manuel.
La pasábamos juntos a la hora del recreo y hablando todas las tardes por
teléfono, tratábamos de imitar el noviazgo infantil de la película Melody, pero
presentía que había algo más y quería experimentarlo. Por eso, el día que la
maestra nos habló sobre sexo salimos de la escuela ya tarde. Estaba segura de
que había recibido la mejor lección de mi vida.
Yo iba ilusionada, casi festiva. Nada interrumpía la impresión que esa
charla había causado en mí. Aunque mis amigas aseguraban que repetía lo
dicho por la profesora con palabras más bonitas.
—Esa mi poeta, bájale —bromeaba Regina.
Martha estaba convencida de que el deseo era más fuerte que el amor.
Tere aseguraba que no: primero el amor, pero hasta casarte.
Lucy-Lupita confesaba haber entendido poco, pero que le gustaba
mucho más la forma en que yo reinterpretaba todo lo dicho por la profesora.
—¿Se imaginan? —les decía —¿acostarte en una misma cama con tu
novio? ¿Que tu mano recorra su cuerpo como cuando aplanas el pasto más
verde? Que esa escena que ves en las películas ya no tenga un corte ni se
enfoque al cielo como en las telenovelas… Que de verdad vivas lo que sigue,
lo que provoca que vean un amanecer desde la cama, muy abrazados.
Ellas sonreían al escucharme tan inspirada. No sabíamos lo que
nos esperaba…

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Dulce e inocente

Siempre que evoco la época de la secundaria, llegan a mi mente las canciones


de aquel cantante de enormes dientes, pero dulce voz, Donny Osmond. Ya
no sé si invento cada momento o si así pasaron las cosas, pero recuerdo que
Tere y yo preferíamos quedarnos en el salón durante el primer descanso para
ponernos a cantar con el Notitas musicales en la mano. Ella tenía una hermosa
voz; yo solamente hacía los coros: con mi inglés a medias y ese entusiasmo
que le ponía a cada estrofa y que nadie me quitaba.
Nuestra amistad surgió precisamente cuando descubrimos que forrá-
bamos nuestros cuadernos con las fotos de Donny Osmond. Aunque a ella
la había visto mucho antes. Sí, cuando iba a la primaria, justo a la hora de la
entrada, a un lado de un puente peatonal en Calzada de Tlalpan, la veía
acompañada de su mamá mientras esperaban el autobús de la Academia
Moderna. Me conmovía la devoción reflejada en el rostro materno cuando
le daba la bendición. Después, cuando pasé a sexto dejé de verlas. Luego,
descubrí que esa niña estaba inscrita en mi escuela, pero en otro salón. Ella
iba en sexto b.
En esa primaria yo era muy popular, estaba en la escolta, era la oradora
oficial de todos los festivales y empecé a destacar en el básquetbol. Así me
tocó enfrentarla de rival en la semifinal del torneo. El partido fue muy compli-
cado: ellas anotaban y mi equipo empataba, volvían a anotar y nuevamente
nosotras empatábamos; nos fuimos a tiros extra. Les tocó primero a ellas. La
contraria falló, y yo tenía la oportunidad de anotar y ganar. Mientras botaba

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y botaba el balón para concentrarme, Tere, a un lado de mí, sonrió amigable-
mente. Fue raro. Si era enemiga, ¿por qué se mostraba solidaria conmigo?
Lancé el balón y, como en las películas, primero pegó en el tablero, cayó en la
orilla del aro girando en cámara lenta. Segundos de silencio y… ¡canasta! Mis
compañeras de equipo me levantaron en hombros por toda la escuela. Había
sido todo un acto heroico llegar a ese momento, pues la niña rica de mi salón,
Angelina, había comprado a todo el grupo al regalarles uniformes con tal de
ser la capitana. Yo me negué a ser usada de esa manera, y cuatro solidarias
compañeras se unieron conmigo. Por orgullo, y también por competencia,
hice mi propio equipo, pero con el número exacto de integrantes no había
posibilidades de hacer un solo cambio en cada juego y resultaba extenuante
no tener suplentes.
Pese a todo, fuimos ganando, a veces muy cansadas, pero con el corazón
en la mano. Nos bautizamos como las Pollitas Rebeldes, nada de esa payasada
de Violetas Imperiales, como se pusieron las otras. Por eso, ganar ese día fue
una gran fiesta. Lo más bonito fue ver a Tere convenciendo a su equipo de
que fuera a felicitarnos. Me dio la mano, esbozó esa sonrisa de ángel y dijo:
—Bien jugado, amiguita.
¡Ay! Pero esa Tere dice que no se acuerda, siempre con memoria de
teflón, nunca se le pega nada, y yo que todavía tengo grabado ese momento
en mi corazón. Por eso, el primer día de clases en la secundaria me dio gusto
ver que estaba en mi grupo, y los Osmond fueron el pretexto para empezar
a platicar.
Todos los sábados nos íbamos a los llamados cine-conciertos a gritar
fascinadas por Donny. Las otras amigas nos acompañaban por simple solida-
ridad, aunque, para variar, Regina rompía con los modales. Mientras Tere
y yo nos desgarrábamos la garganta gritando: “We want The Osmonds”, ella
se indignaba con nuestro fanatismo y se ponía a chiflar o mentaba madres,
mientras nosotras junto con todas las demás fans aplaudíamos y zapateába-
mos en el piso de madera de aquel teatro casi abandonado, ubicado en la calle

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República de Venezuela, unas cuadras atrás de la Catedral Metropolitana.
Ya a la salida, Regina cambiaba de humor, le encantaba contarnos historias
de esos viejos edificios; hasta reconocía la arquitectura y sabía una que otra
leyenda. Claro, luego volvía a hacer berrinche, porque en la calle de Madero
había una tienda donde vendían posters, y nosotras nos metíamos a comprar
uno de los Osmond.
No faltaba el compañero latoso que se burlaba de las imágenes de nuestro
ídolo que forraban nuestros cuadernos. Tere lo defendía con verdadera
pasión. Una vez, Garmendia, que amaba a David Cassidy, aseguró que no
había nadie mejor que ese cantante y alegó: “Donny es homosexual”. El único
argumento de mi amiga fue:
—Pues, muy su gusto.
La chava se fue dando grandes carcajadas. Tere se me quedó viendo
mientras preguntaba:
—Oye, ¿qué significa homosexual? —Yo levanté los hombros, igual de
despistada.
A estas alturas de mi vida, creo que su ingenuidad tenía mucho que ver
con el ejemplo de su mamá viuda y que trabajaba de enfermera. Muchas
veces, Tere prefería no acompañarnos en nuestras aventuras. Se iba corrien-
do, mientras justificaba:
—Es que hoy mi mami sale temprano del hospital y quiero que
comamos juntas.
Una vez, la profesora del taller de Corte y Confección nos hizo pasar
un mal rato. Parecía sacada del programa Los locos Adams, pues era chaparra
como el tío Cosa, casi tan calva como el tío Lucas, de ojos saltones como
Homero y mirada tenebrosa como la del mayordomo Largo. Además, sus
dientes estaban salidos como locomotora y estaba jorobada igual que El
Camellito de la película Nosotros los pobres. Maltrataba a todas las compañe-
ras. Media hora antes de terminar la clase, elegía a dos niñas para que barrie-
ran el taller. Una vez se lo encargó a Tere y a Regina. Las demás nos salimos

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y les dijimos que afuera las esperábamos para irnos juntas a casa. Mientras
acomodaban los muebles, Tere se puso a cantar. Nuestra profesora la calló.
Entonces, Regina se puso a chiflar la misma tonada. La maestra se enojó más.
Además de callarlas, las calificó de inútiles y flojas.
—De seguro son iguales a sus madres —aseguró.
Tere, con absoluta seriedad le pidió que no se atreviera a hablar mal de
su mamá. La profa aprovechó para humillar más a mi amiga, que se metió
debajo de una mesa. Regina empezó a gritar y nosotras nos metimos al salón.
—Sal de ahí, Tere. Ven. Acá afuera lloramos. No le des gusto a esa vieja.
—¿A quién le dices vieja?
—A usted, vieja amargada —respondió, Regina.
—Tere, Tere, por favor, sal de ahí.
—Voy a pedir que las expulsen —alegó la profesora.
—Pues nosotras diremos que usted nos explota, que nos pone a limpiar
el salón cuando no es nuestra responsabilidad, y que además hoy nos ha
insultado como diez veces —dijo Martha con voz entrecortada.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritó furibunda la maestra de Corte.
Nos salimos y yo abracé a Tere sin decir nada, solamente lloramos y llora-
mos. Regina prefería maldecir, mentaba madres con mucha rabia.
—Vieja culera —repetía una y otra vez.
Nos fuimos caminando de metro General Anaya hasta Nativitas. Al llegar
a casa de Tere, cuando su mamá nos vio, se asustó. Pensó que nos habían
reprobado. Al escuchar lo que había pasado, sollozó un rato también, pero
dijo que estaba muy orgullosa de nosotras por sabernos defender.
Ese amor inmenso de Tere por su mamá me trajo problemas. Cierta
ocasión, nos juntamos en casa de Elizabeth para hacer un trabajo de Biología.
Teníamos que forrar una cabeza humana de unicel con estambres de colores
que señalaran los músculos y no sé qué otras cosas más. Yo llegué cargada de
bolas coloridas, las acomodé en la mesa de la gran cocina donde trabajaría-
mos a nuestras anchas. La cabeza de unicel estaba en un rincón ya embarrada

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de engrudo; parecía vernos con desconfianza. En lo que las demás arribaban,
Lucy-Lupita pidió permiso, abrió la gran consola y colocó en el tornamesa
el disco de Billy Preston que estaba de moda con Nothing from nothing. Nos
pusimos a bailar ella, Elizabeth y yo. Tere entró y nos hizo un berrinche de
película, pues había dejado a su mamá para ir a hacer la tarea, no para perder
el tiempo. Azotó la puerta y se fue. No la tomamos en serio. Hicimos la tarea
sin ella, aunque la anotamos en el equipo. Fue una tarde que pasamos diverti-
das, enredadas en las hebras coloridas y aventando engrudo hasta el techo. Al
llegar a mi casa, mi madre me recibió con la chancla en la mano. Tere la llamó
para acusarnos. Pinche Tere.
Al otro día, le reclamé, se puso a llorar y me estuvo pidiendo perdón entre
clase y clase. Pese a todo, siempre fue muy solidaria conmigo. Un día, llevé
para presumir la foto de estudio que me tomaron cuando cumplí mis quince
años. La verdad, me veía bonita. Entonces, el niño que había sido mi novio en
la primaria pasó junto a nosotras. Tere levantó la gran fotografía para ponér-
sela en la cara:
—¡Mira, tonto! ¡Mira de lo que te perdiste! —Y es que un día ese chavo
terminó conmigo sin ninguna explicación.
Algo que a Tere y a mí nos gustaba mucho hacer era escribirnos cartas.
A veces, ella las metía a escondidas en mi mochila y luego yo hacía lo mismo.
Empezamos con pequeños recaditos. Otras veces, las cartas eran para reite-
rar nuestro cariño o felicitarnos, si se trataba de alguna fecha para celebrar.
Le encantaba hacerme poemas, combinar cada palabra con nuestro amado
Donny o con los Osmond, y siempre reiterar el cariño, la fuerza de esa amistad
que cada día nos unía más.
Una vez nos dejamos de hablar; me tenía harta con sus citas bíblicas.
Ya no recuerdo bien la discusión, pero Regina y yo, al escucharla, fingimos
estar poseídas como la niña del filme El Exorcista. Nos aventó su helado y se
fue. Al otro día, cuando llegó a la escuela, no quiso hablarnos. Yo, igual de
orgullosa, seguí ese cruel juego, hasta que un día me dejó una hoja doblada

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en la mochila y yo le puse otra en la suya. Nos escribimos durante un mes
completo en el que permanecimos, eso sí, sin hablarnos.

Querida Sara:

No quiero que vayas a pensar que esto te lo escribo por hipócrita o


por ignorante, como tú me lo das a entender en la otra carta. Aquí mismo
te la regreso para que leas tus propias palabras y las reflexiones como yo
ahorita lo hice.
Léela y encontrarás que me decías que no fuera ignorante, porque
éramos de la misma religión y pues no; te diré que yo soy presbiteriana y
tú —dices— católica. Así que, por un lado, tú misma te has contestado.
También decías que, si me volvías a hablar, no sería como antes. Y eso
a mí no me parece.
Si me escribías que yo era para ti como una hermana, ¿por qué me
dijiste cosas que me partieron mi corazón? ¿Por qué?
Y me escribiste que también me querías decir “Hola” y yo te contes-
taba “Adiós”. No, eso no es cierto, porque bien tú sabes que yo era la que
te buscaba.
Sí tú sigues con esa actitud de no hablarme, está bien. Pero sabes bien
que, si me llegas a necesitar, yo tendré las puertas muy abiertas para ti.

p.d. Estas manchas de sangre con que firmo la carta son muestra de que
no soy hipócrita.

Cuando releo esa carta, no me duele lo que dice, me duele que ese momen-
to ya pasó, que ya no regresará. Una cálida sensación me invade. Siento
cerquita de mí a esa pequeña cómplice de trece años; esa niña con una larga
trenza que parecía estar tejida con hilos de canela perfumada. Mi amiga con
piel de luna llena y ojos tristes. La misma Tere que hoy, a nuestras cinco
décadas, me ha pedido que le recuerde quién es ella.

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Lucy-Lupilane

John, Paul, George y Ringo ya no cantaban juntos al iniciar la década de los


70. Para no extrañarlos tanto, a mi hermana María le encantaba visitar el
Aramis, un café donde había música en vivo y un grupo cantaba igualito que
el cuarteto de Liverpool. Solamente la dejaban ir si me llevaba de chaperona,
y yo jalaba con mis amigas. Siempre que las invitaba, Lucy-Lupita insistía en
que teníamos que ir muy elegantes y trataba de maquillarnos un poco.
Regina y yo no aceptábamos eso de pintarrajearnos la cara, pero las
demás se emocionaban al revisar la gran bolsa de maquillaje que Lucía
Guadalupe tenía, y se probaban el tono de algún bilé, se polveaban la nariz
o jugaban a alargar sus pestañas con esos pequeñitos cepillos que venían en
los frascos con rímel.
Lucy-Lupita y yo nos hicimos amigas porque el primer día de clases
descubrimos que nuestro primer apellido era el mismo, y cuando el profe-
sor mandó llamar a Castañeda, las dos nos levantamos al mismo tiempo.
Reímos, mirándonos con simpatía. Desde entonces nadie nos separó. Las
primeras semanas solamente éramos las dos. Resignada, fue viendo a cada
una de las demás amigas integrarse con nosotras. Siempre discreta y solida-
ria, era la generosidad en persona.
A ella le encantaba pasar algunas tardes en el salón de belleza de una de
sus tías, y así aprendió esas cosas de maquillarse. Recuerdo que a la entrada
de ese local había un gran poster con los diferentes cortes de cabello que se
ofrecían a las clientas. A mí me gustaba uno que se parecía al de La 99 del

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programa Súperagente 86. “Un día luciré ese estilo”, aseguraba coqueta al
observar mi rostro reflejado en el cristal del aparador. Mi amiga, según yo,
se peinaba estilo Angélica María. Pintaba sus ojos con discreción y polveaba
con un color rosa muy claro sus mejillas.
—Si vamos a salir a un lugar elegante —decía Lupita con su polvera en
mano —nada como ir bien presentadas.
En la secundaria no dejaban que las niñas fueran maquilladas, pero
muchas se arriesgaban. Les gustaba eso de creerse mujeres por traer los
párpados sombreados o los labios carmín. Yo observaba que de verdad se
sentían más bonitas. Para Lucy-Lupita pintarse representaba todo un ritual.
Tenía el pulso perfecto para trazar una línea negra impecable debajo de sus
ojos claros, lo hacía de un solo jalón con una precisión envidiable. Explicaba,
al mismo tiempo que se iba transformando:
—Ve, ve, amiga. Parto del exterior hasta el lagrimal. El chiste es que los
ojos se te vean más grandes, como los del lobo de Caperucita. Si rellenas
la parte inferior del ojo y luego le pones como una palomita… ¡Ya tienes
mirada de gato! Hasta el mundo se ve diferente.
Lo que sigo recordando mucho son sus uñas largas y puntiagudas. A
veces, yo sabía que se estaba aburriendo con nosotras si sacaba su lima de
cartón para tallarlas. Las pintaba con esmalte transparente y las hacía brillar
como nuevas.
Cuando la cachaban en la secundaria por ir maquillada, más que preocu-
parnos nos daba un poco de risa. La trabajadora social, una mujer obesa que
parecía tener telarañas en lugar de rímel en sus pestañas, tenía un estante
lleno de pequeñas botellas con acetona, algodón y crema para desmaqui-
llar. Te obligaba a despintarte delante de ella. Unas chicas sí que lloraban.
Lucy-Lupita no, pues al otro día, ya venía impecablemente pintada.
Gracias a ella me fui convirtiendo en conocedora de aromas; le encanta-
ba andar muy perfumadita. Cuando cumplí quince años me regaló un Chanel
N° 5. Me gustaba que, para aquello de perfumarse, tuviera una especie de

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ceremonia: sacaba una botellita que olía a jazmines, y mientras te ponía el
líquido perfumado, decía algo, según ella muy poético. Me acuerdo mucho
de una de esas frases que repetía cuando precisamente íbamos al Aramis:
—Tres gotitas detrás de la oreja para escuchar tu canción preferida; dos
en cada muñeca para acelerar el pulso. Que esta gota en el pecho nos suba al
cielo mientras cantamos “Ahí viene el sol”.
Una vez, su tía le encargó recoger varias esencias en el centro de la ciudad
y la acompañé. ¡Qué lugar tan mágico! Parecía de la Edad Media. Estaba
atrás de Palacio Nacional, era una casona enorme con tonalidades grises,
arquitectura tipo castillo embrujado y la figura de un dragón para tocar
fuerte el gran portón. El viejito que nos abrió era todo un alquimista. Las
fragancias que llenaban el lugar te hacían cosquillas en la nariz, penetraban
juguetonas por tus fosas y parecían llenar tus pulmones de aire colorido; al
exhalar, imaginabas que pétalos de rosas brotaban a través de tu respiración.
El anciano, experto en aromas, intuyó nuestras sensaciones. Nos dejó
oler varios frasquitos: lavanda, el más largo suspiro; lirios del valle, paisaje
que te hechiza; cuero, el perfume de todos los siglos… Quise olfatearlo todo
como si en ese momento hubiera adquirido un don. Decidí entonces que
el ayer olía a muñeca nueva; mi mamá, a sopa de papa; mi padre, a tierra
mojada; el niño que me gustaba, a helado de chocolate; mis amigas a prima-
vera divertida y la escuela tenía esencia de veranos inolvidables.
Casi empezaba a anochecer cuando nos subimos al metro en Zócalo.
Solamente habíamos pasado tres estaciones, cuando a Lupita le dieron unas
ganas urgentes de ir al baño.
—¡Aguántate! Falta poco para tu casa. —Imposible. Recordé la clínica
que estaba cerca de Villa de Cortés—. Seguro nos dejan pasar, —le dije.
En efecto, logramos entrar y ya salió tranquila. Al aproximarnos otra vez
al metro, nos pareció raro ver gente parada en la orilla de Calzada de Tlalpan;
creímos que esperaban su camión y que se había tardado en pasar. Poco a
poco vimos que solamente eran mujeres. Minifalda y medias de red. Cigarro

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en la mano. Peinados exagerados, maquillaje excesivo. Viejas y jóvenes. Feas
y bonitas. Santo Dios, eran ellas, las que vendían amor. ¡Sí existían! Qué
impresión verlas tan cerquita, tan de verdad. Lucy-Lupita me tomó del brazo
y aceleró el paso. De pronto, a la bolsa de los perfumes se le zafó un asa, cayó
al piso y varias botellas se salieron. Empezamos a recogerlas. Las señoras se
acercaron a ayudarnos. Reían, quizá por nuestra cara de asombro.
—¡Uy, manita! Bien chamaquitas, pero bien coquetas. Buenos aromas.
—Gracias —me atreví a musitar muy bajito, sin atreverme a mirarlas.
—De nada, niñas, mejor estudien, para que no terminen paradas aquí
en Tlalpan y luego se metan a un hotel para venderle amor a puro cabrón.
—No las asustes, pinche Celeste.
—¿Me regalas tantito de este aroma? —dijo la de más edad.
En eso, pasó un coche, y desde la ventanilla gritaron:
—¡A trabajar, chavas, a trabajar!
—¡Váyanse, chamacas! Ya las andan confundiendo con nosotras, ja, ja…
Antes de irnos, Lucy-Lupita le extendió uno de los frascos a esa mujer de
mirada triste y exagerado maquillaje que acentuaba sus arrugas, arrugas que
parecían surcos sin cielos, trazadas con dolor, sin marcas de placer.
—Tenga, este aroma la acercará al cielo.
Nos alejamos, pero yo no dejaba de voltear a verlas. Me pareció atisbar
que ese ángel caído se limpió una lágrima mientras guardaba el perfume
entre su pecho. Desde el andén, yo seguía mirándolas. Alcancé a observar
cuando un coche se detuvo frente a ellas. Asomadas a la ventanilla hablaban
con quienes venían en el auto, hacían muchos ademanes, a veces reían escan-
dalosamente. Las dos más jóvenes subieron al vehículo, que de inmediato se
metió al hotel que estaba ahí cerca. Pude verlo mientras el metro avanzaba;
habíamos conseguido lugar en el primer vagón.
—Ay, eso es vender amor —dije en voz alta. De inmediato, Lucy-Lupita
se asomó para advertir qué me había hecho musitar esa frase. El tren seguía
avanzando a gran velocidad y más mujeres podían verse paradas a lo largo
de calzada de Tlalpan.

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—Debe ser bien feo meterte a un hotel con alguien que no amas,
¿verdad?
—No sé amiga, bien dijo la profesora que el sexo y el amor no son la
misma cosa.
—Pero nosotras vamos a estudiar mucho. Esa mujer dijo que así no
terminaremos como ellas. Ya verás que tendremos novio, nos casaremos de
blanco y nuestra luna de miel será muy bonita.
Ya no dije nada, no quería tener que casarme para descubrir eso de tener
sexo, pero tampoco quería acostarme con alguien sin conocerlo, sin sentir
algo por él. Cuando imaginaba que me metía a un hotel, además de que yo
no lo haría escondiendo mi rostro, siempre era con alguien cuya mirada
clara me daba confianza y ternura. Quería estar con él, aunque todavía no
supiera quién podía ser, pero estaba segura de que se trataba de un hombre
que provocaría mil deseos en mí, ganas ardientes de besarlo y sentirlo muy
dentro. No pensaba en una vida eterna junto a él, incluso sospechaba que
no iba a vivir esas sensaciones con un solo hombre. No quería vender amor,
pero sí me gustaba suponer que podía descubrir qué era el sexo con diferen-
tes almas masculinas y quizá encontrar el amor de esa manera. No platicaba
de esto con mis amigas, me avergonzaba un poco que fueran a creer que
quería convertirme en un ángel caído.
Me acuerdo de que, cuando nos gustaba un niño, Lucy-Lupita te secre-
teaba al oído si el galán en turno pasaba junto a nosotras. Hizo de una
verdadera Celestina cuando me gustaba Felipe. Ocultó una carta muy cruel
que un tipo menso le escribió a Elizabeth cuando quiso terminar con ella.
Aguantó la indignación de nuestra amiga. Me dijo:
—Puede mentarme la mother, pero no dejaré que le agujeren el corazón.
Si Martha prefería a uno de sus galanes, insistía:
—Déjenla, cuando se enamoren lo entenderán.
Coincidía con Regina en que no había que emocionarse tanto con
ninguno de la escuela.

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Por cierto, Regina al principio era un poco déspota con ella, tal vez le
molestaba la importancia que le daba a eso de maquillarse. ¡Qué frívola es!,
me decía indignada. Lucy-Lupita se cohibía mucho con ese vozarrón y con
el constante sarcasmo en sus comentarios.
Pero se la ganó totalmente el día que le presentó a un tío que trabaja-
ba en la Cineteca Nacional. Don Fortino Castañeda nos dejaba colarnos
gratis, ya fuera al pequeño e íntimo Salón Rojo o a la gran Sala de Arte
Fernando de Fuentes. Me encantaban las exposiciones y los bellos carte-
les que adornaban las paredes del lobby. A veces subíamos unas escaleras
para visitar la pequeña biblioteca; la señora que atendía nos conocía, y a
veces nos recomendaba lecturas en lo que empezaba la función. Así vimos
películas que en otro lugar no nos hubieran dejado. A algunas no les enten-
díamos nada, pero otras nos dejaban sensaciones inquietantes y gozosas, y
unas cuantas hasta se nos quedaron grabadas en el alma.
Recién estrenadita, la Cineteca pronto fue nuestro lugar favorito.
Así quedé embelesada con el documental sobre una cantante de voz
ronca que se llamaba a sí misma “Bruja Cósmica” y que se convirtió en mi
chamana. Fue de esa manera que me enamoré de Janis Joplin. ¡Qué impre-
sión el inicio del filme! La cámara recorría lentamente un auto pintado con
colores psicodélicos, mientras su voz a capela entonaba “Mercedes Benz”. La
película también subtitulaba cada letra de las canciones, y podías entender lo
que ella expresaba en sus intensas interpretaciones. “Pedazo de mi corazón”
no era un lamento doloroso, sino una muestra de fuerza contra el desamor,
un reto provocadoramente amoroso. Quise tener a la mano una escoba y
volar con ella al escuchar “Blues cósmico” sin esperar ninguna respuesta. Esa
voz me llegaba hasta el alma; era tan vibrante, tan arrebatadora, un grito de
auxilio, un clamor de libertad. Nunca había visto a una mujer al frente de una
banda de rock. Regina me codeaba cuando Janis declaraba algo que era para
nosotras revelador. La llamada “Bruja Cósmica” dijo que tenía 14, cuando
oyó por primera vez un blues y quedó seducida por esa música.

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—Y tú oyendo a tus pinches Osmond —murmuró mi amiga con su
indiscreta voz. Sentí un recorrido eléctrico por todo el cuerpo cuando Joplin
consideró que cantar y hacer el amor era algo muy parecido; para ella, ambos
momentos permitían sentirse a una misma. Por eso compré un póster de
Janis, donde traía una bufanda de plumas y sus lentes redondos —gracias
a mi miopía, yo usaba anteojos y le insistí e insistí a mi mamá para que me
dejara usar unos igualitos a los de Janis, en segundo de secundaria—. Fue
impresionante cuando me enteré de que ella había muerto muy joven, a
los 27 años. El filme concluía con el fondo musical “Yo y Bobby MgGee”.
No podía moverme de la butaca, quería quedarme hasta el último crédito,
memorizar la traducción de esa letra:

La palabra libertad es sólo un sinónimo de no tener nada que perder, es una


palabra que no significa nada si no eres libre.

También vimos Taxi Driver, que resultó muy extraña: sorprendente. Eso de
ver a una niña de nuestra edad que trabajaba como prostituta, no podíamos
creerlo. Aunque ninguna de nosotras entendió por qué enloqueció el chofer.
Eso sí, nos gustaba vernos en el espejo e imitar a Robert de Niro: “¿Me estás
hablando a mí?”.
Por Barbra Streisand, que le encantaba a Elizabeth, vimos Nuestros años
felices. ¡Ay, cómo lloramos! Pero a mí sí me gustó que los protagonistas no
fueran eternamente una pareja, que se quedara ese amor entre ellos como
una complicidad a pesar de separarse. Con la escena en que se reencuen-
tran, sentí un brinco en el corazón. También me gustó la traducción del tema
musical del filme:
Si tuviéramos la oportunidad de hacerlo todo de nuevo, dime, ¿lo haríamos?
¿podríamos? Los recuerdos…

Salí del cine llore y llore, pero me gustó el final diferente, cada uno haría su
vida sin dejar de quererse.

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Abrazadas y casi con los cabellos erizados del miedo, vimos El Exorcista.
Muchas noches no pude dormir, o me tocaba el cuello para que la cabeza no
me fuera a girar como le pasó a la niña poseída por el demonio. Después, si
me subía a un árbol, Regina agitaba su refresco con gas, y mientras lanzaba el
chorro que salía de la botella, desde abajo gritaba con fuerza:
—¡En el nombre de Dios, que ya te bajes de ahí, hija de la chingada! —
imitando la escena cuando la escuincla endemoniada flotaba encima de su
cama. Si escuchaba el tema musical de la película en la radio, de inmediato
cambiaba de estación.
Por cierto, la más ecuánime ante la pantalla siempre era Lucía Guadalu-
pe. No lloraba en ninguna película cursi, no se asustaba con ningún demonio,
tampoco se movía al ritmo de una comedia musical, menos se impresionaba
con alguna escena de disparos y de muertos. Reaccionaba serena, aseguraba
que en la butaca se sentía tranquila, marcaba su distancia, porque existía,
aseguraba.
—Eso pasa allá y yo estoy acá —decía como una filósofa de la vida
cotidiana.
No me quedaba ninguna duda de que ella era la más fuerte de todas.
Nunca quiso ser la más noviera ni tampoco la más sobresaliente. La veía
contenta tomarme del brazo para cruzar el puente de Calzada de Tlalpan e
ir a la tienda de su papá. Siempre recuerdo a ese buen señor sonriendo, casi
oculto detrás de todas las mercancías y regalándonos algún dulce. Mi amiga
heredó esa generosidad.
También me encantaba pasear con ella por la colonia en que vivía, la
Country Club. Yo imaginaba que era como ese barrio de la canción de
los Beatles, “Penny Lane”, y en honor a mi amiga le puse Lucy-Lupilane.
Nos gustaba caminar por las calles de esa que fue una de las más elegan-
tes colonias en la época de oro del cine mexicano. Creo que como estaban
cerquita los estudios Churubusco, quisieron darle un toque arquitectónico
elegante. Paseábamos por sus calles con nombres de deportes, y Lucy-Lu-

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pilane se dejaba llevar por mi entusiasmo, aunque se asomaba siempre que
podía en su pequeño espejo.
El parque de la Pagoda era nuestro lugar preferido, nuestra guarida
japonesa con aroma a cerezos y espejos de agua en los que Lupita se espiaba
a sí misma para confirmar que seguía bien maquillada. Platicábamos de todo
y de nada mientras cruzábamos esos pequeños puentes de estilo absoluta-
mente japonés. Podíamos tomar cualquier andador sin importar adónde
podíamos salir o meternos, todo dependía del tema de la charla; si era sobre
los muchachos, buscábamos escondernos un poco de quienes jugaban por
ahí para contarnos esos secretos de amor imposible; si se trataba de la escue-
la o sobre una película que acabábamos de ver, preferíamos las orillas. Fue
triste cuando tuvieron que derribar esa enorme y bella pagoda que le dio el
nombre popular. Años después al lugar le pusieron el nombre de un señor
japonesito cuyo apellido nunca pudimos pronunciar.
Fue muy lindo palpar esas sensaciones otra vez cuando, décadas después,
Lucy-Lupita quiso acompañarme a una de mis primeras conferencias. Antes
de subirme al pódium, me santiguó con su perfume:
—Tres gotitas para que te vaya bien; dos para que tu palabra tenga
fuerza. Que una gota llegue a tu corazón y lleves a todo tu público hasta el
meritito cielo—. Un cielo que necesité más que nunca ese día cuando creí
estar herida de muerte y no dudé en recurrir a ella.

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El cielo está perdiendo un ángel

Yo creo que tantos chavos se enamoraban de Martha porque ella era un


verdadero ángel. Oscilaba entre la imagen inocente de la niña que todavía
era, y la seductora silueta de la chica Bond que salía en La espía que me amó.
Mi amiga caminaba como si tuviera alas, pero reía como diablilla traviesa. Su
mirada era como la de un vivaracho querubín; irradiaba una casta sensuali-
dad que provocaba silbidos de admiración a su paso. Si ibas junto a ella, era
fácil tomar su ritmo al andar y simplemente sonreír segura de ti misma.
Todos los chavos querían ser El novio de Martha… y muchos lo fueron.
Desde los galanes hasta los poco agraciados, los inteligentes y los despis-
tados, los deportistas y los rebeldes. Me encantaba que los enumerara, no
como un récord ni como una colección, lo hacía como para no olvidarlos ni
confundirlos, para darles cabida en su corazón que era, decía ella, un edificio
de muchos, pero muchos pisos.
Entonces, su Novio 16, con tal de andar con ella, hasta se juntó con
nosotras durante varias semanas. Trataba de llevar nuestro ritmo y le daba
risa que nos escapáramos a la Cineteca y no exploráramos más allá de ese
lugar. Así, nos llevó a los Estudios Churubusco y vimos a Chabelo filmando
una película de marcianos. No sé si era por el maquillaje, pero yo vi el tono
de piel del “amigo de los niños” de un rosa intenso. Nos dio risa advertir
que cada golpe era fingido y que los trajes plateados de los extraterrestres
les quedaban un poco grandes a los actores. Pero, aplaudimos cuando
escuchamos: “¡Corte!”.

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Haciendo reverencias por nuestro reconocimiento, Chabelo agradeció
nuestra espontánea reacción.
Otro día vimos que grababan una escena de Los supervivientes de
los Andes, sobre las víctimas de un accidente aéreo que comieron carne
humana durante los días que esperaban su rescate. De verdad se sentía
frío. Ahí sí estuvimos muy calladitas, porque el director del filme se veía
muy estricto.
Nos atrevimos a pasar al restaurante Wings que estaba justo a la entra-
da de la Cineteca. Se veía tan elegante que nunca entrábamos, porque
pensábamos que era muy caro. Pero, Novio 16 ya trabajaba y nos invitó. Lo
más bonito fue que estaba ahí Angélica María. Nunca he visto una mujer
más hermosa. Fue tan amable que dejó que nos sentáramos con ella,
nos invitó una limonada y permitió dulcemente que le preguntáramos
cualquier ocurrencia. Nos cantó un pedacito de “Ana del Aire”, su teleno-
vela más exitosa que yo nunca me perdí. Un tiempo hasta soñé con ser
sobrecargo, pero también en ese mismo programa, un personaje aseguró
que era más emocionante ser periodista, porque conocías todo el mundo
y entrevistabas a los más famosos. Ya me veía yo platicando con Donny.
Fue muy tierno que, luego de darnos su autógrafo, Angélica María nos
presentara al señor que estaba con ella, quien pacientemente toleró que
los invadiéramos.
—¿Les puede dar también su firma mi novio? Se llama Raúl Vale.
Aceptamos, y hasta ese momento el hombre sonrío. Novio 16 dijo que
no se imaginaba que fuéramos tan atrevidas.
Otro que nos cayó bien fue el Galán 23. Tenía coche y nos llevó a la
Feria de Chapultepec, nos trepamos a todos los juegos y él consiguió que
nos dejaran subir a la montaña rusa, aunque no cumpliéramos con la edad
permitida. Como acabábamos de ver un ciclo de películas musicales en la
Cineteca, en cada empinada se nos ocurrió vociferar: “¡Supercalifragilísti-
coespialidoso! Dandidililin dandidililan…”.

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Entramos a la casa de los sustos, y Regina estuvo a punto de dejarme
sorda con tanto grito exagerado que daba. Toda una odisea manejar los
coches chocones y mantener el control de las tazas locas.
Novio 25 fue especial, porque vivía en la misma secundaria. Sí, su
papá era el conserje y tenía su casa justo arriba del salón de música. De
esa manera, muchas veces escapábamos por ahí cuando queríamos ir a la
Cineteca a alguna función de mediodía. A veces, la familia completa de ese
chavo estaba almorzando y nosotras cruzábamos por el comedor, nada más
diciendo: “Provechito, con permiso.”
Por culpa de Novio 12, me hice amiga de Martha. En efecto, mi mejor
amigo de la primaria entró a la misma secundaria y nos tocó en el grupo a.
Bueno, no resultaba raro, la escuela era muy pequeña, un verdadero huevito,
dos grupos por cada grado. Las posibilidades de quedarte con algún conoci-
do estaban siempre latentes. Entonces, antes de convertirse en Novio 12,
Enrique Zepeda, tan guapo e inteligente, fue mi compañía a la hora de la
salida durante las primeras semanas, porque vivíamos por el mismo rumbo.
Nos gustaba caminar por Calzada de Tlalpan y platicar y platicar. Hasta
que un día, lo vi en la puerta de la escuela de la mano de Martha. Me sentí
invadida, un poco traicionada. Sin embargo, ella nos tomó de la mano para
caminar juntos los tres e irnos a nuestras casas. Qué divertida y agradable
resultó ser la chica sepsy del grupo, como le decía Regina.
Yo miraba de reojo esos enormes muslos blancos que asomaban debajo
de su mini uniforme rosa. El viento alborotaba sus negros y largos cabellos
siempre sueltos. Le gustaba reírse de ella misma:
—Conquisto por mi sonrisa de tiburón —decía radiante.
Hasta que terminó con Novio 12 y, ese día, sin decir nada, sin ni siquiera
preguntar con quién te quieres ir, Martha y yo empezamos a caminar rumbo
a casa. Lo hicimos durante los tres años que estudiamos juntas. A veces con
sus hermanos que parecían cuates, pero no lo eran, Adriana y Adrián. Otras,
empujando la silla de ruedas de su hermano Toño. La primera vez que lo vi

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bajarse de ese asiento, sin más ayuda que su propia fuerza, y lo vi subir cada
escalón a sentones, casi lloré.
—No —dijo Martha—, no sientas lástima por él. ¿Si subiera corriendo
las escaleras, pensarías lo mismo? Es lo que está haciendo, pero a su modo, a
su estilo; no usa las piernas, pero tiene un excelente trasero. Es mi ejemplo.
Una impresión parecida sentí con su mamá, doña Juanita, pues cuando
la conocimos nos quedamos todas con la boca abierta. Al verla supimos de
dónde había sacado Martha lo sepsy. La señora era una verdadera muñequi-
ta: esbelta y delgada. Todas las veces que la veíamos traía minifalda y medias
negras. Trabajaba para una empresa muy importante de ropa, se notaba;
siempre andaba a la moda.
Admiraba lo bien organizados que estaban en esa familia, nunca le
pregunté por el papá ausente; la verdad, no lo necesitaban. En el depar-
tamento de mi amiga había armonía y amor. La abuela los recibía con la
comida caliente, todo era risa y bromas. Doña Juanita siempre fue nuestra
aliada, porque Martha confiaba totalmente en ella. Se trataban como amigas
y eso me daba un poquito de envidia. Si nos queríamos ir de pinta, ella le
avisaba a su mamá, nada más para estar sin pendiente. Nunca nos delató;
menos nos regañó.
La señora se compró un coche y Martha aprendió a manejarlo justo
cuando cumplió los catorce años. Una vez, nos fuimos hasta el aeropuerto,
nada más para ver los aviones. Ninguna se había subido a uno. De regre-
so, el coche se apagó a medio Viaducto. Nos bajamos las cinco a empujarlo,
mientras los otros automovilistas nos gritaban de todo. Recuerdo que Tere
lloraba y empujaba, empujaba y lloraba. Elizabeth y yo nos concentrába-
mos en nuestro esfuerzo, pero regañábamos a Lucy-Lupita que no dejaba
de acomodarse el cabello, y a Regina por responder a los insultos. Martha
movía como experta el volante, hasta que logramos salirnos en una lateral.
Doña Juanita, siempre solidaria, ni siquiera nos regañó. Jamás le contó nada
a nuestras madres.

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Me acuerdo cuando a Martha le sorprendió que ninguna hubiéramos
recibido aún un beso apasionado en la boca. Teníamos trece años, respirá-
bamos virginidad por todos lados.
—Deben disfrutarlo, que sea in-ol-vi-da-ble. Deben presentir el momen-
to ideal. No es necesario estar frente al mar, ni que la luna sea testigo; nada
de esas cursilerías. Solamente su mirada y la tuya. Tomarse de la mano,
acercarse poco a poco…
—¡Chale!
—¡Ay, cállate, Regina!
—Cierras los ojos muy, muy lentamente. Vas a sentir sus labios, estarán
fríos porque él también estará nervioso, aunque no sea su primera vez. Senti-
rás el grosor o delgadez de su boca. Te acordarás del sabor de tu fruta prefe-
rida. Puedes morderla con suavidad. Su lengua tratará de enredarse con la
tuya, que tu lengua juegue con ella, puedes tocarla y alejarte, enredarte otra
vez por segundos, quizá minutos.
Y yo, poco después de cumplir mis quince años, recibí mi primer beso
en la boca. Por supuesto, cuando él se fue acercando, me asusté. Fue raro que
unos labios se quisieran posar en los míos, que una lengua quisiera enredar-
se con la mía. Pero, recordé la voz sabia y experta de mi amiga; el temor se
esfumó y por eso el momento sigue siendo uno de los recuerdos que más me
reconcilian con la vida.
Sin embargo, Martha no solamente vivía para los novios, le encantaba
andar en bicicleta y nos retaba para irnos en patines de su casa al parque
de Churubusco, donde jugábamos a mojarnos con el agua de la fuente y
compartíamos entre todas una torta de jamón. Le gustaba mucho dibujar
y lo hacía muy bien, por eso sacaba diez en Artes Plásticas. Todavía guardo
sus dibujos: colores luminosos, plumines con vida, frases cortitas detrás de
la tarjeta:

Para mi querida amiga, de Martha, una amiga que te quiere como hermana
y espero que nunca me olvides.

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Hace poco, en el Facebook se topó con Novio 32. Le dijo que la seguía
amando, que se fuera a vivir con él a Estados Unidos. Nos reunió a todas en
el Vips de Miguel Ángel de Quevedo.
—¿Qué hago? —Ya estaba divorciada.
—Amiga, debes darte otra oportunidad.
—¿Y mis hijas?
—Ellas harán su vida, ya la están haciendo.
La verdad, nos dio miedo. Presentimos que a lo mejor ya no volveríamos
a verla, que perderíamos a ese ángel.

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¿Nunca has sido tierna?

Regina y yo jugábamos a hacernos las preguntas de una canción de Olivia


Newton John; sonaba muy sentimental, pero también provocadora, y nos
gustó más cuando la tradujimos, porque decía:

No quiero hacerte enojar, solamente quiero que vayas más despacio. ¿Acaso
nunca has sido tierna?

Entonces, si cualquiera de nosotras se enojaba con otra, no nos poníamos


de acuerdo o discutíamos, hacíamos reinar la calma con una pequeña estrofa
que tarareamos en inglés:

¿Have you never been mellow?

Venía el abrazo o el llanto, la confianza de desahogarse, si estábamos asusta-


das por algo o preocupadas. Era yo quien más le cantaba esas estrofas a
Regina, porque ella era la especie rara entre nosotras, se le salían las grose-
rías cuando se molestaba y jamás se quedaba callada si estaba en desacuer-
do. Nada le daba vergüenza, era la que se arriesgaba, la que trataba a los
niños de igual a igual. Regina, la misma que mentaba madres sin pudor
alguno; la que fumaba en el baño de la secundaria; quien enfrentaba a
cualquier profesor que quisiera pasarse de listo; era la que ponía los más
perversos apodos a los gandallas de otros grupos, y por eso no se metían
con nosotras. Por Regina leí Pedro Páramo y El Apando. Era quien me
forzaba a escuchar jazz y no a los “pinchurrientos” Osmond. Ella, la que

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me obligó a comprender las tareas y no solamente a sacar diez. Ella, Regina,
siempre tan segura de sí.
Por eso, el día que se presentó temprano a la escuela y con los ojos muy
hinchados, yo quise bromearle, pero cuando se le escurrieron las lágrimas
sólo se me ocurrió jalarla y meternos debajo de las escaleras: guarida segura
de quienes no deseaban entrar a alguna clase, y donde el prefecto nunca nos
descubría. Me sentí tan vulnerable… ella nunca lloraba, ella era la fuerte, y
ahora, ¿qué podía decirle?
—Soñé con mi padre —dijo entre hipos y lágrimas.
Ella, como Tere y Martha, no tenía papá. Jamás hablábamos de eso, ni
nos preguntábamos nada. Pero, aquella fría mañana, ella me repetía esa frase
con la vista clavada en el piso.
—Soñé con mi papá… soñé con mi papá y no lo conocí. Mamá no
quiere platicar mucho de él, dice que fue alguien famoso, que se murió en un
accidente automovilístico cuando yo estaba a punto de nacer, que lo lloró,
que no pudo despedirse de él, pero que ahora tenía que empezar de nuevo
sin él, sin hacerlo santo ni tampoco indispensable. Pero, yo siempre he queri-
do saber más de mi papá. Yo y mi pinche suerte, ¡carajo!
No supe qué decirle. Solamente la abracé y me puse a llorar con ella. Al
terminar la clase de Matemáticas, las demás nos buscaron muy preocupadas.
A veces, Regina no entraba por llegar tarde, pero yo jamás faltaba. Al vernos
con los ojos tan rojos, se asustaron. Les pedí que apapacharan a nuestra
amiga, mientras iba a alcanzar al profe. Bondadoso, él me escuchó; le dije la
verdad. Nos quería por ser buenas alumnas, aunque Regina lo desesperaba
por latosa, y a cada rato la cambiaba de lugar. Agradecí su preocupación y me
dio una gran idea:
—Si su papá fue famoso, vayan a una hemeroteca. A lo mejor salió algo
del accidente en las noticias de ese día.
Y lo hicimos. Nos sorprendió ver en la primera plana de un periódico
la noticia sobre el choque donde murió aquel hombre. Regina fotocopió

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todo y nosotras no quisimos revisar nada, pero lo que leyó le dio mucha
paz; se notaba.
—Ya sé quién soy —nos dijo. Por eso dejaron de sorprendernos sus
ataques de rebeldía y de confrontación, pues siempre nos había llevado la
contra o reaccionaba como ninguna se atrevería a hacerlo. Seguramente por
eso, desde nuestro primer encuentro, nuestras diferencias-coincidencias
salieron de inmediato a la luz.
Desde la primera clase, ella se hizo notar por el tono tan grueso y fuerte
de su voz. No me caía bien. Se sentaba hasta atrás y se llevaba bien pesado
con los niños, entre albures y groserías. Yo trataba de jamás acercarme a ella,
pero un día, dos niñas jugaban a peinarse sentadas al centro del patio; se
ponían tubos, paseaban el cepillo por sus largas cabelleras, no dejaban de
verse una y otra vez en el espejo. Se trataba de una chava muy gordita y otra
nada agraciada. Regina empezó a burlarse. Letal para decir la palabra precisa
que incomodara, las hizo llorar; y yo, defensora de las causas perdidas, salí a
resguardar el honor de las compañeras.
Apenas teníamos quince días de haber entrado a la escuela y no me
parecía justo que entre nosotras mismas nos faltáramos al respeto. Desde
luego, Regina se burló de mí. Le respondí con mucha dignidad. Se volvió
a burlar; empecé a acercarme, retándola a que se viera en un espejo para
que repitiera lo mismo. Dudó por un momento. Me acerqué más, al mismo
tiempo que empecé a subirme las mangas del suéter, por simple intuición.
Alzó las manos como si fuera a rendirse —después me dijo que creyó que
iba a golpearla—. Empezó a decir, aunque sin dejar de reírse: “Retiro lo
dicho! ¡Retiro lo dicho!”.
Qué mal me cayó. Menos quise tratarla. Pero, algo provocaba que la
espiara con discreta envidia. Siempre llegaba peinada con un chongo que,
en la tercera o cuarta clase, se deshacía y su pelo caía como una cascada de
ébano; le llegaba justo abajo de la cintura. Parecía modelo de comercial, lo
alborotaba como si mil huracanes la despeinaran. Pero, ay, ese vozarrón que

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tenía la distinguía de los demás y provocaba que siempre escucháramos
cualquier murmuración de su parte, que nunca pasara desapercibida. A cada
rato, los profesores la callaban o le llamaban la atención. Hablaba, hablaba
mucho, demasiado.
Cuando presumía que era la niña más veloz de su colonia, juré en silen-
cio ganarle en la siguiente carrera que se iba a celebrar para determinar a las
seleccionadas de atletismo. Mientras el profesor de Educación Física decía:
—¡En sus marcas, listas…!
Ay, pinche Regina. Ya estaba celebrando su triunfo, calculando su
tiempo, fanfarroneaba. Yo con la vista clavada en la meta, me repetía: “Le
gano porque le gano”.
Un fuerte pitazo dio la orden de salida. “¡Maldita!” pensé, “sí que corre
rápido”. Apreté el paso y la emparejé. Gocé del esfuerzo reflejado en su
cara cuando la aventajé por unos centímetros y ya no pudo alcanzarme.
Lo gracioso fue que Martha nos rebasó como si nada y ganó la carrera. Esa
derrota se convertiría en el triunfo de nuestra amistad.
Empezamos a entrenar. Nos llevaban a la Villa Olímpica y en el camión
surgieron las charlas, las coincidencias y las diferencias. Noté que era disci-
plinada y, cuando quería, muy solidaria. Nos unió como nunca ser del
equipo de relevos. El día de la carrera, la compañera del equipo que salió
primero entregó la estafeta en quinto lugar de siete competidoras. Regina
hizo todo su esfuerzo, pero no alcanzó a ganar un mejor sitio y me dio la
estafeta, gritando desesperada:
—¡Acelera! ¡Acelera!
Apreté el tubo en la mano y con gran esfuerzo rebasé a una, a dos. En
tercer lugar, se lo di a Martha. Regina, la otra niña (una chava a la que le
decían “La Ultramana”) y yo cruzamos la pista para ver quién de las que
cerraba la competencia llegaba primero a la meta. Las hermosas piernas de
Martha rebasaron a todo mundo: ¡Ganamos! Las cuatro nos abrazábamos
con ese delicioso sabor del triunfo. Regina solamente repetía:

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—¡Qué bonito! ¡Qué bonito!
Fue así como la quinta mosquetera se unió a esta fraternidad de Las
Melodys, por la película que yo había visto muchas veces, pero la décima fue
con Regina en el cine Álamos. En cada escena que se escuchaba la voz de los
Bee Gees, decía:
—Oye, oye cómo sube la nota. ¡Qué voz de Barry! ¡Qué matiz de Robin!
¡Qué ritmo de Maurice! —Y es que ella sabía mucho de música, porque el
segundo esposo de su mamá era un gran guitarrista. Me gustaba ir a su casa,
siempre llena de violines o conciertos de piano y escuchar una voz que salía
de unas bocinas diciendo que escuchabas Radio unam; ahí trabajaba su
padrastro a quien ella le decía “papi”.
Una vez, el señor nos llevó a esa estación radiofónica universitaria.
Yo soñaba con trabajar en un lugar así. Nos presentó a cantantes como
Guadalupe Trigo y Óscar Chávez, también a unas señoras de quienes dijo
que eran feministas; pensamos que ellas se dedicaban a un nuevo trabajo
porque nunca habíamos escuchado esa palabra. Las dos mujeres fueron
muy amables y nos regalaron unas revistas cuadraditas, orgullosas porque
eran sus primeros números. La más alta lucía un vestido con flores bordadas
y un rebozo enredado en el cuello, pero me llamó más la atención la otra
señora, era muy elegante, de voz suave. Nos sorprendió su manera de hablar
sobre temas que nunca habíamos escuchado, como que las mujeres eran
dueñas de su cuerpo, que algunos sacerdotes e iglesias las habían amenazado
por escribir sobre cosas prohibidas y que ella no se asustaba y que siempre
ayudaría a las mujeres. El padrastro de Regina le solicitó a la señora que nos
leyera uno de sus poemas. No se lo pidió dos veces, de inmediato sacó unas
hojas de su bolsa y con mucha inspiración comenzó a describir diferentes
formas de ser mujer. Me gustó mucho. La abrazamos.
Doña Bertha, mamá de Regina, era modista, y aceptó hacer mi vesti-
do de quinceañera, con corte princesa y con tela de manta; nada de esas
ridiculeces color pastel y crinolina estorbosa. Lo malo fue que el día de mi

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fiesta —por culpa del tráfico— llegué tarde a la iglesia del ex Convento de
Churubusco. El sacerdote se notaba molesto; me dejó entrar para solamen-
te darme la bendición y omitió la misa completa. Al salir, Regina murmuró
en voz alta:
—Por eso soy cliente del diablo. Es más comprensivo. —El padrecito
volteó a verla indignado, apretando la quijada.
Regina, mi amiga y enemiga, mi hermana y mi rival. Así como la enfren-
taba, trataba de protegerla, de disfrutar cada instante, siempre entre travesu-
ras o provocaciones.
Nos gustaba mucho pasear por el parque de Churubusco y después
meternos a cualquier museo que estuviera ahí cerca. Regina memorizaba
fechas y personajes, le gustaba explicarme cosas nuevas que había descu-
bierto sobre temas históricos, identificaba tipos de arquitecturas y se sabía
todas las leyendas de Coyoacán. Al salir del museo nos gustaba caminar y
charlar por ahí, comprarnos un dulce e ir poniendo apodos a la gente que se
cruzaba con nosotras.
—Mira, ese tipo se parece a Tin-Tan.
—Y el que va del otro lado de la acera es igualito a Polanski.
—Ay, esa señora flaca parece venir de Comala.
—¿Ya viste a ese papacito, igualito que Warren Beaty?
Reíamos libres y seguras. A veces también nos poníamos a cantar, sin
importar lo desentonadas que éramos o —Regina cojeaba del mismo pie—
nuestro pésimo inglés. Por supuesto, tocábamos el timbre de una casa y con
mirada cómplice echábamos a correr, mientras por el interfono no dejaban
de preguntar: “¿Quién? ¿Quién?”.
También juntábamos las monedas de veinte centavos, esas que eran
enormes y de cobre que en la cara traían el paisaje de las pirámides con el
fondo de los volcanes, mientras que del otro lado tenían el escudo mexica-
no. Eran buenas para los volados, águila o sol, así como para reclamarle a
alguien que era lenta para entender: ¿Ya te cayó el veinte? Justo por eso las

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reuníamos, y porque al depositarlas en los teléfonos públicos —que estaban
en cada esquina— podíamos llamar. Nos encantaba marcar números al
azar y bromear con palabras de doble sentido o preguntar por gente con
nombres raros.
Pero un día, justo al cruzar Río Churubusco y División del Norte donde
estaban construyendo un enorme puente para darle mejor vialidad al lugar,
unos albañiles pasaron junto a nosotras y nos manosearon. Regina les
mentó la madre hasta cansarse, les aventó piedras y hasta su paleta de hielo
que había empezado a saborear. Yo solamente lloraba, sintiéndome sucia y
mancillada.
—Amiga, rompe tu burbuja. La pinche vida es bien canija —sentenció.
Quizá por eso continuamos coincidiendo hoy ya como señoras de cinco
décadas. Ella, sin dejar de fumar, sigue siendo mi confidente, escuchándome
con atención. Yo la escucho tratando de escarbar su alma. Un día y por terce-
ra vez en su vida se soltó a llorar conmigo; entonces ella también tuvo que
aprender a salir de su burbuja.

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Cuento de hadas

Disfrutaba mucho pasar una tarde en casa de Elizabeth, así, recostadas en la


cama, con los pies subidos y recargados en la pared. Fascinadas, escuchába-
mos esas canciones que nos hacían suspirar, sobre todo si eran voces como
la de Donna Summer. Yo siempre tuve la certeza de que mi amiga estaba
enamorada del amor.
Entró a nuestra secundaria cuando ya íbamos en segundo año. Llegó
tarde a la primera clase y pidió permiso para entrar al salón. Todos voltea-
mos a verla, una niña nueva, ¡y qué niña! Cabello como el de mi sirena de
barro negro, cejas que parecían estar tatuadas con absoluta perfección, su
nariz todavía me recuerda el poema de Gilberto Owen cuando describe a
esa Rut dormida que exhalaba largos suspiros a través de su nariz euclidia-
na. Elizabeth nunca se pintaba los labios, por eso me sorprendía ese tono de
paleta de fresa que permanentemente lucían. Sonrisa de Blanca Nieves, piel
morena aliada del sol. Tal vez por esa belleza pensamos que era una presu-
mida. Al principio, no le hablaba a nadie, se sentaba en las escaleras donde
estaba dibujado el escudo de la escuela; miraba sin mirar.
Los niños galanes quisieron cortejarla; rotundo rechazo. Algunos
heridos en su amor propio empezaron a molestarla. Por supuesto, Regina
se unió al coro de apodos y murmuraciones. Otra vez brotó mi apostolado
por proteger a los demás. La defendí y me regaló una sonrisa, nada más. Se
cansaron de hostigarla. Ella seguía siendo un misterio para todo el grupo…
hasta que fuimos a una excursión a las Grutas de Cacahuamilpa.

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La profesora, preocupada por ser responsable de tanto monstruo casi
adolescente, nos controlaba con lista en mano y uno que otro coscorrón. Fue
así como le ordenó a Elizabeth sentarse junto a mí en el camión. Yo había
ganado la ventanilla; me encantaba mirar el paisaje. Pero, ella, con esa voz
suave y bajita, me regaló otra sonrisa para pedirme si la dejaba acomodarse
de ese lado. Sí, pero si platicas un rato conmigo, le advertí. De aquí a la caseta.
Hizo una mueca, pero aceptó. Casi la entrevisté, pregunta tras pregunta. Así
supe que vivía cerca de Plutarco Elías Calles, que su hermano iba en el terce-
ro b de nuestra escuela y que era uno de los niños de la escolta. Amaba a su
papá —un prestigiado ingeniero agrónomo— y odiaba estar en mi secunda-
ria, extrañaba la otra donde iba. Yo le juré que estaba en un buen espacio, que
éramos un gran grupo y empecé a describirle uno por uno a nuestros compa-
ñeros y compañeras. Le dio mucha risa que me supiera la lista de memoria y
que a cada uno le pusiera una virtud. Así, empezó a tenerme confianza.
Sin embargo, se resistía a unirse con nosotras, hasta que supo que nos
llamaban Las Melodys, que resultó ser también su película favorita. Le gusta-
ba traducir canciones, así que las demás comenzaron a considerarla una de las
nuestras cuando nos pasaba la letra en español de todas las baladas en inglés
que tanto nos gustaban. Algunas nos decepcionaron por su simpleza y otras
hasta las memorizamos. Fue así como algunas canciones de Donny tomaron
otra fuerza, como la de “Vete lejos chiquilla” o “Una razón para amarte”. Eliza-
beth me enseñó a tener el diccionario en mano, traducir palabra por palabra
y, después, redactar una composición comprensible con las frases bien unidas
sin que sonara raro o incoherente, que la letra solita delatara el alma de cada
canción. Me conmovió profundamente la que cantaba Karen Carpenter:
“Por todo lo que sabemos”.
Gracias a Elizabeth palpé mejor las canciones de Janis y empecé a verme
en ellas, segura de entregar un pedazo de mi corazón o de viajar en un blues
cósmico; actuar natural en la vida como aconsejaban los Beatles; preguntar-
me, junto con Diana Ross, si sabemos hacia dónde vamos, si nos gusta ser
quienes somos o si estamos listos para cambiar; comprender la ternura expre-

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sada por Leo Sayer, cuando confesaba ser feliz al bailar con la persona amada;
tener la certeza de que puedes amar a alguien, como juraban los Bee Gees;
hacer dueto con Mary y Donny para preguntarme si tal vez el hombre de mi
vida estaba cautivo en el amanecer de la montaña y yo en el atardecer de la
colina, la imposibilidad del amor.
Por eso, cada una de esas canciones de aquella década de los 70 me trans-
porta a esos días, con esas amistades, con mis cinco amigas recostadas en la
cama de la habitación de alguna de ellas mientras escuchábamos música e
inventábamos la vida, platicando sentadas al fondo de un autobús o guiñando
un ojo de complicidad de banca a banca del salón.
Esa música se me quedó más grabada cuando Elizabeth empezó a llevar
su tocadiscos portátil a la secundaria —claro, escondidito para que no nos
los quitara el prefecto—. En los descansos poníamos nuestros discos de 45
revoluciones, esos chiquitos que solamente tenían grabada una canción de
cada lado. Fue así como en la escuela los recreos se volvieron momentos de
fiesta al ritmo de Roberta Kelly con “Zodiaco”, Danna con “Cuento de hadas”
o Elton John y Kiki Dee con “No rompas mi corazón”.
Elizabeth también comenzó a llevar una cámara fotográfica, de esas que
tomaban imágenes instantáneas y que eran la sensación. Gracias a ella, estos
recuerdos son más nítidos, más palpables, desde la imagen del niño que nos
gustaba hasta el patio lleno de chamacos con su uniforme color militar y las
niñas con sus vestidos rosas, azules o guindas. Ahí está todavía la foto que nos
tomó a las cinco, el uniforme azul delataba que íbamos en segundo grado.
Regina poniéndole cuernos a alguna de nosotras y Tere tratando de impedir-
lo con un gesto de mamá regañona; Lupita, ojos de gato, y Martha con ese
detalle muy suyo de traer el suéter amarrado a la cintura. Yo, creyéndome
Janis Joplin con mis anteojos redondos. Y detrás de esa imagen, la mirada
honesta de Elizabeth.
Una vez llevó unos cigarros largos, largos, color oscuro con la boqui-
lla más clara. Nos metimos al baño, porque prometió enseñarnos a fumar
como francesas. Tere, por supuesto, empezó a ahogarse. A Martha, le salió

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a la primera. Regina protestaba porque a ella siempre le habíamos rechaza-
do sus Faritos. Lupita, aunque le lloraron los ojos, hasta sacó humo por la
nariz. Cuando llegó mi turno, escuchamos unas carcajadas, era la chava a la
que le decían “La Fletcher” —por esa película de Atrapados sin salida, donde
la enfermera era una perversa—; mordaz y vulgar, se burló. Con voz pausada,
Elizabeth le dijo que nos dejara en paz. Recuerdo perfectamente el gesto de
burla que hizo esa tipa unos años mayor porque estaba repitiendo tercero.
Aproximó tanto su rostro que hasta percibimos su mal aliento, y con tono
sarcástico amenazó:
—¿Tú vas a callarme o quién?
Mi amiga no contestó, le dio una seca y fuerte bofetada que resonó por
toda la secundaria. La fea chamaca quiso irse encima de Elizabeth. La enemiga
era una fiera herida y fue sujetada con verdadero esfuerzo por Tere y Lupita.
Admiré tanto que mi amiga no hiciera un solo gesto de temor… solamen-
te apretó fuerte los puños y se paró a enfrentarla con gran valentía. Enton-
ces, yo tuve que sujetarla. El baño se convirtió en un verdadero manicomio.
Gritos, empujones, amenazas, jalones. Por primera vez, todas las niñas de
mi salón fuimos llevadas a la dirección y nos dejaron castigadas, pero desde
ese día hasta la misma directora empezó a tratarnos con respeto, porque las
seis demostramos nuestra absoluta lealtad, nadie acusó a nadie, Las Melodys
éramos leales.
Hasta la fecha, a Elizabeth no le gusta que recordemos esa anécdota, eso
ya pasó, al olvido, alega. Sin embargo, cuando nos juntamos a charlar sale ese
momento que evocamos con total fascinación mientras ella empieza a decir:
Ya, ya, cambien de canal.
Nos dio un gran susto una tarde que andábamos en bicicleta por las calles
de Lupilane y un coche se metió en sentido contrario. Martha y yo lo esqui-
vamos, Regina saltó de la bicicleta, mientras Lupita frenó quedándose petrifi-
cada. El rechinido de llantas resonó como eco en mis oídos junto a ese golpe,
seco, fatal. Me di cuenta de que había cerrado los ojos, porque al abrirlos, vi

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casi debajo del coche la bici de mi amiga y se alcanzaba a ver su cuerpo. Yo
corrí a recogerla, las demás gritaban y Regina le pateaba el coche al tipo, que
resultó ser un chavo de nuestra edad que había agarrado el auto de su papá
sin permiso. Absurdamente me tranquilicé al ver que no había sangre en el
rostro de mi amiga, ni un moretón o una cortada, pero le tapé los ojos cuando
descubrí que una de sus piernas se había roto; que no viera ese hueso que se
había desacomodado. Por suerte, llegó una patrulla y llamaron a la ambulan-
cia. Entre empujones y mentadas de madre de Regina, nos dejaron subirnos
para acompañar a Elizabeth. Ella iba toda pálida y no soltaba mi mano.
Llegamos al Hospital General Xoco. ¡Dios! Al cruzar los pasillos con mi
amiga en camilla quise cerrar los ojos otra vez. En la sala de emergencia había
gente muy humilde que esperaba resignada y desesperanzada ser atendida.
Algunos detenían con su paliacate el sangrado en su cabeza o en la nariz.
Todos se veían mal, enfermos, desahuciados. Admiré como nunca a Regina,
porque no se quería despegar de nuestra amiga lastimada, preguntaba por
el responsable, que no la tocaran sin saber qué le querían hacer. Por suerte,
traíamos nuestra bolsa con las monedas de veinte centavos y marqué a casa
de Elizabeth; su número era de los que había memorizado muy bien.
—¡Que no la toquen! —gritó su mamá—. ¡Vamos para allá!
Los minutos corrían como tortuga reumática. Regina era una verdadera
cancerbera. Elizabeth ya no aguantaba el dolor y lloraba, pero sin hacer alguna
escena. Lloraba bajito y solamente apretaba mi mano. Martha consiguió que
por lo menos le dieran un calmante. El lugar se iluminó cuando vimos entrar
a doña Yolanda y a su esposo. Hablaron con los médicos y dejaron que le
pusieran el yeso luego de ver las radiografías.
Las siguientes semanas fueron diferentes en la escuela. Teníamos que
acompañarla al baño o esperar a la salida a que pasaran por ella. Eso sí, se
volvió famosa y todo mundo quería jugar con sus muletas. Aparentábamos
que una de ellas era guitarra y le cantábamos o bailábamos. Le dibujamos
mariposas y flores en su yeso, también corazones atravesados por flechas.

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A veces le desesperaba no poder moverse con la libertad de antes, por eso
yo me quedaba con ella en los descansos. Platicamos como nunca, dejó que
me asomara a su corazón y traté con mi cariño de hilvanar algunas heridas.
Hasta la fecha, hemos mantenido ese espacio de intimidad y de confianza, de
secretos y confesiones porque nos seguimos viendo.
Regresamos a esos viejos tiempos o admiramos las fotos que todavía
tiene guardadas. Ella siempre ha creído en el amor, ahora se lo entrega total-
mente a su hija y a sus mascotas. Desde que la conocí fue defensora de todo
animalito. Tenía un criadero de conejos en la azotea de su casa, cada uno tenía
nombre, los besaba y arrullaba con verdadero cariño. Todavía sus perros me
corretean cuando la visito, y ella los regaña como si fueran sus bebés.
He sentido en sus brazos un refugio seguro cuando estoy triste. En el
momento más difícil de nuestra vida, que nos asustamos tanto, justo en ese
instante ella nos abrazó y dijo:
—Somos Las Melodys. Nada puede quebrarnos.

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Soy una mujer

El día que estrené mi uniforme color guinda fue un momento memorable:


¡Ya era una chava de tercero! Nadie arriba de nosotras en la secundaria. Pero
no quería dominar, deseaba acercarme para aconsejar a las de segundo, en
azul, o las de primero, en rosa. Me gustaba sentir esa jerarquía para ayudar. Por
supuesto, lo hicimos. Las Melodys eran bien queridas, salvo dos o tres niñas
de primero a quienes se les notaba lo mal que les caíamos. A veces buscaban
meternos en chismes, pero nosotras las enfrentábamos en el mismo patio y
no les quedaba más que retirarse, huir de nosotras guardando sus rencores.
Fue así como, al ser chicas de tercero, tratamos de que nadie molestara a
nadie. No fue sencillo, pero lo intentamos. Además, justo en ese grado escolar
todas cumpliríamos quince años, y eso también me ayudaba a creer que todo
era posible, que esa edad marcaría una etapa diferente en nuestras vidas, no
por una fiesta, sino porque nuestro cuerpo lo dictaba con sus cambios.
Lucir aquel uniforme guinda fue una experiencia transformadora, pero
hubo otra sensación que ese mismo año logró estremecerme completita: el
día en que me probé el vestido para la celebración de mis quince años.
Una noche, mi papá y mamá empezaron a calcular tiempos y estaban muy
agradecidos con la vida porque mi cumpleaños iba a caer en viernes —así la
fiesta sería el mero día, no lo celebrarían después, como pasó con mi herma-
na mayor—. Les urgía reservar la iglesia y descartaron hacer el festejo en un
salón porque rebasaba su presupuesto; además, nuestro patio ya había garan-
tizado ser una excelente pista de vals durante el festejo de mi hermana María.

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Yo participé en los preparativos con ilusión, y todo mundo me repetía:
“Solamente se cumplen quince años una vez en la vida”, “qué bonito celebrar-
los”. Recordaba con cariño la forma en que se habían celebrado los de María,
su vestido, su vals y hasta los regalos que recibió. Pero cuando vi la lista de
invitados, ¡vaya que me indigné! ¿Quién era el tío Onofre? ¿Quién era la
señora Camacho? ¿Dónde estaban los nombres de mis amigas? ¿Por qué de
cincuenta personas solamente conocía a veinte? Si era mi fiesta, debían ser
mis invitados, gente que yo conociera, ¿no?
Papá, como buen machín, dijo que hiciera lo que deseara. Mamá se
resistió, y como siempre discutimos, primero a gritos, luego ya con más
argumentos. Ella me alegó que no valoraba sus sacrificios. ¡Ay, qué ganas
de decirle que se quedara con su pinche fiesta! Así pensaba yo sintiéndo-
me incomprendida, pero aprendí que con ella era mejor negociar. Enton-
ces, mentí. Se me ocurrió en ese momento. Aseguré que la mamá de Regina
había prometido hacerme el vestido sin cobrar un solo centavo.
—¿De verdad? —brillaron los ojos de mi madre. También juré que Tere
convenció a la suya de ayudarnos con las invitaciones, pues su tío era dueño
de una imprenta. Además, los dos primos que iban a ser mis chambelanes
—la única verdad— repetirían el mismo vals que habían bailado el año
anterior con otra chica. No necesitaría profesor de baile.
—¿Ves? —intenté hacer gesto de niña buena—. Ayudaré a ahorrar.
Mi mamá se quedó pensativa. Su mirada trataba de radiografiar el alma
de esta hija que ella no entendía y que estaba cambiando sin que lo pudiera
detener. De mala gana extendió su lista. Pensamos invitar a cien personas.
“Que treinta sean quienes decidas”, ordenó. Disimulé mi sonrisa triunfante,
agaché la cabeza, bajito y humildemente le dije gracias.
Escribí mi propia lista con los nombres de mis compañeros y compañe-
ras del salón a quienes iba a invitar. Por supuesto, tuve que comprometer a
mis amigas que, por suerte, supieron resolver mis falsas promesas. Fuimos a
Santo Domingo y, de tanto rogar, conseguimos un descuento al imprimir las

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más sencillas pero lindas invitaciones. Al explorar el taller de costura de la
mamá de Regina, encontramos un rollo olvidado de tela de manta y conven-
cimos a la señora de hacerme con ella un vestido. Aceptó.
Lo más bonito de esos días fue que iba diario a casa de Regina con el
pretexto de que su mamá debía tomarme las medidas y hacerme pruebas del
vestido. En lo que esa gran modista atendía a sus otras clientes, me gusta-
ba encerrarnos en la recámara de mi amiga para escuchar música que —ella
siempre explicaba— era para educar el oído. Descubrí las voces de Joan Báez
y Hellen Reddy, sobre todo comprendí la profundidad de sus composiciones.
Regina se burlaba cuando yo subía a un taburete y su madre rodeaba mi
cuerpo con la cinta de medir. Cuando terminó el vestido, me lo probé y no
logré reconocerme a mí misma en el espejo. Regina, que sabía silbar muy
bien, soltó el clásico chiflido para celebrar la belleza femenina. Era yo, pero
no me sentía yo.
Por primera vez traía brasier —me lo había regalado Martha—, y mis
senos tomaban la forma de duraznos orgullosos de sí mismos. El diseño del
vestido marcaba mi cintura, curvas que nunca había visto y que delataban la
formación del cuerpo de una mujer. Me dio un poco de tristeza; a lo mejor
ya no me iban a dejar jugar futbol. Quizá mi primo Jaime ya no vería a la niña
bajo la portería que lo amenazaba con el puño en alto antes de tirarme un
penalti, y ahora vería eso, el cuerpo de una mujer. Hubiese querido que ese
niño sentado a unos cuantos lugares de mi banca, cuyos ojos claroscuro de
luna se habían quedado grabados en mi corazón, pudiera verme. ¿Le gustaría?
Doña Berta le dijo a Regina:
—Deja que se contemple sola. Así disfrutará de la prenda o le verá
detallitos.
Apenas salieron de la habitación, me aproximé al espejo. Descubrí un
brillo coqueto en mis ojos, me enseñé la lengua, la misma que no había
enredado todavía en otra. Deseaba que mis labios sin carmín tuvieran el
tono de mi corazón para que recibieran ya ese beso anhelado.

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Lentamente empecé a subirme el largo vestido. Al mirar mi pequeño
pie evoqué la leyenda de Aquiles. ¡Ay! ¿Cuál sería mi única debilidad? ¿Qué
flecha envenenada daría justo en mi talón? ¿Sobreviviría al reconocer la
parte más frágil de mí misma?
Seguí subiendo el vestido. Ahí estaban mis tobillos, por suerte, sin engri-
llar. Los sentí libres como las canciones de Janis Joplin. Esas rodillas redon-
ditas, círculos de canela esparcidas en un café capuchino; el grosor de mis
muslos que, por primera vez, logró sorprenderme. Parecían tener una textu-
ra de chocolate espumoso, coquetos al mostrarlos, castos si los acariciaba.
Y más arriba, mi pantaleta infantil transparentaba una nube de algodón,
esa parte de mi cuerpo que flotaba ilusionada. Musité su verdadero nombre,
ese nombre que la profesora de Civismo había pronunciado en nuestra
charla como si fuera un canto divino: pubis. Nuestra otra alma, dijo aquella
vez, provocadora en el cuarto de un hotel, seductora en una cama compar-
tida. Al espiar mi nube escondida detrás de ese estampado de algodón con
fresas dibujadas, nada delataba que aún era totalmente virginal; pero algo me
revelaba que estaba deseosa de desatar tormentas, de arrancarse esa hoja de
parra que, según la Biblia traía Eva, y que al quitarla encontraría otro paraíso
para explorar todas las sensaciones. Repetí en voz alta, como anunciándolo
a todos los cielos:
—¡Voy a cumplir quince años!
El día de la fiesta, mi mamá se enojó porque no dejé que la tía Nidia
me maquillara. “Ni un trazo en falso, ni una marca de guerra todavía en mi
rostro”, reclamé. Mis ojos sin rayas negras, mis labios al natural. ¡Deten-
gan pinceles y labiales! Mamá no dejaba de radiografiarme con esa mirada
maternalmente torturadora. Necia como siempre, también ella forzó que
la foto la tomara el que era considerado el mejor estudio fotográfico para
quinceañeras, aunque quedaba al otro lado de la ciudad.
Al salir, el panorama nos recordó que era viernes y quincena, un tráfi-
co de locura. Mamá maldecía, papá prudente y optimista cortaba camino

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e improvisaba atajos. La misa estaba programada a las siete en puntito, bajé
del coche a las siete con diez minutos. Entré corriendo a la iglesia, el ramo
de flores naturales se sacudía a mi paso, volaban las hojitas de las orquídeas
mariposa; dejé un camino de pétalos de rosas blancas. Amé mis huaraches
de piel —pretexto para otra bronca más con mi madre que quería verme con
zapatillas de cristal—. El sencillo calzado permitió que pudiera correr ligera
y llegar hasta el altar, agitada y despeinada, como la novia de Bodas de sangre,
aunque yo solamente era una niña que estaba cumpliendo quince años. En
eso, de reojo, alcancé a verlo a él. “¡Sí vino a mi fiesta!”.
Se veía tan guapo, tan diferente a cuando usaba el uniforme de la secun-
daria. La camisa azul destacaba su sonrisa, y el suéter gris hacía juego con
sus ojos de luna. Al verlo, mi corazón cambió su latir, no importó que la
misa durara diez minutos; mejor, los sermones aburren. A la salida, abrazos,
besos, felicitaciones y muchas fotos. Casi fue todo mi grupo. Bromeaban, no
dejaban de abrazarme, de repetir muchos halagos. Regina fue de vestido y
medias, reclamaba que se disfrazó nada más por mí. Las demás lucían igual
de hermosas, quedaron de representar los colores emblemáticos de nuestro
paso por la secundaria. Lupita con vestido rosa. Martha y Elizabeth, prince-
sas azules. La piel de Tere se veía más blanca con ese estampado guinda.
Posábamos divertidas ante la cámara. Entonces, él se acercó, me abrazó…
¡Ay, olía delicioso! La piel se me enchinó cuando murmuró a mi oído:
—Si tocan una de Eagles, ya tienes comprometido ese baile conmigo.
Así, cuando el grupo musical, amigos de mi hermana mayor, tocó los
primeros compases de “Hotel California”, creí perderme en sus brazos y en
su mirada. “Que todo se detenga, que solamente se escuche su respiración
acariciando mi frente, su mano en mi cintura. Es el elegido”. Repetía muy
dentro de mí.
Al otro día cortamos el pastel en mi casa y se hizo un relajo que fue
memorable durante mucho tiempo. Luego de apagar las quince velitas,
papá me embarró de pastel. Regina se burló y mi padre también la llenó

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de merengue. ¡Guerritas! Tere esquivó la espuma azucarada, pero le cayó a
Martha, que no tardó en responder sin parar de reír. Elizabeth se unió a los
reclamos de mi madre; amenazaban con irse, una, si ensuciaban la alfombra,
la otra por su vestido nuevo. Y sí, se fueron. Lupita se unió y aprovechó para
ensuciarle los caireles a una vecina sangrona que, la verdad, nada más había
ido a criticar. Gritos de diversión y risas sonoras por toda la estancia. Oh,
él se acercó y con su dedo índice quitó un poco de pastel de mi rostro, lo
saboreó como el postre más delicioso que hubiera probado. Me sonrojé. “Sí,
será mi novio”, pensé sin dudarlo.
Poco después fue la fiesta de Elizabeth, la única de nosotras que festejó
en un gran y elegante salón. Exclusivamente nos invitó a las cinco, a nadie
más de la escuela. No quiso tener chambelanes, decidió bailar sola en la pista
al ritmo de Donna Summer. El hielo seco que cubría la pista la convirtió en
un ángel que flotaba entre nubes. Ni una gota de maquillaje, su cabello al
natural. Fue simbólico que haya decido bailar sin compañía, sin caravanas o
ridículas piruetas en el aire. Se acercó a nosotras, tomó mi mano. Avergonza-
da, dudé en acompañarla a la pista. Pero su sonrisa logró animarme y yo jalé
también a Regina, que tomó la mano de Martha, que a su vez hizo lo mismo
con Tere y Lupita. Las seis girábamos como bailarinas clásicas, tomábamos
en serio el momento de acompañar a nuestra amiga en su danza. Se escucha-
ban los primeros acordes de nuestra canción: “Melody”. Nos abrazamos
felices mientras la gente aplaudía. Una y otra vez juramos querernos, querer-
nos por siempre.
Lupita fue absolutamente tradicional, desde su vestido tono pastel y
gran crinolina, hasta su peinado de princesa. Por supuesto, iba maquilla-
da impecablemente. Quince chambelanes vestidos de cadetes del colegio
militar le dieron la entrada gloriosa a la pista de baile, levantando a su paso
los sables. Nos hizo llorar el discurso de su papá:
—Hija, te quiero. Que estos quince años borden quince deseos en tu
bello corazón y que seas feliz, muy feliz.

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Nos dio gusto que sirvieran pozole, el platillo preferido de nuestra
amiga. Además del vals, ella decidió bailar una tonada moderna que cantaba
el dueto Bacará: “Sí señor, puedo bailar.” Algunos invitados se escandaliza-
ron porque la danza fue muy seductora. Lupita se veía bien sepsy y también
nos invitó a unirnos con ella en su danza. Poco a poco fuimos jalando a cada
invitado a la pista, hasta que nadie se quedó en su mesa. Parecía una fiesta
más de cumpleaños. Lupita había cambiado su vestido glamoroso por un
pantalón de mezclilla y una blusa con la imagen de Janis que yo le había
regalado.
—¡Ay!, ¡qué bonito ya no ser el centro de las miradas! —dijo revuelta
entre nosotras y entre cada invitado, sin perder el ritmo, sin dejar de sonreír.
Martha prefirió que su mamá nos pagara el costo de un campamento a
Valle de Bravo, organizado por el profesor de Educación Física para despe-
dirnos de la secundaria. El viaje prometía tres días fuera de casa entre paisajes
verdes y una laguna que nos hizo soñar con el mar. Fue hermosa esa primera
noche que pasamos juntas, todas recostadas en la misma cama, imaginando
la vida, recordando aquella charla con la maestra de Civismo, palpando los
cambios de nuestros cuerpos, lo que nos esperaba, lo que deseábamos.
De regreso, le pregunté a Martha qué deseaba de regalo, y con esa sonri-
sa pícara, dijo:
—Quiero una muñeca, la última que tendré de niña, la primera con la
que ya no jugaré porque, según, me he convertido en toda una mujer.
Tere, solidaria con su mamá, tampoco quiso fiesta alguna. ¿Cómo gastar
en algo así, solitas las dos, siempre preocupadas por llevar el día sin angustias?
Sin embargo, la señora le organizó una comida sorpresa. Fuimos excelentes
cómplices; cada una llevó un platillo. Cuando ellas regresaron de su templo,
el asombro fue muy tierno porque salimos detrás de los muebles gritando:
—¡Felices quince años, Tere!
Y justo en ese momento la consola accionó para dejar caer el disco
donde los Osmond entonaban Let me in, su preferida.

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Regina repetía que esas cosas eran puro show, no estaba ilusionada ni
planeaba nada de eso. El día de su cumpleaños número quince no fue a
clases. Necia como yo sola, no me gustó su actitud. Persuadí a las demás
para ir a su casa, darle la sorpresa. Al abrir la puerta, su padrastro la negó,
pero al vernos con el pastel, seguramente le dimos un poco de lástima. Ella
tardó un rato, pero apareció. Estaba en pijama, despeinada y lagañosa. Se
había propuesto dormir todo ese día. Las cinco nos pusimos a cantarle “Las
mañanitas”. Don papi agarró su guitarra y empezó a tocar un vals. La tomé
entre mis brazos y bailé con ella por toda su casa.
—Eres una pinche —me dijo llorando por segunda vez ante mí.

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Viejo patio escolar

Me gustaba llegar a tiempo a la secundaria y esperar a las demás a la hora


de la entrada para juntas pisar nuestro patio. Era en ese espacio donde se
vivía tal como de verdad eras, no tenías que estar callado o quieto, fingiendo
atención en clase cuando lo que hacías en realidad era contar los minutos
que faltaban para la hora del descanso.
Sí, en el patio veías quién era quién. No había máscaras, ni voces fingi-
das diciendo “sí, profe”. Más bien escuchabas nuestras expresiones tal cual.
Entonces, los que admiraban a Chespirito decían “chanfle” o “se me chispo-
teó”, por estar a la moda. Estaban quienes se creían mucho y se expresaban
en inglés, con su ego llegando al cielo, al decir “okey, beiby” o “my God!”.
Otros vociferaban una que otra grosería, desde “menso” hasta “chinga a tu
madre”. Se hablaba de futbol o de algún programa de tele, de los cantantes
de moda, de quién te gustaba de la escuela. Algunos jugaban volados o inter-
cambiaban estampas.
El patio era como un espectáculo. Estaban los que fingían pelear en
cámara lenta para presumir que sabían dar un buen trancazo, y los que se
daban puñetazos de verdad. Me acuerdo de lo horrible que fue para mí ver
agarrarse a golpes a unas niñas, hasta que una de ellas sangró de la nariz
y de la boca. Sufrí cuando Soria se empujaba retador con un niño presu-
mido que nos molestaba y le iba a reclamar. Hasta los profesores en el
patio parecían gente de verdad, bromeaban o platicaban de otra cosa, no
solamente de su clase.

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Yo imaginaba que al norte del patio se iban las sangronas y las engreídas,
por eso trataba de no pararme por ahí; que en el sur se escondían quienes
eran tímidos e introvertidos; al este, solamente los niños que me gustaban;
al oeste, las groserías y peleas. Y, al centro, nosotras, a veces recargadas en la
pared viendo pasar la nada, otras veces bailando cerca del tubo de la cancha
de voleibol, aunque gozábamos más al sentarnos en el piso para hablar de
nuestras cosas.
Algunas veces, sentía que el patio era como una advertencia. Quizás un
recordatorio. Sí, creía que pese a todo imitábamos el mundo de los adultos,
que nos preparábamos para entrar en él, porque en ese patio también
había divisiones y diferencias. Quién se identificaba con quién, quién era
diferente, si alguien no encajaba o si alguien no deseaba encajar. Yo trata-
ba de romper con eso, entraba y no entraba en los grupitos de los demás.
A veces sentía que no era mi lugar estar con algunas chavas, pero presen-
tía que podía haber un punto de unión, un encuentro efímero que podía
marcarme, transformarme.
Discreta, observaba al grupo de las aplicadas. Tovar, siempre leyen-
do un libro, siempre revisando sus tareas, todos sabíamos que su diez era
muy merecido. González que, a la hora de un examen, hacía una verdadera
fortaleza alrededor de ella para que no le copiara nadie… pero nadie. Sin
embargo, recuerdo que las mejores fiestas que hicimos fueron en su casa de
la colonia Portales. Gaby Morelos: el equilibrio perfecto de belleza e inteli-
gencia. Mena: formal y seria, pero cuando platicabas con ella descubrías su
excelente humor. Mora era una de las niñas más chaparritas del grupo, pero
su talento era enorme. Pérez: siempre con un volumen de voz tan bajito que
tenías que pedirle te repitiera su comentario.
Una pareja maravillosa se formó por culpa de su apellido: las famosas
Ojeda. Fabiola, de belleza tranquila como su alma; Adriana, de carácter
fuerte. Me encantaba platicar con ella, además de que le iba al América.
Siempre demostró ser una niña muy inteligente y segura. Junto a ella, su

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prima Marcela, que iba en el b, pero siempre se la pasaba con nuestro grupo;
por eso la considerábamos una de las nuestras.
Luna fue una niña que usaba los vestidos muy cortos, siempre se le
veían los calzoncitos, se pintaba algo exagerada y tomaba clases con la pierna
cruzada. Tenía un envidiable séquito compuesto por la Chapis Santamaría,
Gómez y Juárez.
Otras chavas andaban muy solitarias, algunas me causaban curiosi-
dad porque faltaban mucho o porque así de solitas brillaban a su manera.
Garmendia nos provocaba divertida, y se hizo famosa por tener un parche
en forma de manzana al ras de la parte trasera de su uniforme. Alvarado, la
primera de la lista, coleccionaba muñequitas de recortar. Medina era una
niña muy delgadita que a veces aceptaba compartir su torta. En tanto, Barre-
ra, de cachetes maravillosos, jamás permitía que le quitáramos un pedazo
de las tres tortas que devoraba con verdadera delicia. Baptista iba un día
sí y cuatro no. López era en verdad una señorita que cuidaba muchos sus
modales y expresiones. Rocío Rodríguez: generosa y optimista. Carbajal a
veces se acercaba a nosotras para compartir un cigarro con Regina, y yo la
miraba de reojo, sorprendida por la blancura de su piel.
¿Y del lado machín del grupo? A Juan Carlos Huerta lo bautizamos
como nuestro compadre, nos cuidaba y protegía. Muñoz, Fabila, Calderón,
Cuadros y Hurtado representaron muchas veces un verdadero enigma, pero
cuando te acercabas a charlar mostraban su buen corazón. Una vez, en la
clase de español, la maestra nos forzó a pasar al frente y relatar ante el grupo
cómo éramos. Hurtado nos partió el corazón en pedacitos, con lágrimas en
los ojos lamentaba que pocos le habláramos, se sentía solo, pero sobre todo
marginado. Fue una dura lección para mí, comprendí que cada uno de mis
compañeros tenía una historia que no debía ignorar. Ese día le invitamos un
refresco y nunca dejé de saludarlo cada mañana.
De Cuauhtémoc admiraba que iba impecablemente pulcro y te conquis-
taba con su sonrisa, como la del gato de Alicia en el país de las maravillas.

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Regina lo sonrojaba porque, en broma, le pedía que fuera su novio. Un
compañero que sobrevivió a su apodo fue “Scribe”, mejor dicho, González
Mendiola, a quien seguí tratando hasta la universidad.
Hernández Ocampo era un chico alto y muy delgado. Sus cabellos
parecían rayos de sol despeinado; caminaba como si bailara al ritmo de la
música de Barry White. Sus ojos vivarachos siempre parecían invitarte a
escapar con ellos. Le gustaba besarme la mano todas las mañanas y cantarme
una vieja canción de César Costa a la que le agregaba mi nombre: “Cuando
veo a Sarita yo me siento mal, me brillan los ojos y empiezo a sudar, y cuando
me acerco y la hago sonreír, comienzo a ver que no puedo ser más que un
tigre…”. Soltaba un zarpazo aparentando que era un hombre sexy y peina-
ba coqueto su copete. Fue siempre muy cariñoso conmigo. Su amigo Alcalá
fingía tomarle la temperatura y aseguraba que esa calentura era culpa mía.
También me gustaba mucho Acevedo, que tenía una mirada con deste-
llos generosos y juguetones, siempre delatora de los gratos momentos que
compartíamos entre clase y clase. Me gustaba que su suéter fuera de un
tono azul diferente al de los demás. Nunca era aburrido estar con él, porque
poseía un humor creativo e inteligente. Por su culpa empecé a ver El club del
hogar, con Madaleno y Danielito Pérez Arcaraz, porque juraba que de ahí
sacaba sus chistes. Me gustaba el bigote estilo Frida que empezaba a dibujar-
se arriba de su boca. Imaginaba que si lo besaba me haría cosquillas. El
primer día de escuela le tocó la suerte de sentarse junto a mí, y poco a poco
nos volvimos inseparables. Yo disfrutaba en verdad tenerlo cerca. Desde ese
instante hubo algo lindo entre nosotros. Lo adoraba. Tarareaba las cancio-
nes de muchos grupos, sobre todo de Eagles y Chicago. Le gustaba fingir
que tocaba el piano en la paleta de la banca y cantar solamente para mí.
Mis amigas me codeaban cuando veían pasar a Felipe corre y corre.
Moreno y atlético, sus ojos, a veces parecían hojas de otoño, otras, miel
derramada o girasoles vibrantes. Era divertido verlo con la regla L del taller
de corte y confección. Por haberse ido de pinta el día en que nos distribuye-

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ron en los talleres, lo mandaron de castigo a esa materia. Pero él ni sufría ni
se preocupaba. Sus labios delgaditos atrapaban un lápiz mientras calculaba
las líneas que iba a trazar en el papel micro para elaborar sus figurines. A
veces, era yo quien terminaba sus bordados de punto de cruz; pero que no
volteara a mirarme porque me perdía en sus ojos.
Ahí estaba Soria, el caballero ideal salido de las leyendas de Gustavo
Adolfo Bécquer.
Un día, en el salón, lloré por una tontería y en cuanto me vio se preocupó:
—¿Qué te hicieron, bonita? ¿Quién fue para ir a golpearlo? —repetía
con verdadera consternación.
Yo aseguraba que era a quien mejor le quedaba ese corte de casque-
te corto. En los descansos, se recargaba cerca del escudo de la escuela y los
rayos solares le daban un tono atractivo a su piel morena. Me gustaban sus
manos pequeñas, como si estuvieran hechas para atrapar luciérnagas y regalar
mariposas. A veces, sus ojos eran el reflejo de eternos eclipses de luna. Le
encantaba silbar bajito mientras respondía sus exámenes, y sus labios parecían
agua de pozo fresco. Tenía un humor ligero, siempre de risa fácil, por eso sus
carcajadas destacaban entre las de Ruiz Durán, Alvarado, Serrano y Maldona-
do, quienes entre clase y clase mostraban su excelente humor.
Me fascinaba ver llegar a Lazcano a la hora de la entrada. Se bajaba muy
orgulloso del bochito de su hermano, un coche que nos presumía porque
tenía asientos gi-ra-to-rios. Era el líder del clan de los galanes del grupo. Ahí
estaba Dergal, radiante al representar la belleza masculina en todo su esplen-
dor; Cantú, bromista de humor delicioso; Ruiz Pérez, tamborileando sus
lápices en cualquier rincón del salón; Andrade parecía ya un chavo de prepa;
Gálvez y su aire intelectual que siempre admiré. Aunque Fragoso y Cruz no
se juntaban con ellos, yo también los consideraba del grupo de los guapos,
porque tenían ojos claros, eran unos verdaderos irreverentes, pero igual de
talentosos. Ese perfil de galanes les daba ciertos privilegios como al grupito
de las insoportablemente bellas. Por supuesto, todos suspiraban por ellas.

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Huicochea parecía caminar envuelta en nubes; Maru Portillo, un sol de abril
que repartía rayos de dulzura; Araiza era muy mal hablada, pero su rostro era
el de un querubín del cielo más tierno; Carillo tenía ojos de miel soñado-
res; Romero, una sirena de verdad, campeona de natación. Aunque la más
hermosa de todas ellas era Leticia Huerta, parecía que el mismo Bécquer,
luego de admirarla, respondiera con seguridad que ella representaba a la
poesía. Su sonrisa era una rima perfecta, su rostro hacía recitar amorosos a
todos los ángeles; tan bella, que yo me le acercaba poco. No era una chava
déspota, al contrario, pero te empequeñecías ante su belleza.
Hasta que una vez, la primera que fuimos a nuestra clase de natación,
esa chica tan linda me dio una dulce lección. Al terminar nuestro chapo-
teadero, todas nos metimos a bañar. Regina, sin ningún recato, se paseaba
encuerada por el baño buscando su esponja. Otras niñas se bañaban juntas,
unas más bromeaban aventándose su ropa interior. Yo, cubierta pudorosa-
mente con mi toalla, las veía arrinconada detrás de unos casilleros. Lety se
acercó, estaba recién bañadita, un paño enredado en su cabeza y una bata
blanca. Fue tan raro que la niña más bonita de la escuela se fijará en mí.
Entonces, no solamente yo observaba en el patio, también podía ser obser-
vada. Lety me dijo:
—Todas somos hermosas, no te escondas. —Me tomó de la mano y
caminamos rumbo a un gran espejo. Abrió su bata y jaló la toalla con la que
me tapaba. Señaló nuestra imagen reflejada, y al mismo tiempo afirmó—:
Mira qué bonitas somos. Mis pechos parecen margaritas y los tuyos giraso-
les. Mi ombligo: un sol, el tuyo: una luna llena. Arribita de los muslos, justo
al centro, apenas nos brota un algodón de azúcar. Qué piernas tan hermosas
tienes. ¿Lo sabías? Cinco dedos en cada pie.
Me dio un beso en la mejilla y se fue. Me quedé sola, mirándome a mí
misma frente al espejo. Yo y mi cuerpo, éste es mi cuerpo, el mismo que sé
que está cambiando y al que yo metería en un gran problema.

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El cielo o el infierno

Cuando acababa de cumplir trece años y ya era una niña de la secundaria


vestida de rosa, un domingo pasó algo horrible. Angustiada pensaba a cuál
de mis amigas llamar; la que no perdiera el control, ni llorara ni gritara.
Sí, entonces le marqué a Lucy-Lupita. “Que conteste, que conteste”, casi
rezaba. Su voz al otro lado del auricular me dio paz.
—Ayúdame… —musité suplicante—. Ven a mi casa, estoy… creo
que estoy… me sale sangre de aquí abajo. Creo que estoy desangrándome.
—¿Que qué…? ¡Voy para allá! —dijo sin dudar.
Mi papá veía su partido de futbol, mamá preparaba la comida, mi
hermana mayor acomodaba su ropa, y la menor jugaba con sus muñecas.
Yo ya no sabía qué hacer con las pantaletas que se manchaban de sangre.
Me cambié dos, tres veces. Luego, las tiré a la basura envueltas en papel
periódico, pero la prenda recién puesta se volvía a manchar. No sé por qué,
pero cuando alguna se enfermaba, mi mamá se enojaba mucho, lloraba y
gritaba, nos regañaba por no cuidarnos. Ve esta sangre, y si no muero, me
mata. Y yo tengo la culpa. Todo por jugar futbol, por subirme a ese árbol,
por retar a mi primo Quique y dar tres vueltas de más en los volantines…
Lucy-Lupita pidió calma, porque tal vez solamente me había cortado
con la etiqueta del calzón.
—¿Si te pones mertiolate?
La obedecí, y en unos segundos estaba revolcándome del ardor.

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—Ni propongas que me ponga alcohol —le reclamé apretando las
piernas—. ¡Ay, moriré y sin haber amado! —Lo decía en broma, pero con
temor de que fuera cierto.
Entonces ella decidió llamar a Regina que, desde el teléfono, se carca-
jeó como loca.
—Si serán pendejas… debes haber empezado a menstruar —apenas
balbuceó ante tanta risa. De inmediato, fuimos por el diccionario.
“Menstruar. Intr. Tener la menstruación”.
—Uta, qué bien.
—Espera, espera: “Menstruación. F. Pérdida hemorrágica…”.
—Diablos, eso ya lo estoy viendo.
—Ay, ¡qué desesperada! Déjame leer con calma, que tiene palabras
bien complicadas de pronunciar… “Pérdida hemorrágica genial… ¡Ah, no!
…ge-ni-tal de carácter fisi…fisiológico…”.
—Dios, ¿y eso en qué idioma viene?
—“…que sufre la mujer…”
—¿Sufrimiento? Vaya telenovela.
—“…aprox cada mes…”
—¡No juegues! Qué fatal.
—“…que suele durar de tres a siete días”.
—¿En serio? ¿Mi mamá menstrúa? ¿María menstrúa? ¿Mi hermanita
menstruará? Jamás, jamás he visto en casa alguna prenda ensangrentada.
—“Es un fenómeno que pone de manifiesto la fase final del ciclo oval…
¡Ah, no! ova… ovo… ¡ovárico! Las m. se inician en la pubertad, temporal-
mente cesan durante la gestación y, de modo definitivo en la menopausia”.
“¡Virgen santa! ¡Que me dé la menopausia!”, imploré al cielo.
En eso, Regina y Martha llegaron. Pidieron permiso a mi mamá para ir
a casa de Tere. En el camino se siguieron burlando de nosotras.
—¡Qué mensas, de verdad! No saben nada de nada.
Claro, doña Juanita platicó de eso con Martha desde que la vio con
el primer novio; Regina, al revisar textos del librero de su padrastro. La

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mamá de Tere, como buena enfermera, accedió a explicarnos con verda-
dero amor.
Me atreví a reclamarle a mi mamá. Por primera vez no supo qué decir-
me. Dudó. Se sonrojó. Sentí ternura, nunca la había visto tan avergonzada,
sin palabras, tan frágil ante mí. Por primera vez me di cuenta de que era
humana, que podía tener miedo, sentirse insegura. Y yo que esperaba su
regaño, apenas si escuchaba su voz.
—No tengas miedo, esto nos pasa a todas. Te acostumbrarás… Mi
madre tampoco supo hablar de esto conmigo.
Lo dijo tan bajito que fue conmovedor escucharla decir esas frases.
Acarició mi mejilla y le dijo a mi hermana mayor que revisara conmigo un
folletito con anuncios de toallas sanitarias que tenía escondido debajo del
colchón de su cama. María, con cierta vergüenza, sonrojada y con voz muy
suave leyó muy concentrada. Al terminar, me advirtió:
—Ya eres mujer.
Ahora sí, como decía Regina, chale, pues siempre lo he sabido, pero no
le dije nada. Tampoco me atreví a pedirle que me explicara otra adverten-
cia: “Cuídate de los hombres”.
Traté de hacerlo, que no me pegaran ni tampoco me aventaran, confiar
en los que eran amables conmigo. Fue hasta que tuvimos aquella charla con
la profesora de Civismo que pensé en otra cosa. Quizás no dijo las cosas
como tiempo después las he evocado y arreglado a mi manera, desde mi
ignorancia y desde mi ilusión, pero su plática me dio la certeza de que yo
podía elegir a un hombre para amarlo, no solamente para cuidarme de él.
Ese día, al escuchar la voz de la profesora, yo cerraba los ojos para
sentir las miradas trasparentes e intensas que ella describía confundiéndo-
se con las sábanas de la habitación de un hotel. Quise creer en la compli-
cidad de dos cuerpos que deseaban conocerse para compartir otra forma
de sentir, recorrerse para adivinar la tersura de la piel, sentirse como esos
atardeceres en la playa, emocionarse como si Dios te diera la bendición
con sus propias manos.

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Lo dulce que puede ser la piel del otro, sentir de verdad que tu mano
agradece cada recorrido.
La maestra repitió mucho la importancia de atreverse; esa palabra se
me quedó grabada: atreverse. Confiar que el silencio compartido podía
nombrar nuestro cuerpo, que nadie podía ser santa en una cama ni mala
por sentir los cosquilleos más explosivos en el alma. Casi siempre, juro
que así lo escuché de la profesora, se iba a un hotel con alguien para
descubrirse uno al otro de la manera más natural, para delatarse en algún
gemido, para encontrar la verdad de un desencuentro, la esperanza de un
buen amor.
Entonces, llegó el primer beso en mi boca. La reacción inmediata fue
intentar rechazarlo, pero, al mismo tiempo me gustó sentir el placer de un
cosquilleo que solamente había sentido cuando tomaba velocidad con mi
bicicleta o si veía escenas de amor en el cine. Por eso, empecé a escaparme
algunas tardes con ese chico que se me declaró después de que cumplí 15
años. Por supuesto, se lo oculté muy bien a mi madre; no quería que fuera
a regañarme como a mi hermana mayor, ni tampoco que me eligiera al
novio ideal, como lo hizo con ella.
Entonces mentía, juraba que iba a estar con cualquiera de mis amigas
y todas ellas solidariamente aceptaban solaparme.
Así me iba algún rato a casa de él, sobre todo porque nunca estaba
su papá ni su mamá, pues trabajaban. Primero, sólo platicábamos en la
sala, pero al sabernos solos, nuestros besos poco a poco fueron subien-
do de intensidad. Estábamos en un lugar tranquilo, sin testigos. Después,
sin planearlo ni provocarlo, simplemente para escuchar música y bailar
más pegaditos, empezamos a meternos a su cuarto donde él tenía un
viejo tocadiscos que le regalaron sus primos. Me encantaba cuando, muy
abrazados, murmuraba a mi oído pedacitos en español de esa canción de
“Hotel California”: algún baile para recordar, algún baile para olvidar.

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Fue así como una tarde, nuestros cuerpos se enredaron al recostarnos
suavemente en su cama. Nuestros besos se hicieron más intensos. Mis
girasoles florecieron en sus manos y mi algodón de azúcar se derritió para
convertirse en miles de nubes que recibieron relámpagos y rayos de sol;
esa mirada transparente que lentamente penetraba en mis ojos. Dios, él no
dejaba de sonreír ni yo tampoco.
Mi cuerpo iba sintiendo su mano, primero fría, después tan calientita,
llenándome de caricias suaves, lentas, agradecidas. Luego tomó mi mano
y empezó a guiarla para que lo acariciara ahora yo también. Me dio miedo,
pero un miedo diferente que no asustaba, como que provocaba.
Me desabotonó la blusa, y como todavía no me acostumbraba al
brasier traía una camiseta de encajes blancos que él acarició hasta llegar a
mi pezón convertido en el pico de una estrella. Bajó con cuidado mi falda.
Tomó mi mano para que le desabrochara el pantalón. Lo hice con calma,
entre asustada y fascinada. Al mismo tiempo, deslizamos la ropa interior
por nuestras piernas. Mi pantaleta con estampado de solecitos se quedó a
la orilla de la cama. Lo juro, no tuve miedo. Me perdí en sus ojos de luna.
Nunca dejamos de observarnos, tanta luz en nuestra mirada. Solamente
se escuchaba el sonido de nuestras respiraciones. Su mano por mi piel
morena. Fue sorprendente escucharme a mí misma, parecía haberme
convertido en una sirena que cantaba. No quise sentir dolor, trataba de
perderme en su boca. Se escuchaba de fondo, repitiéndose una y otra vez
la canción de “Hotel California”… Esto es el cielo, no el infierno.
Después, él se durmió. Me acurruqué a su lado, lo miraba como si
estuviera espiándolo, con mucha reserva, con bastante discreción, casi de
reojo. No podía creerlo, esto es lo que pasaba en la habitación de cualquier
hotel, en una cama con tu novio. Al cerrar los ojos repetía una y otra vez
las imágenes de lo que acabábamos de hacer. Palpé un hilito de sangre que
se había secado entre mis muslos. Advertí que unas gotas habían mancha-

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do su cama. Me gustó verlo dormido. Suavemente le acaricié el rostro. Se
despertó, sonrió. Quiso ir a dejarme hasta la puerta de mi casa. Un beso
suave. ¿Esto también me convierte en mujer?
Muchas semanas después de ese encuentro amoroso con mi novio
llamé a Lucy-Lupita otra vez. ¿Te acuerdas de ese día que empecé a
menstruar cuando recién entramos a la secundaria? ¿Te acuerdas de ese
parrafito que decía temporalmente cesa durante la gestación? Es que creo
que hace dos meses que no me ha bajado.

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No me malinterpretes

En cuanto Lucía Guadalupe llegó a mi casa, de inmediato le pedí que subiera


a mi cuarto. Iba agitada y despeinada, nunca la había visto así. Aseguró que
por toda calzada de Tlalpan corrió y corrió.
—¡Amiga, amiga! ¿Te fuiste con él? ¿Te obligó a hacer algo feo? ¡Ay,
pobrecita!
Yo estaba preocupada, pero sentía que no había hecho nada malo. Me
había gustado estar con él esa vez, esa única y sola vez. ¿Puedes embarazarte
la primera vez?
Lucy-Lupita me juraba que nunca se había sentido tan frágil e inútil,
que sintió cómo esa butaca del cine donde veía otras historias en una sana
distancia la catapultaba a la escena más impresionante en la que jamás había
imaginado estar. Se asustó tanto, que mejor le llamó a las demás.
—¡No, no, no! —le reclamé—, no van a entenderlo.
Regina llegó con el cigarro en la mano.
—Qué pendeja. Qué pendeja eres.
Martha trataba de pedir calma; Tere no dejaba de repetir: “Dios, Dios,
Dios.” Elizabeth apretaba mi mano con solidaridad, trataba de sonreírme,
pero no dejaba de llorar.
Me dolía tanto ver a mis amigas asustadas o sufrir por mi culpa… Pensé
en mi mamá, si se enteraba querría matarme. Papá se iba a decepcionar
mucho, no podía decirle nada. María estaba muy ocupada en su primer

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trabajo, a cada rato la regañaban. ¿Para qué le metía otra preocupación? Y la
pequeña, ella solamente sabía de sus bailes y juegos.
Me dio miedo, podía pasarme lo mismo que a la hija del vecino que
la embarazaron y la corrieron de la casa. Como a mi prima Mary, que le
pegaron hasta confesar de quién era ese hijo que esperaba sin estar casada.
Van a querer casarme a la fuerza, como le pasó a la pobre de Laura, y ese día
de su boda se veía tan triste… “Muchacha tonta”, murmuraban en la iglesia.
De pronto mi novio entró a la habitación. De seguro mamá lo dejó pasar,
porque lo calificaba como un muchacho serio y caballeroso. Por supuesto,
nunca supo de nuestro noviazgo. Lo vi tan asustado, sus ojos tan hermosos
ni siquiera parpadeaban. Una de ellas lo llamó, pero Tere empezó a recla-
marle su pecado; Elizabeth quiso abofetearlo, y Regina sí se le fue encima.
Lucy-Lupita se interpuso entre ellos y fue horriblemente zarandeada. Recla-
mos e insultos. Todo se detuvo cuando mi mamá gritó desde la escalera:
—¿Qué escándalo están haciendo allá arriba?
Al mismo tiempo, una le tapó la boca a la otra. Quedamos como el juego
de las estatuas de marfil. Él me abrazo y comenzó a acariciarme el cabello.
Regina, con la mano muy abierta, le dio un fuerte y seco golpe en la cabeza.
—Ya, ya, agrediéndonos jamás arreglaremos nada.
—Nos casamos, bonita, te juro que me caso contigo.
—No, no, solamente tengo quince años. Yo quiero ser periodista, no
esposa de nadie.
—Eso lo hubieras pensado antes de hacer tu pendejada, tarada.
—Ya cállate.
—Te aterraste con la sangre de tu menstruación, pero no te dio miedo
revolcarte a lo pendejo.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Ya deja de insultarme! Siempre tan ciega e insensible.
—Lo hicimos, por amor.
—Pero primero tenían que casarse… eso se hace hasta que estás ca-
sada, ¿no?

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—Sí, mi mamá dice que esa prueba de amor se da vestida de blanco.
—Pues ya reprobaron, y en la vida no hay exámenes extraordinarios.
—Pero dicen que ya no vales nada si pierdes la virginidad.
—Eso no es cierto.
—Yo la amo.
—Estar enamorado no es sinónimo de estupidez.
—Lo dices porque a ti nadie te quiere, con esa voz de hombre a todos
asustas.
—Oye, amigo, no ofendas. Mejor piensa qué van a hacer si ella está
embarazada.
—Sí la embarazaste, estúpido.
—Creí que eras diferente, que la ibas a respetar.
—Ya, por favor. Él no me faltó al respeto, yo quise estar con él. Yo quise,
¿lo entienden?
—Sí amiga, pero eso se piensa, no se hace a lo… a lo…
—Dile: a lo pendejo.
—Basta. Peleamos por algo que puede no estar pasando.
—Sí, sí. Cierto. Mi mamá me ha hablado de chicas que son anormales
o algo así.
—Son irregulares, babosa. O sea, que menstrúan unas veces sí y otras no.
—Mejor hay que ir al médico.
—Pero ¿con quién?
—Sí, sí, que un especialista confirme.
—Yo le digo a mi mamá.
—¿Estás loca? ¡Me acusará!
—Sabes que ella siempre nos apoya. Tiene un amigo que es médico.
—Y que les venda unas pastillas, para que no anden nada más de calientitos.
—¡Ay, ya! Deja de joderme.
—¿Por qué? Te preocupas por sacar diez en una tarea culera y no puedes
tener el mismo cuidado con tu pinche vida.

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—Calma, calma, a cualquiera pudo pasarnos.
—Ya dejen de recriminar y de juzgarse.
—Por eso el amor me da asco.
—Yo la amo.
—¡Ay, mejor cállate! Ni limpiarte los mocos sabes, pendejo.
—Si buscas culpables, no es él; los dos quisimos.
—Busco pendejos: ustedes.
—Pero si nadie nos ha hablado de esto, ¿cómo, cómo evitarlo?
—Hay libros, chavita.
—¿Por qué no me dijiste nada? Yo podía haberte aconsejado: esperar.
—¡Ay, tampoco! Si el cuerpo desea, el cuerpo desea…
—Amar, pero sin joderse la vida.
—Ahora sí, como dice esa canción, no mal interpreten, nadie vive
siendo un ángel siempre.
—¡Ay, tú y tus cancioncitas…!
—Sí, aquí nadie es el malo.
—Pero a nuestra edad no pueden tener esa responsabilidad. Un hijo,
¡qué horror!
—Ya, ya. Nos chocan los sermones y hacemos lo mismo hoy.
—Decidido. Iremos con el médico que conoce mi mamá.
Entonces, consiguieron una cita. Fue horrible. La enfermera tenía cara
de enojona. Todo lo observaba con una dura mirada, mientras me practica-
ba un análisis de sangre. Luego, de mala forma pidió que me quitara la ropa
y extendió una bata ridícula que no cubría nada en la parte trasera. Dócil, la
obedecí. Señaló una mesa o una cama que a los lados tenía una especie de
garfios. Con una señal indicó que me subiera a esa cosa.
Al recostarme, recordé las películas de esos lugares tenebrosos donde
almacenaban cadáveres. Mientras me acomodaba, sentí que me transforma-
ba en una muerta que esperaba ser abierta o cortada en pedacitos. La mujer
dijo con voz seca que debía subir las piernas. Qué vergüenza. Sentí que me

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había convertido en una de esas carnes colgadas en los grandes refrigerado-
res de las carnicerías, exhibidas sin que nadie tuviera un poco de compa-
sión y vistas con indiferencia. Estúpidamente recordé un día en el mercado,
cuando el carnicero explicaba que con uno de esos ejemplares se usó un
hacha cuyo filo logró descuartizar la cabeza y la pelvis del cerdo de un solo
golpe. Metiche como siempre, me asomé al interior de aquel animal colgado.
Lo primero que descubrí fue su corazón. Latidos detenidos, ya sin sonido.
Las venas parecían enredarse entre ellas, como si quisieran protegerse. Ni
un litro de sangre circulaba ya por sus venas. Nada bombeaba ya dentro. La
sangre quedó inmóvil, las arterias parecían frutos de zarzamora congelada.
Sentí tanta lástima por ese animal ahí colgado y abierto, tan expuesto, tan
exhibido… Y ahora aquí estaba yo, abierta, expuesta, exhibida. Un fruto de
zarzamora seco.
El médico entró, miraba todo por encima de sus anteojos de viejito. No
fue grosero. Se acercó a verme todita lo que soy, sentí morir de vergüenza.
Se asomó a ver lo más mío de mi cuerpo. Virgen santa. No decía nada, pero
cada vez que sentía su mano me asustaba, mi cuerpo pegaba un incon-
trolable brinco. Dios. ¿Qué me está metiendo? Deseaba hacer un agujero
en el techo y escaparme, huir. La enfermera meneaba la cabeza, reproba-
ba con sus gestos que yo estuviera ahí. Alcancé a escucharla murmurar:
“Chavitas tontas”.
Cuando las seis salimos del consultorio, íbamos totalmente derrota-
das, caminábamos perdidas por calzada de Tlalpan sin abrazarnos, cabiz-
bajas. Yo arrugaba en la mano el papel con el diagnóstico. No sabía qué
hacer. Los siguientes días estuvieron llenos de dudas. Mis amigas daban
opiniones, discutíamos, nos reconciliábamos.
—¿Nadie más se ha dado cuenta?
—¿Qué sientes? ¿Nada? ¿En serio? ¿Nada de nada?
—Yo digo que cuando no lo deseas, te sientes como vacía. La nada total.
—¿Cuándo se lo dirás a tu mamá?

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—Te acompañamos cuando se lo tengas que decir. Podemos evitar que
te pegue.
—¿Y si te corre de la casa?
—¿Dejarás la escuela?
—Puede esperar a que el bebé crezca y luego volver a la escuela.
—O…
—¿O…?
—Puedes no tenerlo.
—¿Qué?
—Sí, leí que eso se llama hacerse un aborto.
Hubo un silencio sepulcral.

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¿Sabes hacia dónde vas?

No sé cómo tuve fuerza para estudiar y presentar los exámenes finales,


cuando tenía el alma desgarrada, el pavor latente, tantas cosas dando vueltas
por mi cabeza.
Y él, siempre junto a mí, incluso ahora que es un señor bien casado, un
profesionista orgulloso de sí mismo. Me encanta cuando todavía manda un
mensaje con su clásica frase: “Hola, bonita, ¿cómo va la vida?”.
Pero, en esos días, ni el saberlo cerca quitaba la angustia, la culpa, el
miedo. Dejé de hablarles a mis amigas, trataba de no acercarme a ellas;
agradecía su preocupación, pero me cansaban sus consejos, me dolían sus
preocupaciones. Aunque sabía que trataban de orientarme, terminábamos
peleando. No quería arriesgarme a volver a discutir con alguna de ellas ni
perder su amistad. Regina me veía con odio de banca a banca, musitaba
bajito mirándome sin parpadear, deletreando con claridad: “Pen-de-ja”.
Las demás agachaban la mirada, se veían tristes más que decepcionadas.
Por primera vez huía de ellas, ya fuera durante los descansos o a la salida
de la escuela.
En el salón nos preguntaban si nos habíamos peleado, si alguien inter-
cedía para reconciliarnos. ¿Qué cosa tan fea podía haber separado a Las
Melodys? Yo no respondía nada, me aguantaba las ganas de llorar, guarda-
ba mis cosas y me iba del salón lo más pronto posible. Cuando llegaba a
casa, luego me encerraba en mi cuarto. María sospechó algo, pero le dije
que ya iban a llegar los exámenes finales y tenía mucho que estudiar. Mi

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papá subió una noche para regalarme unos pants de color rosa que siempre
había deseado.
—No me gusta verte triste. ¡Ánimo, campeona!
Huía de mi madre que solamente me miraba en silencio, lista para radio-
grafiarme. No, que no sospeche nada. Envidiaba a Gaby que se la pasaba
caminando de puntitas por toda la casa arrullando a una de sus muñecas
cantadoras.
En mi guarida no podía sentirme mejor. Recostada en la cama, el proble-
ma seguía dando vueltas por mi cabeza, taladrando mi vida. Una tarde que
empecé a sacar las cosas de mi mochila, hasta el fondo encontré una hoja
blanca doblada a la mitad. Traía algo escrito en máquina de escribir; también
venía la página mal arrancada de una revista y una tarjeta con los datos de
una doctora.
En el papelito se repetía y repetía la palabra: “Piénsalo, piénsalo, piénsa-
lo…”. La hoja impresa tenía encerrados en rojo los números de cada página
“23” y “24”, se veía que eran de una revista —creo que era la misma que nos
dieron esas señoras feministas de la radio—. El título del texto era “La moral
y el aborto”. Lo empecé a leer con mucho miedo, sintiéndome mala. Lo leí
una vez más y lo volví a leer, tres, cinco veces. Sin dejar de llorar, le llamé a
él y le dije:
—Vamos a ver a una doctora. Tengo aquí su dirección.
Cuando ella nos recibió dijo que sabía que iríamos, que una amiga le había
hablado de nosotros, que agradecía este primer acercamiento. Ya esperaba la
letanía de regaños, y no, la especialista, en lugar de eso, quiso escucharnos.
Nos preguntó sobre nuestro futuro, nuestros sueños, lo que esperábamos ser
en la vida.
—Son muy jóvenes —dijo, mirándonos con simpatía—. Me da gusto
escuchar que desean ir a la universidad, convertirse en profesionistas. Con
la situación que hoy enfrentan, las cosas se pueden complicar o tendrán
que hacer una gran pausa, corriendo el riesgo de que las cosas cambien,
sobre todo para ti —dijo señalándome con preocupación—. Deben

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pensar bien su decisión. Yo puedo ayudarles con un procedimiento médico
(nunca dijo la palabra aborto). Es algo que no está permitido, es cierto,
eso lo hace peligroso, para qué les voy a mentir, pero nosotras ayudamos
a las mujeres que no planearon su embarazo y que todavía no desean ser
madres. Todo será clandestino, sí, pero con sumo cuidado para no dañar tu
salud. Piénsenlo, pero me responden mañana mismo, no debe pasar más
tiempo —advirtió.
Lloré toda la noche, no quise hablarle a ninguna de mis amigas, aunque
una de ellas o todas hubieran metido esos papeles en mi mochila. Tenía
miedo de que me cortaran la llamada o se pusieran a llorar conmigo, y me
daba mucho coraje pensar que Regina reiteraría que yo era una pendeja.
Entonces, lo llamé a él. Quedamos de vernos en Ermita.
Sentí feo engañar a mi papá. Me dejó en la esquina de siempre, y en
cuanto vi que su coche se alejaba, tomé el metro para verme con mi novio.
—Vamos con la doctora —le dije.
Así, en vez de ir a la escuela nos fuimos rumbo al consultorio. Él apretó
las mandíbulas, no dijo nada, tomó mi mano, la apretujó fuerte. Todo el
trayecto estuvimos sin hablar, pensando en todo y en nada.
Yo miraba por la ventana del metro, y Calzada de Tlalpan parecía recién
pintada de pura tristeza. Los edificios tenían una especie de neblina gris
por la que resultaba imposible distinguir sus colores. Las personas camina-
ban cabizbajas; hasta los perros parecían olfatear la angustia. Imaginaba
que la gente en sus coches escuchaba las canciones más melancólicas, que
manejaban sin rumbo dispuestos a perderse, a no regresar. El cielo había
perdido su color natural.
El consultorio estaba cerca del Zócalo. Al bajarnos del metro, camina-
mos sin prisa en total silencio, pero sin soltar nuestras manos. Pasos fríos
parecían resonar por la acera. Tantos rostros indiferentes, ajenos a mi
preocupación. Avenida 20 de Noviembre era un remolino de motores
y cláxones que parecían envolverme sin piedad, sacudirme con coraje,
empujarme a un abismo.

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Cuando la especialista llegó, esbozó una sonrisa comprensiva al vernos
sentados afuera de su consultorio esperándola. Yo traía puesto mi uniforme
guinda que delataba que iba en tercero de secundaria. Dijo que quien me
había recomendado le iba a pagar el procedimiento, que no nos preocupá-
ramos, que era una suerte contar con gente que estaba ayudándome por
cariño. No todas las chicas podían contar con ese apoyo. Ella ya estaba
lista. ¿Y yo?
Me puse otra vez esa bata horrible, por lo menos ahora era de color azul
cielo, aunque estaba nuevamente toda abierta de atrás. Él no quiso separarse
ni un instante y la doctora, compasiva, lo dejó estar ahí. El cielo nublado de
mi parte más íntima fue removido con suavidad.
—La anestesia provocará que sientas ganas de vomitar, se te dormirán las
piernas o te zumbarán los oídos. Es normal, no te asustes —dijo la doctora.
En efecto, un zumbido dentro de mí ensordeció hasta mi alma. Me recos-
té. Coloqué una de mis piernas en unos esos fierros fríos e imaginé que iban
a torturarme. Subí mi otra pierna, nuevamente creí ser un pedazo de carne
exhibida. Empecé a morder mi dedo pulgar. Lágrimas mojaban mi rostro.
—Tranquila, tranquila… Todo saldrá bien. —Dijo la ginecóloga, y
advirtió—: Voy a tocarte.
Pese al aviso, di un ligero salto.
—Ahora, voy a introducir una especie de manguerita. No te asustes
—explicó.
Yo no dejé de morder mi dedo hasta sangrarlo. Escuchaba ruidos raros,
como viento azotando puertas, taladros torturando paredes, perforadoras
agujerando calles, mil monstruos devorándome por dentro, gusanos de
afilados colmillos masticando cada uno de mis órganos; la muerte cerquita.
Por instantes, ella me preguntaba si estaba bien, que ya pronto todo
terminaría. Alcancé a verlo a él. Estaba en un rincón, lloraba y lloraba, me
mandaba un beso, guiñaba un ojo, se limpiaba las lágrimas. La doctora se
acercó a mí, acarició mi mejilla:

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—Descansa un rato. Ya terminó —musitó muy bajito.
Mi novio querido se acercó a mí. Tomó mi mano. Yo no dejaba de llorar;
él tampoco.
—Eres muy valiente —dijo besando en cruz los dedos de su mano. Yo
me sentía la más débil de todas las débiles. No sé cuánto tiempo pasó, pero
yo estaba segura de que afuera ya era de noche, una noche tenebrosamente
oscura, y que una nube muy negra ocultaba a la luna y no había estrellas.
La doctora y él me ayudaron a incorporarme. Tuve miedo de que al
pararme se me saliera todo, hasta el corazón. Él empezó a vestirme. Subió
con sumo cuidado mi pantaleta con estampado de florecitas, donde acomo-
dé una toalla sanitaria. Ayudó a ponerme mi camiseta con la imagen de Janis.
Abotonó mi blusa que la noche anterior había planchado mi mamá, y por
eso no tenía arruga alguna. Amoroso, subió el cierre de mi uniforme color
guinda. Una por una mis calcetas blancas, mis preferidas, las de encaje en
las orillas. Abrochó las hebillas de mis zapatos negros con suela de goma.
Acomodó mi cabello, mis lentes de Janis. Limpió otra lágrima que escurría
por mi rostro.
Ya frente al escritorio, la doctora me dio unos medicamentos, aconsejó
cómo y a qué hora debía tomarlos. Dos días de reposo absoluto, cualquier
síntoma de calentura o sangrado abundante debía llamarla de inmediato.
Antes de salir, una corazonada rara provocó que volteara a ver el pequeño
quirófano donde me atendió. La puerta estaba entreabierta; vi esa mesa
o cama con estribos. Sentí que toda la que fui allí adentro seguía todavía
recostada. Volví a escuchar las succiones, mi cuerpo listo para el sacrificio,
los dedos de mi pie apuntando al cielo, el miedo al infierno. El pulgar de mi
mano izquierda sangrando a cada mordida que le daba llena de pavor. Mi
mente tratando de pensar en otra cosa. Cerrar los ojos…
Vi a mi madre haciendo de comer mi sopa preferida, la de papa; a mi
amado padre presumiendo que soy una gran deportista; a mi hermana
María y a mí misma cantando frente al espejo “Twist y gritos”. Vi a la más

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pequeña de mi familia arrullando a sus muñecas. Vi mi nombre en la lista de
los aceptados en la secundaria, mientras Zepeda y yo chocábamos palmas
porque sacamos la más alta calificación. A Lupita poniéndome perfume
detrás de mi oreja derecha. A Tere y a mí gritando por Donny. A Martha
sonriendo mientras el viento jugaba con sus cabellos. A Regina con los ojos
cerrados moviendo un dedo al compás de Mozart. A Elizabeth traduciendo
otra canción. A él y a sus ojos color de luna. Escuché la voz de Diana Ross,
preguntándome:

¿Sabes hacia dónde vas?


¿Te gustan las cosas que la vida te está mostrando?
¿Hacia dónde te estás dirigiendo?
¿Lo sabes en realidad?
Al salir del consultorio, el sol brillaba en todo su esplendor. Sus rayos se
reflejaban en el parabrisas de un auto; era el coche de Martha. Las cinco
me esperaban recargadas en la portezuela. De inmediato corrieron hacia mí.
Me abrazaron, las abracé. Carajo, nunca, nunca nos habíamos abrazado así.

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Si supieras

¿Cómo pasaron mis días después de que pasó todo eso? Nunca he podido
decir el día que aborté. Cuando ráfagas de ese momento soplan en mi
corazón, lo siento muy lejano, ajeno, como si le hubiera pasado a otra chica,
pero sé que me pasó a mí, que por eso me volví una mujer oscilando entre
la fragilidad y la resistencia, el miedo y la osadía, sin cielos ni infiernos, llena
de gracia, bendita entre las mujeres que creen en sí mismas, que están bien
acompañadas, que nunca se sentirán solas ni abandonadas.
Ese día, luego de salir del consultorio, con mucho cuidado subí al coche
de Martha. Mis queridas amigas ya habían acordado llevarme a la casa de
una de ellas. Todo el trayecto íbamos llorando, menos Regina. Ella prefi-
rió hacerse la fuerte, pero cuando quiso decirnos algo, la voz se le quebró
y prefirió abrazarme. Tiempo después me dijo que nunca se había senti-
do tan impotente, sin saber qué decir para impedir que lloráramos como
las mujeres en quienes nos convertíamos en ese momento y las niñas que
todavía éramos. Tan frágiles, tan unidas. Elizabeth tomó mi mano y dijo
bajito, pero con verdadera seguridad:
—Somos Las Melodys, nada puede quebrarnos.
La frase representó tal fuerza, que Regina la repitió para acentuarla con
su vozarrón mientras limpiaba mis lágrimas. Mi mano derecha se confun-
dió con la suya, mi brazo izquierdo con el de Lucy-Lupita. Todas vueltas
una, mientras él manejaba en silencio.
Evoco siempre el momento como si volviera a vivirlo. Me parece vernos
ahí, amontonadas en el asiento de atrás, las seis parecíamos una maraña.

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No identificaba mi respiración, porque se confundía con la de ellas. No
sabía dónde estaba yo y dónde empezaban ellas. Nunca como este día nos
convertimos en una sola. Nuestras lágrimas caían como lluvia de verano,
tan extraña, tan poco común. Regina seguía sin llorar, solamente lanzaba
un largo suspiro y repetía con ese vozarrón:
—Somos Las Melodys, carajo. Un solo corazón. Chingue su madre la vida.
Tere logró convencer a mi mamá de dejarme pasar ese fin de semana
con ella. Siempre estuvo en total desacuerdo con mi decisión, pero fue más
fuerte su cariño y prefirió callar, no juzgarme, menos abandonarme. Su
alma bondadosa le hizo ofrecer su casa, que le mintiera a nuestras madres.
Inventó que me había lastimado al andar en la bicicleta y no quería asustar a
mi familia. Fue así como tuvo la fuerza para llamar a mi casa y pedir permi-
so para quedarme esos días en la suya. Lo hizo porque sabía que le iban a
creer; ella era en quien más confiaba mi madre. Se le ocurrió decirle que me
necesitaba para que la ayudara a estudiar Historia, porque iba muy mal en
esa materia y el lunes tendríamos examen. Lo dijo tan convencida que de
inmediato tuvo la autorización materna.
El coche avanzaba rápido. Al pasar frente al metro Pino Suárez llegó a
mi mente la manera tan cruel como lo asesinaron a él y a Madero. Sentí esos
mismos disparos, pero en vez de traspasar mi espalda, estaban agujerándo-
me el alma. ¿Cómo iba a imaginar que yo viviría mi propia escena trágica y
que en vez de diez días de angustia e incertidumbre todo se juntaría en un
instante como el de ese momento?
En eso, el vehículo tomó el túnel para salir del lado donde empezaba
Tlalpan. Los segundos de oscuridad que atravesamos en ese provocaron que
abriera muy grandes los ojos; ya no quería penumbras, ninguna noche sin
luna. Al salir a la avenida, el sol volvió a iluminar mi rostro. En San Antonio
Abad atisbé de reojo esa imagen que lo representaba en la parada del metro,
supliqué porque ese santo pudiera rezar por mí, no por la salvación de mi
alma, sino para que no tuviera que volver a pasar la misma experiencia.

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Poco a poco Tlalpan parecía recuperar su color y ritmo de vida. Me
gustó ver a una pareja que salía a pie de uno de los hoteles ubicados por
Chabacano. Iban recién bañaditos, se tomaban de la mano y suspiraban
ilusionados. Ella le robó un beso y él le correspondió apasionado. En Xola
alcancé a ver la avenida sembrada de palmeras despeinadas. La gente que
manejaba sus coches se notaba segura de saber hacia dónde iba; imagi-
né que cantaban alguna de las canciones que tanto me gustaban. Como
íbamos a casa de Tere, no sé por qué al ver el Aurrerá de Nativitas me sentí
a salvo. Ya estábamos cerca de un lugar seguro, lleno de amor gracias a su
mamá. Junto a ellas iba a recuperar mi fuerza. No quisieron dejarme sola
ese día y se turnaron el fin de semana para cuidarme.
Sin embargo, cuando la noche del domingo me quedé sola en la
recámara de Tere, no quería dormir ni que llegara el lunes, que no tuviera
que regresar a la escuela; menos a mi casa. La Sara del espejo había cambia-
do, notaba que algo ya no era igual, quizás la mirada, tal vez la sonrisa. La
transformación que no pasó cuando empecé a menstruar ni cuando cumplí
quince años latía en mi alma.
Esos días reconocí lo frágil que era, pero a la vez lo absolutamente respon-
sable que debía ser de mis propios errores y decisiones. Dudaba si podría
seguir adelante, y al mismo tiempo me convencía de que aquello no iba a
vencerme. Trataba de envolverme en las colchas para conciliar el sueño, pero
cuando empezaba a dormitar despertaba sobresaltada por culpa de algunas
pesadillas que desaparecían en cuanto abría los ojos. Por suerte, vi que en
la habitación había una radio. Me levanté y la prendí, estaba sintonizada en
Radio Mil. Una voz dulcemente suave enumeraba estrofas siempre acompa-
ñadas de la frase “si supieras”. Pese al tono triste de la canción, advertí osadía
y fuerza. Esa voz delataba que había hecho lo que nadie esperaba de ella,
igual que yo. Aunque era la primera vez que escuchaba esa canción, empecé
junto con los coros a repetir: “si supieras, no te enfadarías; si supieras, no
dudarías; si supieras, te darías cuenta de que no soy pequeña para ser feliz”.

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El locutor dijo que era la voz de Manuella Torres. Me abracé a mí misma y
me mecí al compás de la canción reconciliándome conmigo misma.
Amaneció y tenía miedo de dejar la cama, de regresar al mundo; pero
tuve que levantarme. Mis movimientos parecían los de un autómata:
despertar, vestirme, peinarme, desayunar, salir, llegar a la escuela, saludar,
mirar al pizarrón, respirar, solamente respirar, respirar…
No puse atención a ninguna clase, aunque en el salón celebraron vernos
otra vez juntas a las seis. Sí, nos decían, esas son Las Melodys que quere-
mos ver. En los descansos, él me compró mis dulces favoritos y los metió
adentro de un sobre. Al abrirlo, vi una tarjeta en forma de corazón en la que
había escrito sus dos frases favoritas. “Te amo. Mil besos”. Se notaba que
había tratado de hacer la mejor letra.
A la salida, mis amigas querían acompañarme a casa, pero no las dejé.
Llegaría por mis propios pasos, siendo la otra que soy ahora. Con toda pruden-
cia prefirieron no discutir, me abrazaron como queriendo darme fuerza.
Fue un poco más complicado convencerlo a él de que podía llegar sola
hasta mi casa. Reveló que la noche anterior no había podido dormir y, si
conseguía hacerlo, despertaba sobresaltado.
—Es que me siento muy culpable de lo que pasó —aceptó con mu-
cha seriedad.
—No, nada de eso, solamente hemos sido ingenuos. De verdad —le
dije mirando esos ojos que amaba tanto—. No sabes cómo he valorado tu
compañía en estos días—. Lo abracé, nos abrazamos.
Le murmuré bajito esa primera estrofa de la canción de Minnie Riper-
ton que, después de nuestro primer beso le regalé traducida al español y
escrita en una tarjeta:

Amarte es fácil porque eres hermoso;


hacer el amor contigo
es todo lo que deseo.

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—Ay, bonita, tardaré un buen rato en tener ganas de eso —confesó con
cierta vergüenza.
—No pienses así —le dije con mucha ternura —o te cantaré el estribi-
llo de esa canción hasta alcanzar la nota más alta de la melodía.
Reímos, sabíamos que era imposible que yo tuviera el color de voz de
una de las mejores cantantes de soul.
—Sigues siendo una niña traviesa. Gracias por recordarme que todavía
puedo reír —musitó con ternura.
—Nunca vuelvas a borrar esa sonrisa. ¿Ves? Puedo llegar sola a casa.
La, la, la… —Tarareé intentando imitar la tonada de “Loving you”, y él silbó
como los pajarillos de la canción. Un beso en la frente. Un hasta luego. Me
llamas en la noche, me dio a entender con un ademán. Lo vi alejarse. La
verdad, sí estaba inquieta, pero tenía que ser fuerte ya sin él.
Al entrar a casa, el aroma de la sopa de papa me envolvió, el delicioso
olor delató que esos dos días había extrañado mi hogar. Sin embargo, dudé
en pisar la estancia, vacilé unos pasos, tenía miedo de entrar, como si mamá
pudiera descubrir lo que pasó, como si algo pudiera delatarme. Pese a todo,
tomé aire y saludé.
Mamá estaba en la cocina, mi hermana pequeña jugaba en su habitación.
—Creo que quiere darme catarro —pretexté para evitar el beso mater-
nal en mi frente. Mi madre me miró con esa mirada clásica para sacarle
radiografías a mi alma.
—Sí, traes mala cara —dijo poniendo su mano en mi rostro—. ¿Por
qué no tomas un baño? Puedes meterte en mi tina.
Hasta la fecha palpo esa sensación que me causó escuchar su propues-
ta, porque no le gustaba que usáramos su baño. Fingió no ver mi cara de
asombro y solamente advirtió:
—Te mojas un rato y en cuanto esté la comida, te hablo. Te caerá bien
remojarte en agua caliente.
La obedecí en silencio. Musité:
—Si supieras…

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Sumergida al ritmo de Summertime

Qué lujo fue entrar a ese baño. La inmensa tina azul mar… ¡cuánta paz me
dio admirarla! Todavía, cuando voy de visita a la casa de mi madre, no dejo
de asomarme a mirar ese mueble hermoso. Nunca más he vuelto a bañarme
ahí, pero ese día, después de lo que pasó, mientras la bañera se llenaba, fui
quitándome poco a poco la ropa como si así lograra arrancarme las extrañas
sensaciones que me envolvían.
La del espejo me espiaba muy calladita, cómplice de lo que habíamos
vivido unos días antes. De verdad, no evitaba pensar en eso, simplemente
no quería hacerlo. Sentada en la orilla de la tina, juro que sentí una caricia
en la punta de los dedos de mis pies, como si las sirenas talladas en las patas
suspiraran con melancolía. El grifo en forma de delfín paría chorros de agua
que atrapaban mi mirada para hipnotizarla y convencerla de que seguía
siendo dulce y bondadosa. El agua caía dentro de la tina en cataratas solida-
rias, olas generosas. Quise pedir un deseo, aunque no fuera una fuente.
Cuando metí la mano para palpar si el agua estaba en su punto, creí que
una brisa fresca acariciaba mi rostro. Cerré fuerte los ojos y me fui metien-
do con lentitud en la tina; pude sentir que una primera ola imaginaria logra-
ba empapar mi cuerpo, menos mi talón derecho. Soy Aquiles en femenino,
una sola debilidad parece querer vencerme: el miedo. Deseaba estar en el
mar y que se tragara una parte de mí, la más abierta, la más oscura, un jirón
de piel no amado, un pedazo de este corazón quebrado, esta alma necia que
se moja y se seca una y otra vez.

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Muy bajito musitaba una canción de Janis y quería que junto a esa bruja
cósmica también llegaran sirenas y ninfas, las mismas que abren todos los
océanos, que agitan aguas saladas, empapan destinos, ahogan penas. Imagi-
né que una ola se amarraba a mi cintura. Me sentí flotar como botella al
mar; navegar como barquito de papel consciente de mi fragilidad. No me
aferraba ya a ninguna nube, no quería retozar en ningún cielo prometido.
Era una carabela que perdía su porte, navío sin timón. El mar estaba sordo,
no le conmovía ni mi canto, ni el silencio. Había perdido mis lágrimas, tal
vez las convertí en perlas, o quizá con ellas llené aquella bañera. Era una
vela tormentosa que ignoraba al viento. Vela de humo que escapaba de los
soplos de la vida. Ningún barco pirata a la vista, nadie a quien desamarrar
de su mástil. La voz de Janis parecía llegar como un eco, yo repetía sus estro-
fas en español como si fueran un rezo. Sin prisas, masoquistamente empecé
a disfrutar ese peligroso juego: esconderme en el fondo del mar, porque en
su profundidad estaba segura de que podía seguir siendo una niña. Tendría
tiempo para destejer mis redes. Enjuagar el alma. Exprimir los malos ratos.
Burbujear suspiros.
En la oreja derecha imaginaba que podía colocar un caracol que murmu-
raba a mi oído mil maldiciones a las que deseaba responder con todo mi
coraje, con total indignación. Y justo cuando intenté blasfemar, olvidé
cómo se respiraba bajo el agua. Entré en contradicciones: me sumerjo para
rendirme o me sumerjo para resistir. Las canciones que me gustaban daban
vueltas en mi cabeza, me mareaban tanto que las confundía con el canto de
unas ballenas que alertaban instantes de peligro cercano por alguna razón.
Debajo del agua sentí que pesaba como las piedras que una escritora
inglesa guardó en las bolsas de su abrigo antes de sumergirse en el río. Y
estaba Janis masticando la última pastilla, inhalando la muerte, inyectándo-
se eternos mililitros de lágrimas sin sal.
Deseaba tanto dormir, simplemente dormir, dejar de escuchar mis
latidos… pero una caracola se anidó en mi oreja izquierda y desde su

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profundidad brotó el sonido de un corazón que no podía darse por venci-
do tan fácilmente, latía al ritmo de la poesía, de todos los poetas que me
faltaba por leer. Luciérnagas de luna comenzaron a bailar a mi alrededor
iluminadas por el brillo del espejo. Tuve ganas de escribir la última carta de
amor y pedir que mis amigas no olvidaran mi burbuja rota, que él ya no se
amarrara a ningún mástil para salvarse ni que yo deseara llevarlo conmigo.
De pronto, nubes negras aparecieron e imaginé que estaba rodeada de
aguamalas, de erizos con espinas venenosas, de medusas avispas de mar.
Quise darme por vencida, ser un caballito de mar que perdía la batalla. Sentí
que las patas de la tina empezaban a temblar, como si las sirenas talladas la
estuvieran empujando o tratando de derribarla y que, al hacerlo una lloraba,
otra pujaba por el gran esfuerzo que hacía, mientras las otras dos cantaban
con total desafío. Preferí unirme a sus cantos, identifiqué frases que murmu-
raban bajito que debía salvarme, que solamente podía ahogarme cuando
olvidara respirar como sirena, que ese día no ahogara mis cantos.
Bajo el agua mi cuerpo empezó a parir burbujas de vida, burbujeos
provocadores, suspiros de sirena. Palpé esa urgencia de emerger, de brotar
a la superficie, de volver a aliarme con la luna.
Me di cuenta de que debía convencer a ese cuerpo que no dejaba de
sumergirse de regresar a su cielo. Y sí, dejé de hundirme. Volví a sentir el
agua tibia. El agua que se desbordaba. Yo misma me derramaba. Un impul-
so efervescente provocaba la urgencia de emerger, de levar anclas. Salir a
flote para brincar por el aire como mantarraya. Dar piruetas, saltos morta-
les, girar sobre mí misma, preparándome para volver a caer en el agua sin
desear hundirme, flotando entre la espuma de mar, con el canto de una
sirena que cree en sí misma.
Mi cabeza salió del agua, tomé aire con toda la fuerza de mis pulmo-
nes. Poco a poco pasé de la agitación total a una lenta calma. En ese
momento, tuve la certeza de que eso que pasó, sí había pasado, pero no
podía hundirme ni ahogarme porque yo sabía respirar bajo el agua. Ese día
decidí convertirme en una sirena que cantaba al ritmo de blues.

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Has conseguido cinco amigas

Al paso de las semanas, las pesadillas fueron desapareciendo y la doctora


consiguió una terapia que me ayudó mucho a borrar culpas, a enfrentar
miedos, a confirmar que no era mala y que mi decisión fue valiente.
La psicóloga me dejaba hablar y hablar, llorar y llorar, valorar y fortale-
cerme. Hasta la última sesión ella fue la que habló; sus palabras me recon-
ciliaron conmigo misma, fueron un espejo donde se reflejaba la Sara que
deseaba ser, la misma que durante mucho tiempo presumía que el mismísi-
mo Bob Dylan me había escrito una canción, que se había inspirado en mí.
Por supuesto, la traduje y tarareaba las estrofas que musitaban mi nombre.
No dejé de escuchar mi adorada música, de andar en bicicleta, de
sentirme querida por mis amigas, por él, por mi familia. Disfrutaba, como
siempre, encerrarme en mi habitación. No dejé de poner mis discos, cantar
y estudiar. Amaba mi casa, mi hogar, mi refugio.
Siempre me gustó ir a la escuela, recuerdo el primer día del jardín de
niños, cuando sorprendida vi cómo varios lloraban o eran arrastrados por
todo el patio. Yo no iba resignada, iba confiada de que mi mamá me estaba
llevando a un buen lugar, y vaya que lo fue, que lo es. Por ser niña buena,
casi siempre mis profesoras me querían mucho. Además, todo se me
hacía fácil, no me daba flojera hacer la tarea o entender un tema. Y como
defensora de las causas justas, no dejaba de apoyar a cualquier compañe-
ro, a toda niña, los dejaba copiar, les explicaba con paciencia si algo no lo
habían entendido en clase, por eso decían que yo iba a ser maestra. Sobre

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todo, ayudaba a los niños que me gustaban. Sí, yo elegía a uno y marcaba
una etapa de mi vida con él.
Por eso, ahora de mayor, cuando he platicado con otras amigas cómo fue
esa primera vez no me creen que yo la disfruté. Todas han hecho referencia
al miedo, al dolor, quizás hasta a algún tipo abuso o de un patán que a los tres
segundos ya les daba la espalda, satisfecho, y ellas con el suspiro atorado en
la garganta. Sí, tal vez yo lo he magnificado, pero bien dijo Don Gabo, la vida
de uno no es lo que uno recuerda, sino cómo la recuerdas.
Tiempo después, encontré otra respuesta a esta evocación de mi prime-
ra vez. Fue en una novela de Benedetti. En Gracias por el fuego, el personaje,
luego de hacer el amor aseguraba que era “magnífico aprender con quien
no sabe”. Tal vez por eso recuerdo con verdadero cariño esa tarde, nada fue
precipitado, nada fue con prisas. Su mirada, cómo palpo esa mirada agrade-
cida. Mi piel y la suya. Hubiera querido decir como la chica de esa novela:
“Nunca pensé que fuera tan lindo, Dios mío”.
Pero, aunque él ha seguido dentro de mi corazón, lo que más evoco de
esa época es la amistad, a ellas, mis cinco amigas. Al salir de la secundaria nos
resistimos a dejar de vernos y, durante un tiempo, forzamos los encuentros.
Hasta una vez fui a las clases de Regina en la prepa, pero los ritmos cambia-
ban. Lupita y Tere trabajaban y estudiaban, no había ya tiempo para ir al
cine, para pasar las tardes escuchando nuestra música favorita. Conocimos
a más gente que también influyó para separarnos por un tiempo. Yo tuve un
novio que Elizabeth no toleraba y, estúpidamente, lo preferí a él, por eso
la dejé de ver un buen tiempo. Luego, Regina tuvo un pleito fatal con el
esposo de mi hermana, y yo, otra vez, le di la razón a los otros. Nos enoja-
mos y la dejé de ver muchos años.
Pero, la vida, el destino, Dios o la Virgen de Guadalupe buscaban la
manera de reencontrarnos.
Así, un día, saliendo de la biblioteca de El Colegio de México, vi a Regina
sentada —fumando, como siempre— en una de las jardineras. No lo dudé,
me acerqué. Yo tenía seis meses de embarazo.

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—¿Puedo saludarte?
Ajustó sus lentes, lentamente sus ojos empezaron a recorrerme de arriba
abajo, sin dejar de fumar.
—Siempre supe que te verías hermosa panzona —aseguró con ese
vozarrón que tanto extrañaba escuchar.
Otra vez, saliendo de un centro comercial, esperaba a que pasara la lluvia
cuando vi cruzar a alguien con una enorme gabardina rosa. Pensé “camina
como Elizabeth”. Algo me latió y corrí a alcanzarla. Era ella, nos abrazamos
como siempre.
Y ya dando clases en la universidad, estaba llenando las actas de evalua-
ción de mis grupos. Incómoda descubrí que una de las secretarias me miraba
fijamente. Decidí verla de frente.
—¿No estudió usted en la secundaria que está por el metro General
Anaya? Se juntaba con Regina, ¿no? Está usted igualita, nada más le falta el
uniforme color guinda —dijo con amabilidad.
Ella había trabajado en la dirección de esa secundaria durante la década
de los 70. Me sorprendió su excelente memoria.
—Es que acaba de venir una güerita que andaba con ustedes. Allá va.
Fui a alcanzarla. Tere estaba tramitando su titulación, se iba a vivir a
Estados Unidos. Fue así como busqué a Martha en casa de doña Juanita, y
la señora, solidaria como siempre, la llamó de inmediato para volvernos a
contactar. Fui hasta el barrio de Lucy-Lupilane, y ahí seguía la tienda de su
papá. El señor casi brincó el mostrador al verme, le dio tanta alegría y, como
siempre, salí con un chocolate en la mano.
Nos reunimos otra vez las seis, sorprendidas de no haber perdido los
rasgos de nuestras personalidades. Volvimos a regañar a Regina por darles
lata a los meseros; consolamos a Tere por la muerte de su mami; Martha
le heredó a sus hijas lo sepsy; Lucy-Lupita nos mostró orgullosa las fotos de
sus hijos, excelentes deportistas. La mirada generosa de Elizabeth volvió a
captarnos en una foto más.

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Casadas, divorciadas o solteras, con hijos y sin hijos, todas con estudios
universitarios, brindamos seguras de sentir el mismo cariño.
Por eso, meses después aceptamos ir a la reunión que convocó Lazca-
no en su casa, empezando el siglo xxi. De repente no reconocíamos a la
señora que llegaba amorosa a abrazarnos, ni al señor peloncito que nos
hablaba con la misma confianza de haber compartido durante tres años el
mismo espacio. ¡Ay, tú! ¿Y ese quién es? Tú finge, síguele la plática. Algunas,
provocaban nuestra admiración porque seguían igual de hermosas, como
Lety Huerta. Otras, habían pasado graves problemas y te dabas cuenta por
su actitud que la vida las había tratado muy mal. Algunos habían llevado a
sus esposas e hijos.
Tanto qué compartir, muchas cosas por recordar. Lazcano captaba escenas
detrás de su cámara, convertido en todo un fotógrafo profesional. Repartió
copias de esa clásica fotografía que tomaban en grupo con el letrero del grado
en que ibas y el nombre de tu escuela. De los tres años, es la foto que más nos
ha gustado. Todo el grupo vestido de blanco, porque ese día habíamos tenido
deportes. Y ahí están todos, estamos nosotras: Las Melodys.
El día del reencuentro con nuestro grupo, pasé por Regina a su casa.
Mientras la esperaba en la sala —raro, ese día se pintó el cabello y hasta se
maquilló— tocaron a la puerta, y como nadie atendía yo fui a abrir. Era él,
no sé por qué contuve un abrazo, creo que a él le pasó lo mismo. Paralizados,
nos miramos sin dejar de sonreír. Lentamente, su generosa mirada empezó
a recorrerme de abajo hacia arriba, cerraba un ojo como calculando detalles
de esa minuciosa observación, tratando de reconocerme. Apuntó con su
dedo índice y dijo con una sonrisa:
—Esa mujer… si le pongo calcetas y su uniforme guinda de la secun-
daria, sigue siendo la misma niña bonita que me prestaba sus apuntes y me
enseñó lo bello que es la vida. Esa niña que sigue tatuada en mi corazón.
¡Sonríe, maldición! No sabía qué decirle. Con un ademán lo invité a pasar.
Mientras cerraba, pude verme de cuerpo completo en el espejo que estaba
pegado en la puerta. Y sí, esa chavita de la secundaria está todavía dentro de mí.

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Había una muchacha… había un muchacho

La vida, que en esos días de la secundaria me permitió conocer a mi novio,


nos separó.
Él entró a una preparatoria y yo al cch. Los ritmos de las nuevas escue-
las empezaron a alejarnos. Yo estudiaba en las mañanas, él por las tardes.
Se puso a trabajar de mensajero para un despacho de abogados, siempre
comprometido con su familia. Después se cambió hasta el otro extremo
de la ciudad y fue a despedirse de mí. No estaba yo en casa y solamente me
dejó un casete con un mensaje que se notaba había escrito con prisa:

Vienen nuestras canciones, me gustaba grabarlas en esos tiempos de la secun-


daria. Al final viene una balada cursi, no es de aquellos días, se la escuché
hace poco a un tipo español, creo se apellida Bosé o algo así; me recordó lo
nuestro, porque le canta a la amiga que amó. Cuando me pongan teléfono
te lo paso. Mil besos.

Dejé de verlo sin culpas ni tragedias. La vida sigue. Lo recordaba con


cariño. Seguí adelante. Me enamoré otra vez, dejé de ilusionarme, me
volví a enamorar… nunca he dejado de amar. Pero, él, dice Martha, gozaba
de renta congelada en este edificio llamado corazón.
Nuestra vida siguió. Entramos a la misma universidad, cada uno por
su lado, y casi fuimos vecinos, pues nuestras facultades colindaban, pero
nunca, nunca nos topamos, ni cuando me recostaba un rato en el pasto de
las islas de la unam, ni cuando me iba con mis amigos a comer hamburgue-
sas a la Facultad de Derecho.

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Hasta que, décadas después, Regina y Lazcano empezaron a buscar a
cada uno de quienes fuimos parte del grupo de la secundaria y trataron
de juntarnos. Ya era el siglo xxi y, con las nuevas formas de comunicarse,
mandaron un correo electrónico para que volviéramos a coincidir y vernos
algún día. Fue una verdadera odisea, muchos ya no vivían en la ciudad,
algunos parecían haber desaparecido, además de los apodos que impedían
recordar cómo se llamaba en verdad tal compañero o esa compañera. Pero
lograron juntar 35 direcciones electrónicas. Mandaron un correo grupal,
invitaban a no perdernos, a tener un directorio, a reunirnos. La magia de
lo que empezaban a llamar las nuevas tecnologías parecía unirnos otra vez.
Cuando me llegó ese correo, empecé a revisar uno a uno quiénes estaban
en el listado… De pronto descubrí dos nombres y dos apellidos que hacía
muchos años provocaban un brinco en mi corazón. Evoqué perfectamente
al dueño de esos dos nombres, un niño que simplemente gritaba “presente”
en un salón de clases y que yo elegí porque me gustaban sus ojos.
Palpé el primer año, cuando me vestía de rosa; él solamente me saludaba
amigable. Era el líder de su grupito de cuates, no eran los guapos, tampoco los
gandallas de la escuela eran como nosotras, pero en masculino. Inteligentes,
bromistas, sin interés en destacar, pero brillando justo cuando era necesario.
Caballeroso con nosotras. A veces, entre sus amigos, contaba chistes subidos
de tono y hablaba entre albures o groserías, pero me acercaba y de inmediato
cambiaba, casi hacía reverencia, sonreía amigable, me ayudaba a destapar mi
refresco o a acomodar las pilas de mi pequeño radio portátil. Algo tenía en
la mirada que me llamaba la atención, el presentimiento de que podía haber
algo especial. Él permanecía totalmente ajeno a mis sentimientos. Sé cómo
logró descubrirme, porque me lo platicó después hasta con cierto pudor.
Fue el día que pasé a exponer en Civismo. Dijo que le llamé la atención
porque fui la única que no leyó ni memorizó, sino que explicó con clari-
dad, que bromeaba para captar la atención del grupo y hasta criticó algunas
partes de la lectura, dejando callada a la profesora. “¡Guau!”, les comentó a

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sus amigos, “esa chava es inteligente, no aplicadita”. Supo que era la indicada
para ayudarlo en las materias que él más odiaba. Luego, cuando cantaba
“Amar a alguien” en la exposición de Música, no supo por qué, pero le dio
curiosidad saber de quién me podía enamorar.
Cuando cursamos segundo, entre broma y en serio, aseguraba que
yo empecé a convertirme en su princesa azul, que se burlaba de nosotras
porque nos íbamos al rincón del patio a bailar, pero le gustaba mi sonrisa
mientras al ritmo de la música empujaba a Regina con mi cadera o daba
vueltas estirando los brazos agarrada de Tere. Se impresionó mucho más ese
día que nos peleamos todas en el baño. Admiró la manera en que yo trata-
ba de imponerme con gritos, defendiendo a mis amigas, pero sin perder
la calma, sin decir una sola grosería, mientras el prefecto, mirándome con
la boca abierta, nos hizo salir del baño de las niñas casi con las manos en
alto. Nos compadeció cuando vio que nos escoltaban hacia la dirección. Le
sorprendió que íbamos con la cabeza en alto. Más tarde, le llegó el rumor
de que nadie acusó a nadie, que fuimos leales hasta el final. Eso lo hizo tener
la certeza de que quería ser amigo de una muchacha así. Por eso, empezó
a pedirme los apuntes, a preguntar la diferencia entre Bécquer y Lorca, a
pedirme prestados algunos discos.
En tercero, ya vestida de guinda, empecé a gustarle más. Por eso, vecino
de una de mis amigas, nos ayudó a ponerle aire a la llanta de mi bicicleta
y se unió solidario a los paseos que dábamos en el parque de Churubusco.
Llamaba por las noches preguntando si estaba lista para el examen de Física,
conocía mi fobia a las ciencias exactas. Se acercaba a mi banca cuando
tenía dudas sobre los personajes importantes de la Revolución Mexicana.
Le gustaba provocarme y ponerse a discutir conmigo asegurando que las
clases de Historia o Literatura eran las peores, pues ya sabía que eran mis
preferidas. Comenzó a pensar en mí, a mirarme más seguido durante las
clases, a seguirme con la mirada durante los descansos. “¿Qué es esto?” se
preguntó. No quiso platicar de lo que sentía con sus amigos; ellos eran de

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los que se burlaban de los novios manita sudada, ¿cómo iba a confesar que
una niña lo hacía suspirar?
Entonces, trató de trabajar más tiempo en el taller de electricidad de su
papá, de ser el mensajero del local donde su mamá trabajaba de secretaria
para no andar pensando babosadas, pero yo pasaba frente a esos lugares
—por supuesto, con toda la intención—, o iba al local pretextando necesi-
tar un foco o una caja de fusibles para luz. Su mirada coqueta cuando me
regresaba el cambio, mi mano rozando sus dedos… Su mamá le pedía que
me acompañara a la salida, su papá le subía a un bolero que se oía en la radio
de su taller cuando me despedía de ellos luego de comprar el décimo foco
de la semana.
Sospechó que algo raro le pasaba cuando empezó a cuidar que el suéter
azul con el escudo de la secundaria no oliera a sudor, a planchar con esmero
cada mañana su uniforme color militar y cuidar que su corbata estuviera
perfectamente atada.
Así, de reojo en la clase de Biología, aprovechó una distracción del
maestro y me regaló una hermosa sonrisa. “Sentía tu mirada”, confesó
después. Creyó tomar la iniciativa, no supo que ya lo había elegido, y por
ratos le empezó a gustar platicar conmigo, a salir de su casa justo cuando yo
tocaba el timbre del departamento de una de mis amigas que era su vecina
y charlar, charlar, charlar. Me pidió ser su novia al mismo tiempo que me
invitaba un merengue en Coyoacán. Sin planearlo, sin pensarlo. Duran-
te semanas yo caminaba de su mano por Calzada de Tlalpan, siempre a
escondidas de mi mamá. Le permití darme el primer beso recargados en
el zaguán blanco de mi casa. Aproveché que en las tardes no había nadie
en la suya y, recostada en su pecho, escuchaba canciones, pero también su
corazón. Primero en la sala, luego en su cuarto. Solamente la música, él y yo,
acostados, escuchando y traduciendo cada letra. Y así fueron llegando los
besos, cada vez más intensos, cada vez más profundos. Sus manos, siempre
agradecidas. Nuestros cuerpos enredados esa vez, esa única vez.

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El día más difícil de nuestras vidas y él siempre, siempre, cerquita de
mí. Consolarnos toda la noche en esa llamada telefónica, hasta quedarnos
dormidos. Nunca jurarnos amor eterno, pero sí querernos bien. Limpiar
sus lágrimas y confirmar que un buen hombre sí sabe llorar.
Pasaron ya muchos años, y el día que recibí el correo de los amigos del
ayer cada uno respondió delatando su personalidad. Y sí, ahí estaba él. Lo leí
conmovida, me gustó el tono festivo y alegre con el que había respondido
al mensaje grupal, los colores de las letras, los dibujos y las frases sencillas.
Lo imaginé por unos segundos. Miraba de frente la pantalla mientras
mordía la uña de mi dedo pulgar y pensaba, pensaba. Sonreí traviesa. Me sentí
otra vez esa niña de quince años. La misma inseguridad, la misma emoción.
La ingenuidad de creerme enamorada, la certeza de saberme no correspon-
dida. Le escribí de manera personal un texto sencillo pero cálido, solamente
para él. Después de mi nombre, agregué una frase: “Sara. Mil besos.”
Uno, dos tres… Lancé el mensaje a su correo personal, como una
botella al mar. Decidida oprimí la palabra enviar. Nunca como antes me
emocioné tanto al confirmar que ese mensaje había sido remitido satis-
factoriamente. No esperaba la respuesta, aunque la deseaba. Regresé a mi
rutina del día.
A la mañana siguiente, llegué a mi cubículo. Me conecté a mi correo. Ahí
estaban esos dos nombres y los dos apellidos inolvidables. Había respon-
dido a mi mensaje. El mismo estilo de hacía tantos años, dulce y honesto,
cordial y festivo, el mismo que guardaba en esa hoja autografiada, ahora
ya amarillenta por el paso del tiempo. Me sorprendió que esa frase rutina-
ria del ayer, “mil besos”, se convirtiera en el pretexto para un dulce juego.
Festiva lo acepté, respondí con el mismo tono y la misma alegría. El buen
recuerdo cómplice confabulaba conmigo, por eso guardé en mi teléfono
celular el número que él me compartió, y lo registré con ese apellido ya
inolvidable. Así, de vez en vez, empezamos a compartir mensajes que se
quedaban atrapados en pantallas:

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NOKIA

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Coleccionista de imágenes. Experto en discursos breves, onomatopeyas


sensibles, signos de admiración cómplices. No quería príncipes ni tampo-
co hechiceros:
NOKIA NOKIA

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9:(:*394

%3;.&7 %3;.&7

Y yo leía a ese hombre ahora extraño, pero siempre cercano, eternamen-


te joven en mis recuerdos, vestido con el uniforme color militar, corbata
perfecta, portafolio mal cerrado, cuadernos bien forrados. Me preguntaba
si miraba como antes, cuánto había cambiado su voz, qué otras heridas
rasgaban su corazón.
Esos mensajes que llegaban de vez en vez siempre me sorprendían por
el estilo, por las frases amigables y el tono dulcemente provocador. ¿Qué
guardaba en verdad cada palabra? ¿Qué podía interpretar en cada expresión
amable y despreocupada? Un buen presentimiento me reconcilió con la
vida. Y todo por esos mensajes, quizás corteses, posiblemente benévolos, tal
vez indulgentes. Pero siempre conmovedores, efímeros y fugaces, eternos

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en sus recuerdos, palpables solamente en su alma. Tantas preguntas. Y él,
¿por qué respondía? Y él, ¿por qué contestaba? Y a él, ¿qué le inspiraba escri-
bir? Y él, ¿qué sentía cuando su dedo brincaba en cada pequeña tecla? Y él,
¿qué sentía cuando su celular anunciaba la llegada de un mensaje? Y él, ¿qué
experimentaba cuando comprobaba que era yo la que escribía? ¿Escribía
con sinceridad? ¿Escribía con emoción? ¿O todo era simple caballerosidad
mensajera? ¿Romper la monotonía?
NOKIA ¿Escribir otra historia?

|O N|

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%3;.&7

Ninguno se atrevió a proponer una cita, vernos algún día, saber más de
nuestras vidas, a preguntar por este hoy.
Pasaron los meses. Nos volvimos a ver en la reunión organizada por
Regina y Lazcano. Me sorprendió encontrarme con un hombre maduro
que ahora usaba anteojos. Entradas en su cabello, rayos de luna contrasta-
ban con su pelo antes totalmente negro. Dios, los mismos ojos. Le encantó
saber que me dedicaba a escribir, que cumplí ese sueño. Él trabajaba donde
también deseaba hacerlo; le iba bien. Alguien llevó en una usb cien cancio-
nes de la década de los 70. Ya nadie llegó, como antes, con algún casete, ni
cargando sus discos lp o de 45 revoluciones. Se escuchó “Hotel California”.
No podíamos dejar de bailarla. De pronto, murmuró a mi oído:
—Cenemos la otra semana.
El día de la cita recorrí sin prisa Paseo de la Reforma. Protesté en silen-
cio, porque me habían cambiado lugares y habían surgido más edificios
gigantescos. A cada paso me topaba con decenas de rostros desconocidos,

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pero yo solamente buscaba uno, el de ayer, el de la infancia feliz, el de la
ilusión de quinceañera cursi, el del hombre de hoy que quiero conocer.
De pronto escuché:
—¡Sara!
En cámara lenta giré la cabeza como en las comedias románticas que
tanto me gustaban. Un abrazo cálido. Los mismos ojos claroscuro de luna.
Después de caminar varias cuadras, llegamos a un lindo restaurancito que
él ya había elegido, ideal para ese reencuentro, tan pequeño e íntimo. Lo
escuchaba sorprendida. Se me quitó el hambre. Él saboreaba las cásca-
ras de limón que adornaban el postre, sin dejar de sonreírme. Ya no me
acordaba que le encantaba hacer eso para enchinarme la piel. ¿Te acuer-
das? ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas? La frase preferida para mantener la charla.
Primero las anécdotas compartidas con el grupo. Las evocaciones cuando
empezamos a hacernos amigos. Ese día en Coyoacán… y la charla llegó a
nuestro noviazgo, a la canción preferida, la evocación lúdica del beso más
largo que llegamos a darnos recostados en la cama de su cuarto. La primera
caricia, nuestra piel enredada, su sonrisa y sus ojos claroscuro de luna. Y esa
tarde, la más difícil de nuestras vidas. Recordó ese día que no quise que me
acompañara a casa luego de lo que pasó. Detalló cómo llegó a su cuarto, y
por primera vez se miró con mucha atención al espejo mientras se quitaba
el uniforme de la secundaria.
—¿Sabes? Sentí que era y no era yo. Que espiaba a un tipo parecido a mí,
un chavo que ya tenía quince años, pero sentía haber envejecido mil más.
Creí que la corbata me asfixiaba y la zafé de inmediato a jalones bruscos,
desperados. Me faltaba el aire. Por instantes, quise cumplir el deseo de esa
corbata, balancearme en ella para olvidar lo que vi, mecerme para olvidar
el dolor. Me lastimaba ver todo lo que tuviste que enfrentar, no pensaba en
nada ni en nadie más. Solamente en ti, a quien amaba, a quien vi tan frágil
en esa mesa de torturas, pero tan fuerte con su puño izquierdo cerrado y
mordiendo el dedo pulgar de su mano derecha. ¡Qué ganas de convertirme
en ti, de ser yo el que estuviera en tu lugar! Quise rezar, pero nunca aprendí

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a hacerlo, musité la letra de nuestra canción como si fuera una plegaria atea.
¿Te acuerdas? Un baile para olvidar, un baile para recordar. Hoy cada uno,
con quien elegimos, tenemos hijos que amamos porque fueron deseados,
nadie ha tenido que explicarme esto, yo lo viví.
Nunca habíamos hablado de eso. Yo también empecé a platicarle lo
que me pasó en la tina del baño de mi mamá, y que desde entonces decidí
creerme sirena, que por eso he llenado mi casa y mi oficina de ellas para
recordar que puedo respirar dentro de mi burbuja, fuera de ella, abajo del
agua, en cada escenario que me he ganado en estos años. Ninguna culpa,
menos alguna recriminación.
Una luna cómplice nos espiaba mientras caminábamos tomados del
brazo por Paseo de la Reforma. Al despedirnos, le di un beso veloz en los
labios. Cada quien tomó su camino. No quise voltear a verlo mientras mis
pasos marcaban un rumbo diferente al suyo, pero me fui contando hasta
mil e imaginaba a la vez lo bonito que sería la posibilidad de escribir con
él una nueva historia. Si la suerte resultaba ser generosa, quizás alguna vez
surgirían otros momentos compartidos. Entonces, me atreví a voltear. Lo
vi correr hacia mí…

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por todo lo que sabemos

El día que pasó aquella pesadilla, y gracias a Tere, que me dio asilo en su
casa, estuve en reposo absoluto, fui bien cuidada y mi recuperación fue
rápida. El domingo siguiente, la doctora fue a verme y después de revisar-
me dijo que estaba bien, que tendría hijos cuando yo lo deseara, que
esperaba fuera dentro de muchos años. Por supuesto, nos dio una plática
sobre el uso de los anticonceptivos. Otra gran lección.
Ninguna de nosotras volvió a hablar de ese día. Lo decidimos sin
decirlo, quizás creyendo que el silencio nos haría olvidar. Tal vez Tere lo
hizo para perdonarme, porque su religión le aseguraba que eso que yo
había hecho era un grave pecado. Posiblemente, las otras no dijeron nada
porque sabían que esto podía pasarle a cualquiera y necesitaría también
la misma ayuda que ellas me proporcionaron. Así, en la tarde, mientras
estaba recostada en la cama, todas me rodearon y nos pusimos a recordar
los momentos memorables de nuestra vida escolar. Él, tomaba mi mano,
no dejaba de repetir:
—Están bien locas.
No había tono de burla ni de señalamiento, más bien lo celebraba, lo
decía con admiración. La locura vista como una complicidad gozosa.
Yo platiqué aquella vez que nos tocó ver una balacera como en las
películas, justo frente a la secundaria. Habíamos salido más temprano de
acostumbrado y casi la mitad del grupo se quedó afuera echando relajo.
Pasó un camión de esos que cargan cubitos de hielo, detrás un auto con un

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motor muy ruidoso. De pronto, se oyó el tronar de unos cuetes y, a mitad
de la calle, un hombre tirado. Martha empezó a gritar:
—¡Mataron a alguien! ¡Mataron a alguien!
Yo alcancé a ver que, a unos metros del depósito de los cubitos de
hielo, otro hombre caminaba recargado en la pared. Daba pasos como si
fuera un borracho, embarrando el muro de sangre. Se escondió en una de
las bodegas. Alguien me gritó:
—¡Ve a averiguar, tú que quieres ser periodista!
—Sí, pero no de nota roja —advertí.
Regina me jaló de la mano mientras atendían a una compañera que
se desmayó. Nos acercamos unos metros, el hombre en el piso estaba
inmóvil. Un charco de sangre nos hizo retroceder.
—¿Eso es morirse? —preguntó Regina—. Un balazo y ya, adiós, hasta
nunca, la nada total.
Alguien nos tomó del cuello y gritamos al mismo tiempo.
—¡Condenadas chamacas! ¡Vengan para acá! A meterse a la escuela
—era el prefecto. Ya adentro, la directora nos puso santa regañada, pero
nunca como ese día comprendimos el significado de la muerte.
Recordamos la vez en que casi nos corrieron del cine por culpa de
Regina. Fuimos a ver Tiburón. Llegamos tarde, pisamos a medio mundo
para sentarnos justo en medio. Regina protestaba —con ese vozarrón—
que le dieron la bolsa de palomitas a la mitad. “¡Cácaro!”, “¡Silencio!”.
Después, reclamó que ese refresco no sabía a manzana. “¡Niña, calla a tu
mamá!”. Se burló porque el tiburón no parecía de verdad.
—Ay, ya cállate, Regina.
Nos arruinó el final —sabía que Richard Dreyfuss se salvaba— y nos
persiguió por toda Plaza Universidad para que la perdonáramos. Tiempo
después, logramos desquitarnos. Fuimos a ver La Guerra de las Galaxias
y le hicimos creer que todas iríamos peinadas como la princesa Leia. Ella
llegó con sus trenzas laberinto al lado de sus orejas; nosotras no. Fue diver-

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tido que caminara detrás de nosotras entre maldiciones y falsos balazos
galácticos, mientras la gente la señalaba entre risas y piropos.
Recordamos cuando otra tragedia de la ciudad nos juntó a todo
el grupo en el salón: el accidente del metro en la estación Viaducto. El
miedo de que alguien de nuestra familia ese día estuviera en alguno de los
vagones destrozados, la radio sintonizada para escuchar la crónica y los
reportes; ver en la noche a los reporteros de Zabludovsky desde el lugar de
los hechos; las estructuras naranjas, retorcidas; el señor de la papelería que
salió a auxiliar; niños de secundaria que, por irse de pinta, vieron el fatal
accidente y cuya voz temblaba al describir el sonido del choque, los gritos.
El caos ese día en Tlalpan: no hubo servicio en el metro. La gente camina-
ba y caminaba. El miedo en los siguientes días. Comprendimos el signifi-
cado de “cuídate”, “que te vaya bien”, “regresa pronto”, “hasta mañana”.
Y nuestra gran aventura un fin de semana en Valle de Bravo. Esa vez
nos compramos nuestra primera cerveza y brindamos jurando amistad
eterna. La fogata y los bombones. El gran esfuerzo para llegar a la cima
de la peña y tirarnos al pasto para contar nubes. Aventar piedras a la gran
presa, que yo creía que era el mar. El regreso cante y cante.
Yo las miraba y escuchaba recostada en la cama con el corazón en
la mano. Sabía que seguiríamos juntas, aunque la vida nos llevara por
diferentes caminos.
Ahí estaba Regina, en mi examen de licenciatura aplaudiendo orgullo-
sa, y más noche, vomitando juntas en el baño luego de acabarnos varias
botellas de vino. Martha, llevando a sus hermosas hijas a la escuela y yo
tocándole el claxon para saludarla. El grito de alegría que asustó a nuestras
madres cuando Tere y yo nos reencontramos frente al metro Nativitas,
justo el día que nos aceptaron en la universidad. Visitar a Lucy-Lupita que
estudiaba en las tardes, y por las mañanas trabajaba en un banco, donde
pasó de cajera a directora de la sucursal. Elizabeth abrazando a su hija que
empezó a estudiar una maestría en Campeche… El día que Regina lloró

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por tercera vez conmigo. Me llamó y su voz delataba tanto dolor —otra
vez desarmándome todita—; se enamoró por primera y quizás por única
vez. El tipo no la correspondió igual y le dejó una herida profunda en el
corazón. Ella solita tuvo que tomar esa decisión tan difícil que debemos
tomar las mujeres como último recurso.
Busco sin esperanza a Martha por todas las redes sociales sin encon-
trarla, resignada repito, espero que sea feliz. Tere, desde Estados Unidos,
me pide que le recuerde quién es ella, y la veo leyendo este texto para
decirse: “Sí es cierto, yo así fui, yo soy esa”. Lucy-Lupita con sus mensaji-
tos llenos de amor. Las noches en casa de Elizabeth, cuando me invita a
quedarme, desvelándonos para recordar.
Hoy que pasé frente a mi secundaria, toda esa cascada de recuerdos
me empapó, y mientras tomaba rumbo al aeropuerto, llegó a mi mente
la tarde que salíamos del cine Pedro Armendáriz, después de ver Rocky.
Regina gritaba por todo Río Churubusco, como en el final de la película:
—¡Adrian, Adrian!
Martha, Tere y yo nos pusimos a tararear el tema musical y, como
campeonas, fingíamos estar en la cumbre más alta, como lo hizo el legen-
dario boxeador, cuando se preparaba para la pelea de su vida. Elizabeth
suspiraba por un amor parecido al que vimos en la pantalla, mientras
Lucía Guadalupe fingía filmarnos moviendo sus manos como si rodara
una película. Empezó a llover. Corrimos y corrimos rumbo a Calzada
de Tlalpan, hasta que Elizabeth se detuvo debajo de un chorro de agua,
fingiendo bañarse y riendo divertida. Regina empezó a brincar en los
charcos y las demás la imitamos. Supe en ese instante cuánto las amaba, lo
mucho que nos queríamos de verdad, lo felices que fuimos esos años por
todo, contra todo.
Años después, vi una película sobre cuatro niños muy amigos. Al final,
el personaje principal, ya adulto, escribió como epílogo:

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Nunca más volví a tener amigos como los que tuve a los doce años. Cielos,
¿acaso alguien sí?”

Entonces, subo el volumen de la radio. Que resuenen más canciones de esa


década de los 70, que cada estrofa delate mi sentimiento y mi esperanza.
Miro de reojo un mensaje de WhatsApp. Es él.
Avanzo a mi destino, mientras desentonada trato de que mi voz se una
a la de Karen Carpenter, y a coro canto con ella “Por todo lo que sabemos”.

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ÍNDICE

Dar lo mejor de mí............................................................................................................ 7


Mi propio Mercedes Benz............................................................................................12
Y saber que te aman........................................................................................................20
Somos Las Melodys.........................................................................................................25
La mejor lección.............................................................................................................31
Dulce e inocente.............................................................................................................35
Lucy-Lupilane...................................................................................................................41
El cielo está perdiendo un ángel............................................................................50
¿Nunca has sido tierna?..............................................................................................56
Cuento de hadas.............................................................................................................63
Soy una mujer....................................................................................................................69
Viejo patio escolar.........................................................................................................77
El cielo o el infierno....................................................................................................83
No me malinterpretes..................................................................................................89
¿Sabes hacia dónde vas?...............................................................................................95
Si supieras.........................................................................................................................101
Sumergida al ritmo de summertime.......................................................................106
Has conseguido cinco amigas.................................................................................109
Había una muchacha… había un muchacho...................................................113
Por todo lo que sabemos...........................................................................................122

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Las Melodys, primera edición, 2021 Equipo editorial

© 2021, Elvira Hernández Carballido Edición


Mayte Romo
© 2021, Editorial Elementum S.A de C.V, Corrección de estilo
para el sello Los Elementales Mariana Vega
Diseño de forros y diagramación
Popocatépetl 118, fracc. La Colonia, Jess Vargas
Mineral de la Reforma, cp. 42094, Hidalgo. Auxiliar de diagramación
editorialelementum@gmail.com Tania G. López Ángeles
www.editorialelementum.com.mx Apoyo administrativo
Ariadna Sánchez, Brandon Ángeles,
© 2021, Yessica Dhamar García Miguel Cruz, Evelyn Bautista Hernández
Rodríguez, ilustración de forros

ISBN: 978-607-9298-89-0

Queda rigurosamente prohibida, sin auto-


rización escrita de los titulares del copyri-
ght, bajo las sanciones establecidas por las
leyes, la reproducción total o parcial de
esta obra por cualquier medio o procedi-
miento, conocido o por desarrollarse.

Hecho en México / Made in Mexico

Las Melodys, de Elvira Hernández Carballido, terminó de imprimirse en


noviembre de 2021, en los talleres de Offset Rebosán, con domicilio en
Acueducto núm. 115, Col. Huipulco, alc. Tlalpan, cp 14370, Ciudad de
México. En su composición se utilizaron las tipografías Arno y Avenir.
El tiro de la obra fue de 300 ejemplares.

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