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LA MATRIZ DE LA ESCUELA MODERNA DR. JORGE EDUARDO NORO
1 LA EDAD MEDIA Y LA MATRIZ DE LA ESCUELA MODERNA
PROF.DR. JORGE EDUARDO NORO norojor@cablenet.com.ar 01. EDUCACIÓN Y ESCUELA MEDIEVAL
 
Más que recrear la historia de la educación medieval, nos interesa rastrear algunos caracteres de las prácticas educativas del período, considerando que actúan como antecedentes naturales de los primeros siglos de la modernidad. Aunque nadie discute el papel protagónico de la iglesia en una serie de actividades en las que se asocian los aportes de los monasterios
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 de los que ya hemos dado cuenta y que completaremos en este capítulo
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 y las creaciones de los diversos responsables de la institución eclesial, lo cierto es que la proclamada tarea educativa y la atención de las escuelas fue una tarea de alcances limitados. (DURKHEIM, 1982: 51) En este sentido es necesario remarcar las condiciones en las que se produce la transmisión de la cultura. La escuela puede asumir diversos formatos, pero es necesario que disponga de recursos para el ejercicio de sus tareas. La cultura de la Edad Media era esencialmente oral, ya que el libro era un bien escaso en poder de las exclusivas culturas letradas. La idea de que el saber consiste esencialmente en el estudio de los libros parece ser una opinión moderna, derivada de los aportes de un humanismo expansivo que proclamó y difundió las virtudes de la imprenta. Gran parte del medioevo mantuvo una cultura de transmisión oral o simplemente de lectura sobre manuscritos que no abundaban y que condicionaban el acceso a los bienes culturales. Se trataba de una lectura que no estaba necesariamente asociada al conocimiento de la escritura y que requería su pronunciación en voz alta, ya que era la única manera de asegurar la intelección del texto, distinguir las separaciones entre los signos lingüísticos y reconocer las pausas requeridas (signos de puntuación). La lectura en voz alta permitía resolver técnicamente las carencias naturales de los manuscritos. Al mismo tiempo que se potenciaba la memoria y la capacidad de escuchar (porque eran muy pocos los lectores y numerosos los oyentes)
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, la lectura asumía un carácter casi ritual que unía el
legere,
 la mecánica pronunciación de las palabras (vista y sonido, ojo, palabra y oído) con la revisión reflexiva sobre lo pronunciado, el
meditare.
“Una vez que el monje había aprendido a leer y escribir y se sabía de memoria
los ciento cincuenta salmos, la rumia le permitía entrar en meditación. La regla le ayudaba en esta
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La figura de un lector y muchos oyentes influyó en la organización de las ceremonias religiosas, dejando la marca de un momento cultural que se prolongó en el tiempo, aun cuando los feligreses fueran letrados y pudieran leer y comprender o participar con otros mecanismos de las ceremonias. Igualmente determina la presencia de prácticas monacales de lecturas en voz alta
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 en el refectorio y en cada una de las comidas
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 y en la celebración de las horas.
 
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actividad mediante la obligatoriedad del canto y la recitación del salterio cada semana: la comunidad
monástica cantaba por tanto cincuenta y dos veces por año los ciento cincuenta salmos”
(ROUCHE M. en ARIES -DUBY, 1990: 127)
 
La sala de lectura medieval era en realidad un ámbito bullicioso en el que se escuchaba de manera permanente el necesario bisbiseo y el murmullo de los concentrados lectores. La escritura, por su parte, acompañaba tardíamente otros aprendizajes, especialmente los vinculados con las exigencias de la clase letrada: (1º) para quienes accediendo a los niveles superiores de la enseñanza debían construir sus propios textos, haciendo las copias personales de los obras requeridas (para el estudio o para la profesión) o (2º) para seguir el ritmo del dictado de los docentes que exponían sus lecciones (
dictamen)
. De alguna manera el ejercicio de la escritura exigía el aprendizaje previo de otras habilidades, ya que habitualmente acompañaba el aprendizaje de la gramática y las prácticas de la composición. Sin embargo, el acto de escribir silenciosamente sin intervención de la lectura del texto en voz alta no era todavía posible en aquel período: necesitaba una pronunciación clara y disciplinada del texto si se pretendía aprender a escribir y hacerlo sin faltas. (McLUHAN M..1998: 110
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 150)
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. Estas circunstancias permiten justificar
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 en el plano educativo - que en las escuelas medievales la enseñanza de la lectura y de la escritura respondieran a las demandas e imposiciones del medio: la
clase letrada
 era esencialmente la perteneciente a la iglesia; escribanos y clérigos se ocupaban de la transcripción de los documentos (la escritura en la Edad Media era un medio de copia, registro y de documentación), y del ejercicio de la lectura de los mismos; en modo alguno desplazaba o se desjerarquiza el valor de la palabra y de la memoria. La educación escolarizada no requería necesariamente la enseñanza de la lectura y, si la incluía, no estaba asociada naturalmente con la escritura. (HAMILTON, 1996: 70)
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En este contexto las prácticas educativas y escolares quedaban condicionadas por el uso de recursos (textos, manuscritos), las imposibilidades reales de acceder a los elementos para el trabajo, los límites impuestos a las metodologías y las dificultades para el ejercicio común de la enseñanza y del aprendizaje. Las escuelas asumieron modalidades diversas, adaptándose a las situaciones reales y respondiendo a los requerimientos de los que se mostraban habilitados para enseñar y de los que se mostraban interesados en aprender. La riqueza y la complejidad de la cultura medieval, de su producción y de su transmisión generaron una heterogénea muestra de prácticas educativas escolares, sin que se convirtiera
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 en ningún caso
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 en una práctica normalizada, homogénea y estandarizada. Pudo haber germinado la semilla de la escuela, pero no logró convertirse en una planta fuerte y autónoma. Solamente en las universidades
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 nivel educativo que no abordamos
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 pueden observarse propuestas metodológicas, planes de estudios, ordenamientos curriculares, organizaciones administrativas institucionalizadas. No sucedió así con el resto de los casi inexistentes niveles. Si bien el aporte de los monasterios pudo ser relevante analizándolo desde los desarrollos posteriores, no fueron en sí mismos
instituciones educativas
 sino que simplemente sumaron su esfuerzo a los de otros organismos de la iglesia: la verdad y la cultura que los monasterios y los monjes poseen no debía
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 McLUHAN M. (1998). Hay una curiosa referencia que rescata el autor con respecto al relativo valor de la
escritura.
Menciona el artículo 4º, cuestión 42, de la Tercera Parte de la
Suma
 Teológica
 de Santo Tomás de
Aquino (1965. BAC. Madrid. Pág. 330 y SS) “Si Cristo debió exponer por escrito su doctrina”.
Efectivamente se trata de una visión medieval de los textos sagrados, pero un reflejo de las prácticas del período por el que fácilmente se justifican los hechos. Mientras en las
Dificultades
(ad quartum sic proceditur)
 se menciona (1) el valor de la escritura para conservar la memoria de las doctrinas en el futuro; (2) las prácticas de las escrituras en el Antiguo Testamento; (3) para excluir toda ocasión de errar y abrir el seguro camino de la fe, era necesario poner por escrito las doctrinas; en las
Respuestas
 
(Respondeo)
 
señala que (1) a Cristo le correspondía el más alto grado de enseñanza que es el de imprimir las doctrinas en los corazones de los oyentes, del mismo modo que los filósofos gentiles: Sócrates y Pitágoras: (2) la excelencia de la doctrina de Cristo no puede encerrarse en un escrito y si lo hubiese hecho, los hombres hubieran medido su doctrina por sus escritos; (3) para asegurarse que la
doctrina llegase a todos.”
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Curiosamente por ejemplo, llama la atención de los visitantes de la obra de ECO (1985: 511), que en la historia del monasterio, el ABAD apareciera como un lector insaciable que conocía de memoria todos los libros de la
biblioteca, pero que tenía una extraña debilidad: era incapaz de escribir, tanto que lo llamaban “Abbas agraphicus”. Y sobre la difusión de la lectura entre los medios s
ociales acomodados y las restricciones en el uso y el conocimiento de la escritura cfr. ROUCHE M., en ARIES
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 DUBY,III. 1990: 167-168.
 
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solamente ser guardada piadosa o celosamente, sino que requería ser extendida activamente a su alrededor. DURKHEIM señala
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 como lo hemos anticipado - el papel fundamental que desempeña la iglesia en la configuración de la educación y de la escuela en occidente a partir de las prácticas educativas medievales, pero admite que
“las escuelas catedrales y las escuelas claustrales representan un tipo bastante humilde y bastante modesto”.
Sin embargo todas sus manifestaciones representan una célula primitiva del que se derivó la compleja organización del sistema escolar de la modernidad. (DURKHEIM E., 1992: 51
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 52). No deja de señalar dos aspectos fundamentales para reforzar la hipótesis del origen eclesial y religioso de la escuela: (1º) la iglesia
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 aun en sus formas educativas más primitivas
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 supo agrupar todas las enseñanzas necesarias, integrando los mensajes religiosos con la cultura profana, depositando en una única institución lo que en la antigüedad se diseminaba en sitios y agentes diferentes; (2º) la iglesia comprendió desde siempre que la tarea de difusión de su doctrina no podía consistir en un simple adiestramiento maquinal en las prácticas religiosas, sino que la única manera de ser eficaz era lograr la comunicación de las ideas y de los sentimientos a través de la predicación y de la enseñanza. La constitución de un lugar específico en el que la transmisión cultural se produce y la sistematización de una serie de contenidos y procedimientos para ser transmitidos son dos elementos constitutivos de los gérmenes de la escuela. En este sentido la iglesia se apropia de la cultura heredada, la hermana con los contenidos religiosos, y le otorga el verdadero sentido a la escuela occidental:
“La
escuela, tal como la encontramos en la Edad Media constituye una gran e importante novedad: se distingue por rasgos separados de todo lo que los antiguos llamaban por el mismo nombre. (...) Se puede
decir que fue en este momento cuando la Escuela en el sentido propio del término apareció”.
 (DURKHEIM, 1982: 49, 53, 60)
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En el período carolingio (siglo VIII) se habla de la necesidad de interesarse en la cultura y ayudar a los hermanos a instruirse, al tiempo que se ordena la creación de escuela
“para que los jóvenes puedan aprender a leer y contar”,
 aunque se descarte la posibilidad de enseñar la escritura. No es extraño que a partir del siglo IX se señale que
“una educación eclesiástica ha de ser condición para el oficio sagrado del
ministerio del servicio divino y es menester que aquellos que desde una elevada posición asumen la dirección de la vida en la Iglesia lleguen a adquirir una plenitud de conocimientos y que se esfuercen por
observar una vida recta y lograr la perfección de su propio desarrollo” 
 (BOWEN, 1986: II, 47) De allí que aunque es innegable el aporte de los monasterios en materia de educación, debería valorarse la intención universal de la iglesia de movilizar todas sus estructuras, y cargar sobre las autoridades religiosas
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 obispos y párrocos
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 la responsabilidad de
“descubrir y recibir a los jóvenes con suficientes
talentos para educarlos en la fe cristiana y enseñarles los salmos y las lecciones de la Escritura y de leyes
divinas”.
 (BOWEN, 1986: II, 60) Es dable pensar que la insistencia en el conocimiento letrado de tales fuentes respondía: (1) a la presencia de algunos pastores iletrados que solamente hacían un uso de la tradición y la memoria de las fuentes sagradas y de los rituales litúrgicos; (2) a la necesidad de elevar el nivel de las costumbres y de la moral en una población alejada de las fuentes culturales.
 
Curiosamente, en los albores de la modernidad, Lutero y los reformadores hablan de un
“pasado de escuelas florecientes y abundantes al que es necesario retornar”,
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 al mismo tiempo que no dejan de señalar los aspectos críticos de las práctica reinantes. ¿A qué pasado escolar se están refiriendo? A los
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Claramente diferencia los meritorios aportes de la antigüedad de la creativa instrumentación de la educación y de la escuela por parte de la Iglesia, porque no se trata de una apropiación ilegítima, sino de una verdadera creación y
un genuino aporte cultural, lo que justificaría, a su juicio, “poder entender por qué la enseñanza ha permanecido
durante tanto tiempo como cos
a de la Iglesia y como anexo de la religión” (1982: 51) Esta afirmación no le impide
señalar que en proyecto educativo de la iglesia siempre existió una tensión (mas que una verdadera integración) entre los contenidos específicamente religiosos y los aportes culturales paganos, laicos o secularizados, entre lo
sagrado y lo profano, entre lo laico y lo religioso” (1982: 53)
 
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Decía Lutero en 1524: “De cada día más experimentamos en los países alemanes
cómo
 se dejan arruinar del todo las escuelas... Desde que han faltado los monasterios y fundaciones, nadie quiere hacer a sus hijos aprender y estudiar. Esto es obra del Diablo. Bajo el papado tenía el demonio extendidas sus redes por medio de monasterios y escuelas; de manera que, sin un estupendo milagro de Dios, no era posible que se le escapase ningún niño
.”
(A los concejales de todas las ciudades de Alemania: que deben crear y mantener escuelas cristianas)

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