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Nada es un relato escrito en clave existencialista mucho antes de que a España llegaran los
primeros libros de Sartre o Camus.
ÉXITO ARROLLADOR.
Problemas: su familia paterna se vio reflejada en la novela y la imagen que se daba de ella
les molestó. Las miserias íntimas y familiares, algunas propias de la inmediata posguerra,
se convertían en una experiencia en una experiencia de dominio público y al alcance de
cualquiera.
En Nada sugerían sentimientos de difícil justificación en los años cuarenta. Laforet vivió
con sufrimiento estos dos problemas: el familiar y el suscitado en torno a la sexualidad de
su protagonista.
Lo mejor de su obra estriba en su honda necesidad de escribir sobre sí misma y sobre sus
demonios.
Ella quería luchar contra la pulsión autobiográfica que se hallaba en el origen de su escritura y que
tantos problemas le había ocasionado y se forzó a ubicarse en una ficción ajena a su vocación y a
sus intereses.
Laforet se vio impotente y abrumada, una y otra vez, para producir los textos que constantemente
se le solicitaban y finalmente la situación desembocará en un rechazo completo y definitivo de su
profesión. A ese rechazo lo llamaría “grafofobia”, ella mismo se diagnosticó y se aplicó la cura:
no volvería a escribir ni su firma en un talón bancario.
LAFORET INSISTIÓ DURANTE TODA SU VIDA EN QUE NO ERA NADIE Y QUE NADA
TENÍA QUE DECIR.
Laforet no quería saber nada del mundo literario español. Sufría un cierto complejo de
inferioridad: por una parte, era una novelista célebre a los 25 años, por otra se sentía
profundamente insegura ante el mundo intelectual. Disponía de la intuición y de la
imaginación del verdadero novelista para captar una atmósfera en unos pocos trazos
maestros, y de una aguda capacidad de penetración psicológica, pero su anhelo de una
vida nómada era más fuerte.
Su ausencia, su silencio de los últimos años, no fue más que una forma radical de huida que Laforet
vino practicando desde su primera fuga de Las Palmas, a los diecisiete años, en busca de la felicidad.
Carácter soñador y ambivalente: actuaba convencionalmente, pero también como si estuviera en otra
parte (ensoñaciones íntimas).
Con 19 años ya había vivido un sentimiento de soledad sin remedio. El tema de toda su obra será la
frustración vital.
Cuando escribió Nada era una chica rebelde, risueña, orgullosa, analítica, con un talento
innato para la literatura, solitaria pero con firmes amistades, soñadora, herida, impulsiva
y andariega.
Ella solo podía escribir con las raíces de su ser, como diría más adelante. Con esa materia
daba lo mejor de sí misma como escritora. Negar esa evidencia le llevó toda la vida. Y
acabó harta de todo y de todos.
Todo la llevaba a seguir escribiendo, y ella no quería eso. Viviría en lo sucesivo en una
tensión permanente entre el ser y el deber ser. Y toda su vida posterior puede leerse a la
luz de esa asfixiante contradicción.
Laforet se encuentra en un callejón sin salida: desea libertad, pero está encerrada por las
convenciones. “Las personas apasionadas solo tenemos dos salidas: el amor o el arte. El
arte creo yo que es salida de escape... Un aprovechamiento de fuerzas y dolores, de
anhelos y desesperaciones que conduce a la creación de algo totalmente distinto.
Cuando no se puede crear y la vida no va según los deseos, si estos deseos son
demasiado fuertes pueden desquiciarle a uno enteramente” (carta, 267-268).
El antagonismo entre sexo y espíritu (amor y arte), como únicos espacios en los que resolver
la pasión, pronto se soluciona. Ella era enamoradiza y opta por el amor, aunque eso la
consumió.
Permanente frustración con lo que hace, con lo que escribe, con lo que vive.
Verano del 56, ha escrito algún libro más (La isla y los demonios, La mujer nueva), siente
que su (poca) vocación literaria se esfuma.
1965: con poco más de 40 años, Laforet era ya una mujer avejentada y definitivamente
retraída.
Su única vía de escape es la huida, pero está confusa y no sabe qué hacer: “Yo he pasado
un montón de años tremendos de desconcierto interior” (478).
En 1983 vive ya en una tierra de nadie donde lo real no es más que un arabesco de idas y
venidas y el tiempo un timón que ha perdido definitivamente el norte. Deseo de
oscuridad, de silencio, de renuncia, de invisibilidad.
La cuidan sus hijos, Cristina y Agustín, hasta que la ingresan en una residencia en 1996.
Fallece en 2004. Todavía llegó a tener entre sus manos una reedición de La mujer nueva y la
edición de la correspondencia con su amigo Ramón J. Sender.