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El virrey Revillagigedo segundo y su


visión de dos ciudades
Regina Hernández Franyuti

Introducción
1 Hacia la segunda mitad del siglo XVIII la Nueva España comenzó a sentir los efectos de
nuevos giros en la política metropolitana. La nueva dinastía de los Borbones aplicaba
medidas que venían a reformar la administración, la economía, la sociedad y la cultura.
En Nueva España los virreyes borbónicos no sólo impusieron reformas económicas,
políticas y administrativas, sino que sacaron de sus alforjas una nueva concepción de
ciudad que tomaba como base las corrientes mecanicistas y circulacionistas, la salubridad
y sobre todo la idea renacentista de espacios cómodos, útiles, funcionales y sanos. Uno de
estos virreyes, fue Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de
Revillagigedo. Este virrey, durante los cuatro años que duró su mandato, aplicó al máximo
las reformas propuestas para la organización de todos los ramos de la administración
pública con el fin de lograr un mejor gobierno y por consiguiente mayores beneficios para
la corona.
2 El segundo conde de Revillagigedo ejerció el poder con el sentido claro de que actuaba
como responsable directo del rey, la aplicación estricta de las leyes, su rigurosidad,
tenacidad y obsesión en el cumplimiento de su cargo, le crearon tanto adeptos como
enemigos. Vanidoso, ostentoso, de gustos finos y refinados, "cuidadoso de los detalles y de
las apariencias, perfeccionista e intolerante"1, supo percibir los problemas generales del
virreinato como los concernientes al espacio de la ciudad. Por circunstancias especiales
pudo tener dos visiones del espacio de la ciudad de México: la antigua, la que se ponía en
cuestión, y la nueva que se identificaba con una nueva forma de poder.
3 Es por ello, que tomo a este personaje para que nos introduzca en el conocimiento de dos
espacios de la ciudad de México, así como en sus usos y costumbres. Es importante señalar
que la imaginación y la narración no están peleadas con la verdad histórica. Imaginar
basándose en los documentos, desentrañar de ellos los elementos que nos permitan

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conocer las vivencias de un proceso histórico, no es alterar ni perder la objetividad, es


concebir, sentir y vivir la historia. Evoquemos hoy las dos visiones del virrey
Revillagigedo.

Visión primera
4 En 1746 desembarcó en Veracruz el cuadragésimo primer virrey de la Nueva España don
Juan Francisco de Güemes y Horcasitas. Su hijo Juan Vicente de Güemes Pacheco de
Padilla2 tenía apenas ocho años. Juan Vicente venía apesadumbrado por haber dejado en
La Habana los amigos de juegos y travesuras, descendió del navio y aspiró profundamente
el aire caliente de la costa. Un aire fétido le llevó a cubrirse la nariz.
5 Como cualquier niño, se aburrió durante los actos de bienvenida que los habitantes de
estas tierras le prodigaban a su padre, disfrutó las frutas, los confites y admiró las luces
multicolores de los fuegos artificiales. Al llegar al valle de México, su padre hizo detener
la comitiva para admirar el majestuoso espectáculo de la ciudad asentada en el lago. Juan
Vicente, pudo distinguir las cúpulas de las iglesias, las grandes calzadas, las acequias y
canales que todavía quedaban en la ciudad. Le llamó la atención ver que la ciudad
presentaba dos espacios: zona perfectamente cuadriculada con calles anchas y rectas, y
otra, que la rodeaba, con calles y callejones retorcidos y desordenados. Escuchó cuando a
su padre le explicaban las rutas, los nombres de las calzadas, de los barrios así como el
número de habitantes. Alcanzó a oír que existían en la ciudad 84 templos, 36 conventos de
religiosos, 19 de religiosas, 7 hospitales, 2 colegios de niñas y 9 colegios mayores para
estudiantes3. Él prefirió entretenerse mirando los movimientos de una lagartija. Más
tarde, lo despertaron el repique de las campanas, el estallido constante de los cohetes y
los gritos de la gente. Habían llegado al Santuario de Guadalupe. Mientras a su padre lo
recibían los miembros del cabildo, de tricornio, pelucas y coletas y le entregaban las llaves
de la ciudad y el bastón de mando; al séquito que acompañaba a su madre lo llevaron a
una capilla donde un fraile les narró cada una de las apariciones de la Virgen de
Guadalupe al indio Juan Diego. Él veía admirado la cantidad de velas que ardían y como el
sebo que de ellas se había desprendido cubría casi todo el piso. Quería sentarse.
6 Lo llevaron a un cerro y nuevamente pudo observar la belleza del valle, el reflejo plateado
de los lagos y los dos imponentes volcanes. En un descuido de su madre, su nana le
sumergió la cabeza en una fuente de agua verdosa y lo persignó tres veces,
encomendándolo a la Virgen del Rosario, a la de Guadalupe y al Señor Santiago. Con el
pelo empapado se sentó a la mesa y disfrutó de la suculenta comida.
7 Al otro día muy de mañana, vio como su padre, vestido de uniforme de gala, se subía a una
elegante carroza jalada por briosos caballos. Durante el trayecto se dedicó a buscar
formas en las nubes y recordó las tardes en La Habana. Entonces el ruido de los cohetes,
gritos y aplausos lo hicieron asomarse por la ventana. Se encontró con hombres, mujeres
y niños semides-nudos, que aplaudían, gritaban y se lanzaban sobre las monedas que de
otro carro una mano anónima les tiraba. Vio montones de basura, el olor fétido de los
pantanos le hizo taparse las narices. Una larga fila de carretas, carretones y asnos
cargados llamaron su atención. Preguntó por ello y alguien le respondió "es la entrada a
la garita de Peralvillo". Podía haber preguntado ¿Qué era una garita? Pero se distrajo
viendo un gran moscardón verdoso que revoloteaba cerca de la boca de uno de sus
acompañantes.

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8 El tañer de las campanas, el estruendo de los cohetes, la música, los gritos, los silbidos, los
relinchos de caballos, las risas, los aplausos, los empujones y pisotones lo acompañaron
hasta alcanzar unas endebles escaleras que lo condujeron al centro del tablado. Lo
sentaron al lado de su madre, sintió su olor, y sin medir las consecuencias se dejó caer en
su regazo, quedándose dormido.
9 Todas las mañanas, Juan Vicente, abría la ventana de uno de los balcones del palacio y se
quedaba mirando la plaza4. Le gustaba ir recorriendo uno a uno los edificios que la
componían. Hacia el lado derecho podía ver el magnífico edificio de la catedral, a donde
asistía a misa todos los domingos. Su maestro le había enseñado que en el altar de los
Reyes, Jerónimo de Balbás había sustituido la retorcida columna salomónica por la
elegancia de la pilastra estípite. Miró la belleza del Sagrario. Más allá de la catedral vio los
toldos de los puestos donde se podían comprar ollas y artículos de barro. De frente le
quedaba el portal de Mercaderes con tiendas donde se vendían dulces, libros, ropas,
nieves, juguetes, sarapes, rebozos, sombreros, flores de papel, limas, navajas, martillos y
machetes. Allí, por las noches, el resplandor de los hachones, que se situaban en los vanos
de cada portal, servía para localizar a quienes vendían buñuelos, quesadillas, atole y
pasteles. Si continuaba recorriendo con su mirada podía distinguir el portal de las Flores,
el edificio de las Casas Consistoriales y el Parián. De éste podía ver su forma más o menos
rectangular y contar sus 8 accesos: tres hacia la catedral, tres hacia el ayuntamiento, uno
hacia el palacio y otro hacia el portal. Le gustaba ir al Parián. Generalmente iba en los
meses de octubre o noviembre que era eltiempo en que llegaban las recuas de mercancías
provenientes de la feria de Jalapa, o bien en diciembre o enero cuando llegaban las
provenientes de Acapulco, que ponían a disposición de los ricos las mercaderías traídas
por la nao de China. Recorría los pasillos admirando los cajones donde se expendían las
más diversas mercancías: sedas y jarrones de la China, muebles, arcones y baúles, lujosas
sillas de montar, tapetes y alfombras, grandes barriles repletos de arenques, aceite, vino y
aceitunas. Pero lo que más le divertía era ir al Baratillo, caminar entre los tendajotes de
carrizo con techos de paja donde se vendía atole, tamales, buñuelos, guisos, frutas,
verduras, flores, patos, pescados y aves. Allí veía una diversidad de colores, oía los más
diversos pregones, olía el aroma de las frutas y disfrutaba cuando los vendedores le
extendían una probada de naranja, mango, ciruela, durazno o membrillo. No le gustaba
pasar por la fuente, por el hedor a podredumbre y le causaba inquietud ver como en
aquella agua sucia los cocheros abrevaban a sus caballos y las mujeres lavaban su ropa,
pelo, rebozos y los pañales sucios. Le gustaba correr al rededor de la columna que sostenía
una ridicula estatua de Fernando VI. La horca le producía escalofríos.
10 Allí, sentado en ese balcón podía escuchar y distinguir los ruidos de la ciudad: los gritos
de los vendedores, de los trajineros que transportaban variados productos, las
conversaciones, las campanas de las iglesias, la campanilla que anunciaba el Viático, los
silbidos de los vaqueros que arriaban las vacas ofreciendo su leche, el chillido de los
cerdos en las casas de matanzas, el redoble de los tambores que anunciaban la presencia
de los pregoneros oficiales y privados que gritaban los bandos, decretos, edictos, remates
y ofertas. Vivía esa ciudad. Le gustaba la claridad de la atmósfera que le permitía a lo lejos
distinguir los dos acueductos que surtían a las fuentes de la ciudad, el castillo de
Chapultepec, y el lejano poblado de Tacubaya. A veces no podía salir al balcón porque los
malos olores provenientes de las acequias azolvadas, de las zahúrdas, de los miasmas y del
beque inmundo que se encontraba a un lado del palacio, lo hacían insoportable. Entonces
se encerraba en sus habitaciones y esperaba a que llegara la tarde.

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11 Por las tardes, en las horas de juego se reunía con los otros chicos de la corte y corrían, se
escondían en los salones del palacio5. Les gustaba desafiar las reglas y salirse de las
habitaciones asignadas, así descubrieron que en la planta baja se encontraban la cochera,
las caballerizas, el corral, la despensa, la botica con sus grandes estantes repletos con
frascos de porcelana, la panadería, la botillería, el boliche y la almuercería, donde
personajes descamisados y sucios bebían pulque y en secreto comían chinguirito y
jugaban naipes. Muchas veces lo asustaron los gritos, los manotazos y el brillo
deslumbrante de algún cuchillo. Disfrutaba esconderse en la cocina, aquella habitación
grande llena de ollas y sartenes, cuchillos, cucharones de diferente tamaño, grandes
frascos de vidrio o de porcelana, canastos con frutas y verduras.
12 Pero este goce cambió cuando a los quince años su padre tuvo a bien nombrarlo capitán
de la guardia del palacio, confirmándole su vocación por la carrera de las armas. Entonces
disfrutó los bailes, los paseos por la Alameda y las cabalgatas por las calles de la ciudad. A
menudo le molestaba tener que ir esquivando los grandes hoyos, los lodazales, los
montones de basura y sobre todo estar atento al grito de "agua va".
13 Estuvo en esta ciudad hasta los 17 años y se la llevó clavada en un lugar privilegiado de
sus recuerdos.
14 Al regresar a España en el mismo puerto de Cádiz se incorporó al regimiento de Soria, de
allí pasó a Ceuta y más tarde su amigo el conde de Aranda lo destino a Panamá. No pudo
reorganizar y reforzar las milicias. La muerte de su padre y las disputas por la herencia lo
llevaron a abandonar esta misión, hecho por el que Carlos III le retiró su apoyo. Cuando
regresó a Madrid puso fin a las disputas familiares concentrándose en sus actividades
personales y financieras. Como un simple ciudadano recorría Madrid, veía los cambios
que en calles y plazas se estaban realizando. Asistía a las tertulias, oía y discutía la
importancia de la circulación del aire en la prevención de las enfermedades. Es probable
que leyera lo moderno, que resultaba ser lo clásico, en cuanto a la construcción de
fortificaciones, caminos, calzadas y la relación entre higiene y ciudad.
15 Cuando le comunicaron que el rey lo había nombrado como el quincuagésimo segundo
virrey de Nueva España, volvieron a su mente las imágenes de la Plaza Mayor, de los
canales y acequias, de las calles oscuras, del aire fétido, del beque inmundo, de la
almuercería, de la catedral, de Chapultepec, del aroma y el sabor de las frutas, de los
bailes y paseos.
16 Buscó en su biblioteca y sacó los legajos escritos por su padre para darle las instrucciones
a su sucesor, el marqués de las Amarillas. Los leyó con cuidado y se enteró de los
problemas del gobierno y de la administración. Fue anotando los párrafos que
consideraba de mayor interés, como aquel donde se señala que "La diversidad de estas
castas se deja ver en esta capital que se puebla de todos, mezclándose en ellas algunos
extranjeros y aunque la plebe es vil y viciosa, por ser también cobarde bastan pocos
soldados en los mayores concursos públicos, para contener sus desórdenes y excesos" 6. O
bien, aquellos referentes a la embriaguez, a la importancia del abasto del maíz y a la
reorganización de la Real Hacienda.
17 Además, leyó los libros de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, fray Bernardino de
Sahagún, Francisco Xavier Clavijero y Francisco de Ajofrín, Thomas Gage, Juan Francisco
Gemelli Carreri y fray Agustín de Vetancourt.
18 En el libro de Cortés leyó: "Esta gran ciudad de Temixtitlan está fundada en esta laguna
salada, y desde la tierra firme hasta el cuerpo de la dicha ciudad, por cualquiera parte que

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quisieren entrar a ella, hay dos leguas. Tiene cuatro entradas, todas de calzada hecha a
mano"7. Recordó los lagos como espejos, la luminosidad de la atmósfera y la presencia
majestuosa de los volcanes.
19 En el capítulo de la fundación, sitio y moradores de la obra de fray Agustín de Vetancourt
encontró:
"porque aunque no es tanto el calor que enfade, ni el frío que aflija, no es el temple
de la tierra (aunque el cielo es alegre) lo mejor que tiene, porque es húmedo, y con
poco calor es a la salud nociva según el axioma de Aristóteles: Calidum el humidum
sunt principia corruptionis, y así se ve con experiencia que por los meses de abril y
mayo, si hace calor por la falta de agua hay erizipelas, esquilencias, sarampión,
viruelas, que en lo naturales chiquitos son de muerte y calenturas" 8.
20 Del libro de Ajofrín anotó:
"Y si hubiera más economía en la dirección de las aguas, limpieza de las calles y
plantío de arboledas, huertas y jardines (lo que pudiera conseguirse a costa de
poquísimo trabajo, pues está brindando la fertilidad de la tierra, la abundancia de
las aguas, lo benigno del temperamento), fuera México el embeleso del mundo, el
hechizo del orbe y segundo Paraíso, aunque no le falta hermosura, frondosidad y
adorno que ha puesto próvida la Naturaleza"9.
21 Así, la ciudad de México se fue conformando en dos visiones: la majestuosa, ciudad de
calles anchas y rectas tiradas a cordel y la de callejones retorcidos, acequias azolvadas,
miasmas, calles oscuras y encharcadas.
22 Entonces, probablemente leyó a Vitrubio y a Alberti, revisó bandos y ordenanzas,
constató lo benéfico de las reformas urbanas que se estaban desarrollando en Madrid y
aprendió en base a las teorías circulacionistas, que la fluidez del aire y de las aguas tenían
un papel fundamental en la prevención y curación de las enfermedades, que "lo contrario
a lo insalubre era el movimiento"10. Sabía que la relación entre morbilidad, mortalidad y
medio ambiente había llevado a los gobernantes ilustrados a preocuparse por
reestructurar el espacio urbano con base en el saneamiento; de esta manera se habían
iniciado una serie de medidas para ser establecidas en las ciudades: calles empedradas,
alumbradas, libres de muladares, lodazales y charcos que permitieran el libre correr de
las aguas y la fluidez del aire. Para estos gobernantes la ciudad debía ser el ser símbolo de
poder y dominio; en ella debía de prevalecer, en base en la razón: lo recto, lo simétrico, lo
uniforme, la pura armonía geométrica, como expresión de belleza.
23 Las ciudades acordes con las ideas clásicas debían de reordenarse y convertirse en lugar
de ejercicio, de función, en un espacio cómodo, limpio, funcional y útil, que dependiera de
principios, reglas racionales y que sirviera de marco al desarrollo de la actividad humana
11
.
24 Con estas ideas Revillagigedo cruzó el Océano, entre vientos calmos y flojos. El 9 de agosto
de 1789 desembarcó en Veracruz. El aire fétido le llevó nuevamente a cubrirse la nariz.
Hizo el mismo recorrido que su padre, pero a diferencia de él, Juan Francisco no quería
festejos. En el Santuario de Guadalupe, recibió el bastón de mando, rezó ante la Virgen y
entró a la ciudad según dice José Gómez "en un coche inglés tirado de seis caballos muy
enjaezados con penachos de plumas en las cabezas y dos volantes por delante, muy bien
vestidos, cosa que causó mucha novedad"12.
25 Llegó a palacio y constató de nuevo la persistencia del desorden y la suciedad. Recorrió las
habitaciones, abrió el balcón de sus recuerdos infantiles y miró la plaza. Allí seguía el
mercado, los puestos de fritanga, la fuente inmunda, la ridícula columna y la horca. Sintió
la fetidez del beque. Miró a lo lejos y distinguió la alameda, los acueductos y el castillo de

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Chapultepec. Comprobó con tristeza cómo después de tantos años la ciudad seguía siendo
un espacio de marcados contrastes.
26 Comenzaba a ordenar las cosas del gobierno cuando la ciudad se estremeció con el
asesinato de don Joaquín Dongo. El virrey dio muestras de que se iniciaba un nuevo
gobierno, hizo a un lado las fiestas, aplicó de manera expedita la justicia para castigar con
la horca a los asesinos de Dongo, midió fuerzas con el ayuntamiento y se reunió con el
intendente, la Real Audiencia, con los maestros mayores de la ciudad, del palacio y del
desagüe, con comerciantes, religiosos, mercaderes y hacendados, escuchando todos los
puntos de vista. Recorrió el casco de la ciudad y reafirmó su admiración por su
hermosura, por sus bellos edificios y sus atractivos paseos, pero al igual que años atrás, le
repugnó la suciedad y el aire malsano y corrompido que provenía de las acequias y
canales azolvados, de los montones de basura y de las calles encharcadas. De acuerdo con
lo dicho por Hipólito Villarroel consideró que este espacio era un cuerpo enfermo que
reclamaba una rápida y eficaz cura13.

Visión segunda

27 Una noche descubrió entre sus papeles un legajo que tenía por título: Discurso sobre la
policía de México, 1788. Reflexiones y apuntes sobre varios objetos que interesan la salud pública y
la policía particular de esta ciudad de México, sí se adaptasen las providencias o remedios
correspondientes. Acercó la luz al documento y fue leyendo, releyendo y anotando cada uno
de los apartados. Subrayó lo que decía sobre la forma de introducción de la carne:
"La introducción de la carne muerta en esta capital por lo abierto y mal
resguardado de ella, es un desorden que, a mi entender, ha producido muchas
enfermedades epidémicas, o que a lo menos interesa en sumo grado a la salud de su
cuantioso vecindario.
Sin detenerme en especificar la multitud de animales comestibles o privados por
inmundos, que me constan entran y se consumen indebidamente por abandono o
imposibilidad en celarlo (...) Tal condición debiera reputarse inadmisible y
absolutamente por el fatal abuso a que da margen, como lo comprueba avisar
repentinamente los guardas de las garitas, la entrada de reses hediondas y que por
la relación que mensualmente presenta el interventor que asiste en el matadero
para llevar la cuenta de las cabezas que se matan y cobrar la respectiva alcabala,
consta haber meses en que se introducen 200 o 300 bueyes con la distinción de
muertos y de enteramente podridos"14.
28 También anotó lo que se había escrito sobre los malos olores que provenían de las
zahúrdas y tocinerías, el uso de aguas puercas, malas levaduras y tequezquite en la
fabricación del pan, la escasez y mala distribución del agua, la irregularidad de las calles y
de las construcciones, la falta de un plan único en los empedrados, banquetas y niveles.
29 El virrey reflexionó y consideró que era necesario cambiar los usos y las costumbres,
hacer reglamentos e iniciar, tal como lo había hecho Carlos III en Madrid, una reforma
urbana total.
30 Cuatro meses después de su llegada mandó un oficio al corregidor de México don
Bernardo Bonavía, comunicándole que era necesario desembarazar la Plaza Mayor para
las fiestas de proclamación del nuevo rey Carlos IV. Así escribió: "Se procederá concluidas
éstas a empedrarla, como las demás de la ciudad; se quitará la enorme fuente que hay en
ella, mal colocada y desaseada, por no poderse surtir en ella el público, sino del agua del
pilón y se substituirán cuatro medianas en sus cuatro extremos, según el plan que he
mandado formar"15.

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31 Fue el arquitecto José Damián Ortiz de Castro quien se encargó de la remodelación. El


virrey escribió a España que se habían quitado ya los puestos de la Plaza Mayor,
ubicándolos en la plaza del Volador, en donde formaron "calles con cajones portátiles de
madera y tinglados, o portales de lo mismo, que arrendados o por administración darán
mayor producto"16. Se había nivelado el piso, se pusieron banquetas y empedrados
nuevos, se quitó el muro que rodeaba el atrio de la catedral y se construyó una gradería
quedando "libre ya el público de entrar en el primer templo de la Nueva España
atravesando un desmedido cercado, tropezando con huesos y calaveras, y viendo los
cadáveres casi sobre la tierra, en la realidad insepultos"17, además se instaló la cañería que
llevaría el agua a las cuatro fuentes.
32 El 10 de diciembre de 1790, ante los asombrados ojos y el disgusto de los miembros del
ayuntamiento se comenzó a quitar la vieja pila. En los corrillos los regidores protestaban,
ponderaban la calidad de la taza de bronce enviada desde el Perú, por el notable don Luis
de Velasco. También se quitaron la horca y el busto de Fernando VI que el pueblo había
bautizado como la pirámide. La plaza resaltó su belleza y acorde con los postulados
neoclásicos se convirtió en el centro, símbolo y representación del poder. Años después
allí se colocaría la estatua ecuestre de Carlos IV.
33 Revillagigedo encontró eco a sus ideas y se identificó plenamente con el arquitecto y
maestro mayor de la ciudad don Ignacio de Castera, habló con él, se oyeron, expusieron
sus ideas, coincidieron en hacer de la ciudad una ciudad cómoda, útil, bella y funcional.
Para lograrlo acordaron poner en práctica un plan general de urbanización. Centralizaron
las obras, las desligaron del ayuntamiento, y por primera vez el espacio urbano se tomó
como un todo y se enmarcó dentro de una política urbana integral. Virrey y arquitecto se
vincularon, compartieron conocimientos y experiencias para trabajar "sin disputa, por un
método igual, con inteligencia, economía y legalidad"18. A pesar de la constante oposición
y las duras críticas de algunos miembros del cabildo, virrey y arquitecto fueron
transformando la imagen de la ciudad. Después del arreglo de la Plaza Mayor se
emprendió la reforma y limpieza del palacio, las calles se nivelaron, empedraron, se
construyeron atarjeas y banquetas, para lo cual ordenó al ayuntamiento que se formasen
cuatro cuadrillas de empedradores que fueran recorriendo las calles y arreglando los
desperfectos19. Así, escribía satisfecho, quedaron "perfectamente concluidas con tarjea,
caños, banquetas y cómodo y firme empedrado, más de siete mil varas lineales de calle, de
las que sólo había el año de noventa como dos mil con tarjea (...) de suerte que, desde el
citado año de noventa, se han hecho más de nueve mil varas de tarjeas, caños, banquetas
y empedrados"20. También se organizó el servicio de limpieza, extendiéndose hasta los
cuatro barrios indígenas y se propuso el alineamiento de calles y edificios. Conociendo el
interés del virrey, Castera le presentó un proyecto que ha sido considerado como el
primer plano regulador de la ciudad de México. En él, el maestro mayor de la ciudad, sin
modestia alguna le señala al virrey que es "tan hermoso, tan cómodo, tan útil, tan
económico, tan grande y perfecto en todas sus partes, que estaba por creer no se puede
mejorar"21 . Revillagigedo lo estudia, sabe que las dos propuestas que presenta el
arquitecto son importantes. Tanto la de continuar la alineación de las calles del centro
hasta la periferia para terminar con la irregularidad de los barrios indígenas, como la de
construir una acequia maestra que permitiera regular las aguas. Este proyecto lo
entusiasmó, le dio el visto bueno e iniciaron las obras. El ayuntamiento se opuso,
discutieron, fueron y vinieron. Finalmente, el virrey no tuvo más remedio que parar las
obras.

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34 En estos años no sólo cambió el aspecto físico de la ciudad, sino que también se
modificaron los usos y las costumbres, se establecieron lugares y formas para tirar la
basura, para limpiar las acequias y hasta para "descargar el vientre". Se reglamentaron
los mercados, incendios, empedrados, alumbrado y sobre todo, se decretó como la
población debería de vestirse.
"La característica de la gente de estos países, que dimana de la mala crianza y ocio
que les es natural, más que de pobreza y miseria, se va reformando conocidamente
con varias providencias muy adecuadas del excelentísimo señor virrey, sostenidas
con receloso empeño por los sujetos a que corresponde, y en consecuencia no se
admiten trabajadores desnudos en las oficinas reales, como Casa de Moneda,
Aduana, Fábrica de Cigarros, ni en los salariados por la ciudad como son los
guardafároleros, guardias de mercados y paseo, y los empedradores, y también se
prohibe la entrada a gente desnuda en la casa de gallos, en la Alameda, y en las más
de las funciones particulares. Con el mismo fin, por disposiciones del excelentísimo
señor virrey, los individuos que componen las repúblicas de indios de las
particulares de San Juan y Santiago, que excepto los gobernadores, se presentan con
suma indecencia, concurren en el día a las funciones públicas aseados y decentes,
vestidos de casaca o con capa"22.
35 La ciudad había cambiado. La pensión impuesta de tres reales sobre carga de harina que
se introducía a la ciudad había permitido colocar 1.128 faroles, que para el virrey están "
colocados a distancia de cincuenta varas, unos de otros, los que desde el anochecer se
encienden, excepto las seis y ocho noches de plenilunio, y aún éstas cuando son obscuras
en tiempo de aguas y alumbran a todos hasta la una o dos de la mañana" 23.
36 Ya no había animales sueltos por las calles, un bando prohibía que los perros caminaran
sin freno, que se sacaran caballos y muías a bañar y limpiar en ellas, que los amarraran a
las paredes de las casas y sobre todo que los pararan sobre las banquetas o lozas. Además,
se prohibió que las vacas de leche y sus crías anduvieran sueltas por las calles "
especialmente de noche, alimentándose de porquería, espantando a la gente, y aun
causando desgracias con su encuentro"24.
37 El virrey abrió el balcón, contempló la plaza esplendorosa, magnífica, luciendo el
conjunto de sus edificios. Aspiró el aire, miró el paisaje y cerró la puerta. Con mano
trémula continuó escribiendo sus instrucciones para el nuevo virrey, el marqués de
Branciforte: "Párrafo 246. El abandono de la policía, en punto de limpieza en México,
había llegado al extremo de que se permitiesen andar libres en las calles las vacas y
cerdos. Todo esto se halla ya remediado..."25
38 Satisfecho, conmovido por las muestras de afecto, subió al navio que lo llevaba de regreso
a España. Mientras, en la ciudad de México, el ayuntamiento preparaba afanosamente los
documentos para sustentar la demanda que harían efectiva en el juicio de residencia.
39 Juan Vicente, cerró los ojos. Pudo oír los gritos de los vendedores, oler el aroma de las
frutas y mirar la majestuosidad de la plaza y emitió un suspiro. El 12 de mayo de 1799 en
Madrid, la puerta del palacio de los condes de Revillagigedo, situado en la calle de
Sacramento, se cubría con el pendón de duelo.

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NOTAS
1. Sonia Lombardo de Ruiz. "El segundo conde de Revillagigedo, una semblanza a través de las
voces de su tiempo", en Sonia Lombardo de Ruiz, Lina Odena Güemes y Hector Madrid Mulia
(eds.). Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo Conde de Revillagigedo, testimonio
documental. México: Gobierno de la ciudad de México, 1999, p. XXVIII.
2. Sobre la biografía del segundo conde de Revillagigedo véase Agustín Agüeros de la Portilla. El
gobierno del 2° Conde de Revillagigedo en Nueva España. Sus antecedentes y algunas consideraciones
generales. México: Talleres tipográficos de El Tiempo, 1911; Manuel Payno. El virrey Revillagigedo.
México: Editorial Vargas Rea, 1948. María Lourdes Díaz-Trechuelo López-Spinola. "Juan Vicente
de Güemes Pacheco, segundo conde de Revillagigedo" en José Antonio Calderón y Quijano. Los
virreyes de Nueva España en el reinado de Carlos IV. Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos,
1972, tomo 1; Manuel Rivera Cambas. Los gobernantes de México: galería de biografías y retratos de los
virreyes, emperadores, presidentes... México: J.M. Aguilar Ortiz, 1872-1873; Artemio del Valle Arizpe.
Virreyes y virreinas de la Nueva España. México: Editorial Jus, 1947.
3. Las descripciones de la ciudad de México, de los usos y costumbres se basan en los siguientes
textos: Francisco de Ajofrín. Diario del viaje a la Nueva España (siglo XVIII). México: Instituto Cultural
Hispano Mexicano, 1964; José Manuel de Castro Santa Anna. "Diario de sucesos notables.
Comprende los años de 1752 a 1758" en Documentos para la historia de México. México: Tip. de
Vicente García Torres, 1853, tomos IV a VI; Pedro Estala. El viajero universal: la Nueva España al
finalizar el siglo XVIII. México: Bibliófilos mexicanos, 1959; Virginia González Claverán. "Un verano
en el México de Revillagigedo, 1791", Historia Mexicana, México, vol. XXXVIII, No. 2, (150),
octubre-diciembre, 1988; Juan Manuel San Vicente. "Exacta descripción de la magnífica corte
mexicana cabeza del nuevo americano mundo significada por sus esenciales partes, para el
bastante conocimiento de su grandeza...", Annales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y
Etnología, México, 3a Época, tomo V, 1913; Juan de Viera. Compendiosa narración de la ciudad de
México, prólogo y notas de Gonzalo Obregón. México: Editorial Guarania, 1952; José Antonio de
Villaseñor y Sánchez. Suplemento al teatro americano; la ciudad de México en 1755. Estudio preliminar,
edición y notas de Mario Serrera. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1980; José
Antonio de Villaseñor y Sánchez. Teatro Americano; descripción general de los reynos y provincias de la
Nueva España y sus jurisdicciones. México: Imprenta de la viuda de Joseph Bernardo de Hogal, 1746.
4. Para las descripciones de la Plaza y de los edificios se han consultado: Francisco Sedano.
Noticias de México recogidas desde el año de 1756, coordinadas, escritas de nuevo y puestas por orden
alfabético en 1800. México: Imprenta de J. Barbedillo, 1880; Ma. Rebeca Medina Yoma y Luis Alberto
Martos López. "El Parián: un siglo y medio de historia y comercio", Boletín de Monumentos
Históricos, México, INAH, No. 10, julio-setiembre, 1990.
5. Sobre el palacio virreinal se consultaron: "El palacio de los virreyes en 1779", Boletín del Archivo
General de la Nación, México, t. XXVI, No. 3, julio-septiembre, 1955; Palacio nacional. México,
Secretaría de Obras Públicas, 1976.
6. Instrucción que el virrey Revillagigedo deja a su sucesor el marqués de Las Amarillas... p. 287.
7. Emmanuel Carballo y José Luis Martínez. Páginas sobre la ciudad de México, 1469-1987. México:
Consejo de la Crónica de la ciudad de México, 1988, p. 35.
8. Antonio Rubial. La ciudad de México en el siglo XVIII. Tres crónicas. México: Consejo Nacional para
la Cultura y las Artes, 1990, p. 50.
9. F. de Ajofrín. Diario del viaje a la Nueva España..., p. 64.
10. Alain Corbin. El perfume o la miasma. México: Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 107.

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11. Sobre el urbanismo neoclásico véase: Leonardo Benevolo. The History of the City. Cambridge:
The MIT Press, 1981; Woodrow Borah. "La influencia cultural europea en la creación de los
centros hispanoamericanos", en Ensayos sobre el desarrollo urbano de México. México: SEP, 1974; "Las
ciudades latinoamericanas en el siglo XVIII, un esbozo", Revista Interamericana de Planificación, vol.
XIV, Sep.-Dic, 1980, México; Fernando Chueca Goitia. Breve historia del urbanismo. Madrid: Alianza
Editorial, 1968 y La América española en la época de las luces. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica,
1988; Emmanuel Le Roy Ladurie. "La villa classique", en Historia de la Francia urbana. Francia:
Editions du Seuil, 1981, vol. 3.; A.E.J. Morris. Historia de la forma urbana. Barcelona: Gustavo Gili,
1979; Lewis Mumford. The City in the History. Inglaterra: Penguin Books, 1961.
12. José Gómez. Diario curioso y cuaderno memorable en México durante el gobierno de Revillagigedo.
Versión paleográfica, introducción y notas Ignacio González Polo. México: Universidad Nacional
Autónoma de México, 1986, p. 329.
13. Hipólito Villarroel. Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, en casi todos
los cuerpos de que se compone y remedos que se le deben de aplicar para su curación si se quiere que sea
útil al Rey al público. México: Editorial Miguel Ángel Porrúa, 1979. Véase también Marcela Dávalos.
De basuras inmundicias y movimientos. O de cómo se limpiaba la ciudad a finales del siglo XVIII. México:
Cien Fuegos, 1989.
14. Reflexiones y apuntes sobre la ciudad de México. Versión paleográfica, introducción y notas de
Ignacio González Polo. México: Departamento del Distrito Federal, 1984, p. 27.
15. Juicio de residencia de Revillagigedo. México, Archivo General de la Nación, T. XXII, 1933, p. 48.
16. Citado por M. Lourdes Díaz-Trechuelo. "Juan Vicente de Güemes Pacheco, segundo Conde de
Revillagigedo", Tomo 1, p. 102.
17. Ibíd., Tomo 1, p. 103.
18. AHCM, Empedrados, vol. 882, exp. 173. 1794.
19. Sobre las obras de Castera durante el gobierno del segundo conde de Revillagigedo véase
Regina Hernández Franyuti. Ignacio de Castera: Arquitecto y urbanista de la ciudad de México. México:
Instituto Mora, 1992.
20. Compendio de providencias de policía de México del Segundo Conde de Revillagigedo. Versión
paleográfica, introducción y notas por Ignacio González Polo. México: Universidad Nacional
Autónoma de México, 1983, p. 24.
21. Francisco de la Maza. "El urbanismo neoclásico de Ignacio Castera", en Anales del Instituto de
Investigaciones Estéticas. México: Universidad Nacional Autónoma de México, vol. VI, No. 22, 1954.
22. Compendio de providencias de policía..., p. 24.
23. Ibid., p. 18.
24. Ibid., p. 19.
25. Instrucción que el virrey conde de Revillagigedo dejó a su sucesor el marqués de Branciforte,
p. 86.

AUTOR
REGINA HERNÁNDEZ FRANYUTI
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora

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