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los temas que aborda Hanna Arendt con su penetrante punto de vista son cuestiones ético-

jurídicas que versan sobre el juicio que se llevó a cabo durante 1961 en la Ciudad de Jerusalén
contra el coronel de la S.S., Adolf Eichmann.

Poco a poco, la mirada lúcida y penetrante de Arendt va desentrañando la personalidad del


acusado, analiza su contexto social y político y su rigor intachable a la hora de organizar la
deportación y el exterminio de las comunidades judías. Para no dejar todo en interpretación es
necesario conocer el texto en sí, por ello, a continuación presento a grandes rasgos el proceso
del tribunal que se efectuó, teniendo presente como contexto histórico la Segunda Guerra
Mundial.

Primeramente, el nombre completo del coronel nazi fue Otto Adolf Eichmann, hijo de Karl
Adolf y Maria Schefferling. Fue detenido en un suburbio de Buenos Aires, la noche del 11 de
mayo de 1960, y trasladado en avión, nueve días después, a Jerusalén, acudió ante el tribunal
del distrito de Jerusalén el día 11 de abril de

David Ben Gurión, el primer ministro de Israel, había esbozado, antes de que el juicio
comenzara, en varios artículos periodísticos encaminados a explicar por qué Israel había
raptado al acusado. Una de las lecciones estaba dirigida al mundo no judío: “Queremos dejar
bien asentado ante todas las naciones que millones de personas, por el solo hecho de ser
judíos, y millones de niños, por el solo hecho de ser niños judíos, fueron asesinados por los
nazis”[1].

El proceso del tribunal no se interesó en aclarar cuestiones como: ¿Por qué las víctimas
escogidas fueron precisamente los judíos?, ¿Por qué los victimarios fueron precisamente los
alemanes?, ¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos? El objeto del
juicio fue la actuación de Eichmann[2], no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán,
ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo.

Ante tal acontecimiento el fiscal Hausner estaba convencido de que tan solo un tribunal judío
podía hacer justicia a los judíos, y de que a éstos competía juzgar a sus enemigos. De ahí que
en Israel hubiera general aversión hacia la idea de que un tribunal internacional acusara a
Eichmann, no de haber cometido crímenes contra el pueblo judío, sino crímenes contra la
humanidad, perpetrados en el cuerpo del pueblo judío. Esto explica aquella frase injustificada,
“nosotros no hacemos distinciones basadas en criterios étnicos”[3]. Finalmente, otro de los
motivos de juzgar a Eichmann era el de descubrir a otros nazis y otras actividades nazis, como,
por ejemplo, las relaciones existentes entre los nazis y algunos dirigentes árabes.

El abogado defensor de Eichmann, el doctor Robert Servatius, de Colonia, cuyos honorarios


satisfacía el Estado de Israel, dijo que “Eichmann se cree culpable ante Dios, no ante la Ley”[4].
Pero el acusado no ratificó esta contestación. Al parecer, el defensor hubiera preferido que su
cliente se hubiera declarado inocente, basándose en que según el ordenamiento jurídico nazi
ningún delito había cometido, y en que, en realidad, no le acusaban de haber cometido delitos,
sino de haber ejecutado actos de Estado, con referencia a los cuales ningún otro Estado que no
fuera el de su nacionalidad tenía jurisdicción, y también en que estaba obligado a obedecer las
órdenes que se le daban.

Muy distinta fue la actitud de Eichmann. En primer lugar, según él, la acusación de asesinato
era injusta, pues según él decía que: “Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di
muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás
di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Lo niego rotundamente”[5].

Una y otra vez repitió que tan solo se le podía acusar de ayudar a la aniquilación de los judíos,
y de tolerar la aniquilación que, según declaró en Jerusalén, fue uno de los mayores crímenes
cometidos en la historia de la humanidad. La defensa hizo caso omiso de la teoría de
Eichmann, pero la acusación perdió mucho tiempo en intentar, inútilmente, demostrar que
Eichmann había matado, con sus propias manos, por lo menos a una persona (un adolescente
judío, en Hungría), y todavía dedicó más tiempo, con mejores resultados, a cierta nota que
Franz Rademacher, el perito en asuntos judíos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán,
había escrito en un documento referente a Yugoslavia, durante una conversación telefónica,
cuya nota decía: “Eichmann propone el fusilamiento”[6]. Estas palabras eran la única prueba
existente de orden de matar, si es que podía considerarse como tal.

Saco a colación que seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre normal.
Otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos,
padre y madre, hermanos, hermanas y amigos, era “no solo normal, sino ejemplar”[7]. Y, por
último, el religioso que le visitó regularmente en la prisión, después de que el Tribunal
Supremo hubiera denegado el último recurso, declaró que Eichmann era un hombre con ideas
muy positivas. Tras las palabras de los expertos en mente y alma, estaba el hecho indiscutible
de que Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de
insania moral.

Sin embargo, los jueces presumieron que el acusado, como toda persona normal, tuvo que
tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos y así distinguir entre el bien y el mal. A
pesar de ello, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan sólo los seres
excepcionales podían reaccionar normalmente. Esta simplísima verdad planteó a los jueces un
dilema que no podían resolver, ni tampoco soslayar.

Por último, Arendt coincide con lo decidido por el Tribunal: pena de muerte para el acusado. Y
surge así un nuevo interrogante: “¿es admisible que el Estado imponga la pena
máxima?”[8] Aquí la autora, apela al pensamiento kantiano, investigando en las ideas de
justicia absoluta y trascendental del pensador para legitimar dicha aprobación.
Las irregularidades y anomalías del proceso de Jerusalén fueron tan diversas y de tal
complejidad jurídica, que oscurecieron durante el procedimiento, al igual que han hecho en los
textos, sorprendentemente escasos, publicados tras el juicio, los centrales problemas morales,
políticos e incluso legales, que el proceso inevitablemente tenía que plantear. El propio Estado
de Israel, a través de las declaraciones formuladas antes del juicio por el primer ministro Ben
Gurión, y también mediante el modo en que el fiscal formuló la acusación, creó una mayor
confusión al formar una larga lista de las finalidades que el proceso debía alcanzar, las cuales
se hallaban más allá de las finalidades propias de la aplicación de la ley mediante el
procedimiento legal.

También resalto que las objeciones formuladas contra el proceso de Eichmann eran de tres
caracteres. En primer lugar, estaban aquellas que fueron formuladas con respecto a los
procesos de Nuremberg, y que fueron repetidas con referencia al de Eichmann. El comandante
nazi era juzgado según una ley de carácter retroactivo, y sus juzgadores eran los vencedores.
En segundo lugar, estaban las objeciones que únicamente cabía aplicar al tribunal de
Jerusalén, por cuanto ponían en tela de juicio su competencia, así como el que no tomara en
cuenta el hecho del rapto de Eichmann. Finalmente estaban las objeciones contra la acusación
en sí misma, según las cuales, el acusado había cometido crímenes “contra la humanidad”[9],
antes que crímenes contra los judíos, por lo que dichas objeciones quedaban a fin de cuentas
dirigidas contra la ley que se aplicó a Eichmann. Como es natural, de esta argumentación
resulta que el único tribunal competente para juzgar estos delitos era un tribunal
internacional.

Eichmann, era para la filósofa Hanna A. un hombre de una “ordinariez rayana en la


mediocridad; un burócrata de pocas luces, cuya ambición y falta de discernimiento le impedía
cuestionar la calidad moral de las órdenes que recibió”[10]. Según Arendt, estas características
no libraban a Eichmann de culpa, pero sí lo hacían sujeto de un verdadero juicio, no de la farsa
que, según ella, puso en escena el primer ministro israelí, David Ben-Gurion, para servir de
ejemplo ante el mundo y apuntalar la causa israelí en medio del creciente conflicto con los
palestinos.

Arendt deja en claro que el acusado no es el monstruo que se quiso presentar, sino uno más
de entre tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad pretendían
escalar en la pirámide del poder estatal alemán. Un hombre ordinario, despreciado por
muchos de sus colegas y jefes, inofensivo y hasta refractario al uso de la violencia en lo
cotidiano, que mostró ser muy eficiente en las tareas que se le encomendaban, pero que pese
a ello nunca pudo pasar de ser un obscuro “Obersturmbannführer a cargo de una
subsección”[11], muy lejos de los centros de poder donde se decidía cuándo, quiénes y cómo
poblaciones enteras terminarían su existencia en los campos de exterminio del este europeo.

Para Arendt, la idea de la banalidad del mal no era, como algunos críticos quisieron ver, la
escalofriante confirmación de que los más horrendos actos de genocidio son con frecuencia
cometidos por personas comunes y corrientes que siguen órdenes o que resultaron atrapadas
por el vertiginoso desarrollo de los acontecimientos, sino la problemática conclusión de que la
incapacidad de juicio moral de una persona intelectualmente limitada, enfrentada a
situaciones que exigen una apreciación cabal y compromiso claro con la prevención del mal,
puede desembocar en las consecuencias más nefastas si se combina con la complacencia de
muchos (parte del liderazgo judío europeo, las fuerzas aliadas, y otros actores, según Arendt) y
la indefensión de las potenciales víctimas. Lo que la filósofa desea mostrar es el sentido banal
que adquiere el mal cuando no se es capaz de juzgar las acciones propias y ajenas.

Por tal motivo, considera que Eichmann no era malo, ni estúpido “únicamente, la pura y simple
irreflexión que en modo alguno se puede equiparar a la estupidez, lo cual, fue lo que le
predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”[12].

Ciertamente el texto escrito por la autora no sólo propone una interpretación del juicio de
Eichmann, sino además describe el sentido burocrático del fenómeno totalitario y, con él, la
crisis de la conciencia humana, tanto de aquellos que obedecían las órdenes del Führer como
de los que después tomaron la forma de víctimas, a saber, los judíos que accedían a ser
trasladados a los distintos campos de concentración. Ambos, nazis y judíos, participaron
activamente en el desarrollo de las acciones que terminaron en la solución final. “Resulta
llamativo el hecho de que siendo millares de judíos quienes eran trasladados diariamente a los
campos de concentración, no arrollaran a los pocos guardias que los dirigían a sus destinos
finales”[13].

Ante el acontecimiento histórico de la Segunda Guerra Mundial Arendt menciona que puede
volver a ocurrir. Y enuncia el poderoso argumento de que todo paso que, para bien o para mal
dio la humanidad en su historia, está condenado a ser el umbral del siguiente hito en su
camino hacia su salvación o destrucción, según el caso.

En fin, la autora aborda tres puntos esenciales en su obra: a) analiza las características
adquiridas por la conciencia moral humana y sus efectos a nivel individual y social; b) describe
sociológicamente los elemento que caracterizaron al holocausto, desde datos estadísticos
hasta datos históricos; y c) por último, destaca y critica las características de la administración
de justicia, representadas en el tribunal israelí que no dejó de tener anomalías.

Bibliografía:

Arendt, Hanna, Eichmann en Jerusalén, Editorial Lumen, España, 2003, pág 48.
[1] Arendt, Hanna, Eichmann en Jerusalén, Editorial Lumen, España, 2003, pág 12

[2] “Hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo calvo, con dientes irregulares,
y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo,
orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente
en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su
impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente
mucho antes de que se iniciara el juicio”.pág…

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