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Estos delitos estaban previstos y regulados en el artículo 6 del Estatuto del Tribunal
Militar Internacional de Nuremberg.
LA FIGURA DEL COMPLOT, entendida como conjunto de conductas premeditadas
tendentes a realizar guerras de agresión, de la que se derivaba la comisión previsible
de crímenes de guerra y contra la humanidad, era la más innovadora y controvertida,
en su acepción jurídica, de todas las acusaciones efectuadas a los reos de Nuremberg.
El crimen de complot, o en la acepción británica “conspiracy”, permitía efectuar la
acusación a multitud de miembros del partido nazi y de sus organizaciones
paramilitares y policiales, así como a altos funcionarios, diplomáticos, industriales y
militares, como cooperadores o cómplices, ya que la definición de ese crímen
englobaba todas las conductas que hubieran propiciado la subida del partido
nacionalsocialista al poder, las que lo hubieran ayudado a consolidarse y a instaurar un
régimen de terror y que tenían como principal finalidad la guerra de agresión y las
inevitables consecuencias de crímenes de guerra y contra la humanidad.
Es decir, que se consideraba a todo el régimen nazi como un instrumento diseñado y
preparado de forma minuciosa con la única finalidad de iniciar guerras de agresión,
para la obtención de ese espacio vital o lensberaum que ya se reclamaba desde el Mein
Kampf y para conseguir el restablecimiento del papel de Alemania en Europa,
artificialmente alterado y suprimido en el Tratado de Versalles.
Por tanto, el argumento de ese delito y de su acusación pivotaban sobre la idea de la
“premeditación”, de tal forma que se consideraba englobado en este delito de complot
cualquier conducta o participación en actividades que hubieran permitido, alentado,
facilitado o colaborado en la preparación de la guerra.
La acusación de conspiración tenía como principal virtud la de abarcar a todas las
demás acusaciones, desde emprender una guerra de agresión, hasta crear un sistema
de terror y persecución, pasando por la matanza de judíos fuera y dentro de Alemania.
La principal y decisiva deficiencia de la que adolece la primera acusación de complot es
su falta de previsión normativa, su creación ex novo, para juzgar actos cometidos con
anterioridad a la existencia de la norma, a la existencia legal del delito y de su sanción,
con lo que de modo claro quedaba vulnerado el antiguo adagio nullum crimen, nulla
poena sine lege previa, inspirador del Derecho Penal como principio de legalidad y de
tipicidad de los delitos y de sus penas, así como la conculcación del principio que
proscribe el carácter retroactivo de las normas penales contrarias al reo.
Así lo puso de manifiesto en enero de 1945 Edmun E. Morgan, decano de la Facultad
de Derecho de Harvard, quien rechazó la idea de la conspiración alegando que íba
contra el espíritu del “pensamiento jurídico anglo-americano” por crear el delito
después de haberse cometido.
También los equipos de juristas franceses y soviéticos plantearon serias objeciones
jurídicas a la acusación de conspiración, y se mostraron más proclives a eliminar la
acusación principal de la conspiración, y sustituirla por los actos concretos de crímenes
de guerra y actos de transgresión en general contra los judíos y otros colectivos.
Encontramos, por tanto, un primer y claro ejemplo de la ausencia de mecanismos
legales que legitimaran el juicio de Nuremberg, dada la inexistencia de normas legales
internacionales (e incluso nacionales) que tipificaran y previeran la figura del “complot”
como delito.
A esta clara deficiencia legal, habría que unir la dificultad para encontrar los medios
probatorios que demostraran los actos de conspiración, así como para determinar el
grado de participación y, consecuentemente, de responsabilidad, de varios de los
acusados. Igualmente, hubiera sido necesario delimitar las actividades y conductas que
integraran ese tipo penal, dado el carácter flexible y abierto del que se había dotado a
la figura jurídica del “complot”, con la inseguridad jurídica que producía, y la
arbitrariedad a la que se prestaba tal indefinición.
LA ACUSACIÓN DE CRÍMENES CONTRA LA PAZ O DE GUERRA DE AGRESIÓN no era una
figura jurídica extraña al Derecho Internacional, pues tanto el Tratado de La Haya de
1.899, como en resoluciones de la Sociedad de Naciones y en el Pacto de París de 1928,
(Pacto Briand-Kellogg), se imponía la renuncia a la utilización de la fuerza para dirimir
los conflictos internacionales, y se consideraba la guerra como un crimen internacional,
pero ninguno de esos instrumentos internacionales preveían sanción alguna, de tal
forma que su sanción era realmente moral, pero no jurídica, ante la ausencia, además,
de instancias judiciales supranacionales con potestad para imponer sanciones y para
ejecutarlas.
De esta manera, nos encontramos ante un delito sin sanción legal alguna, pese a lo
cual, el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg estableció penas por este delito
tanto de privación de libertad como de muerte, según los casos, dependiendo del nivel
de implicación o de participación de los acusados en la política de guerras de agresión
que llevó a cabo Alemania desde 1939.
Pese a tan claras objeciones, el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg no tuvo
reparos en afirmar que “Desencadenar una guerra de agresión no es solamente un
crimen contra el orden internacional, es el crimen internacional supremo que no
difiere de otros crímenes de guerra más que en el hecho de que los contiene todos”.
Tal afirmación no es sólo ajena a una definición legal, sino que podría ser calificada de
extremadamente oportunista y justificativa de un juicio que presentaba serias lagunas
legales y que adolecía de una falta de refrendo jurídico entre los publicistas de la
época.
LA ACUSACIÓN DE CRÍMENES DE GUERRA, definida en el artículo 6B del Estatuto de
Nuremberg como “la violación y costumbres de la guerra” tampoco era desconocida en
el Derecho Internacional, pues podía apoyarse sin dificultad en una serie de textos
legales, como “Los Reglamentos de las leyes y costumbres de la guerra sobre tierra”
aprobados en las dos Convenciones de La Haya de 1.899 y 1907.
Además de la previsión normativa de los crímenes de guerra, también existía en éste
caso una sanción para los mismos, derivada de la regulación en Códigos Penales y
Códigos de Justicia Militar, de ahí que la principal objeción derivara de la necesidad de
imputar de forma clara e independiente la comisión de esos crímenes a personas
concretas y determinadas, pues era obvio que por la diversidad ocupacional que
habían tenido los acusados en el III Reich, la acusación de crímenes de guerra no íba a
poder hacerse extensiva a todos, sino sólo a aquéllos que verdaderamente hubieran
estado relacionados de forma directa con el desarrollo de las operaciones militares,
dado que era en el ámbito de la actividad bélica donde por simple definición podían
perpetrarse los crímenes de guerra.
Resultaba difícil probar que un banquero, un embajador del Reich en la neutral Turquía
o un arquitecto encargado de la producción industrial cometieran crímenes de guerra
en el frente o sobre las poblaciones y territorios ocupados por Alemania.
En esta acusación de crímenes de guerra, como en la de crímenes contra la humanidad
resultaba especialmente útil la inclusión entre los acusados de organizaciones o
estamentos declarados criminales, tales como las SS, las SA, la Gestapo, el Partido
Nacionalsocialista, el SD, el gobierno alemán y el Alto Mando Militar, ya que permitiría
en lo sucesivo a los Tribunales nacionales juzgar a los “criminales menores” por su
pertenencia a tales organizaciones ilícitas.
Con la acusación de crímenes de guerra se pretendía el castigo de las violaciones a los
derechos de los prisioneros, de la ejecución de rehenes, de la ejecución de comandos,
del desabastecimiento de la población civil, de las deportaciones de civiles para facilitar
mano de obra a la industria de armamento, a la ejecución arbitraria de colectivos como
represalia por actos de resistencia armada contra el ocupante alemán, el bombardeo y
destrucción injustificado de ciudades enteras; se pretendía, fundamentalmente el
castigo del sistema de terror utilizado sobre los países ocupados y que sería definido
como “Noche y Niebla”, nombre del Decreto emitido por Hitler el 7 de diciembre de
1941, para acabar con la resistencia europea a la ocupación alemana y que otorgaba a
los servicios de seguridad del Reich plenos poderes para que los opositores
"desaparecieran" sin juicio previo, unas veces en los campos de concentración y otras
en las salas de interrogatorios o en el paredón.
LA ACUSACIÓN DE CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD aparecía incluida en el artículo
6ªa del Estatuto de Nuremberg: asesinato, exterminio, reducción a la esclavitud,
deportación y persecución por motivos políticos, raciales y religiosos.
Como primer apunte cabría afirmar que si bien la definición de genocidio era
desconocida en el Derecho de la época, no tardó en encontrar su nacimiento a medida
que se fue conociendo la magnitud del exterminio de los judíos de Europa.
Es cierto que en un principio, la Comisión de las Naciones Unidas para Crímenes de
Guerra pretendía limitar el antisemitismo alemán a una cuestión puramente interior,
no apta para entrar en la esfera del Derecho Internacional, o mero resultado de la ola
general de violencia y desorden nazis que habría que procesar por separado ante
Tribunales nacionales formados para juzgar atrocidades locales.
Sin embargo, los judíos norteamericanos ejercieron una sólida presión sobre la
Administración Roosevelt para que la persecución antisemita fuera una acusación
concreta. Fue el académico judío Rafael Lemkin quien definió el delito de genocidio
como destrucción de naciones, de genos, “raza” y cidio, “matar”. Sin embargo esta
primera definición adolecía del hecho incuestionable de que el pueblo o la raza judía
no formaba una “nación” europea en el sentido común y aceptado del término, de ahí
que el problema de la definición del homicidio racial se soslayara creando una
categoría nueva de delito internacional: el “crimen contra la humanidad", y que
comprendería las atrocidades y persecuciones por motivos raciales, religiosos o
políticos cometidos por el régimen nazi desde el 30 de enero de 1933, fecha del acceso
de Hitler al poder.
En efecto, desde los inicios del nacionalsocialismo el antisemitismo ocupaba una parte
esencial de su programa ideológico y de gobierno, y con la toma del poder y la ulterior
supresión de los derechos y garantías constitucionales en 1934, el antisemitismo pasó
de los encendidos discursos propagandísticos a la generalización de un sentimiento
institucionalizado que fue regulado incluso en normas de extraordinaria trascendencia
para la vida social, académica y económica de Alemania. Las propuestas antisemitas,
que estuvieron precedidas por una marginación de hecho de los judíos y por un acoso
y unos progrons orquestados desde la cúpula del poder, encontraron su regulación
normativa en las Leyes de Nuremberg de septiembre de 1935, concretamente la “ley
de ciudadanía” que definía la ciudadanía en términos raciales, de modo que sólo los
ciudadanos de “sangre alemana” gozaban de derechos políticos, mientras que los
judíos empezaban a ser separados de la vida pública, en universidades, en la
judicatura, en las Fuerzas Armadas y en la Administración en general, y la “ley para la
protección de la sangre y el honor alemán” que “velaba” por la pureza de la raza
alemana, entendida como raza nórdica superior, que no debía llenarse de impurezas
mediante el matrimonio o las relaciones sexuales con los individuos de “sangre no
alemana”.
De la marginación social y profesional de los judíos, se pasó en 1938 a su expulsión del
territorio alemán y -junto al resto de los judíos de Europa- a su deportación y
eliminación física organizada a partir de 1941 en los campos de exterminio diseñados
por las SS para la "solución final".
La segunda cuestión que suscita la definición legal de crímenes contra la humanidad es
la estrecha vinculación que guardan tales actos delictivos con los de crímenes de
guerra, y en concreto los que hacen referencia al trato de la población civil y a las
deportaciones y trabajos forzados, por lo que lo más correcto hubiera sido establecer
una clara diferenciación entre ambos delitos para evitar castigar dos veces una misma
conducta delictiva.
No obstante lo anterior, la figura del delito de crímenes contra la humanidad
presentaría a partir de Nuremberg un perfil diferenciado, de tal modo que a partir de
entonces se hablaría de genocidio, tanto en Cortes de Justicia como en foros políticos,
cuando se probaba el intento premeditado de eliminación de grupos humanos o
pueblos enteros.
Sin embargo, la creación ex novo de este delito internacional provocaba, al igual que en
el caso del delito de complot, que se conculcaran principios básicos y consagrados del
Derecho Penal, como el castigo de conductas carentes de tipificación legal previa, y la
consiguiente aplicación retroactiva de las normas a actos cometidos con anterioridad a
su creación, siendo ésta la objeción más importante, desde el punto de vista
estrictamente jurídico, a la acusación de crímenes contra la humanidad.
En efecto, la primera vez que se considera el genocidio un delito de Derecho
internacional es mediante la Resolución 96 de 11 de diciembre de 1946 aprobada por
la Asamblea General de las Naciones Unidas, y no se define el mismo hasta el Convenio
sobre la prevención y castigo del genocidio de 9 de diciembre de 1948, en cuyo artículo
11 se consideraba genocidio "cualquier acto perpetrado con la intención de destruir,
total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso".
Por tanto, las primeras referencias en textos legales internacionales del genocidio se
efectúan una vez finalizado ya el juicio de Nuremberg.