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Eduardo Sandoval Arnaldos

DNI: 29059862Y
PEC Historia de la filosofía antigua I

EL GOBERNANTE-FILÓSOFO EN LA REPÚBLICA DE
PLATÓN

“No me obliguéis,
entonces, a que muestre
como lo que describo con el
discurso debe realizarse en
los hechos completamente;
pero si llegamos a ser
capaces de descubrir cómo
se podría fundar el Estado
más próximo a lo que
hemos dicho […] hemos
descubierto lo que
demandas: que tales cosas
pueden llegar a existir”1

La obra
La República es uno de los diálogos más ambiciosos de
Platón. En él ofrece una exposición de la teoría de las ideas;
una fundamentación metafísica de su concepción ética por
medio de la Idea de Bien; una teoría de la ciencia; una
suerte de prototeología (en el Libro II, 379a aparece el

1
Platón, Diálogos IV República, Gredos 1988, pág. 138
primer registro literario de la palabra teología2); una teoría
estética; una teoría antropológico-psicológica; una teoría de
la educación; y, especialmente, una teoría político-social.
No es casual el que se aborden sucesivamente tantas
materias: “para Platón el proyecto político está implicado […] en
una concepción filosófica global”.3
La cronología de su elaboración ha sido tema
ampliamente debatido; parece acreditado que Platón debió
componerla desde el 390 a.C hasta el 370,
aproximadamente.
La obra se compone de 10 libros, que la crítica ha
solido agrupar en cinco secciones:
1ª sección (Libro I): diálogo en torno al concepto de
justicia.
2ª sección (Libros II al IV): Platón desarrolla su ideal
político.
3ª sección (Libros V al VII): se abordan las condiciones
que posibilitarían el estado y la justicia ideales. Es la parte
más filosófica de todo el diálogo.
4ª sección (Libros VIII y IX): se exponen las diversas
formas de gobierno posibles y los correspondientes tipos de
hombre que corresponden a cada una.
5ª sección (Libro X): Censura de la poesía. Mito sobre
los castigos y recompensas en la otra vida.
En la República (Politeia, en griego), Platón aborda
pues, entre otros, el tema de la naturaleza de la justicia.
Partiendo de la crítica a la política contemporánea, expone
2
“[…] ¿cuáles serían esas pautas referentes al modo de hablar sobre los
dioses?” Ibídem, pág. 138. La cursiva es nuestra.
3
García Gual, Carlos, “La Grecia antigua”, en Vallespín, Fernando
(ed.), Historia de la Teoría Política, 1, Alianza Editorial 1995, pág. 117.
su concepción de una polis ideal. En apariencia, desarrolla
un proyecto político para la consecución de lo que juzga la
mejor sociedad posible. Y decimos en apariencia, porque
algunos críticos ponen en duda que Platón pretenda tal
cosa.4 Sea como fuere, las ideas políticas y sociales de
Platón, tal como él las expuso en este diálogo y en otros (en
particular, en El Político y en Las Leyes) constituyen un
capítulo fundamental en la historia de la filosofía o teoría
políticas.

El contexto histórico de la República


La situación que se describe en la obra es una suerte de
reconstrucción idealizada con la que se busca dotar de
unidad de tiempo y acción a los personajes que aparecen y
a sus intervenciones. La obra viene a constituir una
reflexión muy crítica con la Grecia implicada en la Guerra
del Peloponeso (431-404 a. C.)
Con ocasión de las Guerras Médicas (490-478 a. C), en
su lucha común contra los persas, las polis de Atenas y
Esparta habían emergido como potencias regionales:
mientras que Esparta ostentaba la hegemonía como
potencia militar terrestre, Atenas hacía lo propio en los
mares, encabezando la Liga de Delos. Desde el punto de
vista de Platón, la riquezas que Atenas obtuvo de su
predomino marítimo acarrearon, a la larga, su ruina. El
mero interés mercantil por el comercio y la riqueza habían
conllevado la relegación de la amistad (filía). Platón

4
“no hay en absoluto evidencia de que en la República de Platón se esté
propugnando nada […] está muy lejos de ser evidente […] que el sentido
de esa construcción sea que en efecto ella deba conducir a alguna figura de
”, Martínez Marzoa, Felipe, Historia de la Filosofía I, Akal 2010,
pág. 116.
observaba con disgusto la emergencia de una nueva clase
social que, habiéndose hecho con el poder político,
promovía la guerra en pos de la búsqueda de beneficios.
En la consolidación de Atenas como potencia
imperialista, Platón descubre el germen de su perdición. El
imperialismo habría traído consigo un interés espurio ajeno
a la ciudad (belicismo e interés económico). Con el añadido
de la retórica sofista, que al defender la tesis de que la
justicia es patrimonio del más fuerte, sancionaba desde el
punto de vista intelectual la política vigente, habrían caído
en el olvido las costumbres, la autonomía y el ethos que
habían caracterizado a la Atenas de Solón, célebre
reformador de las leyes de atenienses (y tío de Platón).
Desde su punto de vista, esta democracia (a la que
responsabiliza de la muerte de su maestro, Sócrates), no
hunde sus raíces ni en la tradición griega arcaica, ni en la
instaurada por Solón, sino en la mera lucha por el poder,
que deviene en enemistad y belicismo. Lo que había sido
guerra exterior contra otras ciudades por la hegemonía, se
transforma ahora en discordia civil y pugna por el poder en
el interior de la polis.
Tras la derrota de Atenas frente a Esparta en la Guerra
del Peloponeso, los aristócratas instauran con apoyo de
Esparta el llamado Gobierno de los Treinta Tiranos. Este
gobierno despótico, en el que figuran parientes de Platón,
es derrocado al cabo de poco menos de un año, en el
transcurso del cual ha tenido tiempo de asesinar a más de
mil ciudadanos y metecos. Algunos de los personajes de la
República están relacionados con ese gobierno (Glaucón y
Adimanto). Además, durante diálogo se alude con respeto a
otros, como es el caso de Critias, tío de Platón, que había
estado al mando de los Treinta Tiranos, o de Cármides.
Platón, no obstante, les disculpa. Cree que, si participaron,
lo hicieron debido a un error fruto de la ignorancia, que los
habría llevado a confundir la Patrios Politeia5 con la
oligarquía, en la suposición de que el elemento decisivo en
la polis lo constituye exclusivamente la minoría dirigente,
menospreciando así las funciones potenciales del pueblo, al
que sólo asignaban la obligación de someterse y obedecer.
En la República, Platón expone que, en efecto, en la ciudad
ideal debe existir una clase dirigente especializada (el
gobernante-filósofo); pero ello no obsta para que todas las
clases sociales tengan una función concreta que
desempeñar, y que entre todas ellas deba imperar una
armonía lograda por intermedio de la razón (dialéctica) y,
en su defecto, como habrá de resignarse a reconocer el viejo
Platón, de las leyes.

En torno a si es más provechosa la justicia que la


injusticia
Al inicio del diálogo, Sócrates, que se encuentra en el
Pireo con motivo de una fiesta, acude invitado a casa de
uno de sus amigos, Polemarco. En el transcurso de la charla
que allí tiene lugar, uno de los presentes, muy anciano,
Céfalo, declara no temer demasiado la cercanía de la
muerte dado que cree no haber cometido injusticias durante
el transcurso de su vida, y ello porque su posición
desahogada ha posibilitado que haya podido devolver
cuanto dinero le han prestado.
A partir de este comentario se abre entre todos una
discusión acerca de la naturaleza de la justicia. Sócrates
5
“la constitución de los padres”: algo así como la constitución
ancestral ateniense. En línea, salvando las enormes distancias, de la
“constitución histórica” del liberalismo doctrinario decimonónico.
argumenta que devolver lo prestado si, al hacerlo, se causa
un mal al propietario está lejos de ser justo (pone un
ejemplo: prestar un arma a un propietario mentalmente
perturbado). Se plantea entonces la cuestión de si justo es
aquel que da a cada quien lo que le conviene. Es posible; sin
embargo hacerlo así, forzosamente favorecería a unos y
perjudicaría a otros; en tal caso, el resentimiento que ello
produciría en los perjudicados haría que se volviesen
peores, es decir, que la búsqueda de la justicia, en este caso,
daría lugar a injusticias.
Uno de los presentes, Trasímaco, arguye que donde
reside la justicia es, en realidad, en el interés del más fuerte;
cita como ejemplo a los gobernantes, quienes persiguen
exclusivamente el propio interés. Los gobernantes pueden
parecer injustos mientras no hayan alcanzado el poder
político; sin embargo, una vez han logrado convertirse en
tiranos absolutos, su despotismo, lejos de ser juzgado
injusto, es visto como la encarnación misma de la justicia, y,
de hecho, viven tan felices como el que más. La réplica de
Sócrates a Trasímaco no se hace esperar: un auténtico
gobernante, dice, persigue siempre el bien de sus súbditos;
en consecuencia, y paradójicamente, en una sociedad
compuesta de hombres buenos las disputas se suscitarían,
no por gobernar, como de hecho sucede en las ciudades
invadidas por la corrupción que trae de suyo la ambición,
sino justamente por evitar hacerlo. Resulta absurdo calificar
como justa una tiranía absoluta, y, por descontado, aquellos
que la desempeñan distan mucho de ser felices.
A Trasímaco, no obstante, no le convencen los
argumentos de Sócrates; él mantiene su creencia de que la
cordura y la sabiduría está del lado de los hombres injustos
en tanto que la justicia no pasa de ser “una genuina
candidez”6. Aunque Sócrates rehúsa refutarle directamente,
decide poner de manifiesto las contradicciones de su
argumento con el objeto de obligarle a desembocar en la
conclusión contraria. Un médico, arguye, si es bueno, no
persigue curar mejor que otros médicos; lo que desea es,
sencillamente, curar. De parejo modo, el sabio no alberga el
propósito de descollar respecto de los demás sabios, sino
tan sólo distinguirse de los ignorantes; al comportarse de tal
forma, se muestra prudente y sabio. Por otra parte, el
hombre injusto intenta sobresalir de entre todos y
prevalecer sobre todos; por consiguiente, se conduce de
forma contraria al sabio: por ende, habrá que deducir que
es tan insensato como indocto, y que el justo, en cambio,
actúa como sabio. Luego, continúa Sócrates, si la justicia es
sinónimo de sabiduría y virtud, demostrará ser más fuerte
que la injusticia. Así es, en efecto, como lo prueba el
ejemplo de las ciudades o de los ejércitos. Cuando en ellos
impera la injusticia, surgen disputas, odios y desacuerdos, y
divididos de tal forma, los hombres se hacen más débiles, y
ello hará “que se odien y disputen entre sí, de modo que sean
incapaces de hacer nada en común”7. La justicia, por el
contrario, conlleva unión: tanto las ciudades como los
ejércitos ven incrementar su fuerza y su capacidad de obrar.

La justicia: convención o bien en sí. El anillo de


Giges
La discusión, sin embargo, prosigue, puesto que, en
definitiva “no es un tema cualquiera, sino que concierne a cuál
es el modo en que se debe vivir”8. De modo que lo que ahora se

6
Platón, Diálogos… pág. 92
7
Ibídem, pág. 98
8
Ibídem, pág. 99
discute es si el alma, en tanto que gobierna y armoniza
todas las acciones del hombre, no llevará a cabo su función
de modo óptimo si opera de conformidad con la justicia.
Todos los presentes se muestran de acuerdo con Sócrates,
coincidiendo en que los hombres justos son al mismo
tiempo virtuosos y felices. Sin embargo, Sócrates desbarata
esta conclusión. Les hace ver que lo único que se ha
acordado es que la justicia es más sabia que la injusticia,
que trae más ventajas que aquélla, que conduce a la
felicidad, pero que lo cierto es que la pregunta originaria
sigue sin ser respondida, dado que no se ha dado respuesta
satisfactoria a qué es la justicia, y el ignorarlo equivale a
reconocer que hay que poner todas las afirmaciones previas
entre paréntesis.
En este punto, Glaucón interviene para argüir que lo
decisivo no es tanto averiguar cuál sea la esencia de la
justicia, como reconocer que los efectos que produce son
deseables, puesto que, además de hacer felices a los
hombres, les depara la estimación del prójimo. Sócrates
discrepa de modo absoluto: sólo es posible estar
verdaderamente convencido de algo, en este caso de la
bondad de la justicia, y, por tanto, elegir sin restricciones lo
bueno, si se conoce qué es en sí la justicia, es decir, si se
conoce su esencia. Glaucón, entonces, replica afirmando
que la justicia carece de esencia, no es algo en sí misma,
sino que se trata de una convención. Trata de justificar su
afirmación del modo siguiente. Aunque llevar a cabo una
injusticia es considerado como algo malo, es mucho peor,
desde el punto de vista del propio interés, el padecerla, de
modo que los hombres, para protegerse de las malas
acciones ajenas “juzgan ventajoso concertar acuerdos entre
unos hombres y otros para no cometer injusticias ni sufrirlas. Y a
partir de allí se comienzan a implantar leyes y convenciones
mutuas, y a lo prescrito por la ley se lo llama ‘legítimo’ y ‘justo’.
Y este, dicen, es el origen y la esencia de la justicia, que es algo
intermedio entre lo mejor -que sería cometer injusticias
impunemente- y lo peor -no poder desquitarse cuando se padece
injusticia-; por ello lo justo […] es deseado no como un bien, sino
estimado por los que carecen de fuerza para cometer injusticias;
pues el que puede hacerlas y es verdaderamente hombre jamás
concertaría acuerdos para no cometerlas ni padecerlas, salvo que
estuviera loco. Tal es por consiguiente la naturaleza de la
justicia”9.
Dicho de otro modo, “bueno” resulta ser lo que los
hombres han convenido que lo sea, y el aprecio y el deseo
que lo bueno suscita se debe al respeto y la aceptación que
hacia él tiene una mayoría incapaz de vulnerar
impunemente las leyes. Si todo el mundo fuera libre para
actuar como le pluguiese sin que se le castigara por ello, se
cometerían grandes crímenes. Para ilustrar su punto de
vista, Glaucón procede a relatar el mito del pastor Giges:
Giges, pastor lidio, se hallaba apacentando su ganado
cuando estalló una gran tormenta, a consecuencia de la cual
se abrió una sima. En ella encontró un caballo de bronce en
el que había un cadáver. El muerto portaba un anillo que
Giges cogió y se puso en el dedo. Cuando, más tarde,
hablaba con otros pastores, descuidadamente le dio la
vuelta al anillo y se percató de que, al hacerlo, se tornaba
invisible. Investido de este poder, consiguió introducirse en
palacio; una vez allí sedujo a la reina, asesinó al rey y se
apoderó del trono. Glaucón añade que, de haber dos sortijas
como aquella, de las que pudieran disponer
respectivamente un hombre justo y malvado, ambos se
comportarían de modo análogo. Y si de la injusticia se

9
Ibídem, págs. 106-107.
derivaran premios y aplauso, con seguridad que los justos
serían mucho más desdichados que los injustos.
Sócrates, por descontado, se muestra en total
desacuerdo, y aduce que de ningún modo juzgaría como
virtuoso a aquel que no fuera injusto exclusivamente por
mera ineptitud para serlo o que se ciñera a remedar las
formas y ademanes de la virtud. En este punto interviene
Adimanto exponiendo el siguiente argumento en favor de
la postura de Glaucón: puesto que no es raro comprobar
cómo en el mundo la maldad es a menudo recompensada
con riqueza y consideración, y, por otra parte, los maestros
suelen mostrar lo fácil que resulta transitar por el camino
del vicio en comparación con lo arduo que resulta hacerlo
por la senda de la virtud, está, entonces, por demostrar el
que la justicia sea un bien en sí mismo, y un objeto deseable
en cualquier circunstancia.

De la justicia en el alma humana a la justicia en la


polis ideal
Sócrates responde, en primera instancia, con cierta
ironía: lejos de creer que las palabras de sus amigos reflejen
lo que verdaderamente piensan, las juzga un mero ardid
retórico, pues si él creyera que lo que dicen traduce lo que
de verdad creen, no confiaría en ellos. En consecuencia,
acomete la defensa del concepto de justicia como bien en sí,
no porque tenga la intención de convencerlos, ya que no
cree que lo necesiten, sino por amor a la justicia misma. Sin
embargo, en lugar de examinarla tal y como se manifiesta
en la conducta de los hombres individualmente
considerados, va a analizarla tal y como se daría en la polis
(ideal), buscando así que el concepto resulte más visible y
evidente. Se va a proceder, pues, a investigar la naturaleza
de la justicia tratando de determinar cuáles serían las
normas de justicia en una polis idealmente perfecta.

El origen económico de la polis


¿Cuál es el origen de las ciudades? El ser humano no
es autosuficiente. De hecho, es incapaz de bastarse a sí
mismo en cuanto individuo aislado. Esto es cierto incluso
en lo que concierne a la mera subsistencia (sustento,
habitación, vestimenta), dado que incluso en esta esfera de
las necesidades básicas, se alcanzan mejores resultados si se
dividen los quehaceres, de tal forma que cada cual se
consagre sólo a una de ellos, de acuerdo con su
predisposición o a las capacidades de que disponga. Las
asociaciones humanas van incrementando su grado de
complejidad en relación directamente proporcional a la
necesidad de mayor especialización en oficios más
refinados. El incremento de la seguridad y la comodidad
conllevarán el surgimiento de nuevas y más refinadas
necesidades. No bastarán a cubrir las nuevas necesidades
los productos de la labor del herrero, el carpintero o el
tejedor (una vivienda sencilla, un vestido tosco); a la
originaria vida austera se sumarán nuevos objetos: “camas,
mesas, todos los demás muebles y también, manjares, perfumes,
incienso, cortesanas y golosinas, con todas las variedades de cada
una de estas cosas. Y no se considerarán ya como necesidades las
que mencionamos primeramente […], sino que habrá de ponerse
en juego el oro, marfil y todo lo demás”10. Esta ambición de
riquezas terminará por conducir a la guerra, toda vez que la
ciudad se verá en la necesidad de apropiarse de la riqueza y
las tierras de otras ciudades si es que pretende saciar sus
demandas crecientes de nuevos lujos. La eventualidad de la
10
Ibídem, pág. 128.
guerra hará precisa, por su parte, la necesidad de disponer
de un ejército, dado que, de igual manera que el carpintero
o cocinero, para desempeñar de modo óptimo sus
respectivas profesiones, han de poseer tanto destrezas como
experiencia, el arte de la guerra se ejecutará de manera
óptima si es encomendado a personas especializadas que
posean las aptitudes precisas para su cumplimiento.

Los guardianes de la polis


En última instancia, pues, la preservación de la
prosperidad de la polis y su disfrute dependen de estos
especialistas, los guardianes de la ciudad. Se trata, por
tanto, de establecer cuáles son las cualidades que deban
reunir para el óptimo desempeño de su cometido. En
primer lugar, y en vista de la función que se les
encomienda, los guardianes habrán de ser valerosos, fuertes
e impetuosos, aunque solamente con los enemigos; en lo
que respecta a sus conciudadanos, su actitud deberá ser
amable y conciliadora, de lo contrario podría darse la
paradoja de que la ciudad fuera destruida por los propios
instrumentos que tienen el deber de defenderla. Ahora
bien, para lograrlo deberán perfeccionar su capacidad de
discernimiento, lo cual implica de por sí que habrán de ser
en cierto modo filósofos, dado que el único instrumento
que logrará dotarles de la claridad de juicio y la
circunspección que requeridos por su tarea será el
conocimiento.

La virtud, objeto de aprendizaje. La educación de los


guardianes: la censura de la poesía.
En efecto, Platón está convencido de que es posible
formar y educar al alma y de que se puede enseñar (y,
correlativamente, aprender) la virtud, de modo análogo a
como el cuerpo es objeto de entrenamiento y
fortalecimiento. Desde una posición que podríamos llamar
optimismo ético, no cree que el hombre obre mal
deliberadamente: más bien padece una ceguera que le
impide ver el bien. La virtud es, pues, conocimiento del
bien: si el ser humano pudiese verlo, su misma evidencia lo
deslumbraría impidiéndole obrar con injusticia. Se trata, no
obstante, de un conocimiento cuyo logro requiere un
esfuerzo continuado y un cauteloso esmero, puesto que es
necesario disolver las muchas sombras que el error ha ido
acumulando sobre la verdad, así como someter a muy
profundas y arraigadas pasiones.
¿Qué tipo de educación es, pues, la más idónea para
estos guardianes de la ciudad? En lo que al desarrollo del
cuerpo se refiere, la gimnasia; respecto de la educación del
alma, la música. El concepto de música es amplio, incluye
canto y poesía. Y en ese punto, Sócrates insiste en que no se
debe permitir “que los niños escuches con tanta facilidad mitos
cualesquiera forjados por cualesquiera autores, y que sus almas
reciban opiniones en su mayor parte opuestas a aquellas que
pensamos deberían tener al llegar a grandes”11; ni maestros, ni
ayas ni madres deberán deslizar en los oídos de los niños
mitos o fábulas que hagan brotar falsas ideas en sus lábiles
mentes. Sócrates afirma que ni la seducción de la belleza
literaria ni la excusa de la alegoría pueden convertirse en
pretexto para propagar historias inmorales, falsas o, en el
peor de los casos, blasfemas, en las cuales aparecen los
dioses subyugados por pasiones humanas o combatiendo
entre sí.
11
Ibídem, pág. 135
Lo que debe enseñárseles a los futuros guardianes es
la verdad, la paz y la armonía, suprimiendo todo aquello
que pueda atemorizarles y tornarles pusilánimes, todo
aquello que disimule el error bajo un bello disfraz y pueda
contribuir a anular su sentido de lo justo y de lo bueno.
Sócrates va incluso más allá y se plantea si puede decirse
que son genuinamente bellas aquellas cosas que ni son
verdaderas ni buenas, o si lo que sucede más bien es que
tales cosas aparentan ser bellas únicamente porque nuestra
visión está cegada por las telarañas de lo contingente, que
nos impiden ver más allá de las apariencias del mundo. La
mentira jamás puede ser bella y nunca se debe mentir. No
obstante, Sócrates tiene una excepción que oponer a esta
regla. Únicamente los gobernantes (educados de y en la
forma que se ha dicho), cuya capacidad de visión es más
amplia y profunda que la del resto de ciudadanos, y gozan
de mayor discernimiento, puesto que han sido
seleccionados entre aquellos más versados en la filosofía,
podrán, en determinadas ocasiones, en aras del bien
común, mentir a sus conciudadanos o matizar la verdad. De
este privilegio, por supuesto, están excluidos el resto de los
ciudadanos, muy en particular aquellos que todavía se
hallan en fase de formación.
Si el objetivo de esta educación especializada es que
los guardianes se asemejen, en la medida de lo posible, a los
dioses, habrá que procurar que la imagen que de ellos se
formen de ellos sea fidedigna y piadosa. La belleza, insiste
Sócrates, no puede convertirse en un pretexto, ya que, en
realidad, se trata de un peligro añadido, que, con su
dulzura, hace que se instile en el alma más arteramente la
ponzoña del error. Esta es la razón de que considere
legítimo que, en nombre de la verdad y de la bondad, se
censuren las obras literarias y se expurguen las de los
clásicos, Homero incluido. En definitiva, alejados de tales
peligros y con una vida regida por la higiene y la
continencia, cuyas horas estarán consagradas a la música, la
gimnasia y la poesía (censurada), los guardianes recibirán
una educación idónea y moldearán sus espíritus.

La división del trabajo como fruto de la naturaleza


humana: las tres clases de hombres12.
Los seleccionados para recibir esta educación serán
aquellos niños dotados en mayor grado de estas dos
cualidades: disposición de ánimo y fortaleza física. El sexo
es indiferente: la educación superior está reservada a los
mejores, sean hombres o mujeres: “no hay ninguna ocupación
entre las concernientes al gobierno del Estado que sea de la mujer
por ser mujer ni del hombre en tanto hombre”13. Como esta
selección puede suscitar envidias entre los ciudadanos y,
con ello, poner en riesgo la armonía y unidad en la polis,
Sócrates propone que se la justifique mediante la narración
del mito de la aleación de metales: “Vosotros, todos cuantos
habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el dios que os modeló
puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros
son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata,
en cambio, en la de los guardias, y hierro y bronce en las de los
labradores y demás artesanos14”. Platón se cuida de prever la
posibilidad de que, como excepción, padres de un metal
engendren hijos de otro diferente. En tal caso, el yerro de la
naturaleza será corregido por decisión humana: “Puesto que
todos sois congéneres, la mayoría de las veces engendraréis hijos
semejantes a vosotros mismos, pero puede darse el caso de que de
12
Ver el último apartado del presente trabajo (“Conclusión”) y notas
24 y 25.
13
Platón…, pág. 254
14
Ibídem, pág. 197.
un hombre de oro sea engendrado un hijo de plata, o de uno de
plata uno de oro, y de modo análogo entre los hombres diversos
[…] incluso si sus propios hijos [de los gobernantes] nacen
como una mezcla de bronce o de hierro, de ningún modo tendrán
compasión, sino que […] los arrojarán entre los artesanos o los
labradores”15.

Supresión de la propiedad privada. Comunismo.


En tanto que clase superior y selecta, los guardianes
serán plenamente conscientes de que su propia excelencia
interior constituye toda la riqueza a la que pueden y deben
aspirar. Dado que han sido forjados de nobles materiales, se
les educará en el desprecio de la riqueza común: “les
diremos que, gracias a los dioses, cuentan siempre en el alma con
oro y plata divina y que para nada necesitan de la humana, y que
sería sacrílego manchar la posesión de aquel oro divino con la del
oro mortal”16. No poseerán, por tanto, nada propio,
habitarán moradas colectivas y realizarán sus comidas en
común. Llevarán una vida austera, en coherencia con su
nobleza ingénita. La abolición de toda propiedad privada, y
las preocupaciones vulgares de todo signo que conlleva, les
dejará libres para cumplir cabalmente la función que les
corresponde, la de procurar el bien en la polis, sin tener en
consideración el propio, y, además, les ahorrará todo
conflicto de intereses. Platón extiende la idea de supresión
de toda clase de propiedad que interfiera en el óptimo
cumplimiento por parte de los guardianes de su función, y
llega tan lejos como para proponer la comunidad de
mujeres y de hijos, con el fin de que, con la desaparición de
las familias, por así decir, privadas, todos ellos acaben por

15
Ibídem, pág. 197.
16
Ibídem, pág. 199.
formar una sola familia. Sólo si la solidaridad entre los
guardianes es tal que obren como si de un solo ser se
tratara, serán capaces de mantener incólume la unidad y
armonía de la polis, que de esta forma, unida, marchará bajo
el dictado de la razón; y como la razón es una y la misma
para todos, carecerá de relevancia el que gobierne uno sólo
o muchos.

Sobre la filosofía y los filósofos


Estas ideas resultan, por utilizar una expresión
contemporánea, francamente revolucionarias, y Glaucón no
deja de hacérselo notar a Sócrates. Este les hace ver que,
dado que la filosofía es una disciplina que versa sobre la
verdad, sobre lo imperecedero e inmutable, cosas
radicalmente alejadas de la opinión común, es fácil
entender la incomprensión que suscita la verdadera
filosofía, que contrasta con el éxito de los esos que llaman
sofistas, particulares a sueldo que atribuyen el nombre de
sabiduría a sus enseñanzas, que no reflejan sino las
opiniones comunes de la mayoría.
La filosofía, sin embargo, se ocupa de verdades eternas
y no se aviene a contemporizar con la opinión. Por ello es
un camino arduo y largo, cuyo recorrido requiere un gran
esfuerzo y entrega. Únicamente la filosofía posee la facultad
de salvar la ciudad y de conducir a los hombres a la
perfección, tanto individual como colectiva. Si, en
ocasiones, sus conclusiones son difíciles de comprender por
los hombres, ello se debe, no tanto a la oscuridad de sus
aseveraciones, que son siempre resplandecientes, sino a la
incapacidad de ver y entender de que adolecen aquellos
que permanecen ligados al engaño y no pueden escapar del
imperio de los prejuicios vulgares.
La alegoría de la caverna
Sócrates trata de explicar lo que pretende decir
mediante el relato de un mito al que la tradición conoce
como el “mito de la caverna”. Pide a sus contertulios que
imaginen una caverna subterránea. En su interior,
encadenados de cara a la pared, viven desde que nacieran
hombres, mujeres y niños. Maniatados por sus cadenas,
sólo pueden mirar hacia delante. A su espalda, se levanta
un muro, detrás del cual arde una hoguera. Por detrás del
muro, pasan de vez en vez ciertos hombres (hablando unos;
otros en silencio) que portan figuras de barro o de madera,
las cuales representan objetos y animales. Los prisioneros
pueden ver las sombras que esos objetos, iluminados por la
hoguera, proyectan sobre la pared y oír las voces. Para
ellos, pues, tales sombras constituirían toda realidad. Si
alguno de ellos llegara a volver la cabeza y viera
directamente los objetos y la hoguera, quedaría
deslumbrado por la luz del fuego, y, en primera instancia,
no podría si quiera reconocer tales cosas como la causa de
las sombras que estaba acostumbrado a contemplar. Si, a
continuación, saliera de la cueva, y contemplara el sol, así
como los animales reales, y no ya sus figuras, sería incapaz
de soportar el estallido de luz, y llegaría a pedir que le
volvieran introducir en la caverna. No obstante, si caminase
paulatinamente hacia la luz, llegaría a discernir los objetos
en su perfección y sería consciente de que hasta entonces
había permanecido sumido en el engaño. Le sería
imposible, aunque lo deseara, volver a tomar por reales
aquellas débiles sombras que antes contemplaba, que no
eran sino sombras de sombras. Sin embargo, si retornara a
la caverna y relatase a sus compañeros cuanto había
experimentado con la intención de que también ellos
emergieran hacia la luz, estos no sólo no le creerían, sino
que, si tuvieran ocasión para ello, le darían muerte.
La ascensión desde la caverna hacia la luz es una
metáfora de la ascensión desde el mundo de las apariencias,
que percibimos por los sentidos, y es fuente de opinión
(doxa) hacia las regiones de lo inteligible, fuente del
auténtico conocimiento (episteme). Sólo lo divino es
verdadero, mientras que lo sensible no es sino apariencia,
engaño. La filosofía logra conducirnos a través de ese
camino ascendente acostumbrando paso a paso a nuestros
ojos a esa luz cegadora, hasta que seamos capaces de
contemplarla sin quedar deslumbrados. Además, cuando se
ha conocido la luz de la verdad, es muy difícil, si no
imposible, moverse con soltura entre las sombras, entre las
apariencias, entre las opiniones corrientes; eso explica por
qué se ridiculiza tan a menudo a los filósofos y también por
qué estos parecen tan ineptos para desenvolverse en la vida
común. Como Sócrates dice: “tampoco sería extraño que
alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las
humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo
por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma
suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los
tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de
justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir
sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes no han
visto la Justicia en sí”17.

Los gobernantes-filósofos: selección. Gobernantes


sabios de la polis perfecta

17
Ibídem, págs. 342-343
Por tanto, solamente los filósofos, que están libres de
cualquier ambición mundana, deben ser los llamados a
gobernar las ciudades. Además, también se dedicarán a
enseñar a sus conciudadanos, conduciéndoles paso a paso
por el camino de la filosofía, utilizando para ello el método
de la dialéctica, a través de una serie de interrogantes que,
poniendo en cuestión sus convicciones más arraigadas, los
lleve a comprender las verdades del mundo inteligible.
Dicha formación debe comenzar a edad muy
temprana, cuando los niños no han sido aún cegados por la
costumbre del error, enseñándoles matemáticas y
geometría, que servirán para fortalecer su capacidad de
razonar y dar claridad a su inteligencia. En la adolescencia
se les introducirá en la dialéctica como método que les
conducirá al conocimiento. De entre todos, aquellos que
demuestren estar más preparados se consagrarán en
exclusiva a la filosofía; y de entre estos últimos saldrán, por
turno, los gobernantes de la polis ideal, la cual no alcanzará
la perfección a menos que se encomiende a los filósofos el
gobierno o, todavía más difícil, que, en su defecto, los reyes
y gobernantes se conviertan en filósofos.
Platón, por boca de Sócrates, lleva a cabo en esta parte
una defensa firme de la filosofía como consustancial a la
perfección política, pero, asimismo, parece poner en duda,
por boca del resto de contertulios, la posibilidad de que la
ciudad ideal llegue a tornarse real alguna vez. Los
ciudadanos, por ejemplo, están todavía muy lejos de
apreciar el valor de la filosofía y de los filósofos; parece,
entonces, improbable que se avengan a modificar el modo
común en que se educa a los niños, sin lo cual no podrán
llegar forjarse esos gobernantes ideales. Sócrates replica que
será preciso arrebatar a sus familias a los niños y jóvenes
mayores de diez y confinarlos en el campo, aislados de toda
influencia foránea. Pero este secuestro a gran escala, por
bienintencionado que sea, tampoco parece algo muy
factible. Glaucón se hace portavoz de tales contradicciones
cuando declara: “me parece, Sócrates, que has dicho muy bien
cómo se generará tal Estado, si es que alguna vez llega ha de
generarse”18.

Los regímenes políticos imperfectos. La polis ideal


Establecido el ideal del gobierno perfecto, Sócrates
pasa revista a los imperfectos (tiranía, oligarquía,
timocracia, democracia…), cada uno de los cuales se
corresponde con un tipo específico de hombre, de acuerdo
con la clasificación tripartita del alma y la metáfora de la
aleación de los metales. En cada uno de tales regímenes
aquellos hombres cuya aleación sea distinta de la
predominante se hallarán muy a disgusto. El peor de todos
los regímenes es la tiranía, no importa si la ejerce uno solo o
la comunidad, como sucede, de acuerdo con la opinión de
Platón, en las democracias radicalizadas.
El hombre es siempre esclavo en el seno de tales
regímenes, y ello porque no es la razón quien gobierna
(como sucede en la ciudad ideal), sino que predominan
diferentes clases de pasiones, que hacen que el ser humano,
en lugar de alcanzar su plenitud, se embrutezca. Pero no
solamente son desdichados los súbditos, sino que quienes
detentan el poder también lo son, siendo el más
desafortunado de todos ellos el tirano, que es quien goza de
menor libertad al estar totalmente sometido a las pasiones.

18
Ibídem, pág. 377.
Por contra, la armonía que impera en la polis ideal deja
lugar para cualquier tipo de hombre. La única ley será la de
la razón universal, que hará superfluas cualesquiera otras.
Por medio de la razón, los ciudadanos alcanzarán la
máxima perfección posible, de acuerdo con la naturaleza de
cada cual. En ninguna otra cosa consiste la felicidad, que
sólo alcanza el que marcha por el camino de la verdad y
obra de conformidad con la virtud. Y la recompensa no la
hallará sólo en este mundo: “cabe suponer, por consiguiente,
respecto del varón justo, que, aunque viva en la pobreza o con
enfermedades o con algún otro de los que son tenidos por males,
esto terminará para él en bien, durante la vida o después de haber
muerto. Pues no es descuidado por los dioses el que pone su celo
en ser justo y practica la virtud, asemejándose a Dios en la
medida en que es posible para el hombre”19.

Conclusión
El concepto de justicia que Platón expone en la
República no tiene como fundamento ni la idea de isonomía20
ni la de isegoría21, es decir, la igualdad de los ciudadanos
tanto ante la ley como a la hora de tomar decisiones
colectivas, sino la de “armonía”. Esta justicia “armónica” es
el resultado que se produce cuando cada cual ocupa en la
ciudad el lugar que le corresponde y cumple la función que
tiene asignada en el marco de un sistema jerárquico y
aristocrático, en el cual unos deben ordenar y el resto
obedecer: “a unos corresponde por naturaleza aplicarse a la
filosofía y al gobierno del Estado, en tanto a los demás dejar

19
Ibídem, pág. 485.
20
Entendida como igualdad de derechos civiles y políticos
21
Entendido como “el derecho a ser escuchado”; en términos
contemporáneos: libertad de expresión.
incólume la filosofía y obedecer al que manda”22. En la cúspide,
los “mejores” toman las decisiones y se encargan de la
defensa y protección de la polis23, mientras que los demás se
dedican a trabajar y producir, en virtud de una división del
trabajo que, de acuerdo con Platón, se fundamenta en la
diferente naturaleza que estos y aquellos poseen. La política
no es tanto un privilegio como un oficio especializado
reservado a los guardianes debido a su conocimiento, a la
naturaleza de que están dotados y a la selecta educación
recibida, en tanto que a los ciudadanos de las clases
inferiores, trabajadores manuales, comerciantes y
agricultores, consagrados a la práctica de oficios serviles, se
les aparta de toda intervención en la toma de decisiones
comunes; las virtudes a que pueden aspirar los miembros
de estas clases, congénitamente ineptas para elevarse por
encima de la apariencia y lo contingente en pos de la
verdad y del bien, son la de la obediencia y la templanza.
Platón ha llegado a esta idea de justicia en la polis a
partir de dos presupuestos. Por un parte, que la política es
un arte (tékne) y, como cualquier otro, debe ser competencia
exclusiva de profesionales especializados. Por otra, que a la
división del alma en tres partes 24 corresponde asimismo la
del Estado25. Sólo es posible establecer un buen gobierno en
la polis, satisfactorio para todos, por vía de la subordinación
22
Platón, Diálogos…, pág. 283
23
El joven Platón, en su Carta VII ya había escrito que “no acabarán
los males para los hombres hasta que llegue la raza de los puros y
auténticos filósofos al poder o hasta que los jefes de las ciudades,
por una especial gracia de la divinidad, no se pongan
verdaderamente a filosofar”, citado en Quesada, Fernando, “Ética y
política: sobre la relación entre filosofía moral y filosofía política.
Una aproximación histórica-conceptual, en Gómez, Carlos y
Muguerza, Javier, La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y
problemas de la ética), Alianza Editorial 2016, pág. 243.
24
Racional, irascible y concupiscible.
de los ciudadanos a una aristocracia de expertos. Se trata de
un régimen aristocrático en sentido (etimológicamente)
estricto (gobierno de los mejores, tal y como Platón entiende
“mejores”) en que la acción política está exclusivamente
reservada a los guardianes, de entre los cuales solamente
los gobernantes-filósofos ostentan el poder político real de
tomar decisiones últimas sobre asuntos colectivos.
Platón expresa en la República su rechazo de la
democracia ateniense, tal y como él la había experimentado
y tal y como la entendía. La aristocracia intelectual de
expertos que gobierna su polis ideal, sin embargo, tiene
poco o nada en común con la antigua nobleza oligárquica
ateniense. Ahora bien, lo cierto es que, en términos
prácticos, el proyecto político platónico parece consagrar,
por vía indirecta, algunos de los presupuestos ideológicos
medulares de aquella oligarquía: el poder político es
exclusiva competencia de los mejores; a los trabajadores,
embrutecidos por el desempeño de oficios manuales, no les
queda sino someterse y acatar las órdenes. Es cierto, por
otra parte, que el proyecto aristocrático platónico se funda
en la excelencia del alma, que supera con mucho a la del
cuerpo, y, por ende, otorga la preeminencia a los filósofos,
rigurosa y estrictamente seleccionados y educados, y, en tal
medida, se distingue netamente de los cánones
característicos de la aristocracia de casta. Pero lo que ambos
tipos de aristocracia comparten, la tradicional ateniense y la
ideal platónica, es el desprecio que el noble virtuoso debe
mostrar por el trabajo manual, que le imposibilitaría
25
“Por consiguiente, y aunque con dificultades, hemos cruzado a nado estas
aguas, y hemos convenido adecuadamente en que en el alma de cada
individuo hay las mismas clases -e idénticas en cantidad- que en el Estado”,
Ibídem, pág. 237. La correspondencia sería: racional-gobernantes
filósofos; irascible-guardianes; concupiscible-trabajadores,
comerciantes, agricultores.
consagrarse a la elevada misión que tiene asignada. En
ambos casos, la desigualdad que impera entre los
ciudadanos se halla directamente relacionada con
ocupación laboral, que, su vez, depende de una división del
trabajo que se supone enraizada en la naturaleza humana
misma.
Platón, por tanto, no plantea su proyecto como una
vuelta al pasado de la historia de Atenas, como si el
régimen democrático no hubiera existido en realidad, y la
oligarquía tradicional recuperase el poder perdido. Está
muy lejos de postular la defensa de intereses particulares,
privados. Muy al contrario, en la ciudad ideal platónica, la
familia aparece como absolutamente subordinada al Estado,
y la educación y el mérito intelectual constituyen un factor
decisivo en la organización política. Existen otros muchos
rasgos modernos en su programa: la abolición de la
propiedad privada y el igualitarismo entre los guardianes;
la igualdad de hombres y mujeres tanto en lo que se refiere
a la educación como a al acceso al gobierno; el repudio de la
poesía como fundamento de la educación. Si Platón insiste
tanto en la importancia de la unidad y la armonía en la
polis, ello no se debe a un deseo de que la oligarquía retorne
al poder político, sino a una apuesta por el orden como
valor político fundamental. El remedio que él cree haber
encontrado contra la democracia que ha experimentado en
Atenas, contra los enfrentamientos civiles subsiguientes a la
derrota frente a Esparta, contra la demagogia, consiste en
un programa político revolucionario, coherente con su
antropología, su psicología y su metafísica idealista 26, y que

26
“Para Platón resulta insoslayable, ante la decadencia ideológica a la que
había abocado la polis, establecer un nuevo criterio epistemológico para
repensar la realidad. De esta forma, paralela a esta recreación del orden de
la realidad, defiende el pensamiento filosófico como un orden superior de
defiende un ideal de justicia que minusvalora la justicia
material de los ciudadanos (la justa distribución de los
bienes materiales, por ejemplo), para centrarse en la justicia
espiritual (el bien de las almas).

Bibliografía
 Gómez, Carlos y Muguerza, Javier, La aventura de la
moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética),
Alianza Editorial 2016.
 Copleston, Frederick, Historia de la Filosofía. Volumen I. De
la Grecia antigua al mundo cristiano, Círculo de lectores
2012.
 Fraile, Guillermo, Historia de la filosofía I. Grecia y Roma,
BAC 2018
 Martínez Marzoa, Felipe, Historia de la Filosofía I, Akal
2010.
 Platón, Diálogos IV República, Gredos 1988.
 Sabine, George. H, Historia de la teoría política, Fondo de
Cultura Económica 2016.
 Martínez Arancón, Casas Santero, Casas Santero, Ideas y
formas políticas. De la Antigüedad al Renacimiento, Uned
2010.
 Vallespín, Fernando (ed.), Historia de la Teoría Política, 1,
Alianza Editorial 1995.

reflexión, que ha de ejercer de comadrona del ámbito sociopolítico”,


Quesada… op.cit., pág. 243.

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