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¡Disfruta la Lectura!
Deja tu feminismo en la puerta para Kingston Ashford.

Es broma. Este personaje femenino principal te hará sentir orgullosa.


Billionaire Kings Series Collection ___7 Capítulo 20 __________________ 133
Nota __________________________8 Capítulo 21 __________________ 137
Sinopsis _______________________9 Capítulo 22 __________________ 144
Prólogo ______________________10 Capítulo 23 __________________ 148
Capítulo 1_____________________18 Capítulo 24 __________________ 153
Capítulo 2_____________________25 Capítulo 25 __________________ 158
Capítulo 3_____________________31 Capítulo 26 __________________ 165
Capítulo 4_____________________35 Capítulo 27 __________________ 175
Capítulo 5_____________________40 Capítulo 28 __________________ 181
Capítulo 6_____________________47 Capítulo 29 __________________ 183
Capítulo 7_____________________51 Capítulo 30 __________________ 187
Capítulo 8_____________________57 Capítulo 31 __________________ 193
Capítulo 9_____________________60 Capítulo 32 __________________ 198
Capítulo 10____________________62 Capítulo 33 __________________ 207
Capítulo 11____________________67 Capítulo 34 __________________ 211
Capítulo 12____________________72 Capítulo 35 __________________ 217
Capítulo 13____________________75 Capítulo 36 __________________ 222
Capítulo 14____________________83 Capítulo 37 __________________ 229
Capítulo 15____________________88 Capítulo 38 __________________ 233
Capítulo 16___________________103 Capítulo 39 __________________ 240
Capítulo 17___________________111 Capítulo 40 __________________ 246
Capítulo 18___________________119 Capítulo 41 __________________ 251
Capítulo 19___________________128 Capítulo 42 __________________ 256
Capítulo 43___________________267 Capítulo 57 __________________ 364
Capítulo 44___________________274 Capítulo 58 __________________ 372
Capítulo 45___________________283 Capítulo 59 __________________ 375
Capítulo 46___________________291 Capítulo 60 __________________ 378
Capítulo 47___________________298 Capítulo 61 __________________ 383
Capítulo 48___________________303 Capítulo 62 __________________ 390
Capítulo 49___________________313 Capítulo 63 __________________ 395
Capítulo 50___________________319 Capítulo 64 __________________ 400
Capítulo 51___________________324 Capítulo 65 __________________ 408
Capítulo 52___________________330 Epílogo I ____________________ 415
Capítulo 53___________________338 Epílogo II ___________________ 421
Capítulo 54___________________344 Este Libro Llega A Ti En Español
Gracias A ___________________ 423
Capítulo 55___________________347
Capítulo 56___________________354
La serie abarca a cada uno de los hermanos Ashford por separado. Aunque cada
libro de la serie puede leerse de forma independiente, los acontecimientos y
referencias a los otros libros están presentes en cada uno de ellos. Así que para
disfrutar mejor considera darle una oportunidad a cada hermano Ashford.

¡Disfruta!

Eva Winners
La línea de tiempo del libro de Kingston no coincide con la del libro de
Winston. De hecho, ocurre meses después y alcanza al último libro de la trilogía
Stolen Empire.
Kingston Ashford.
Un enigma.
El fantasma.

Sus habilidades son incomparables. Sus motivos claros. Su letalidad


incuestionable. Su único propósito es destruir el reino que le ha robado algo más
que su inocencia.
Hasta que se cruza con un fantasma de su pasado y es arrastrado a la red de la
mujer.

Liana Volkov.
Una princesa de hielo con planes asesinos.
Una asesina inestable con cara de ángel.

Algo grande está sucediendo en las entrañas del inframundo. Las realidades se
hacen añicos. Un juego mortal se juega, desgarrando el reino desde el interior de la
bestia. Pero eso es sólo la punta del iceberg.
La línea entre enemigos y aliados es difusa. Misterios se desvelan. Las historias
chocan. Los deseos consumen. Nada es lo que parece.
Nace un nuevo reinado.
Kingston

OCHO AÑOS ANTES

Nos movíamos por la noche sin luna como dos espíritus en las sombras.
Conocía de memoria cada rincón patrullado por los guardias en las afueras de
la propiedad. Nuestras botas hacían crujir la nieve fresca, y lamenté que no hubiera
otra tormenta que borrara nuestras huellas. Maldita Siberia.
—Madre tiene la seguridad reforzada. —El temblor en la voz de Louisa reflejó
el temblor de sus dedos fríos y delgados en la palma de mi mano—. Ivan está
haciendo un trato con el cártel de Tijuana, así que está muy paranoica.
Asentí, rodeé su cintura con los brazos y la sostuve antes que se colocara en la
luz que rodeaba el recinto.
—No te atraparán —prometí ingenuamente—. Tienes dieciocho años. Nadie
tiene derecho a retenerte.
—Y tú tienes veinticuatro, Kingston. Ella te tiene cautivo —señaló. No le dije
que, una vez cumplidos los dieciocho, ella era lo único que me retenía aquí. Habría
huido, dispuesto a morir en el intento, pero no sin ella. No dejándola atrás y
vulnerable a los hombres de Sofia e Ivan.
El aire de diciembre aullaba con amargura, arrastrándonos en su gélido abrazo.
Azotaba las suaves mejillas de Lou hasta dejarlas en carne viva, pero ella no se había
quejado ni una sola vez. Estaba tan decidida como yo.
Pero no estaba tan seguro de su gemela. Ella no estaba en ninguna parte, y
estábamos fuera de tiempo. Las alarmas que rodeaban la propiedad estarían apagadas
durante exactamente cincuenta segundos. Si no estábamos fuera de la propiedad para
entonces, perderíamos nuestra oportunidad.
Susurré:
—Agáchate —y Lou se agachó, haciéndose más pequeña, si es que eso era
posible. Nos escabullimos a la sombra de la caseta de seguridad justo cuando dos
hombres se giraron y se dirigieron hacia nosotros. Sabíamos que estaba vacía; todos
los guardias habían salido a patrullar el recinto.
—¿Dónde está Lia? —susurró, más para sí misma que para mí—. No es normal
que llegue tarde.
—Quizás cambió de idea. —Su respiración se calmó, la niebla alrededor de su
boca se evaporó.
—No. —No había un ápice de duda en su voz—. No, no, no.
Liana -o Lia, como la llamaba su gemela- era idéntica a Lou en apariencia, pero
las dos no podían ser más diferentes en personalidad. Louisa era una pacificadora;
su gemela era una luchadora. Lou quería la paz mundial; Lia quería sembrar el caos.
Una odiaba el frío; la otra prosperaba en él. De hecho, si tuviera que adivinar, diría
que se dedicaba a cubrir sus huellas, sin importarle lo mortíferas que podían llegar a
ser las condiciones.
—No, no lo haría —repitió de nuevo, con la voz apenas por encima de un
susurro. El tiempo se agotaba, y ambos lo sabíamos. Estábamos a punto de tener la
oportunidad de salir huyendo de aquí y no mirar atrás—. Kingston —exhaló,
mirándome con ojos avellana aterrorizados—. ¿Y si la han atrapado?
Su angustia siempre despertaba emociones en mi pecho. Necesitábamos irnos,
pero mantuve la impaciencia fuera de mi tono.
—Si la atrapan, volveremos por ella —prometí. La vacilación brilló en sus
ojos—. ¿Confías en mí? —Ella asintió sin demora, y mi pecho se calentó—.
Entonces créeme cuando te digo esto: desearán no habérsela llevado nunca si
tenemos que aparecer armados hasta los dientes para recuperarla.
El primer destello del alba se asomó, sonriendo a los cielos oscuros y arrojando
tonos azules, morados y rojos por el horizonte. Lou asintió una vez y salimos
corriendo.
Directo a la trampa.

Un olor metálico llenó la mazmorra.


Los gritos de Lou atravesaron el oscuro espacio. Las lúgubres paredes grises y
el alto techo sostenido por pilares de piedra daban a esta mazmorra un brillo
ominoso.
Me ardían las muñecas por el ácido vertido sobre mi carne, pero el dolor se
olvidó en cuanto la vi atada a la silla, doblada con la espalda al descubierto.
Lo que quedaba de ella había sido desollado de sus huesos, crudos y
ampollados. Los hombres de Sofia la sujetaban mientras uno vertía más ácido sobre
ella. Sus gritos me destrozaron el corazón.
Me sacudí contra mis ataduras, con la furia sofocándome.
—Estas muertos todos —grité—. Todos ustedes.
Nadie me dirigió la mirada.
—¿Dónde está tu hermana, Louisa? —La voz de Sofia era más fría que las
temperaturas siberianas mientras observaba a su hija con rasgos gélidos.
—Yo... no... —La voz de Lou era débil. Quebrada—. No lo sé, madre.
—Sofia, déjala ir —dije roncamente, el plomo asentándose en mis entrañas—.
Liana no estaba con nosotros.
—Mentiroso —bramó Sofia, su expresión maníaca alarmante. No podía
precisarlo, pero algo no encajaba.
—Es verdad —grité, con la bala que me había atravesado el hombro ardiendo
como una hija de puta.
Los ojos desorbitados de Sofia se clavaron en mí, llenos de odio.
—Porque la tienen —gritó, con su moño plateado, normalmente perfecto,
despeinado y los ojos desorbitados—. El cártel de Tijuana acabó con ella, y es culpa
tuya, Ghost. —Lou gimoteó, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, y sacudió
la cabeza con incredulidad—. Eres su guardaespaldas, ¿por qué no la protegiste?
La respiración de Lou se intensificó, sus ojos recorrieron salvajemente a los
guardias de su madre.
—Madre... yo... lo hice... huir... conmigo. Lia no... vi-vino.
—Más ácido —ordenó Sofia, y el gemido herido de Lou me atravesó. Tembló,
pero apretó las manos, tratando de ser valiente.
Rugí con furia, luchando contra las cadenas. Sin éxito. En lugar de eso, me vi
obligado a mirar mientras soportaba mi propia tortura.
Llevaba encerrado en la habitación sin ventanas lo que me parecieron días,
mientras entraba y salía a la deriva.
La cordura se negaba a abandonarme. De algún modo, había soportado la
crueldad infligida a mi cuerpo.
Tenía los miembros congelados y el vientre vacío. Mi hombro derecho estaba
dislocado y todo mi cuerpo gritaba de dolor. Estaba sucio y desnudo. No podía
levantar la cabeza sin marearme. Cada respiración era una agonía.
No era mi primera paliza. Los años habían sido duros. El tiempo no tenía
sentido aquí. Sólo la tortura lo tenía. Hasta que conocí a la chica de los ojos dorados.
La chica que había crecido conmigo. Mi salvadora.
Un grito atravesó la bruma de mi cerebro y me hizo abrir los párpados
hinchados.
—No te preocupes, Lou. Estoy bien —gruñí. Todos los putos años de tortura y
nunca me había derrumbado... hasta hoy, cuando se vio obligada a participar.
Estaba colgado de una cuerda que me cortaba las muñecas. Lou tuvo que ver
mi última tortura. Era eso o que los hombres de Sofia la lastimaran a ella también.
Y ya se había negado muchas veces, sus cicatrices eran la prueba.
—Lo siento mucho —dijo, y sus gritos me desgarraron el corazón. Tenía la cara
manchada y rosada, y sus labios partidos temblaban. Sofia quería endurecer a Lou,
hacerla indiferente al sufrimiento humano. Pero en el fondo, Louisa no era así.
—No pasa nada. No me haces daño —le aseguré mientras ella temblaba como
una hoja. Ver su dolor era desgarrador. La sangre brotaba de mis cortes, pero aun así
me preocupaba más por su bienestar. En realidad no me había puesto la mano
encima, pero su presencia durante las sesiones bastó para destrozarla.
—Estoy bien —repetí, apenas consiguiendo tranquilizarla con una sonrisa.
Antes que pudiera decir nada más, recibí otro puñetazo en la cara.
—Por favor, deja de pegarle —suplicó a los hombres de su madre.
Otro puñetazo en el estómago me dejó sin aliento. Escupí sangre y se me nubló
la vista.
Los gritos de Louisa se volvieron atormentados, su voz ronca. Me fijé en su
rostro manchado, su expresión llena de terror. Me negué a desmayarme. Tenía que
aguantar por ella. Empezó a luchar contra los hombres que la sujetaban, cediéndole
un centímetro sólo para tirar de ella hacia atrás.
—¡Deténganse! Por favor, deténganse —suplicó con los ojos enrojecidos.
Lágrimas frescas corrían por sus mejillas magulladas—. Ha sido culpa mía.
—No, no lo fue.
No podía dejar que le hicieran daño.
Perdí el conocimiento varias veces. La siguiente vez que abrí los párpados, me
encontré con un silencio espeluznante. Ya no estaba atada.
Habían pasado días, posiblemente semanas. No tenía ni idea de cuánto tiempo
había estado prisionero. El tiempo era un concepto abstracto mientras entraba y salía
de la conciencia. Cada respiración era una agonía, y todo mi cuerpo gritaba de dolor
a causa de los huesos que estaba seguro de tener fracturados.
Pero no me rendí.
Me aferré a Lou, con los ojos fijos en ella, sacando fuerzas de Dios sabía dónde
y ofreciéndoselas de vuelta. Exepto que ella no se estaba moviendo, y cualquier
atisbo de esperanza que me quedara se extinguió al ver su cuerpo sin vida tendido
en el suelo mugriento, con sus largos mechones dorados manchados de mi sangre.
—Despierta, rayo de sol —le dije. Por favor, no me dejes. No se movió, estaba
inmóvil como un ángel roto—. Por favor, despierta. Tenemos que llegar a un lugar
cálido. Por favor, despierta, cariño.
Mi voz se quebró, reflejando mi corazón. Nunca había suplicado nada. No
cuando me torturaban y maltrataban, ni cuando deseaba la muerte a los responsables.
Pero ahora rogaba y suplicaba, invocando a cualquier deidad o ser divino para que
le perdonara la vida.
La respuesta fue mi propio susurro en la celda, mi maltrecho cuerpo demasiado
débil para moverse. Pero me obligué a hacerlo. Moriría con mi mano en su pulso
palpitante, en su pecho que subía y bajaba.
Arrastrándome en cuatro, mis músculos temblaban, protestaban y se debilitaban
con cada centímetro de espacio que cubría. Sentí que mi energía -la poca vida que
me quedaba- se agotaba mientras luchaba por llegar hasta ella.
Extendí la mano y rocé su piel helada. Se me cortó la respiración al colocarme
sobre su cuerpo inmóvil. Parecía dormir plácidamente, a pesar de su cuerpo
magullado.
—Despierta, rayo de sol. —No hubo respuesta. No me importaba que siguieran
golpeándome hasta dejarme irreconocible, mientras ella viviera—. No... me...
dejes... —supliqué.
Su muñeca izquierda, destrozada por la fractura, estaba acunada contra su
pecho, con el cuerpo encogido. Inmóvil. Pero mi cordura se negaba a aceptar que
estaba muerta. Tenía que haber una forma de traerla de vuelta. Haría cualquier cosa.
Daría lo que fuera.
El pequeño tatuaje de su nuca -el que hacía juego con el mío- se mostraba y le
pasé el cabello por encima, ocultándolo como siempre hacía.
—Te amo —susurré las palabras por las que vivía su romántico corazón.
Ella no se movió. Seguramente, si estuviera viva, abriría esos ojos dorados,
mezcla de marrón y avellana, y me sonreiría. Sólo había silencio y mi respiración
agitada. El cabello rubio esparcido por el suelo manchado de sangre. Mi sangre.
Empapaba sus hebras doradas, su cuerpo maltrecho y roto. Se me revolvió el
estómago, pero no vomité.
El brazalete que le había regalado yacía en el suelo a su lado, arrancado de su
muñeca y cubierto de sangre. Inspiré y lo agarre, apretándolo con la palma de la
mano; la plata se me clavó en la carne mientras crecía el vacío en mi pecho, el
enorme agujero que se expandía hasta convertirme en oscuridad.
No podía vivir sin ella.
Cada inhalación me destrozaba. Jadeé y me arañé el pecho herido.
Levanté la vista cuando oí una burla y me encontré con Sofia Volkov
mirándome con ojos iracundos, rodeada de hombres armados.
Se me curvó el labio entre los dientes y el odio envenenó hasta la última pizca
de humanidad que me quedaba.
Me armé de valor y rugí:
—Tráela de vuelta.
Mi cuerpo se desplomó sobre el suyo y, por primera vez en años, mi mundo se
quedó quieto y en silencio.
Entonces descendió la oscuridad.
Kingston

OCHO AÑOS DESPUÉS

Cuando Ivan Petrov y Sofia Volkov me convirtieron en un fantasma, nunca


pensaron que volvería para destruirlos como un rey vengativo. Reiné sobre mi
imperio mientras permanecía en la sombra y utilicé lo que había aprendido para ir
tras ellos: los que me robaron la inocencia y la chica que fue mi luz de guía.
Pero habían subestimado hasta dónde podía llegar mi odio.
Me había convertido en una sombra, casi borrada de este mundo. Había
acechado y planeado durante años, la venganza, el único oxígeno que respiraba y
matar, el único alimento que necesitaba. Una sombría realidad de la vida sin Louisa.
Pero entonces la había visto: Liana Volkov, viva y respirando, trabajando junto
a su madre, pavoneándose como compañera de Sofia como si nada pasara. La
hermana gemela que esperábamos la noche en que todos debíamos escapar de las
garras de Sofia Volkov. Pasaron los años sin saber nada de Liana, y supuse que
también había muerto.
Me habían engañado. Louisa estaba enterrada a dos metros bajo tierra, en una
tumba sin nombre, mientras Liana caminaba por esta tierra. Un cuchillo invisible se
clavó en mi pecho, culpando a Liana de la muerte de su gemela. Ella fue la razón
por la que esperamos demasiado antes de huir. Por ella nos atraparon. Tal vez debería
dejar que el inframundo la alcanzara, porque los Thorns of Omertà no tardaron
mucho en enterarse que Sofia Volkov tenía una hija que vivía y respiraba.
La herida invisible se abrió de golpe al ver a la mujer que llevaba el rostro de
Louisa, dejándome boquiabierto y sangrando. Un zumbido estridente llenó mi
cerebro mientras miraba fijamente el rostro familiar, con todos los músculos de mi
cuerpo inmóviles. La misma cara, la cara equivocada. Misma sonrisa; sonrisa
equivocada. Las mismas manos, manos equivocadas.
Las voces de mi cabeza insistían en la venganza. Acaba con ella. Arrancale
todos los dientes de la boca. Hazla pagar.
Excepto que había una promesa hecha. ¡Mierda!
Llevaba semanas observándola, incapaz de hacerme a la idea que Liana
Catalano Volkov estaba viva. Viviendo y respirando, mientras su hermana murió
agonizando en la puta Siberia.
Detrás de los ojos se me acumuló una presión similar al calor de una tetera,
mientras los recuerdos me invadían y me azotaban el cráneo con la precisión de un
cuchillo. El sonido de su voz. El confort de su tacto. La suavidad de su corazón.
Un cráter creció dentro de mi pecho y mi mente, los recuerdos salían a
borbotones.
—Quiero que te cases conmigo, Kingston —murmuró, su voz suave y reservada
sólo para mí.
Louisa. Mi Lou.
—Aún no tienes dieciocho años —dije, acercándola más a mí. Puso los ojos en
blanco, pero enseguida se dejó caer en mis brazos, incapaz de evitar que se le
dibujara una sonrisa en la cara. Incluso cuando las cosas eran duras, encontraba
motivos para sonreír, ofreciendo su luz de sol.
—Puede que no viva lo suficiente. —Se puso de puntillas y rozó su nariz con la
mía—. Entonces, ¿por qué esperar?
Agarré su mandíbula con la mano.
—Tú... Nosotros Viviremos hasta que nos hayamos ganado nuestras arrugas y
canas. Hasta que hayamos visto a nuestros nietos y bisnietos caminar por esta
tierra, como prueba viviente de nuestro amor.
Pasé los dedos por sus sedosos rizos rubios. Sus ojos dorados, moteados de
avellana, se encontraron con los míos y, carajo, las ganas de abrazarla me volvieron
loco. Pero era la angustia que había en ellos lo que me mantenía a raya.
—¿Qué pasa? —pregunté. Volvió a sonreír, pero no con la misma intensidad—
. No me digas que no es nada o te haré pagar.
Su sonrisa desapareció, la angustia en sus ojos envolvió mi corazón como una
prensa.
—No me odies... —susurró.
—Nunca podría odiarte.
Miró por encima del hombro, sus dedos jugueteando con los botones de mi
camisa, antes de volver a mirarme.
—Ivan...
—¿Te ha hecho daño? —gruñí, con una neblina roja arrastrándose. No se me
escapó que el imbécil enfermo había estado mirando a las gemelas. A Lou más que
a su hermana. El cabrón era como un sabueso, intuyendo que Louisa era la más
blanda de las dos. Con Liana, se arriesgaba a que le cortaran las pelotas si se le
ocurría tocarla.
Ella negó con la cabeza.
—No, pero él... —Tragó fuerte, su delicada garganta se estremeció—. Quiere
casarme para forjar una alianza con el cártel de Tijuana. Mamá dijo que no, pero...
Ambos sabíamos que era sólo cuestión de tiempo.
—Rayo de sol, deberíamos esperar al momento adecuado.
—Quiero que seas mi primero, Kingston. —Mi agarre en su barbilla se tensó,
y ella se puso de puntillas, sus labios rozando mi boca—. Tú fuiste mi primer beso.
El único hombre que me marcó. —Sus labios se fruncieron, una suave sonrisa los
curvó, y un tono rosado cubrió sus mejillas. Nuestro secreto. Un tatuaje a juego—.
No puedo soportar...
Su voz se quebró, al igual que mi corazón.
—¿No lo ves, Lou? —dije en su boca—. Quiero ser tu primero, tu último, tu
único.
—Yo también —susurró, con las mejillas enrojecidas por la confesión—. Pero
pase lo que pase mañana, ya hemos tenido el día de hoy. Tendremos esto. ¿Por qué
esperar?
Había tanto dolor en esta casa. Soledad y miedo. No era donde yo quería que
fuera nuestra primera vez. Además, estaba la cuestión de su edad: a punto de
cumplir dieciocho años, no quería que se precipitara. Deberíamos tomarnos nuestro
tiempo, por su bien.
Sus brazos me rodearon los hombros y recorrió con su boca mi barbilla, mi
cuello, antes de enterrar su cara en mi garganta.
—Tal vez sea hora de huir —susurró—. Eres un fantasma. Haznos desaparecer
antes que acaben con nosotros de una vez por todas. —Se apartó y me miró a los
ojos, con el labio tembloroso—. Ella te está destruyendo y no puedo soportarlo más.
La furia supuraba en mi pecho, incluso después de todos estos años. Me
convirtió en un monstruo, lleno de odio y sed de venganza. Acabaría con todo el
imperio Volkov. Y nadie sería capaz de detenerme. Ni siquiera la muerte.
Cerré los ojos, borrando los recuerdos de lo único bueno de mi vida y
centrándome en esa mujer que tenía delante y que había participado en que la
alejaran de mí. Odiaba que Liana sobreviviera mientras mi Louisa murió. Ella era
mi otra mitad. Mi luz en la oscuridad. Ella lo era todo para mí. Era hora que Liana
pagara por ello. Cada aliento que había tomado desde la muerte de Lou le había
valido un castigo.
Me había dado un propósito por primera vez desde que Alexei Nikolaev salvó
mi maltrecho cuerpo de aquella mazmorra ocho años atrás.
Aunque mi aspecto seguía siendo tranquilo y sereno, mi interior estaba en
llamas.
Había una delgada línea entre el odio y el amor. Y aún más fina entre la cordura
y la locura. Ya no podía ver esa línea. No desde que había visto morir a Lou delante
de mis ojos.
Alcancé una copa en mi rincón oscuro del restaurante mientras observaba.
Acechaba. Planeaba.
El resplandor anaranjado de la brasa de mi cigarrillo en el cenicero era la única
señal que indicaba mi presencia en el restaurante. Miré hacia la mesa donde se
sentaba mi objetivo, mis ojos seguían los movimientos de la joven.
Este agujero oscuro en mi pecho me estaba tragando lentamente.
Lo había cultivado, alimentándolo con amargura y odio. Estaba rojo, furioso y
crudo. Agradecí la sensación. Incluso la abracé. Era mejor que el entumecimiento
que había sentido durante tanto tiempo.
No descansaría hasta vengarme. Hasta que su muerte contara.
Ellos la mataron, y yo mataría a cada uno de ellos por el dolor que habían
causado.
Mi puño se cerró, convirtiendo el cigarrillo en cenizas mientras mi enemiga
cenaba al otro lado de la habitación. ¿Cómo podía Liana sentarse allí como si el
mundo siguiera girando cuando Lou se había ido?
Detuve la pesadilla antes que cobrara vida y me centré en el presente, bebiendo
el whisky y saboreando el ardor en la garganta.
Tenía un propósito, un objetivo que me impulsaba. La venganza estaba a mi
alcance. Sin errores. Sin decisiones precipitadas. Día tras día, semana tras semana,
año tras año, cada paso metafórico me acercaba más a ella.
Sofia Catalano Volkov.
La amargura y el odio se filtraron en mis células y se mezclaron con las cenizas
de aquellos años pasados en cautiverio. Con la pérdida que sentí cuando me la
arrebataron. La joven inocente que me miraba con ojos dorados, prometiendo calidez
y felicidad.
Me froté el muslo distraídamente, acariciando el dolor fantasma que me
perseguía. Siempre estaba presente, fruto de las frías y oscuras noches pasadas en
aquel sótano lleno de horror. Lleno de pesadillas.
Un destello de movimiento devolvió mi atención a la joven con el cabello del
color del trigo caliente. Era idéntica a mi Lou, pero yo sabía que no era ella. Lia era
un fraude, la versión descolorida de Lou.
Sin embargo, me encontré incapaz de apartar la mirada. Alimentaba mi mente
rota. Mi cuerpo se curó después que Alexei Nikolaev me salvara, pero mi mente no.
Nadie salía cuerdo de esa mierda. Nadie, carajo.
Observé a mi enemiga mientras se centraba en su hija, inconsciente del
fantasma que acechaba en las sombras. Si Sofia se diera la vuelta, me descubriría
fácilmente, pero estaba distraída con su codicia. Con sus propios planes. O tal vez
era demasiado confiada.
Nunca me verían llegar.
Vi cómo le entregaba un papel a su hija, y la decepción me invadió. Liana
estaba metida hasta las rodillas en esta mierda.
Lou había insistido en intentar sacar a su gemela, intuyendo que sería la
perdición de Liana. Tenía razón, excepto que mi caída y la de Lou fueron lo primero.
¿Podría culpar a su gemela? Claro que sí. Sabía distinguir el bien del mal, y ella,
junto con su madre, firmaron sus propias sentencias de muerte.
Al parecer, Sofia Volkov no había aprendido nada manteniendo a su hija en ese
mundo. Había perdido a dos hijas: su primogénita, Winter Volkov, que fue
secuestrada por los irlandeses y murió al dar a luz, y Louisa. Estaba a punto de perder
a la tercera.
No había perdón para el dolor que Lou había sufrido. Lo que le hicieron en sus
últimas horas.
Su castigo por intentar huir conmigo y amarme fue la muerte.
Haciendo una sutil sacudida con la cabeza, decidí no seguir esa línea de
pensamiento. Los gritos de Lou se tatuaron en mi cerebro, atormentando mis sueños
y plagando mis horas de vigilia.
Mis labios se curvaron con disgusto mientras estudiaba el perfil de Liana, sus
ojos recorriendo el documento antes de devolvérselo a su madre. Su madre asintió y
tendió la mano a los hombres de Perez Cortes para estrechársela.
Mis ojos se desviaron hacia la joya que llevaba en mi muñeca, hecha de dientes
bañados en plata y oro. Era de Lou, tiempo atrás. Ahora me servía de recordatorio
para terminar el trabajo y eliminar a quienes le habían hecho daño.
Ivan Petrov y Sofia Volkov me convirtieron en Ghost. Lou era mía.
Se convirtió en mi firma. Ansiaba la muerte, quería seguir la sombra de mi
mujer muerta, pero aún no era el momento. Primero, haría pagar al mundo. A lo
largo de los años, me había preguntado cuál era la diferencia entre justicia y
venganza, dónde terminaba una y empezaba la otra, pero en última instancia, sabía
que dependía de mí poner fin a todo.
Regresé la mirada a mi pulsera y los recuerdos de sonrisas y amistad poco
frecuentes me hicieron un agujero en el pecho.
Era hora de añadir más dientes a mi colección.
Liana

El Padrino era el restaurante más caro y elitista de Washington D.C., situado


en pleno centro de la ciudad. Uno pensaría que el nombre del restaurante dejaría
claro quién lo regentaba, pero la gente acudía a él con avidez, ignorante del hecho
que lo regentaban las familias de la mafia.
Odiaba este lugar.
Todo lo que tenía que ver con él: el ambiente, los delincuentes que lo
frecuentaban, la corrupción. Que este restaurante fuera uno de los favoritos de Perez
Cortes me hacía odiarlo aún más. El cabrón no estaba aquí, pero su presencia se
sentía en la mesa.
Siniestra. Mortal. Fatal.
Él y sus hombres eran escoria de la tierra. Me enfermaba que mi madre hiciera
tratos con él. Aún más, me enfermaba que me sentara en esta mesa sin rebanarles la
garganta a todos.
Me dolía la muñeca. Con las dos manos sobre el regazo, bajo la mesa, la rodeé
con los dedos y masajeé la tierna piel mientras escuchaba el plan de mi madre,
apretando la mandíbula. Mantenían una conversación en varios códigos relacionada
con su último cargamento que acababa de llegar a la ciudad, lleno de mujeres jóvenes
destinadas a ser obligadas a servir a hombres enfermos.
Hablando libremente delante de mí, sin saber que había descifrado sus códigos
años atrás, escuché y memoricé. Comprendí que “El Cuervo” significaba los muelles
de Canton, en Baltimore. “El Monumento” era una red de prostitución dirigida por
el cártel de Tijuana que utilizaba el club náutico del Puerto de Washington. Al igual
que Cortes, al cártel de Tijuana le encantaba utilizar a las jovencitas como
entretenimiento para sus soldados. Malditos enfermos. Y luego estaban los arreglos
de los mafiosos de Marabella que negociaban por chicas muy cotizadas. La
negociación tenía lugar en Brasil, y su nombre en clave era “El Muelle”. Si tan sólo
pudiera conseguir las coordenadas para poder volarlo todo en pedazos.
Las ubicaciones fueron compartidas. Los detalles como fechas y horas no. Para
mi consternación.
—Las mujeres son de la mejor calidad —dijo Madre con frialdad.
Se me subió la bilis a la garganta, pero la reprimí. Pensaba que ya estaría
acostumbrada. Sin embargo, cada fibra de mi ser luchaba contra ello. Me quedé allí
sentada, escuchando a los hombres y a mi madre hablar, y mantuve la expresión
inexpresiva mientras miraba por la ventana. La gente paseaba feliz, ajena al mal que
ocurría en mi interior. Ajena a lo vacía que me sentía por dentro.
Desde el día en que perdí algo que no tenía precio.
Mi madre me entregó un trozo de papel. Lo agarré con mano firme, mis ojos lo
hojearon. Era un acuerdo de mierda entre Perez Cortes y mi madre para el transporte
de drogas, alcohol y otros productos. Traducción: humanos.
Solía tener la esperanza que madre nos sacara del inframundo, pero esa chica
murió hace mucho tiempo, junto a mi gemela. Mi otra mitad.
Mi pecho se retorció, el dolor se agudizó por completo. Me había quedado con
el corazón adolorido y las verdades amargas. La culpa se convirtió en la única
constante de mi vida; el dolor, mi penitencia. Esa era mi miseria, oscura y venenosa,
que se arrastraba bajo mi carne como una serpiente.
Apreté las manos en mi regazo, con las uñas cortándome la piel. El dolor físico
era mejor que el del corazón. Me distraía. Era necesario. Me inducía a ser quien tenía
que ser.
—Liana. —La voz de mi madre me sacó de mi autocompasión y pensamientos
en espiral, sólo para encontrar cinco pares de ojos sobre mí.
—Te ves hermosa. —Uno de los hombres de Perez me hizo un cumplido,
atrayendo mi atención hacia él y haciéndome creer que había repetido esas palabras
demasiadas veces. Sus miradas me agitaron, las ganas de arrancarle los ojos
consumieron todos mis instintos. Me miraba como si fuera un trozo de carne.
Supongo que en cierto modo lo era. En este mundo, las mujeres eran sólo eso. Usadas
para presumir y abusar.
Yo me negaba a ser ninguna de las dos cosas.
Me puse en pie de un salto, dando a todos en la mesa una vista completa de mi
atuendo. Llevaba un vestido azul sin mangas con tirantes que me abrazaba el cuerpo
por encima del torso como una segunda piel y caía hasta las rodillas en ondas. Mis
zapatos favoritos de tacón nude me daban tres centímetros de más.
Mi madre llevaba un vestido de Valentino parecido al mío debajo de su
característico abrigo de piel. Se negaba a quitárselo incluso cuando estaba sentada
en el restaurante por lo que escondía debajo.
A duras penas contuve una mueca de desprecio hacia los hombres que estaban
demasiado ciegos para ver su arsenal.
Se hizo el silencio en la mesa, hasta que lo rompí con mis palabras.
—Disculpen, tengo que ir al baño.
Mi madre me hizo un gesto seco con la cabeza, la línea tallada en su entrecejo
era el único indicio que no estaba contenta. Nunca estaba contenta. No conmigo. Ni
con mi gemela. Ni con sus amantes. Esta vida había manchado su alma y destruido
su inocencia. Suponiendo que alguna vez la hubiera tenido.
Respiré hondo, me di la vuelta y me dirigí hacia los baños, con los tacones
chasqueando contra el suelo de mármol pulido. Los nudos en el estómago se me
hacían eternos.
Odiaba que a mi madre no le afectara nada: traficaba con humanos y se sentía
demasiado cómoda con el nivel de daños colaterales que acumulaban sus negocios.
Y, sobre todo, odiaba que pareciera tan indiferente a la muerte de mi gemela.
Habían pasado años, pero la herida de mi pecho se negaba a cicatrizar.
Ella era mi otra mitad. El día que vi el vídeo de la muerte de Lou fue la gota
que colmó el vaso. Morí junto con ella.
Por desgracia, mi cuerpo y mi mente siguieron viviendo. Recordando algunas
cosas y olvidando otras.
Así que, como el destino se negaba a ser amable y acabar conmigo, tuve que
marcar la diferencia. Hacer que la muerte de mi hermana contara. Así que interpreté
mi papel. Permanecí en silencio y no traicioné ninguna emoción. Nunca me verían
venir.
Con un asco espeso en las venas, me agarré mientras caminaba hacia el lavabo.
Sentí punzadas en la nuca. Mis pasos se ralentizaron. Sentí que me miraban. Me di
la vuelta, pero todos los comensales estaban inmersos en sus asuntos sucios. Eché
un vistazo al restaurante, pero nada parecía raro. Sin embargo, podía sentirlo. Se me
erizaron todos los vellos del cuerpo.
Mi mano se levantó torciendo el pendiente de un solo diamante, una y dos
veces, antes de sacudir la cabeza y dejar caer la mano a un lado. Otra palpitación en
la muñeca y la agarré con fuerza mientras doblaba la esquina.
Cuando entré en el baño, solté un suspiro y empecé a caminar. La energía que
rebosaba bajo mi piel me inquietaba; tenía que controlarla, aunque sólo fuera para
preservar mi tapadera.
Me detuve frente al lavabo y me encontré con mi reflejo, apoyando las manos
a ambos lados de la elegante encimera de mármol. Parecía yo, pero no me sentía yo.
¿Quién soy yo? me pregunté. ¿Qué estoy haciendo?
Hiciera lo que hiciera, no parecía cambiar nada. Se encontraron más mujeres.
Más carne fue intercambiada. No podía salvarlas a todas.
Apoyé la frente en el frío cristal y cerré los ojos, recordando la primera vez que
las había encontrado. Las chicas inocentes y destrozadas, obligadas a moverse como
ganado.
No, era peor.
El hedor fue lo primero que percibí al abrir la puerta del contenedor. Los
gemidos aterrorizados fueron lo que siguió.
Mis ojos se adaptaron a la oscuridad y mi corazón se detuvo. Dejó de latir,
mierda, al ver a niñas y mujeres de rostros magullados acurrucadas unas alrededor
de otras, con los cuerpos inclinados para protegerse de lo que había al otro lado de
la puerta. De mí.
Algunas estaban tumbadas en posición fetal, sin más ropa que sucias camisas
de gran tamaño. Otras estaban sentadas con las rodillas levantadas hacia el pecho,
los ojos brillantes y vacíos.
Fue entonces cuando vi sus cuellos, el grueso metal que les sujetaba la
garganta.
Respiré fuerte y me invadió la furia.
—Voy a ayudarlas.
Y se lo haría pagar.
Unos golpes en la puerta del baño me sacaron del trance, con los latidos del
corazón acelerados por la avalancha de recuerdos amargos. El asco y la decepción
se arremolinaron en mi interior como un huracán de categoría cinco. Imparable y
destructivo.
Había salvado a algunas, pero había fallado a muchas más. Incluida mi
hermana.
Mis ojos color avellana, empañados al recordar mis fracasos, me miraban
fijamente.
Con odio. Con resignación. Con pena.
Kingston

Vi cómo sus mechones dorados rebotaban a cada paso que daba, cómo su piel
brillaba. Parecía frágil, tal vez incluso rota, me recordaba a Lou.
Se me cortó la respiración. Se me retorció el pecho. El parecido era asombroso.
Se parecía a ella. Caminaba como ella. Se movía como ella.
No te dejes engañar, Kingston. La advertencia sonó en mis oídos. Esta mujer
no tenía nada que envidiarle a Lou.
Y así como así, sentí como si la hubiera perdido de nuevo, y la furia familiar
burbujeó como la lava. Sofia me quitó la oportunidad de redimirme y me dejó en el
infierno. Ya no estaba bajo sus garras y las de Ivan, pero bien podría haberlo estado.
Lo que existía era un nivel diferente del infierno, donde no podía escapar de mi
fracaso para salvar a Lou.
Alexei había llegado demasiado tarde.
—Estoy aquí para salvarte. —Voz desconocida, palabras extrañas. Aquí no se
salvaba nadie. Abrí los ojos hinchados e inhalé un fuerte suspiro—. Soy Alexei.
Unos pálidos ojos azules me miraron fijamente a través de la oscuridad.
—Sálvala... —Apenas podía reconocer el sonido de mi propia voz cuando hice
un gesto a mi lado, sólo para encontrar el lugar vacío.
Sus ojos siguieron mi mirada, esperando a que me explicara. La frustración y
la desesperación se agolparon en mi pecho cuando se filtraron más palabras, esta
vez en un tono más apremiante.
—Alexei, tenemos que salir de aquí. —No giré la cabeza, con los ojos clavados
en el lugar donde había visto a Louisa por última vez. Su cuerpo ya no estaba allí.
—La bomba está a punto de detonar. —Una tercera voz.
Alexei movió mi cuerpo, provocando una explosión de dolor, y apreté los
dientes para evitar que un gemido se escapara de mis labios.
Nos sacó de allí a toda prisa, y cada uno de sus pasos me producía un dolor
intenso. Me pesaban demasiado los miembros y tenía el cuerpo demasiado
destrozado para luchar contra él, fuera quien fuese. Corrió por el castillo, pero yo
seguía con los ojos clavados en la escalera de la que acabábamos de salir. Mi mente
necesitaba volver a verla, aunque fuera como un fantasma.
Pero el destino no tuvo la amabilidad de concedérmelo.
Un instante después, el aire se llenó de una explosión estremecedora. Alexei
aceleró el paso, pero no pasó mucho tiempo antes que otra explosión sonara desde
el castillo.
Mi salvador tropezó y caímos con fuerza. Mi cabeza chocó con algo sólido y
fui arrastrado hasta la inconsciencia.
Alexei Nikolaev me salvó para expiar sus errores. Pero sólo salvó mi cuerpo.
Llegó demasiado tarde para salvar mi espíritu. Demasiado tarde para salvarla.
Los años transcurridos desde que Alexei me rescató habían sido un infierno.
No podía dormir. Apenas podía comer. Tenía que estar sedado para descansar o
arriesgarme a que mi cuerpo se apagara. Quería matar a cualquiera que se cruzara en
mi camino. Cualquiera que se pareciera a la mujer de ojos dorados que nunca dejaba
de causar pesadez en mi pecho.
La mujer que murió por mí.
Durante las semanas posteriores a mi salvación, estuve bajo la protección de
Alexei, pero estaba al límite todo el día y toda la noche, a un suspiro de lanzarme al
vacío. No podía olvidar los llantos de Lou, sus gritos, su dolor.
Liana se paseó en dirección al baño, captando mi atención. Sus pasos se
ralentizaron mientras observaba a los comensales. Casi como si percibiera mis ojos
puestos en ella. Mi mirada recorrió su rostro y su cuerpo.
Era mayor, con más curvas, pero no era mi Louisa. No importaba el asombroso
parecido.
Se llevó la mano a la oreja y tiró del diamante. Respiré entre dientes. El mundo
se inclinó sobre su eje y el tiempo se ralentizó. Por primera vez en mucho tiempo,
sentí un destello de algo en el pecho. Se me cerró la garganta.
Pero entonces la razón se filtró lentamente.
Utilizó la mano derecha para tirarse del pendiente. Lou había sido zurda.
Pero entonces se rodeó la muñeca izquierda con los dedos y sus ojos se clavaron
en el lugar donde yo me ocultaba entre las sombras. Se me cortó la respiración. El
dolor se intensificó.
Los ojos de esta mujer estaban mal, carecían de la suavidad y la pasión que me
calentaban por dentro. Los ojos de Lou eran el espejo de su corazón y de su alma.
Cada momento de dolor y tormento se reflejaba en lo más profundo de ellos. Los
ojos de Liana eran planos, la falta de fuego me recordaba lo que había perdido.
Era una maldita tortura.
Sacudí la cabeza.
Liana le debía la vida a Lou, lo menos que podía haber hecho era expiarla.
Enorgullecer a su hermana en lugar de unirse a las filas de su madre.
Recordé a la joven que una vez me había marcado las cicatrices y me había
besado las manos ensangrentadas después de combates especialmente brutales.
Echaba de menos a la mujer que solía mirarme como si fuera un dios.
Algunos días sólo quería olvidarlo todo.
En cambio, la rabia se volvió más oscura. Me desgarró el pecho e hizo
imposible diferenciar entre lo que era real y lo que estaba reviviendo. Llevándome a
aquella fatídica noche de hacía tantos años, sintiendo que la perdía de nuevo.
El suave bullicio del restaurante enmudeció, sacándome de mis pensamientos.
Exhalando lentamente, dejé que el oscuro recuerdo se apoderara de mí. Ese fue
el día en que ella se rompió. Ese fue el día en que mi mujer murió.
Ese día, Sofia Volkov firmó su sentencia de muerte, no por torturarme a mí,
sino por aplastar la esencia misma de su hija.
Liana

Me dirigía de nuevo a la sala bulliciosa de camareros y clientes parlanchines


cuando volví a sentir que me miraban. Me enderecé de repente y mi paso vaciló.
Se me detuvo el corazón. Se me cortó la respiración.
Un hombre caminaba -no, se paseaba- hacia mí como si fuera el dueño de cada
centímetro de este restaurante y de la gente que había en él. Los toques plateados de
su barba incipiente desentonaban con su rostro joven. Sin embargo, encajaban con
su expresión. Sus ojos oscuros se clavaron en mí, con un poder letal emanando de él
en oleadas, y durante todo el trayecto me quedé congelada, incapaz de moverme. Era
alto. Peligroso. Con unos ojos que parecían ver demasiado.
Su mirada recorrió mi cuerpo con el ceño fruncido, como si me conociera. Pero
eso era imposible. Nunca podría olvidar una cara así. Su mandíbula hablaba de
determinación, de pena y dolor. Del tipo que a veces sentía en mi propio corazón.
Vestido con un traje negro de tres piezas, sin corbata, su musculoso cuerpo
estaba envuelto en un fino tejido, pero no ocultaba en absoluto al depredador que
había debajo. El color de su cabello hacía juego con el traje. Pero fueron sus ojos
oscuros, casi negros, los que me cautivaron por completo.
No podía apartar la mirada.
Un paso más y estaba lo bastante cerca como para sentir su calor. El aroma a
vainilla especiada y una colonia que no reconocí invadió mis pulmones. Era más
embriagador que cualquier alcohol.
Un escalofrío recorrió mi espalda. La sangre retumbaba en mis oídos. Él era lo
único de lo que era consciente, acaparando toda mi atención. Podía sentir el frío y...
algo más en su mirada.
¿Odio, tal vez? ¿O curiosidad?
Sabía que debía empezar a caminar, pero no podía obligar a mi cuerpo a
moverse ni un milímetro. Me quedé mirando la ancha figura del desconocido que
pasaba ágilmente a mi lado.
Hasta que no oí el tintineo de la puerta al abrirse no salí de mi estupor. Se había
ido. Como un fantasma en la oscuridad de la noche, salvo que en este caso era pleno
día.
La abrumadora sensación de pérdida me debilitó las rodillas, la confusión ante
mi reacción fue profunda.
Sacudiéndome, reanudé el camino de vuelta a nuestra mesa, con la nuca
punzante y todos los sentidos en alerta. Tenía que averiguar qué demonios me pasaba
antes que mi madre se diera cuenta. No podía soportar otro de sus tratamientos.
—Ah, ahí estás. —Me giré y vi a mi madre de pie con el resto de la fiesta, lista
para partir. Su mirada se clavó en mí, estudiándome—. Pareces agotada.
Negué con la cabeza, consciente de sus ojos suspicaces.
—No lo estoy —dije, con voz uniforme, sin traicionar nada de mi agitación
interior. La tensión se enroscaba en mi vientre como una bestia, dejándome
totalmente confundida pero hambrienta de respuestas.
Madre asintió, aceptando mi respuesta, cuando uno de nuestros compañeros de
cena me tendió la mano.
—Ha sido un placer conocerte.
Dejé que su mano colgara en el aire, sin interés en dejar que aquel asqueroso
tocara ninguna parte de mí. Lo miré a los ojos, asentí y luego miré a mi madre.
—¿Lista?
—Vas a volver al hotel conmigo —declaró.
Apreté los dientes, pero no discutí. A los veintiséis años, era más que capaz de
tomar mis propias decisiones, pero mi independencia era algo que la gran Sofia
Volkov odiaba. Tenía guardias que me vigilaban y le informaban de todo lo que
hacía.
Tras años de práctica, me había convertido en una experta en deshacerme de
ellos. Por supuesto, nunca sabían que los había dejado atrás. La mayoría de las veces,
me creían dormida en la cama.
Caminé hacia la salida, sorprendida por mi reflejo en la ventana. Con la mano
en el pomo, me miré fijamente. Mis ojos tenían un brillo desconocido. Un extraño
rubor en las mejillas.
Antes que mi madre pudiera comentar mi extraño comportamiento, salí del
restaurante y me dirigí al auto que me esperaba. Mi madre me siguió y cerró la
puerta. Mientras me deslizaba por los asientos de felpa, mi mirada se desvió hacia el
restaurante y mi mente se llenó de preguntas. Y entonces lo vi.
El desconocido familiar acechaba en la sombra del callejón, con sus ojos
clavados en los míos. Apenas pude contener un nuevo escalofrío, mi cuerpo
palpitaba mientras su mirada permanecía.
—¿Qué estás mirando, Liana?
La voz de mi madre atrajo mi atención hacia ella sólo para descubrir que sus
ojos seguían mi mirada, y cuando volví a mirar hacia el callejón, él no estaba por
ninguna parte.
—Nada, madre.
Me senté tranquila y serena, con la espalda recta y la mirada fija en el fugaz
paisaje de la ciudad. El resto del corto trayecto transcurrió en silencio. Cuando
llegamos al hotel, salí del vehículo y comencé a caminar hacia el hotel de cinco
estrellas.
Con la mano en el pomo, la voz de mi madre retumbó detrás de mí.
—Liana, detente.
Me quedé paralizada justo cuando la puerta del hotel se abrió y el picaporte
resbaló de mi mano. Un hombre de unos treinta años estaba frente a mí, abriéndonos
la puerta. Se quedó a un lado, esperando pacientemente.
—Después de usted, señorita.
—Gracias —murmuré.
Mi madre y sus guardaespaldas aparecieron a mi lado en un instante, con los
ojos clavados en el hombre.
—¿Qué haces aquí? —dijo mi madre, con un raro acento italiano.
—La última vez que lo comprobé, Sofia, era un país libre —respondió el
desconocido con un deje de sarcasmo. Observé el intercambio con asombro.
Mis ojos se clavaron en él, con su musculoso cuerpo enfundado en un traje caro.
Sus llamativos ojos verdes eran difíciles de ignorar, pero lo que captó mi atención
fue el tatuaje de su mano izquierda. Un extraño símbolo en la boca de una calavera.
Nunca había visto nada igual.
Mi madre asintió una vez, en esa educada advertencia que se reservaba para
aquellos a los que menospreciaba. Naturalmente, mi interés se despertó y esta vez
memoricé cada línea de su rostro.
Observó a mi madre con frialdad y sus labios se curvaron en una mueca de
desprecio.
—Él espera la entrega a tiempo, Sofia —dijo con voz grave—. Sin errores.
Tenían que estar discutiendo el calendario de una nueva entrega de las chicas.
¿Por qué nadie podía anunciar la fecha y la hora?
—Así será —dijo mi madre con una firmeza que me produjo escalofríos por mi
columna.
—Señoras —dijo mientras asentía, sus ojos se desviaron en mi dirección, y mi
madre me hizo alejar rápidamente, las dos intercaladas entre nuestros
guardaespaldas.
El hombre se movió, sus músculos se flexionaron, y luego se rio. Se rio, carajo;
aunque, cuando miré por encima de mi hombro, no había diversión en su rostro ni
en sus llamativos ojos verdes.
—Asegúrate que no tenga problemas. Demasiados de tus envíos han tenido...
contratiempos. —Y luego desapareció, dejándome confundida.
—¿Quién es? —le pregunté a mi madre con curiosidad.
—Nadie.
—¿De dónde lo conoces?
—De ningún sitio.
Parecía que dos podían jugar a las respuestas vagas.
Liana

La música a todo volumen retumbaba en el suelo de nuestro motel de mierda


mientras recorría el pasillo de paredes rojas, alfombras rojas e incluso puertas rojas.
Lo único que no era rojo era el techo.
Con una última respiración profunda, me concentré en la tarea que tenía entre
manos. Tenía que llegar a mi objetivo, el eslabón débil del plan de Perez Cortes y
mi madre. Mi plan era sencillo: llamar a la puerta, fingir que estaba perdida, aislarlo
y luego inyectarle una jeringuilla llena de veneno.
Simple.
—Estoy cumpliendo mi promesa —susurré al pasillo vacío, con un nudo en la
garganta.
Aparté las lágrimas que me escocían en el fondo de los ojos y apreté la
mandíbula. Avancé por la moqueta almizclada y desgastada, con mis tacones de diez
centímetros silenciosos en mi acecho. Una puerta se abrió de repente y un gigante
de un metro ochenta metros salió, dejando la puerta entreabierta.
Objetivo a la vista.
El golpe sordo del bajo procedente del dormitorio coincidía con los maníacos
latidos de mi corazón. Su mirada recorrió mi cuerpo, deteniéndose en mis piernas
desnudas. Pervertido. Esta era exactamente la razón por la que este hombre era el
blanco más fácil de los presentes en el restaurante. No podía resistir sus impulsos y
tenía fama entre el cartel brasileño de probar mujeres.
Así que esta noche me puse un minivestido blanco, con el sujetador y las bragas
rosas a la vista. Por supuesto, mi bolso de mano hacía juego con mi atuendo, pero
servía para contener todo lo que necesitaba para terminar este trabajo. Parecía una
puta menor de edad, yendo a la yugular. Sólo para él. Cantaría una melodía, me lo
contaría todo, y entonces lo mataría.
Por cada mujer que había lastimado. Por mi hermana.
—¿Estás perdida, nena? —Los hombres eran unos cerdos. Forcé una sonrisa, a
pesar de la piel de gallina que me recorría los brazos.
—Tal vez. —Agité las pestañas.
—No parecías muy simpática en el restaurante. —Una medalla a su capacidad
de observación.
—Mi madre es muy protectora —fue todo lo que dije.
Sonrió perezosamente. Depredadoramente.
—Ella no está aquí ahora, nena.
Si me llamaba nena una vez más, tendría que apuñalarlo de inmediato, al diablo
con mi plan. Respirando hondo, me obligué a no perder la cabeza. La vida de mujeres
inocentes dependía de ello.
—No lo está. —Sólo necesitaba averiguar el día y la hora en que embarcarían
a las mujeres para poder interceptarlas—. ¿Esta es tu habitación? —pregunté,
moviendo las pestañas y sonriendo coquetamente mientras me tragaba la bilis que
me subía por la garganta.
—Lo es —ronroneó, abriendo más la puerta—. ¿Quieres entrar a verla?
Miré a su alrededor como si me muriera por ver más allá en su habitación de
mierda. La tenue luz amarilla bañaba la habitación con un brillo enfermizo cuando
establecí contacto visual con él.
—¿Cómo te llamas? —Conocía todas las organizaciones de los bajos fondos,
todos los nombres que corrían dentro de ellas, pero nunca me había molestado en
aprenderme los nombres de los soldados. Expiraban con demasiada frecuencia.
Sus ojos se entrecerraron con desconfianza.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Mi madre siempre me dice que no hable con extraños —dije dulcemente—.
Pero si me dices tu nombre, dejarás de ser un extraño.
Mi voz era firme e inquebrantable, pero me temblaban las manos. Ya había
hecho esto muchas veces; no debería estar tan nerviosa. Tal vez era añadir una cuenta
más a mi lista de pecados. O tal vez era el miedo a que algo saliera mal.
—Soy Pedro, cariño —respondió, visiblemente relajado—. Pero esta noche
puedes llamarme Papi.
Apreté los labios, conteniendo a duras penas el escalofrío. Enfermo. Me moría
de ganas de matar a ese imbécil.
Si mi madre se enterara de mis actividades extraescolares, me mataría sin
pestañear. Pero no podía quedarme de brazos cruzados y permitir que destruyeran la
vida de esas pobres mujeres. Si no hacía nada, ¿no era igual de culpable?
De este modo, al menos podría esperar una muerte rápida una vez que Sofia
Volkov supiera lo que había hecho su hija. Lo que había estado haciendo durante
años.
Cuando entré en la habitación, saqué rápidamente la jeringuilla que llevaba
guardada en el sujetador. Quité el capuchón mientras observaba el espacio. La
habitación estaba oscura y el hedor a orina era tan fuerte que tenía presencia física.
La puerta del baño, de azulejos amarillos, estaba abierta y dejaba ver una bañera.
Bingo.
La puerta se cerró con un ruido sordo, seguido del clic de la cerradura. Se me
revolvió el estómago, pero me contuve mientras observaba cada centímetro de la
habitación.
—Habitación de mierda —dije en tono aburrido—. Tu jefe no debe valorar
demasiado tus servicios para meterte en un motel de cucarachas. —¿O era un hotel
de cucarachas? La jerga americana no era mi fuerte. El ruso era mi primer idioma,
el gaélico un cercano segundo. Mi inglés formal era perfecto, pero ahí acababa todo.
Su alto cuerpo estaba en mi espacio personal en el siguiente suspiro, y me
anticipé.
Se cernió sobre mí y, aspirando con fuerza, giré la jeringuilla entre mis dedos
y le clavé el extremo puntiagudo en el cuello, presionando el émbolo.
—Puta...
Se echó hacia atrás con un rugido, levantó el puño y me lo estampó en la cara.
El dolor estalló en mi mejilla, pero persistí. El precio de cualquier error
cometido esta noche era demasiado alto. Volvió a tirar del puño, pero esta vez lo
atrapé y se lo retorcí por detrás. Apoyé el pie en su culo, clavándole el talón con
fuerza, y luego lo empujé hacia delante. Perdió el equilibrio y cayó de cabeza sobre
la mugrienta alfombra.
Cayó como un pez, jadeando y arañándose la garganta.
—No te molestes en gastar tu energía, suka blyat —dije perezosamente,
maldiciéndole en ruso. Hijo de puta—. Sólo morirás más rápido. —Se quedó quieto
y, de repente, capté su atención. Le clavé el talón en la espalda—. Has sido
envenenado. Y sólo yo tengo el antídoto. —No lo tenía, pero él no necesitaba
saberlo—, dime dónde y cuándo será el próximo envío y te lo administraré.
Intentó hablar, pero las palabras que le salían eran confusas. Suka blyat, ¿le di
una dosis demasiado alta? El tipo era una montaña, así que le añadí una onza más
para asegurarme.
Vi una funda de pistola en el sillón y me acerqué a ella con despreocupación.
—No es que te esté metiendo prisa, pero el veneno te matará en exactamente…
—miré el reloj, cuyos dígitos rojos parpadeaban con rabia—, diez minutos.
Recogí la pistola y me di la vuelta, encontrándome con los ojos de mi última
víctima clavados en mí. Pasaron los segundos y lo observé con expresión fría hasta
que por fin se quebró.
—Mañana —balbuceó—. A las diez de la noche.
Le dediqué una sonrisa, más bien una mueca.
—Gracias.
—Anti... —Le costaba pronunciar cada sílaba—. An... An...
—¿Antídoto? —Terminé por él, y se esforzó por asentir. Más bien un tic ocular.
Sonreí con amenaza—. ¿No te lo dije, nene? —Acentué la palabra con sorna—. No
lo llevo encima.
Moviéndome a su alrededor, llevé la mano a mi bolso y saqué un cuchillo.
—¿Sabías que una dama nunca sale de casa sin un bolso de mano? —dije en
voz baja, inquietantemente—. Y un pincel.
Sus ojos se abrieron y palideció cuando pasé el dedo por la hoja.
—No, no —gritó—. No...
Me incliné sobre él.
—¿No qué? —pregunté, levantando una ceja con fingido interés—. ¿Haga
daño? Dime una cosa, Pedro. ¿A cuántas mujeres has salvado cuando te suplicaron
que no les hicieras daño?
Sus pupilas se dilataron y comprendió que no tenía escapatoria. Le rebané las
tripas y abrió la boca para gritar. Lo único que salió fue un pequeño gemido. La
droga estaba haciendo efecto.
Me deleité en su impotencia. Que prueben de su propia medicina, pensé con
amargura.
Con la mano que aún sostenía el cuchillo clavado en sus entrañas, lo retorcí
mientras agarraba el pincel que llevaba en la mano.
Luego lo mojé en su sangre, empapándome de sus gemidos de dolor, sus ojos
aterrorizados clavados en mí mientras iniciaba mi proceso. Prefería hacer un boceto,
pero la sangre me ayudaría a comprender.
Cinco minutos para dibujar el boceto de un hombre sin rostro por toda la pared
con la sangre de mi víctima. Hay que reconocer que era espeluznante, pero era lo
único que me hacía sentir viva. En los rincones más oscuros de mi mente vivía la
idea que mi hermana estaba aquí conmigo cuando cometía estas atrocidades. Ella
podría estar disgustada, pero estaría orgullosa.
Así que dibujé con su sangre por mí, por mi hermana y por todas las mujeres
que habían sido agraviadas por hombres como éste.
Me quedé junto a mi víctima como un ángel vengador, viéndolo luchar hasta
que la vida se le fue de los ojos.
—Otro que muerde el polvo —murmuré en voz baja—. Hora del baño, imbécil.
Arrastrando su peso muerto hasta el baño, gruñí y maldije mientras empujaba
su cuerpo, miembro a miembro, dentro de la sucia y antigua bañera.
Una vez dentro, utilicé la escalera de incendios para tomar mis provisiones.

Tardé exactamente cinco horas en deshacerme del cadáver. Una mezcla de


hidróxido de sodio con agua hirviendo hizo desaparecer a Pedro por el desagüe
oxidado. El hedor -pungente, agudo y acre- fue bienvenido. Lo prefería a que me
tocaran.
El corazón me latía con los recuerdos de mi propia hermana. Siempre parecían
llegarme en los peores momentos. Saqué el teléfono, recuperé mi carpeta secreta y
pulsé el botón de reproducción. Había visto la grabación un millón de veces, podía
recitar cada detalle palabra por palabra, movimiento por movimiento. Pero eso no
impidió que mi pecho se rompiera con la misma intensidad.
Los hombres enguantados y enmascarados la torturaron. Luchó contra ellos con
uñas y dientes, arrancando la cadena del cuello de uno. Deseé que hubiera una forma
de localizar el collar. Necesitaba pistas, cualquier cosa para dar caza a los
responsables.
Al instante, sumergieron su cabeza en una bañera llena de una solución
transparente y vi cómo el cuerpo de mi gemela se disolvía en la nada. El dolor me
recorrió el pecho, como cada vez que pensaba en ella.
El cártel -específicamente el cártel de Tijuana, que tenía estrechos vínculos con
el cártel de Cortes- me arrebató algo valioso. A cambio, yo se lo quitaría todo.
Cuando acabara con ellos, no quedarían más que cenizas.
Aunque nos incluyera a mi propia madre y a mí.
Kingston

La hora punta en la ciudad estaba en pleno apogeo cuando entré en el edificio


que Byron llamaba restaurante “meet in the middle”.
El local estaba abarrotado, pero mi familia tenía una mesa reservada. Un
privilegio de ser ricos. Nuestra madre dejó su herencia a sus hijos, y cada uno de
nosotros había construido su imperio desde los cimientos. Mis hermanos se
convirtieron en unos de los principales magnates inmobiliarios, y yo en uno de los
mejores asesinos y rastreadores de los bajos fondos.
Me dirigí a la mesa donde Kristoff Baldwin y mi hermano Byron ya estaban
sentados con bebidas en la mano. Bourbon para Byron, Whisky para Kristoff. Eran
demasiado predecibles.
Kristoff se pasó la mano por el cabello y le hizo señas a la camarera para que
se acercara.
—Kingston —me saludó, entregándome un sobre. Era la escritura de otra
propiedad que había adquirido.
Me senté en mi sitio y le di las gracias con la cabeza.
—Byron, creía que seguías en Francia. —comenté—. ¿También están aquí tu
esposa y tus hijos?
—Estamos aquí sólo una semana.
La camarera volvió con un vaso para Kristoff, que se lo bebió antes de ella
desaparecer.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—La mayor se está rebelando —comentó Byron—. Está preocupado porque no
sabe nada de ella desde hace unos días.
—Seguro que puede localizarla por teléfono —señalé.
—Lo tiene apagado —dijo.
—¿Es eso lo que me espera con mis hijos? —Byron reflexionó—. ¿Noches sin
dormir y rebelión?
—Por tu bien, espero que no —replicó Kristoff secamente—. Podrías quedarte
sin cabello.
Mi hermano sirvió unos cuantos despliegues con Kristoff, este último le salvó
la vida en su última gira. Byron tuvo suerte de salir sólo con quemaduras en la
espalda.
Torcí el gesto mientras los dos se maravillaban de las alegrías y el estrés de la
paternidad y el matrimonio. No eran celos, me dije. No tenía nada que ver con el
hecho que no pudiera identificarme. O quizás tenía todo que ver.
Mis pensamientos se desviaron hacia Liana Volkov y se me escapó un suspiro
sardónico ante su muestra de confianza en el restaurante. Hay que reconocer que
también me dejó perplejo. Me intrigaba, incluso me preocupaba, que no hubiera
reconocimiento en sus ojos. No se acordaba de mí.
Sacudí la cabeza, ahuyentando los pensamientos sobre ella. Pasaba más tiempo
del que me gustaba pensando en esa mujer. Tenía que dejar de hacerlo.
—¿Va todo bien? —Byron preguntó, estudiándome.
—Sí.
Kristoff se recostó en su asiento.
—Reconozco esa mirada.
Le dirigí una mirada de desconcierto. Mi hermano también.
—¿Qué mirada? —pregunté.
Kristoff sonrió, con un destello de diversión en su mirada.
—Alguien importante, una mujer, debe estar ocupando tu mente.
Sólo tenía razón en parte. Liana era una mujer, pero no era importante para mí.
Me pasé los dedos por el cabello, un movimiento que había hecho más veces de las
que me gustaría admitir en los últimos días.
Fue en ese momento cuando una figura familiar llamó mi atención. Giovanni
Agosti estaba sentado en la mesa de enfrente.
—Disculpen —dije, poniéndome de pie y dirigiéndome a su mesa. Su expresión
era solemne cuando levantó la vista para verme deslizarme en la silla frente a él.
—Evidentemente, no esperaba una cita —murmuró secamente.
Giovanni formaba parte de Thorns of Omertà, aunque en su mayor parte era
reservado.
—¿Qué haces en la ciudad?
Enarcó una ceja.
—¿Estás escribiendo un libro sobre mí que yo desconozco?
Qué raro. Normalmente no era de los que esquivan. Eché un vistazo a nuestro
alrededor.
—Lo estoy haciendo.
Puso los ojos en blanco.
—Por favor, deja fuera este capítulo. —Mis labios se torcieron. Juraría que
estaba a punto de poner los ojos en blanco, pero se detuvo—. Tengo que asistir al...
evento de mi tío.
Levanté una ceja.
—¿Un evento? —Asintió—. ¿No está tu tío en Boston?
Apretó la mandíbula antes de responder:
—Es mi otro tío.
—¿Otro tío? —repetí lentamente.
—Sí. —Entrecerró los ojos, con el mismo tono que yo—. Y quiero hablar de
esto tanto como tú quieres hablar de tu secuestro por Ivan Petrov y de tu tiempo bajo
el encarcelamiento de Sofia.
La temperatura bajó, ambos emanábamos resentimiento y los ojos ardían.
—Valiente por tu parte sacar ese tema. ¿Tienes ganas de morir? —La amenaza
se me escapó, tan calmada y mortal que aquietó el aire.
Giovanni me miró a la cara y asintió.
—Entonces no preguntes por mi mierda.
Kingston, 10 años

Nuestra niñera persiguió a mi hermana pequeña Aurora por el patio mientras


yo soltaba un suspiro exasperado.
—Ni empieces —refunfuñó Royce mientras Winston nos observaba con
expresión aburrida, dando una calada a su cigarrillo. Si papá lo encontraba fumando,
tendría todas nuestras oídos en caja—. Te toca a ti llevarla al zoológico.
—Es verdad —convino Winston—. Pero si no te apetece, lo haré yo.
Los rizos oscuros de Rora rebotaban mientras saltaba por el cuidado césped,
rebosante de energía. A pesar de su elegante abrigo rojo con lazos negros a modo de
botones y sus mocasines de cuero brillante, era salvaje. Pero era feliz, y yo no quería
-no podía- ser quien se lo estropeara hoy.
Hice un gesto a mis hermanos para que se marcharan y puse los ojos en blanco.
—Bien, lo haré yo. Apestan.
Royce miró a su alrededor antes de darme la espalda. Winston se limitó a
encogerse de hombros y volvió a su vicio, aspirando una bocanada de aire
impregnado de nicotina. El colegio de chicos al que asistíamos nos exigía un cierto
nivel de decoro, pero eso no se aplicaba necesariamente a nuestro comportamiento
en privado.
—La niñera te acompañará, así que no harás gran cosa —señaló Royce.
Llamé a mi hermana y la agarré de la mano mientras la niñera nos seguía.
Tarareó durante todo el trayecto hasta el zoológico -que, por suerte, estaba a sólo
unas manzanas de distancia- y me habló al oído de los regalos de Navidad que quería
comprar. Estaba loca por los hipopótamos desde que vio un documental sobre ellos,
y ninguna explicación podía convencer a mi testaruda hermana pequeña que no
podíamos tener uno en nuestro jardín, aunque fuera lo primero de su lista.
—Quédate conmigo, Rora —la reprendí con voz suave.
—Siempre.
Levantó la cara y me miró con tanta confianza que mi pecho se llenó de orgullo.
Le tiré de la coleta con cariño y una risita brotó de sus labios.
Habíamos visitado el zoológico probablemente cien veces este año, pero Rora
se comportaba como si fuera la primera vez. En cuanto cruzamos la puerta, me soltó
la manita y corrió en círculos alrededor de la niñera y de mí.
—León —chilló, sonriendo ampliamente—. Ven aquí. Osos.
Su entusiasmo era contagioso. No había nadie que pudiera resistirse a su
inocente encanto. Sonó otra risita y no pude evitar sonreír.
—Dios mío. —Sonrió, con las mejillas sonrosadas por el paseo. Llevaba el
cabello alborotado, pero sus ojos brillaban como la obsidiana y su alegría era
palpable.
—¡Rora, quédate cerca! —le advertí cuando se alejó demasiado. Nos
adentramos en el zoológico y finalmente nos detuvimos ante los elefantes. Vi cómo
uno levantaba la trompa en el aire y alcanzaba la rama de un árbol para luego
sacudirla con todas sus fuerzas.
Mis preocupaciones se esfumaron mientras miraba asombrado a los elefantes.
Mañana tendría que contárselo a los chicos del colegio. Por supuesto, tendría que
disimular y no decirles que estaba con mi hermana de cinco años. Se reirían. Ningún
niño de diez años quería pasar tiempo con su hermana pequeña, al menos no querían
admitirlo.
A mí tampoco me importaba, pero no era algo de lo que presumiera.
—Ves, Rora. Un hipopótamo no puede hacer... —Mis ojos se abrieron al ver el
espacio vacío a mi lado y me di la vuelta, con la mirada recorriendo de izquierda a
derecha. Abriéndome paso entre la multitud, busqué el rostro sonriente de mi
hermana. El estómago se me revolvía a cada segundo que pasaba hasta que se me
ocurrió una idea.
Era testaruda. Quizás había ido por ella misma al recinto de los hipopótamos.
Me apresuré a cruzar el sendero y me dirigí hacia donde estaban alojados. Vi
su abrigo rojo, su manita envuelta en la de un extraño, y me invadió la inquietud.
—Rora. —Mi voz viajó por el aire, atrayendo la atención de mi hermana en mi
dirección.
Me paré al otro lado del camino del estanque, pero antes que pudiera correr
hacia ella, me tiraron del cabello. Solté un doloroso grito ahogado, las lágrimas me
escocían los ojos y parpadeé furiosamente. Un hombre con una sonrisa malvada me
tenía cautivo. Al instante me arrepentí de no haber arrastrado a nuestra niñera con
nosotros.
Mi hermana corrió hacia mí, pero le grité:
—No, Rora. —Sus pasos vacilaron y se detuvo con los ojos oscuros abiertos
por el terror. Respiraba con dificultad y su pequeño abrigo subía y bajaba por el
esfuerzo—. Corre, Aurora. Corre y no mires atrás.
Su pequeño cuerpo temblaba junto a un hombre cubierto de tatuajes de pies a
cabeza. Mis ojos se desviaron hacia él, rogándole que salvara a mi hermana.
—No quiero ir sola —gimoteó.
—No te preocupes, pequeña. —El hombre que me sujetaba sonrió amenazador.
No. Tenía que proteger a mi hermana. Mis hermanos y yo habíamos hecho un pacto.
Me sacudí contra su agarre, que se hizo más fuerte mientras miraba lascivamente a
mi hermanita. No me gustó—. Compartir es cuidar. He venido por ti, pero podemos
llevarnos también a tu hermano... eso podría ser divertido, ¿te parece?
—Déjala en paz —gruñí, empujando contra los hombres que me rodeaban—.
¡Corre, Rora! —grité con todas mis fuerzas.
Salió corriendo mientras yo la perseguía, pero antes que pudiera enviar susurros
a mamá en el cielo, quedé inconsciente.

El zumbido de voces masculinas me hizo volver en mí.


—¿Deberíamos atarlo?
Me puse rígido al oír la risa de alguien.
—¿Por qué? No tiene adónde ir.
Mis fosas nasales se llenaron de una mezcla de sangre, metal y aguas residuales
mientras yacía de lado, inmóvil. Abrí un ojo justo a tiempo para ver cómo una bota
con punta de acero se balanceaba en mi dirección y me golpeaba en el torso.
Gruñí y escupí sangre.
—Mira, el príncipe mimado se ha despertado. —Se rio uno de ellos. Me
levanté, con las extremidades gritando en señal de protesta, y los miré fijamente. Mis
ojos se desviaron hacia cada uno de ellos, memorizando sus rasgos, para que, cuando
me rescataran, pudiera describírselos a mis hermanos.
Los encontraríamos y acabaríamos con todos.
—Alguien parece cabreado. —Otra patada. Mis fosas nasales se ampliaron,
pero antes que otra pudiera caer sobre mí, me puse en pie de un salto y lo golpeé en
la espinilla.
Un doloroso aullido rebotó en las paredes de la oscura habitación. Alguien me
empujó bruscamente la cara y mi cabeza golpeó la pared, pero esta vez no me dolió
tanto.
En lugar de eso, me concentré en el grupo de hombres que me rodeaba.
Ignorando sus miradas burlonas y sus sonrisas, busqué sus caras, sus posiciones. Mis
hermanos siempre decían que había que localizar al eslabón más débil entre los
matones.
Pero ninguno de ellos parecía débil.
Antes que pudiera idear un plan, un par de manos me rodearon la garganta y mi
espalda se estrelló contra la pared rocosa. Mi vista parpadeó y, cuando abrí los ojos,
parpadeé para volver a centrarme y alejarme del peligro.
—¿Quieres joder conmigo? —Colgaba en el aire, apretado contra la esquina.
Su aliento desprendía un fuerte olor a alcohol rancio. Las náuseas se apoderaron de
mi garganta, pero me negué a caer sin luchar. Moví los brazos y las piernas, incapaz
de alcanzarlo. Cuando no pude darle un puñetazo, giré la cabeza y le clavé los dientes
en la muñeca.
Me soltó y caí de pie.
—Me alegro que tengamos un luchador aquí. —El sonido de la puerta metálica
abriéndose apartó los ojos de todos de mí y se posaron en el hombre que acababa de
entrar en la habitación.
Rostro inexpresivo. Ojos sin fondo. Sonrisa amenazadora. Sabía que no vendría
la salvación de él.
Sus ojos se centraron en mí, burlones y crueles. El pavor se apoderó de mi
estómago y, de algún modo, supe que huir de esta situación no sería fácil.
La puerta detrás de él seguía abierta y aproveché la oportunidad, con el corazón
lleno de esperanza. Me abalancé sobre el grupo de hombres como si estuviera en las
Olimpiadas y apenas había salido por la puerta cuando un chasquido de electricidad
me atravesó.
Caí de rodillas, gruñendo de dolor, y miré por encima del hombro, para
encontrarme con el hombre que sostenía un pequeño mando en la mano.
—Soy Ivan Petrov. Bienvenido a mi reino, muchacho.
Kingston, 10 años

Centro de tortura.
La única vez que vi la luz del día fue cuando me trajeron aquí para entrenarme.
La nieve cubría el suelo hasta donde alcanzaba la vista, incluso los árboles a lo lejos
estaban cubiertos de blanco.
Todo en este lugar gritaba pesadilla. Oscuros y húmedos muros de castillo.
Fantasmas vagando por los pasillos de noche, algunos riendo, otros llorando. El
crepúsculo había llegado una vez más, y la nostalgia se abalanzó sobre mí. Anhelaba
sentir la brisa en la cara. Oler el aire que sabía que sería tan fresco como la nevada.
Incluso me pararía en la nieve si pudiera.
Habían pasado dos semanas.
Me traían a esta instalación olvidada de Dios todos los días. Algunos de los
chicos lo llamaban el centro de entrenamiento. O el anillo de la muerte. Ivan Petrov
dijo que era una sala diseñada para el combate cuerpo a cuerpo y el entrenamiento
con armas. Las miradas de los combatientes me decían que había algo más.
Tuve mi confirmación mientras esperaba mi turno en el ring.
Se me oprimió el pecho al ver cómo un guardia sacaba el cadáver de un chico.
Se echó el cuerpo destrozado al hombro como si estuviera sacando la basura. ¿Sería
yo el siguiente?
Me crují los nudillos.
—Odio este puto sitio —murmuré para mis adentros, y luego me estremecí ante
el lenguaje soez que parecía haber brotado en mí de la noche a la mañana. Mis
hermanos me cortarían la cabeza si me oyeran.
Algo se me agolpó en el pecho al recordar la última vez que los vi. Parecía que
había pasado toda una vida. Los echaba de menos, a ellos y a mi hermana pequeña.
¿Ella estaba bien? ¿O esos imbéciles también se la habían llevado?
—Recuerda, chico. —La voz sarcástica de Ivan Petrov vino de detrás de mí—
. Gana esta y te diré dónde está tu hermanita.
Eres un superviviente, mi pequeño Kingston. Naciste para reinar en todas las
vidas.
La voz de mi madre, en la que no había pensado en tanto tiempo, volvió a mí,
renovando mis fuerzas. No importaba que no estuviera en casa. Reinaría sobre esta
maldita arena y mataría a cualquiera que intentara acabar conmigo.
Incluido mi propio padre, que era la razón por la que estaba aquí.
Tenía una deuda que no pagó con estos criminales, así que habían ido por Rora.
En vez de eso, me agarraron a mí. Al menos esperaba que sólo me hubieran atrapado
a mí.
Sin reconocer al hombre, me dirigí al ring, decidido a darles un espectáculo que
nunca olvidarían.
Me coloqué en el centro y clavé mis ojos en un chico al menos cinco años mayor
que yo. A juzgar por su expresión, tenía algo que demostrar. No es que pudiera
culparlo. Los susurros decían que había nacido aquí y que nunca había conocido
nada ni a nadie más que a la gente de este centro.
Tenía la mejilla magullada y los ojos en blanco.
A los diez años, yo era más grande que la media de los niños, pero este tipo me
empequeñecía. Estaba débil. No preparado.
El puñetazo en la cara surgió de la nada. Oí el crujido y sentí un dolor punzante
en el cráneo mientras la sangre me salía a borbotones por la nariz.
Ignorando la sangre, crují la mandíbula, manteniendo la atención en mi
oponente. Luego retiré el puño y lo descargué contra las costillas del chico con todas
mis fuerzas. No me detuve ahí. Alternando los puños, golpeé sin parar. Toda la
frustración y la rabia contenidas de las dos últimas semanas se desbordaron.
Los ojos del chico se abrieron de y respiró entrecortadamente, pero yo ya estaba
demasiado lejos para pensar en su miedo. Era matar o morir.
Surgió la furia. Contra mi oponente. Contra este lugar de mierda. Contra las
alimañas que rodeaban esta arena para aspirantes a gladiadores.
Una neblina carmesí se deslizó por los bordes de mi visión, expulsando todo y
a todos, y dejándome a solas con un chico como yo. Ambos éramos víctimas.
Otro puñetazo y cayó de rodillas, parpadeando confundido antes de caer al
suelo. La nube de polvo lo rodeó. El aire se llenó de gorgoteos.
Me quedé inmóvil, con la mente por fin en silencio, mientras miraba el cadáver.
La niebla roja de rabia se disipó y me preparé para las consecuencias de mis actos.
Un hombre apareció de la nada con una bolsa negra mientras yo permanecía
inmóvil, incapaz de comprender lo que acababa de ocurrir.
—Pulmón perforado —murmuró un hombre mientras el chico se atragantaba
con su propia sangre, sus ojos mostraban vida por primera vez en las dos semanas
que lo conocía. Escupió sangre, pero algo sólido golpeó mi bota.
Me agaché, me limpié la sangre del zapato y vi un diente. Lo agarré junto con
un puñado de arena. Mientras se movía entre mis dedos como un reloj de arena, su
vida se desvaneció lentamente.
Aquel día me convertí en Ghost.
Kingston, 11 años

Mis defensas se resquebrajaban como relámpagos en el cielo.


Cada día que pasaba, descendía más al infierno. Cada noche que pasaba, me
deslizaba hacia la locura. Había horas en las que solo respirar era intolerable.
Estaba desesperado por escapar de este infierno. La huida parecía imposible.
Mi realidad se convirtió en una lucha. Se convirtió en otra lucha por sobrevivir.
—Tú —gritó el guardia, y cada fibra de mí se anudó. Sus ojos se centraron
intensamente en mí. Se me subió la bilis a la garganta y se me erizó la piel del asco.
Pero lo oculté todo tras una expresión inexpresiva llena de pesadillas.
No quería irme. No quería quedarme.
La elección no estaba dada.
De pie, con las piernas temblorosas, las risitas y la compasión de los otros
chicos me rodearon la garganta como una soga. Ojalá me asfixiara. En sus ojos
brillaba el alivio por no ser de los elegidos, pero así eran las cosas en este infierno.
Algunos días simplemente no eran tu día.
Con los ojos puestos en Ivan y Sofia, me permití imaginar el día en que la vida
los abandonaba. Aprendí rápidamente quién era el que gobernaba este infierno.
Quién era el responsable de la vida que me vi obligado a soportar. Una vida que no
quería, pero era demasiado cobarde para intentar acabar con ella. Así que cada día
hacía lo que me exigían, quitando la vida a otros chicos para seguir “ganándome”
mi lugar en este infierno.
Cada músculo de mi cuerpo se tensaba ante la imagen de mí corriendo por la
nieve que me llegaba hasta las rodillas. No recorrería ni cien metros antes que me
arrastraran de vuelta. Debería saberlo; lo había intentado más de una vez.
Cerré los ojos, intentando ahogar los gruñidos y gemidos. Los sonidos eran
perversos y erróneos en mis oídos.
—Ven aquí, muchacho. —Un demonio con voz de mujer. Me moví con el
piloto automático, el perfume invadiendo mi nariz.
Apagué mi mente, buscando refugio en un cálido paraíso donde los dientes,
manchados con la sangre de aquellos que se habían atrevido a tocarme o habían
intentado matarme, colgaban de la pared como decoración.
Kingston, 12 años

El miedo formaba parte de cada una de mis respiraciones y de cada latido de


mi corazón. No debería ser así, tenía que ser más valiente, pero no podía quitármelo
de encima.
Dos años, cuatro meses, dos semanas y doce días. Ochocientos setenta y ocho
días en una celda de sótano vacía y sin ventanas en medio del paisaje siberiano. La
única vez que vislumbraba el mundo exterior era cuando me llevaban arriba para
luchar.
El entrenamiento no me molestaba tanto como la matanza. Llevaba la cuenta
del número de vidas que había quitado por los dientes que sacaba de los cadáveres.
Eran sólo niños, no tan diferentes de mí.
Algún día, probablemente alguien me arrancaría los dientes cuando acabaran
conmigo.
Me apoyé en el pilar mientras observaba una pelea entre dos chicos mayores,
con el corazón acelerado oculto tras mi máscara bien gastada. Días y meses de tortura
te hacen eso.
Unas luces brillantes rodeaban el estadio e iluminaban a los extraños que lo
rodeaban. Gritaban, vitoreaban, agitaban su dinero en el aire con codicia en los ojos.
Las paredes detrás de mí estaban pintadas de rojo, igual que la sangre que manchaba
la arena del estadio. Pero no fue eso lo que captó mi interés.
Era la única ventana de la sala que se extendía en la pared del fondo, dejándome
ver el claro cielo azul. No parecía hacer frío, a pesar de la nieve que cubría el suelo.
Si la ventana se abriera, saltaría por ella y probaría suerte para escapar de nuevo. Me
arriesgaría, incluso con estos harapos que mis captores llamaban ropa.
Echaba de menos a mis hermanos. A mi hermana.
Sus rostros se desvanecían lentamente en mi mente, pero me aferraba a ellos
con todo lo que tenía. Cada noche, antes de dormir, catalogaba todo lo que recordaba
de ellos. Me estaban buscando. Lo sabía en el fondo de mi corazón. Mi padre me
abandonaría, pero no mis hermanos.
El único consuelo era que mi hermana pequeña se había salvado. Era una de las
únicas cosas que me hacían seguir adelante, aunque aún recordaba aquel día con
claridad. Sus ojos llenos de terror; sus mejillas regordetas manchadas de lágrimas.
Un fuerte rugido me sacó de mis pensamientos hacia donde un niño se retorcía
y sangraba por toda la arena bajo el anillo. Luchaba por respirar; luchaba por vivir
un día más. Pero todo el mundo sabía que no lo conseguiría. Con cada segundo que
pasaba, la luz de sus ojos se atenuaba hasta extinguirse por completo.
—Carajo, no lo ha conseguido. —Un murmullo de un chico detrás de mí me
hizo girarme—. El Asesino es imbatible.
Sus ojos azul oscuro estaban resignados. Cansados. Tenía el mismo aspecto que
yo. Golpeado y hambriento. Lo había visto por ahí, pero no sabía su nombre.
Después que me obligaron a matar al primer amigo que hice, nunca más me molesté
en aprender sus nombres.
—Louisa, detente en este instante.
La voz de Sofia Volkov interrumpió a los chicos en su morbosa discusión.
Entró, fulminando con la mirada a la chica que había escapado a su control. Vestida
con un elegante vestido azul y agarrada de la mano de otra chica -una gemela, por
lo que parecía-, la pareja parecía cabizbaja por haber sido regañada tan abiertamente.
Así que los rumores eran ciertos. Sofia Volkov tenía una debilidad, y vivían
bajo este techo.
Mi atención se centró en la que corría hacia la arena sobre sus piernas
regordetas, con un vestido rojo ridículamente brillante lleno de encajes y volantes
que parecía fuera de lugar aquí.
—Llamen a un médico —gritó, con las manos volando frenéticamente por el
aire y el terror evidente en su voz. La niña no tendría más de siete años.
Me quedé sin aliento. Parecía frágil, casi demasiado pequeña para su edad. No
debería estar aquí. Era demasiado peligroso.
Las lágrimas corrían por su rostro, sus rizos rubios rebotaban a cada paso que
daba. Pero fueron sus ojos los que me cautivaron. Grandes y dorados con reflejos
avellana. Cayó de rodillas junto al chico muerto, agarró su mano fría y se la estrechó
desesperadamente.
Y mientras tanto, lloraba, sus suaves gemidos llenaban la inmóvil arena que
sólo había visto crueldad y muerte, nada parecido a esta muestra de empatía.
De repente, el Asesino agarró a la niña y le rodeó el cuello con sus dedos
ensangrentados.
—Suéltala —siseó Sofia Volkov, la más perra de todas las perras. Odiaba a
aquella mujer, y más aún a su marido, que era una marioneta, pero no quería que
hicieran daño a la niña.
La tensión en el aire era tan fuerte que sentí que se me ponía la piel de gallina
en los brazos. No me moví, seguí concentrado en la niña con los ojos más extraños
que jamás había visto.
—Que nadie se mueva o le rompo el cuello. —El Asesino apretó el puño,
mostrando su sonrisa salvaje, mientras la niña le arañaba la mano. Su piel de marfil
se estaba poniendo morada.
Ivan se río.
—Niño estúpido. Estás muerto y ni siquiera lo sabes.
El asesino enseñó los dientes y yo contemplé horrorizado la escena. ¿Por qué
nadie la salvaba?
No había conocido hombres -o mujeres- así hasta que me vi obligado a venir
aquí. Nunca había visto a hombres realmente malvados infligir tanto dolor a otros.
Un escalofrío recorrió mi delgado cuerpo.
El Asesino levantó a la chica del suelo mientras la agarraba por el cuello; sus
zapatillas negras colgaban en el aire mientras ella daba patadas con las piernas. Cada
músculo de mi cuerpo se tensó instintivamente. Sin apartar los ojos de la escena, me
desplacé hasta el siguiente pilar para poder acercarme sigilosamente al Asesino por
detrás.
Los ojos de Sofia Volkov se volvieron negros y me pregunté si se arrepentía de
haber creado ese monstruo a partir de un niño. La sangre me corría por los oídos, la
arena entera sólo era un ruido de fondo. Mantuve la mirada fija en la escena,
acercándome cada vez más.
Tragué fuerte, esperando que alguno de los hombres de Sofia hiciera algo, lo
que fuera, pero nadie se movía.
Recordé la última vez que vi a mi hermana, dos años atrás. El miedo en los ojos
de Aurora se me había quedado grabado, y sabía que ese mismo miedo se estaba
apoderando ahora de esta niña.
Antes incluso de comprender lo que estaba ocurriendo, salté sobre la espalda
del Asesino, rodeando con mi brazo sus monstruosos hombros. Perdimos el
equilibrio y caímos hacia atrás. Gruñí por el peso que me aplastaba, pero no me solté.
Él gorgoteó. La chica gimió. Me esforcé por hacerme con el control y, cuando
lo conseguí, apreté el cuello del chico con todo lo que tenía. Los segundos pasaban.
Parecían horas. Su cuerpo se estremeció. Una vez. Dos veces. Luego se quedó inerte
y le quité sus manos de encima de la niña.
La tomé entre mis brazos temblorosos y empujé el cuerpo desplomado hacia un
lado.
Su sangre no empapó la tierra, pero mis pecados sí.
La repentina avalancha de ruido me golpeó por fin. La multitud palpitaba al
unísono, sus ojos clavados en mí con incredulidad. Luego llegaron los gritos y
llantos de una niña.
—Shhh —murmuré suavemente, de la misma forma que solía calmar a mi
hermana pequeña, mientras le frotaba suavemente la espalda.
Me había metido en un buen lío. Me castigarían por esto. Apreté la mandíbula,
preparándome para las consecuencias que seguramente vendrían.
No me arrepentí. Su pequeño cuerpo ya no temblaba de miedo. En cambio, se
aferró a mí como si yo fuera su balsa salvavidas.
Sofia Volkov se adelantó y clavó sus ojos en los míos.
—Bueno, parece que he encontrado un guardaespaldas y compañero para mis
chicas.
Liana

PRESENTE

A la noche siguiente, vi cómo se desarrollaba la escena delante de mí mientras


el pavor pesaba en la boca de mi estómago, amenazando con doblarme las rodillas.
Ayer, me senté en una mesa del centro de Washington con esos hombres. Hoy,
me escondí en las sombras. A mi madre le encantaba hacerme desfilar por cenas y
actos sociales con estos fenómenos, pero cuando llegaba el momento de los tratos y
las transacciones, me dejaba fuera.
Nunca me quejé. A mí me funcionaba. Me daba libertad para hacer lo que
necesitaba.
Como estar de pie frente a un edificio abandonado de aspecto siniestro bajo el
manto de la noche. El sonido de la bocina de un barco provenía de las turbias aguas,
señal que había vida a nuestro alrededor. Las verjas de hierro forjado rodeaban la
zona de construcción desierta. Largas sombras acechaban en cada esquina,
esperando a salir y aumentando el ambiente tétrico del lugar.
El viento aullaba, reflejando la tormenta que se desataba en mi interior. El cielo
crujió con truenos cuando dos de los hombres de Cortes se plantaron en medio del
almacén abandonado de Cantón. El corazón me latía con fuerza en el pecho,
haciéndome crujir las costillas.
Mi madre estaba allí de pie, indiferente y envuelta en su abrigo de piel mientras
inspeccionaba su última cosecha de mercancías. Era una empresa lucrativa que traía
consecuencias mortales y manchaba hasta el alma más atribulada.
Observé su intercambio: dos enemigos que tenían predilección por destruir la
vida de la gente. El cártel brasileño. La mafia rusa. Dos líderes dispuestos a soportar
temperaturas bajo cero, tiritando bajo sus pesados abrigos.
Mi madre permaneció observando en silencio, con los labios curvados en su
característica sonrisa sin humor.
Los hombres permanecían junto a sus líderes con las manos preparadas en sus
pistolas. Hablaban de negocios en voz baja, de modo que yo no podía oír los detalles.
Intercambiaron armas y alcohol.
No me moví, sabiendo que las armas y el alcohol eran sólo la cara de la
operación. Un disfraz para lo que estaba por venir. Fue su siguiente intercambio lo
que me mantuvo aquí, pegada a las sombras. Estas situaciones no eran una novedad
para mí. Había visto este intercambio un montón de veces durante la última década.
Ya debería estar acostumbrada.
Pero no lo estaba.
Las puertas del contenedor se abrieron y aspiré con fuerza. Al menos una
docena de chicas jóvenes yacían allí, inconscientes, ajenas a los peligrosos hombres
-y mujer- que se encontraban a escasos metros de ellas.
El aire frío me azotaba la cara, pero no lo sentía. Había soportado las
temperaturas siberianas. Estaba acostumbrada a la maldad de los humanos. Tenía la
piel gruesa. Había vivido la pérdida. Mi gemela. Fantasmas que no podía recordar.
Una vida como hija de Sofia Volkov me había preparado para muchas cosas:
crimen, hombres crueles, manipulación. Pero nunca para esto.
Sacudiéndome los pensamientos que me distraían, cuadré los hombros. El
metal frío me oprimía la cintura y el cuchillo se clavaba en mi muslo, lo cual me
tranquilizó. Vestida con polainas de vellón y un jersey abrigado, todo negro, esperé
a que se marchara uno de los dos mafiosos más letales de los bajos fondos.
Ajenos a mi presencia en las sombras, los líderes intercambiaron algunas
palabras más y se estrecharon la mano. Después, se alejaron de los muelles. Los
hombres de mi madre se marcharon con ella. Perez se llevó sólo a sus guardaespaldas
personales, dejando a dos atrás para encargarse de la carga.
—Hora del espectáculo —susurré mientras me abría paso por la obra,
manteniendo mis pasos silenciosos y ligeros. Los hombres de Cortes estaban
demasiado ocupados para notar mi presencia cuando me acerqué a ellos por detrás
como un fantasma en la noche.
Se me apretó el corazón al ver cómo uno de ellos manoseaba a una mujer joven
e inconsciente. La sofocante sensación de odio y desesperación me recorrió las
venas. Los defectos de los hombres me dejaban helada cada vez que los presenciaba.
Sacudí la cabeza de nuevo, negándome a dejarme distraer por las emociones.
No me servían de nada. En lugar de eso, me centré en salvar a esas mujeres. Si quería
hacerlo bien, tenía que tener la mente despejada.
Mientras me acercaba a ellos, agarré mi cuchillo y lo saqué de la funda. Siempre
lo preferí a la pistola. Me permitía entrar y salir con menos posibilidades de ser
detectada.
Cuando llegué hasta ellos, el viento helado me pellizcaba las mejillas. Inspiré
hondo, con todos los músculos del cuerpo tensos.
—¿Se divierten, chicos? —pregunté, sin molestarme en disimular la burla en
mi voz mientras el corazón se me aceleraba en el pecho. Los dos hombres se
detuvieron en seco y, antes que pudieran agarrar sus armas, me lancé. Me abalancé
sobre ellos, cortándoles la parte posterior de las rodillas con movimientos fluidos, y
ambos se desplomaron sobre el frío suelo de tierra.
Me miraron con el ceño fruncido, pero antes que pudieran moverse, me coloqué
a horcajadas sobre la espalda de uno de ellos, sin importarme si le partía la columna
vertebral o no, al tiempo que apuñalaba al otro en la palma de la mano.
El segundo soltó un grito cuando lo agarré por la nuca y le golpeé el cráneo
contra el suelo, salpicándolo de sangre. Su cuerpo se retorció antes de quedar inerte,
con sus ojos muertos mirándome acusadoramente.
No me molestó en absoluto. Sólo deseaba haber podido prolongar su horror un
poco más.
—Cielos, ha sido demasiado pronto —murmuré con un suspiro—. La única
roca en todo el patio y tuvo que encontrarse debajo de su cráneo.
El imbécil atrapado debajo de mí gruñó, frunciéndome el ceño por encima del
hombro.
Saqué mi cuchillo clavado en la palma del muerto y la acerqué a la garganta del
otro, cerrándole la boca.
—Perra loca —gruñó, haciendo brotar sangre por los lados de la herida
punzante de la hoja.
—No tienes ni idea de lo loca que estoy —le murmuré al oído. Se quedó quieto
debajo de mí, con el miedo escurriéndosele como el humo—. Voy a saborear tanto
tu puto dolor.
Mi cuchillo se clavó más profundamente en su piel, y él en la tierra.
—Po-por favor —suplicó, pero sus súplicas no significaban nada para mí. Las
chicas que secuestraron también habían suplicado. Habían llorado y rezado. Estos
bastardos cosecharon los beneficios y se olvidaron de ellas.
—Me pregunto si alguna vez tuviste piedad de esas chicas. —El disgusto en mi
voz era inconfundible—. Dame un ejemplo, y si descubro que es verdad, te
perdonaré la vida.
Sí, claro. Si jugabas en este mundo, morías en este mundo. Era el lema tácito,
uno que él debería conocer bien.
Permaneció quieto, lamiéndose los labios nerviosamente mientras su enclenque
cerebro se revolvía. No fue capaz de dar con uno, para sorpresa de nadie. El bastardo
ni siquiera podía nombrar una situación en la que hubiera intentado salvar a esas
chicas. Ni siquiera tenía la creatividad para inventar una.
Mis ojos se desviaron hacia el contenedor lleno de chicas inconscientes
mientras lo levantaba y le cortaba la nuez de Adán. Chilló, pero en cuanto apreté
más el cuchillo, se convirtió en un grito ahogado.
—Cierra esa puerta, suka —ordené, inclinando la barbilla hacia el contenedor
mientras seguía sosteniendo el cuchillo en su cuello—. No quiero que las chicas se
mueran de frío.
Se arrastró, tirando de su cuerpo hacia delante para cerrar la puerta con dedos
temblorosos. Mis labios se curvaron de asco ante su cobardía. Estos hombres eran
valientes cuando se trataba de mujeres indefensas, pero ponlos a merced de otro y
eran unos llorones.
Una vez que cerró la puerta, su mirada se desvió hacia mí, considerándome. Vi
cómo su miedo se desvanecía lentamente a medida que me contemplaba. Una joven
menuda. Parecía débil, pero no lo era. Había estado en el infierno y había vuelto, y
nunca dejaría que nadie volviera a dominarme.
Pude ver la decisión cruzar su expresión antes que se abalanzara sobre mí. Me
anticipé al movimiento, dando un paso a la derecha. Mi cuchillo se estrelló contra su
hombro y un grito espeluznante atravesó el aire helado.
Cayó de cabeza contra el suelo, lo agarré del cabello y le corté el cuello con
más fuerza que antes. Su sangre se derramó por el suelo y se agolpó a su alrededor
en forma de gorgoteos.
Tal vez debería sentir algo, pero no fue así. Ningún remordimiento. Ni miedo.
Nada.
Pateé su cuerpo y lo dejé caer al suelo con un golpe satisfactorio.
Era hora de ocuparse de los inocentes.
Kingston

Me quedé mirando al frente, atónito ante el espantoso asesinato.


Había sido lo último que esperaba presenciar cuando seguí a Liana desde su
habitación de hotel. ¿Estaba Sofia apuñalando por la espalda a Perez Cortes y
utilizando a su hija para conseguirlo? Era una explicación plausible, pero mi instinto
me decía que no.
A menos que fuera un asesinato improvisado. No, no podía serlo. Liana vino
preparada. Esperó a que Sofia y Perez desaparecieran antes de atacar.
¿Pero entonces qué?
Liana Volkov me desconcertaba cada día más. Cuando pasé junto a ella en el
restaurante, no había reconocimiento en sus ojos. Sí, parecía asombrada, ciertamente
un poco curiosa, pero no se correspondía con la reacción de una persona cuando ve
a alguien a quien solía conocer. Un chico asignado como su guardaespaldas durante
años.
¿Me había olvidado? Parecía improbable. Había pasado más tiempo con su
gemela, pero conocía a ambas hermanas desde hacía años. Sería imposible que me
olvidara, como era imposible que yo las olvidara a ellas.
Observé en silencio, pegado a las sombras, cómo Liana se incorporaba
tambaleándose, mirando a su alrededor, y luego se arreglaba los mechones rubios
con dedos limpios. Su mano no temblaba. Su expresión era inquietantemente
tranquila. Estaba claro que sabía lo que hacía.
Cuanto más la observaba, más me preguntaba si todo era lo que parecía. Pero
no tuve tiempo de reflexionar cuando sacó un teléfono móvil y sus dedos volaron
por la pantalla. En cuanto sonó el típico silbido de un mensaje saliendo de su bandeja
de entrada, tiró el teléfono al otro lado del patio. Patinó sobre la grava hasta caer al
agua con un chapoteo.
Miró los cadáveres y sonrió satisfecha. Una emoción largamente olvidada me
atravesó tan afilado como un cuchillo; su sonrisa me provocaba cosas que no podía
comprender. Aquel dolor sordo en el muslo me palpitaba, casi como si fuera una
señal para que mirara más de cerca.
¿Qué significaba todo esto? ¿Era Liana una amiga o una enemiga?
Observé a la mujer menuda junto a los cadáveres y me pregunté si estaría
esperando refuerzos. O tal vez estaría reflexionando sobre sus pecados.
No lo sabía. Puede que el cuerpo de Liana hubiera sobrevivido, pero por dentro
estaba tan muerta como Lou.
El sonido de los motores acercándose rompió el frío silencio y, con una eficacia
letal, Liana abrió la puerta del contenedor, asegurándose que las mujeres estuvieran
a la vista antes de desaparecer en el último momento.
Dos vehículos y un autobús se detuvieron. La puerta del primer todoterreno
negro se abrió y salió una figura conocida: Nico Morrelli. El segundo se detuvo y
otra puerta se abrió para mostrar a Áine y Cassio King.
Era un hecho conocido en los bajos fondos que Áine King tenía en marcha una
operación de rescate de víctimas de la trata de seres humanos. Nico Morrelli, con
sus propiedades inmobiliarias en varios continentes, se aseguraba que las mujeres
estuvieran a salvo y rehabilitadas.
Sus ojos se posaron en la docena de mujeres sedadas acurrucadas en el
contenedor, y rápidamente se pusieron manos a la obra.
—¿Sabemos quién envió el mensaje? —oí que preguntaba Cassio.
Nico negó con la cabeza.
—Era una línea imposible de rastrear.
Inteligente.
Parecía que Liana estaba muy familiarizada con los tratos encubiertos.
Si algo había aprendido de esta exhibición era que Liana Volkov se había
convertido en una enemiga formidable o en una aliada reacia.
No sabía qué la motivaba, pero lo averiguaría. Y entonces, la atravesaría. Ella
nunca me vería venir.
Liana

Encendí las luces de mi habitación de hotel y me encontré cara a cara con unos
ojos árticos.
—¿Dónde has estado?
Se me revolvió el estómago al ver a mi madre sentada en la silla, con el cenicero
lleno a su lado, lo que indicaba cuánto tiempo llevaba aquí. El corazón se me detuvo
y luego se me aceleró de golpe, retumbando dolorosamente en el pecho. Sabía lo que
pasaría si jugaba mal mis cartas.
—Necesitaba un poco de aire fresco.
Mi voz era firme y mi expresión carente de cualquier emoción.
—Nunca has sido una buena mentirosa —dijo enfadada—. Tus ojos... son las
ventanas de tu alma.
Me callé. Las palabras ya las había oído antes. Busqué en mi memoria, las
piezas del rompecabezas se movían y se negaban a encajar. ¿Por qué había tantos
agujeros en mi memoria? Agujeros negros y profundos que me precipitaban en un
abismo donde nada ni nadie tenía sentido.
—¿Por qué estás aquí, madre? —pregunté, con voz dura a pesar del hormigueo
en la punta de los dedos—. No puede ser para hablar de mis ojos.
Me empezaron a sudar las palmas de las manos y supe que la adrenalina de
antes estaba desapareciendo. No podía derrumbarme, no ahora. No con ella aquí.
—Hazlo. —La voz de mi madre me hizo retroceder. Vi cómo sus ojos se
movían detrás de mí antes de sentirlo. El pinchazo de una aguja. Entré en modo de
lucha, apegándome a mi entrenamiento, pero mi visión se nubló.
Parpadeé rápidamente antes que todo se oscureciera.

El hedor de la muerte llenaba mis fosas nasales y la sangre se acumulaba allá


donde mirara.
Gritos atormentadores. Risas malignas.
Un grito burbujeó en mi garganta al ver los cuerpos esparcidos por el suelo
mugriento.
No es real, me advirtió un susurro al oído.
Sí, lo es, se burló otro.
—¿Por qué estamos aquí? —grité con fuerza, pero lo único que salió fue un
gemido.
El lugar era ruidoso, la arena llena de hombres maltratados y niños rotos.
Estar aquí era una mala idea y lo sabía, pero no podía dejar que mi hermana viniera
sola. Extendí una mano hacia ella, pero todo lo que obtuve fue aire vacío.
—Estoy bien —dijo débilmente.
—¿Dónde...? ¿Por qué...? —Me atraganté, incapaz de articular lo que
necesitaba preguntar.
—Encuéntralo.
—¿Encontrar a quién?
Señaló con el dedo y yo la seguí, recorriendo el espacio con la mirada hasta
que encontré a un desconocido de pie, solo. Arrugué las cejas. ¿Por qué no podía
verle la cara?
—No deberías mirarlo. —A quién, quise preguntar de nuevo, pero mis palabras
no se formaban—. No con todos estos ojos alrededor —advirtió mi hermana—. Si
madre te atrapa, será malo. Para los dos.
Arrugué las cejas y tragué fuerte, la advertencia me inquietó.
—Me dijiste que lo buscara.
—Cuando estés sola. Aquí no.
Todo el escenario era inquietante, como si estuviera caminando en medio de
una neblina y sólo algunas partes de la escena estuvieran enfocadas. Sacudí la
cabeza y dejé pasar la idea. En el fondo, sabía que ella tenía razón, pero volví a
mirar a la persona que había señalado. Había algo en él que parecía llamarme.
—Ghost y Drago son los siguientes. —El anuncio de mi madre resonó en la
arena como un látigo mortal.
Esperé ansiosa, observando cómo el hombre sin rostro se preparaba para
entrar en la arena con Drago. El miedo se deslizó por mis venas, pero no entendía
por qué tenía miedo. No era yo quien iba a entrar en la arena con Drago, un hombre
conocido por su brutalidad. Estiré la mano para tocar a mi hermana, para sentir
algo real, pero no conseguía acortar la distancia que nos separaba.
Un movimiento llamó mi atención y me fijé en la espalda de Drago. Sentí que
avanzaba hacia él, mis pasos eran tan ligeros que me preguntaba si estaba flotando.
De repente, lo único que importaba era retrasar la pelea. Me detuve justo delante
de mi madre, asegurándome de clavar mi hombro en la bestia.
Apenas le hice perder el equilibrio, pero se dio la vuelta, sus dedos conectaron
con mi cuello y se cerraron en un puño.
Se me cortó la respiración y el corazón se me metió en la garganta.
—¿Qué...? —Jadeé. No había contado con que la naturaleza despiadada de
Drago se sobrepondría a su miedo a mi madre.
Gruñó y su rostro se endureció. Apenas parpadeé antes que estrellara mi
cuerpo contra la pared. La parte posterior de mi cabeza golpeó la fría piedra,
haciendo que me zumbaran los oídos y se me nublara la vista. Se aclaró con la
misma rapidez.
Cuando mi cuerpo cayó al suelo, él se separó de mí. El sonido de huesos
crujiendo llenó el aire, seguido de un aullido.
Drago estaba tirado en el suelo mugriento, gimiendo dolorosamente mientras
sus ojos giraban hacia la nuca. Una conmoción me rodeó, y me llevé la mano al
cabello para buscar un corte o un chichón. ¿Por qué no me dolía la cabeza? Sentí
el impacto, pero de algún modo no sentí nada.
Mi hermana me agarró por el codo. Madre siseó algo, aunque no pude
entender ni una sola palabra.
Todos los ojos estaban puestos en nosotras, pero yo seguía mirando al hombre
sin rostro que tenía delante. Mi salvador.
—Llévalas a sus habitaciones —ordenó madre. Miré a mi alrededor,
preguntándome con quién estaba hablando. Sus ojos se clavaron en mi hermana—.
Si se pasan de la raya, las castigarán a las dos.
—Sí, madre —gruñó mi hermana, arrastrándome mientras el chico nos seguía.
En cuanto nos perdimos de vista, me agarró. Algo se retorció en mi estómago,
algo que no debería haber estado allí.
—Eso ha sido una imprudencia. —Su tono estaba lleno de desaprobación.
Mi hermana soltó un gemido frustrado.
—¿Tú crees?
Sus ojos brillantes nos miraban. A pasos apresurados, subimos las escaleras y
bajamos por el pasillo hacia el ala este.
—Lo siento. —No estaba segura de quién murmuraba esas palabras una y otra
vez. ¿Era mi hermana? ¿O era yo? Todo se mezclaba, junto con la culpa que me
carcomía.
Pasamos por nuestras habitaciones y ella se dirigió directamente a la suya,
dando un sonoro portazo. Me giré hacia el chico sin rostro.
No se opuso, y sentí las emociones arremolinándose a su alrededor como una
nube oscura.
—No vuelvas a ponerte así en peligro.
Levanté la barbilla con obstinación, apretando los labios en una fina línea.
—Te pones en peligro todos los días por nosotras.
Dejó escapar una risita cálida.
—¿Qué voy a hacer contigo?
Las mariposas volaron en la boca de mi estómago mientras miraba la cara que
no podía ver. No lo entendía... ¿Por qué no podía verlo? ¿Por qué no podía recordar
quién era? ¿Para mí? ¿Para mi hermana?
Sabía que era alguien importante. ¿Pero quién?
Un chorro de agua fría me sacó del sueño. Abrí los ojos, con puntos negros
nadando en mi visión y agua goteando de mis pestañas. Intenté encontrarle sentido
a todo aquello. ¿Por qué mi mente me mostraba a mí misma cuando tenía catorce
años? Sabía que era sólo un sueño, pero las imágenes parecían tan reales.
Desorientada, esperé a que la habitación se enfocara y, en cuanto lo hizo, se me
congeló el corazón.
—Por favor... No —susurré—. Otra vez no.
Apreté los párpados antes de volver a abrirlos, pero la realidad no cambió. La
dulce bruma de hacía unos instantes, llena de mariposas y manos cálidas, se había
desvanecido. Ahora estaba en una bañera, con las muñecas y los tobillos atados.
Estudié la habitación. Las paredes y los azulejos blancos y brillantes se confundían,
y su luminosidad se veía aumentada por la bombilla fluorescente desnuda que había
encima. No había ventana, pero la puerta estaba abierta.
—Por fin despierta. —Madre entró en el baño, con sus tacones de aguja
chasqueando contra la baldosa—. ¿Has descansado?
Me negué a contestar. Odiaba que hiciera esas cosas. Y aún más, odiaba no
haberlo visto venir.
—No lo suficiente —siseé—. ¿Qué haces aquí?
—¿Qué has hecho con las mujeres?
Un escalofrío comenzó en la base de mi columna vertebral, la vieja yo
temblando de miedo. Miedo que creía enterrado desde hacía mucho tiempo gracias
a los días y semanas -quizás meses- de tortura que había soportado en sus manos.
No podía soportar que el ciclo se repitiera. Los pensamientos se agolpaban en mi
cabeza en busca de la mejor respuesta.
Aterricé en la negación.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
Sus cejas se alzaron sorprendidas por mi tono tranquilo.
—Dime la verdad —exigió con la mandíbula apretada. Quería creerme, lo
sabía—. Es una cuestión de vida o muerte para todos nosotros.
Me burlé.
—Parece que ya te has decidido por la muerte para mí.
—¡Esto no es una broma, Liana! —Mi madre me fulminó con la mirada, con
su acento italiano cada vez más marcado. Siempre era más dura cuando estaba
asustada—. Sabes lo que el cártel de Tijuana le hizo a tu hermana. ¿Quieres que te
lo hagan a ti?
Apreté los dientes y bajé la voz. Había visto el vídeo del cuerpo de mi hermana
disolviéndose en la nada. Ya me había torturado bastante con ello.
—Mierda, deja que vengan —siseé—. Y acabaré con ellos igual que acabaron
con ella. —Mi madre apretó los dientes, odiando mi vena rebelde. Lou era pacífica;
yo era un tornado. Lou era buena; yo era mala. Lou era inocente; yo estaba lejos de
serlo—. ¿Cómo puedes siquiera soportar trabajar con ellos, sabiendo lo que le
hicieron a mi hermana?
La rabia negra en los ojos de mi madre no podía pasar desapercibida. Era
venenosa y odiosa, y reflejaba exactamente lo que yo sentía por sus socios. La suya
iba dirigida a mí.
—Podrías pedirle ayuda a mi padre —siseé, con la sangre hirviéndome—. Los
mataría a todos si supiera la verdad.
Pero la verdad era una cosa que mi madre retenía. Ella lo había usado, nos había
usado a todos. Era la esposa de Ivan Petrov pero se había follado al mafioso irlandés,
mi padre, Edward Murphy, con un único propósito. Quedar embarazada. Ivan no
podía darle hijos y estaba más que feliz de aceptar el plan de seducción de Madre.
Puso un mafioso más en sus bolsillos.
Ella quería un imperio; lo consiguió. Buscaba venganza; también la obtuvo,
diez veces más. Esta era su propia versión cruel de venganza contra el mundo. Sólo
que estaba demasiado ciega para ver que todos, incluidas sus hijas, pagaban por ello.
—Tu padre no puede ayudar. —Algo en el tono de su voz puso mis sentidos en
alerta, pero no me atreví a preguntarle.
¿Le había pasado algo a mi padre?
No había sido capaz de ponerme en contacto con él por un tiempo, pero eso no
era nada inusual. A veces él y mamá pasaban por episodios de silencio total. Al
crecer, nos incluían en sus mezquinos juegos de poder, pero mi hermana y yo
siempre nos teníamos la una a la otra para apoyarnos. Me dolía que nunca pudieran
dejar de lado sus diferencias por nosotras, pero eso nos unía más.
Yo ya no tenía esa ancla. Y había endurecido ese órgano llamado corazón.
—Somos sólo tú y yo, Liana. —Quitó las arrugas inexistentes de su vestido
Oscar de la Renta—. Y no toleraré la desobediencia.
Las yemas de sus dedos se acercaron al grifo y lo giraron. Las tuberías
protestaron y, cuando volví a respirar, salió corriendo un chorro de agua helada.
Los minutos se volvieron borrosos, al igual que mis gritos.
Liana

—Tú me la quitaste. —El rostro borroso de mamá estaba distorsionado—.


Necesito que me la devuelvas. ¿Me entiendes? —Asentí, a pesar de no comprender
lo que quería decir—. Muy bien, Liana. Empecemos. —Los gritos resonaban en mi
cráneo, negándose a cesar. Llegaron las descargas, arrancándome gritos de la
garganta hasta hacerla sangrar.
Mi cuerpo se despertó sobresaltado y me senté erguida, con los oídos
zumbándome. Respiré con dificultad mientras el sudor me cubría la piel, haciendo
que el camisón se me pegara a la piel. Me estremecí hasta que me di cuenta que eran
mis propios gritos.
Me llevé las manos débiles a la cara, apartándome los mechones empapados de
la frente.
El zumbido de mi cabeza dificultaba el funcionamiento de mis pulmones y sentí
que empezaba a jadear. Los susurros que plagaban mis sueños, hablando cada vez
más rápido, se burlaban de mí.
Eres demasiado fácil de quebrar. Eres demasiado débil.
Apreté los ojos, ahuyentando las pesadillas que no entendía. Recuerdos.
Sacudí la cabeza y cerré los ojos. No eran recuerdos, no podían serlo. Nunca
habían ocurrido. Las grietas de mi pecho y mi cráneo se hicieron más profundas
mientras un dolor sordo tamborileaba detrás de mis sienes, persistiendo durante
horas mientras permanecía despierta mirando al techo, intentando recordar.
Intentando olvidar.

Una semana después, mi madre y yo estábamos de vuelta en la madre patria.


Mi lugar de nacimiento.
El agotamiento pesaba sobre mí. Apenas había pegado ojo en la última semana,
cada noche un nuevo sueño asolaba mi cordura cada vez que me dormía. No tenían
ningún sentido. No había rima ni razón detrás de su recurrencia, pero, sin embargo,
cada uno de ellos me sacudía hasta lo más profundo de mi ser.
La escarcha me calaba hasta los huesos y me producía escalofríos. Cómo odiaba
el frío y la nieve.
La primera nevada del invierno siberiano cubría el paisaje, extendiéndose más
allá de lo que mis cansados ojos podían abarcar. Resultaba irónico, ya que cada
centímetro de la propiedad de Madre estaba empapado de carmesí, la sangre
invisible de inocentes cubriendo cada esquina.
Las puertas metálicas de la mansión se abrían ante mí, y la casa de mi madre -
mi prisión- se alzaba blanca contra el cielo gris. Por muy limpia e impoluta que
pareciera, no se podían ocultar los pecados que había más allá del límite de la
propiedad.
Mi madre era la primera mujer de su familia que se sentaba al frente del
negocio. Era una Pakhan... bueno, para algunos. Si preguntabas a otros en los bajos
fondos, ese título pertenecía a Illias Konstantin.
Yo no sabía -ni me importaba- quién era el legítimo líder de la mafia rusa.
Quería quemarlo todo.
A veces esperaba que mi madre entrara en razón y viera lo que nos había
costado su lugar en este mundo. Solía pensar que mi madre me quería. Mi gemela y
yo habíamos crecido sin que nos faltara de nada. Teníamos la última tecnología a
nuestra disposición, lo último en moda y artilugios y autos, pero nunca tuvimos el
amor ni el afecto de nuestra madre.
Mi gemela y yo aprendimos muy pronto que nuestra madre sólo quería a una
hija: Winter Volkov. Nuestro padre, en cambio, no era gran cosa. Quería serlo, pero
mamá lo tenía agarrado de las pelotas. Edward Murphy, un mafioso irlandés, no
pudo hacer mucho más que dejarnos a merced del hampa rusa.
No podía perdonar a ninguno de ellos por el triste final de mi hermana. Se
suponía que debían protegernos, escudarnos o, al menos, engatusarnos con una falsa
sensación de seguridad. Lo único que consiguieron fue destrozarnos.
El auto se detuvo frente a nuestra casa custodiada por cuatro guardias justo
cuando sonó el teléfono de mi madre.
—¿Qué? —dijo enfadada—. ¿Cómo pudieron perder otro cargamento? —Un
segundo de silencio antes que volviera a hablar—. ¿Tenemos alguna pista?
Dos envíos de carne “perdidos” en tan poco tiempo iban a levantar sospechas
y perjudicar el negocio que Perez y mi madre tenían entre manos. No es que me
importara una mierda. Mi objetivo era desmoronar su imperio desde dentro y dejar
que ardiera mientras sostenía las cerillas y un bidón de gasolina.
—Yo me encargo.
Una gota de sudor rodó por mi espina dorsal, sabiendo exactamente cómo me
trataría mi madre. Sería hora de otra de sus “sesiones” y no estaba segura de cuántas
más podría soportar. No me había roto... todavía.
Apreté la mandíbula, resistiendo el impulso de salir corriendo del auto. En lugar
de eso, crucé las manos sobre el regazo y rogué a mi corazón que dejara de retumbar
en mi pecho. Escuché una parte de la conversación con la mirada fija en la ventanilla.
Me senté erguida, con los ojos fijos en los guardias que esperaban la señal para
abrir la puerta. Tenía que venir de mi madre.
—¿Lo sabe Perez? —Su voz era firme, pero yo sabía lo que estaba ocultando.
Podía sentirlo en el espacio que nos separaba en los asientos de cuero. Sonaba
tranquila, serena y equilibrada—. Que siga así. A ver si podemos organizar un envío
para el cártel de Tijuana.
Santiago era el jefe del cártel de Tijuana que trabajaba con Perez y toda la
escoria de los bajos fondos.
Se me curvó el labio de disgusto cuando terminó la llamada e hizo una señal a
los guardias. En cuanto se abrieron las puertas, salí del vehículo y empecé a caminar
hacia la entrada. Los muros no se veían desde aquí, pero los sentía.
Se acercaban lentamente, asfixiándome.
Empecé a subir la gran escalera en la que solía jugar con mi gemela, tomando
la curva hacia el ala donde estaban mis habitaciones. Los viejos cuadros me miraban
fijamente, frunciendo el ceño ante mi estado de ánimo.
—¿Dónde están esas chicas, Liana?
La voz de mi madre llegó desde detrás de mí. El recuerdo de los sueños que me
atormentaban rondaba en el fondo de mi mente. Quería recordar al hombre sin rostro.
Quería recordar los detalles de la muerte de mi hermana. Pero no podía
preguntárselo.
Sabía lo suficiente para saber que no obtendría la verdad de ella. Más de dos
décadas y media bajo su pulgar me habían endurecido.
—No sé de qué estás hablando, madre. —Mantuve la voz fría, imperturbable—
. Estoy cansada. Voy a...
—¿Qué hacías en el puerto de Washington hace una semana? —Ignoré la
acusación en su voz. Estaba pescando. No sabía que yo estaba en el puerto. El
rastreador que creía llevaba conmigo, me lo había quitado hacía mucho tiempo y
ahora vivía en mi cartera. La que se quedó en la habitación de hotel contigua a la
suya en Washington.
Reanudé la marcha, los tacones de mi madre chasqueaban detrás de mí mientras
me seguía por el pasillo.
—Nunca he estado en el puerto de Washington —mentí, y luego fingí
curiosidad al añadir—. ¿Dónde está?
—En ningún sitio.
Me detuve ante la puerta que daba a mi dormitorio y me giré hacia ella.
—¿Por qué lo preguntas?
El corazón me latía con fuerza cuando miré a los ojos a la mujer que me había
dado la vida. Era una mala madre, pero una criminal aún más cruel. Nos protegía de
sus enemigos, pero no de sí misma.
Mamá suspiró.
—No importa.
Asentí.
—Buenas noches, entonces.
Entré en mi suite y cerré la puerta firmemente tras de mí, temiendo dormir y
mis visitas nocturnas con los fantasmas que no me dejaban en paz.
Liana

Tenía el cuello rígido y me dolían todos los músculos del cuerpo.


Mis dedos volaron sobre el teclado y los ojos me ardían de tanto mirar la
pantalla del portátil. Llevaba dos días intentando penetrar en los sistemas de Nico
Morrelli. Había probado todas las combinaciones posibles y siempre había llegado
a un callejón sin salida.
Mi hermana había sido mejor que yo en esto de la tecnología. Me había
enseñado algunos trucos, pero siempre fui mejor dibujando. En el arte en general.
Se me oprimió el pecho. Dios, la echaba de menos. Debería haber sido más
fuerte. Debería haberla protegido mejor. Debería haber...
Hubo tantos “debería” mientras el odio hacia mí misma amenazaba con
abrumarme. Tuve que contener rápidamente esas emociones. Nunca era un buen
presagio volver al pasado.
En lugar de eso, me centré en asegurarme que las mujeres que había salvado
estaban bien. Así que, mordiéndome el labio, volví a intentarlo. Busqué alguna grieta
en sus cortafuegos antes que la pantalla se apagara.
—Maldita sea —murmuré, frustrada, con las palmas de las manos golpeando
la mesa—. Necesito saberlo.
Había investigado a fondo al hombre. Era un genio y también un defensor
virtuoso. Financió los refugios de Gia, su ama de llaves, que también había sido
víctima. Sin embargo, por la razón que fuera, quería tener la seguridad que esas
mujeres estaban a salvo, que no las había puesto en más peligro.
Apareció un mensaje en la web oscura.

NUNCA ENTRARÁS EN MI BASE DE DATOS.

—¿Qué dem...?
No me lo esperaba.
El corazón me latía desbocado. No debería sorprenderme que Nico Morrelli me
descubriera intentando penetrar en su red. Mientras me debatía entre hablar o no con
el hombre, apareció otro mensaje.

¿QUÉ QUIERES?

—Al menos va al grano —murmuré en voz baja. Luego, decidiendo que lo


mejor era obtener la información que quería, acerqué los dedos al teclado.

¿ESTÁN A SALVO LAS CHICAS?

LO ESTÁN.
El alivio me inundó como una corriente de agua fría en un caluroso día de
verano, salvo que aquí no había sol. Pero esperaba que aquellas mujeres tuvieran el
suyo. Llegó otro mensaje.

¿QUIÉN ERES?

Mis manos se cernieron sobre el teclado. Quería decírselo. Necesitaba un


amigo. Pero la confianza era algo caro en este mundo. Perderla podía costarte todo
lo que alguna vez te importó. Apareció otro mensaje.

PODEMOS AYUDARTE.

Antes que pudiera pensar en mi respuesta, mi portátil emitió un pitido


advirtiendo de un rastreo de contador y cerré el programa inmediatamente. Maldita
sea, había sido una estupidez. La reputación de Morrelli debería haberme bastado.
Apreté los dientes, giré la cara hacia la ventana y contemplé la oscura noche.
La luna llena brillaba sobre kilómetros y kilómetros de nieve, y me estremecí sin
querer. Mierda, ya había pasado suficiente frío para toda la vida.
Al contemplar el paisaje blanco, un recuerdo se filtró a través de mis sienes
palpitantes.
El castillo -nuestra prisión- se alzaba oscuro y ominoso entre las maravillas
invernales. No pude evitar compararlo con un mal rodeado de inocencia. Ivan y mi
madre, y lo que hacían aquí, eran el mal. Los demás éramos inocentes.
O algo así.
—El sol se está poniendo —refunfuñó mi hermana—. Tenemos que volver.
Todo en esta casa nos inquietaba. Prefería quedarme aquí y congelarme hasta
que el sol se pusiera en el horizonte que volver a entrar. Aquí afuera, la vergüenza
podía olvidarse temporalmente.
Mi gemela y yo caminamos en silencio, sumidas en nuestros pensamientos.
—Asegúrate de mantener las distancias con el sótano —le advertí.
El miedo se deslizaba por mis venas. Ivan y sus matones llevaban meses
mirándonos. Era cuestión de tiempo que hicieran algo.
—Así que tú también te has dado cuenta —susurró, mirándome. Éramos
idénticas, salvo por una ligera variación en el color de nuestros ojos.
—No me gusta cómo nos mira.
Ella sabía a quién me refería. Ivan era un cerdo cruel. No podía creer que
mamá se casara con alguien así. Si así eran todos los matrimonios, no quería ser
parte de ellos.
—Yo tampoco —murmuró—. Me da escalofríos.
—A mí también.
Nos movimos entre los árboles, la temperatura bajaba drásticamente.
—¿Y si intenta algo?
—Le tiene demasiado miedo a mamá —gruñí, pisando un montón de nieve dura
para liberar parte de mi irritación—. Y ese maldito guardaespaldas destrozará a
cualquiera que intente acercarse a nosotras. —La primera sonrisa del día pasó
entre nosotras—. Quizás deberíamos quedarnos aquí afuera —dijo pensativa—.
Construir un iglú.
Me estremecí a pesar de mi abrigo, pero mi gemela podía ser convincente, y
así fue como acabamos intentando construir un iglú durante la siguiente hora, casi
muertas de frío.
Una lágrima rodó por mi cara. La echaba tanto de menos. Las charlas que
teníamos. Los abrazos que me daba. Siempre me cubría las espaldas.
Me empezaron a palpitar las sienes y me pellizqué el puente de la nariz, con la
esperanza de aliviarme.
Mis pensamientos se desviaron hacia el desconocido de ojos oscuros del
restaurante, cuyos ojos ardientes me habían pillado desprevenida. Nunca había
sentido tanto odio hacia mí, y eso ya era mucho decir: no era precisamente una
persona agradable debido a mis parientes.
Sin embargo, había algo en aquel hombre misterioso. Me conocía. No sabía
cómo, pero apostaría mi vida por ello. Rebusqué en mi memoria, intentando recordar
dónde lo había visto, pero cuanto más lo intentaba, más me dolía la cabeza.
Mis ojos recorrieron sin rumbo el dormitorio que había sido testigo de mi
pasado, mi presente y posiblemente mi futuro, por muy largo que fuera. En el
colchón había bocetos a medio terminar: el hombre sin rostro que atormentaba mis
sueños, las mujeres aterrorizadas que acechaban mis horas de vigilia, mi gemela. Se
me oprimió el pecho y respiré entrecortadamente.
La desesperación. La vergüenza. La decepción. Llevaba ocho años sintiéndome
culpable por la muerte de mi hermana, incapaz de superarlo. El vídeo de la tortura
de mi gemela se había quedado tatuado en mis neuronas, negándose a aliviar el dolor.
Agarré el boceto de la cara de mi hermana con dedos temblorosos.
—Ojalá hubiera sido yo, Lou —susurré con voz temblorosa. Daría cualquier
cosa por tenerla conmigo, por hablar con ella, por hacerle preguntas. La quería tanto,
y ella a mí. La única persona que alguna vez lo hizo.
El reloj de pie sonó, indicándome que era medianoche. Cuando dejó de sonar,
volvió el inquietante silencio de la casa y sentí escalofríos. Este lugar no era un
hogar, era una prisión. Había crecido en esta mansión, cegada por los horrores que
escondían sus muros.
No importaba cuántas veces la limpiaran y pulieran, ni lo relucientes que
estuvieran las lámparas de araña y los muebles, no había forma de ocultar el mal que
acechaba entre estas paredes y se escondía en el sótano.
Un nudo se me retorció en el estómago, y pronto un sollozo escapó de mi
garganta, seguido de muchos más. Cada uno revestido de soledad y arrepentimiento.
Lloré por mi hermana, por mí misma y por algo más que parecía faltar en mi vida.
¿Era el amor de una madre? ¿El de mi padre?
Sacudí la cabeza sutilmente. No se podía llorar algo que nunca se había tenido.
No puedes echar de menos algo que nunca has sentido.
Recomponiéndome, desvié mi energía hacia la vigilancia del restaurante. Algo
en aquel desconocido de ojos oscuros no me dejaba en paz. Una vez dentro de su
sistema de seguridad, me centré en el día y la hora adecuados. Mis dedos volaron
por el teclado, acelerando la vigilancia hasta que volví a verlo.
Estudié su rostro inexpresivo. Ojos oscuros. Sus rasgos eran angulosos y fríos:
pómulos afilados, piel aceitunada, una capa de barba semiplateada y labios carnosos
en una línea dura. Tenía el aspecto de un hombre que se estaba ahogando. Un hombre
que lloraba.
Como yo.
Pero entonces su rostro se inclinó, como si supiera exactamente dónde estaban
las cámaras, y me miró fijamente. La pantalla se congeló y algo en la boca de mi
estómago dio un tirón, advirtiéndome que era alguien de quien debía alejarme. Sin
embargo, la curiosidad me empujó a buscarlo.
Busqué su rostro en la base de datos del FBI. Nada. Probé con la de la CIA.
Nada. Luego probé en la web oscura. Nada.
Me levanté bruscamente y empecé a pasear, agitada. Cada obstáculo y cada
enigma sin respuesta aumentaban mi tensión. Luché contra las ganas de romper el
portátil en pedazos antes de respirar hondo y calmar los ánimos.
Mi teléfono zumbó, lo agarré, volví a sentarme y lo desbloqueé. Mis cejas se
fruncieron.

Número desconocido: De nada.

Frunciendo el ceño, abrí el mensaje y encontré un archivo adjunto. Un artículo


de periódico. Mi ceño se frunció aún más al leer el viejo recorte. En mi pantalla
apareció la foto de un chico. Me resultaba vagamente familiar, pero no conseguía
situarlo.
Yo: ¿Quién es?

Número desconocido: Por salvar a las mujeres.

Se me escapó una mueca incrédula. Qué mafioso más raro eres, Nico Morrelli.
Olvidándome por completo de él, me desplacé y empecé a leer un viejo artículo.
La familia Ashford sufre otra tragedia. Kingston Ashford, de 10 años, ha sido
secuestrado durante una visita al zoológico de Washington.
En los últimos años, las actividades rumoreadas del senador Ashford han
puesto a su familia en el punto de mira.
Tuve que hacer una pausa y poner los ojos en blanco ante “actividades
rumoreadas”. Más bien implicación descarada con delincuentes del hampa. Me
removí en el asiento y leí la última línea.
El más joven es el último en pagar el precio. Esperemos que su desenlace no
sea mortal como el de la esposa del senador.
Extraño.
¿Por qué alguien me enviaría un artículo sobre Kingston Ashford? Nunca había
oído el nombre. No tenía ningún puto sentido. Pero entonces se me ocurrió una idea.
¿Y si esto tenía algo que ver con mi madre? Había sido testigo de los muchos chicos
que habían sido sometidos a abusos y torturas en esta misma casa. Los chicos a los
que enfrentaban en esos combates de gladiadores.
Con sólo pulsar unas teclas, entré en los archivos de mi madre. Los revisé con
lupa, queriendo que la idea que mi madre estuviera implicada en el secuestro de un
niño fuera sólo eso. Una idea. Seguro que se regía por algún código moral.
La frustración me hizo dejar caer la cara entre las manos. Mi madre era
demasiado anticuada, su portátil estaba prácticamente vacío. Tal vez me estaba
equivocando. Ivan había estado en el lado progresista. Sí, estaba muerto, pero
¿quizás mi madre seguía usando su portátil?
—Tendría sentido —susurré para mis adentros. Él lo habría tenido todo ya
configurado en su dispositivo.
Desplacé mis esfuerzos y unos minutos después estaba dentro de la base de
datos de Ivan. Bingo. La carpeta era casi demasiado fácil de encontrar. La
información no tardó en llegar.
—Kingston Ashford —murmuré en voz baja. El nombre en mis labios sonaba
extraño.
Leí la información a medida que iba llegando. Nació en Washington, D.C., y
tenía cuatro hermanos. A su madre la mataron a tiros y a él lo secuestraron después.
Jesús, ¡qué mala suerte! Pero ahí fue donde el rastro se desvaneció. Kingston
Ashford fue dado por muerto hasta que reapareció hace unos años.
Había una sola foto en la carpeta electrónica de Ivan, y reconocí al instante los
ojos oscuros. Había un parecido inconfundible con el desconocido del restaurante,
en las líneas del niño que se había convertido en un hombre despiadado.
Y en el fondo de mi corazón, sabía por qué. Si no, ¿por qué Ivan tendría
información sobre él?
Ojalá el difunto esposo de mi madre hubiera guardado más información. Sentía
curiosidad, aunque sabiendo por lo que él y mi madre hacían pasar a la gente, no
debería querer saberlo.
Solté un suspiro tembloroso, el odio que irradiaba el hombre del restaurante
cobró sentido de repente. También explicaría totalmente aquella mirada perdida. A
menudo veía lo mismo en el espejo.
Sacudí la cabeza y me desvié a otro sitio que podría tener más información. La
de Nico Morrelli. Puede que yo no fuera capaz de traspasar sus muros cuando se
trataba de salvaguardar a las víctimas del tráfico de personas, pero no debería ser el
caso de alguien como Kingston Ashford.
Tecleé su nombre y me llegó más información.
Conexiones con la Bratva, la Cosa Nostra, las mafias irlandesa y griega, el
Sindicato, la Omertà... La lista seguía y seguía. Jesús, quizás los Ashford estaban
más metidos de lo que parecía.
Seguí leyendo, pasando de pantalla en pantalla, cuando se quedó en blanco.
¡Maldita sea!
Frustrada, apoyé las palmas de las manos en el teclado y el portátil emitió un
pitido de protesta. Realmente tenía que mejorar mi juego en el departamento de
tecnología si el contra-rastreo seguía apuntando a mis propias barreras.
Me aparté de la mesa y me levanté cuando el sonido de unos tacones resonó en
el pasillo. El inconfundible sonido de los Jimmy Choos de mi madre. Limpié la cama
de dibujos y los metí debajo del colchón. Ella odiaba ver mis dibujos, decía que eran
un recuerdo de mi gemela. También metí la pistola y el cuchillo debajo del colchón,
un hábito que mi hermana y yo habíamos adquirido viviendo bajo el mismo techo
que los monstruos.
Vi mi reflejo con los ojos hinchados y las mejillas manchadas de lágrimas en
el tocador y me precipité al baño, salpicándome la cara con agua fría justo cuando
un golpe vibró contra mi puerta.
Inspirando profundamente y exhalando despacio, caminé descalza por el frío
suelo y abrí la puerta.
—Hola, madre —la saludé con una voz que ocultaba toda mi confusión. Me
hice a un lado para dejarla entrar en mi único refugio en este edificio y la vi
pavonearse en mi habitación, sus ojos recorriendo cada centímetro de ella.
—Me alegro que estés despierta. —Me giré para mirarla, de pie y estudiando
su cabello rubio, del mismo tono que el mío. Excepto que el suyo estaba teñido y
había canas ocultas en su melena, lo que indicaba su edad, que su rostro se negaba a
mostrar. Se había hecho tanta cirugía plástica -aunque de calidad- que podía pasar
por dos décadas más joven de lo que era en realidad. Hasta que la mirabas a los ojos
y descubrías la amargura y la pérdida que ninguna cirugía podía borrar.
—Estoy despierta —confirmé—. Y tú también.
Ella asintió.
—Sé que acabamos de llegar, pero mañana tengo que ir a Moscú. —Mis ojos
se abrieron. No era habitual que mamá compartiera su itinerario o justificara sus
actividades. A menos que...—. Necesito que me acompañes.
—¿Por qué?
Mi madre entrecerró los ojos.
—¿Tienes algo mejor que hacer?
Sí.
—No.
—Entonces vienes.
—Acabamos de llegar —protesté—. ¿Por qué no puedes ir sola?
Fuera lo que fuera lo que estaba tramando, estaba segura que sus muchas
víctimas ya estaban temblando. Normalmente era así. Si estabas en el punto de mira
de Sofia Volkov, más te valía correr, carajo.
Suspiró.
—¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil? —Permanecí en silencio,
nuestras miradas chocaron. Algo no me cuadraba. Quizás era el hecho que estuviera
aquí, en mi ala del castillo, por primera vez desde la muerte de mi gemela. O tal vez
mi sexto sentido me advirtió que había algo más de lo que me estaba contando.
—Me gustaría quedarme —volví a repetir, con las cejas levantadas en señal de
desafío. No me encantaba esta mansión, pero me vendría bien pasar algún tiempo
lejos de ella. Me resultaba más fácil planificar mis misiones cuando estaba sola.
—No. —La sola palabra me hizo tambalear como si me hubiera abofeteado.
—¿Qué pasa, madre? —le pregunté, insistiendo—. ¿Qué es lo que no me estás
contando?
Su mandíbula se tensó y mi corazón latió con fuerza, esperando su reacción. La
última vez que la desafié, perdí una parte de mí.
—Prepárate a primera hora de la mañana —espetó—. A partir de ahora no te
perderé de vista. No permitiré que la historia se repita. —Se pasó la mano temblorosa
por el cabello, con angustia en su expresión plástica—. Siempre se repite —
murmuró.
Luego se dio la vuelta sin más preámbulos y me dejó mirándola fijamente, más
confusa que nunca. La historia siempre se repite. Las palabras resonaron en mi
cabeza. ¿Qué quería decir con eso? No podía estar hablando de mi gemela. ¿No?
Tenía que referirse a su primogénita, Winter Volkov, secuestrada por los irlandeses.
Me quedé inmóvil, mirándola, con la mente en blanco. Mi madre guardaba
tantos secretos que empezaba a preguntarme si ella también se asfixiaba bajo ellos.
No era feliz. No la recordaba siendo feliz. Ni siquiera cuando estaba con sus
amantes, hombres o mujeres. No tenía amigos. Y ciertamente no era feliz con el
donante de esperma, como ella llamaba a mi padre. Hasta el día de hoy, no sabía por
qué mi madre había elegido a Edward Murphy para dejarla embarazada. Tenía que
haber algo más detrás, aparte que mi madre quisiera tener hijos.
Era imposible que mi padre quisiera ampliar su familia. El jefe de la familia
mafiosa Murphy tenía hijos y otra hija. Nunca me había molestado en saber de ellos.
No quería saber lo que no podía tener.
Mi hermana había sido suficiente para mí. Mi padre nunca intentó salvarnos de
Sofia Volkov. Luego se llevaron a mi gemela. No se abalanzó para salvarla, y no
podía perdonárselo. Mierda, ni siquiera podía perdonarme a mí misma.
Los recuerdos se me retorcían en el pecho mientras salía de mi dormitorio. Mi
madre tenía un ala separada donde se ocupaba de sus asuntos personales y de
negocios. Rara vez me aventuraba allí, pero ahora tenía que obtener respuestas. No
podía dejarme a oscuras. Ya no. No esta vez.
A medida que me adentraba en el castillo, el sonido de un trueno retumbó en el
cielo, casi como si anunciara una fatalidad inminente. Este lado del castillo estaba
adornado de riquezas, todos los pasillos llenos de cuadros de desconocidos. No había
ni un solo retrato de nuestra familia.
Al doblar la esquina y acercarme a la puerta de la suite de mi madre, cerré los
ojos un momento. Mi respiración era uniforme a pesar de los latidos erráticos de mi
corazón.
Intuía que había cosas importantes en juego y no podía permitirme el lujo de
ignorarlas. Ya había hecho suficiente caso omiso para el resto de mi vida. Ya no más.
Los truenos crepitaron fuera, casi como si el cielo estuviera de acuerdo
conmigo. O tal vez me estuvieran advirtiendo que volviera corriendo a mi lado del
castillo.
Me sudaban las palmas de las manos y levanté la mano, pero me quedé inmóvil
al oír las voces del interior.
—Ha tenido que ser un trabajo desde dentro. —Reconocí la voz acentuada de
Perez Cortes retumbando por el altavoz del teléfono—. He matado a todos los
hombres que sabían de nuestro envío para asegurarme que ningún traidor quedara
respirando. Espero que tú hagas lo mismo.
—Haré que maten a los guardaespaldas —respondió mi madre. Así, sin más.
Perez, al igual que mi madre, no valoraban la vida humana.
—Pero no sólo a ellos. —La voz de Perez indicaba claramente que no había
lugar para la negociación—. Espero que tu hija forme parte de ese recuento de
cadáveres. Ghost la está husmeando, y no creo en las coincidencias.
¿De quién estaba hablando? ¿Quién es Ghost?
—Ella no sabe...
Perez interrumpió lo que Madre había estado a punto de decir.
—Es una subasta, el contrato de Marabella, o la muerte para tu hija. Elige,
Sofia.
Hubo una larga pausa mientras yo permanecía atónita, mirando fijamente la
puerta de caoba. ¿Había llegado realmente a esto? ¿Yo en la subasta? Perez, sus
arreglos de Marabella y su idea que las chicas cotizadas fueran subastadas debían -
serían- quemadas hasta las cenizas.
¿Y quién era ese Ghost del que hablaban?
Dejé escapar un suspiro sardónico. Perez Cortes me amenazaba y yo me
preocupaba por un tal Ghost.
—Es mi hija —volvió a decir Madre—. No la tocarás. —Tragué fuerte, al oír
la protección en su voz. Debería sentirme aliviada, pero se me erizó el vello del
cuerpo. Sólo significaba que madre tenía un plan diferente—. La protegí de mi
esposo. —Ivan Petrov era el peor esposo que una mujer podía tener. Era cruel y
malvado, y por suerte no era mi problema—. Y yo la protegeré de ti.
Él se rio.
—Deberías haberle puesto una correa a esa hace mucho tiempo.
—Que te jodan. —La furia en la voz de Madre era imposible de pasar por alto—
. Sólo yo decido su destino.
La amargura se espesó en mi lengua. Me estaba ahorrando la tortura a manos
de otros, pero no la suya. El castigo llegaría. Siempre llegaba.
—Es peligrosa, y lo sabes. —Hubo otra larga pausa antes que Perez volviera a
hablar—. Y con la muerte de Murphy, ya no está para protegerla. De ti o de mí.
Está muerto.
La afirmación rebotó como un disco rayado. No debería ser una sorpresa.
Cuando vivías entre el mal, tendía a alcanzarte.
¿Por qué no sentí pena? ¿Dolor? Sólo podía concentrarme en que algo andaba
mal. No era sólo esta jodida relación de negocios. No era la muerte de un padre que
apenas conocía. Era mucho más profundo que todo esto.
—Sí, ella es un peligro para ti, pero no para mí —siseó mamá—. Así que será
mejor que tengas cuidado.
—Entonces ponla a raya, Sofia. —Clic. La llamada terminó, el silencio
ensordecedor antes que algo golpeara contra la pared y la puerta se abriera. Me quedé
allí de pie, con nuestras miradas fijas y mi mano aún en el aire.
—¿Qué haces aquí?
—Quiero saber qué pasa —exigí.
Mi madre se hizo a un lado y abrió más la puerta.
—Entra.
Ligeramente sorprendida, pero ocultándolo tras una fachada de calma, pasé
junto a ella, aún descalza, y la puerta se cerró tras de mí en silencio. Entonces empezó
a pasear de un lado a otro hasta detenerse frente a la ventana.
Por primera vez en mucho tiempo, madre pareció alarmada, confirmando la
persistente sospecha que yo tenía. Pero su expresión me decía que no divulgaría
nada. Esperé en silencio, sin querer ser yo quien lo rompiera.
Tomó asiento en su tumbona y me miró con letargo.
—Tengo que decirte algo. —Mi corazón se detuvo en seco. Se filtró un
recuerdo diferente. Ignorando el dolor de mi corazón y los fantasmas que me
acosaban, intenté centrarme en el aquí y el ahora. Tenía que estar presente.
—¿Me estás escuchando? —La voz de mi madre me azotó. El nudo en mi
garganta se hizo más grande mientras los recuerdos de mi hermana pasaban por mi
mente, ahogándome. El cártel de Tijuana la torturó. ¿Tendría yo un final similar con
Perez? No estaba segura de cuándo había abandonado su asiento, pero de repente las
manos de mi madre ahuecaron mis mejillas y sus dedos helados se clavaron en mi
piel—. ¿Cuánto has oído?
Tragué fuerte.
—Lo suficiente.
—Perez no te atrapará. —Asentí, porque no había nada más que hacer. No tenía
miedo. Tal vez debería dejar que llegara a mí y destruir sus operaciones desde dentro.
En realidad no era una mala idea.
—¿Qué... pasó... con...? —tartamudeé. Debería sentir alguna emoción al saber
que padre había muerto. Me aterrorizaba estar volviéndome tan despiadada como mi
madre.
—¿Tu padre? —Madre puso en palabras lo que yo no era capaz de decir.
Asentí—. Está muerto.
—¿Qué pasó? —susurré, resignada.
—Juliette DiLustro. —El nombre no significaba nada, pero averiguaría todo lo
que hubiera sobre ella—. Hace tiempo que murió.
Se hizo el silencio y esperé a que dijera algo más; como no lo hizo, pregunté:
—¿Quién es Ghost?
Por primera vez, el rostro de mi madre perdió todo el color, y su voz cuando
habló era apenas audible.
—Nadie importante. —Entrecerré los ojos, y ella dejó escapar un pesado
suspiro—. Lava dinero para Luciano Vitale. —La miré sorprendida. No era lo que
esperaba—. De hecho, es su esposa.
Tenía que estar mintiendo. Esa explicación no tenía sentido. ¿Por qué no me lo
dijo de entrada? ¿Por qué el miedo en sus ojos al oír esa palabra? Ghost.
—¿Eso es cierto? —Había una pizca de desafío en mi voz. Era mi turno de
sorprenderla.
—Sí. —Su mirada se desvió hacia la noche oscura y supe que no lo era. Era
una mentira descarada. Había algo más en este Ghost que Luciano Vitale y su
esposa—. Será mejor que te detengas, Liana, o...
O tendría que pagar el precio. Sería el momento de otra tortura.
Mis manos se cerraron en puños y me di la vuelta para marcharme. Una vez en
la puerta, con la mano en el pomo, miré por encima del hombro. Mi madre seguía
en el mismo sitio, con la cara pálida.
—No voy a parar hasta que los que mataron a mi hermana estén muertos —dije
en voz baja, cerrando la puerta tras de mí. Iba a averiguar exactamente quién era
Ghost y cuál era su conexión con las operaciones de mi madre.
Porque mi sexto sentido me advertía que tenía algo que ver con mi gemela.
Kingston

Ella estaba en la maldita Rossiyskaya Federatsiya. Rusia.


Era el único país al que nunca volvería. Preferiría arder en el infierno por toda
la eternidad que poner un pie en ese país olvidado de Dios. Kingston Ashford murió
en Rusia. En su lugar, nació Ghost.
Me habían golpeado, roto y derribado para convertirme en un asesino letal.
Durante mi entrenamiento de combate físico con Ivan y Sofia, fui un alumno ansioso
por volverme invencible. Me juré a mí mismo que sería el hombre más temible de
todos para poder proteger a Lou. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, ella se había
ido. Cuando Alexei me sacó de Rusia hace ocho años, no quedaba nada de mí. Nada
más que un asesino.
Utilicé todo lo que había aprendido para reinventarme. Alexei me ofreció
conexiones y una mano para poner en marcha mi primer negocio, pero luego me
encontré con los Thorns of Omertà. Resultó que tenía un verdadero don para
encontrar gente y acabar con ella. Así que me convertí en un asesino muy solicitado
por los poderosos, dentro y fuera de los bajos fondos.
Pero nadie lo sabía. Lo ocultaba todo tras mi nombre. Había aprendido a ocultar
a mis hermanos mi crueldad y mi obsesión por los dientes de mis víctimas tras una
máscara inmóvil.
Llevaba un apellido muy codiciado, pero, a diferencia de mis hermanos, sólo
era una sombra del hombre que había nacido para ser. Mis hermanos me preguntaban
constantemente qué me había pasado. No tenía palabras para describir aquellos años
desde mi secuestro. Criado entre el derramamiento de sangre y la violencia, luchando
por sobrevivir, me convertí en violencia. Formaba parte de mi ADN y de cada
instinto de mi cuerpo.
Por eso, aunque hacía años que me habían rescatado del infierno, había
momentos en los que tenía la sensación de seguir allí, en aquella mazmorra, en aquel
ring de lucha.
No podía cerrar los ojos sin recordar los días, las noches y, sobre todo, a ella.
Dormir se hizo imposible, los sueños demasiado agonizantes para soportarlos. Los
recuerdos me perseguían. Vagué por esta tierra sin un propósito, incluso cuando
volví a conectar con mi familia.
Hasta que la volví a encontrar, a ellas. Así que, por supuesto, era lógico que
ambas estuvieran en la maldita Rusia, fuera de mi maldito alcance.
—¿Estás bien? —La voz de mi cuñado me sacó de mis pensamientos y me giré
para encontrarme con su pálida mirada azul. Kostya, mi sobrino, estaba a su lado en
idéntica posición, como si fuera su compañero.
Alexei era el hijo ilegítimo de Nikola Nikolaev y su amante, Marietta Taylor.
La esposa de Nikola era una zorra celosa y psicótica que hizo secuestrar a Alexei
cuando tenía dos años y lo entregó a uno de los hombres más crueles de la mafia
rusa. Ivan Petrov. El traficante de personas que finalmente me puso las manos
encima. Y así como así, dos vidas se arruinaron.
—Sí.
La fiesta en la casa de Alexei y Aurora en Portugal estaba en pleno apogeo, su
verde césped se extendía con visitantes de todas las organizaciones criminales que
compartían un objetivo común: acabar con la trata de personas.
Aurora, mi hermana, estaba al alcance del oído, rodeada de sus amigas y
visitantes. Con la copa de champán llena en alto, fingía beber a sorbos, sin dejar de
mirar a su esposo. Mis propios ojos recorrieron la multitud.
—Si quieres desaparecer, te cubriré.
Él sabía que odiaba las multitudes. Él también. Lo toleraba por su familia, pero
yo no podía soportarlo. La idea que alguien me rozara accidentalmente me revolvía
el estómago. Hasta el día de hoy, tenía que sujetarme cuando me examinaba una
enfermera o un médico.
Pero si me iba, ¿qué coño iba a hacer? No podía ir a Rusia y no quería revivir
los horrores del calabozo en mis sueños. Así que observé a todos los invitados,
riendo alegremente y maravillándome de la emoción que me había evadido durante
los últimos ocho años.
—Estoy bien —dije.
—¿Tío Kingston? —Kostya me miró—. ¿Es cierto que tienes una casa
construida con dientes humanos? —Levanté una ceja, sorprendido—. Tío Royce dijo
que si me porto mal, me arrancarás los dientes y los añadirás a tu casa.
—Es verdad —confirmé, dejando que mis ojos vagaran por el césped—. Pero
dile al tío Royce que la próxima vez que te amenace con ello, iré por todos sus
dientes. Son más grandes.
—¿Lo prometes? —Puse los ojos en mi sobrino, que sonreía feliz. Asentí con
la cabeza para confirmarlo—. ¿Cuándo vendrá?
—No estoy seguro.
Se oyó una estruendosa carcajada y todas nuestras miradas se posaron en el
grupo donde estaba Luciano con su esposa. Estaban con Vasili Nikolaev y su esposa,
Luca DiMauro y Raphael Santos. Este último mató a Santiago Tijuana Junior.
Me puse rígido, incapaz de luchar contra la avalancha de recuerdos de ocho
años atrás. Podría haber sido ayer, con lo frescos que estaban los recuerdos.
Los gritos agónicos me causaban más dolor que todas las torturas que había
soportado. Continuaron durante segundos, minutos, horas, hasta que se hizo un
silencio sepulcral.
Me obligué a abrir los ojos y a concentrarme. El pavor me llenaba las venas
como si fuera hormigón. Mi mente estaba aletargada y mis ojos eran incapaces de
enfocar. Parpadeé sangre de mis pestañas, mi mirada dando vueltas, buscando las
hebras doradas familiares.
Pero ella no estaba aquí. Había desaparecido. Lo único que quedaba era el
suelo manchado de sangre y mi corazón hueco.
La puerta se abrió, pero estaba demasiado destrozado para inmutarme. Sabía
que vendría más dolor, pero ya no me importaba. Apenas me aferraba a la
conciencia, ansioso por encontrarme con la muerte.
Los hombres entraron, moviéndose lentamente. Oí susurros pero no pude
distinguir las palabras.
—Kingston. —Un rostro de pálidos ojos azules recorrió mi cuerpo
destrozado—. Te vamos a sacar. —Mis labios se abrieron. Se movieron. Mis cuerdas
vocales ardían—. ¿Qué?
—Saquen... —A ella. Recé para que me oyera, para que me entendiera.
Miró a su alrededor.
—¿Quién?
Ella, mi Lou, intenté decir.
—No podemos atender sus heridas aquí —dijo alguien—. Tómalo y salgamos
de aquí.
Las voces continuaban a mi alrededor, y mi cuerpo se movía. El dolor era
insoportable y me crujían los dientes. Me desmayé y no desperté hasta que fue
demasiado tarde.
Desde aquel día busqué el final, pero se negó a llegar.
—¿Te has enterado de lo de Sofia Volkov? —La voz de Dante Leone penetró
en mis recuerdos, captando mi atención. Aquel bastardo desquiciado parecía
dispuesto a emprender una matanza—. Tiene una hija. Marchetti envió la noticia.
Tenemos que atrapar a esa chica...
—Carajo, no la tocarás. —La amenaza se me escapó, calmada y mortal. Los
ojos de Dante se entrecerraron—. O juro por cualquier Dios en el que creas que
acabaré contigo.
El aire se calmó a mi alrededor. Había demasiados criminales armados en un
mismo lugar. Mi hermana apareció de la nada, interponiéndose entre Dante y yo,
mientras Alexei intentaba apartarla del fuego cruzado. Aurora, siendo quien era, se
negó a ceder.
—¿Quieres decirme por qué defiendes a la hija de esa zorra? —se burló Dante.
Aurora se movió sobre sus talones, y yo la empujé suavemente en dirección a su
esposo y fuera de la línea de fuego.
—¿Sabías que tenía una hija? —preguntó Alexei, amplificando la tensión
involuntariamente. Probablemente era lo que todos se preguntaban.
Me encogí de hombros y dejé que la ansiedad se apoderara de mí y empañara
la soleada tarde. Estaba todo tan tranquilo, las olas cercanas eran el único sonido que
rompía el silencio.
Sin un atisbo de emoción, miré el reloj antes de hacer mi anuncio alto y claro.
—Si alguien toca a la hija de Sofia Volkov, tendré sus dientes decorando mi
chimenea.

—¿Sabes que estamos de tu parte? —afirmó mi cuñado en un tono uniforme.


Mi hermana y mi cuñado debían de haber decidido que era necesaria una
conversación después del incidente de su fiesta. Se habían cambiado, probablemente
esperando una larga noche discutiendo algo que no les incumbía. Alexei llevaba sus
característicos pantalones negros y una camiseta negra de vestir, mientras que
Aurora llevaba un modesto vestido de un cuarto de manga que le llegaba hasta las
rodillas.
Abrí la puerta para que entraran.
—¿Has perdido a tu hijo? —pregunté mientras entraban.
—Está con Vasili e Isabella —contestó Alexei mientras observaba mi última
adquisición inmobiliaria. Aparte de su esposa, no había nadie en quien confiara más
que en su hermanastro y su hermanastra.
El rostro radiante y los ojos castaño oscuro de Aurora me estudiaron, con las
preguntas flotando en la superficie. No podía volver a ser la persona que era antes
que me secuestraran. Esa parte de mí no sólo estaba reprimida. Estaba extinguida.
Mi hermana podría seguir buscándola, pero nunca la encontraría.
—¿Qué pasa, Rora?
Ya casi nunca usaba su apodo y su sonrisa vaciló por un segundo,
probablemente recordándole aquel fatídico día en que me secuestraron. Todavía se
culpaba a sí misma.
Abrió la boca, pero guardó silencio, luego sacudió la cabeza.
—Nada. Sólo quería asegurarme que estabas bien después de... salir corriendo
de allí tan rápido.
Mi atención se desvió hacia Alexei, que permanecía impasible, con las manos
metidas en los bolsillos. Iba a dejar que su esposa se las arreglara sola. Solo estaba
aquí para darle apoyo moral, el suyo o el mío, no estaba seguro.
Cerré la puerta y me dirigí a la cocina por algo de beber. Ambos me siguieron
y tomaron asiento en la mesa mientras yo me servía a mí y a Alexei una copa de
coñac y otra de vino para mi hermana.
—¿Quieres hablar de ello? —Enarqué una ceja ante la pregunta de mi
hermana—. Sobre su hija.
Me apoyé en la encimera, dando un sorbo a mi bebida.
—Si lo hiciera, iría a ver a un psiquiatra.
Alexei se frotó la mandíbula con cansancio mientras Aurora se mordió el labio
inferior, mirándome de reojo por debajo de sus gruesas pestañas. Mi hermana era
una ruda, pero el incidente de mi secuestro la había marcado. Bueno, a los dos, pero
de formas distintas.
Quería decirle que volaría todo el puto mundo en pedazos para protegerla, pero
ya no era la misma persona. No era tan elocuente. Tenía que esperar que ella lo
supiera.
—¿Desde cuándo sabes que tiene una hija? —acabó preguntando Alexei.
Me froté la mandíbula con cansancio, debatiéndome sobre cómo responder a
esa pregunta con la mayor sinceridad posible sin ahondar demasiado en los años de
mi encierro.
—Las vi hace poco en un restaurante. —Era una verdad a medias. Hacía tiempo
que sabía que Sofia tenía dos hijas gemelas. Sólo hace unos meses supe que una de
ellas seguía viva. Asintió, prefiriendo no insistir.
—¿Está involucrada en las operaciones de su madre? —Dirigí la mirada a mi
hermana y sus hombros se pusieron rígidos mientras su esposo me gruñía. Me
maldije internamente por mi brusco movimiento, y Aurora me miró fijamente con
una expresión miserable llena de culpabilidad.
Forcé una sonrisa.
—Yo me ocuparé de Sofia Volkov y de su hija —afirmé con calma.
—¿Serás capaz de matar a su hija si llega el caso?
—Sí. —No. Tal vez.
Mi hermana vaciló.
—No me gusta, Kingston. —Mi hermana había estado trabajando en el FBI, su
determinación en encontrar a mis secuestradores y matar a Ivan Petrov la habían
llevado allí. Nuestros hermanos alentaron su carrera, sabiendo que necesitaba un
cierre, pero últimamente, había estado centrando sus talentos en acabar con el tráfico
de personas.
Desafortunadamente, eran como Hydra. Si le cortabas la cabeza a uno, dos más
surgían de las sombras. Había que quemar a esos cabrones desde dentro con un
soplete y gasolina.
—No te preocupes, Rora —dije mientras comprobaba mi teléfono y tramaba
una guerra. Me esperaba un mensaje de Nico Morrelli. Lo abrí y escaneé la lista de
invitados. La tensión se apoderó de mí al darme cuenta que Liana Volkov estaba
trabajando duro, consiguiendo que la añadieran a la lista de invitados como
“Princesa Leia” y esos idiotas del cártel de Tijuana ni siquiera se habían dado cuenta.
Ligeramente impresionado, dejé que la diversión me invadiera.
¿Por qué coño iba a querer asistir a una de las fiestas de Santiago Tijuana padre?
Eran enfermos y retorcidos. Por algo Rafael Santos lo presionaba. Menos mal que le
había encargado a Nico que mantuviera en su radar cualquier cosa relacionada con
la familia Volkov.
—Kingston, sabes que haría cualquier cosa por ti —dijo mi hermana, con las
cejas fruncidas por la preocupación—. Pero no tengo un buen presentimiento sobre
lo que sea que estés planeando.
Mi inteligente hermanita. Cualquier cosa relacionada con esos cretinos estaba
destinada a acabar en catástrofe. Pero yo no podía detenerlo más de lo que la luna
podía detener su ascenso en el cielo cada noche.
—Lo tengo todo bajo control.
Aurora y Alexei compartieron una mirada.
Ninguno de los dos me creía.
Liana

No debería estar aquí.


Ese pensamiento se repetía una y otra vez en mi mente. Me hubiera gustado
pensar que era una mujer inteligente, pero esto era una tontería.
Tras nuestro improvisado viaje a Moscú y el posterior encontronazo con
Donatella, la amante de mi madre -que estaba segura que no había sido accidental-,
conseguí perder a las dos mujeres y al guardaespaldas que me había estado siguiendo
como una sombra molesta.
Eso me dio la oportunidad que había estado buscando para hacer mis cosas.
Tras deshacerme de mi seguridad, que no admitió que me había perdido por miedo
al castigo de la aterradora Sofia Volkov, me encontré de vuelta en Estados Unidos.
Pude conseguir información sobre el trato que estaba negociando el cártel de
Tijuana. Estaba a una calle del Capitolio de Washington, donde deberían protegerse
los derechos humanos. Sin embargo, allí estaba yo, presenciando el trabajo de
criminales y políticos corruptos por igual.
Tras enterarme de la muerte de mi padre y del misterioso Ghost, volví a mi
habitación y busqué información sobre Juliette DiLustro. No había mucho que
encontrar, aparte del hecho que estaba casada con Dante DiLustro, que era uno de
los cuatro capos del Sindicato. La búsqueda de Luciano Vitale y su esposa no
produjo mucho más, aparte de algunas fotos en Entertainment Weekly.
El siguiente tema de búsqueda fue aún menos productivo. Ghost. Trabajé en mi
portátil, intentando descubrir alguna pista sobre quién o qué era Ghost. Llevaba
horas intentándolo cuando recibí un mensaje de un nuevo número desconocido.
Saqué el teléfono y lo desbloqueé, esperando que fuera de mi anterior conocido
misterioso. Fruncí el ceño y leí el mensaje por segunda vez.

Si sigues buscándome, no te gustará lo que encontrarás. No en vano soy uno


de los hombres más letales de los bajos fondos.
Sacudí la cabeza sutilmente. Sólo había una explicación que encajara. Ghost
debió haber enviado esto. Pero, ¿quién era? ¿Acaso era un él? Intenté responder al
mensaje, pero me lo devolvieron. Quienquiera que lo hubiera enviado no debía de
conocerme bien. Ahora sentía aún más curiosidad. No había podido rastrear la línea
hasta ninguno de los socios de mi madre. Seguía circulando en bucle, sin salir nunca
de la zona de Washington.
No había averiguado la fuente del mensaje ni ningún detalle sobre Ghost. Sin
embargo, me enteré de este evento, lo que significaba que mis esfuerzos no habían
sido en vano.
Así que estaba de vuelta en D.C., colándome en una fiesta en territorio enemigo,
y no había garantías que saliera con vida. Madre estaba ocupada en quién-sabe-
dónde con quién-sabe-qué.
Era lo mejor, porque me permitía seguir mis propias pistas, que ahora me
colocaban en una posición favorable en un casino propiedad del cártel de Tijuana.
Era una gran estupidez, pero no podía ignorar mi sentido de la responsabilidad.
Me pesaba como el exceso de equipaje que llevaba encima desde la muerte de mi
gemela. Demonios, quizás incluso desde que me enteré de los pecados de nuestra
familia.
Eché un vistazo a la terraza bien iluminada, viendo caras que el FBI se
atropellaría para ponerles las manos encima. Criminales mezclándose sin ninguna
preocupación, mujeres de mirada vacía en sus brazos. La mayoría menores de edad.
La mayoría bajo los efectos del alcohol.
Algunas maniobras con la base de datos consiguieron que mi nombre figurara
en la lista de invitados, no sin pagar una buena suma, por supuesto.
La escena me puso enferma. Me entraron ganas de agarrar la pistola y empezar
a disparar, pero tenía un objetivo en mente, así que no me dejé llevar por el gatillo
fácil.
La brisa arrastraba la música por la terraza, el bajo y el sonido de las máquinas
tragamonedas se mezclaban en un ritmo que parecía impulsar a más de un borracho
a bailar bajo las horteras luces estroboscópicas.
Me quedé en un rincón, observando a la gente y su ridícula codicia. Por el
beneficio y el poder, mientras eligen la ignorancia en lugar de la integridad. Pero no
importaba, porque esta noche, todas esas chicas que desfilaban serían liberadas.
El aire frío recorrió la noche y me lamió la piel, perfumado de sexo, alcohol y
pecado. El sonido de risas alborotadas atrajo mi atención, y divisé a un hombre
canoso en la esquina norte de la terraza, rodeado de hombres de aspecto siniestro.
Tragué fuerte.
No había necesidad de presentaciones para comprender quién estaba en la
esquina opuesta. Santiago Tijuana, cuyo hijo fallecido había ido tras la Sailot
McHale después que ésta se casara con Rafael Santos. El idiota.
Santiago Tijuana padre había vuelto a ser el jefe del cártel de Cuba, y sus
antecedentes penales rivalizaban con los de cualquier dictador. Su sangre fría y su
crueldad lo mantenían en el punto de mira de todas las agencias, pero era demasiado
listo para que lo atraparan con las manos en la masa.
Mi mirada lo recorrió y un tatuaje en su mano llamó mi atención. Coincidía con
el que había visto en la mano del guapísimo hombre de ojos verdes del hotel. El
mismo tatuaje estaba grabado en la mano izquierda del desconocido: un extraño
símbolo en la boca de una calavera.
¿Cuáles eran las probabilidades?
Fue entonces cuando vi a ese mismo desconocido. Sobresalía por encima de
todos, su físico era tan imponente que me pregunté cómo no lo había visto antes.
Retrocedí un paso hacia las sombras y mantuve la mirada fija en él. Si me veía, se
acababa el juego.
¿Quién era?
La respuesta estaba clara. Era un miembro del cártel de Tijuana. Qué pena,
pensé, tendré que matarlo. Lo estudié, vestía un elegante traje gris de tres piezas. Su
complexión musculosa era atractiva. Llevaba el cabello oscuro peinado hacia atrás
a la perfección, pero eran sus llamativos ojos verdes los que probablemente hacian
que las mujeres cayeran rendidas. Y luego estaba su cara, con una estructura ósea de
acero y ni una sola emoción que delatara sus pensamientos.
Discretamente, coloqué mi teléfono y le hice una foto, con la esperanza que el
programa de reconocimiento facial que había creado me ayudara a identificarlo más
tarde. Si no lo mataba hoy.
Durante casi treinta minutos, observé al grupo de hombres sin ser demasiado
evidente y esperé a que se movieran. Cuando se marcharan, las mujeres que
rondaban por la fiesta serían conducidas a sus habitaciones y luego presentadas a
otros para su disfrute. Sólo tendría un pequeño margen para rescatarlas, veinte
minutos como máximo.
Finalmente, los hombres se dispersaron y me puse en marcha. Me miré en el
espejo. La abertura de mi largo vestido negro era perfecto para acceder a los
cuchillos y la pistola que llevaba atados a los muslos. Temía no haber traído
suficientes armas, pero ya era demasiado tarde.
Me dirigí a la habitación que sabía que estaba en el ala sur del edificio, pegada
a las sombras. Había investigado y sabía que había un pasillo de servicio que me
permitiría llegar a mi destino sin ser descubierta.
Mis ojos recorrieron la zona. Aferrándome al dobladillo del vestido, avancé a
toda velocidad por el reluciente pasillo y tomé la primera puerta lateral. Una vez en
el pasillo, me quité los tacones, los recogí y salí corriendo.
Al llegar al lado sur del edificio, me detuve y respiré hondo antes de sacar la
pistola. Había enviado una nota a Nico Morrelli a través de Internet. Se había
ocupado del último lote de mujeres; sabía que se ocuparía de estas.

CHICAS TRAFICADAS LISTAS PARA SER RECUPERADAS. CINCO


MINUTOS. CALLE CAPITOLIO ESTE.

No me molesté en esperar una respuesta.


Alcancé el pomo de la puerta, con el corazón acelerado, e intenté empujarla
para abrirla.
—Mierda —susurré. Estaba cerrada, pero ya lo había previsto. Me metí la mano
en el cabello y saqué una horquilla. Con mano firme, tardé menos de un minuto en
desbloquear la puerta—. Ábrete sésamo.
La empujé y miré a mi alrededor. Los susurros y murmullos aumentaron, las
caras asustadas y las mejillas manchadas de lágrimas salpicaban toda la habitación.
—Hola, señoras —las saludé—. ¿Quieren marcharse?
El espacio se llenó de jadeos y, al unísono, todas asintieron.
—Bien —murmuré—. Déjenlo todo, no tenemos mucho tiempo. Vengan por
aquí y tomen la escalera de la izquierda. Corran como alma que lleva el diablo hasta
la calle Capitolio Este. La primera a la derecha al salir del edificio. Un equipo las
estará esperando y las llevarán a un lugar seguro. ¿Entendido?
Otra ronda de asentimientos, y entonces estalló el pandemónium.
Justo cuando la última chica dobló la esquina, desapareciendo de la vista, la
puerta de visitantes se abrió. Todo sucedió en una fracción de segundo. Mi espalda
se estrelló contra una pared, robándome el aliento de los pulmones. Mi mano
izquierda, que sujetaba la pistola, fue empujada contra la pared, sujeta por un fuerte
apretón, y un cuchillo me presionó la garganta.
—¿Dónde coño están las mujeres? —gruñó un hombre con cabello corto y un
auricular colgando de sus oídos.
La afilada punta de su hoja me atravesó el cuello, escociéndome.
—¿Cómo coño voy a saberlo? —siseé, rezando para que no enviara una alerta.
Necesitaba ganar tiempo, quitarme a este cabrón de encima para poder volarle
los sesos y largarme de aquí.
Su agarre del cuchillo se tensó, sus nudillos se volvieron blancos. Mierda, un
empujón y estaría muerta. Utilicé todas las fuerzas que me quedaban para empujarlo.
Se tambaleó hacia atrás y parpadeó, claramente no acostumbrado a una mujer
con entrenamiento de combate. Su sorpresa no duró mucho. Al instante, se abalanzó
sobre mí. Intenté darle una patada en las pelotas. Me agarró por el cabello y me dio
una bofetada. Con fuerza.
Me estalló la mejilla. Solté un grito ahogado, pero antes que pudiera volver a
respirar, me dio otra bofetada. Se me hinchó el labio. La furia burbujeó en mi interior
mientras le pisaba el pie y luego le daba una patada en las pelotas
Se agachó y soltó un gemido. Aprovechando su inmovilidad temporal, le
aplasté la nuca con la mano y le golpeé la cara con la rodilla. Su nariz se rompió con
el impacto, y el crujido de sus huesos fue como música para mis oídos.
Apreté el cañón de la pistola contra su sien y me incliné hacia él, con la cara a
escasos centímetros de su oreja.
—Volarte los sesos me alegrará el día —ronroneé con voz fría.
—Y yo que pensaba que aquí habría una damisela en apuros. —Una voz grave
y burlona me sobresaltó y me di la vuelta, olvidándome del hombre al que estaba
golpeando. Tragando fuerte, miré a los ojos oscuros de nada menos que Kingston
Ashford. La imagen del chico de la foto del expediente de Ivan pasó ante mis ojos,
y no pude evitar preguntarme por qué infierno habría pasado.
Su mirada dura e implacable contrastaba con su pose despreocupada. Estaba
apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y los ojos fríos como el hielo. El
corazón me retumbó en el pecho, pero lo ignoré, negándome a mostrar miedo.
—Está claro que no soy una damisela. Ahora piérdete o hoy cortaré dos pares
de pelotas. —Entrecerré los ojos.
—Me alegro de volver a verte —dijo, ignorando mi despido. Dios, había algo
en su tono gutural que era casi... seductor.
Un gemido de mi víctima llamó mi atención y lo golpeé en la sien, dejándolo
inconsciente, y luego me giré hacia el inesperado visitante.
—¿Me estás acosando?
Un encuentro era una coincidencia. Dos, de ninguna jodida manera.
—¿Por qué iba a acosarte? —La emoción se reflejó en su rostro y sus ojos,
brillantes, casi como si hubiera visto un fantasma. Tan rápido como apareció, su
expresión se transformó en una de educado interés.
—Dímelo tú. —Me lamí los labios con nerviosismo. Había algo en ese hombre
que me inquietaba. No me gustaba—. ¿Qué quieres de mí, Kingston Ashford?
La sorpresa apareció en sus ojos, su mandíbula desaliñada ocultaba parte de su
rostro duro.
—Así que sabes quién soy.
—Hice mis deberes —respiré.
—Así que los hiciste.
Se hizo un silencio, algo en su tono de voz no me gustó. Sus ojos se detuvieron
en mi mejilla herida, oscureciéndose. Su mandíbula se tensó y apartó la mirada. Una
sombra de algo peligroso pasó por su expresión, haciendo que mi corazón se
estremeciera y luego se acelerara. Por él.
—¿Por qué estás aquí? —dijo. La oscuridad de sus ojos desató algo dentro de
mí, persiguiendo mis acelerados latidos y friendo mis nervios. Levanté las cejas,
ladeando la cabeza y ocultando esta reacción inusual tras mi pétrea fachada.
—Curiosidad morbosa.
—Eso puede hacer que te maten.
Algo brilló en sus ojos antes de desaparecer por completo.
—Lánzate a la yugular la próxima vez —dijo, dándome un respiro, pero
entonces recordé la grotesca escena que había creado a mi alrededor. Estaba claro
que no le molestaba—. Córtalo justo aquí. —Hizo una demostración sobre sí mismo,
un punto justo debajo de su mandíbula—. Se desangrará como un cerdo. Entonces
toma su diente. ¿No te enseñó eso tu madre?
Parpadeé. Kingston Ashford estaba loco, no había otra explicación. Pero
entonces sus palabras me asaltaron y me di cuenta.
—¿La conoces? —Madre participó en la tortura de Ivan. Claro que la conocía.
Se me cortó la respiración cuando sacó una pistola y le puso un silenciador en
el cañón. Antes que pudiera parpadear, me apuntó con la pistola y apretó el gatillo.
Mis ojos se cerraron, mi mente enmudeció por primera vez en años.
Kingston

El cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo y satisfactorio.


La sangre rugió entre mis oídos, amortiguando el ruido de todo lo demás.
Con el silenciador aún puesto, volví a guardar la pistola en la funda y acorté la
distancia que me separaba del cadáver. Miré fijamente el cadáver inmóvil y parpadeé
para disipar la niebla roja que había descendido cuando disparé la bala, luego me
incliné y le arranqué un diente con las tenazas.
—¿Qué haces? —La voz de Liana era distante, y me encontré con que me
observaba con una máscara inexpresiva.
La fiesta se celebraba para políticos distinguidos, con su tradición anual de
servir en bandeja de plata a menores y mujeres víctimas de la trata, algo que se
ignoraba felizmente. Era su forma de reunir pruebas para usarlas contra los
honorables gobernadores, senadores y otros cuando necesitaban un favor.
La corrupción era una rueda que nunca dejaba de girar.
—Necesito su diente.
Sus cejas se fruncieron en señal de confusión.
—¿Por qué? —Mis muelas se apretaron. Era un maldito hábito del que no podía
deshacerme. Me mantenía cuerdo. Necesitaba saber cuántas vidas había quitado
cuando todo esto acabara. Conocía a Liana desde antes de sus años escolares; me
había visto recoger dientes mientras era prisionero de Sofia—. ¿Necesitas trabajo
dental?
Mi frustración burbujeó, alcanzando un nuevo máximo y preparándome para
explotar. Dijo que había hecho los deberes y que sabía quién era yo, pero estaba
claro que no me recordaba.
—No, no necesito ningún trabajo dental —le dije, pensando por qué no se
acordaba de mí. Si lo hiciera, no habría necesidad de hacer los deberes. Nico Morrelli
me avisó que alguien estaba husmeando en mi identidad. Tenía que ser Liana.
Yo también tenía muchas preguntas, pero era mejor no decir nada. Por el
momento.
Sus labios se entreabrieron y fue entonces cuando la interrumpí, con la ira a flor
de piel.
—¿No deberías estar corriendo antes que te vuele los putos sesos? —le dije.
A decir verdad, me sorprendió que no me apuntara con su propia arma. En lugar
de eso, su brazo permaneció colgando de su cuerpo, casi como si estuviera decidida
a ese destino y preparada para morir. Sus ojos dorado-almendrados buscaron los
míos, y pude ver que su mente trabajaba duro, dejándome preguntarme quién era, en
realidad, esta mujer.
No era la Liana Volkov que yo recordaba.
Esta despertaba en mi pecho sensaciones extrañas que no había sentido en años.
La emoción se extendió al resto de mi cuerpo, y la odié por ello. Necesitaba que
desapareciera. Era mi enemiga.
... ¿No lo era?
Se burló, sonriendo.
—Puedes intentar matarme, pero fracasarás. Una advertencia para tu frágil ego
masculino.
Había pasado más de una década siendo su guardaespaldas y el de Lou. ¿Cómo
podía no acordarse?
A menos que le pasara algo después de la muerte de su gemela. Sabía de
primera mano lo despiadados que podían ser Sofia e Ivan cuando los traicionaban.
Podría ser que Liana pasara por algo tan traumático que su memoria se resintiera. O
sintió la agonía de Lou. Tendría sentido. Cuando a una gemela le dolía, a la otra
también. Cuando una estaba triste, también lo estaba la otra. Las gemelas compartían
una conexión a pesar de tener personalidades muy diferentes. Liana era hielo y fuego
donde Lou era océano y sol.
—Qué sedienta de sangre —comenté con cautela, reconociendo que aquella
mujer inofensiva de antes se había convertido en una asesina muy capaz.
Me lanzó una mirada acalorada desde debajo de las pestañas y murmuró en voz
baja:
—Y aún no me he saciado, así que tenga cuidado, señor Ashford.
—Ghost. —Ella parpadeó, confusa.
—¿Perdón?
Jesús, ¿recordaba algo?
Ivan Petrov y Sofia Volkov me habían entrenado para ser un asesino letal. Y
mucho más. Aquellos dos primeros años de cautiverio fueron insoportables. Hasta
que las vi. La vida bajo el techo de Sofia e Ivan era un puto infierno hasta que Sofia
me hizo guardaespaldas de sus hijas. Las gemelas habían sido un faro de esperanza
para mí en mi hora más desesperada. Me esforcé por convertirme en el mejor
asesino, el mejor sicario, el mejor guardaespaldas.
Apartando todo eso de mi mente, me centré en la mujer menuda de rostro
angelical. Sus ojos brillaban engañosamente, llenos de inocencia y mentiras que le
habían costado la vida a su gemela.
—Me llamo Ghost, no Señor Ashford. No Kingston.
Algo parpadeó en sus ojos.
—He estado buscando al misterioso Ghost —dijo, con las cejas fruncidas—.
Así que Ghost y Kingston Ashford son la misma persona.
—Sí.
Y puso los ojos en blanco.
—Te llamaré como quiera —replicó ella—. Y no será Ghost. Ahora deja de
molestarme o te mato.
—Adelante —repliqué.
Sus labios se afinaron en señal de disgusto y nuestras miradas se cruzaron,
hablando en un idioma que ninguno de los dos entendía. Hasta que rompió el
silencio.
—Sabes, casi desearía que intentaras matarme para poder rebanarte el cuello y
poner fin a esta molesta conversación.
Mis músculos se tensaron ante sus palabras, reconociendo de repente su sed de
autodestrucción.
—Créeme, princesa de hielo, cuando intente matarte, lo conseguiré. —Su
mirada brilló con abierto desafío, notando mi elección de palabras. Cuando, no si.
Pero, por alguna razón, prefirió no fijarse en eso.
—¿Por qué estás aquí? ¿Y cuál es tu conexión con el cártel de Tijuana?
—Estoy aquí para matarlos.
Sus ojos brillaron de placer.
—Yo también. ¿Podemos unir fuerzas esta noche?
Sabiendo que sería más fácil seguirle la corriente que discutir, asentí. Y no fue
demasiado pronto. Aparecieron cuatro matones y sus miradas se clavaron en el
cadáver. Entonces empezaron a volar las balas. Tiré de Liana por la puerta opuesta
y ambos cubrimos un lado. Ella empuñaba su arma y yo la mía.
—Tú encárgate de los dos de la izquierda y yo de los de la derecha —me dijo.
Sin demora, nos inclinamos, apuntamos y disparamos. Bang. Bang.
Las balas se abrieron paso a través de los cuellos de los hombres, casi como si
hubieran sido disparadas por la misma persona. La sangre brotó y los cuerpos
cayeron al suelo.
Mi pistola aún tenía silenciador, pero la de Liana no.
—Mierda.
Fue lo que sucedió a continuación lo que me conmocionó hasta la médula. Los
cuchillos sustituyeron a la pistola, y ella empezó a matar a los guardias de uno en
uno. Los gritos llenaban el aire, la sangre salpicaba el suelo y las paredes como
géiseres. Observé con asombro cómo los degollaba, uno a uno.
Se detuvo ante el último cadáver, salvaje y vengativa, con el pecho agitado al
ver cómo se desvanecía la vida de su última víctima.
Levantó la cabeza, se encontró con mi mirada y sus labios se curvaron en una
sonrisa salvaje.
El silencio atravesó el aire entre nosotros, más fuerte que las balas. No me moví,
y ella tampoco. En lugar de eso, me miró fijamente, con las manos empapadas de
sangre y los ojos distantes. En blanco. En algún momento, esta mujer se había
convertido en una asesina.
Y por primera vez en mucho tiempo, mi polla estaba dura como una roca.
Nunca pensé que podría excitarme una mujer matando tan salvajemente, pero aquí
estaba, deseando a esta mujer.
Y la odiaba aún más por eso.
Era una traición a su hermana. Era romper una promesa que me había hecho a
mí mismo. Esta lujuria carcomía mi carne como veneno, como una serpiente
venenosa, burlándose de mi amor por Lou.
¿Por qué coño me dolía la polla cuando la miraba?
Esta mujer era sólo el eco de la que una vez había amado. Había demasiada
historia entre nosotros -concedido que ella no parecía recordar nada de ella-, pero
con la forma en que nuestros pasados se entrelazaban, tal vez era natural que mi polla
y mis emociones se convirtieran en traidoras.
Su parecido con Lou me estaba jodiendo la mente y el cuerpo. Estar en su
presencia era una forma de autotortura, pero no podía evitar desearla. Ansiarla. Esos
labios... esa voz... esos ojos que se parecían tanto a los de mi Louisa.
Era el corazón roto de nuevo. Un recordatorio de lo que había perdido.
Se inclinó para besarme, pero se detuvo en seco, su expresión se quebró.
—¿Qué pasa, cariño?
Podía estar prisionero en este jodido castillo de Siberia, pero cuando Louisa
estaba cerca de mí, era libre. Ella era mi rayo de sol personal que me llevaba al
paraíso, y todo lo que tenía que hacer era estar a mi lado. Pero era cuando sonreía
cuando todos mis pensamientos se desvanecían. Sólo ella tenía el poder de
adormecer el dolor.
Desvió la mirada y su rostro se tiñó de un rojo intenso.
—Nunca he besado a nadie en la boca —murmuró, avergonzada. Luego bajó
los hombros—. Nunca he besado a un chico.
Tenía el cabello revuelto y las mejillas rojas, pero eran sus ojos los que siempre
me cautivaban. Dorados y cálidos.
—A mí tampoco me han besado nunca —admití.
Sus ojos se dispararon hacia mí, sorprendida por mi declaración. Había un
tema que nunca abordábamos: la rompería. A mí también.
Tenía la mejilla caliente y me picaba. Me zumbaban los oídos. No quería
pensar en nada de eso cuando estaba con ella.
—No hablemos de eso.
Ella asintió sombríamente, la tristeza en sus ojos me destripó más que
cualquier otro horror que hubiera presenciado. Este mundo no estaba hecho para
nosotros y, sin embargo, nos encontrábamos atrapados en él, intentando sobrevivir
y encontrar luz donde fuera. Nos estaba pasando factura a todos, pero a Lou más.
Sofia la llamaba débil. No lo era. Lou era compasiva y cariñosa, su corazón
blando quería que todo el mundo estuviera bien. Su gemela, en cambio, era más
dura y sólo tenía debilidad por su hermana. Detestaba a todos los demás.
Llevé mis dedos a sus suaves hebras, el aroma de la luz del sol y la miel caliente
se filtró en mis pulmones.
—¿Quieres besarme, rayo de sol? —Me temblaban los dedos cuando me
acerqué su cabello a la nariz e inhalé profundamente.
Dejó escapar un suspiro tembloroso.
—No, si no quieres.
Lo enrollé alrededor de mi muñeca.
—Contigo, sí.
Sus ojos y sus labios eran tan seductores cuando sonreía. Hizo que mi corazón
latiera más rápido.
—Será mi primer beso.
—Nuestro primer beso.
Se puso de puntillas e inclinó la cabeza hacia la mía, ofreciéndose
generosamente. Me incliné para rozar sus labios, y mi pecho se agitó. Se estremeció
por ella.
Se apretó contra mí y me rodeó con los brazos para besarme más
profundamente, con movimientos inexpertos y desordenados, con los dientes
chocando.
Rompió el beso y se separó, respirando con dificultad. Los latidos de mi
corazón se aceleraron en mi pecho. Era por ella. Todo era por ella. Ya podía morir
feliz.
Recorrí con los dedos su cabello dorado, maravillado por su suavidad y por
todos los sentimientos que ella despertaba en mí.
—¿Se supone que debo sentirme así? —Su suave susurro rozó mi mejilla.
—No lo sé, pero se siente bien. —Me rodeó el cuello con los brazos y hundió
la cara en mi garganta.
—Así es. —Asintió, moviendo los labios contra mi piel—. Me alegro que seas
mi primer beso.
Tomé su barbilla entre mis dedos.
—El primero, el último, el único.
Sus ojos se encontraron con los míos, y la angustia en ellos me destripó vivo.
—Para siempre. —Sus labios se encontraron con los míos y susurraron una
promesa—. Sea el tiempo que sea.
—Será mucho tiempo —susurré en su boca, la soledad en sus ojos gritando y
suplicando que nos mantuviéramos juntos—. Encontraré una forma de salir de aquí.
Para los dos.
—Kingston, si no lo consigo...
Llevé un dedo a sus labios.
—No lo digas.
Agarró mi mano con la suya mientras su pecho se agitaba con una respiración.
—Si no lo consigo, prométeme que protegerás a mi hermana. —Apretó mi
mano con todas sus fuerzas—. Ella es más fuerte que yo, pero no tanto como todos
creen. Prométeme que la protegerás.
No había nada que pudiera negarle a Louisa. Nada. Si me pedía que entrara
en un edificio en llamas, lo haría. Si me pidiera que quemara el mundo, sólo le
preguntaría cuándo.
—Sabes que haré cualquier cosa. Así que si eso es...
—¡Ahí estás! —Una voz, similar pero tan diferente, me cortó el paso. Miré por
encima del hombro y vi a su gemela inquieta—. Madre quiere cenar con nosotras.
Mierda, odiaba a su madre. Todo lo que representaba y todo lo que era. ¿Cómo
coño alguien tan malvado había dado a luz a alguien tan buena y gentil como
Louisa?
Louisa se apartó, y mis puños se cerraron, luchando contra el instinto de
aferrarme. Era como si hubiera nacido con él. Todo en ella multiplicaba por diez
mi instinto de protección.
Cuando se marchó, no me di cuenta que sería el principio de nuestra
destrucción.
Su gemela era lo único que quedaba, un fantasma de la mujer que perdí, pero
también una tentación. El impulso de fingir por un momento -sólo un momento en
esta vida maldita- que Lou había vuelto a mi vida era abrumador.
Quería a Louisa; me había quedado con Liana. Juré proteger a Lou, pero me
quedé con la promesa de proteger a Liana, aunque sólo fuera en este momento, aquí,
en esta jodida fiesta.
¿Quizás Louisa sabía desde el principio lo que se avecinaba? Su muerte. Mi
existencia solitaria. La atracción hacia la hermana equivocada.
Fuera lo que fuera, tenía que contenerlo antes que se descontrolara.
Liana

Ghost.
Kingston Ashford era el hombre al que temían mi madre y Perez, uno de los
hombres más letales de los bajos fondos. Y dirigió su atención hacia mí. Esto
definitivamente le hizo ganar algunos puntos en mi libro. Aunque no creía haber
ganado ninguno en el suyo.
No podía decidir si este hombre me miraba con desdén o admiración.
El trayecto hasta su apartamento había sido corto. No podía volver al hotel con
salpicaduras de sangre por todas partes, y mi cómplice en la eliminación de los
guardias de Tijuana insistió en que me aseara.
Saqué mi teléfono y me comuniqué con mi contacto. Al menos una cosa había
ido bien hoy. Nico Morrelli tenía a todas las mujeres a salvo en los refugios.
Otro envío interceptado, pensé con orgullo.
El auto de Kingston se detuvo y no me molesté en esperar a que abriera la
puerta. Alcancé la manilla, empujándola hacia abajo, cuando un fuerte impacto me
hizo caer de culo.
Mis ojos se encendieron, la furia se apoderó de mí cuando unos ojos oscuros se
clavaron en los míos.
—Un caballero abre la puerta —comentó, retándome a discrepar.
Me quedé clavada en el asiento, atónita. No recordaba la última vez que un
hombre había intentado ser un caballero conmigo.
Dejé escapar un suspiro exagerado, aunque mi interior rugía de agradecimiento
femenino por sus modales.
—Por supuesto —dije, relajándome—. Guíame.
Pasó un momento pesado entre nosotros, mis ojos encontraron los suyos y se
ahogaron en su oscuridad. ¿Por qué me resultaba tan familiar?
Vacilante, me tendió la mano. La miré durante dos segundos antes de deslizar
lentamente los dedos en su cálida palma. Mi respiración se entrecortó al contacto y
mi pulso saltó como las alas de un colibrí, con los ojos clavados en el lugar donde
nuestra piel se tocaba.
Sin asco. Ni pánico.
Salí del auto, él se quitó la chaqueta y me la dio.
Cuando le lancé una mirada dudosa, todo lo que dijo fue:
—Ocultará la sangre.
Mi boca se curvó en una “O” silenciosa de comprensión. Me envolví en su
chaqueta y su almizclado aroma a vainilla me envolvió al instante, envolviéndome
en un abrazo cálido y protector.
Nos alejamos un paso para tomar distancia y entramos en el edificio, con el
portero ya preparado. Le di las gracias con la cabeza y seguí hacia el ascensor con
paso seguro, con la mente en alerta. Kingston Ashford se movía con la gracia de una
pantera y observaba la zona con la atención de un depredador.
Una vez dentro del ascensor, extendió la mano y pulsó un código en el teclado.
El ascensor subió rápidamente y, al instante, sonó la puerta de acero que daba
directamente al ático.
Kingston me indicó que saliera primero y, respirando hondo, entré en el amplio
espacio con vistas al horizonte de la ciudad. El interior era amplio y despojado, sin
un solo objeto que gritara hogar. Tenía un aire industrial, con las paredes acabadas
en varios tonos de gris.
Él me siguió y las puertas del ascensor se cerraron, dejándonos solos en el
espacio de aquel hombre misterioso.
Eché un vistazo por encima del hombro, con la intención de detectar cualquier
peligro evidente antes de continuar.
Nos vi reflejados en el espejo y se me cortó la respiración. Salpicaduras de
sangre manchaban mi cara y mis brazos, aunque mi vestido parecía intacto. Lo más
probable es que el negro lo ocultara todo.
Tenía la mejilla magullada y el labio hinchado. En resumen, estaba hecha un
desastre. Mientras tanto, él parecía que acababa de llegar de un evento de etiqueta,
lo cual, razoné, era exactamente correcto.
—Enséñame dónde puedo asearme y te dejaré en paz enseguida —dije echando
los hombros hacia atrás y apartando la mirada de nuestros reflejos.
Inclinó la cabeza, indicando una puerta al final del pasillo.
—Es una habitación de invitados. Hay ropa de repuesto. —Arrugué la nariz
ante la idea de llevar la ropa sucia de alguien—. Son nuevas.
No esperó mi respuesta. En lugar de eso, giró sobre sus talones y desapareció
detrás de otra puerta. Su dormitorio, supuse. Tantas emociones extrañas se agitaron
en mi interior al pensar en el aspecto y el olor de aquella habitación.
Suspiré y, con una última mirada al horizonte cada vez más oscuro de la ciudad,
me dirigí al dormitorio de invitados.
Una vez dentro, miré a mi alrededor. Era sencillo. Sólo el mobiliario más
sencillo: una cama de cuatro postes, una mesilla de noche y una cómoda. Cerré la
puerta y rebusqué en los cajones. Estaban vacíos, aparte de algunas prendas que aún
conservaban las etiquetas.
Me dirigí al baño, cerré la puerta y eché el pestillo tras de mí. Puede que el
hombre me estuviera ayudando hoy, pero mañana sabía que no dudaría en matarme.
Cuando intente matarte, lo conseguiré. Sus palabras resonaban en el fondo de mi
mente, promesas de lo que podía esperar de él en voz alta y clara.
Me apoyé en la puerta y cerré los ojos. Kingston me estaba subestimando, y
cuando finalmente intentara matarme, le ganaría la partida.
Abrí la ducha y esperé a que el agua se calentara mientras me quitaba el vestido
ensangrentado. Eché una mirada al espejo, contemplando mi reflejo.
Estaba cubierta de sangre y parecía... rota. Igual que él. Me eché hacia atrás.
No tenía ni idea de dónde había venido ese pensamiento, pero estaba ahí. Estaba tan
segura de ello como de mi propia rotura. Ya no era una niña ingenua con sueños y
esperanzas. Había nacido en este mundo de crimen; probablemente moriría en él.
No había salida.
Me metí bajo el chorro de agua y dejé que se llevara todos mis pecados, el sudor
y la suciedad del día. Vi cómo el agua teñida de rojo se precipitaba por el desagüe
junto con otra pequeña e inocente parte de mí. Pronto no quedaría nada de mi antiguo
yo.
Los sucesos del día pasaban por mi mente, pero no eran los asesinatos que había
cometido lo que la atormentaba. Era él. Los ojos encendidos, su control letal y su
fuerza inquebrantable mientras nos enfrentábamos juntos al enemigo.
Y también sentía una atracción animal hacia él. Algo dentro de mí respondía a
su esencia. Me confundía, me despistaba.
Un escalofrío me recorrió la espalda incluso bajo el chorro de agua hirviendo.
Intenté desesperadamente calmar mi corazón errático, pero cuanto más tiempo
permanecía inmóvil, más inestable se volvía mi respiración. Inhalaba y exhalaba a
un ritmo rápido y entrecortado. Entonces, de una sacudida, un recuerdo se precipitó
al primer plano de mi mente.
—Bésame, rayo de sol.
¿Qué era eso? Nunca había oído esas palabras. Caí hacia delante, apoyándome
en la baldosa blanca. Cerré los ojos, pero no fue suficiente para disipar el hechizo.
Me llegaron más palabras, imágenes borrosas que se agitaban detrás de mis
párpados.
—Bésame como si no hubiera un mañana para nosotros.
La voz era un poco áspera. El tacto en mi piel era mucho más suave. Arrastró
los labios por los míos y luego me besó profundamente, devorándome.
Fue entonces cuando me llegó el aroma: vainilla, almizcle y limpieza.
Como él. Como Kingston Ashford.
Kingston

Me pasé una mano por el cabello y me pellizqué el puente de la nariz.


¿Qué coño me pasaba últimamente? Fue estúpido traer a Liana a mi ático.
Imprudente. Fuera de mi carácter.
Nunca había traído a nadie a este piso, pero aquí estaba yo haciendo de
caballero con la puta armadura por la hija de mi enemiga.
Lo prometo.
Sí, tenía que ser eso. Estaba cumpliendo mi promesa a Louisa.
Me serví un vaso de whisky y lo engullí de un trago, luego estrellé el vaso
contra la encimera del bar. ¿Cuánto jodido tiempo, iba a rondarme el dolor?
Cerré los ojos, las imágenes de Louisa parpadeando en mi mente en un carrete.
Su cara. Su sonrisa. Sus ojos.
¡Mierda!
Las imágenes de Liana y Louisa empezaban a entremezclarse,
confundiéndome. La misma cara. La misma sonrisa. ¿Por qué no me dolían los
recuerdos ahora que Liana estaba cerca?
Oí cómo se abría la ducha e imaginé a Liana quitándose el vestido. No pude
evitar preguntarme lo suave que era su piel... ¡Maldita sea! Tenía que controlarme.
Tal vez era débil.
O tal vez estaba desesperado por volver a sentirme normal, como con Louisa.
Yo fui su primero y último. Ella debía ser la primera y la última para mí.
Sin embargo, aquí estaba pensando en su gemela en mi habitación de invitados.
Quería tocarla, lamerla, morderla. La primera jodida tentación en años, y estaba
fallando miserablemente.
No era un buen hombre, y trabajé para muchos que eran aún peores. Después
que mi padre me jodiera, aprendí que el mundo no era sobre el bien y el mal. Había
muchos matices intermedios, y yo tenía que hacer lo necesario para sobrevivir.
Louisa nunca me echó nada en cara: ni la sangre en mis manos, ni el número
de muertes de las que había sido responsable, ni la oscuridad que me consumía.
La irritación parpadeaba en mi pecho mientras un fuego ardía más
profundamente, lamiéndome el alma. O lo que quedaba de ella después de Ivan
Petrov y Sofia Volkov. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí nervioso.
Irracional. Impulsivo. No podía -no debía- poner en peligro mi tranquilidad.
Sonó mi teléfono y contesté sin comprobar el identificador de llamadas.
—Sí.
—¿Dónde coño estás?
Gemí, maldiciéndome en silencio. La última persona con la que necesitaba
tratar ahora mismo era Dante Leone. Su locura sólo me volvía más loco.
—De vacaciones.
Un eco de silencio.
—¿De vacaciones?
—Sí.
—Vacaciones —volvió a decir. Jesús, ¿entrenó a un loro para que repitiera mis
palabras?
—Sí, deberías intentarlo.
Se rio.
—No me gusta esa idea ni tu tono.
Me burlé.
—Pregúntame si me importa.
—Necesito tu ayuda para encontrar a alguien. —Obviamente, el oído selectivo
de Dante estaba en plena vigencia porque pasó por encima de su cabeza.
—Estoy ocupado.
—¿Con?
Mi corazón latió más deprisa, una visión de una gruesa melena rubia y suave
piel de porcelana y todo lo prohibido pasó ante mis ojos. Mis dientes se apretaron
ante esta nauseabunda necesidad de la maldita gemela equivocada.
—Estoy ocupado estando de vacaciones.
—¿Has... has encontrado por fin una mujer? —La incredulidad en su tono era
evidente. No es que le concediera una respuesta—. Lo hiciste, ¿verdad? —
Refunfuñé mi fastidio, y él se rio. Fuerte y un poco loco—. ¿Por qué no lo dijiste,
amico?
Mi humor se agrió y un sentimiento sardónico tiró de mi pecho.
—Suerte con Phoenix, Dante —dije, aludiendo a su obsesión con la hija de
Romero. El tipo llegó a comprometerse con su hermana para llegar a Phoenix.
Terminé la llamada, sin que se me escaparan la ironía y las similitudes de
nuestras situaciones, con una notable excepción: las dos hermanas Romero estaban
vivas.
Sacudí la cabeza sutilmente y parpadeé al darme cuenta de que estaba delante
de la habitación de invitados. Me pasé la lengua por los dientes, intentando sofocar
todos esos sentimientos que bullían en mi interior y fracasando.
Había perdido mi primera batalla desde que me encontré con Liana Volkov.
Liana

Me tambaleé hacia atrás y me senté en el borde de la bañera, con el recuerdo


que me golpeó con la fuerza de un camión de transporte aun acechándome en la
periferia. Cerré los ojos e incliné la cabeza hacia atrás, disfrutando del relajante
sonido del agua y tratando de encontrarle sentido a todo aquello.
La atracción magnética que emanaba de Kingston había despertado algo en lo
más profundo de mi ser: tenía que ser eso. Un escalofrío me recorrió la espalda
mientras el agua caliente se deslizaba por mi piel, mi sexo adolorido y palpitante.
¿Por qué mi coño, normalmente comatoso, cobraba vida precisamente ahora?
En lugar de hacer algo estúpido, cerré los ojos y deslicé una mano entre mis
piernas para encontrar la piel sensible y caliente por mi excitación. Imaginé que era
su gran mano la que me tocaba y mi corazón se aceleró. Mis pezones se tensaron.
Sacudiendo la cabeza, no entendía la traición de mi cuerpo, pero no podía evitar
imaginármelo. Poseyéndome. Metiéndose dentro de mí. Tocándome.
La idea me golpeó el cerebro y mi mente se volvió un caos.
¿Tocándome?
Aparté la mano como si me quemara. No quería que él me tocara. ¿Por qué iba
a querer a Kingston? No lo quiero, me dije. No necesitaba ni quería a ningún hombre.
Las cicatrices me hacían sentir cohibida, a pesar que la cirugía reconstructiva casi
las había borrado.
Una lágrima rodó por mi mejilla, pero el agua de la ducha se la llevó
rápidamente. Como mis cicatrices. Como mi corazón roto.
—Bésame, rayo de sol. —La voz que oía aterrorizaba a una pequeña parte de
mí. ¿A quién iban dirigidas esas palabras?—. Quiero ser tu primero, tu único, tu
último.
La boca empezó a llenárseme de saliva y apreté los labios, obligando a mi
corazón y a mi mente a calmarse. ¿Qué me estaba pasando?
Levanté la mano, tirando de mis mechones húmedos. Deseé poder arrancarme
todo el cabello y encontrar el agujero que tenía que haber en mi cráneo, dejando que
se derramara todo lo que estaba mal. Estaba cansada de los sueños que no entendía.
Forcé una bocanada de aire en mi pecho. Inspiré. Luego exhale. Otra vez. Cada
inhalación y exhalación calmaron lentamente mi mente y mi cuerpo.
Ignorando el miserable alboroto bajo mi piel, me lavé rápidamente el cabello y
el resto del cuerpo, antes de salir de la ducha, envolverme en una toalla y salir del
baño.
Mis pies descalzos se congelaron y me quedé inmóvil en la puerta.
Kingston Ashford estaba en mi habitación de invitados, apoyado en la pared y
observándome con los ojos oscuros de un depredador. Tenía el torso desnudo y no
pude evitar admirar la tinta de su pecho. No podía distinguir bien el diseño, pero se
extendía desde el pecho hasta el brazo derecho, todo ello conectado con una
complicada mezcla de símbolos.
No me gustaba que estuviera aquí. Y menos ahora, después del recuerdo que
me había dejado en carne viva.
Vulnerable. Asustada por lo desconocido.
—¿Has oído hablar de la privacidad? —Me temblaba la voz, el corazón me
retumbaba en la garganta y en los oídos. No contestó, pero por alguna razón mi
cuerpo zumbaba de expectación. Los pezones me punzaban, ansiando algo. O
alguien. Mi mirada bajó por sus vaqueros hasta sus pies descalzos. Tenía sentido,
estaba en casa, pero algo en él medio desnudo me hacía temblar. ¿Esperaba algo?
Levanté la cabeza y lo miré fijamente.
—Si crees que dormiré contigo... —¿Por qué se me había cortado la
respiración? Debió de haberse duchado también, porque le caían gotas de las puntas
del cabello negro como la medianoche. Mis dedos zumbaban, el deseo de tocarlo me
sacudía hasta la médula.
—¿Quién ha hablado de dormir?
La insinuación era... tentadora. Sucia. Mi piel se tensó con un dolor que era
extraño pero familiar. Como en mis sueños. El espacio entre nosotros se llenó con
mi respiración agitada y su mirada ardiente.
—¿Qué quieres? —Respiré.
—Que te masturbes y me dejes ver.
Me quedé boquiabierta. Mis mejillas se encendieron. No podía hablar en serio.
Algo no iba bien, pero no sabía qué. Abrí la boca para negarme, pero no encontraba
la voz. ¿Qué me pasaba?
Cuando guardé silencio, continuó con ese barítono pecaminosamente profundo
envuelto en pecado y promesas de placer carnal.
—Si te resulta más apetecible, yo podría hacer lo mismo.
Mis ojos se posaron en el impresionante bulto de sus vaqueros y se me secó la
boca. Lamí mis labios y pasé mi lengua por el corte. Esperaba que el pinchazo me
devolviera la razón. Pero no fue así.
No era virgen. No era especialmente tímida. Sin embargo, algo en dejar que
otra persona me observara en el momento íntimo y privado en que me tocaba me
hacía sentir vulnerable. Expuesta. Luego estaba la idea de que alguien me tocara y
sintiera esas cicatrices de primera mano. No podía permitirlo.
—¿Sin tocar? —Solté—. Puedo soportar casi cualquier otra cosa.
—Sin tocar.
Me estremecí, hipnotizada por la respuesta de mi cuerpo ante la posibilidad de
verlo masturbarse mientras yo me tocaba.
—De todas formas, no me gusta mucho —afirmó con naturalidad,
sorprendiéndome con su admisión. ¿Qué posibilidades había? Pensaba que estaba
sola en esta situación—. Pero hay algo en ti... que me alivia mirarte.
Lo recitó como si fuera una transacción comercial. No me gustó, pero sentí la
humedad resbaladiza entre mis piernas.
—Entonces... ¿nos masturbamos mientras nos miramos? —Asintió, su rostro
era una máscara insensible mientras sus ojos oscuros parecían llamas.
Mi mirada se desvió hacia la cómoda cama.
—¿Dónde me quieres?
Quería abofetearme mentalmente, pero las palabras ya habían salido de mi
boca. Más me valía poseerlas. Él inclinó la barbilla hacia la cama y yo me pavoneé
a su lado como si estuviera en una pasarela, contoneando las caderas. Había perdido
oficialmente la cabeza.
—Suelta la toalla —me ordenó justo cuando llegué a la cama.
Sin querer, obedecí. ¿Qué. Demonios?
Tenía que redimirme, así que repliqué:
—Quítate los pantalones. —Miré por encima del hombro y lo atrapé
mirándome el culo—. Eh, ojos aquí arriba.
—¿Qué tienes en la espalda? —preguntó sin dejar de mirarme el culo.
Me puse rígida. Era una leve cicatriz que la cirugía plástica no podía borrar,
pero no iba a decírselo.
—Quedamos en vernos masturbarnos, no en hablar. Ahora quítate los
pantalones; si no, me visto y me largo.
Sus labios se movieron, pero la diversión nunca llegó a sus ojos. Entonces, para
mi sorpresa, se desabrochó los vaqueros y se los bajó por los muslos musculosos y
cubiertos de tatuajes. Dios, era un espécimen.
Hipnotizada por cada centímetro desnudo de él, me subí a la cama, sin apartar
la mirada de él mientras se sentaba en la silla de gran tamaño en la que cabría
fácilmente a horcajadas sobre él y…
Sacudí la cabeza. No. No quería sentarme a horcajadas sobre este hombre.
—Recuéstate contra las almohadas —me indicó—. Posición semierguida. Mira
hacia mí. —Su mandíbula estaba tensa mientras me observaba seguir sus órdenes—
. Ahora, abre las piernas y tócate.
Sus fuertes dedos rodearon su polla al mismo tiempo que mi mano se deslizaba
entre mis piernas. Empezó a acariciarse la polla, flexionando los músculos de los
brazos. Era -lo admití a regañadientes- el espectáculo más hermoso que jamás había
visto.
Un suave gemido escapó de mis labios al mismo tiempo que su suspiro llenaba
el espacio, envolviéndonos en nuestra propia burbuja privada.
—Déjame ver cómo trabajas tu clítoris.
Lo froté más deprisa, esparciendo la humedad mientras los obscenos ruidos de
sus movimientos y los míos vibraban en el aire. Cerré los ojos, acariciando mi coño
hinchado y resbaladizo con una desesperación nunca vista. Mi clítoris palpitaba, y
empujé un dedo dentro de mi entrada.
—Dime en qué estás pensando.
—En tu polla dentro de mí.
Mis párpados se abrieron al oír mis palabras, sorprendida por mi revelación.
Aspiró, con la mano en la polla, que seguía acariciando. No podía apartar la mirada
de su entrepierna, viéndolo trabajar. Su puño apretó la cabeza de la polla y una gota
de humedad apareció en la punta, que untó por todas partes.
Me pregunté a qué sabría mientras oleadas de calor me recorrían las
extremidades y me hacían arder por dentro. Dios, necesitaba su polla. Me preguntaba
cómo se sentiría dentro de mí, pero era algo que nunca ocurriría. No si a ninguno de
los dos nos gustaba que nos tocaran. Además, estaba todo eso que trabajo sola y él
podría matarme.
—Tu coño estrangularía mi polla, la ordeñaría. —Su voz, envuelta en pecado,
me hacía cosas que no notaba porque estaba mirando fijamente mi mano entre mis
piernas. Mis dedos se movían más rápido, mi placer subiendo, expandiéndose—. Te
quiero en mi cara ahora mismo.
Un escalofrío visible me recorrió.
—Creía que no te gustaba el contacto.
—Quiero lamer tus jugos, chupar tu clítoris hasta que grites de placer. Te
trabajaría hasta que te desmayaras.
Me lamí los labios mientras miraba su erección, excitada más allá de mis
expectativas.
—Carajo —suspiré, mirando su polla prominente, de piel suave y venas a los
lados. La cabeza goteaba un líquido nacarado, e imaginé aquel grosor golpeándome
por dentro, partiéndome por la mitad y llenándome más que nunca. Mi coño se apretó
alrededor de mis dedos y gemí.
—En mi cara —gruñó—. Ahora.
La palabra resonó en el dormitorio como un látigo. Sin quererlo, lo obedecí,
salí corriendo de la cama y me coloqué frente a él.
—¿Cómo lo hago sin tocarte? —jadeé. Temblaba de impaciencia.
—Las rodillas en los reposabrazos —dijo en voz baja. Seguí las instrucciones,
con las piernas abiertas de forma obscena y el coño a la vista delante de su cara. Mi
cuerpo flotaba torpemente sobre él cuando sus siguientes palabras hicieron que me
temblaran las piernas. Lo sentí deslizarse ligeramente hacia abajo en la silla, de modo
que se colocó debajo de mí—. Sienta ese coño sobre mi cara. Quiero mi cara
empapada de tu excitación.
Mi cuerpo obedeció de inmediato. Mi clítoris palpitaba con una necesidad
dolorosa cuando su boca se cerró a su alrededor.
—Ohhhh —gemí con fuerza. Se me puso la piel de gallina. El calor floreció en
mi coño. Su boca hizo magia lamiendo y chupando como si su vida dependiera de
ello.
Mi espalda se arqueó y mi cuerpo se balanceó contra su boca, necesitando más.
Podía oír el carnoso sonido de sus manoseos, tan jodidamente erótico.
Jadeé mientras me aplastaba contra su cara y mis dedos se clavaban en el
reposacabezas de la silla. Me temblaban las piernas, mis movimientos eran
descoordinados por lo excitada que estaba. De lo necesitada que estaba. Jadeaba, con
los párpados pesados, mientras veía cómo me devoraba con una expresión de
felicidad en el rostro.
Me retorcía, me balanceaba y maldecía. Mi orgasmo estaba tan cerca que
prácticamente podía saborearlo. La presión en mi interior se intensificó, como un
volcán activo. Lamía y chupaba, su lengua penetraba en mi entrada, y yo me
convulsionaba, mi visión se oscurecía mientras el placer me arrastraba hacia el éter.
Me estremecí contra su boca mientras él seguía lamiéndome, arremolinando
todos los jugos resbaladizos, y luego follándome con la lengua mientras yo gemía
palabras incoherentes. Me lamió sin piedad, hasta que empecé a temblar, con las
caderas sacudiéndose y persiguiendo un segundo orgasmo.
Mi cuerpo se rompió en mil pedazos mientras mi mente se borró. Grité entre
tanto una oleada tras otra de dicha al rojo vivo sacudía mi cuerpo, haciéndome
pedazos.
—Siempre serás mía —murmuró, y mis ojos se clavaron en él. Sus brazos se
flexionaron furiosamente mientras se sacudía la polla. Su mirada se clavó en mi coño
hinchado, sus movimientos bruscos, y mis muslos temblorosos bajaron justo cuando
chorros calientes salpicaban sus duros abdominales y mi coño palpitante—. Louisa.
El hielo me congeló las venas donde hacía unos instantes ardían la lujuria y el
fuego al oír el nombre que hacía tanto tiempo que no oía pronunciar.
Kingston

Ella temblaba, respirando con dificultad.


Mi polla empujó su entrada caliente y vi cómo nuestros cuerpos casi se unían.
El suyo, puro como la nieve fresca. El mío, estropeado por años de lucha.
—¿Estás segura, Louisa?
Estaba tan apretada, tan tensa. La punta de mi polla estaba apenas dentro de
su coño, pero ya podía sentir sus paredes apretándose a su alrededor.
Sus ojos encontraron los míos.
—Estoy segura, Kingston. —Sus labios salpicaron mi carne mientras se
aferraba a mí con fuerza. Mis músculos temblaban por la intensa necesidad de
hacerla mía—. Querías esperar; esperamos. Ahora que tengo dieciocho años, te
deseo. Mi primero, mi último, mi único.
Mis caderas se sacudieron y me hundí más, arrancando un grito ahogado de
aquellos bonitos labios.
—Mía —jadeé.
—Tuya. —Su mirada no se apartó de la mía—. Soy toda tuya, y tú eres todo
mío.
Empujé lentamente hacia dentro, ambos miramos hacia abajo, viendo mi polla
desaparecer dentro de su cuerpo.
Ella se agarró a mis hombros, sus uñas clavándose en mi piel.
—¿Está... dentro? —suspiró, acercando sus labios a los míos.
Me temblaban los bíceps, no por el peso, sino por las emociones y la
contención. Apreté los dientes y luché contra el impulso de meterla hasta el fondo,
sin querer hacerle daño.
—Casi. —Fue la única vez que le mentí.
—No creo que quepa —dijo.
—Te lo prometo, encajamos. —Éramos lo único que tenía sentido en este
mundo—. Relájate, rayo de sol.— Ella cerró los ojos—. Me estás tomando tan bien.
Tu coño está hecho para mí.
Sus ojos se abrieron, brillando con amor puro, sin filtros. Me rodeó con sus
brazos y sus uñas se clavaron en mi espalda. Marcándome, igual que yo la estaba
marcando a ella.
—Y tu polla... es per-perfecta. —Sus caderas se balancearon contra las mías
en un movimiento sin práctica, su voz temblorosa—. Te perteneceré mientras viva,
pero tú también me perteneces, Kingston.
—Siempre —juré, empujando mis caderas hacia delante hasta llenarla por
completo. Un placer inigualable me recorrió la espina dorsal y gemí en su garganta.
—Soy tuyo hasta que exhale mi último aliento.
Ella hizo un voto; yo hice lo mismo. Ella cumplió su promesa hasta el día de su
muerte; yo acababa de romper la mía.
Autodesprecio. Autocondena. Autodestrucción.
Culpa. Rabia. Amargura.
Nunca más.
No volvería a repetir el mismo error, por muy guapa que estuviera Liana.
Esta vez, acabaría conmigo.
Con un movimiento de cabeza, me levanté. Su cuerpo se deslizó fuera de mí y
ella cayó de culo con traición en los ojos mientras yo me alejaba de ella. Pero su
sabor y su olor me mancharon la piel.
Estuve a punto de follármela, aunque lo que había hecho no era inocente. Todo
salió jodidamente mal. Necesité todo mi autocontrol para no agarrarla por la esbelta
cintura y tirarla al suelo, penetrarla y apisonarla hasta vaciarme.
En cuanto volví a mi dormitorio, me di cuenta que seguía con el culo desnudo.
¡Mierda! Me puse un pijama y me quedé despierto en la cama, mirando al techo y
preguntándome cómo había podido caer tan bajo. Reflexioné sobre qué coño podía
haber pasado para que Liana hubiera cambiado tan drásticamente.
La chica que yo conocía no sabía degollar a nadie ni disparar a matar. No tenía
las manos empapadas en sangre. Tal vez mi mente ya no la recordaba. A ellas. Tal
vez en algún lugar del camino, mi mente se había roto.
Mierda, tal vez echaba tanto de menos a Lou que mi mente conjuró una pequeña
parte de ella en Liana desesperada por un momento en el que aún estuviera conmigo.
—Bésame, rayo de sol. —Mis manos estaban en sus suaves mechones,
inclinando su cara hacia arriba, su boca a un segundo de distancia—. Bésame como
si no hubiera un mañana para nosotros.
Sus labios rozaron los míos, suaves al principio y luego más fuertes. Ella gimió,
apretando su suave cuerpo contra el mío. Mi pulgar recorrió el punto del pulso en
su cuello, sintiendo los latidos erráticos de su corazón.
Me quería a pesar que no merecía la pena amarme. Me amaba a pesar de lo
manchado que estaba. Me necesitaba a pesar que yo era un asesino.
Y ella... bueno, era la persona más fácil de amar.
Se puso de puntillas, con sus caderas suaves presionando mi ingle, y gruñí en
su boca. Me rodeó el cuello con los brazos y sus dedos se enredaron en mi nuca.
—Te amo, Kingston —respiró en mi boca.
Clic.
Mis ojos se abrieron de golpe y me encontré con el cañón de una pistola
apuntándome. La mujer de mi sueño tenía el dedo en el gatillo y una expresión de
enfado en la cara. No, no la mujer de mi sueño.
Debería mantenerme alejado de esta mujer. Aunque, a juzgar por la forma en
que sus fosas nasales se abrieron y su pecho se hinchó, podría ser demasiado tarde.
Liana

Kingston Ashford era un imbécil.


Debería haberle rebanado la garganta mientras dormía, cortarle la polla y
meterla en la batidora, y luego olvidarme de él. En cambio, aquí estaba yo, dándole
la oportunidad de explicarse. Su reacción indiferente ante mi pistola en su cara fue
suficiente para volver a excitarme. Quizás tenía que esforzarme más.
Mis labios se curvaron en una sonrisa.
—Me llamo Liana, imbécil —dije, compartimentando el dolor de mi pecho. Lo
miré, sus largas extremidades colgando de sus sábanas desarregladas, y tuve que
despejar mi cerebro de su embriagador aroma—. ¿Cómo conociste a Louisa?
Esperé una respuesta mientras me debatía sobre cómo acabaría con la vida de
este hombre. Lenta y dolorosa, o rápida y limpia.
Cuando se fue, me limpié y me vestí con unos vaqueros y una camisa. Era
imposible que siguiera bajo este techo después de esa actuación. El rugido sordo
entre mis oídos me dificultaba pensar, y fueron necesarias varias respiraciones
profundas antes que mi pulso se calmara. Conoció a mi gemela y luego... le hizo
cosas a mi cuerpo que me hicieron sentir viva por primera vez desde que tengo
memoria.
Tal vez ese era su plan desde la primera vez que me vio en el restaurante.
Un escalofrío lleno de asco me recorrió la columna vertebral.
Me entraron ganas de meterle una bala en el cráneo o de agarrar el cuchillo y
clavárselo en el cuello para que se desangrara con dolorosa lentitud.
—Te he hecho una pregunta —grité.
—¿Lo hiciste? —El tono completamente imperturbable de su voz empezaba a
irritarme. ¿No estaba asustado? Podía acabar con él antes que respirara, pero sus ojos
carecían de emoción.
Le clavé la pistola en la sien, el metal frío dando en el blanco.
—¿Cómo conociste a Louisa?
Mi corazón retumbó con venganza en mi pecho.
Hubo un instante de silencio en el que me miró de forma escalofriante. El
hombre con el que había compartido un breve momento de pasión había
desaparecido, no quedaba ni rastro de él.
—Deberías saberlo —dijo. ¿De qué estaba hablando este hombre? A este paso
estaríamos aquí toda la noche. De repente se me ocurrió que no conseguiría nada de
él. Debería matarlo, pero me tembló la mano solo de pensarlo.
—Si lo supiera, no te lo preguntaría —dije.
Permaneció callado, observándome de aquella forma tan inquietante. Di un
pequeño paso hacia atrás, manteniendo nuestras miradas fijas. Para no mancharme
de sangre, me mentí a mí misma con un sabor agrio en la boca. Otro paso.
—¿Ya corres, princesa de hielo? —Sus ojos brillaban con algo que no podía
entender o descifrar, y no me gustaba.
La frustración burbujeó en mi interior: hacia ese hombre, hacia mí misma, hacia
el enorme agujero que tenía en el pecho.
Y estallé.
Apreté el gatillo y la bala se incrustó en el cabecero de caoba, a centímetros de
donde él estaba apoyado. Los latidos de mi corazón. Su respiración. Animosidad y
confusión -suya y mía- asfixiando el aire.
No podía quedarme aquí.
—Estás jodidamente loca —gritó, con los ojos oscuros como el carbón.
Sonreí, parpadeando inocentemente.
—Oh, culpa mía. Intentaba coquetear.
—Tus habilidades para coquetear dejan mucho que desear —murmuró mientras
se movía, y mi dedo apretó el gatillo—. Ni se te ocurra volver a apretar el gatillo.
Volveré de entre los muertos y haré que te arrepientas de haberte cruzado conmigo.
Me burlé.
—Carajo es demasiado tarde. —Luego me di la vuelta y empecé a correr.
Cada paso que me alejaba de él me resultaba pesado, pero lo ignoré. Con
piernas temblorosas que amenazaban con doblarme las rodillas, corrí por la
concurrida calle de D.C. hacia mi auto de alquiler. Lo había aparcado
estratégicamente en un callejón no muy lejos de donde había huido de la fiesta hacía
apenas unas horas.
Hacía tiempo que el sol se había puesto y la ciudad parpadeaba de luces
mientras el frío me mordía las mejillas. El armario de la habitación de invitados de
Kingston me proporcionó una muda de ropa, incluso un par de zapatillas de tenis de
mi talla, pero nada de abrigo, ni siquiera un gorro o una bufanda.
Fui una idiota por ir a su casa. Una idiota que se dejó seducir por un rostro
atractivo para entrar en su ático.
¿En qué estaba pensando?
Salí de toda aquella experiencia más confusa que nunca.
Las luces azules intermitentes de un auto de policía llamaron mi atención, pero
las ignoré mientras corría por la acera. En el aire retumbaban las risas y la música
de fiesta; imaginé que había una discoteca cerca. La gente, en diversos estados de
embriaguez, pasaba a mi lado, felizmente ajena a las fechorías que ocurrían a su
alrededor.
—Louisa —me llamó una voz desconocida, y giré la cabeza al oír el nombre
que siempre me aceleraba el corazón. Una mujer me saludó con la mano y fruncí el
ceño. No la conocía. Y, lo que es más importante, yo no era Louisa. En ese momento,
una chica pasó volando a mi lado, casi chocando conmigo, y se reunió con sus
amigas. Esa soledad familiar me rodeó el cuello con su mano invisible y me tragué
el nudo que tenía en la garganta.
Dos veces en la misma noche. ¿Cuáles eran las malditas probabilidades?
Quizás era el universo advirtiéndome de los peligros que me rodeaban. Madre.
Los cárteles. Mi débil intento de salvar inocentes. Pero no podía parar. No mientras
quedara un solo aliento en mi cuerpo. El miedo en mis entrañas se transformó en la
misma furia que me había mantenido en pie desde que me enteré de la muerte de mi
hermana. Era venenosa y vengativa, una feroz determinación que me impulsaba
hacia delante.
Otra brisa fría me recorrió y apreté los dientes mientras un escalofrío recorría
mi espalda.
Había visto demasiada muerte. Demasiado dolor. En mi pasado. En mi
presente. No podía soportar pensar en un futuro que siguiera así. Había estado
tratando de hacer una diferencia, pero en cambio me sentía como si me hubiera
perdido a mí misma. En la sed de sangre. En la venganza. En el odio.
Sacudí la cabeza, ahuyentando todos los fantasmas. No estaba preparada para
enfrentarme a ellos. No ahora. No aquí.
—Hola, nena. Parece que necesitas un hombre que te caliente esta noche.
Ignoré el comentario astuto. Los hombres eran unos cerdos, creían que podían
decir alguna tontería y echar un polvo.
Seguí adelante, con mis tenis silenciosos contra el pavimento. Mientras me
movía entre la multitud de gente, sólo tenía una cosa en mente: escapar. Necesitaba
llegar a mi auto y dejar atrás esta ciudad enferma. La calle por fin se calmó, pero se
me erizó el vello de la nuca y miré frenéticamente a mi alrededor. Vi mi auto y
vacilé.
No había aparcado el auto de alquiler hasta aquí. Era una regla básica de
seguridad: nunca te pongas en una posición en la que te puedan acorralar.
Respiré hondo, miré al cielo oscuro y exhalé. Tenía que volver a Rusia antes
que mi madre se diera cuenta de mi ausencia. Faltaban pocos días para Navidad y
ella nunca se perdía una fiesta, independientemente de la crisis que se estuviera
produciendo en el mundo.
Empecé a caminar, con pasos apresurados y los sentidos alerta, sin perder de
vista lo que me rodeaba. Había tanto silencio como en un cementerio.
Estaba en pleno trote cuando oí un sonido espeluznante. Bip. Bip. Bip.
Era débil, pero bien podrían haber sido las campanas de una iglesia. Mi mirada
recorrió el auto y la realización se formó en la boca de mi estómago. Sin perder el
aliento, me di la vuelta para volver corriendo.
Pero ya era demasiado tarde.
El suelo retumbó bajo mis pies. El calor me abrasó la columna vertebral y caí
al suelo con el yeso y los escombros cayendo a mi alrededor. Mi cara se estrelló
contra el duro pavimento, dejándome sin aliento. Jadeé, intentando girar sobre mi
espalda, cuando sentí un golpe en la sien.
Entonces todo se volvió negro.
Liana

—¿Es ella? —Oí murmurar a un hombre—. Si no lo es, Perez tendrá nuestras


pelotas. A Santiago le importa una mierda mientras tenga coño.
—Es ella. —Una risita llenó la oscuridad, haciendo galopar mi corazón—. Si
no lo es, jodidamente me la quedo.
Abrí los ojos, con la lengua pesada en la boca. Intenté moverme, pero no pude.
Un sudor frío recorrió mi piel mientras me arrastraban hacia un auto, cada
movimiento hacía que me ardiera la piel.
Los cabrones me sedaron.
Al segundo siguiente, me arrojaron sobre un duro asiento de cuero. El auto
arrancó y aceleró por la carretera, empujándome en el asiento trasero. Un giro brusco
me hizo rodar por el suelo y un dolor punzante estalló en mi cráneo. Estaba claro
que no les importaba si llegaba de una pieza a nuestro destino.
—Sofia Volkov sacará la artillería pesada cuando sepa que se han llevado a otra
de sus hijas.
Intenté agitarme, moverme, pero fue inútil. Tenía que tranquilizarme; me
negaba a dejar que el terror me dominara. Si lo hacía, caería en espiral.
Inspiré profundamente y espiré, concentrándome en ralentizar los latidos de mi
corazón. ¿Era este mi final? No, no podía serlo. Aún me quedaban muchas cosas por
resolver. Todavía había cosas que no entendía. Mis pensamientos revolotearon hacia
el hombre que se había infiltrado en mis sueños. El hombre sin rostro. Las
similitudes que encontré entre Kingston Ashford y un fantasma que seguía
escondiéndose de mí.
Tenía que sobrevivir a esto y llegar al fondo de quién y qué era Kingston
Ashford y por qué tenía similitudes con el hombre sin rostro.
El auto se detuvo de repente, deteniendo todos mis pensamientos y
devolviéndome a mi cuerpo. La puerta trasera se abrió y unas manos fuertes me
levantaron del suelo. Miré a través de mis pestañas y se me cortó la respiración. La
mano que me rodeaba la cintura tenía tatuada una calavera. La misma que tenía el
jefe del cártel de Tijuana.
El chófer murmuró una maldición y luego gritó:
—Tu tío dijo que se la llevaras. Él y Cortes tienen un acuerdo.
—Eso es nulo y sin efecto. —La voz grave y vagamente familiar pertenecía a
un hombre bestial que me echó al hombro y empezó a caminar. No tardó en subir
las escaleras. Las náuseas me recorrieron por dentro; nunca había tolerado bien las
drogas.
De repente, el hombre que me sujetaba como un saco de patatas se detuvo, giró
a la izquierda y entró en una habitación, arrojándome sobre la cama. Mi cuerpo
rebotó contra el mullido colchón y odié sentirme tan débil. Necesitaba encontrar la
forma de sacudirme la niebla.
Se me erizó la piel al pensar que él, -cualquiera- me tocara. Intenté levantarme
de la cama, pero la maldita debilidad se negaba a ceder. Juré por Dios que si me
tocaba, le cortaría el cuello.
—Tranquila, no tengo intención de tocarte.
Mis fosas nasales se abrieron y carraspeé dolorosamente.
—¿Qué? —dije—. ¿Demasiado bueno para tocarme?
Bien, eso fue una tontería. Culpé a las drogas. Me obligué a moverme en la
cama cuando la somnolencia empezó a desaparecer.
—Si quieres que te toque, sólo tienes que decirlo —me dijo con una suave
sonrisa. La opresión de mi pecho se aflojó y solté un largo suspiro—. Pero
esperaremos a que las drogas salgan de tu organismo.
No me engañó su rostro apuesto. Llevaba el cabello perfectamente peinado y la
mandíbula recién afeitada. La piel aceitunada acentuaba sus ojos verdes. Iba vestido
con elegancia, y me pregunté si normalmente secuestraba mujeres con un traje a
medida o si ésta era una ocasión especial.
—¿Quién eres? —pregunté, incapaz de mantener la animosidad en mi voz.
Años de hostilidad hacia cualquier hombre de la mafia se habían convertido en parte
de mi ADN. Además, el cártel de Tijuana era responsable del asesinato de mi
gemela. Sólo eso ya era suficiente para que el odio hirviera a fuego lento por mis
venas.
—Giovanni Agosti. —Hizo una exagerada reverencia mientras me dedicaba
una sonrisa.
Puse los ojos en blanco.
—Déjame adivinar, estás soltero.
Volvió a sonreír, mientras sus ojos verdes se entrecerraban.
—¿Cómo lo supiste?
Sin paciencia y cabreada por haberme dejado engañar, repasé lo que sabía de
los hombres de la mafia. No recordaba haber oído hablar de Giovanni Agosti, pero
no podía deshacerme de la sensación que debería haberlo hecho.
—Mateo Agosti —solté—. ¿Alguna relación?
—Mi tío.
Fruncí el ceño y apreté los dientes.
—Dirige la mafia italiana en Boston —comenté—. ¿Cómo se conecta con el
cártel de Tijuana?
—No lo está. —Me observó como un halcón—. Yo sí. Santiago Tijuana es mi
tío. —Asentí pero no dije nada más, sin saber qué decir o preguntar sin exponer lo
poco que sabía sobre la familia Agosti y su imperio criminal. Se rio suavemente—.
¿No vas a pedirme detalles? Después de todo, es un secreto bien guardado.
Ladeé la barbilla y lo miré pensativa. Había tantos malditos secretos en los
bajos fondos que hacía tiempo que había dejado de hacer preguntas. Al fin y al cabo,
todo se reducía al bien y al mal, y a nuestras elecciones. No podíamos controlar
nuestro linaje.
Finalmente, negué con la cabeza.
—No. Ya tengo suficientes cruces que cargar. ¿Qué quieren de mí Perez Cortes
y tu tío? —pregunté en su lugar, observándolo atentamente.
—Le has causado a mi tío un gran dolor de cabeza. ¿Acaso sabes cuánto habría
ganado con esas mujeres?
—Mujeres inocentes. —Apreté los dientes, no veía la utilidad de negar mi
implicación. Me habían atrapado—. Algunas menores de edad.
Giovanni suspiró, pasándose la mano por el cabello.
—Si hubieras esperado, me habría ocupado de ello.
Se me detuvo el corazón y me quedé mirándolo, con las cejas enarcadas.
—Explícate —le pedí.
Hizo un gesto con la mano en señal de desestimación.
—Ya no tiene importancia. Mi tío iba a castigarte. —No necesitó explicarse
para que yo entendiera lo que quería decir. Como dije, los hombres eran unos
cerdos—. Luego iba a entregarte a Perez Cortes para su próxima subasta.
—¿Subasta? —repetí rotundamente, sin confiar en él lo suficiente como para
revelarle lo que sabía. Últimamente se había hablado mucho del tema de la subasta,
y yo estaba harta de oír hablar de ello. Además, estaba todo el asunto que me habían
puesto en la guillotina.
—Ha estado coleccionando hijas notables de personajes importantes, princesas
de la mafia de familias que lo han jodido. —La palabra no dicha flotaba en el aire.
Sabía que yo había jodido a Cortes rescatando a chicas inocentes de su red de trata.
Mis manos se cerraron en puños. Deseé poder ponerle las manos encima a Perez
Cortes y retorcerle el cuello. Destruir toda su operación desde dentro.
Y ésta era mi oportunidad. Posiblemente mi única oportunidad.
Cuadré mis hombros y levanté la vista para encontrarme con Giovanni Agosti,
que me observaba con ojos duros y peligrosos. Pero aun así, algo me decía que no
se parecía en nada a su tío.
—¿Te dedicas al tráfico de personas?
—No. Hay muchas mujeres que quieren trabajar en esa industria, ¿por qué me
iba a tomar la molestia?
Me crucé de brazos y levanté la barbilla. No se equivocaba, y tenía que
reconocerle el derecho de una mujer a elegir cómo vivir su vida.
—A ver, Giovanni Agosti —empecé con una expresión de suficiencia. No
había forma que volviera a Rusia a ocuparme de mi madre, y ya estaba harta de ser
una marioneta—. ¿Te gustaría que matara a tu tío y, a cambio, me entregaras a Perez
Cortes?
—Es una propuesta interesante —comentó, con los ojos brillantes. Si estaba
sorprendido, no lo dejó traslucir—. Cuénteme más.
Y así fue como se hizo la más improbable de las alianzas.
Liana

Giovanni había aparcado su Land Rover delante de la mansión de Georgetown


que fue comprada a costa de las víctimas de la trata de seres humanos. Literalmente.
—Deja de sonreír —me reprendió Giovanni.
Puse los ojos en blanco, levantando las manos atadas.
—Relájate, fenómeno. Esto funcionará.
Sus ojos brillaron de fastidio.
—No si sonríes como si te alegraras de estar aquí —gruñó.
—¿Preferirías que llorara?
—No. Pero al menos actúa asustada para que no sospeche.
Mi “captor” no parecía tener mucha imaginación. A Giovanni le gustaba mi
plan pero no quería que lo ejecutara. Como si pudiera ser él quien lo hiciera. Primero,
tenía polla. Segundo, Santiago era su tío.
Caso cerrado.
—Sólo méteme —murmuré—. Tengo un cuchillo metido debajo de la camisa.
Una vez que esté a solas con él en el dormitorio, te deshaces de los guardias.
Sacudió la cabeza.
—No puedo arriesgarme a que...
Lo corté con un suspiro exasperado.
—No me violará. Nunca dejaré que llegue tan lejos.
Mi voz no delataba la ansiedad que sentía en mi interior. Se me había dado bien
ocultar mis emociones. Por lo que parecía, Giovanni también era un experto.
Prácticamente podía ver su máscara colocarse en su sitio, su rostro todo líneas duras
y ángulos duros.
—Cuando acabes con él, ve por la escalera de servicio. Hay una puerta debajo
que te llevará a la calle lateral. Espérame allí.
Volví a poner los ojos en blanco.
—Tienes que aprender a decir por favor.
Sin contestar, salió del auto, cerró la puerta de un portazo y dio media vuelta.
Me mordí el interior de la mejilla, con el corazón agitado por tantas emociones.
Santiago Tijuana fue el último hombre que vio a mi hermana con vida. Me debía una
respuesta y una vida.
Hoy ajustaríamos cuentas. Sólo deseaba poder tomarme mi tiempo y hacerlo
gemir como un cerdo durante días y días.
La puerta del pasajero se abrió, el cuerpo de Giovanni me ocultaba, y abrí la
boca para que pudiera amordazarme. Siempre hay una primera vez, pensé
secamente. Tuvo suerte que yo estuviera desesperada por ponerle las manos encima
a su tío.
—Más vale que funcione —murmuró en voz baja, moviendo apenas los labios
mientras aseguraba la mordaza.
Parpadeé, dándole a entender que funcionaría. Tenía que funcionar.
Giovanni me puso por encima de su hombro -el hombre tenía una gran energía
cavernícola- y se dirigió a la puerta que rodeaba una pequeña y encantadora mansión
con un monstruo adentro.
Había guardias por todas partes, pero nadie reaccionó al verme maltratada. Al
parecer, era algo habitual.
Hora del espectáculo.
Empecé a patalear, mi protesta amortiguada apenas audible mientras luchaba
contra el hombre que me entregaba al cártel que mató a mi hermana. Dios sabía que
mi madre había puesto el vídeo bastantes veces mientras me torturaba.
Cuando mi falso captor entró en la mansión, mi intento a medias de forcejear
con Giovanni convenció a los guardias que no estaba aquí por voluntad propia.
Este plan funcionaría.
—El sobrino del jefe está aquí —dijo uno de los guardias por el auricular—.
Avísenle.
Sí, avísenle, pensé con suficiencia mientras la adrenalina corría por mis venas.
Necesitábamos que el cabrón estuviera presente.
Giovanni se paseó por el interior, subió la escalera y recorrió el pasillo hasta
que una voz se hizo eco de mis erráticos latidos. Unas puertas se abrieron de golpe
y me giré para ver a mi objetivo en el umbral de su dormitorio.
Parecía una retorcida estrella del porno de los setenta, en bata y zapatillas, con
una cadena de oro alrededor del cuello. Decidí, en ese mismo instante, estrangularlo
con ella.
—Tú me la trajiste. —Mierda, hasta su voz era pútrida—. Pensé que aún
estarías enfadado conmigo. Que querrías quedártela para...
Giovanni lo cortó.
—Te dije que eso era agua pasada, tío.
Las cejas se me erizaron. ¿Por qué estaba Giovanni enfadado con su tío? Aparte
del tráfico de personas, obviamente. Pero antes que pudiera seguir reflexionando,
Giovanni estaba dentro de la ridículamente llamativa suite de Santiago Tijuana,
tirándome sobre el colchón. Por segunda vez en una noche.
Hijo de puta.
Me dio la espalda y se quedó allí, bloqueándome de la vista de su tío y dándome
la oportunidad de agarrar mi cuchillo. Lo escondí entre mis muñecas atadas y dejé
que la cuerda se deslizara sobre la hoja. Una vez. Dos veces. Dejé la tercera para mi
acto final.
—Puedes irte —lo despidió el viejo cabrón—. Tengo que darle una lección a
ésta.
Noté más que vi que Giovanni se ponía rígido. Luego, salió de allí sin protestar.
La puerta se cerró tras él, sus pasos se desvanecían a cada segundo.
Un silencio espantoso, inquietante y perturbador, llenó el espacio como un
veneno.
—Eres guapa. —Su voz se deslizó sobre mí, pero permanecí inmóvil—. Ahora
vamos a jugar —ronroneó Santiago, pasando la mano por mi columna vertebral.
Luché contra el asco que me producía que me tocara, obligándome a no reaccionar
antes de tiempo—. ¿Sabes por qué estás aquí?
Negué con la cabeza, mis dedos se cerraron alrededor del cuchillo y lo
agarraron con fuerza. El viejo Santiago se estrechó contra mí, su bulto romo
rozándome la curva del culo. Se me subió la bilis a la garganta al sentir sus manos
sobre mi cuerpo. La anticipación me rodeó la garganta como una prensa, cortándome
el aire.
Pero mi mente seguía despejada. Era increíble lo que podían hacer años de
entrenamiento.
—Carajo, ¿cómo es que eres más hermosa que tu hermana? —El plomo se
instaló en mis entrañas. Quería arremeter contra él. Cortarlo en pedacitos mientras
estuviera vivo, para que pudiera sentir el dolor. En lugar de eso, esperé—. Luchó
como una gata salvaje. Sangró como un cerdo.
Una furia cegadora rugió, haciendo que mi pecho se agitara y la sangre se
agolpara en mis oídos. Se acabó la espera. Era hora de vengar a mi gemela. Era hora
de hacer pagar a ese bastardo.
Me di la vuelta y, con el último deslizamiento del cuchillo contra las cuerdas
que me ataban, quedé libre. Con un rápido movimiento, me puse a horcajadas sobre
él y le acerqué el cuchillo a la garganta.
—Grita y te desangraré como a un cerdo. —Agarrando un puñado de su cabello,
le empujé la cara contra el colchón—. Ahora vamos a jugar, viejo.
—Zorra estúpida —escupió—. Nunca saldrás viva de esto.
—Oh, pero lo haré —dije—. Tú, sin embargo, viejo cabrón, vas a morir. —
Arrastré la punta de mi cuchillo, cortando la piel de su cuello lo suficiente como para
sangrar, pero no lo suficiente como para rebanar su arteria.
El cabrón no sabía hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
—Aunque escapes de mí, no escaparás de él. —Intentó luchar contra mí,
jadeando—. Perez acabará contigo. Igual que acabó con tu hermana.
Me paralicé, mi corazón se detuvo antes de ponerse en modo turbo. Santiago
movió su voluminosa figura, pero yo lo agarré con más fuerza. Primero, necesitaba
respuestas. Su muerte llegaría pronto.
—Acabaste con mi hermana —siseé—. He visto el vídeo.
Intentó forcejear conmigo, pero el cabrón estaba demasiado viejo y fuera de
forma como para tener alguna oportunidad.
—No fui yo.
La sangre goteaba contra sus sábanas blancas. Se revolvió contra mí y acerqué
la hoja a la base de su cuello.
—Di una mentira más —gruñí—, y te haré sangrar lentamente, para que puedas
sentir cada gota de sangre que sale de tu cuerpo.
Se aquietó, el miedo lo envolvía como una enfermedad.
—Es verdad. No murió mientras estaba a mi cuidado. Perez se la llevó y luego
la vendió usando uno de sus arreglos de mafiosos de Marabella.
Imágenes pasaron por mi mente. El video de ella gritando mientras su cuerpo
se disolvía en una bañera.
—¡Mentiroso! —La furia se apoderó de mí, la habitación repentinamente
envuelta en una neblina roja—. Vi su cuerpo desintegrarse con mis propios ojos. El
vídeo procedía de tu recinto.
El hombre se rio.
—Estúpida zorra. —Me estremecí por el miedo y la esperanza que invadían
todo mi ser. No sabía si deseaba a mi gemela viva o muerta—. Estaba manipulado.
Mis ojos se llenaron de confusión, pero también de esperanza.
—¿Entonces está viva? —Ignoré cómo se me quebraba la voz. No tenía nada
que ver con la forma en que se me partía el corazón. Volvió a reír, haciendo que mi
rabia ardiera más—. ¿Está. Viva?
—Quizas. Quizás no.
La esperanza y la desesperación estaban en guerra en mi pecho. En todos estos
años, nunca había imaginado la posibilidad que estuviera viva.
—Mi madre... —Mi voz no revelaba nada de la confusión que sentía. En mis
ojos ardían lágrimas sin derramar, pero me negaba a dejarlas caer—. ¿Qué sabe ella?
Se encogió de hombros.
—¿Por qué no se lo preguntas?
Madre me mintió, me di cuenta con un nuevo nivel de odio. Siempre supe que
era retorcida, pero esto... esto era un nuevo mínimo, incluso para ella. Mi gemela
tenía una oportunidad de salvarse, y mi madre no hizo nada. ¡Jodidamente nada!
La furia, más ardiente que nunca, me atravesó, haciéndome enrojecer.
Apretando los dientes, clavé aún más la hoja en su carne.
—Te estoy preguntando, suka.
—Supongo que lo sabe todo. —Apretó los dientes.
—Estás mintiendo —dije, con la desesperación filtrándose en mi voz.
Giró la cabeza y sonrió satisfecho.
—¿Miento? —A través de la niebla del dolor, supe que se estaba burlando de
mí. Me estaba tomando el pelo—. Tu mejor opción es Perez si quieres averiguar
dónde está. —¡Está! En presente. Antes que mi esperanza se encendiera aún más,
añadió—: Viva o muerta.
Una tensa banda de ira me envolvió las costillas y me hizo respirar
entrecortadamente. Esta furia iba dirigida a mi madre. A todo el submundo de mierda
que usaba y abusaba de mujeres inocentes.
Con un movimiento repentino y preciso, le abrí el cuello. Me aparté de él con
cuidado de no mancharme con su sangre. Instintivamente, levantó la mano para
detener la hemorragia, pero el corte en el cuello era demasiado profundo. Retrocedí
un paso y vi cómo jadeaba.
La sangre empapaba sus dedos, tiñéndolos de carmesí.
No me moví hasta que el último destello de vida se desvaneció de sus ojos.
Mientras contemplaba mi trabajo, decidí que nunca volvería con mi madre.
Encontraría a mi gemela, viva o muerta, y la llevaría adonde ella siempre quiso ir.
Kingston

La iglesia estaba a rebosar de gente que acudía a llorar -o celebrar- la muerte


de Santiago Tijuana padre. El hombre era un pedazo de escoria que se lo tenía
merecido, pero eso no impidió que la gente montara todo un espectáculo de perros y
ponis.
Había políticos de pacotilla, líderes de diversas organizaciones criminales y
cualquier otro delincuente sin agallas vinculado a los bajos fondos. La hipocresía
humana siempre me ha sorprendido.
Pero entonces, yo también estaba aquí, junto con Enrico Marchetti, Kian
Cortes, Giovanni Agosti, Lykos Costello y los Callahan. Por supuesto, Perez Cortes
no estaba aquí, aunque nadie esperaba que estuviera.
—¿Estás listo para hacerte cargo del cártel de Tijuana? —Enrico preguntó a
Giovanni, éste de pésimo humor desde que pisó esta iglesia. Nadie quería estar aquí,
pero él parecía especialmente ansioso por salir.
—No fuiste tú quien lo mató, ¿verdad? —Aiden era el Callahan más razonable.
Al parecer, sus hermanos -gemelos temerarios- habían apostado a que Giovanni
había sido quien finalmente había acabado con su tío.
—No.
—¿Cuál es el problema, entonces? —exigió Enrico.
Giovanni apretó la mandíbula y sus ojos verdes brillaron con rabia.
—No hay ningún problema.
—¿Tenemos alguna otra información sobre la hija de Sofia Volkov? —Las
palabras de Marchetti tenían toda mi atención.
—Yo sí. —Mis ojos se entrecerraron en Aiden. Más le valía no estar acechando
a mi objetivo, o le arrancaría todos los putos dientes y le haría parecer un hombre de
noventa años. Mi oscuridad estaba tentada por la suya, y aunque una persona cuerda
razonaría que era una receta para el desastre, yo no discutiría—. Aún no he validado
la fuente. —Un silencio incómodo rodeó nuestro banco. La mayoría de los presentes
querían acabar con Sofia Volkov y todo lo que representaba, incluida su familia.
Yo, en cambio, tenía un plan de venganza totalmente distinto, uno que
necesitaba a Liana viva.
—Bueno, no nos mantengas en vilo, querido hermano —murmuró uno de los
gemelos Callahan.
—Hubo una explosión hace unos días en Washington, al parecer un auto
bomba. Un montaje de Perez Cortes dirigido contra Sofia Volkov.
La noticia me golpeó como un mazazo, el pecho se me retorció dolorosamente
mientras mantenía la expresión inexpresiva.
—Tenemos que ponerle las manos encima a su hija —espetó Marchetti. Estaba
resentido, como todos nosotros, desde que Sofia torturó a su esposa—. Y no quiero
que mi esposa lo sepa.
—Nos daría ventaja —estuvo de acuerdo Aiden—. Excepto que está muerta.
—Cuando los ojos de todos se clavaron en él, explicó—. En la explosión se encontró
un cuerpo calcinado, identificado como Liana Volkov.
Siguió un silencio tenso, pero no tenía nada que ver con el establecimiento
sagrado en el que estábamos.
—¿Por qué la querría muerta Perez? Tenía una relación de negocios con su
madre. —Kian expresó la pregunta que todos pensaban. Excepto que yo sabía la
respuesta: Liana manipuló los negocios de Perez. Puede que Sofia se negara a
admitirlo, pero Perez veía claramente la verdad.
La culpa me oprimió el pecho, apretándome la garganta. Tendría que haber
tomado a Liana en cuanto la vi viva y respirando, al margen de una cuidadosa
planificación.
Aiden se encogió de hombros.
—Ni idea.
—Eso no tiene ningún sentido. —Kian frunció el ceño—. Hace apenas
veinticuatro horas, anunció una subasta de carne en la que Liana Volkov se
presentaba a la venta. Si el precio alcanzado no es adecuado, utilizará los arreglos
de los mafiosos de Marabella. —Mis ojos se agudizaron y una alerta roja se disparó
a través de mí. Perez no sería tan estúpido—. ¿Por qué reuniría compradores si ella
estuviera muerta?
—Si está viva, tenemos que ponerle las manos encima —siseó Marchetti—.
Quiero influencia sobre la zorra de su madre.
Me levanté de un salto y salí de la iglesia sin decir una palabra más, luego
escribí un mensaje a mi hermano Winston.
Me había prometido su jet hacía meses. Estaba a punto de aceptarlo y
desaparecer de nuevo.

En cuanto entré en mi piso, deseé no haberlo hecho.


Mis hermanos estaban alrededor de mi espacio como jueces, jurados y
verdugos. Y no tardaron en caer sobre mí como malditas moscas. El único que
permanecía despreocupado, sin tomar parte en esto, era Alessio, mi hermano mayor
e ilegítimo. De hecho, parecía que prefería no estar aquí.
—He oído que tienes una chica —soltó Royce, sonriendo como un tonto—.
Una chica de verdad, no una muñeca hinchable.
Lo miré de reojo. Él podría tener algunas tendencias raras, pero yo no.
—No lo hago —contesté, lanzando una mirada a Winston.
—No le he dicho nada —refunfuñó.
—Es verdad —convino Royce—. Fue Aurora. —Tendría que tener una
conversación con mi hermana sobre detalles que nunca deberían compartirse con
mis hermanos, especialmente con Royce—. Y vi la advertencia que hiciste pública,
diciendo que cierta mujer está fuera de los límites.
Porque hice una promesa, pensé en silencio. No había nada más. Ese pequeño
momento de pasión compartida era insignificante. ¡Mentiroso! El diablo y el ángel
de mi hombro dijeron que era mentira.
—Estoy muy preocupado por ti —intervino Byron, siempre el hermano mayor
protector—. No deberías ir solo tras Sofia Volkov. Es peligrosa y no queremos que
te pase nada. Al menos déjanos ayudarte.
—Trabajo mejor solo. —Era la verdad. Además, había hecho cosas
inimaginables mientras mis hermanos mataban por nuestro país. Bueno, excepto por
Alessio. Él también había soportado mierda, pero no lo conocía lo suficiente como
para aceptar su oferta de ayuda.
—¿Crees que podrías averiguar a quién pertenece esto? —preguntó Royce,
ignorando mí no-respuesta y sacando de su bolsillo una bolsa ensangrentada con una
parte de un cuerpo.
—¿Qué coño? —Winston gruñó—. ¿Eso es un dedo?
Alessio negó con la cabeza.
—Eres un enfermo hijo de puta, Royce.
Byron miró su reloj.
—Bueno, Royce. Tú empezaste esta mierda, haciéndonos venir a todos aquí.
Ahora di lo que tengas que decir, y haz algo con ese maldito dedo para que todos
podamos volver a nuestras vidas.
—Estaba en Venezuela por un viaje de negocios. —Mis cejas se alzaron, pero
no dije nada—. En mi último día allí, encontré esto en la nevera de mi hotel.
—Jesús —murmuró Byron—. ¿Por qué no llamaste a la policía local?
Eso tendría sentido para mis hermanos que eran, en su mayoría, ciudadanos
respetuosos de la ley, pero nada de lo que hacía Royce tenía sentido.
—Y la policía local es corrupta como la mierda allí.
Sin mirar en dirección a Royce, pregunté:
—Y pensaste que debías traérmelo, ¿por qué?
—Porque estaba dirigido a Ghost. O a Kingston Ashford.
La tensión se amplificó, algo se movía en el aire. Lo tomé y me dirigí al
congelador. Una vez que lo tiré en un lugar vacío, me di la vuelta y me enfrenté a
todos.
—La próxima vez, escriban un correo electrónico. Y no me traigan partes de
un cuerpo —dije—. A menos que sean dientes.
—Jesús, ya nos vamos —refunfuñó Winston—. Pero no lo hagas delante de
Billie. Todavía tiene miedo de estar cerca de ti. —Byron se apoyó contra la pared,
sin ninguna prisa por callar a Royce—. Pero si quieres acabar con nuestro hermano
loco —continuó Winston, dirigiendo una mirada punzante a Royce—, te ayudaré a
enterrar el cuerpo.
—No necesitaré ayuda —dije, mis palabras reverberando en las paredes.
Royce sonrió.
—Ojalá fueras tan bueno.
—Lo soy. —No había jactancia en mi voz. Para sobrevivir bajo los pulgares de
Sofia e Ivan, tuve que convertirme en el mejor en todo. Tuve que convertirme en una
pesadilla viviente.
Por un momento reinó un silencio tenso, y luego la estruendosa carcajada de
Royce llenó el espacio. Era el único que le veía la gracia a todo. Era suficiente para
volver loco a cualquiera.
—Dejando a un lado la parte del cuerpo, ¿qué hacen realmente todos aquí? —
pregunté.
—¿Por qué hay una bala en el cabecero de tu cama? —Byron cambió de tema.
—¿Por qué estaban en mi habitación?
—Royce estaba convencido que te escondías de nosotros —contestó
inexpresivo.
La incredulidad me hizo inclinar la cabeza y cruzarme de brazos.
—¿En el dormitorio?
A veces tener hermanos era una mierda. Eran tan jodidamente entrometidos. Ni
siquiera sabía cómo habían conseguido esta última información. Era la razón por la
que rara vez me quedaba en D.C. y tenía propiedades por todo el mundo de las que
nadie sabía nada.
Con expresión inexpresiva, dejé que mis ojos recorrieran a cada uno de mis
hermanos.
—¿Quieren ver también mis baños?
Winston se cruzó de brazos y declaró:
—Demasiado tarde, Royce ya ha estado allí y ha hecho eso.
—La privacidad debe ser un concepto desconocido —dije, entrecerrando los
ojos sobre mi hermano—. Cuando accedí a conseguir este lugar, todos me
prometieron mi privacidad —les recordé—. Las llaves que les hice son sólo para
emergencias.
—La mayoría de nosotros no fuimos a husmear en tu ático. —Alessio me miró
con expresión seca. Luego entrecerró los ojos hacia Royce—. Sólo lo hizo el tipo
del dedo en el bolsillo.
—Nadie estaba fisgoneando —lo corrigió Royce—. Queríamos limpiártelo.
—¿Quieren callarse la puta boca con lo de fisgonear y limpiar? —gritó
Winston, liando un cigarrillo entre los dedos.
—Si Kingston tiene una chica, tenemos que investigarla. —Royce a veces no
tenía puto sentido—. Y si ella te está disparando... —Metió las manos en los bolsillos
y se balanceó sobre los talones—. Sí, no podemos quedarnos tranquilos.
—Yo. No. Tengo. Una. Chica. —Mis dientes estaban tan apretados que mis
muelas estaban a punto de romperse.
—Ohhh... okeeey —Royce apaciguó con un cantico, poniendo los ojos en
blanco.
Mi mirada se desvió hacia Winston, que se encogió de hombros y levantó las
manos en señal de rendición.
—A mí no me mires.
—¿Quién es esta chica? —Byron me miró fijamente, nada más que genuino
interés y preocupación en sus ojos—. Sólo queremos conocerla.
Me dirigí más allá de ellos, haciendo mi camino al bar. Si mis hermanos
pensaban quedarse, necesitaría un trago fuerte.
Me serví un vaso de whisky y miré por encima del hombro.
—Sírvanse.
Winston negó con la cabeza. Había dejado el alcohol por su esposa. Alessio y
Byron se sirvieron copas, y Royce fue por una cerveza.
—Sabes, hermanito, si está intentando matarte, quizás debas dejarla libre —
declaró Royce, volviendo al tema anterior. Por desgracia—. Esta chica podría no ser
la adecuada.
—No tengo una chica —señalé de nuevo. Estaba claro que tardaba en
comprender—. Has hecho una suposición equivocada. Otra vez.
—No es lo que estoy oyendo —murmuró Royce—. Esa bala en tu cabecera
dice que amantes cruzados se dirigen a la tragedia.
—Funcionó para Romeo y Julieta —dije.
—Acabaron muertos —señaló Byron.
Me encogí de hombros.
—Todos morimos algún día.
—Morboso, pero cierto —convino Alessio—. ¿Hay alguna razón por la que tu
chica te querría muerto?
No respondí. No había una manera fácil de explicarlo. O quizás la había, pero
no se la daría.
—¿Quieres que nos encarguemos de ella? —Las palabras de Royce apenas
salieron de su boca antes que yo estuviera en su cara.
—Si te acercas a ella, te mato. —La amenaza se deslizó por mis labios sin
esfuerzo. Fue un gran desliz—. Yo me encargo de ella.
Por encima de mi cadáver dejaría que nadie -incluidos mis propios hermanos-
tocara a Liana. Si mi promesa a Lou acababa rota, sería porque yo lo había hecho.
Alguien en la habitación dejó escapar un silbido bajo, pero mantuve la mirada
fija en Royce. Mi hermano me miró fijamente durante un instante antes de esbozar
una sonrisa de oreja a oreja.
—Te gusta de verdad. —Tras un largo momento de silencio, me dio una
palmada en el hombro—. Supongo que vamos a tener dos asesinos locos en nuestra
familia.
—¿Cómo sabes que es una asesina? —cuestionó Winston.
—Nico Morrelli —respondió Alessio.
—Se dice que la hija de Sofia Volkov ha estado trabajando a espaldas de su
madre —suministró Royce.
Era el único tema que se había evitado como balas en nuestra familia desde que
reaparecí. El nombre flotaba en el aire, manchado de suciedad. Sin embargo, hoy se
lanzaba como un caramelo.
—¿Fue el dedo la razón de tu repentino interés? —pregunté, observando a
Royce como un halcón.
—Sí —admitió—. Quería ahorrártelo.
—Y pensaste que te enterarías de a quién pertenecía esa parte del cuerpo...
¿Cómo? —preguntó Winston con incredulidad.
Royce se limitó a encogerse de hombros.
—La gente habla.
—¿Qué tiene contra ti? —Byron preguntó, ignorando a Royce, que obviamente
estaba lleno de mierda—. ¿Por qué te está disparando?
Me encogí de hombros, no dispuesto a admitir que el nombre de su hermana se
deslizó por mis labios después que me había corrido en mi mano como un
adolescente. Requeriría más explicaciones, y yo no estaba dispuesto a ir allí con
ellos.
—Tal vez si le enseñas tu antiguo yo... —Winston me observó mientras me
aquietaba. Mis hermanos seguían buscando a ese Kingston, reacios a aceptar su
muerte metafórica.
Mi vida se había entrelazado estrechamente con los bajos fondos. Podría cortar
todos los lazos, pero incluso entonces, siempre sería Ghost. El asesino. El chico que
luchaba por sobrevivir.
—¿Quieres matarla? —Royce bromeó, dando un sorbo a su cerveza con una
sonrisa burlona—. ¿O quieres que te demos indicaciones sobre cómo conquistarla?
—Jesús, no aceptes consejos de Royce —murmuró Winston—. Vas a perder a
tu mujer incluso antes de conquistarla.
—Sólo dinos qué ayuda necesitas de nosotros —ofreció Byron, captando mi
silencio.
Me bebí la copa de un trago y miré a Winston a los ojos.
—Voy a necesitar ese jet, hermano mayor —le recordé. Era algo que había
acordado con él hacía casi un año. Desde luego, nunca pensé que tardaría tanto en
hacerme con él.
Asintió.
—¿Estás seguro que es inteligente joder con algo relacionado con Sofia
Volkov? Cualquiera con ganas de vivir se mantendría jodidamente alejado. —La
pregunta de Alessio estaba justificada, pero yo no era cualquiera, y mi voluntad de
vivir se extinguió hace ocho años.
—Salvo que no está con Sofia —dije. Una vez que estuviera en las garras de
Cortes, sería más difícil recuperarla. Si estaba a punto de ser subastada, él se
aseguraría de hacerle la vida imposible—. Perez planea usarla para una subasta de
carne, o los arreglos de Marabella si no consigue el precio adecuado.
Con los ojos de mis hermanos clavados en mí, de repente supe sin lugar a dudas
que, con ellos de mi lado, nada podría detenerme.
—No te sigo. —Alessio se aclaró la garganta—. ¿Vas a participar en la subasta?
Era mi último recurso.
—Hice una promesa hace un tiempo. La hija de Sofia es parte de esa promesa.
Además, será matar dos pájaros de un tiro. Sofia se volverá loca y yo cumpliré mi
promesa.
La comprensión se reflejó en sus expresiones.
—¿Qué necesitas que hagamos? —Royce preguntó.
—Es mejor que no sepan adónde voy y que no me busquen mientras esté fuera
—dije con seriedad—. Una vez que la tenga, desapareceré por un tiempo.
Y la Omertà no nos encontraría.
Liana

El ruido de cristales al romperse me despertó.


Me incorporé de golpe y mis ojos se posaron en la mesita de noche. Parpadeé
mientras los dígitos se enfocaban. Eran casi las once de la mañana. Jadeé al darme
cuenta que había dormido casi doce horas seguidas. No había dormido tanto desde...
siempre.
—¿Quién coño pone un vaso en el borde de la encimera? —sonó la voz irritada
de Giovanni.
Hice una mueca de dolor, sabiendo muy bien que yo era la culpable. Giovanni
no tenía criadas, y yo estaba demasiado acostumbrada a que alguien limpiara lo que
yo ensuciaba. En los últimos tres días me había dado cuenta que Giovanni era un
soltero feliz. No le gustaba que hubiera gente en su espacio, pero insistió en que me
escondiera en su ático. No era el escenario de convivencia ideal.
El mundo me daba por muerta. Mi teléfono, en realidad todo el contenido de
mi bolso, fue destruido en la explosión. Pero aquí estaba yo, agazapada y
conspirando.
Se me hizo un nudo en la garganta al recordar todas las veces que mi hermana
y yo habíamos trazado planes de fuga cuando éramos pequeñas. Incluso cuando
éramos pequeñas y podíamos distraernos fácilmente de lo que ocurría en las
mazmorras de nuestro castillo en Rusia, siempre mirábamos hacia adelante, hacia
una vida en la que estaríamos libres de nuestra madre e Ivan.
Y aquí estaba yo, libre de mi madre. Lou estaría tan emocionada con nuestras
perspectivas.
Dios, la echaba de menos. No había estado allí para salvarla. Para protegerla.
¿Por qué, maldita sea? Por mi vida, no podía recordar nada más que lo que me había
contado mi madre. Sin embargo, después del comentario del tío de Giovanni,
empezaba a sospechar que las palabras de mi madre habían sido todas mentiras. Pero,
¿cuál era la verdad?
Todo esto me estaba volviendo loca poco a poco.
Pero si mantenía el rumbo y dejaba que Giovanni me ayudara, acabaría con
todos los responsables del destino de mi hermana. Algunas partes del plan por fin se
estaban desarrollando, y mis labios se curvaron en una sonrisa al recordar cómo
acabamos con el viejo Santiago Tijuana, haciéndole gritar como un cerdo.
Exhalando, me pasé una mano por los ojos. Mentiría si dijera que no había
disfrutado con el sonido de sus agónicos gorgoteos. Se lo merecía. Perez también
probaría pronto mi ira.
Pero nada de eso se comparaba con saber que mi hermana, mi otra mitad, podía
estar viva.
—No te hagas ilusiones, Liana —dije, con la voz apenas por encima de un
susurro. La probabilidad que una mujer sobreviviera a ocho años de infierno era
escasa.
La puerta de mi santuario se abrió de repente y apareció Giovanni, vestido con
un traje negro. Ocultando toda mi confusión tras una máscara, le dirigí una sonrisa
reservada.
—¿Qué tal la iglesia? —pregunté, deslizándome fuera de la cama. No revelé la
conversación que había tenido con su tío. La confianza era una lección que no
necesitaba ahora. Lo único que necesitaba saber era que Giovanni, como jefe del
cártel de Tijuana, no continuaría con el tráfico de personas. Ahí empezaba y
terminaba nuestra relación.
—Muy sermoneador.
Solté una risita. Estirando los brazos en el aire, continué:
—¿No ardió en llamas con tantos pecadores en un mismo lugar?
La ropa ridículamente grande me colgaba, haciéndome parecer un maldito niño.
Pero era todo lo que tenía Giovanni, y di gracias por no tener que dormir en ropa
interior. No me fiaba tanto de nadie.
—No lo hizo.
Dejé escapar un suspiro.
—Es una pena. —Me aparté el cabello de la cara y sonreí salvajemente—.
Tenía la esperanza que así fuera. Quemar a todos esos hijos de puta hasta convertirlos
en cenizas.
No me importaba que eso implicara que él acabaría arrastrado por el fuego.
Estábamos reticentes, socios temporales en el mejor de los casos. No habría amor
perdido, y él lo sabía, así que ¿para qué fingir?
Dejó escapar un suspiro sardónico.
—No puedo decidir si eres imprudente o simplemente estás loca.
Le mostré una sonrisa demasiado dulce.
—Quizás un poco de las dos cosas. —Nuestras miradas se cruzaron y recordé
la primera vez que lo vi—. ¿Qué pasó entre tú y mi madre en el vestíbulo del hotel?
—pregunté, refiriéndome a la conversación en clave que era imposible de seguir.
Se encogió de hombros.
—Estaba entregando el mensaje de mi tío. —Mis cejas se fruncieron cuando
continuó—. Tenía que desempeñar mi papel en sus planes.
—¿Qué planes?
—Sus negocios de tráfico de personas con tu madre.
Me puse rígida.
—¿La apoyaste?
—No. Lo he ido desmantelando poco a poco, pero el cabrón estaba paranoico
y se guardaba mucha información.
Aquello sonaba más o menos bien, y me recordó a mi madre.
Se pasó la mano por el cabello oscuro, y fue entonces cuando me di cuenta que
los ojos de Giovanni brillaban de furia.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Apretó la mandíbula antes de pasarse la lengua por los dientes, desviando la
mirada hacia un lado antes de volver a mirarme.
—Perez quiere que te entregue hoy.
El corazón me dio un vuelco y di una palmada de alegría.
—Qué bien. Era nuestro objetivo desde el principio.
Sacudió la cabeza.
—Era tú objetivo. No el mío.
Fruncí el ceño, con los sentidos alerta.
—Explícate.
—No es seguro, Liana. No me gusta nada este plan. —De ninguna puta manera
me rendiría ahora, no después de oír que Perez tenía información sobre mi hermana.
Necesitaba averiguar a quién se la había vendido, y luego mataría al hijo de puta.
—No puedes echarte atrás en nuestro acuerdo —gruñí apresuradamente—.
Tengo que destruir su red de tráfico de personas desde dentro.
—Podemos hacerlo juntos —razonó—. De forma segura.
Mis dedos se crisparon con ganas de matarlo si se negaba a seguir adelante.
Estaba harta que los hombres creyeran que sabían más que yo. El corazón me dio un
vuelco al darme cuenta que probablemente así era como mi madre se había
convertido en lo que era hoy.
Le arrebataron a su primogénita, su hija más preciada, y juró convertirse en la
mujer más poderosa y despiadada del inframundo.
Lo guardé todo en un rincón oscuro de mi mente para pensarlo más tarde y lo
miré fijamente a los ojos.
—No. —Necesité toda mi fuerza de voluntad para no agarrar mi cuchillo—.
Ahora eres el jefe del cártel de Tijuana. Cumplirás tu parte del trato y me entregarás
a Perez con una maldita reverencia, sonriendo todo el tiempo.
Estaba comprometida con esta venganza. Necesitaba acercarme a Perez ahora
más que nunca. Necesitaba saber dónde estaba mi gemela. Si estaba viva, necesitaba
salvarla.
Suspiró cansado, y supe que estaba a punto de ganar.
—Cumple tu parte del trato —continué—. Eso demostrará a Perez y a los de su
calaña que se puede confiar en ti. Luego consigue la lista de todos los implicados y
destrúyelos desde dentro.
—Eres demasiado mandona —dijo en tono de queja.
—¿Y qué, carajo? —Mis palmas se posaron en mi cintura, listas para luchar
contra él. Las estúpidas mangas colgaban a medias, entorpeciendo un poco mi
imagen cabreada—. Si fuera un hombre, reconocerías que es una idea brillante.
—Jesús —murmuró, exhalando un suspiro. Nunca había tenido un hermano
mayor, pero me imaginaba que si lo tuviera, sería igual de molesto y prepotente que
este hombre que tenía delante—. Perez es un psicópata. Estarás a su merced, y más
vulnerable que nunca.
—Puedo arreglármelas sola. —Apreté los dientes—. A menos que lo hayas
olvidado, yo maté a tu tío —señalé.
—Perez tendrá todo un puto ejército a su alrededor. Sobre todo, ahora que tú
solita te cargaste a mi tío y a todos sus guardias. —Maté a Santiago, pero no habría
podido acercarme a él sin la ayuda de Giovanni. No es que compartiéramos esa
pequeña información con Perez.
—Como dije, puedo arreglármelas sola.
—Liana, no seas imprudente. No ayudarás a nadie haciendo que te maten.
—El mundo piensa que ya estoy muerta.
—Pero no lo estás. —Dio un paso adelante—. Sabes, esta podría ser tu
oportunidad de empezar de nuevo. Lejos de todo y de todos en este mundo.
Mis puños se apretaron hasta que sentí que mis músculos ardían. Le lancé mi
mirada más castigadora y luego le clavé un dedo en el pecho.
—No hasta que haga pagar a los responsables de la muerte de mi hermana. —
No hasta que la encuentre, viva o muerta—. Ella era la mitad de mí. —Mi voz
sonaba lejana, incluso para mis oídos. El dolor y la adrenalina zumbaban por mis
venas—. ¿No lo ves, Giovanni? No puedo seguir adelante. No estoy bien. —Mi voz
se entrecortó mientras contuve un resoplido—. Nunca estaré bien, no mientras los
responsables vaguen por esta tierra.
Cada latido era más doloroso que el anterior.
—No encontrarás un final. Sólo más preguntas. —La voz tranquila de Giovanni
se abrió paso entre el caos de mi pecho y mi mente. Me encontré con sus ojos verdes.
Sonaba tranquilo, pero bajo la superficie, percibí algo más. Algo familiar.
—¿Qué estás diciendo? —susurré.
—Sabes, probablemente mejor que nadie, que nada es sencillo en nuestro
mundo. No sé qué le pasó a tu hermana, pero aunque esté viva, no será la misma
persona que recuerdas.
Por mi cabeza pasaron las vívidas imágenes de la noche en que mi vida se hizo
añicos a mi alrededor. Mi cuerpo roto. Mi mente rota. Si mi gemela sobreviviera,
estaría en peor estado que yo.
No tenía más remedio que buscar respuestas. Ella haría lo mismo por mí.
Liana, 18 años

Los gritos de mi madre ondulaban en el aire, pero yo apenas podía oírlos. Era
como si estuviera bajo el agua, ahogándome.
Abrí los ojos y vi la silueta borrosa de mi madre nadando por encima de mí, y
me di cuenta que me estaba ahogando. Intenté resistirme, agitando los brazos y
pateando las piernas, luchando contra su agarre.
Mis ojos se abrieron y la miré a través de las ondas del agua. Abrí la boca para
preguntar por qué, pero sólo salían burbujas. Gorgoteos. Me quemaban los
pulmones. Penetrando en mis músculos.
De algún modo, incluso a través de la niebla del dolor, mi cerebro me instaba a
luchar, pero mis brazos se debilitaban. Mis pulmones estaban fallando.
Y entonces me sacaron.
Gritos resonaron en el aire. No eran míos. Ni los de mi madre.
Un vídeo sonaba de fondo.
—Tú la mataste —siseó mi madre—. Tus acciones provocaron la muerte de tu
hermana. —El agua goteaba de mis pestañas. Parpadeé desesperadamente,
intentando comprender. ¿Qué estaba ocurriendo?—. También podrías haber sido tú
quien acabara con tu hermana.
—¿Por qué? —susurré a la mujer que me había dado a luz.
Me dolía respirar. Me dolía moverme.
—Por esto —gritó, señalando la pantalla que tenía detrás.
Me crujieron los dientes y encontré fuerzas para incorporarme. El ardor de mis
pulmones se encendió, pero lo ignoré. Tenía que ver de qué estaba hablando. Fue
entonces cuando mis ojos se centraron en la pantalla y la escena me produjo horror.
Cada fibra de mi ser se fragmentó en átomos que nunca volverían a ser los mismos.
—Eres demasiado débil. —La voz de mi madre me partía el corazón—.
Demasiado débil. No puedes sobrevivir así en este mundo. —Las lágrimas corrían
por mis mejillas, sin comprender—. La hija fuerte puede sobrevivir en este
submundo. La hija más fuerte se hará cargo cuando yo no esté.
Jadeé, la confusión se mezclaba con mi terror.
Otro grito rasgó el aire y ella apartó la mirada. Mi mirada la siguió y se fijó en
la fuente.
Una inhalación aguda. Un grito torturado. Un silencio ensordecedor.
Liana

PRESENTE

El alto cuerpo de Giovanni Agosti, enfundado en un traje de tres piezas, parecía


demasiado elegante para una reunión con Perez. Pero bueno, ¿quién era yo para
discutir con un italiano?
Mientras tanto, me estudiaba de pie, vestida con unos vaqueros negros y una
camisa blanca, con ropa interior que desanimaría a un adicto al sexo.
Llevábamos veinte minutos discutiendo en el dormitorio de invitados. Una cosa
estaba clara, este hombre era terco como una mula. Era jodidamente molesto, y ya
sentía lástima por cualquier mujer que se enamorara de los ojos del hombre. Porque
eran lo único que tenía a su favor.
—¿Seguro que no puedo convencerte que no lo hagas? —preguntó en tono
irritado. Estaba cabreado, con la mandíbula apretada y los ojos clavados en mí como
si me viera por última vez.
—Ya uverne 1. —Cuando me miró sin comprender, añadí—. Estoy segura.
No hablaba ruso a menudo. No me había sentido bien desde... No desde que
perdí a mi gemela.
—No sabía que hablabas ruso.
Fue mi turno para una mirada en blanco.
—Sabes que soy rusa, ¿verdad?
—Sabes que soy italiano, ¿verdad?
Puse los ojos en blanco. Giovanni Agosti gritaba italiano, a pesar de su
conexión con el cártel de Tijuana. Pero su herencia italiana era algo difícil de pasar
por alto, incluso sin su apellido. Con una suave sonrisa en la cara, no pude evitar
darme cuenta que era un hombre hermoso. De piel bronceada y cabello oscuro, su
herencia mediterránea saltaba a la vista.
—No me digas —le respondí con una risita. Me dedicó una sonrisa fácil,
aunque sus ojos verdes me miraban con recelo—. ¿De dónde viene la conexión con
Tijuana?
Se hizo el silencio durante un segundo y, justo cuando pensaba que me
ignoraría, respondió.
—Mi padre tuvo una aventura con una princesa del cártel y obligó a mi madre...
—Se interrumpió y carraspeó, con ojos duros y peligrosos, antes de continuar en
tono seco—. Perdón, a mi madrastra a criarme como si fuera suyo. Lo mantuvieron
en secreto durante un tiempo.
El nudo enroscado de mi pecho se apretó de pena por él. Debió de ser difícil
aceptarlo. Al parecer, todos en el inframundo estábamos dañados de un modo u otro.
—Lo siento. No podemos elegir quiénes son nuestros padres, pero podemos
decidir quiénes queremos ser. —Mejores personas. Mejores amigos. Mejores
hermanos. Entonces, como el silencio se alargaba como una goma elástica a punto
de romperse, cambié de tema—. Pégame.

1
Estoy segura en ruso.
Giovanni parpadeó confundido.
—¿Cómo dices?
Parecía ofendido, y solté un suspiro de frustración.
—Pégame —repetí—. Te aseguro que no pueden entregarme a Perez con el
aspecto de acabar de salir de un spa.
—No te voy a pegar. —Resopló incrédulo—. Estás loca.
—No me vas a pegar —le expliqué—. Son sólo negocios.
Metió las manos en los bolsillos y se echó hacia atrás, observándome.
—Bueno, se acabó el trato, entonces. No voy a pegarle a una chica.
—No soy una chica. —Puse los ojos en blanco—. Tan típico, las mujeres tienen
que hacer todo el trabajo. —No se lo creía. Podía verlo en su ceja levantada, en la
forma en que me miraba con una expresión que decía que estaba tras de mí—. Está
bien —dije—. Lo haré yo misma. —Sacudí la cabeza—. ¿Qué crees que dirá Perez
si aparezco con aspecto de princesa mimada?
—Ya tienes el labio algo roto —razonó.
Puse los ojos en blanco, molesta. Estaba prácticamente curado. Tendría que
arreglármelo yo misma. Me dirigí a la puerta y agarré el picaporte, pero antes que
pudiera golpearme la cabeza contra él, sentí una presión en el hombro. Por instinto,
agarré la muñeca de Giovanni y se la retorcí, arrancándole un gruñido, pero para su
honra, ni siquiera intentó defenderse.
—No, no hagas eso. —Entrecerré los ojos, pero antes que pudiera decir nada
más, añadió—. Mi tío nunca dañaría su mercancía. —Lo fulminé con la mirada—.
Era su forma de ver a las mujeres, no la mía. De todos modos, nunca dejaría una
marca en una mujer, porque reduciría su valor de reventa.
Comprendí y sentí asco, y exhalé.
—Muy bien. Nada de marcas en mí, entonces.
—Por fin entras en razón —murmuró—. Una vez que te entregue a Perez,
¿cómo me aseguro que estés a salvo?
Ladeé la cabeza pensativa.
—Lo fácil sería que apareciera y elimináramos a sus guardias, y luego utilizarlo
como moneda de cambio para asegurarnos información sobre la ubicación de su
complejo.
—Eso sería demasiado fácil —comentó—. Pero podemos esperar. —Se pasó
la mano por el cabello y murmuró algo que sonó sospechosamente a “Demasiado
optimista”.
Agité un brazo en el aire.
—Sigo aquí.
Levantó la comisura de los labios.
—No me digas. Cuando te peines y te calmes, nos vemos en la cocina y
hablamos.
—Prepara el puto café —le dije a su espalda que se retiraba.
Me respondió mirándome por encima del hombro, pero su risita no se me
escapó.
Mientras me dirigía al baño para prepararme, miré mi reflejo y no pude evitar
admitir a regañadientes que me sentía bien por tener un amigo, aunque fuera
desconfiando.
Kingston

Perez Cortes era un paranoico hijo de puta. ¿Quién coño se quedaba


voluntariamente en el puto Amazonas? Enfermos y sádicos traficantes de personas,
¡esos eran los quienes!
El Land Rover negro recorrió el terreno accidentado de la selva amazónica
durante horas antes de desembarcar y seguir nuestro camino a pie. El sudor se
acumulaba en mi frente mientras caminábamos por la selva. Alexei estaba alerta,
preguntándose cuál era mi objetivo.
—Tengo que encontrar el complejo de Perez —dije mientras trepábamos por
un montón de arbustos podridos. El infinito verde se extendía a lo ancho, pero podía
ver señales de una línea costera más adelante, así como edificios distantes y aviones
sobrevolando.
—¿Por qué?
La subasta se celebraba en Porto Alegre, así que la lógica predecía que el
complejo de Perez no estaba demasiado lejos. Necesitaba llegar a Liana antes de la
subasta. De ninguna manera dejaría que alguien más la tocara.
—Tiene a la hija de Sofia Volkov.
Alexei no perdía un paso, atravesando el suelo del bosque con pasos seguros y
utilizando un machete para derribar los árboles caídos en nuestro camino. Los
pájaros gorjearon en sobretiempo, advirtiendo de una presencia extraña.
—Ya veo. —Típico de Alexei no juzgarme, ignorando el hecho que Sofia
Volkov había causado estragos en tantas familias, incluida la suya—. ¿Has
preguntado a Kian o a Marchetti por la ubicación?
—Marchetti quiere ponerle las manos encima a su hija para sonsacar a Sofia —
respondí de mala gana.
—Ya veo.
Sospechaba que sí. Quería a mis hermanos, pero el hecho era que no podía dejar
que se acercaran a la mierda en la que estaba metido. Alexei vivía y respiraba este
tipo de riesgo, y odiaba al marido de Sofia, Ivan, tanto como yo. No había nadie en
quien confiara más que en él.
El hecho que mantuviera su palabra y no contara a nadie -incluida su esposa-
nuestros planes o dónde estábamos me decía que me cubriría las espaldas en
cualquier tormenta que atravesáramos. Después de tantos años, seguía sin saber por
qué creía que me lo debía.
—Nunca te di las gracias —le dije, con la gratitud largamente demorada—. Por
salvarme hace ocho años.
Sus pálidos ojos azules encontraron los míos y asintió. La expresión sombría
que solía ver en los años siguientes a mi rescate había cambiado desde que se casó
con mi hermana.
—Te he jodido la vida —dijo finalmente—. Es lo menos que podía hacer.
Lo miré y la pieza del rompecabezas encajó. Se había estado culpando por mi
captura, aunque nunca fue la razón por la que sucedió en primer lugar. Fue víctima
de las circunstancias, siendo prisionero de Ivan durante su infancia. El día de mi
captura, fue Alexei quien siguió a mi hermana hasta nuestra casa y se aseguró que
regresara sana y salva, y por eso, nos consideraba en paz.
Mi padre, en cambio, era otra historia. Sus arreglos pusieron una diana en la
espalda de sus hijos. La culpa era suya.
—No merecías ese destino, Alexei. Ninguno de nosotros lo merecía. —Dejé
que mis ojos recorrieran los planos de la jungla—. La culpa es de nuestros padres.
No nosotros. —Le dirigí una mirada—. Sólo tenemos que hacerlo mejor con la
próxima generación.
—Sí, tenemos que hacerlo —murmuró a mi lado—. ¿Quieres hablar de ella?
De ella. Liana. Louisa. Las gemelas con las que fracasé. ¿Quería hablar de ello?
¿Por dónde coño iba a empezar? Me tragué el nudo que tenía en la garganta,
guardando silencio. Me sentía ajeno a todo, salvo a esa extraña sensación cuando se
trataba de la gemela a la que se suponía que no debía cuidar.
—No —respondí finalmente, pero Alexei debió de leer algo en mi expresión
porque sus labios se levantaron.
—Estás azotado.
—Vete a la mierda, imbécil.
Alexei miró al cielo nublado, guardando silencio durante un rato.
—Hija de Sofia o no, si es la elegida, adelante.
Me encogí de hombros.
—Es complicado.
—¿Qué relación no lo es?
Lo miré sorprendido.
—¿Quién eres y qué has hecho con Alexei Nikolaev? —Sus labios se torcieron
mientras me hacía un gesto con el dedo—. Nunca pensé que me darías consejos
sobre relaciones.
Se encogió de hombros.
—Tu hermana me está enseñando mucho.
Me quedé callado un momento.
—Me alegro por ti. Por los dos.
Asintió y sacó los prismáticos de la mochila. Seguí su línea de visión y, cuando
me entregó el par, me centré en los muelles, calles y callejones corrompidos y
controlados por Perez Cortes. El crepúsculo había comenzado a descender sobre la
ciudad de entrada infestada de drogas y tráfico de personas.
—Pujar en la subasta podría ser el camino a seguir —afirmó Alexei con
naturalidad—. Nadie ha sido capaz de encontrar el complejo de Perez. Así es como
ha logrado sobrevivir todos estos años. Kian es el único hombre que ha salido vivo
de ese lugar.
Kian Cortes, amigo de los Ashford, se dedicaba a localizar hombres -y mujeres-
que no querían ser encontrados. Teníamos bastante en común, aunque nunca
habíamos trabajado juntos oficialmente.
—Nada es imposible.
—Cierto —estuvo de acuerdo—. ¿Pero tenemos meses para explorar cada
centímetro de esta selva para localizar su complejo?
Ambos sabíamos la respuesta. Una semana con gente como Perez Cortes podía
parecer una eternidad.
El rancio sabor de la inquietud persistía en mi boca, advirtiéndome que quizás
tuviera que ir en contra de mis principios y engordar la bolsa del hijo de puta en su
subasta. Pero tenía que confiar en mis instintos. Me habían salvado la vida
demasiadas veces y, ahora mismo, me decían que destrozaría a Liana sin remedio
una vez que la tuviera en su recinto.
Ahí era donde realmente comenzaba su tortura.
El zumbido del motor fue lo primero que oímos. Los faros fueron lo siguiente.
Ambos tomamos nuestras armas, apuntándolas hacia las luces que se acercaban. Un
Jeep. Dos. Una maldita caravana de ellos.
Compartí una mirada de “¿En qué coño nos hemos metido?” con Alexei.
—Esto va a ser divertido —murmuró cuando todos se detuvieron, rodeándonos.
Si tan sólo pudiéramos atraerlos fuera de este acantilado.
—Está claro que nuestras definiciones de lo que constituye la diversión no
coinciden —repliqué secamente.
Cuatro hombres armados y uniformados saltaron. Mierda, si eran de la zona,
trabajaban para Perez. Más inundaron la zona hasta que salió una figura conocida.
—¿Qué coño? —La voz de Alexei reflejaba la sorpresa que yo sentía. De todas
las personas, Kristoff Baldwin, el amigo de Byron de su época militar, era la última
persona que esperaba.
—No esperaba verte aquí —contesté con tono inexpresivo. A lo largo de los
años había utilizado a Kristoff como agente inmobiliario en todo el mundo.
Si estaba trabajando con Perez, estábamos jodidos. De hecho, toda la línea
Ashford estaría condenada. Él estaba íntimamente al tanto de los secretos familiares
y los activos ocultos relacionados con mis hermanos que podrían arruinarlos
fácilmente.
—Lo mismo digo —dijo bruscamente.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, con la voz más fría que Siberia.
—Buscando a mi hija.
La quietud de la jungla reflejaba el pavor de sus ojos. El inquietante swoosh de
las hojas se reanudó, igualando la tormenta en la expresión de Kristoff.
—¿La que se negó a responder a tus llamadas? —pregunté, recordando su
comentario de la última vez que lo vi.
Asintió.
—¿En la selva? —preguntó Alexei.
La fatiga en sus ojos era evidente. También el miedo. Apestaba a miedo.
—Se metió a hacker. —Arrugué la frente ante la extraña explicación—. Al
parecer, vació la cuenta bancaria de Perez. —Alexei silbó, claramente
impresionado—. Por favor, ahórrame los elogios —dijo, pasándose la mano por el
cabello ya despeinado—. Primer año de universidad y no ha pasado un solo mes sin
algún tipo de problema. Hurto, intoxicación, arresto por allanamiento de morada y
ahora secuestro.
Mis labios se torcieron, a una parte de mí ya le caía bien la chica, fuera quien
fuera.
—No te olvides del robo —añadió Alexei, con un toque de diversión en su voz
habitualmente fría.
Kristoff le lanzó una mirada asesina, claramente no le gustaba que le recordaran
las actividades extraescolares de su hija.
—Si dices eso delante de mi esposa, haré que mi hija te limpie las cuentas —
gruñó. La expresión de Alexei permaneció inquebrantable. Los ojos de Kristoff se
llenaron de incertidumbre mientras apartaba la mirada—. Jesús, renunciaría a todo
lo que tengo con tal de recuperarla. No puedo volver sin ella.
—¿Por qué Perez Cortes? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—A la mierda, si lo sé. Voy a estar calvo para cuando todos mis hijos terminen
con sus rabietas.
—Vamos a recuperarla, entonces —dije—. Aunque, creo que podrías conseguir
el look. A diferencia de Byron. —Mi teléfono zumbó y el pavor llenó mi estómago,
la saliva se acumuló en la parte posterior de mi garganta—. Se ha fijado la fecha de
la subasta.
Parecía que ambos íbamos a restablecer pronto las cuentas bancarias de Perez.
Liana

Con las muñecas y los tobillos atados de nuevo, me senté en la silla e intenté
razonar con mis nervios. Sacudí la cabeza para despejarla: mi plan tenía que
funcionar. No había lugar para el fracaso, y cualquier pánico sólo se interpondría en
el camino.
—¿Estás bien? —preguntó Giovanni con la comisura de los labios.
—Sí.
Al inspeccionar la habitación, observé las paredes amarillas, los suelos de
madera y los pilares colocados al azar, con grandes puertas que ofrecían una vista
del agua y del barco que se acercaba lentamente.
—Es un almacén —me explicó—. Es sólo una embarcación auxiliar para
recogerte y llevarte al barco más grande.
Tragué fuerte. No era exactamente lo ideal, pero era la única manera de llegar
a Perez.
—A lo mejor viene a recogerme personalmente y lo atrapamos —murmuré, con
la esperanza en el pecho como una perra viciosa. Después de todo, él se encargó
personalmente de una transacción con mi propia madre no hace mucho. Quizás ahora
quisiera hacer lo mismo.
El barco atracó, y dos hombres no tardaron en dirigirse hacia nosotros. Uno era
corpulento y el otro delgado con gafas de sol oscuras.
—Mierda, no es Perez —siseé.
—Debería matarlos y acabar con esto —murmuró.
—No —gruñí—. Necesito a Perez.
Sin apartar la mirada de mí, los dos hombres acortaron la distancia que nos
separaba.
—Agosti —saludó el hombre corpulento—. Felicidades por el ascenso. —
Giovanni no contestó, se limitó a asentir escuetamente—. ¿Esta es la zorra?
El gruñido de Giovanni vibró detrás de mí, y tuve que actuar con rapidez antes
que abandonara la treta.
—¿A quién llamas zorra, maricón? —contesté, forcejeando contra las cuerdas
y dando una imagen lo más convincente posible—. Desátame y te enseñaré lo
maricón que eres.
—Jesucristo —gimió Giovanni.
Los dos hombres se rieron, compartiendo miradas divertidas.
—Puta peleona —dijo un hombre mientras se subía las gafas por la nariz. Dio
un paso adelante, acercando la cara, y el olor a tabaco y aceite de motor invadió mi
espacio. Contuve la respiración, esperando. Un centímetro más y... ¡Bam! Le di un
cabezazo con todas mis fuerzas.
Se tambaleó hacia atrás, agarrándose la nariz mientras la sangre se colaba entre
sus dedos.
—¡Esta puta de mierda! —gritó, levantando la mano para abofetearme, pero
antes que su puño pudiera conectar con mi cara, Giovanni se puso delante de mí e
intervino.
—La mujer no tiene marcas. —Un escalofrío colectivo se extendió entre todos
nosotros. Había tanto silencio que podía oír cada tambor de mi corazón. Bum...
bum... bum.
Los hombres se miraron fijamente, el rostro de Giovanni no reflejaba ni un
parpadeo de emoción. Reinó un tenso silencio durante un momento antes que el otro
hombre lo rompiera.
—Tienes razón —gruñó—. Perez no estaría contento con mercancía dañada.
Apreté los dientes, luchando contra el impulso de romperles la cabeza a esos
dos imbéciles con las manos atadas a la espalda.
Sería demasiado fácil.

Ni un solo bastardo enfermo que había matado en el pasado eran comparados


con los imbéciles de esta nave. Sin embargo, encontré una cosa ventajosa. Me
consideraban una presa fácil, y planeaba usar eso en mi beneficio.
Los cerdos que nos llevaban a Perez Cortes tardaron menos de sesenta horas en
atacar. El humo. Las risas. Los humos de su inmundicia. Las otras mujeres estaban
acurrucadas en un rincón, durmiendo, pero yo permanecía despierta.
Había estado vigilando a las mujeres y rastreando una cucaracha que se
arrastraba por el suelo cubierto de mugre. El bicho caminaba en círculos, chocando
con el heno, pero seguía decidido a llegar a su destino. Más o menos como yo.
Dios, estaba cansada.
Necesitaba descansar para mantener la cordura, pero entonces, ¿quién se
encargaría que esas chicas estuvieran a salvo? Dependía de mí protegerlas.
La ansiedad me había despertado y conté los segundos que tardó la cucaracha
en rendirse. El dolor sordo que sentía en las sienes parecía aumentar cada día que
pasaba, y empezaba a pensar que tenía algo que ver con las condiciones en que vivía
aquí, por no hablar de estar en vilo las veinticuatro horas del día. Pensamientos
confusos invadían mi cerebro y ya no podía distinguir entre recuerdos y sueños.
Tú la mataste.
Quería preguntar a quién, pero no tenía a nadie a quien preguntar. Me temblaba
el labio, me dolía el corazón por ella, fuera quien fuera.
No lo sabía, pero a juzgar por ese nudo de emociones enroscadas en mi pecho,
sentía que era importante. Me dolía. Jodidamente tanto, y no sabía por qué. La única
vez que había sentido este dolor era cuando dejaba que se filtraran pensamientos
sobre mi hermana. ¿Podría ser una pista?
Con los ojos escocidos, parpadeé rápidamente, con los años de entrenamiento
todavía en su sitio. Mi madre me golpeó y me electrocutó esa debilidad.
Bésame, rayo de sol.
La piel se me puso de gallina. La voz en mi cabeza sonaba autoritaria,
importante. Entonces, ¿por qué no podía recordarlo? El chirrido de una puerta
metálica recorrió el aire. Una ligera ráfaga de brisa fresca se abrió paso,
provocándome un escalofrío.
Permanecí quieta, con la respiración uniforme, y esperé.
Mientras escuchaba pasos, volví a pensar en lo malditamente predecibles que
eran los hombres. Con sus pollas y su avaricia, nunca dejaban de decepcionar. El
tintineo de las llaves. Otro crujido de puerta.
Mirando la figura a través de mis pestañas, vi cómo Bill -el guardia bajito que
había estado babeando por las chicas desde que llegué- pasaba su mano carnosa y
asquerosa por uno de los muslos de la chica mientras dormía.
El asco me obstruyó la garganta, pero permanecí totalmente inmóvil con la
mandíbula apretada. La chica emitió un gemido suave y somnoliento, y el hombre,
que pronto se quedaría sin polla, emitió una respiración nasal. La mano del sobón
subió un poco más y yo busqué el cuchillo enfundado que escondía en mis poco
atractivas bragas de abuela.
La furia se apoderó de mí, llenando mi visión de una neblina roja. Mis dedos
se cerraron en torno al cuchillo y, sin hacer ruido, me puse detrás de él. Con la mano
izquierda le apreté la hoja contra la garganta y con la derecha le agarré el cabello.
—Haz ruido y te corto el cuello —advertí en voz baja, con cuidado de no asustar
a las chicas. Como no respondió, le clavé el cuchillo en la garganta, atravesándole
la piel—. ¿Entendido?
—Sí —balbuceó—. Pero no te saldrás con la tuya.
Ignoré su advertencia.
—Aléjate de la chica y muévete.
Lentamente, hizo lo que le decía, y en el momento en que estábamos fuera de
la puerta de nuestra prisión, lo corté con precisión y lo vi caer de rodillas,
gorgoteando.
—Psicópata... zorra.
Lo rodeé, con los labios curvados en una sonrisa sádica.
—Bueno, esta noche has acertado en una cosa —dije con frialdad.
El hombre luchaba por respirar, con el pecho agitado y las manos agarrándose
la garganta. Pero no tendría piedad. Me quedé mirando cómo se ahogaba en su propia
sangre. Luego pasé por encima de él sin pensármelo dos veces y me dirigí a añadir
unas cuantas muertes más a mi lista.
Liana

—Nacimos para morir —susurré, con el aliento empañando el aire. Intentaba


ser valiente, pero el miedo me hacía temblar los huesos cada vez que pisaba esta
arena. Madre e Ivan lo llamaban centro de entrenamiento. No lo era. Aquí era donde
la muerte encontraba su marca.
—Todo el mundo nace para morir. —El timbre oscuro de su voz calmó
ligeramente los temblores—. Sólo es cuestión de cuándo.
—Odio que... que te haga luchar.
Este era el único lugar donde nadie nos encontraba. Era irónico encontrar
seguridad donde se producían los horrores.
Agarrando el lápiz entre mis dedos manchados de plomo, levanté la vista para
encontrar su hermoso rostro. Sólo que... las sombras me lo ocultaban. Cada vez que
me movía, ellas me seguían, envolviéndolo en la oscuridad. Qué extraño, pensé.
Aferré el lápiz hasta que me dolió, desesperada por aferrarme a algo que me
pareciera real.
Separé los labios para pronunciar su nombre, pero en el momento en que lo
hice, el repugnante crujido de los huesos resonó en el aire. La sangre goteaba...
Goteo... Goteo... Goteo... Hasta que mis dedos se empaparon de sangre.
Su sangre. Mi sangre.
Mi corazón se retorcía de agonía mientras las mismas palabras se repetían en
bucle en mi cabeza. No puedo perderlo, no puedo perderlo, no puedo perderlo.
—No pasa nada —susurró, sus palabras se quebraron y desaparecieron en el
aire que nos rodeaba. Igual que mi frágil corazón—. No me haces daño.
Otro crujido de huesos. Más sangre brotó.
—¡Nooooo! —Mi grito atravesó mi cráneo.
Abrí los ojos de golpe y me incorporé como un rayo. Mi jadeo llenó el espacio
mientras jadeaba en busca de aire. Por un segundo, me sentí desorientada. Miré a mi
alrededor, esperando encontrar sangre. Lo único que encontré fue un grupo de
mujeres acurrucadas y recordé dónde estaba.
Exhalé un largo suspiro. Esta situación no era mucho mejor, pero la preferiría
a mi sueño. Aún me temblaban los dedos, pero me obligué a parar.
Me asaltó la necesidad innata de arremeter contra mis captores, contra el
destino, pero sabía que debía mantener la cabeza fría. Estaba a punto de averiguar
qué le había ocurrido a mi hermana.
Desde que me habían secuestrado, había sido una jaula tras otra. Una nave.
Luego otra.
La seguridad se había duplicado después de mi primera matanza. Pero no
importaba, porque los guardias entendieron el mensaje: Manténganse alejados. No
habría ninguna muestra mientras yo estuviera en este barco.
Las últimas dos semanas en este carguero olvidado de la mano de Dios fueron
jodidamente enloquecedoras. La Navidad había llegado y se había ido. También el
Año Nuevo. Maté a un buen número de guardias sólo para que fueran reemplazados
por otros nuevos, junto con otra joven inconsciente y de aspecto frágil.
Reina Romero.
Sentí una especie de parentesco con ella y la vigilé mientras yacía inconsciente
en estado de drogadicción. Había asesinado a varios guardias y yo había disfrutado
mucho del espectáculo. En ese momento decidí que la chica me gustaba.
Mis ojos recorrieron a las chicas dormidas.
Indefensas. Vulnerables.
Sus padres, hermanos y esposos las habían traicionado o estaban en deuda con
Perez, y se esperaba que pagaran el precio. Me daba asco y miedo al mismo tiempo.
¿Qué sería de las chicas cautivas?
En las últimas dos semanas, había intentado enseñarles algún tipo de defensa
personal. Aunque por algún milagro se salvaran todas cuando llegáramos a nuestro
destino, acabarían necesitándolo. Sólo era cuestión de tiempo. Algunas de las
lecciones sirvieron; muchas no.
Comenzaron los aullidos, como una inquietante canción de cuna, indicando que
había pasado otro día desde que habíamos llegado a este agujero infernal.
Me acercará a la verdad, me recordé. La rabia por haber sido manipulada y
engañada hervía a fuego lento, disparando la adrenalina que necesitaba por mis
venas. Durante ocho años, el vídeo del cuerpo de una mujer desintegrándose en la
nada atormentó mi mente y mi alma. Ahora, no estaba segura de si se trataba de mi
hermana o de otra persona. En cualquier caso, mi venganza no se detendría ahora,
independientemente de si la mujer del vídeo era mi hermana o no. Mientras tanto,
me aferraba a un pequeño rayo de esperanza. ¿Y si mi gemela estaba viva?
Mi madre debía saber la verdad, y la odiaba por hacerme creer lo que ella quería
que creyera. Quizás yo había sido lo bastante joven e ingenua para confiar en ella,
pero ella no.
Pronto me enfrentaría al mal que orquestó mi secuestro y vendió a mi hermana.
Todo estaba saliendo según lo planeado, tanto como era posible en cualquier caso.
Una tos me sacó de mis pensamientos y me acerqué a Sienna, una chica de
dieciocho años que llevaba aquí incluso más tiempo que yo. Tenía un mareo horrible
y no la envidiaba en absoluto. Llevaba semanas vomitando y apenas podía retener
nada en el estómago. Yo le habría echado la culpa a la comida tan poco apetecible,
pero las demás no estábamos enfermas.
—Odio los barcos —dijo con voz débil mientras se giraba para mirarme, con
los ojos abiertos—. El yate de mi padrastro nunca me puso tan enferma.
Tiré suavemente de ella para sentarla.
—No ayuda que no comas —le dije, tendiéndole un trozo de pan duro. Ella
arrugó la nariz ante la desagradable visión—. Lo sé, es asqueroso.
Finalmente la convencí para que lo tomara y se obligó a tragar con un doloroso
trago.
—He tenido mejores —murmuró.
—Yo también. —Yo también las había pasado peores, pero no tenía sentido
sacar el tema—. ¿Cómo acabaste aquí?
—Que me jodan si lo sé. —Hizo una mueca—. Mi madre enloquecería si me
oyera maldecir de esta manera. —Mi labio se elevó al oír eso, y me dio una idea de
cómo sería si no estuviera abatida y temblando como una hoja, con los mechones de
su cabello color miel deslizándose por sus hombros. Levantó la cabeza y sus ojos se
encontraron con los míos con obstinado desafío—. Esto sólo ha ocurrido por su culpa
—me dijo, con una clara acusación en la voz.
—¿Tu padrastro? —pregunté tímidamente. Su mirada se desvió hacia las chicas
dormidas antes de volver a mí, con los ojos empañados—. ¿Quién es tu padrastro?
Hizo un débil gesto con la mano.
—Kristoff Baldwin.
Me llevé un dedo a la barbilla. El nombre me sonaba familiar, pero no podía
ubicarlo.
—¿A qué se dedica?
Se encogió de hombros, luego hizo un gesto de dolor y se frotó el hombro.
Estaba débil, los días vomitando y durmiendo en el frío y duro suelo habían hecho
mella en su cuerpo.
—Inmobiliaria de mierda. Construcción o algo así.
El nombre finalmente cayó en su lugar.
—Baldwin Enterprise —solté, con el ceño fruncido por la confusión—. ¿Tu
padre es el dueño de Baldwin Enterprise?
—Padrastro —corrigió ella, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Mi
madre se casó con él cuando yo era adolescente. Mis hermanas lo consideran su
padre. Y, por supuesto, es el verdadero padre de las gemelas. —Una pizca de
amargura subrayó sus palabras—. No estoy celosa si eso es lo que estás pensando.
Además, Kristoff sí que sabe comportarse como un padre autoritario.
Era afortunada en ese aspecto; era más de lo que mi hermana y yo teníamos.
—¿Qué tiene él que ver con todo esto? —Por lo que yo sabía, Kristoff Baldwin
no se involucraba con gente como Cortes.
Ella giró sus ojos amoratados hacia mí, su rostro fantasmagóricamente pálido.
—¿Y qué es esto?
Se me revolvió el estómago. Si su padrastro no tenía tratos con los bajos fondos
y de todos modos iban por ella, significaba que no había motivo ni razón para que
secuestraran a las chicas. Nadie estaba a salvo.
—Nada —murmuré, dándole un trozo de pan seco—. Intenta mordisquearlo.
Lo tomó con cautela, las lágrimas le corrían por la cara. Se lo llevó a los labios,
pero no lo mordió. Su mano quedó en el aire mientras tragaba una, dos veces.
—La he cagado —susurró, sacudiendo la cabeza—. Tuvo que ser ese estúpido
programa que escribí.
—¿Qué programa? —pregunté, intrigada.
Soltó un resoplido.
—Lo hice durante una de mis clases de codificación en la universidad. Quería
demostrarle a Tyran Callahan que yo... —Se le quebró la voz y se me congeló la
sangre—. Me entrometí en las cuentas bancarias de Perez Cortes.
Mis ojos se abrieron.
—¿Por qué hiciste eso?
Tragó fuerte.
—Tyran seguía diciendo que yo era demasiado joven para él. —Intenté
recordar cuántos años tenía Tyran Callahan y fracasé. Lo único que recordaba era
que era gemelo, como yo—. Así que dijo que cuando pudiera piratear los archivos
personales de Cortes, me invitaría. —Se levantó, rechazando mi intento de
ayudarla—. Empiezo a pensar que mi compañera de piso tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Tyran podría haber estado tratando de burlarse —murmuró, la vergüenza
llenando su expresión. Cuando la miré sin comprender, me explicó—. Como en
“saldré contigo cuando los cerdos vuelen”, pero por alguna estúpida razón, se puso
en plan específico.
La pobre se tomó el rechazo de Callahan como un reto. Todavía tenía que
aprender que los hombres eran idiotas de la mejor clase.
Pero en lugar de decir todo eso, sonreí. No necesitaba que le señalara lo obvio;
ya se estaba machacando por ello.
—Se lo enseñaste, ¿verdad?
Se le escapó un suspiro sardónico.
—Claro que sí. Mira adónde me ha llevado. —Era demasiado joven e ingenua
para estar implicada en esta corrupción—. ¿Quién es Perez Cortes?
—Pongámoslo así, no es la mejor persona a la que robar —dije en voz baja.
—Nunca había oído hablar de él. —La desesperación se apoderó de su voz. Por
supuesto que no, apenas parecía lo suficientemente mayor para ser una estudiante
universitaria.
—No es un buen tipo. —Y eso era decir poco. Había una cosa que mi madre
hacía bien, y era educarme sobre el quién es quién en los bajos fondos. No importaba
lo grande o pequeño que fuera alguien, ella me inculcaba los nombres de todos.
Esta chica claramente no tenía idea que nuestro mundo existía. Si salía viva de
esta, le daría una paliza a Tyran Callahan por darle esperanzas donde no las había.
—Voy a necesitar terapia cuando todo esto esté dicho y hecho.
—Tal vez —acepté, preguntándome si la terapia no sería algo tan malo para las
mujeres y los hombres atrapados en los bajos fondos—. Hasta entonces, ¿te apetece
aprender algo de defensa personal?
Aún tenía ganas de vivir, una ardiente lucha en los ojos a pesar de su débil
estado.
—Adelante. —Su mirada se desvió de mí a la forma dormida de Reina en la
jaula junto a la nuestra—. Quiero volverme tan loca como esa señora.
—Muy bien, entonces, Sienna. Vamos a patear culos.
Sus labios se curvaron en una suave sonrisa a pesar de la desesperación de sus
ojos.
—No me llores cuando te vomite encima.
—No llores cuando te patee el culo.

Reina Romero me agarró de la mano mientras nos empujaban a través del


muelle, subíamos unos escalones de piedra y entrábamos en un patio mugriento. Nos
zarandearon como si fuéramos ganado y, mientras tanto, mantuve la mirada fija en
las chicas.
—No hagan contacto visual —advertí a Sienna y Reina en un suave susurro,
arrastrándolas hacia la multitud. Ambas estaban conmocionadas, con la cara blanca
como el papel. Las arrastré hasta el podio y nos conduje al escenario.
El grito ahogado de Sienna captó mi atención y la encontré mirando a las filas
de hombres. Para mi sorpresa, sonreía con lágrimas en los ojos. Seguí su mirada,
pero no vi a nadie, aparte de los rostros lascivos de los que estaban ansiosos por
presenciar nuestra degradación y humillación.
—¿Qué pasa?
—Es mi padre —susurró, con el labio tembloroso—. Mi... Padrastro.
Una pizca de alivio me golpeó, sabiendo que esta chica estaría bien. Sus padres,
a diferencia de muchos otros, habían venido a salvarla.
—Atenúa tu felicidad —murmuré en voz baja—. Mantén una expresión estoica
y no digas que lo conoces.
Sus ojos encontraron los míos, con una clara confusión.
—Pero...
Agarré su mano y la apreté con fuerza.
—Confía en mí. Y mantente alejada de ese imbécil de Tyran. Me encargaré de
él por ti.
Algo en sus ojos se encendió, la fuerza que siempre había sentido en ella me
golpeó de frente.
—No lo harás. Voy a hacérselo pagar yo misma.
Sonreí con orgullo.
—Buena chica.
Un guardia vino detrás de ella, empujándola hacia delante, y yo le hice un gesto
tranquilizador con la cabeza. Observé con la respiración contenida cómo empezaba
la puja por Sienna Baldwin. Con cada número que se lanzaba, la tensión crecía en
mí, y hasta que no la escoltaron hacia su padre no respiré hondo.
Hasta que llegó mi turno.
Kingston

La vida era un concepto abstracto. Era lo que uno hacía de ella. La perfecta era
una ilusión que podía hacerse añicos en cuestión de una tarde en el zoológico. O una
traición que nunca viste venir.
Cada ser humano en la tierra tenía una agenda. Todos estábamos librando
nuestras propias guerras. Algunos perdían y otros ganaban. Yo ya había perdido
bastante: a mi familia, a mis amigos, a la única persona que me había ayudado a ver
la luz en mis momentos más oscuros y, más tarde, a su hermana.
Louisa me hizo prometer que mantendría a salvo a su gemela.
Así que, ya fuera una excusa o simplemente mi forma de recuperar algo que
había perdido, en ese mismo momento supe que lo había decidido.
Liana Volkov sería mía.
Miré fijamente a través de la plaza su expresión desafiante, y empecé a verlo.
No era el enemigo. No la fachada que ella pensaba que dominaba. Era el rostro de
una leona protegiendo a los inocentes. Era la chica destrozada por la pérdida de su
hermana. Igual que yo.
De pie en la plaza de Porto Alegre, en Brasil, observé cómo subastaban a las
mujeres, una a una, y mantuve la mirada fija en la única que me importaba. Ella aún
no se había fijado en mí, toda su atención en la chica que tenía a su lado.
Se me revolvió el estómago al ver a las mujeres aterrorizadas que se vendían
en esta espeluznante ciudad portuaria.
La plaza adoquinada apestaba a brutalidad, desesperación y muerte.
Miré a Kristoff Baldwin mientras pujaba por su hija, emanando de él una furia
ardiente. Una muesca más y prendería fuego a todo el lugar. Sólo el tic de su
mandíbula lo anunciaba al mundo, pero, por suerte, esos codiciosos hijos de puta
estaban demasiado ciegos para verlo.
Finalmente, ganó la puja, pagando un dineral por su hijastra. Como si hubiera
entendido la advertencia sin palabras, mantuvo la expresión inexpresiva mientras la
acercaban a él. La mano de Kristoff descansaba sobre su arma, listo para luchar si
era necesario.
—Aquí tienes a tu perra —espetó uno de los guardias armados.
Kristoff la atrapó mientras avanzaba a trompicones, sin apartar los ojos del
hombre.
Leí sus labios mientras tranquilizaba a la chica.
—No pasa nada. Hablaremos de ello en el avión.
Deslizó lentamente su mirada hacia mí y, con un escueto movimiento de
cabeza, desapareció de aquel jodido lugar. Mi atención no tardó en volver a centrarse
en la persona por la que estaba aquí.
Liana Volkov.
Apreté los dientes, observando el endeble material de su camisón blanco, que
dejaba ver demasiado pero no lo suficiente. Sus curvas eran jodidamente dignas de
un póster central. Su cabello era lo bastante largo como para enrollarlo dos veces
alrededor de mi puño.
Pero era su expresión feroz la que me quemaba la piel y me llegaba
directamente a la polla. Tuve que apartar la mirada, porque me dolía mirarla. Dirigí
una mirada desinteresada a la penúltima chica del escenario que abrazaba a Liana y
me sorprendí. Reina Romero estaba en la cola, la siguiente en el bloque de la
carnicería.
Mi mente trabajó a la velocidad del rayo. La chica parecía haber estado en el
infierno y vuelto. Carajo, Reina no formaba parte de mi plan, pero no podía dejarla.
El guardia tiró de Liana por el brazo, arrastrándola hacia el frente. Apreté la
mandíbula y rechiné los dientes, lo que me valió algunas miradas curiosas. Tuve que
contenerme para no lanzarme hacia delante y matar a todos aquellos hijos de puta.
Pero si lo hacía, también arriesgaría la vida de los demás.
Saqué el móvil y busqué a Dante Leone en mi lista de contactos. Él podría hacer
llegar la información a su hermano y averiguar la mejor manera de rescatar a Reina.
Carajo, sin señal. Debían de haber interferido los servidores.
Lo intenté con su hermano, con mis hermanos, con los cuatro, pero fue en vano.
Parece que Perez Cortes también era el dueño de las torres de telefonía móvil de por
aquí.
Maldita sea. Esto era lo último que necesitaba ahora mismo.
Un movimiento en el escenario captó mi atención y, aunque Liana se negaba a
dejar traslucir su miedo, pude notar su rostro pálido y su postura rígida.
Alguien lanzó un huevo, pero ella se apresuró a esquivarlo, de modo que cayó
sobre un guardia que estaba detrás de ella. La mujer tenía unos reflejos
impresionantes. Otra cosa que la distinguía.
Comenzó la puja. Cien mil. Dos mil. Tres mil. Era el momento de acabar con
todo. Levanté la mano, mostrando un dos y seis ceros.
—¡Dos millones para el hombre de atrás!
Los ojos de todos se giraron hacia mí, con la mitad de mi cara oculta tras unas
gafas de aviador. No es que mucha gente me reconociera. Ser un fantasma y
permanecer en la sombra tenía sus ventajas. Nadie te veía venir.
Los ojos de Liana se desviaron hacia mí antes de abrirse. Fue la única reacción
que dejó escapar antes de congelar su expresión. La rabia que ardía en sus ojos
dorados me decía que deseaba haberme metido una bala en la cabeza cuando tuvo la
oportunidad.
Mi mejilla se elevó.
Iba a disfrutar de sus ataques.
Una parte de mí se congeló al darse cuenta que estaba deseando pasar tiempo
con ella. Sí, una probada de su coño y me había cambiado el cerebro. ¡Maldita sea!
Me quedé de pie, esperando a que me la trajeran, y a cada paso que daba, su
expresión se volvía más glacial. Me miró con profunda malicia, como si hubiera
asesinado a toda su familia. No lo había hecho, pero podría hacerlo. Sofia Volkov se
lo merecía.
En cuanto estuvo cerca de mí, siseó:
—Qué mierda, bastardo enfermo. Devuélveme a Perez.
¿De qué estaba hablando? ¿No sabía que Perez era un millón de veces peor de
lo que yo podría ser?
—No. —Mi mandíbula se tensó bajo mi sonrisa practicada. Su cara se sonrojó
y unas manchas rojas recorrieron su cuello y su endeble camisón—. Ahora eres mía,
princesa de hielo.
Siempre cobraba mis deudas, normalmente en forma de dientes. Y siempre
cumplía mis promesas.
Liana

Mi postor se alzaba sobre la multitud. Cabello oscuro. Gafas de aviador que


ocultaban la mayor parte de su rostro, pero era imposible no reconocerlo. Esos
tatuajes que se escondían bajo ese polo blanco. Esa oscuridad que giraba a su
alrededor como la segunda capa de su piel.
Cuando levanté la vista y vi a Kingston Ashford de pie entre la multitud de
postores, se me retorcieron las tripas con la furia que me había mantenido de pie
durante años.
Había estado poniendo todo mi ser en salvar inocentes a espaldas de mi madre,
y ahora, con una determinación feroz, iba a hacer que este hombre se arrepintiera de
haberme conocido, carajo.
—Qué mierda, bastardo enfermo. Devuélveme a Perez. —siseé.
Mi objetivo era volver con Perez e interrogarlo sobre los arreglos de Marabella.
Necesitaba saber dónde había ido a parar mi gemela.
—No. —Se inclinó para que estuviéramos nariz con nariz, sus ojos astutos me
evaluaban mientras me agarraba el antebrazo, sus dedos apretando como grilletes.
Luego fue tan estúpido como para llamarme “princesa”.
Oh sí, este puto hombre acaba de ganarse una fecha de caducidad. Lo mataría
y disfrutaría cada puto momento si no me liberaba. Necesitaba encontrar el complejo
de Perez e interrogarlo. Tenía información que necesitaba.
—Hijo de puta. Te voy a rebanar la polla y te la voy a dar de comer a menos
que me lleves de vuelta.
Sus ojos brillaban.
—Eres una putita malhablada. —Me tembló un músculo de la mandíbula. Mi
control temblaba como ramas endebles resistiendo vientos huracanados, pero
conseguí mantener la calma. Pero entonces tuvo que burlarse de mí. Tiró de mí para
acercarme más, con su cuerpo pegado al mío y su voz grave y amenazadora—.
Aclaremos una cosa. Te he comprado. Haces lo que yo diga, lo que jodidamente te
pida.
—Jódete. —Lo miré con rebeldía.
Levantó la mano para juguetear con un mechón de mi cabello, enrollando los
mechones rubios alrededor de sus gruesos dedos. Cuando me echó la cabeza hacia
atrás, apreté los dientes para que viera toda la magnitud de mi odio.
—Habrá mucho de eso, no te preocupes.
Los guardias se rieron y supe que habían oído la amenaza de Kingston. La
adrenalina me recorrió y me erizó el vello de la nuca.
Reaccioné.
Alcancé el cuchillo del primer guardia, lo empuñé y se lo clavé en las tripas,
cortando así sus risitas. Antes que pudiera apuñalar al siguiente, un par de manos
fuertes me levantaron y me arrojaron sobre su hombro.
—Bájame.
Me dio una palmada en el culo. Mierda. Abofeteó. Mi. Culo.
La indignación y la rabia estallaron en mis venas mientras empezaba a golpear
mis puños. Ni siquiera se inmutó.
—Debería haberte metido una bala en el cráneo —sentencié. Y lo dije en serio.
A la primera oportunidad, este cabrón estaba acabado—. Imbécil —añadí por si
acaso.
El aire frío rozó mi camisón y me puso la piel de gallina en los muslos. Me
dolían los puños de tanto golpear su sólida espalda, pero lo que más me dolía era
tener que admitir lo bien que sus vaqueros abrazaban su precioso culo.
¿Qué? Nunca he pretendido ser una santa.
—Kingston... Esto está... Esto está muy mal.
—También lo es dispararme en mi propia casa, pero no me oyes quejarme de
eso.
—Estás jodidamente muerto —grité. Cuanto más me alejaba de la subasta, más
me resistía—. Más te vale que tus asuntos estén en orden porque eres un muerto
andante.
—Qué cliché —dijo rotundamente, dándome una palmada en el culo para
enfatizar. Con fuerza.
—Eres de los que hablan, Kingston. —No contestó. Obviamente tenía que
trabajar más mis insultos—. Escucha, pareces bastante desesperado por una novia,
pero yo no lo estoy. Antes te metería balas en la cabeza que follarte. Así que haznos
un favor a los dos y llévame de vuelta.
—De acuerdo. —Giró a la izquierda, y mi corazón se estremeció de
esperanza—. No.
Parpadeé, confusa, pero antes que pudiera decir nada, me arrojó a la parte
trasera de un auto. Pensando con los pies -o con el culo, en este caso-, di un respingo
y mi mano se posó en el hombro del conductor.
—Te daré cincuenta mil...
Mis palabras se cortaron cuando la mano de Kingston me tiró hacia atrás. El
conductor miró por encima de su hombro, un par de ojos azules pálidos y árticos
clavados en mí.
—No está aquí para ayudarte. —Kingston cerró la puerta del auto,
acomodándose a mi lado y ofreciéndome una sonrisa apaciguadora—. Cuidado con
ésta. Tengo que volver y pujar por otra.
La expresión del conductor permaneció impasible, pero habría jurado que vi
destellos de desaprobación en ellos. Kingston cerró la puerta y arrancó a trote. El
silencio que siguió fue ensordecedor, o tal vez fuera la adrenalina que me recorría,
alterándome el oído.
—Te daré un millón de dólares —susurré—. Sólo abre la puerta y...
—No.
¿Qué les pasaba a estos hombres con las respuestas de una sola palabra?
La puerta del auto se abrió después de lo que me parecieron diez años y salté
en mi asiento. Kingston se deslizó en el asiento junto a mí.
—Larguémonos de aquí, Alexei.
Busqué en mi memoria el significado del nombre, pero estaba tan agotada que
mi cerebro se negó a cooperar. Fuera quien fuera el conductor, estaba segura que
formaba parte de los bajos fondos. Su extraña mirada azul parpadeó en el espejo
retrovisor y Kingston sonrió como un maldito idiota. Lo que daría por arrancarle esa
sonrisa de la cara.
—No recuerdo la última vez que te vi sonreír.
Giré la cabeza hacia Kingston. El comentario de Alexei me pareció extraño,
pero no tuve tiempo de reflexionar sobre ello. Agarré el pomo de la puerta y tiré con
fuerza.
—Está cerrada. —Kingston frunció el ceño, su atención de halcón sobre mí,
observándome como si yo fuera su próxima comida... o muerte. Mierda si lo sabía.
—Bueno, ábrela —grité, continuando tirando como si por algún milagro se
fuera a abrir. Esto no iba a ninguna parte. Fingiendo rendirme, me recosté en el
asiento con un suspiro y miré a Kingston a los ojos—. Escucha, en cualquier otro
momento me sentiría halagada que un tipo se tomara tantas molestias por mí. —Me
lanzó una mirada dudosa—. Lo haría —le aseguré rápidamente. Demasiado rápido,
probablemente—. Es lo más que se ha esforzado un hombre por estar conmigo.
—No te sientas demasiado halagada. —La voz de Kingston goteaba
sarcasmo—. Tu ego ya es demasiado grande.
—Jesucristo —murmuró Alexei mientras yo le lanzaba una mirada fulminante.
Realmente deseaba que cayera muerto.
Volviendo mi atención a Kingston, capté su mirada midiéndome y me
estremecí. Odiaba esa reacción, sobre todo ahora que había desbaratado mi plan.
—No me llores cuando te mate. —Lo fulminé con la mirada.
—Intentaré no hacerlo.
Su voz destilaba sarcasmo, y eso me cabreó aún más. Me tendió una botella de
agua. La tomé, intentando calcular cuánto me estaba retrasando toda esta farsa en mi
búsqueda de respuestas.
Mi visión se nubló con la rabia roja. Nubló todos mis sentidos hasta que no
pude respirar. Le lancé la botella y solté un grito espeluznante.
Se podría haber oído caer un alfiler en el silencio que siguió. Parpadeé, con la
respiración entrecortada y agitada. Inspiré. Luego exhalé. Lo repetí una y otra vez,
hasta que el mundo volvió a estar enfocado. Dos pares de ojos me observaban con
recelo, como si hubiera perdido la cabeza.
Los ojos me daban vueltas mientras el pulso me retumbaba en los oídos. Ni
siquiera me había dado cuenta que había anochecido y que habíamos estado
conduciendo por la selva.
La puerta del auto se abrió delante de un helicóptero y supe que era ahora o
nunca.
Con las muñecas aún atadas, salí disparada del auto, con el corazón
retumbándome en los oídos. No me detuve a mirar detrás de mí, pero pude oír las
maldiciones de Kingston, exigiéndome que volviera. Ignorando las piedras y los
palos que se clavaban en mis pies descalzos, seguí corriendo.
Como era de esperar, los pasos de Kingston se acercaban rápidamente. Sentía
que se acercaba a mí y casi podía oler su aroma a vainilla.
De repente, unos fuertes brazos me rodearon la cintura y me levantaron.
Solté una retahíla de maldiciones, dando patadas en el aire.
—Aléjate de mí —dije entre jadeos—. ¡Lo estás estropeando todo!
—Cálmate.
Tuvo el efecto contrario. Giré la cabeza, golpeándole la nariz con la parte
posterior del cráneo.
—Mierda.
Fue lo último que oí mientras me arrastraba hacia la inconsciencia.
Kingston

Gracias a Dios que tenía el tranquilizante conmigo.


No esperaba que me diera las gracias de rodillas, pero desde luego no esperaba
que perdiera la cabeza e intentara volver corriendo con Perez. Esta maldita mujer se
volvió completamente salvaje.
Alexei me dio un pañuelo y me limpié la nariz sangrante.
Para cuando volví a pujar por la hija de Romero, la subasta había terminado.
Así que, conectándome al satélite de banda ancha de mi hermano, envié rápidamente
un mensaje a Kian Cortes y le dejé nuestro pin de localización. Él se lo haría llegar
a los hermanos Leone, que se encargarían de rescatarla. Nadie conocía mejor los
caminos y la ubicación de Perez que su propio hermano, Kian.
Mi objetivo principal tenía que ser sacar a Liana de allí antes que Sofia Volkov
apareciera. De hecho, me sorprendió que aún no hubiera aparecido.
—¿Quieres que la lleve? —se ofreció Alexei. Se me desencajó un músculo de
la mandíbula, algo me desagradaba que cualquier hombre que se acercara a una
Liana inconsciente.
—No.
Asintió.
—¿Estás seguro?
Bajé la mirada hacia su rostro dormido. Así, parecía joven e impoluta. La
imagen de la inocencia.
—Sí.
—Si necesitas algo más, ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo.
—Gracias. —Me giré hacia él—. Y dile a Rora que no se preocupe.
Las comisuras de sus labios se levantaron.
—No prometo nada. —Sus ojos bajaron a la forma desplomada de Liana—. No
se parece en nada a ella.
A ella. Sofia Volkov. La mujer que había traído tanta miseria a tanta gente.
—No se parece —asentí, metiéndome el pañuelo ensangrentado en el bolsillo
y dirigiéndome hacia el helicóptero.
Liana era mucho más de lo que parecía a simple vista, y yo tenía que quitarle
todas las capas para comprender lo que le había ocurrido. Tenía que cumplir mi
promesa. Y, sobre todo, tenía que entender esa atracción.
Le abroché el cinturón de seguridad sobre el pecho. Un suave gemido captó mi
atención y, al mirar furtivamente su rostro, me quedé congelado cuando el viejo
dolor se apoderó de mí. Sus rizos. Sus labios suaves y carnosos. Había algo ahí. Me
resultaba jodidamente familiar.
Es su gemela, se burló mi razón. La lógica no ayudó mucho a mitigar mi culpa
y confusión. De hecho, mi esperanzado corazón quería seguir ciego.
Otro gemido jadeante y mi polla se elevó.
Me pasé una mano por la cara.
¿Por qué tanto mi corazón como mi polla se dedicaban a joderme?
Había comprado esta isla del Mediterráneo a través de Kristoff Baldwin.
Si no quería que me encontraran, no lo harían. La finca y las tierras circundantes
no estaban listadas públicamente. A menos que estuvieras a ochenta kilómetros y
supieras exactamente dónde buscar, la casa blanca de estilo romano de la colina
permanecería de incógnito. Y si se estaba en la isla, había que vadear la espesa selva,
los arbustos y los ríos incluso para llegar al arroyo que serpenteaba alrededor de
forma protectora.
El denso follaje la ocultaba de los ojos curiosos de los barcos pesqueros locales
que a menudo se aventuraban cerca de la isla. Incluso los jardines se diseñaron
pensando en la privacidad. Además, la seguridad de alta tecnología instalada en toda
la isla dificultaba la infiltración de cualquiera que se encontrara en sus costas.
Era un escondite perfecto, un lugar solitario acorde con los desolados y oscuros
sentimientos de mi pecho.
Tras una visita a un médico que revisó a Liana para confirmar su bienestar -y
su mirada en ella todo el tiempo-, me aseguraron que sus hematomas desaparecerían.
Estaba desnutrida, así que había encargado un generoso suministro de comida a la
pareja que se ocupaba de la casa cuando yo no estaba. Cuando yo llegara, la nevera
estaría llena y la casa limpia, y el personal no aparecería por ninguna parte. Prefería
estar solo.
Excepto que esta vez, Liana estaría conmigo.
Después de otro corto viaje en helicóptero, utilicé el jet de mi hermano para
recorrer el resto del camino. Liana durmió durante todo el viaje. Le tomé el pulso
varias veces, preocupado por la dosis que le había administrado, pero su corazón
latía fuerte y constante.
Debía de estar agotada por las semanas de cautiverio y el trauma de haber
estado ayer en aquel mugriento escenario.
Ahora, con la inminente puesta de sol en la otra punta del mundo y el gorjeo de
los pájaros calmándose, crucé el puente de piedra con Liana en brazos y una
sensación olvidada hacía mucho tiempo se apoderó de mí. Hogar.
Había estado aquí muchas veces, pero esta sensación rara vez me asaltaba. Me
había eludido desde la muerte de Lou, y apenas resurgía. La confusión se arremolinó
en mi interior mientras bajaba los ojos hacia la preciada carga que sostenía.
¿Podría tener algo que ver con...?
Corté con firmeza ese hilo de pensamiento. Esto no tenía nada que ver con
Liana y todo que ver con el hecho que tenía a la hija de Sofia Volkov a mi merced.
Que había cumplido mi promesa.
—Hogar, dulce hogar —dije, con el dolor en el pecho tan fuerte como siempre.
Casi podía fingir que Louisa estaba aquí conmigo, que habíamos conseguido lo que
esperábamos: una vida juntos lejos del inframundo, reinando sobre nuestros propios
dominios. Los dos solos.
Se me congeló el cuerpo, pues sabía muy bien que eso nunca ocurriría, y el
pecho se me apretó con una pena no expresada. Sabía que había llegado el momento
de olvidar aquellos recuerdos. O al menos intentarlo.
Mis pasos resonaron contra la piedra desnuda de la casa vacía y mis ojos se
clavaron en la hermana equivocada.
Aunque era un peso muerto, no pesaba casi nada. Subí las escaleras de dos en
dos, y mi mirada se posó de mala gana en la inclinación de su nariz, en las manzanas
de sus mejillas. Era diferente de lo que recordaba de Louisa.
Más fuerte. Más frágil. Mayor, naturalmente.
La suite ante la que nos detuvimos era grande y espaciosa, con muebles de
caoba y detalles en rosa oscuro por todas partes. Era el color favorito de Louisa.
La tumbé sobre las sábanas de lino, con el cabello rubio ondeando sobre la
almohada. Estudié su cara, aquellos pómulos duros que había heredado de su madre.
Su piel, casi translúcida, hacía resaltar sus labios rosados.
El brazo de Liana colgaba sin fuerza, sus ojos se movían detrás de los párpados
cerrados, parecía a la vez un ángel y mi pesadilla despierta. Me pregunté qué estaría
soñando. ¿Pensaría en su hermana? ¿Se arrepentía de no haber aparecido aquella
noche en que debíamos huir?
Por un momento pensé en quitarle el camisón y sustituirlo por uno limpio, pero
decidí no hacerlo. Tenía los brazos magullados y los pies descalzos. No estaba
seguro de lo que había sufrido durante su cautiverio, pero no había necesidad de
añadir más.
Se acurrucó en sí misma y abrió los ojos.
Durante unos instantes se quedó mirando antes de decir:
—¿Dónde estoy? —Su voz era suave y áspera. Luego furiosa. Cuando no
respondí, nuestras miradas se cruzaron en una batalla silenciosa y añadió—: Te
mataré si me haces perder a mi hermana.
Mis músculos se tensaron ante sus palabras. Las drogas debían de haberla hecho
delirar. La tapé con una manta y salí de la habitación.
—Haré que te traigan comida y bebida, princesa de hielo. —Con la mano en el
pomo de la puerta, miré por encima del hombro y la encontré mirándome—.
¿Quieres helado?
Se puso rígida.
—Odio los helados.
Arrugué las cejas. Las dos gemelas soñaban con poder tomar helado todos los
días. Su padre se lo dio una vez, y Lou se enamoró del de vainilla. No recordaba qué
sabor le gustaba a Liana, y ahora lo lamentaba.
—Si cambias de opinión, hay helado.
—Quiero matarte —dijo.
—Puedes matarme cuando tengas la barriga llena.
En ese momento, salí por la puerta, sin molestarme en encerrarla.
No había forma de salir de esta isla.
Liana

El sol naciente incendiaba el horizonte, centímetro a centímetro, iluminando el


cielo con los colores más hermosos que jamás había visto.
Me tumbé en la cama, con la mirada clavada en los dibujos de las
contraventanas.
Anoche, una figura sombría entró en la habitación y dejó una bandeja con
comida. No quería comérmela, pero el delicioso olor que flotaba en el aire provocó
un gruñido de respuesta en mi estómago.
Me comí todo lo que había en la bandeja antes que me venciera el sueño.
Cuando me desperté, encontré otra bandeja con huevos frescos, beicon, tostadas
y zumo de naranja. De todo. Sentada en la mullida cama, me quedé mirando la
comida, haciendo todo lo posible por resistirme. Pero semanas de pan duro me
habían debilitado y me sentía como un pozo sin fondo.
Aparté el beicon y agarré una tostada y los huevos. No podía comer lo bastante
deprisa y lo engullí todo para dejar sitio para más. Mientras comía, contemplé mi
dormitorio a la luz del día. Tenía techos abovedados, paredes color crema y varios
detalles rosas por todas partes.
Mi color favorito.
Arrugué las cejas. No, era el color favorito de Louisa. El mío era el verde.
Parpadeé varias veces, confundida. Decenas de recuerdos confusos martilleaban en
mi mente, dificultándome la tarea de ordenarlos.
Los colores no importan, me dije. Era un error fácil de cometer. Mi gemela y
yo teníamos muchas similitudes. Durante la mayor parte de mi vida, me costó
descifrar dónde terminaba una y empezaba la otra.
En lugar de eso, me centré en la comida. Un gemido apreciativo se deslizó por
mis labios mientras la saboreaba, casi lamiendo mi plato hasta dejarlo limpio. La
necesitaría para darme fuerzas para lo que estaba a punto de hacer.
Matar a Kingston Ashford. Escapar de este maldito lugar. Volver con Perez
Cortes.
Sin embargo, antes de estar lista para hacer algo de eso, necesitaba arreglarme.
Así que husmeé por la habitación. Al igual que en su ático, tenía cómodas y armarios
repletos de ropa nueva, y el baño con artículos de aseo.
Me detuve frente al espejo y jadeé horrorizada. Mi piel era un lienzo de
moretones azules y morados, y las ojeras negras delataban tantas noches sin dormir.
Tenía el cabello desarreglado y enmarañado. Tenía la cara sucia, al igual que el
camisón blanco que me habían obligado a ponerme al subir al barco.
Me encerré en el baño, abrí la llave del agua caliente y quité todos los trozos de
tela. Arrugué la nariz con desagrado al oler mi propio hedor y me sorprendió que
Kingston no me rociara con una manguera.
Yo se lo habría hecho.
Entré en la ducha, exhalé y cerré los ojos. El agua caliente nunca me había
resultado tan purificadora.
Eran los pequeños placeres los que hacían que todo fuera mejor, los que hacían
que nuestra infancia fuera soportable. Ya fuera tomar un helado a escondidas en
mitad de la noche o refugiarnos en un rincón tranquilo y dejar que nuestra
imaginación nos alejara del infierno de mamá, nos teníamos la una a la otra. Y
entonces me lo arrebataron.
Mis dedos se cerraron en puños y la furia corrió por mis venas. Era su culpa
que mi gemela estuviera muerta, tanto como la mía. Sin embargo, por alguna razón,
me había hecho sufrir sola.
Cerré el grifo con manos inseguras y me envolví el cuerpo con una toalla.
¿Por qué madre me despreciaba tanto? A medida que su trato se volvía más y
más brutal a lo largo de los años, esperaba que mi padre viniera a visitarme y viera
cuánto estaba sufriendo. Esperaba que se diera cuenta de sus errores y que uniéramos
nuestras fuerzas para destruirlos a todos: a mi madre y a los Cortes y Tijuanas de
este mundo. Juntos.
Esperé... y esperé, pero él nunca vino.
En cambio, Madre se volvió contra mí. Cada vez que me desviaba del prototipo
cuidadosamente construido en el que quería que me convirtiera, me obligaba a
soportar otra sesión. Mis recuerdos y esas sesiones de tortura me habían dejado rota
y con cicatrices, a pesar de las cirugías plásticas.
La bilis me subió a la garganta antes de tragarla. Me sequé metódicamente, con
la esperanza de olvidarme del pasado y centrarme en mi plan.
Vestida con unos vaqueros, una camiseta rosa claro de cuello redondo y unas
Converse, salí de la habitación y atravesé los pasillos, echando un vistazo al interior
de cada habitación. Varias habitaciones en diferentes tonos de aqua, verde y azul.
Mis pasos vacilaron en el dormitorio azul. Mientras que los dos últimos habían
estado claramente vacíos durante algún tiempo, éste estaba ocupado. Una ventana
del suelo al techo mostraba la impresionante vista del agua azul cristalina. ¿Qué coño
era este sitio?
Mirando a mi alrededor, me aventuré a entrar.
Un par de botas militares tiradas a los pies de la cama. Una cartera sobre la
mesita de noche. Un brazalete de aspecto extraño con... Mis ojos se fijaron en un
revólver, brazalete completamente olvidado.
¡Bingo!
No podía creer mi suerte. Agarré el revólver y comprobé la recámara. Una bala.
No pude resistir una risita. ¿Qué clase de idiota dejaba un revólver con una bala
en la recámara a la intemperie?
El ruido metálico de unas ollas procedentes de algún lugar de la casa me
sobresaltó y me giré, casi esperando que alguien me atrapara in fraganti, tocando
algo que no debía.
Pero el espacio estaba vacío.
Agarrando la pistola, seguí el sonido escaleras abajo. No había nadie en el
comedor ni en el salón. Otro estruendo. Caminé hasta encontrar la cocina.
Y a mi captor.
Para mi asombro, Kingston estaba cocinando huevos, gofres y tortitas. Me
rugió el estómago, a pesar de haberme comido el desayuno hacía apenas una hora.
Me lanzó una mirada, sin detener sus movimientos.
—Bien, sigues despierta. —Sus ojos se posaron en la pistola que tenía en la
mano, pero sus movimientos no decayeron.
Llevaba unos vaqueros que le abrazaban el culo como una segunda piel y una
camiseta blanca que dejaba ver remolinos de tinta. A pesar de sus defectos, Kingston
era un hombre hermoso.
—Obviamente. —Me cabreaba haberme fijado en algo de él. Debería meterle
esta bala en el cráneo y acabar con él.
Kingston no parecía molesto mientras se movía por su cocina. Y, como ya me
estaba fijando en cosas de este hombre, volví a fijarme en el diseño que había
elegido. Al igual que las habitaciones de arriba, ésta tenía una pared de ventanas que
daban al patio exterior. Para alguien con un humor tan oscuro, este lugar parecía
demasiado alegre en contraste.
—¿Vas a dispararme? —me preguntó. Mi estómago volvió a rugir. Malditas
necesidades corporales. Era lo último que necesitaba o quería ahora mismo—.
Entonces será mejor que te des prisa y acabemos de una vez. —Señaló con la cabeza
la mesa que había preparado.
Levantó las cejas, esperando a que dijera algo.
—Te lo advertí —murmuré—. Te advertí que te mataría.
—Adelante. —El aire se desvaneció de la habitación ante su tono frío, algo en
él era desconcertante—. Pero date prisa para que no nos muramos de hambre.
Me quedé en mi sitio, desconcertada por la despreocupación de su tono.
—Lo has estropeado todo —grité, sin dejar de apuntarle y con el dedo en el
gatillo—. Ahora voy a hacértelo pagar.
—¿Vas a sostener esa cosa todo el día, o puedes ayudar a poner la mesa?
Me negué a moverme y, con un suspiro, se dirigió a los armarios y sacó platos
y utensilios. Dejé escapar una risita siniestra. Verlo hacer cosas tan domésticas
después de presenciar su lado letal era un viaje. Tal vez tenía doble personalidad.
En un instante, la mesa estaba puesta y había comida. Dos platos. Dos vasos.
Dos juegos de cubiertos.
Se sentó y tomó un trozo crujiente de beicon, y mis labios se curvaron de asco.
Sus ojos brillaron de sorpresa y su mandíbula se tensó. Pero luego se levantó, recogió
el beicon en un plato pequeño y se dirigió al cubo de la basura, tirándolo.
—¿Por qué has hecho eso? —le pregunté mientras depositaba el plato vacío en
el fregadero.
Volvió a sentarse y me miró a la cara.
—No te gusta el beicon —dijo simplemente. El sonido de su voz era grave y
ronco, algo que me afectaba cada vez.
Sus palabras me calaron hondo.
—¿Cómo lo sabes?
Se encogió de hombros.
—Podría ser por cómo arrugas la nariz. —Aquellos labios se curvaron en una
sonrisa cruel—. O me disparas, Liana, o te sientas y comes.
Algo en su despreocupación me cabreó, y luché contra la tentación de agarrar
una sartén del fuego -preferiblemente aun chisporroteando- y tirársela a la cabeza.
—No quiero comer. —Apreté la pistola y lo miré con odio—. Quiero matarte.
Levantó el hombro, mirándome de un modo enervante.
—Ese revólver lleva años en el mismo sitio y no se ha limpiado ni una sola vez.
—¿Por qué tendrías un revólver con una sola bala en tu mesita de noche?
—Quizás quería acabar con todo. —Me quedé boquiabierta, sin saber si
hablaba en serio. Quizás estaba jugando conmigo—. ¿Quieres que te ahorre el
trabajo?
Fruncí los labios ante su comentario. Sabía que estaba al borde del abismo, pero
lo único que hizo fue incitarme. Levantó la ceja en señal de desafío y lo fulminé con
la mirada mientras mis sentidos se agudizaban.
—Entonces juguemos a la ruleta rusa —declaré, satisfecha de mi rapidez
mental—. Ya que tienes tantas ganas de acabar con todo.
Vi que algo parpadeaba en sus ojos. Dio un bocado a su comida y tragó antes
de responder.
—Puedes sentarte, disfrutar de la comida y jugar al mismo tiempo.
Se comportaba como un distinguido caballero un segundo y como un criminal
salvaje al siguiente. Era jodidamente confuso.
Apretando los dientes, me dirigí a la mesa y me senté, aún con el revólver en la
mano. No comería, pero dejaría que aquel hombre tuviera su última comida. ¿Qué
podía decir? Aquella ducha debía de haber hecho maravillas con mi humanidad.
—Listo, ¿contento?
Buscó su vaso y bebió un trago de su zumo de naranja, luego levantó la ceja.
—Apenas.
Me miró atentamente, moviendo los labios, pero no sonrió. Era como si supiera
algo que yo ignoraba. Este hombre era tan molesto como guapo, y no me gustaba.
Me quedé mirándolo mientras comía, el olor de los huevos me provocó una
punzada de hambre. Otra vez. Realmente necesitaba reevaluar mis prioridades.
Me acercó su plato.
—Toma.
—Hay un plato delante de mí —dije.
—Sí, y no lo has tocado.
—Bueno, a lo mejor lo has envenenado. —La agitación subió por mi espina
dorsal. Los dos sabíamos que había tomado huevos de la misma sartén, aunque no
lo señaló.
Un punto para el secuestrador.
Aparté ambos platos con la punta del arma, ignorando otra protesta de mi
estómago.
—Si has terminado, juguemos.
—Me encantan los juegos. —Su voz se ensombreció, y algo en ella me hizo
pensar todo tipo de cosas pecaminosas y carnales.
—Y odio oírte hablar. —Deslizó su intensa mirada hacia mí—. Quiero que me
expliques cómo sabes tanto sobre mí.
Y de mi hermana, añadí en silencio.
Kingston

Mis cejas se fruncieron ante lo enfurecida que sonaba, lo que me llevó a una
conclusión. Liana realmente no me recordaba. ¿Qué más había olvidado? Y, lo que
es más importante, ¿qué secretos ocultaba?
Me proponía desentrañar cada uno de ellos, empezando por su absurdo deseo
que la llevara de vuelta a Perez ayer.
—Estoy esperando —volvió a hablar.
—Fui tu guardaespaldas una vez.
Oí su aguda inhalación.
—Estás mintiendo.
—Tu memoria no puede ser tan mala —dije mientras ella me escrutaba.
—Supongo que no eras tan importante como para recordarte. —Ouch. Agitó la
pistola y sentí la lengua como papel de lija. Había visto de primera mano la clase de
tiradora hábil que era, pero como dije, era una pieza oxidada. No había mucho que
le impidiera dispararse accidentalmente. Decidí mantenerla distraída.
—¿No crees que diez malditos años fueron significativos?
Hizo una mueca cuando mis palabras se asentaron a su alrededor. Tras unos
segundos de silencio, volvió a hablar.
—Los años lo son. Tú no.
Doble jodido ouch.
—O tal vez alguien te lavó el cerebro —señalé con calma. Más dudas bailaron
en sus ojos. Hacía todo lo posible por ocultarlo, pero yo llevaba años estudiando sus
expresiones y las de su hermana. Ser observador era una cuestión de vida o muerte
para algunos.
—Por favor, deja de hablar. El sonido me está dando sarpullido.
Jesucristo. La salvé, y sin embargo no me había dado más que disgustos. Apoyé
las manos en la mesa y me recosté en la silla.
—En vez de insultarme, deberías darme las gracias.
Si las miradas mataran, habría caído muerto en el acto.
—No necesitaba que me rescataras, tú... tú... svoloch. —Por suerte para mí, su
tartamudo “imbécil” me cayó como anillo al dedo. Me había llamado cosas peores,
en español y en ruso, aunque empezaba a parecer que tampoco lo recordaba.
—¿Qué te hubiera gustado que hiciera? ¿Dejar que te vendieran en la subasta a
Cortes?
Abrió la boca e inmediatamente la cerró, con los labios entreabiertos.
Puse los codos sobre el borde de la mesa y apoyé la barbilla en la palma de la
mano mientras miraba fijamente el cañón de la pistola.
—Me toca hacer una pregunta —dije con una calma que no sentía.
Ella se burló.
—No lo creo.
—Creía que sabías jugar a este juego. —La alcancé justo cuando se preparaba
para salir corriendo y la obligué a sentarse en la silla. Mi palma rodeó la pequeña
que sostenía el revólver, forzando su dedo contra el gatillo—. Apriétalo —me burlé
mientras hacía girar el cilindro y lo volvía a colocar en su sitio.
—Lo haré cuando esté preparada —replicó, lanzándome dagas—. Tengo más
preguntas.
Mi mano rodeó la suya. Clic.
Dejó escapar un suspiro y sus ojos se abrieron como platos, sorprendidos,
mientras iban y venían entre el arma y yo. Retiré la mano de la suya y su mirada me
hizo un agujero en el pecho. Era tan jodidamente extraño. Nunca nadie me había
impactado tanto.
—Mi pregunta —le recordé—. Y ni siquiera te apuntaré con la pistola.
Puso los ojos en blanco, aunque no se me escapó el ligero temblor de su labio
inferior.
—Ni siquiera la estoy apuntando a tu cabeza.
—No literalmente —coincidí, divertido.
Sus dedos se crisparon sobre el gatillo, los nervios prácticamente filtrándose
por sus poros. Esperé varios segundos antes de lanzarme a la yugular.
—¿Dónde estabas?
Parpadeó, su expresión llena de confusión, y después de un segundo de silencio
prolongado, finalmente preguntó en una respiración temblorosa,
—¿Qué quieres decir?
—Louisa iba a huir —dije—. La única razón por la que no lo hizo fue porque
tú nunca viniste.
Un silencio tenso llenó el aire.
—Te equivocas —susurró—. El cártel de Tijuana la atrapó. Perez... —Se le
quebró la voz y sacudió la cabeza, mirándome sin comprender—. No sé de qué estás
hablando.
—Teníamos un plan —grité.
Sentí cómo su armadura se resquebrajaba y se convertía en humo.
—¿Qué plan?
¿La culpa la había carcomido hasta el punto de afectar a su memoria? ¿Era esa
la razón por la que había olvidado voluntariamente el precio que pagó su gemela?
¿O estaba actuando?
—Ella no se iría sin ti. Ni siquiera por mí.
Sus delicadas cejas se alzaron confundidas.
—¿Por ti? —Cerré los ojos y me pellizqué el puente de la nariz. Su confusión
me irritaba—. ¿Qué quieres decir?
Revivir esto era una putada. Me sentía responsable por no haberla salvado. Por
no protegerla. Nuestro amor secreto se convirtió en una tragedia.
—Ella me amaba. Yo la amaba.
Anticipé el movimiento de Liana, pero no el salvajismo en sus ojos.
Prácticamente se arrojó sobre la mesa. Apretó el cañón del revólver contra mi frente,
me rodeó la garganta con la otra mano y me miró con aquellos ojos dorados, tan
jodidamente familiares.
—Si la amabas, ¿por qué no la protegiste? —siseó—. Debería matarte.
La misma culpa que me había estado carcomiendo durante años me miró
fijamente a través de sus ojos. Liana se había roto y había vuelto a recomponerse,
pero en el fondo, esas piezas rotas no estaban en mejor estado que las mías.
—Deberías —acepté, con la mano sobre la suya, sujetando la pistola—. Pero
también deberías preguntarte por qué tienes esas lagunas en la memoria.
—Vete a la mierda. —Su voz temblaba de furia—. Recuerdo todo lo que vale
la pena recordar.
—Excepto yo y grandes partes de la vida de tu hermana.
Liana

—Hora de morir —gruñí, la ira volvía con fuerza e inundaba mi organismo. No


importaba que este hombre me hubiera dado el orgasmo más alucinante que jamás
había experimentado. No importaba que me hiciera sentir todas esas cosas que nunca
antes había experimentado.
La necesidad de terminar esto hizo que me temblaran las manos. El único
problema era que físicamente no podía apretar el gatillo. Y a juzgar por la expresión
de Kingston, él lo sabía.
—Adelante —me instó.
Su agarre permaneció sobre el mío, con la leve presión de su dedo sobre el
gatillo. El silencio dominaba el espacio entre nosotros. Cada célula de mi cuerpo
ansiaba arrancarle el corazón a ese hombre. Si tan solo pudiera ceder a la oscuridad
y dejar que ocurriera.
¿Por qué? Susurros embrujados me arañaban el cráneo, perforándome las
sienes y destrozándome por dentro. ¿Por qué no puedo matarlo?
Mi mente estaba atrapada en un laberinto, incapaz de encontrar una salida, y
este hombre era el culpable. Tantas emociones y pensamientos estallaban en mí, y
no tenía lo que hacía falta para procesarlos todos. No lo estaba superando, y lo que
más me importaba en ese momento era evitar que ese hombre fuera testigo de ello.
Así que cerré los ojos. Sentía que las lágrimas me quemaban. Cada bocanada
de aire que tomaba asfixiaba mis pulmones en lugar de insuflarme vida. El metal se
volvió insoportablemente pesado y mis manos temblaban a cada segundo que
pasaba.
—Hazlo, Liana. —Más fuerza en el dedo del gatillo. Abrí los ojos de golpe y
me encontré con su mirada oscura. Aparté la mano y apunté. Aterrorizada por lo que
encontraría si lo dejaba entrar, apreté el gatillo.
Bang.
Y fallé.
El arma se me escurrió de los dedos y cayó al suelo, con un ruido sordo en el
silencio de las secuelas.
—Era tu última oportunidad de dispararme. —Su voz tenía un tono oscuro—.
Pero te lo advierto. La próxima vez que me apuntes con un arma, será lo último que
hagas.
Dios mío.
Tantos sentimientos confusos me invadieron. Kingston Ashford era el único
hombre que había dudado en matar.
Yo... estaba perdiendo la cabeza. ¿De qué servía si ni siquiera podía matar a mi
captor? La bilis me subió a la garganta y, de repente, la comida que había ingerido
se revolvió en mi estómago. Un dolor agudo y punzante me atravesó las sienes.
Imágenes de Louisa se desataron. De mí. Nuestro guardaespaldas sin rostro.
El último recuerdo me golpeó tan rápido que me agarré la cabeza por el dolor.
—Deja de dibujarlo. —Mi hermana parecía agitada mientras yo terminaba
otro dibujo, sonriendo soñadoramente—. Madre perderá la cabeza si lo encuentra.
Mordí la punta del lápiz, ignorándola a ella y al ruido lejano que señalaba los
juegos de gladiadores de Madre e Ivan. Cada vez que asistíamos, su brutalidad
provocaba nuevas pesadillas.
—Los quemaré antes de irme a dormir. —Le lancé una mirada. Estaba sentada
al pie de mi cama, con las piernas entrecruzadas, mientras tecleaba frenéticamente
en el portátil que había traído de contrabando hacía dos horas. Llevábamos
idénticos pantalones de pijama rosas y negros con sudaderas del MIT. Aún
esperábamos que mamá la dejara ir a la universidad en otoño. Cualquier cosa con
tal de salir de aquí y ser unas adolescentes normales durante un tiempo. Quizás por
fin pudiera hacer cosas que hacían los chicos normales: ir a un concierto, incluso a
una fiesta y tomar malas decisiones.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
Levantó la cabeza.
—Intento entrar en el ordenador de Ivan.
Arrugué las cejas.
—¿Por qué?
No podía haber nada bueno en el portátil de nuestro padrastro. Ese hombre
era un pervertido enfermo y había que acabar con él. Si tan sólo alguien fuera lo
suficientemente valiente para hacerlo.
—Para saber cuándo viene el cártel de Tijuana.
—Mamá le dijo que no —susurré. El estómago se me revolvió con náuseas y
mis dedos apretaron el lápiz hasta partirlo por la mitad. Frustrada, lancé los trozos
al otro lado de la habitación, hacia la chimenea.
—Lo sé —me tranquilizó—. Sólo quiero asegurarme que Ivan no intente algo
a sus espaldas.
Asentí, pero mi humor ya se había agriado. Me levanté de la cama, recogí todos
los bocetos y me dirigí a la chimenea. Odiaba quemarlos, pero había que hacerlo.
Algún día, cuando estuviéramos lejos de aquí, los guardaría en un lugar seguro y
tal vez los compartiría con la gente. Los vi desintegrarse lentamente en cenizas,
como si nunca hubieran existido.
Volví a la cama y me tumbé.
—¿Qué haces? —Los ojos de mi hermana me escrutaron—. Sólo son las ocho.
Me encogí de hombros.
—Tardaré una eternidad en dormirme con todo ese ruido.
Uno pensaría que ya estaría acostumbrada a eso al crecer en este lugar de
mierda, pero no era así.
Soltó una risita divertida.
—¿Quieres que te ponga una almohada en la cabeza?
Puse los ojos en blanco, sin ninguna gracia. Tenía una claustrofobia terrible y
ella lo sabía.
—¿Quieres que te rompa la cara?
Cerró el portátil y me miró fijamente mientras se hacía el silencio, antes que
cayéramos en un ataque de risa. Aquella noche dormimos abrazadas y soñando con
un mañana mejor.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y me di la vuelta, corriendo hacia el baño.
El rostro que me recibió en el espejo era pálido, con los ojos hundidos y
aterrorizados. El rostro que me resultaba familiar, pero que estaba mal.
—¿Por qué no puedo recordarlo? —le pregunté a mi reflejo.
Había lagunas en mi memoria que resultaban alarmantes. Cuanto más intentaba
recordar, más me dolía la cabeza. Luchaba por encontrar trozos de mí que me
faltaban y no sabía cómo recuperarlos.
Secándome las lágrimas de las mejillas, mis músculos temblaban con sollozos
silenciosos. Me rodeé con los brazos en señal de consuelo y me mantuve firme
mientras volvía al dormitorio y me metía bajo las sábanas. Cerré los ojos y, por
primera vez en mucho tiempo, me permití llorar.
Por la chica que solía ser y por la chica en la que me había convertido pero que
ya no reconocía.

El aroma de la vainilla se apoderó de mis sentidos, sacándome lentamente del


sueño.
Permanecí tumbada, con los ojos parpadeando en la oscuridad, hasta que
percibí una figura sentada en un rincón. Me senté en la cama de repente, tirando de
las mantas hasta la barbilla y mirando fijamente a la sombra.
—¿Por qué eres tan espeluznante? —exclamé. No tenía fuerzas para discutir
con él.
El tono plateado de la luna proyectaba la única luz a través de las ventanas,
proyectando sombras sobre su escultural mandíbula. Algo en él parecía más
aterrador ahora. Como si hubiera desatado todo el espectro de su furia tras nuestra
pequeña batalla de poder de ayer.
—¿Qué has soñado? —me preguntó, y parpadeé, con la confusión en el centro
de la escena. Permanecí en silencio, con la mirada fija durante segundos, minutos,
hasta que volvió a romperlo—. Te he hecho una pregunta, princesa de hielo.
Había una dureza en él que podía absorber fácilmente la esencia de mi alma.
Todo en él estaba preparado para el peligro, y todo tenía que ver con mi apellido.
Algunos de mis recuerdos eran confusos, pero no hacía falta ser un genio para
entenderlo.
—No me acuerdo —respondí con sinceridad. Y de repente, me di cuenta. Por
primera vez en años, había dormido sin despertarme empapada en sudor.
—Interesante —comentó despreocupadamente, pero había esa tensión que no
se podía pasar por alto. Estaba en la tensión de sus largos dedos apoyados en los
reposabrazos. Estaba en la forma en que sus piernas estaban cruzadas rígidamente
por los tobillos. Sus vaqueros deberían haberlo hecho parecer informal, pero no lo
consiguieron. Los botones superiores de la camisa estaban desabrochados, dejando
al descubierto la tinta de la clavícula y el cuello.
—No has respondido a mi pregunta —repliqué. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí
sentado?—. ¿Por qué eres tan espeluznante?
—Técnicamente estás en mi casa, así que eres espeluznante por dormir en mi
cama. —Abrí la boca pero luego la cerré, horrorizada por su ridícula respuesta, pero
no se podía razonar con lunáticos, así que lo dejé pasar—. ¿Tienes hambre?
—No.
—Tienes que comer.
—Pues no quiero —contesté—. Perdí el apetito al despertarme con un
pervertido en mi habitación. —Todo en este hombre me sacudía tanto que mi
reacción instintiva era luchar contra él—. De hecho, es mejor que te acostumbres.
Planeo hacer que te arrepientas de haber pujado por mí. Y si esperabas sexo... Pues
no lo hagas. Tócame y te cortaré la polla.
No parecía preocupado por su polla. En lugar de eso, apoyó los codos en las
rodillas y se inclinó hacia delante, apretando los dedos. Sus ojos oscuros se clavaron
en mí, con mensajes tácitos que me dejaron un sabor agudo en la lengua.
—Parece que estás delirando. —¿Este cabrón me estaba provocando a
propósito?—. Ahora eres de mi propiedad. Eso significa que tienes que hacer todo
lo que yo diga.
Me burlé.
—Aguanta la respiración.
—Ahora es mi trabajo mantenerte a salvo. —La fiereza de sus palabras se
yuxtaponía a la fría amenaza de su voz—. Y lo haré por todos los medios necesarios.
—Permanecí en silencio, mirándolo fijamente, y una pequeña sonrisa se dibujó en
sus labios. Al cabrón le parecía divertido—. Ahora me acompañarás a cenar abajo y
me dirás por qué insististe en que te llevara a Perez.
Mis ojos se desviaron hacia la ventana y él siguió mi mirada.
—Es demasiado tarde para cenar —repliqué con ironía.
—Sólo son las ocho, y los europeos prefieren cenar más tarde de todos modos.
—Parecía que Kingston tenía todas las respuestas. Se levantó y yo me agarré con
más fuerza a las mantas. Debió de notarlo, porque vi una sonrisa en sus labios—.
Baja dentro de cinco minutos —ordenó, y salió de la habitación.
No fue hasta que se hubo ido que comprendí sus palabras. ¡Europa! Estaba en
una isla de la maldita Europa.
Kingston

Mientras cenábamos, la tensión era tan densa que podría haber rebotado en la
pared.
Tomé un sorbo de mi agua con gas, necesitando toda mi cordura para lidiar con
esta mujer que se las arreglaba para sorprenderme a cada paso. No era la Liana que
recordaba.
—¿Qué tal la comida? —le pregunté.
—Odio el filete —gruñó, con la luz de las velas iluminándole la cara—. Odio
el puré de patatas y odio el maíz.
—Lástima, es mi comida favorita. —Me gustaban todos los platos buenos, pero
la libertad de poder asar mi propia comida me resultaba muy gratificante después de
pasar años siendo alimentado con bazofia por su madre y su padrastro.
Corté el filete, me metí un trozo en la boca y lo mastiqué lentamente mientras
la estudiaba. Normalmente prefería la soledad, pero, por alguna razón, quería tener
a esta mujer a mi lado. Así que forcé la cena.
Algo dentro de mí me impulsaba a entenderla y comprender la atracción que
ejercía sobre mí.
—Un caballero preguntaría cuáles son las preferencias de una dama —siseó.
—Menos mal que no soy un caballero.
—Lo olvidé. —Agitó el tenedor en el aire—. Eres un asqueroso. —No iba muy
desencaminada. Cuando mi inquietud se apoderó de mí hoy temprano, fui a su
habitación y la vi dormir. No me calmé hasta que oí el relajante sonido de su
respiración—. Me aseguraré de devolver el favor —dijo interrumpiendo mis
pensamientos.
Mis dedos se apretaron alrededor de mi cuchillo de carne. Debería advertirle
que no sería prudente acercarse a mí a hurtadillas. De hecho, en el pasado había
matado a gente que había hecho precisamente eso.
Aparté el plato y me incliné hacia delante.
—Si entras en mi habitación, lo consideraré una invitación —dije sin una pizca
de emoción.
Se sentó frente a mí, con el cuerpo rígido y los nudillos blancos. De vez en
cuando me fulminaba con la mirada, e imaginé que probablemente estaba
imaginando todas las formas en que podría rebanarme y cortarme en dados con sus
cubiertos. Tomé nota mentalmente que en adelante sólo le daría cuchillos de
mantequilla, aunque mi instinto me advirtió que probablemente encontraría la forma
de acabar conmigo también con ellos, lo que no sería un buen augurio para ella. No
había nadie en la isla, y la única forma de salir de ella era en avión o en barco.
Ninguno de los cuales ella tenía acceso.
—¿Invitación a qué? —preguntó, con tono dubitativo.
—A follarte hasta dejarte inconsciente.
Sus mejillas se sonrojaron con un delicado tono rosado y me miró a través de
sus espesas pestañas, haciendo que mi corazón se retorciera. Me recordaba tanto a
Louisa.
—Eres un puto pervertido —dijo, con la voz entrecortada. Debió de darse
cuenta porque apretó los dientes—. Si entro en tu habitación, estarás muerto antes
que tu polla tenga la oportunidad de ponerse dura.
Y eso fue todo.
Desde la muerte de Louisa, mi polla no había respondido a una sola mujer.
Lloré a mi rayo de sol, luego me volví célibe con toda la intención de morir así.
Hasta que ella se cruzó en mi camino. No sabía qué era -su parecido o su fuego-,
pero de repente mi polla decidió jugar. Y estaba mal a muchos niveles.
El resto de nuestra cena continuó en silencio a pesar de las muchas preguntas
que necesitaban respuesta.

Me senté en mi despacho e intenté ocuparme de algunos correos electrónicos y


pagar algunas facturas. Mi madre me dejó una parte de su herencia y del imperio que
había heredado de su padre, pero eso conllevaba responsabilidades. Y lo mismo
ocurría con mi propia riqueza, que había construido con sangre. Mis habilidades para
rastrear a la gente eran muy codiciadas en la Omertà.
Cuando el reloj de pie dio la medianoche, me encontré mirando fijamente el
portátil conectado a mi canal de vigilancia, observando a Liana en la biblioteca como
si fuera mi único propósito en la vida.
Mi corazón latía con fuerza al verla, y un dolor anhelante se extendió por mi
pecho. Necesitaba comprender esta creciente obsesión con Liana, pero esto, tenerla
cerca, tendría que bastar por ahora.
La observé acurrucada en el sofá, con las piernas dobladas y una manta sobre
el regazo. Estaba preciosa, con la misma ropa delicada de la cena. El cabello le caía
por los delgados hombros en una cascada de ondas bañadas por el sol. Su piel suave
irradiaba el cálido resplandor del fuego.
Sujetaba el bloc con la mano derecha y utilizaba el lápiz con la izquierda para
dibujar. No tenía ni idea de qué o a quién dibujaba, pero de vez en cuando arrojaba
un manojo de papel al fuego. Las dos gemelas dibujaban, pero Lou siempre lo hacía
mejor y, a juzgar por la forma en que Liana miraba sus dibujos con las cejas
fruncidas, los suyos no habían mejorado.
Llevaba dos horas en la misma posición, dibujando y luego descartando.
Cambiando el lápiz entre la mano izquierda y la derecha, masajeándose la muñeca
izquierda de vez en cuando. Diría que era patética por no abandonar el hobby en el
que destacaba su hermana, pero me di cuenta que yo lo era aún más.
Carajo, esto era una maldita estupidez.
No debería estar espiándola a través de la cámara, empapándome de cada
expresión que pasaba por su cara. Me dispuse a cerrar el canal, pero, como todas las
veces anteriores, me detuve en el último segundo.
Empezó a tararear, una melodía lejana y débil, pero suficiente para
estremecerme el pecho. Quise marchar por el pasillo e irrumpir en la biblioteca,
agarrarla y llevármela a la cama. Entonces me adueñaría de sus ruidos mientras me
introducía en su calor apretado y húmedo, escuchando sus súplicas de más. Quería
atormentarla y hacerle pagar por hacerme sentir así.
Apretando los dientes, finalmente salí del programa y me puse de pie. De
nuevo, me encontré rebosante de energía inquieta.
Mierda.
Quizás traerla a mi isla, donde no había nada ni nadie que me distrajera de ella,
no fuera tan buena idea después de todo. El efecto de su presencia se hacía cada vez
más desesperante y todos mis instintos oscuros y primarios me provocaban. Quería
agarrarla, inclinarla y poseerla. Me dolían las pelotas, ansioso por enterrarme dentro
de ella.
Me levanté de un salto, salí del despacho y seguí a ciegas el camino hacia la
biblioteca. Necesitaba hablar con ella, oír su suave voz.
Mis piernas me llevaron a mi destino en un tiempo récord y entré acechando.
La puerta de la biblioteca se estrelló contra la pared por la fuerza de mi urgencia.
Liana se levantó de un salto y miró a su alrededor como si esperara a alguien más.
—¿Qué coño pasa, Kingston? —Le brillaban rayos en los ojos y su escote se
tiñó de carmesí. Mi mirada se desvió hacia sus pechos. Sus siguientes palabras me
dijeron que mi discreción carecía de delicadeza—. Mis ojos están aquí arriba,
zasranets. —Imbécil. Le encantaba insultarme en ruso—. ¿O quieres que te saque
los ojos?
Cerré la puerta para preservar el calor de la biblioteca y me apoyé en ella,
metiéndome las manos en los bolsillos.
—¿Lo has hecho antes? —le pregunté con indiferencia.
Parpadeó, con las mejillas enrojecidas.
—¿Hacer qué?
La comisura de mis labios se elevó. Alguien tenía la mente en blanco.
—Sacarle los ojos a alguien —aclaré.
Se quedó callada y su expresión se ensombreció antes de disimularlo.
—Lo he hecho —respondió, con voz distante y plana—. He apuñalado a un
hombre en los dos ojos y luego he visto cómo se desangraba durante horas.
Las palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Liana siempre había
sido la gemela más fuerte, pero nunca psicótica ni despiadada.
Suspiró, y el sonido desgarrador tiró de las cuerdas de mi corazón ennegrecido.
No era Louisa, pero había una parte de mí que ansiaba protegerla y borrar todo lo
malo que había sufrido para convertirse en esta versión despiadada de sí misma.
Pero entonces, con la misma rapidez, borró su expresión y entrecerró los ojos
hacia mí.
—Tienes que hacer algo con esta biblioteca —refunfuñó.
—¿Qué quieres decir?
—No hay ni una sola novela romántica.
Fruncí el ceño.
—Hay una sección entera con novelas de Agatha Christie —señalé.
—Sí, ya lo sé. —Alguien se había puesto cómodo—. Pero no me refería a
novelas policíacas, ¿verdad?
Se me apretaron las muelas. No había nada como ir de un extremo a otro.
—¿Por qué quieres volver a Perez? —Dije en su lugar, concentrándome en las
respuestas que necesitaba de ella.
—No es asunto tuyo.
—Estoy intentando ayudarte. —Jadeó como insultada y giró la cabeza para
mirar la chimenea—. Sea lo que sea lo que intentas hacer, necesitas recursos.
Me miró como una leona dispuesta a abalanzarse sobre mí por atreverme a
señalar lo obvio. Mostré los dientes, la parte sádica de mí esperaba que lo hiciera.
Me encantaban los retos.
—No necesito nada ni a nadie. Si quieres ayudarme, libérame y llévame de
vuelta a Brasil.
—No puedo hacerlo. —Sus ojos se llenaron de fuego. Algunos dirían que nos
dirigíamos a un desastre. Yo diría que sea lo que sea esto podría ser un ingrediente
para algo más—. A menos que sepas pilotar un avión o navegar un barco.
Sus hombros se hundieron sólo un segundo antes que el optimismo llenara sus
rasgos.
—Seguro que puedo resolverlo si me proporcionas un manual de instrucciones.
Apreté los puños. Jesús, la mujer estaba dispuesta a matarse para volver a
Brasil. Me pellizqué el puente de la nariz. Estaba claro que no iba a compartir nada.
Podía intentar torturarla, pero no me gustaba hacer daño a las chicas. Sospechaba
que esta pequeña psicópata no me diría nada aunque lo hiciera.
—Claro, te conseguiré los manuales de instrucciones de ambos —cedí
finalmente—. Si consigues poner en marcha alguno de los dos, puedes irte.
Pero primero, me aseguraría de quitar los cables de encendido. Luego veríamos
hasta dónde llegaba sin la ayuda que ella rechazaba tan rotundamente.
Liana

Había estado en esta maldita isla durante una maldita semana.


Y la única conclusión a la que había llegado era que Kingston Ashford era un
grano en el culo. La única razón por la que me había dado el estúpido manual de
instrucciones era para hacerme callar.
Fue culpa mía, en realidad: no especifiqué cómo me entregarían la maquinaria.
El cabrón saboteó los motores.
—Grady White de primera, una mierda —murmuré mientras cerraba el tablón
de la cubierta con la fuerza suficiente para hacer que el barco se balanceara.
—Hoy pareces alegre. —Reconocería esa voz suave como la seda en cualquier
parte. Me dolían las extremidades de tanto subir y bajar de este estúpido barco y no
estaba de humor. A pesar de los meses de invierno, las temperaturas durante el día
eran lo bastante cálidas como para ponerse el bañador o quemarse al sol, lo que me
hizo pensar que teníamos que estar en algún lugar del extremo sur de Europa. El
clima mediterráneo era un indicio; los numerosos árboles frutales, olivos y arbustos
de lavanda eran otros.
Me incorporé lentamente y vi a Kingston descansando en la sombra en
bermudas y camiseta blanca, con la tinta algo visible bajo el tejido elástico. Me
tendió una botella de agua y mis ojos traidores se clavaron en su bíceps en flexión.
En mi distracción, apenas me agaché a tiempo para que no me alcanzara y
golpeara la silla del capitán.
—Bebe. —Lo fulminé con la mirada, pero antes que pudiera quejarme,
añadió—. Y no saques el tema de los caballeros. Se está haciendo viejo.
—Casi me pegas con eso —eché humo.
—Bebe —repitió—. No puedo permitir que te desmayes.
Agarré la botella de la cubierta, me bebí la mitad y lo señalé con el dedo.
—Lo has hecho a propósito —lo acusé.
—¿Qué he hecho? —Sus ojos parpadeaban divertidos y su voz estaba cargada
de humor—. Vas a tener que ser un poco más específica. Hago muchas cosas todos
los días.
Los nervios me recorrieron. Realmente me disgustaba la reacción de mi cuerpo
ante él. Daría mi teta izquierda por deshacerme de él. Estaba tan jodidamente mal.
Primero, estaba claro que estaba enamorado de mi gemela. Segundo, su moral era
cuestionable. No podíamos ser dos con una moral cuestionable, sería como alimentar
a un asesino en serie con más víctimas. Y por último, si yo no había captado su
atención antes, cuando aparentemente pasó diez años como mi guardaespaldas,
estaba claro que ahora sólo veía a mi gemela en mí.
—Me dejaste el manual porque sabías que no servía de nada. Maldito seas.
Una mueca en su mejilla.
—Lo hice.
—Maldito...
—Mejor piensa dos veces lo que dices a continuación. —Exageró cada palabra,
haciendo que se me encendieran los orificios nasales. ¿Creía que podía amenazarme
y yo me acobardaría? Estaba muy equivocado. Había aprendido de mi querida madre
que no se podía confiar en nadie.
Todo el mundo quería hacerte daño, y este hombre no era una excepción. Mi
objetivo era hacerle daño a él primero.
—No está bien que me des esperanza y luego me la quites. —Respiré
agitadamente, el sudor humedeciendo mis sienes mientras me limpiaba las palmas
de las manos contra mis diminutos pantalones cortos de mezclilla—. En realidad, es
cruel.
Me observó un momento, con las cejas tensas.
Las cenas de la semana pasada habían sido frustrantes pero... algo amistosas.
Por supuesto, eso no nos impedía pelearnos a la primera oportunidad. Como ahora.
—Tienes razón —carraspeó—. Lo siento.
Mis ojos se abrieron. Incliné la cabeza, estudiando su expresión, pero sólo
encontré sinceridad en sus ojos.
Me zambullí en el agua cristalina y fría que sólo me llegaba a las rodillas, la
vadeé y me dirigí a la orilla. La arena estaba caliente bajo mis pies mientras me
acercaba a Kingston.
Me detuve a tres metros de él, el aire crepitaba mientras nos mirábamos
fijamente. A menudo me preguntaba qué veía cuando me miraba. ¿Sólo una mujer
rota? ¿Mi gemela? ¿La hija de su enemigo? ¿O quizás yo era su enemiga?
Fuera lo que fuera, me ponía de los nervios.
—Tengo una sorpresa para ti. —Sus ojos oscuros me atravesaron. Algo se
agitaba cada vez que me miraba. Tuve que serenarme.
—¿Vas a arreglar este barco y sacarme de esta isla? —pregunté, quitándome el
exceso de agua de la coleta.
Carraspeó mientras seguía el movimiento de mis manos.
—Eres lo bastante lista, no necesitas que te responda a eso. —Se levantó,
sobresaliendo por encima de mí, y se giró—. ¿Vienes?
—¿Tengo elección? —No pude evitar desafiarlo. Era como si mi boca se
moviera independientemente de mi mente.
—No.
Mis pensamientos se detuvieron cuando Kingston se detuvo, mirándome por
encima del hombro. Sus labios se dibujaron lentamente en una sonrisa, y odié cómo
me enfurecía.
—Podría echarte al hombro y llevarte —dijo, su tono incitante. ¿Estaba
flirteando conmigo?
—De acuerdo. Ya voy —susurré, negando con la cabeza y desviando la mirada.
El resto del camino de vuelta a la finca lo hice en silencio, con cuidado de no
pisar piedras o ramas afiladas. Para mi sorpresa, se dirigió hacia la biblioteca. Nada
más entrar, se me escapó un grito ahogado.
—¿Qué...? —Sacudí la cabeza, sin palabras—. ¿Cómo?
Descalza, caminé hacia la pared sur. En algún momento de la última semana,
Kingston había reorganizado toda una pared con estanterías del suelo al techo. Una
escalera delante, tallada ornamentalmente en madera maciza. ¿Y lo mejor? Estaba
repleta de una gran variedad de autores románticos: Jane Austen, Charlotte Brontë,
Barbara Cartland, Eliza Haywood, Maria Edgeworth.
Me giré y vi a Kingston mirándome, apoyado contra la pared y con las manos
metidas en los bolsillos. Su mirada estaba marcada por algo acalorado y oscuro, algo
que luchaba contra mi determinación.
—Las encontré guardadas en el desván. —Se apartó de la pared y se acercó a
mí. Sentí como si hubiera olvidado cómo respirar a cada paso. Sus largas y elegantes
yemas rozaron los lomos deshilachados—. Hay títulos tradicionales, y algunos
más...
Se aclaró la garganta, atrayendo mi atención hacia su rostro. ¿Se estaba
sonrojando Kingston?
—¿Más qué? —insistí.
—Más escandalosos.
—¿Dónde? —solté. El calor se apoderó de mis mejillas, y cada centímetro de
mí se calentó, dándome cuenta que acababa de admitir mi amor por las novelas
románticas sucias.
Sus ojos se posaron en mis mejillas y se echó a reír. Fue un sonido fácil, uno
que no creo que estuviera acostumbrado a hacer.
Sentí calor en el estómago.
Se pasó una mano por el cabello oscuro y, antes que me diera cuenta, acortó la
distancia que nos separaba. Me rodeó la nuca con la mano y esperé con la respiración
contenida. No sabía qué estaba esperando, pero algo me decía que estaba a punto de
averiguarlo.
La boca de Kingston encontró la mía y me estremecí. Su beso era intenso, me
robaba el oxígeno y vaciaba mi mente de pensamientos racionales. Mis curvas se
amoldaban a su cuerpo duro, ardiendo en todas las partes donde me tocaba.
Me echó la cabeza hacia atrás, devorando mi boca con una intensidad y un
hambre que igualaban los míos. Era como si no pudiera parar, y con cada latido nos
perdíamos en la pura locura.
Hasta que se apartó, dejándome inestable sobre mis temblorosas rodillas. Su
mirada oscura chocó con la mía mientras se formaba una tormenta a nuestro
alrededor, y supe que acababa de cambiar el curso de nuestras vidas.
—Disfruta de tus libros —fue todo lo que dijo mientras se alejaba de mí,
alejándose del charco al que acababa de reducirme.
Kingston

Algo había cambiado, de forma constante y lenta, durante la última semana. O


tal vez podría situarlo en el momento en que vi por primera vez a Liana salvando a
aquellas mujeres del contenedor en Washington.
Liana Volkov me tenía en ascuas. Me dolía por ella. Ansiaba su presencia todo
el puto tiempo, y eso era inaceptable. Tal vez esto -lo que fuera- era un ingrediente
para una vida feliz.
Se suponía que ella no era la indicada para mí, pero por la razón que fuera, no
podía pasar ni una hora sin buscarla. Nuestros caminos habían convergido, y ambos
habíamos quedado luchando contra esta atracción chisporroteante. Si antes no estaba
seguro, ahora sí lo estaba. Nuestra pequeña incursión a través de las líneas enemigas
casi incendió la maldita isla.
Estaba mal, lo sabía. Pero me sentí muy bien.
Respiré hondo y me senté en mi despacho, contemplando las ondas del agua
cristalina. Louisa siempre soñó con un lugar apartado, cálido y con una playa para
ella sola. Ella nunca lo consiguió, pero su gemela sí.
No era justo, pero no tenía ni la energía ni el valor para seguir luchando.
Mi teléfono zumbó y eché un vistazo a la pantalla.
—Hola, Winston —dije por el altavoz.
—¿Te encuentras bien?
—¿No debería estarlo? —repliqué secamente.
—Considéralo un aviso. —Mis hombros se tensaron—. Illias Konstantin se
puso en contacto con Byron. Al parecer, los Thorns of Omertà quieren tu
localización.
—¿Quién concretamente? —gruñí. Los bajos fondos siempre podían ponerse
en contacto conmigo, pero nunca localizarme. Fue a propósito: la confianza era una
perra que hace que te maten.
—Enrico Marchetti. —Carajo, sabía que no lo dejaría pasar. En cuanto supo
que Sofia tenía una hija, quiso ponerle las zarpas encima y hacerle pagar por la
tortura que había sufrido su esposa.
Sí, trabajé junto a los Omertà. Sí, maté con ellos y para ellos. Pero no les
permitiría acercarse a Liana.
Ella era mía y sólo mía.
—Dile que no tienes forma de ponerte en contacto conmigo —dije.
—Entendido. —Casi podía oír la sonrisa en su voz—. ¿Cómo está mi avión?
—Tuve que desmontarlo.
—¿Qué?
—Lo tendré en forma antes que regrese. —Obviamente sabía que ella nunca
sería capaz de pilotar un avión, pero quería que viera por sí misma lo inútil que sería
trabajar sola. Y tal vez quería darle una lección al mismo tiempo, demándame.
—Es toda una mujer, ¿eh?
—Lo es —asentí, y luego desvié la conversación de Liana—. ¿Alguna
posibilidad que conozcas a alguien capaz de rastrear ADN? —pregunté, cambiando
de tema—. Ese dedo rebanado que dejé en mi congelador allá en D.C. Quiero saber
a quién pertenece.
—Hmmm. —El silencio retumbó en la línea por un momento—. Puede que sí.
¿Te parece bien si hago que alguien lo tome de tu ático? Estoy en París con Billie.
Billie era la esposa de mi hermano y, teniendo en cuenta que los dos acababan
de pasar seis años separados, entendía su reticencia a dejarla.
—¿Qué tal si te lo hago llegar una vez que esté de vuelta en los Estados Unidos?
—Mejor que vaya directamente a mi amigo Tristan Bennetti. Él conoce a un
excelente patólogo forense.
—Envíame la dirección.
Una vez terminada la llamada, abrí la vigilancia y encontré a Liana en la cama,
dormida, y un libro apretado contra su pecho. Hice zoom y leí el título: Sexo en la
playa.
Me puse de pie y me dirigí a su habitación, abriéndome paso sin hacer ruido.
La encontré en posición fetal, con las cejas fruncidas, como si luchara contra
demonios incluso en sueños. Una brisa fresca entraba por la ventana agrietada. La
luz de la luna proyectaba un tenue resplandor sobre su rostro, y mi pecho se agitó al
verla. Tenía los labios ligeramente entreabiertos y respiraba entrecortadamente.
Me dejé caer sobre mis rodillas junto a ella y observé su rostro dormido.
Solía decirles a las gemelas que notaba las diferencias en sus rasgos faciales.
Ya no podía decir lo mismo.
Le pasé el pulgar por los pómulos, contento de ver que la comida que le había
preparado los estaba rellenando un poco más.
Me aparté y me dejé caer en mi asiento habitual del rincón. Sabía que estaba
mal, pero no podía volver a dormir solo. No cuando sabía que ella calentaba las
sábanas a dos puertas de mí.
Unos gemidos me sacaron de mi letargo.
Parpadeé, adaptando los ojos a la penumbra de la habitación, y divisé el sol
apenas por debajo del horizonte. Un calambre en el cuello y la rigidez de la columna
me dijeron que me había quedado dormido en una silla. Otra vez. Con la cabeza
aturdida, me recosté en el asiento y me acomodé de lado, cerrando los ojos una vez
más. Al oír otro gemido, abrí los ojos de golpe.
Al principio, no pude encontrarla. La cama estaba vacía, pero oía su respiración
agitada. Miré a mi alrededor y distinguí un cuerpo hecho un ovillo en el suelo. Me
puse en marcha, di cinco pasos para acortar la distancia y me agaché junto a ella.
Otro gemido.
Su cuerpo se estremeció y sus hombros sufrieron espasmos, sus delicadas
manos se envolvieron alrededor de sí misma para protegerse. Su melena rubia le
tapaba la cara.
—Por favor... No... —gimoteó. Le aparté el cabello y vi que tenía los ojos
cerrados con fuerza—. Otra vez no.
—Liana. —Ni siquiera se movió—. Liana, despierta.
Sus ojos se abrieron, pero era casi como si mirara a través de mí. Estaba en
trance, sin ver.
—Por favor —gimoteó—. Detente... Por favor detente.
—Shhh... —susurré mientras mis instintos protectores se ponían en marcha—.
Estás a salvo. —Le pasé los dedos por el cabello, peinando sus suaves hebras
doradas. Sus ojos se encontraron con los míos, pero seguían vidriosos—. Shhh, te
tengo. Nadie va a hacerte daño.
Al darme cuenta de lo sinceras que eran esas palabras, me golpeó de lleno en
el pecho. Le rodeé la espalda con los brazos y la tomé en brazos. Se acurrucó en mis
brazos, su cuerpo temblaba mientras seguía murmurando sus súplicas.
La metí bajo las sábanas y, cuando iba a moverme, un gemido brotó de sus
labios y su mano se aferró a la mía.
—No me dejes. —Me quedé paralizado—. Por favor.
—No lo haré —prometí. Su cuerpo se relajó y un suspiro tranquilizador salió
de sus labios mientras volvía a dormirse.
Me subí al otro lado de la cama, descansando encima de las sábanas, y me llevé
las manos a la nuca.
Cuanto más conocía a esta mujer, más me desconcertaba. Me resultaba tan
natural y sencillo estar en su compañía.
No me dejes.
Eran las mismas palabras que le había susurrado a Louisa una vez. Sin saberlo,
Liana había tocado un nervio, sus palabras se grabaron en mi mente como las
cicatrices que su madre había dejado en mi piel. Una frase tan simple, pero que me
partió el pecho ya roto.
No debía acercarme a ella, por mucho que me atrajera a su órbita. Era una
traición a Louisa, a mí mismo... y a Liana. Ella se merecía algo mejor.
Entonces, ¿por qué mi corazón entumecido sangraba ante la idea de renunciar
a ella?
Liana

Algo olía delicioso, como a vainilla caliente especiada. Quería acurrucarme en


él y no despertarme nunca.
Abrí los ojos y bostecé cuando mi mirada se posó en el cuerpo que estaba a mi
lado. Miré hacia arriba, más arriba, más arriba y directamente a un par de ojos
oscuros. Me aparté de él, con el corazón acelerado en el pecho, y me caí de la cama
de culo.
—¿Estás bien?
—¿Por qué estás aquí?
—Me pediste que me quedara. —Parecía ofendido, aunque no entendía por qué.
Estaba en mi cama.
—¿Por qué iba a pedirte que te quedaras? —Se encogió de hombros—.
Nosotros no... —Hice un gesto frenético entre nosotros, enferma de pensar que
podría haber tenido sexo con él y no recordarlo—. Dios mío, por favor, dime
nosotros...
Me llevé las manos al cabello, con las uñas arañándome el cuero cabelludo.
Unos pies descalzos aparecieron delante de mí cuando Kingston se deslizó fuera de
la cama y se unió a mí en el suelo de madera. Me agarró la barbilla entre sus finos
dedos.
—Tuviste una pesadilla y me pediste que me quedara —repitió—. Nada más y
nada menos.
Al ver la verdad en sus ojos, solté un suspiro de alivio y me levanté. Me puse
de rodillas y me quedé inmóvil, a la altura de su entrepierna, donde se había abierto
una tienda de campaña en sus pantalones de chándal. Las imágenes de cuando
jugueteábamos en su ático danzaron en mi memoria: su aroma a vainilla especiada,
su respiración agitada e irregular, su boca en mi coño.
Se me escapó un suspiro estremecedor y se me puso la piel de gallina.
El pulso me latía entre las piernas, deseosa de sentir un contacto humano que
me estremeciera hasta lo más profundo. Este hombre era el único que quería que me
tocara, y ahora ansiaba sentir sus manos y sus labios sobre mi piel.
—Los ojos aquí arriba. Y levántate de tus rodillas. —Me sobresalté al oír su
voz, saltando como una gimnasta olímpica—. Tranquila —se apresuró a decir
mientras yo casi perdía el equilibrio, sus ojos recorriendo mis piernas y caderas como
si estuviera pensando en la forma de estabilizarme—. Nunca te he visto moverte tan
rápido fuera para matar hombres.
La agitación se reavivó en mi pecho. Él me conocía, pero yo a él no. Y si todo
lo que me había contado hasta entonces era cierto -lo cual sospechaba-, entonces
debería hacerlo.
Realmente era demasiado pronto para todo esto.
—No me des ideas.
A lo mejor me tiene miedo, pensé con orgullo, y luego solté un suspiro
exasperado ante la idea, reprendiéndome mentalmente. Kingston -Ghost- era uno de
los rastreadores y asesinos más letales de los bajos fondos.
Soltó un bufido burlón.
—Touché.
Nuestras miradas se cruzaron y el rugido de mis oídos se intensificó. En sus
oscuras profundidades, vislumbré una chispa de algo que me hizo sentir calor. Mis
pezones se endurecieron y mi piel se enrojeció de excitación.
—Gracias —murmuré, las palabras salieron de mis labios sin mi permiso. Me
miró fijamente pero no se movió, y yo cambié el peso de un pie a otro, inquieta en
el silencio. Era una novedad que alguien no se aprovechara de mí cuando estaba
vulnerable, sobre todo después de las semanas que había pasado esperando la subasta
y a Cortes—. Gracias por quedarte conmigo durante mi pesadilla.
Maldita sea, sonaba vulnerable, pero también ronca y sin aliento. Lo sentí como
una fuerza física que me atraía, y la sensación me hizo dar medio paso atrás con las
piernas temblorosas. Su mandíbula se flexionó al verme retroceder.
—¿Qué tal si desayunamos? —me ofreció, con voz suave a pesar de que bajo
su pétrea frente se escondía algo oscuro y salvaje.
—Sería estupendo, gracias.
Asintió.
—Nos vemos en la terraza, princesa de hielo.
Mis hombros se desplomaron y sentí que toda la energía que acababa de
recorrerme se escurría. Estaba agotada. Él me agotaba.
—Deja de llamarme así —murmuré mientras me daba la vuelta, sin saber por
qué me molestaba aquel apodo.
Lo sentí rondar junto a la puerta, con la mirada clavada en mi espalda, antes de
marcharse sin decir nada más.
Veinte minutos después aparecí en la terraza, fresca tras la ducha y con un
vestido de tirantes finos -de nuevo rosa- y un abrigo blanco sobre los hombros.
Kingston ya había preparado el desayuno y puesto la mesa. Me acercó una silla y no
pude evitar sentirme como una chica en una cita. Aunque nunca había tenido una.
—¿Siempre cocinas tú? —pregunté con curiosidad mientras quitaba la tapa en
forma de cúpula de mi plato.
Estaba de pie junto a mí, esperando a que tomara asiento, con su camisa negra
crujiente amoldándose a su cuerpo tonificado. Todo lo que tenía que hacer ahora era
flexionar esos bíceps manchados de tinta y yo estaría perdida.
—Sí quiero.
El piar de los pájaros, el sonido de las olas a lo lejos y la brisa se calmaron
cuando se sentó frente a mí. El hombre tenía que ser el epítome de la eficiencia
porque se las arregló para ducharse, cambiarse y cocinar todo mientras yo me
preparaba.
—¿Te gusta? —Me impresionó que mi voz fuera uniforme, ocultando la
atracción que sentía hacia él. Lo achaqué a su maldito aroma. Vainilla y especias.
—Me gusta.
—¿Por qué? —Supuestamente conocía a este hombre desde hacía al menos una
década, pero no sabía absolutamente nada de él. Tal vez él podría ayudarme a llenar
esas lagunas en mi memoria, sin darse cuenta, por supuesto.
Se encogió de hombros.
—Me gusta la comida.
—A mí también —comenté—. A mí no me ves esclavizada entre cocinas.
Se rio.
—Estás demasiado ocupada matando.
—¿Y tú no? Eres un asesino para la Omertà y coleccionas los putos dientes de
tus víctimas.
Se quedó inmóvil, como un maniquí por un momento, antes de reanudar la
comida. El arrepentimiento se apoderó de mí al instante. Este hombre podía parecer
un monstruo salido de mis pesadillas, pero no lo era. En el fondo de mi corazón, lo
sabía. Teniendo en cuenta su adoctrinamiento por parte de mi madre e Ivan a una
edad tan temprana, me sorprendió que no estuviera más loco.
—Lo siento —me disculpé—. Eso estuvo fuera de lugar.
No importaba quién resultara ser o a cuántos matara. Sólo intentaba sobrevivir,
como cualquiera que se vea obligado a soportar el inframundo.
Levantó la cabeza y sus ojos recorrieron mi rostro antes de posarse en mis
labios. Su expresión me decía que seguía sufriendo en silencio.
Agarré el tenedor y empecé a comer. Huevos revueltos, croissant de almendras,
tortita de arándanos bañada en sirope. Sin beicon a la vista.
Comimos en silencio un rato hasta que habló.
—Disculpa aceptada. —Mis hombros se hundieron de alivio. Levantó la
mirada, pesada y sin emoción. Sin embargo, una tormenta se gestó bajo su oscuridad,
cambiando la temperatura de mi corazón de fría a caliente. Hablando de extremos
con este hombre—. Con una condición.
Me burlé.
—Esto debería ser bueno.
Sus ojos recorrieron mi cuerpo, dejando un rastro de hielo y fuego a su paso.
Me removí en la silla, de repente cohibida. Odiaba estos nuevos sentimientos de
inseguridad. Yo no era así.
La impaciencia me miró fijamente.
—Lo tomas o lo dejas.
Incapaz de resistir mi curiosidad, pregunté:
—¿Cuál es la condición?
—Responde a algunas preguntas —me dijo.
Entrecerré los ojos.
—Bien, pero me reservo el derecho a no contestar.
—Bien.
—Y yo también puedo hacerte preguntas —enmendé rápidamente.
—De acuerdo, pero me reservo el derecho a no contestar. —Me devolvió mis
propias palabras con indignación—. Aunque me pregunto qué se te ocurrirá
preguntar si ni siquiera te acuerdas de mí.
Tú y yo, amigo, pensé con un resoplido.
—De acuerdo, ahora te toca a ti asombrarme. —Sonreí burlonamente—. Haz
tu pregunta.
Dejó escapar un suspiro sardónico.
—Estás buscando problemas, ¿verdad? —Me encogí de hombros y puse los
ojos en blanco antes que continuara—. ¿Por qué no te salvó tu madre cuando te
secuestraron en Washington?
—A lo mejor cree que estoy muerta —contesté. No creía que me fuera a gustar
este juego.
—Te mencionaron en la web oscura. No hay posibilidad que se le haya pasado
por alto. Perez te ha echado el ojo durante mucho tiempo.
De alguna manera no me sorprendió, pero aun así envió una punzada a través
de mi corazón. No es que quisiera volver con esa zorra loca. Era más por el hecho
que nunca había experimentado el afecto maternal.
—Entonces ya no debo serle útil —dije, contenta que mi voz no reflejara mi
agitación interior. Hacía tiempo que sabía que mi madre no era una buena persona,
pero seguía siendo mi madre. Incluso eso apenas bastaba para intentar olvidar los
años de tortura y las peligrosas condiciones de vida. Sólo me defendía cuando le
convenía, y eso era imposible de ignorar ahora—. Mi turno.
Reflexioné sobre cómo formular mi pregunta sin tener que sacar a relucir los
horrores que lo perseguían.
—¿Por qué...? ¿Cómo acabaste con Ivan y...? —Mi madre, pensé, pero no pude
pronunciar la palabra.
—Mi padre lo jodió en un trato, e Ivan decidió ir por mi hermana. En vez de
eso, me atrapó a mí.
Sonaba distante, pero el significado de sus palabras me produjo un escalofrío.
Al igual que yo, fue un peón en la cagada de sus padres.
Me tragué un nudo en la garganta.
—Lo siento.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para tu madre? —No quería disculpas.
Quería respuestas.
Me acordé de cuando empezó a meterme en su negocio, a formarme de la
manera despiadada que la caracterizaba. No podía precisar cuándo fue exactamente,
sobre todo con lo poco fiable que era mi memoria. Un dolor resonaba en mi entrecejo
mientras intentaba recordar, pero cada vez que indagaba en mi banco de memoria,
el dolor se intensificaba.
—Unos cuantos años —respondí por fin.
Tal vez vio la lucha pintada en mi cara o tal vez simplemente estaba impaciente,
pero dejó pasar mi falta de respuesta.
—Haz tu pregunta ahora.
—¿Qué pasa con los dientes?
Su expresión permaneció impasible.
—Es para llevar la cuenta de la gente que mato. Cada vez que los miro, recuerdo
que mi alma no puede salvarse.
Me eché hacia atrás en la silla, sorprendida por la facilidad con que las palabras
salían de su lengua. Realmente creía que estaba manchado, que no merecía todo el
bien del mundo.
—Tu alma no necesita ser salvada, Kingston. Eras un niño. —Mi voz era apenas
un susurro cuando golpeó el aire y se encontró con su oscuridad—. Todo lo que
hemos hecho en este mundo, lo hicimos para sobrevivir. Son ellos -todos los
despiadados y crueles ublyudoks 2 del inframundo- los que no tienen salvación.
Incluida mi madre.
Dejó escapar un suspiro sardónico.
—¿Desde cuándo tu visión de la vida es tan optimista y positiva?
Me encogí de hombros.
—Necesito algo que me haga seguir adelante. —Para llegar a los que habían
tenido la fe de mi hermana en sus manos. No lo dije—. Tu turno —dije antes que
pudiera desviarme demasiado hacia la madriguera del conejo.
—¿Qué quieres con Perez?
Ahí estaba.
—No voy a responder a eso.
—Te das cuenta que te matará —señaló, como si el riesgo no fuera lo más obvio
del mundo.
—No si yo lo mato primero.
Se pasó la mano por la mandíbula, llevando mi mirada a su boca.
—Yo creo que lo dices en serio.
Levanté mi mirada hacia la suya.
—Lo hago.
—No podrás matarlo tú sola.
—He hecho muchas cosas sola —declaré con orgullo—. Sólo dependo de mí
misma.
Se pasó la lengua por los dientes, sumido en sus pensamientos.
—Durante mucho tiempo, yo también lo creí. Pero poco a poco estoy
aprendiendo que puedo dejar entrar a algunas personas. Tú también lo harás.

2
Bastardos.
La frustración se apoderó de mí. ¿O quizás eran celos? Era difícil de descifrar.
Nunca se me había dado bien regular mis emociones. Lo único que sabía era que
antes tenía a mi hermana y ahora no tenía a nadie. Mi madre me mantenía demasiado
unida a ella como para darme la oportunidad de acercarme a nadie. Cada vez que lo
hacía, nos separaban. Giovanni era la excepción, pero aun así, no podía creer en él
con la misma convicción que en Kingston. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
—Te tomo la palabra. —Mierda, ¿era mi turno o el suyo de hacer preguntas?
Este hombre me ponía nerviosa hasta la médula, y estaba empezando a afectar a mi
capacidad para mantenerme alerta. A la mierda, iba a soltarlo—, ¿cuándo me dejarás
ir?
El silencio era ensordecedor mientras me miraba fijamente.
—Cuando tu madre esté muerta y ya no suponga una amenaza para ti.
Mi boca se entreabrió, su expresión de negro azabache no dejaba lugar a
discusión. Se me cayó el estómago como plomo. No quería ni imaginarme cuánto
tiempo pensaba que pasaría.
—¿Y si nos encuentra primero? —pregunté. Esperaba que no lo hiciera. No me
cabía duda que Kingston era capaz de defenderse, pero si traía a sus matones con
ella, nos resultaría difícil a los dos luchar contra todos ellos, especialmente contra
Drago. Ahora que estaba libre de ella, no quería volver a su burbuja venenosa.
—No lo hará.
—Pareces demasiado confiado.
Abrí la boca para decir algo más, pero se me adelantó.
—¿Cuál es tu sabor de helado favorito?
Me quedé congelada cuando la oscuridad se transformó en una pesadilla que
me perseguía en cada sueño. Los recuerdos de la tortura de mi madre me invadieron
mientras el miedo se colaba por los rincones de mi mente. Sus preguntas, muy
parecidas a ésta, me aterrorizaban hasta el tuétano. Eran preguntas capciosas, tenían
que serlo, y siempre me causaban dolor porque nunca respondía bien.
Mis dedos se curvaron en puños. Era como si sus palabras hubieran puesto mi
mundo patas arriba, y no tenía ni idea de por qué. ¿Llegaría algún día en que me
librara de estos cambios de humor?
—Me gustan todos.
Levantó la ceja.
—Eso no es una respuesta.
—Es la última. —Lo fulminé con la mirada.
Se recostó en su asiento.
—Tienes un sabor favorito —me dijo—. Pero por una razón desconocida, te
niegas a decirlo.
Me burlé con chulería.
—¿Y cómo lo sabes?
—Por tus ojos.
—¿Qué pasa con mis ojos? —contesté.
—Son las ventanas de tu alma. —Mis latidos tropezaron consigo mismos.
¿Dónde había oído eso antes?—. Me dicen cuándo mientes, cuándo estás triste o
asustada, cuándo estás excitada.
Mis mejillas se calentaron e inhalé lentamente.
—Me toca a mí —dije, con las palabras saliendo de mi boca con un temblor,
ansiosa por alejar el tema de mí misma.
—Entonces pregunta, princesa de hielo.
Apreté los dientes al oír el apodo. Respuestas primero. Mátalo después.
—¿Cuál fue el trato contigo y Louisa?
—No voy a responder a eso.
La frustración me escocía bajo la piel, pero no era como si pudiera reclamarle
cuando yo acababa de hacer lo mismo.
—¿Dónde estabas cuando se llevaron a mi hermana? —pregunté, con la voz
entrecortada.
Su fría mirada se deslizó hasta mi cuello, probablemente apretando manos
invisibles a su alrededor.
—Estaba allí mismo, muriendo junto a Louisa. —Se puso de pie bruscamente,
haciéndome estremecer—. ¿Dónde coño estabas? Hablamos de irnos durante diez
putos años. ¿Dónde estabas, Liana?
Se dio la vuelta y me dejó mirándolo fijamente. Se había convertido en un
patrón: uno de los dos siempre se iba.
Liana

Diez años.
Kingston Ashford fue nuestro guardaespaldas durante diez años, y a juzgar por
su tono, me culpó de su muerte. Y yo... no podía recordarlo. Excepto quizás en mis
sueños. Sacudí la cabeza de un lado a otro. No, no podía ser él. No si era el amante
de mi hermana.
Mi corazón sólo tronaba así cuando soñaba con el hombre sin rostro o estaba
con Kingston.
Estando aquí, efectivamente varada en esta isla, me enfrentaba al hecho que mi
madre estaba en el epicentro de los peores momentos de mi vida. Lo sabía desde
hacía años, pero la forma en que había convertido mi soledad en un arma hizo que
lo pasara por alto. Pero ya no huiría de ella.
La gran Sofia Catalano Volkov.
Levanté los dedos fríos, me froté las sienes y cerré los ojos por un momento
mientras en mi mente se agolpaban recuerdos que no podía descifrar.
Mi hermana. El vídeo de su tortura. Las palabras de Santiago Tijuana dándome
esperanza. El hombre con el que soñé y cuyo rostro nunca vi.
¿Podría ser la cara de Kingston? Coincidiría con el tiempo que pasó bajo el
control de mi madre, pero... ¿Cómo era posible que no lo recordara? ¿O los eventos
de los que habló? ¿Podría confiar en él? Jesucristo, ¿me sentía atraída por el hombre
de mi hermana?
No podía quedarme aquí. No podía volver a casa. Maldita sea mi madre.
Maldito el hombre que me había secuestrado. Lo único que sabía era que si existía
la más mínima posibilidad de salvar a mi hermana, que estuviera viva para que yo la
salvara, tenía que intentarlo.
La lluvia se filtraba por los ventanales y me impedía ver el océano.
Me encantaba el olor de este espacio; se había convertido en mi refugio seguro.
Cuero, leña y puros. Tras rebuscar entre los libros y ser incapaz de centrarme en uno
solo, tomé asiento en el alféizar y me quedé mirando el horizonte.
Mi respiración era tranquila, pero mis pensamientos eran ruidosos. No podía
olvidar las palabras de Kingston, las acusaciones. En algún rincón de mi mente
sonaban campanas de alarma, pero no podía entenderlas.
Quizás me estaba volviendo loca.
Apoyé la cabeza en el frío cristal y cerré los ojos. El cuerpo me temblaba
mientras volvía a las imágenes rotas que se reproducían en mi mente.
Me quedé mirando el bol de helado que tenía entre las manos y solté un suspiro
exasperado.
—¿Alguna vez lo harán bien?
—Probablemente no. —Levanté la vista y me encontré con que mi hermana ya
me estaba pasando el suyo—. ¿Prefieres el sexo vainilla?
—Oye. —Miré a mi alrededor para asegurarme que nadie nos oía—. Baja un
poco la voz.
—Por Dios. Era una broma.
Puse los ojos en blanco.
—Una mala. —Se encogió de hombros, estudiándome. Las dos llevábamos
coletas altas. Así era más fácil joder con los guardias que no podían distinguirnos—
. Esto es exactamente lo que decía: tienes que centrarte en lo que importa. Prepárate
para irte.
—¿Estás segura? —La preocupación estaba grabada en la cara de mi gemela,
y tuvo el efecto deseado de hacerme volver a la seriedad—. Si nos atrapan, habrá
un infierno que pagar.
—No nos atraparan. —¿Dije yo esas palabras o lo hizo mi hermana?—. No me
iré sin ti.
—Seré una tercera rueda.
—Nunca. —Mi frente se apoyó contra la suya, nuestros corazones latiendo
como uno solo—. Mamá no puede salvarse —susurré—. Ambas lo sabemos. Papá
mismo lo dijo.
—Él no es mucho mejor —dijo, con amargura en la voz—. Nos dejó con ella.
Se me estrujaron los pulmones y se me humedecieron las manos que sujetaban
el bol de helado.
—Sabes que ella amenazó su vida. La vida de sus hijos.
—Nosotras también somos sus hijas, y no tuvo ningún problema en
abandonarnos. —La angustia en su rostro me arañó el pecho—. ¿Por qué son más
importantes que nosotras?
Se me revolvió el estómago con náuseas. Por supuesto que tenía razón. Papá
tenía hijos y otra hija que vivían una vida de ser amados y queridos mientras
nosotras presenciábamos horrores y vivíamos con miedo de los hombres, el esposo
y los enemigos de mamá.
—Ellos no importan —le dije, tratando de calmarla—. Y cuando estemos lejos
de aquí, los olvidaremos a todos. Sólo seremos tú, yo y...
El sonido retumbante de un trueno al otro lado de la ventana me despertó de un
sobresalto, mi mente agarrándose a un clavo ardiendo. No, no, no. Estaba tan cerca.
¿Tú, yo y quién? ¿Era Kingston? No estaba segura, pero si estaban juntos antes que
ella... Y después de todo lo que me reveló sobre querer huir antes que ella muriera...
Dios, me estaba desentrañando, y sólo parecía el principio.
Todavía no estaba cerca de confiar en él. Después de todo, me había comprado
en una subasta como si fuera un trozo de carne. Me apartó de Perez, quitándome la
oportunidad de averiguar qué le había pasado a mi hermana.
Me rodeé la cintura con las manos, estudiando mi entorno, pero la biblioteca
estaba vacía. Me desplomé contra la ventana, con el sueño aún fresco en la mente.
La agonía lamía cada fibra de mí mientras escarbaba en el recuerdo. Tenía
motivos para creer que era un recuerdo real: las imágenes de mi hermana eran tan
vívidas que me dolía el corazón.
Me quité el cabello sudoroso de la frente y suspiré. Era lo que más recordaba
desde su muerte. Hablábamos de huir. Como dijo Kingston.
Mirando por la ventana empañada, me di cuenta que los restos de la tormenta
por fin se estaban despejando. Observé cómo las nubes se alejaban lentamente
durante minutos, tal vez horas. No pude evitar sentir envidia; ellas iban y venían,
disfrutando de su viaje, mientras yo permanecía atrapada aquí. Confusa y
preocupada.
Me bajé del alféizar y salí de la habitación en silencio. El pasillo estaba vacío,
la casa en un silencio inquietante mientras bajaba las escaleras.
Me agarré a la barandilla para mantener el equilibrio, casi esperando que
Kingston saltara de entre las sombras como un fantasma y me empujara a la muerte.
O a mi habitación. Aún no sabía cuáles eran sus intenciones.
Una vez abajo, abrí la puerta. Los pájaros gorjearon, llamándome a la libertad.
Seguí la llamada y, en cuanto crucé el umbral, mis párpados se cerraron de felicidad.
Libertad.
Puede que fuera efímera, pero me sentí muy bien. Eché la cabeza hacia atrás y
disfruté de la sensación del sol en la piel y del aire salado en la lengua. Podía oír las
olas rompiendo en la distancia y una sacudida de felicidad me recorrió.
Empecé a andar, luego a correr, cada vez más deprisa y con más fuerza. El
sudor me caía por la espalda, los vaqueros que llevaba me daban demasiado calor.
Pero lo ignoré todo.
Me parecieron horas corriendo, aunque no habían pasado más de cinco o diez
minutos cuando me detuve bruscamente.
La arena blanca me recibió y pisé sobre ella, con el chirrido de mis zapatos. El
sol proyectaba un hermoso tono rosa chicle en el cielo y su reflejo rebotaba en la
suave superficie del agua. Era una imagen perfecta.
Las yemas de los dedos de mi mano izquierda se agitaron de esa forma tan vieja
y familiar, ansiosas por agarrar un lápiz y hacer un boceto, inmortalizando esta vista.
Me llevé la mano derecha a la muñeca izquierda, la rodeé con los dedos y la giré en
círculos, una costumbre que había adquirido con los años.
Me quité los zapatos, me desabroché los vaqueros y me los bajé por las piernas.
Me quedé en bragas y camiseta y bajé al agua. Me metí hasta los muslos y me deleité
con el agua salada que me acariciaba las piernas.
El agua fresca me refrescó y relajó, y la tensión se fue disipando poco a poco.
Un cosquilleo me recorrió la espalda y miré detrás de mí. Unos ojos oscuros se
clavaron en mí y me cortaron la respiración.
Kingston.
Su presencia se cernía sobre la playa como una nube oscura mientras me
estudiaba. Lentamente, salí del agua, sosteniendo su mirada hasta que mis pies
volvieron a tocar la arena.
—Estás arruinando mi día soleado.
No hubo respuesta, sólo esa mirada ardiente tocando mi piel.
La sangre me latía en los oídos, nuestro último encuentro aún estaba fresco en
nuestras mentes. Algo en su mirada me mantenía cautiva. Aún sentía sus manos
sobre mi cuerpo, su cuerpo duro apretado contra el mío. Una gota de sudor me
recorrió la espalda a pesar del agua fría y la ligera brisa que acariciaba mi piel.
Me di cuenta que no era mi mejor jugada que me pillaran con los pantalones
bajados -literalmente- cuando uno de los hombres más letales de los bajos fondos
dirigió su atención hacia mí.
—¿Qué tal un poco de intimidad? —pregunté, agarrando mis vaqueros
desechados.
—Es demasiado tarde para eso. Después de todo, he probado tu coño. La
intimidad es un punto discutible ahora.
Puse los ojos en blanco.
—No obstante, me gustaría un poco ahora. —Contuve la respiración, esperando
a que se moviera. O que al menos me reconociera. No hizo ninguna de las dos
cosas—. Bien, no mires. —Puse los ojos en blanco—. No debería sorprenderme que
no apartes la mirada como un caballero.
Le sostuve la mirada mientras me deshacía de las bragas mojadas y me ponía
los vaqueros secos. A su favor, no bajó la mirada. Cruzó sus musculosos brazos
sobre el pecho, sus tatuajes oscuros a la vista, y sus ojos se clavaron en los míos.
Desde aquella partida de ruleta rusa, aquel hombre me había cautivado, y
resultaba que estaba tan loco como yo.
—No lo soy.
—¿No eres qué? —dije, inclinando la cabeza hacia un lado.
Me estudió un segundo más antes de hablar, con voz grave.
—No soy un caballero.
—Podrías haberme engañado —comenté con ironía.
Inclinó la barbilla hacia el mar.
—¿No te va más la nieve?
Me encogí de hombros.
—¿No es el infierno más lo tuyo?
En su rostro se dibujó una sonrisa fantasmal y algo revoloteó en la boca de mi
estómago. No me gustaba. Lo que sentía era perturbador y no deseado. Sin embargo,
controlarlo era tan inútil como tragar oxígeno bajo el agua.
Kingston

No había intentado matarme a pesar del efecto que mis preguntas habían tenido
en ella. Sí, algunas de sus preguntas me enfurecieron, pero si era sincero, era más
bien por mi propio interés. Cada segundo de tortura de Louisa que tuve que
presenciar me desolló hasta el día de hoy.
Liana tenía razón, debería haberla salvado. Ninguno de nosotros debería estar
aquí sin ella. Y sin embargo...
Miré por la ventana y me encontré a Liana, una mera versión desvaída de mi
antigua amante, vagando por los jardines. Sería tan fácil olvidar que Louisa había
muerto y fingir que estaba aquí conmigo, pero sabía que eso no funcionaría con
Liana.
La mujer era exasperante, hermosa y astuta.
Sofia la había convertido en una asesina femme fatale, pero también había
perdido el control de su hija por el camino. Liana utilizaba sus habilidades para
protegerse a sí misma y a los inocentes que se cruzaban en el camino de su madre.
Seguí sus movimientos mientras se dirigía al mirador. No paraba de levantar
piedras con las sandalias, y la imagen me recordó lo que ella y su hermana solían
hacer cuando no tenían otra cosa con que entretenerse.
Cuando Sofia me asignó como su guardaespaldas, las gemelas desconfiaron de
mí. Después de todo, me habían visto asesinar a un hombre a sangre fría. Pero con
el paso de los meses, lenta pero inexorablemente, nos convertimos en amigos que
compartíamos un sueño común: escapar.
Como si sintiera el peso de mi mirada sobre ella, Liana levantó la cabeza y miró
la ventana de mi despacho. Arrugó las cejas y soltó un suspiro de frustración.
—Deja de mirarme —me dijo.
Volví a esconderme tras las persianas.
Llevaba años sufriendo, negándome a ser sincero con nadie. Y ahora, por
primera vez desde la muerte de Louisa, mi corazón latía con fuerza y mi alma estaba
un poco menos marcada.
Me levanté de mi asiento, dispuesto a ir a reunirme con ella afuera porque al
parecer era incapaz de mantenerme alejado de la mujer, cuando mi teléfono zumbó.

Alexei: Sofia ha sido vista en Montenegro.

Fruncí el ceño. ¿Qué hacía allí?

Yo: ¿Sabemos por qué?

La respuesta de Alexei fue instantánea.

Se dice por ahí que está buscando al tal Popov.


Leí el mensaje varias veces. Hacía apenas un año, había ayudado a mi hermano
Winston a rescatar a su esposa de Danil Popov. Danil era un criminal, pero no parecía
el tipo de hombre que se comprometería o trabajaría con Sofia Volkov.

Yo: ¿Danil Popov?

Alexei: Supongo. ¿Lo conoces?

Yo: Sé sobre él.

Llamé a mi hermano, el timbre al otro lado de la línea fue el más largo que
había oído nunca, pero no fue la voz de mi hermano la que contestó. Era la de mi
cuñada.
—Hola, Kingston.
—Billie. —No perdí tiempo en ir al grano—. Necesito a Winston.
—Ummm, está hablando con Danil ahora mismo.
Sorpresa, sorpresa. Winston había hecho un improbable amigo en Danil, no es
que lo entendiera. Personalmente, habría destripado al hombre y luego le habría
arrancado todos los dientes.
—¿Por teléfono? —pregunté.
—No, cara a cara. —Mi mandíbula se apretó. Winston ya me habría contado
toda la puta historia, pero en vez de eso, tenía que sonsacársela a Billie. Sabía que la
ponía nerviosa, así que intenté ser considerado, pero había momentos -como ahora-
en los que sería más fácil hacerla a un lado.
—¿Dónde y por qué? —Necesitaba saber si la pista sobre Sofia era fiable—.
En realidad, dile que es urgente y que también concierne a Danil.
—¿Eh?
—Billie, pon. A. Winston. En. El. Maldito. Teléfono.
Carajo, Winston se iba a cabrear cuando se enterara de esto. Para mérito de
Billie, se limitó a resoplar, y pude oír su débil voz a través del auricular mientras
hablaba con Winston.
—Kingston quiere hablar contigo. Y está de un humor de perra.
Dejé escapar un suspiro exasperado. Era hora de dejar de tratar a mi cuñada con
guantes delicados. Resultaba que le habían crecido un par de pelotas en algún
momento del último año.
—Kingston —me saludó Winston.
—Vigila la expresión de Danil —le ordené—. Y ponme en el altavoz.
No dudó.
—Estás en el altavoz, Kingston.
Fui directo al grano.
—Danil, ¿te vas a reunir o te has reunido ya con Sofia Volkov?
Su respuesta fue inmediata.
—A la mierda, no. Esa zorra está loca.
Tal y como sospechaba.
—¿Por qué oigo rumores que has quedado con ella en Montenegro?
Pasaron dos segundos antes que soltara una retahíla de maldiciones.
—Voy a matar a ese hijo de puta cuando le ponga las manos encima.
—¿Te importaría dar más detalles? —le pregunté.
—Mi padre está en Montenegro. —Estaba claro que no estaba contento—. No
te preocupes, ese encuentro no se producirá, porque voy a asesinarlos a los dos.
Consideré sus palabras durante un segundo, antes de decir:
—Esta podría ser nuestra oportunidad de tenderle una trampa a Sofia.
—¿Estás diciendo que dejemos que ocurra? —Winston intervino justo cuando
el teléfono de Danil sonó, señalando un mensaje enviado.
—Sí.
—No sé si puedo dejar que suceda. Mi padre se metió en el tráfico de personas
en el pasado, y estoy seguro que es la razón detrás de esta reunión. No puedo tener
eso conectado al nombre de la familia Popov.
¡Mierda!
—¿Cuánto tiempo lleva involucrado? —pregunté, debatiendo si sería prudente
volar a Montenegro e intentar acorralar a Sofia yo mismo.
—No estoy seguro. Sólo me he enterado lo de los últimos años —admitió
Danil—. Es la razón por la que hice que lo destituyeran. Lo hacía a espaldas de todos.
Justo cuando terminé la llamada, mi teléfono volvió a zumbar y eché un vistazo
a la pantalla.

Alexei: ¿Estás dentro?

Un reflejo de mechones dorados captó el rabillo de mi ojo y mi decisión estaba


tomada.

Al día siguiente, con Liana a mi lado, estábamos aparcados a las afueras de la


Riviera de Budva en una furgoneta negra. Un gran roble y la luna creciente de la
noche nos proporcionaban una cobertura decente.
La información de Alexei era que el padre de Danil y Sofia se iban a reunir
aquí, en un almacén de última generación con un sótano insonorizado, según los
planos que conseguimos. Quienquiera que fuera nuestra fuente, no quería ser
descubierto.
Danil afirmó que nunca había oído hablar del edificio e insistió en que su padre
no estaba de camino a Montenegro. En cuanto a Sofia, no habíamos obtenido
ninguna información adicional sobre su paradero, así que era posible que ya
estuviera aquí.
—¿Por qué iba a estar mamá en Montenegro? —preguntó Liana, mirando a
Alexei, que estaba sentado junto a dos de sus hombres. Vestida de negro -vaqueros,
camiseta y botas de combate-, estaba en su elemento y lista para luchar—. ¿Estás
seguro que tu información no está jodida?
La expresión de Alexei no cambió.
—Estoy seguro.
—Pero nunca he oído hablar de...
—Estoy. Jodidamente. Seguro.
Ella lo miró con desprecio.
—No te enfades conmigo. Sólo te digo que mamá se mantuvo alejada de los
Balcanes.
—Pues ya no se va a mantener alejada —le contestó.
Sus bonitas facciones se torcieron en un ceño fruncido, pero en esto tenía que
estar de acuerdo con Alexei. ¿Era Liana el mejor juez de carácter si se tenía en cuenta
su relación con su madre y sus evidentes lapsus de memoria?
—Jesús, hombre de hielo. Relájate. —Dobló los brazos sobre el pecho y, sin
darse cuenta, levantó los pechos, atrayendo mis ojos hacia ellos—. Necesito un arma
—declaró.
Carajo, esto era tan divertido de ver. No me importaría comer palomitas.
—Por encima de mi cadáver —replicó Alexei.
Ella frunció el ceño.
—Estaré encantada de organizarlo.
Me pasé una mano por el cabello, tirando de las puntas. Empezaba a
cuestionarme la decisión de traerla conmigo. Estaba demasiado ansiosa por derramar
sangre. Nada de esto parecía preocuparla. La mujer era temeraria.
Alexei levantó la mirada, atrapando la de Liana, pesada y sin emoción, como si
la estuviera atravesando con la mirada.
—Puedes intentar morir en el proceso.
Sus facciones se agriaron.
—Escucha, puede que fueras lo mejor hace veinte años, pero ahora no eres más
que un viejo. —Sus ojos se deslizaron por su cuerpo, y los celos me recorrieron. No
me gustaba que mirara a otro hombre, aunque éste estuviera locamente enamorado
de mi hermana—. ¿Es eso el principio de una barriga cervecera lo que veo? —Mis
labios se levantaron, contento de oír que ella lo encontraba insulso—. Además, no
veo ni una sola cámara de vigilancia en este edificio —señaló. Yo también lo había
notado, una clara señal de alarma—. Puedo verlo en la cara de Kingston, está de
acuerdo.
Ahora sí que lo estaba incitando.
Él gruñó.
—Voy a callarte antes que vayamos a ninguna parte.
Mis fosas nasales se abrieron por su tono a pesar que no era exactamente
injustificado. Alexei debió notarlo, porque la sorpresa parpadeó en su mirada.
Su teléfono vibró.
—De acuerdo, hora de moverse.
Saqué mi pistola de repuesto y se la entregué.
—No dispares a uno de nosotros por accidente.
Ella sonrió dulcemente mientras la tomaba entre sus manos expertas.
—Intentaré actuar con moderación.
—Por Dios —murmuró Alexei en voz baja, acercándose a la puerta y
sacudiendo la cabeza en señal de desaprobación. Salió primero él, luego sus
hombres, seguidos por Liana y por mí.
La agarré del antebrazo y la suavidad de su piel me hizo olvidar por qué la había
detenido.
—¿Qué? —siseó, mirándome.
—No te alejes.
Puso los ojos en blanco.
—Trabajo mejor sola.
Estaba seguro que lo hacía a propósito, para volverme loco.
—Liana —gruñí—. Prométemelo.
—De acuerdo. Te lo prometo. ¿Contento?
Un instante después, nuestros pies golpeaban el pavimento. Un silencio lúgubre
pesaba a nuestro alrededor. Nos detuvimos detrás de una gran puerta metálica y le
hice un gesto a la cámara oculta.
Comprobamos nuestras armas, la de Alexei ya apuntaba a la única ventana del
almacén.
—¿Por qué estás tan tieso? —La pregunta de Liana me desconcentró—. Es
como si tuvieras algo atascado en el culo.
—¿Por qué me miras el culo?
Alexei levantó los ojos al cielo en una oración silenciosa.
—Algo no va bien. —Liana inclinó la cabeza hacia las puertas industriales del
almacén—. No hay nadie.
—Dinos algo que no veamos ya —refunfuñó Alexei. Nunca había visto a nadie
llegar así a Alexei. Sería divertido si nuestras vidas no estuvieran en juego.
—Tal vez les avisaron —dije, mirando a mi alrededor en busca de algo raro—
. Danil no quería que el trato de su padre con Sofia manchara el nombre de la familia.
Se hizo un gran silencio y noté que Liana se ponía rígida.
—¿Qué pasa?
Sus delicadas cejas se fruncieron.
—Creo que he oído gritar a alguien.
Alexei enarcó una ceja.
—¿Estás segura?
Ella contuvo la respiración y apoyó la espalda contra el edificio.
—Ahí está otra vez —se apresuró a decir, mientras sus ojos se movían entre
nosotros—. Deberían revisarse el oído.
Alexei puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, entremos —anunció Liana con voz clara—. Estoy harta que me
retrasen, nenes.
—Maneras tontas de morir —murmuré.
Alexei nos lanzó a los dos una mirada que decía que le encantaría hacernos
daño.
Hombre, esta expedición era jodidamente divertida. Aunque fracasara y Sofia
Volkov saliera viva, no creo que la olvidara pronto.
Liana

Alexei Nikolaev era un asesino.


Reconocía a uno cuando lo veía. Después de todo, crecí rodeada de ellos. Sus
tatuajes gritaban No me jodas, pero me sentía inclinada a pinchar al oso. Quizás
había desarrollado tendencias suicidas en algún punto del camino.
Con su uniforme negro que abrazaba sus músculos, se podía decir que era
hermoso de una forma letal. Pero una mirada a sus ojos y se acabó el juego. Eran
ojos de Medusa capaces de congelarte el corazón y el alma.
Y fue exactamente eso lo que me hizo retroceder.
Reconocí el quebrantamiento y la oscuridad que me miraban. Vi lo mismo en
los ojos de Kingston. Y cada vez que miraba mi reflejo. Me negué a retroceder,
viendo mis propias pesadillas jugar en esa pálida mirada azul suya.
—Bueno, ustedes dos —interrumpió Kingston—. Dejen de discutir y pónganse
en marcha. —Resoplé y Kingston se adelantó, invadiendo mi espacio sin
disculparse—. ¿Vamos a tener un problema, Liana?
El ritmo de mi corazón se aceleró cuando nuestras miradas chocaron, pero había
un indicio de fuego gestándose bajo la superficie de sus ojos oscuros.
—Por el amor de Dios —murmuró Alexei—. Deja los preliminares para más
tarde.
Mi columna se enderezó y un rubor me subió por el cuello, así que le devolví
la mirada.
—Deja de ser un pervertido.
Pero antes que pudiera responder, un fuerte estampido resonó en el aire,
sacudiendo el suelo bajo nuestros pies.
Por un momento, me quedé congelada. El tiempo se detuvo mientras mi vida
pasaba ante mis ojos, pero las imágenes eran tan distorsionadas y confusas. Mi
hermana. Yo.
¿Dónde está Liana? Me pareció oír la voz de mi madre. ¿Quién es Liana? Pensé
que me estaba muriendo. Todos mis sueños morían a mi lado. Louisa murió.
Y entonces alguien me agarró del hombro, empujándome al suelo. Mis rodillas
golpearon el duro pavimento y mi pecho les siguió, sacándome el aliento de los
pulmones.
Giré la cabeza a la izquierda, luego a la derecha, y entonces vi el cuerpo de
Kingston cubriéndome, y el salvaje agarre de Alexei en mi nuca. Intenté levantar la
cabeza, pero él se negaba a soltarme. Me costaba respirar, me zumbaban los oídos y
empecé a temblar.
—No puedo respirar. No puedo respirar. —Las palabras salieron de mis labios
en un cántico mientras mis ojos ardían por el humo.
Alexei aflojó por fin su agarre, dándome la ilusión de libertad, y era todo lo que
necesitaba.
—Respira, Liana. —La profunda voz de Kingston penetró a través del ruido en
mis oídos y el pánico en mi mente. El sonido estridente de gritos aterrorizados
invadió mi cabeza. ¿Dónde está Liana? Estaba indefensa. ¿Quién es Liana? Estaba
destrozada. Louisa murió. Murió por mi culpa—. Mírame, carajo.
Giré la cabeza para encontrarme con sus ojos, encontrando seguridad en ellos.
Separé los labios e inhalé una gran bocanada de aire. Mi cuerpo temblaba tan fuerte
que me resultaba imposible parar.
—Respira otra vez. —Era imposible rechazar su orden—. Bien, ahora otra. —
Mi respiración caótica se estabilizó, y su mirada no se apartó en ningún momento—
. ¿Mejor?
Me aferré a él con todas mis fuerzas. Tragué fuerte y cerré los ojos hasta que,
lenta pero segura, recuperé el control de mi respiración.
—Sí, gracias.
Asintió, y ambos nos giramos para encontrar a Alexei mirándonos con esos ojos
que pondrían celosos a los glaciares del Ártico. Kingston se apartó de mí y me ayudó
a ponerme de pie. Fue entonces cuando nos dimos cuenta del caos que nos rodeaba.
Los hombres de Alexei estaban bien. Y él también. Pero los escombros y el
humo que nos rodeaban dificultarían el regreso a nuestro vehículo. El almacén estaba
en llamas, así que teníamos que alejarnos lo más posible.
—Será mejor que pongamos distancia entre nosotros y este lugar —ordenó
Alexei.
Fue a moverse y yo le agarré la manga.
—Pero hay alguien en el sótano. —Me miró y luego bajó la vista hacia mis
dedos que le agarraban la manga. Sobresaltada y sorprendida de mí misma, lo solté—
. Lo siento, yo... no suelo hacer eso.
—¿No haces qué?
Me aclaré la garganta, con algo atascado en ella.
—Enloquecer. O... tocar a la gente. —No a menos que tuviera que matarlos,
pero era mejor no decir eso.
—Tenemos que llegar al sótano —afirmó Kingston con calma, como si pasar
el rato en un lugar de bombas fuera algo cotidiano—. No estarían volando esta
mierda si no hubiera nada que ocultar.
—O quizás sea una trampa —señaló Alexei.
Volví a respirar hondo y me encontré con sus miradas.
—No me iré de aquí si existe la posibilidad de que haya alguien en ese sótano
—dije con una nota de frustración—. Vivo o muerto.
Sin volver a mirarlos, caminé entre los escombros y sonreí para mis adentros
cuando oí sus pasos detrás de mí. Algo me decía que nunca me dejarían entrar sola,
y la idea me llenó de una calidez que no había sentido en tanto tiempo.
No estaba sola. Ya no lo estaba.
Cuanto más nos acercábamos al almacén, o a lo que quedaba de él, más lo oía.
Gemidos. Miré por encima del hombro.
—¿Lo oyes ahora? —susurré, con Alexei y Kingston justo detrás de mí y los
otros hombres unos metros más atrás.
Asintieron en silencio y seguí adelante, con las botas pesadas sobre la grava
desgarrada. Si había alguien aquí, no íbamos a acercarnos sigilosamente.
Un grito ahogado recorrió el aire y tropecé. ¿Hemos llegado demasiado tarde?
pensé, con el pulso acelerado.
—Viene del sótano —dijo Kingston—. Tiene que haber una forma de entrar.
—Blyad, siempre son los putos sótanos —murmuró Alexei. Miró por encima
del hombro a uno de sus hombres—. Vuelve al auto y prepárate para dar la vuelta
por nosotros. —Otro grito nos recibió—. Sin duda, el sótano —siseó Alexei.
Me concentré en la tarea que tenía por delante, siguiendo los sonidos a la
izquierda, luego a la derecha, hasta que oí un ruido metálico.
Respirando agitadamente, caí en mis manos y empecé a tirar de los escombros
amontonados en mi camino. Me dolían las uñas y también los pulmones, pero lo
ignoré todo. Quienquiera que estuviese gritando estaba sufriendo más que yo. Alexei
y Kingston me siguieron a ambos lados.
—Ahí —exclamé en un suspiro—. Es una trampilla.
Alexei desapareció y lancé una mirada a Kingston.
—¿Está bien?
—No le gustan los espacios cerrados.
Asentí en señal de comprensión.
—No me gusta que me asfixien —murmuré, apartando trozos de roca y metal.
—A poca gente le gusta.
Se me escapó una risa ahogada.
—Cierto. Quería decir... —Me quedé a medias, intentando encontrar las
palabras adecuadas. No podía contarle lo que me había hecho mi madre. No
necesitaba su compasión, y estaba segura que él había soportado cosas mucho
peores—. No me gusta que me sujeten.
—Toma. —Alexei estaba de vuelta con dos sierras, ahorrándome más
explicaciones—. Intentemos cortar alrededor del marco.
Entregándole una sierra a Kingston, los dos se pusieron a trabajar mientras yo
observaba. Para mi asombro, la puerta se abrió en cuestión de minutos y me quedé
con la boca abierta.
Aullidos y gritos salieron por el agujero. Sin esperar a los dos hombres, atravesé
la puerta y bajé a tientas las oscuras escaleras. Levanté la pistola al bajar el último
escalón.
Jadeé cuando mi visión se corrigió y aparecieron. Había cinco chicas apiñadas,
sin más ropa que camisetas de gran tamaño y collares metálicos. El terror en sus
rostros fue como un puñetazo en mis entrañas.
—Malditos bastardos —siseé, con las fosas nasales abiertas.
Se estremecieron ante la dureza de mi voz y levanté las palmas de las manos,
con la pistola en una de ellas. Sus ojos se clavaron inmediatamente en ella y me
maldije a mí misma, guardándola rápidamente en el bolsillo trasero.
—No pasa nada —susurré. Un interruptor llamó mi atención y lo encendí—.
No les haré daño. —Estaban en mal estado. Sucias. Magulladas—. No les haré daño
—repetí en voz baja.
—Jesucristo. —La voz de Kingston contenía una fracción de la furia que yo
sentía.
—¿Fueron estas chicas parte del trato de Sofia? —Alexei preguntó. Las chicas
se acobardaron en respuesta, y supe que todo tenía que ver con el nombre de mi
madre. La vergüenza me tragó como un sumidero. Había sido mi madre.
Las chicas parecían aterrorizadas. Se fueron arrastrando con los pies hacia la
esquina, abrazándose mientras nos miraban, aterrorizadas.
Tenía que soltar mi rabia y ayudar a estas chicas.
—No les haremos daño —susurré mientras empezaban a temblar y sus gritos
resonaban en las paredes desnudas del sótano—. Las sacaremos de aquí. ¿De
acuerdo? —Un destello de esperanza se reflejó en sus miradas—. ¿Puedo
acercarme?
Ante sus asentimientos vacilantes, me dirigí hacia ellas con pies ligeros. Me
agaché frente a la más cercana y susurré:
—¿Puedo tocarte el cuello?
Hubo un momento de silencio antes que inhalara bruscamente.
—De acuerdo —respondió la chica de ojos grises.
—Soy Liana —dije, acercándome a su cuello pero con movimientos fluidos y
lentos.
Ella bajó las pestañas.
—Visha.
—Es un nombre precioso —dije, dirigiendo una mirada a las otras chicas con
una suave sonrisa—. ¿Y el tuyo? —pregunté con curiosidad.
—Delilah. Mae. Adira. —Esperé a que la última chica dijera su nombre, pero
se limitó a mirar a la pared.
—Louisa. Es la más joven —respondió Visha por ella—. Ella... ellos... la
lastimaron.
Mis manos se congelaron en el cuello de Visha, mi pulso se aceleró. Es una
coincidencia.
—Liana. —La voz de Kingston asustó a las chicas, haciendo que se dispersaran
por la esquina. Pero era lo que necesitaba para volver en mí.
Giré la cabeza, mirándolo por encima del hombro y lanzándole una mirada que
decía: “Está bien, estoy bien”.
—Quédate ahí.
No podía luchar contra mis demonios ahora. Estas chicas importaban más.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —pregunté, rozando mis dedos sobre el cuello.
—Dos días.
—¿Dónde están las otras? —pregunté, esperando más allá de la esperanza que
estas chicas no estaban siendo utilizadas como cebo.
Aquellos ojos angustiados me miraron.
—Se fueron hace dos o tres días.
Mi adrenalina se disparó al darme cuenta que las habían atrapado y abandonado
como animales. Miré a mi alrededor. No había comida. Ni agua. Nada.
Me giré para mirar a Alexei, que parecía palidecer bajo todos sus tatuajes.
—¿Crees que podrás encontrar algún cúter en este desastre? —Desapareció
escaleras arriba y me giré hacia mis chicas—. Intentaremos cortarlas y sacarlas de
aquí.
—Quiero irme a casa —gritó la niña de ojos marrones—. Extraño a mi mamá.
Me ardían los ojos y me alisé las manos sobre los pantalones.
—Vamos a sacarte —contesté—. Luego encontraremos a tu madre y te
llevaremos a casa.
—¿No... no nos venderás? —La chica de ojos verdes me evaluó con suspicacia,
con el labio hinchado.
—No. Encontraré a quien les hizo esto y lo mataré —juré.
—Entonces es a Sofia Volkov a quien tienes que matar. —Y ahí estaba. No es
que no lo sospechara ya, pero oírlo decir en voz alta, nada menos que de boca de una
chica magullada y maltratada, puso un clavo en el ataúd de mi madre.
Alexei regresó con cizallas y... ropa. Pero antes que pudiera interrogarlo, se
acercó a nosotros con Kingston.
—Está bien —tranquilicé—. Lo mantendré alejado de tu cuello.
Las chicas no se movieron, su respiración se calmó mientras Kingston rompía
el metal, una a una, y Alexei les entregaba una chaqueta a cada una. Las reconocí
como las que llevaban sus hombres, y levanté la cabeza, dando las gracias.
—¿Listas para partir? —Las chicas se levantaron, con sus frágiles cuerpos
temblorosos. La chica de ojos marrones, que había estado callada y mirando
distraídamente hacia fuera, tropezó con sus pies. Mis manos salieron disparadas para
sostenerla. Cuando conseguí ponerla de pie, vi las marcas del látigo en la parte
posterior de sus piernas. La furia se apoderó de mi pecho, pero no la expresé mientras
le ofrecía la mano—. Saldremos de aquí juntas.
Sus dedos temblorosos se juntaron con los míos y empezamos a salir del sótano.
Directamente hacia la banda DiLustro, los Kingpins of the Syndicate 3 y los
capullos irlandeses, mis hermanastros.

3
Capos del Sindicato.
Kingston

Esto no iba según lo planeado. En absoluto.


Habíamos previsto una trampa, pero nunca a los Kingpins of the Syndicate.
Menos aún la mafia irlandesa de Murphy.
Mi madre provenía de la línea DiLustro, así que ciertamente no eran extraños
para mí. Dante DiLustro estaba de pie con su esposa, Juliette, ambos armados hasta
los dientes. Basilio, su hermana Emory y su primo Priest llevaban un equipo de
combate no menos impresionante. La única que destacaba era Ivy Murphy, que no
llevaba ni un arma encima. Probablemente era bueno que no estuviera sola en este
trabajo porque la chica conseguiría que la mataran.
Y luego estaban los hermanos Murphy, que dirigían una sección de la mafia
irlandesa, armados con armas de destrucción masiva. Serían capaces de arrasar un
continente entero sin perder el sueño. Alguien tenía que tenerlos bajo control, y
rápido.
Miraron a nuestras chicas rescatadas, a excepción de la que se aferraba a Liana.
Eché un vistazo a Liana y la encontré congelada, con los ojos clavados en Ivy
y el labio inferior temblando siniestramente. Se me oprimió el pecho al darme
cuenta. Probablemente era la primera vez que la veía en persona. Ivy era su
hermanastra, criada en un hogar protector, mientras que Liana y su gemela tuvieron
que sobrevivir a Sofia e Ivan.
Era lo que teníamos en común. Yo era el hermano menor de los Ashford, pero
sobrevivir a la mierda que había sobrevivido me había hecho envejecer diez veces
más. Tal vez no a simple vista, pero mi alma estaba jodidamente vieja.
Por eso estiré la mano y le apreté suavemente el antebrazo, haciendo que
volviera a centrarse en mí. Sus ojos se cruzaron con los míos durante un breve
segundo. Asintió y se giró hacia el grupo al que probablemente consideraba sus
enemigos.
—Más vale que tengan una buena razón para estar aquí. —Alexei rompió el
silencio.
—Los Kingpins y los Murphy juntos —afirmé con frialdad, recorriéndolos con
la mirada—. Algo se está tramando.
—Mi información indicaba que Sofia Volkov estaría aquí —respondió Priest.
—Así que has traído un ejército —me reí—. Sofia no está aquí.
—Parece que su información era errónea, DiLustros y Murphys —dijo Liana,
empuñando su arma con una mano y sujetando a la niña temblorosa con la otra—.
Ahora piérdanse.
Basilio rio entre dientes.
—Debes de tener pelotas. ¿Qué tal si empiezas por presentarte?
—Jódete.
—Es lo justo —intervino Dante—. Ya que parece que sabes quiénes somos.
—Soy Kingston —respondí—. Y este es Alexei.
Priest se burló.
—Sabemos quiénes son. ¿Quién es ella? ¿Y a qué viene esa chica colgada de
ella como si fuera la Madre Teresa?
Estaba a punto de mandarlo a la mierda cuando Liana se me adelantó.
—Soy Lilith —respondió—. Y voy a matarlos a todos si no se apartan de
nuestro puto camino. Tenemos que ir a un sitio.
Ni un solo músculo se flexionó en el rostro de Alexei, y el mío permaneció
como una máscara impasible. El mundo sabía que Sofia Volkov tenía hijas, pero no
muchos conocían los detalles. Era mejor mantenerlo así.
—Genial —comentó Juliette—. Estoy impresionada.
Liana apretó la mandíbula y sus ojos brillaron de furia.
—Sofia Volkov mató a mi padre —dijo Ivy Murphy, pero Liana no la miró.
Era como si la hubiera evitado a propósito. No es que la culpase. Liana sólo
consideraba hermana a su gemela. Ivy y sus hermanos eran hermanastros de Liana,
pero su línea de sangre paterna era donde empezaba y terminaba su conexión.
Los ojos de Liana se clavaron en Juliette DiLustro. Sabía exactamente lo que
se avecinaba.
—No, no lo hizo. La persona que mató a Edward Murphy está a tu lado.
—¿Qué...?
—Cómo...
La conmoción estalló instantáneamente, y Liana sonrió férreamente, sin perder
de vista a las chicas que tenía detrás. Protegiéndolas.
—¿No lo sabías? —Fue en ese momento cuando me di cuenta que nunca
querría a Liana como enemiga. Su rostro podía engañarte y hacerte olvidar que era
una asesina indomable, pero no escatimaba piedad cuando iba a matar.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Ivy tembló.
—Juliette DiLustro mató a tu padre, Ivy. —Liana soltó la bomba, yendo directa
a la yugular—. Ahora, si nos disculpas...
Alexei sacudió la cabeza.
—Escucha, tenemos que poner a salvo a estas chicas. Es nuestra prioridad.
Ustedes resuelvan esta mierda.
Liana, Alexei y yo empezamos a movernos, manteniendo rodeadas a las chicas
rescatadas, cuando Liana miró por encima del hombro.
—Por cierto, Sofia no es tuya para matarla. Es de Kingston. —Su mirada se
encontró con la mía, y fingí no sentir la opresión en mi pecho—. Así que lárgate de
una puta vez o responderás ante mí.
Había angustia en su rostro, pero también una feroz determinación. Era lo que
hacía imposible resistirse a ella.
Liana

En todos los años que había conocido a mis hermanastros, nunca los había
odiado. Sí, siempre había un matiz subyacente de resentimiento, pero en ese
momento, jodidamente los odiaba.
Una vez que estuvimos en la furgoneta con el chico de Alexei al volante, las
chicas rescatadas se apretaron. Cuando me giré, me encontré con Kingston y Alexei
mirándome.
—¿Qué? —siseé, manteniendo la voz baja.
—¿Por qué mentiste sobre tu nombre allí atrás? —preguntó Alexei, con una
voz tan fría que me dio escalofríos—. Podría haber sido una gran reunión familiar
feliz.
Miré a Kingston y le pregunté:
—¿Qué le dijiste de mí?
—Nada. —Era curioso, pero no exactamente sorprendente. Me pareció un
hombre reservado. Después de todo, por algo lo llamaban Ghost.
—¿Cómo sabías quién era mi padre? —le pregunté a Alexei.
—Los secretos no se guardan mucho tiempo en los bajos fondos. Como bien
sabes.
Alexei tenía razón. Ningún secreto estaba a salvo. Por eso mi gemela y yo
siempre habíamos querido salir. Sobrevivir no era la norma, era la excepción.
Sentada en el suelo de la parte trasera de la furgoneta, con las rodillas pegadas
al pecho, miraba por los cristales tintados. Echaba de menos tener una hermana. Pero
Ivy, por causas ajenas a su voluntad, nunca sería eso para mí.
El sol se alzaba sobre el horizonte, trayendo consigo otro día. Otra pesadilla.
Otra pelea.
—Tuve una hermana, una gemela, y murió. —Giré la cabeza y me encontré con
la mirada de Alexei—. Mi padre nos dejó con nuestra madre, sabiendo exactamente
lo que era. Volvió a casa con sus hijos protegidos, y nos dejó a merced de los lobos.
—Tragué fuerte, mirando por la ventana—. Así que no, no quiero conocerla. No
quiero saber nada de su infancia y de cómo podría haber sido la nuestra, si tan sólo
nuestro padre hubiera tenido las pelotas de hacer algo con respecto a mi madre.
Kingston no hizo ningún comentario, pero extendió la mano y yo seguí su
mirada hasta el arma que aún sostenía, recordándome que seguía siendo su
prisionera. Aunque no lo parecía, y para mi propio asombro, nunca se me ocurrió
dispararle a él o a Alexei durante nuestra pequeña misión.
Le entregué mi arma y el resto del viaje transcurrió en silencio.
Una vez que las niñas estuvieron a salvo en un refugio para mujeres en Grecia
-cortesía de Lykos Costello-, Alexei regresó a Portugal y Kingston y yo subimos a
un helicóptero que nos llevaría de vuelta a la isla de Kingston. Y yo estaba deseando
volver, lo cual era ridículo. Síndrome de Estocolmo en su máxima expresión.
—¿Seguro que no faltan piezas en este helicóptero? —pregunté
sarcásticamente mientras él se inclinaba y abrochaba el cinturón de seguridad sobre
mi pecho.
Kingston se quedó quieto, tan cerca que su camiseta rozó mi brazo desnudo.
Tan cerca que podía contar sus pestañas. Tan cerca que apenas había medio
centímetro entre nuestros labios. Al respirar hondo, su loción de afeitar se filtró en
mis pulmones y todo mi cuerpo zumbó de expectación.
Mi razón me pedía que me apartara. Mi corazón me instaba a acortar la
distancia. Y mi cuerpo... me imploraba que lo embriagara y sintiera todo lo que no
había sentido desde la última vez que me besó.
Él tomó la decisión por mí, rozando sus labios sobre los míos mientras decía:
—Una vez que tomemos ese camino, no habrá vuelta atrás. No te dejaré
marchar.
Cada roce me abrasaba la piel, me aceleraba el ritmo cardíaco mientras la
electricidad crepitaba a nuestro alrededor como bengalas.
—¿Y si no quiero volver? —Respiré, rozando mis labios con los suyos. Había
una bruma en mi mente. Una bocanada de aire que no podía inhalar—. Ya no quiero
estar sola.
El corazón me retumbaba en los oídos y una parte de mí odiaba sentirse tan
vulnerable. La otra parte de mí, más dominante, sólo quería dejarse ir, sabiendo que
él me atraparía.
Sus ojos eran oscuros, su mano se deslizó por mi cuello, enredándose en mi
cabello. Me rozó los labios con el pulgar. El fuego y la adrenalina me recorrieron la
sangre mientras me observaba.
Como si yo fuera todo lo que él quería. Como si yo fuera lo único que
necesitaba.
La presión de sus labios contra los míos hizo que mi sangre chisporroteara. Mis
labios se separaron, acogiendo el calor de su lengua, y cuando me mordió el labio
inferior y luego lo lamió, una explosión de fuego estalló en mi interior. Un gemido
subió por mi garganta y él se lo tragó, deslizando su lengua dentro de mi boca.
Mis manos fueron a sus hombros, no para apartarlo, sino para acercarlo. El
calor de su pecho contra el mío me hizo temblar y mis pezones se tensaron. El calor
de su cuerpo me dejó sin aliento. Mi cuerpo se fundió con el suyo, como si fuera una
parte de mí que había desaparecido para siempre. Profundizó el beso y mis dedos se
curvaron, clavando las uñas en sus hombros. Jadeé contra sus labios mientras su
boca recorría mi cuello, mordisqueándome y chupándome la garganta.
Entonces, sin previo aviso, se apartó, sus ojos fijos en mí, llenos de promesas.
—Vámonos a casa. —Su voz áspera me recorrió la espina dorsal, sus palabras
suaves y desesperadas como mi necesidad de sentirlo dentro de mí.
Casa. En algún momento, su prisión se había convertido en mi hogar.
Liana

Habían pasado veinticuatro horas desde aquel beso abrasador e inolvidable.


Para mi consternación, cuando volvimos a la isla, Kingston no me levantó en
volandas ni me devoró. De hecho, actuó como si no hubiera pasado nada. No me
dejó otra opción que comportarme igual.
Prefería morir antes que suplicar la atención de un hombre, incluso de uno tan
atractivo como Kingston Ashford.
Y luego estaba la culpa que me carcomía. Kingston era el amor de Lou, no el
mío. Entonces, ¿por qué me sentía tan bien? Me tiré del cabello y gemí. Tal vez fuera
mejor que no aviváramos el fuego.
Aunque eso no me impidió quedarme aquí en la playa, contemplando los
musculosos antebrazos de Kingston, incapaz de apartar la mirada. Si se deshiciera
de su bañador, estaría gloriosamente desnudo y mis ojos se saciarían.
Mis muslos se tensaron y mi piel se ruborizó. No era una fantasía difícil de
imaginar, incluso para alguien tan inexperta como yo. Su cuerpo musculoso cubriría
el mío y me daría un placer espeluznante mientras me follaba... si aquel beso y
nuestro encuentro en su ático eran un adelanto.
Santo cielo. Debería haber apartado la mirada, pero físicamente no podía. Su
piel bronceada y aceitunada se ondulaba. No tenía ni un gramo de grasa. Su ancho
pecho estaba lleno de tatuajes que pedían ser explorados. Y luego esos
abdominales...
Pero era la tinta de sus fuertes antebrazos la que siempre despertaba mi interés,
casi como un ala de ángel envolviendo su antebrazo con sus plumas protectoras.
Se me cortó la respiración y cada parte de mí ardió de repente. Se me abrió la
boca y comprobé discretamente que no estaba babeando. Por suerte, no había llegado
tan lejos. Todavía.
Debería estar prohibido que alguien tan guapo se paseara en bañador. Deberían
obligarlo a llevar un traje de baño entero para garantizar la seguridad de todas las
mujeres.
Eres la única mujer aquí, idiota, me recordé a mí misma. Bajé la cabeza,
esperando que no me viera. Sacudió la cabeza, las gotas de su cabello salpicaron mi
piel y no contribuyeron a refrescarme.
—No recuerdo que tuvieras problemas para mirar.
—No lo tengo —solté, con la voz demasiado entrecortada—. A lo mejor no soy
la única con problemas de memoria.
—Ajá.
Mi mirada volvió a él sin mi permiso y mi vientre se llenó de calor al ver sus
ojos explorando mi cuerpo casi desnudo. Exhalé un suspiro tembloroso y volví a
apartar la mirada, pero no sin antes ver el destello de una sonrisa burlona en el rostro
de Kingston.
Era un enigma, y no sabía muy bien por qué. Tal vez fuera ese agujero en mi
memoria, o tal vez fuera otra cosa.
Se sentó a mi lado, sin molestarse siquiera en ponerse una toalla, y no pude
resistirme.
—La arena te subirá por el culo.
Me dedicó una sonrisa que me dejó sin aliento, antes de tumbarse e inclinar la
cara hacia el sol. Su rostro, estoico incluso cuando tomaba el sol, tiró de mi fibra
sensible. Me quedé mirándolo, decidiendo si sacar a colación nuestro beso y la breve
conversación sobre no volver atrás.
—¿Todavía no has terminado de mirar?
Tragué fuerte, mi necesidad de arremeter y levantar mis muros insistente. Era
necesario con mi madre y sus socios, pero con Kingston no quería ser así. Sin
embargo, algunos hábitos eran difíciles de romper.
—¿Por qué tienes tantos tatuajes?
No se movió, pero su cuerpo se puso rígido. No abrió los ojos.
—Invocan miedo. Las cicatrices provocan lástima.
Me quedé paralizada, incapaz de respirar.
—¿Mi madre e Ivan...?
Se me quebró la voz. Perdí las palabras. Mis pensamientos se dispersaron en la
estela del odio violento que fluía por mis venas como lava. Durante un largo
momento, permanecimos en silencio, nuestros cuerpos casi tocándose.
—Lo siento —susurré. Me tragué el nudo que tenía en la garganta, demasiado
cobarde para girarme y mirarlo—. Cuando perdí a mi... —Mis puños se cerraron y
se abrieron junto a mi cuerpo que, por lo demás, seguía como muerta—. Perder a mi
hermana me mató. Sus gritos nunca me han abandonado. —Mi mandíbula se apretó
al quebrárseme la voz.
—A mí tampoco —admitió en voz baja.
Por un momento, no hubo nada más que nuestras respiraciones, el sonido de las
olas contra la orilla y el sol contra nuestra piel.
—Madre... —Las palmas de mis manos empezaron a sudar, los ruidos en mi
cabeza se hacían más fuertes con cada palabra pronunciada—. Ella me hizo
responsable.
—Ella es responsable. —El viento sopló, tocando mi piel ardiente—. Si
necesitaba culpar a alguien, debería empezar por la zorra del espejo. Tú también eres
una víctima.
Tragué fuerte, necesitaba oír esas palabras desde hacía tanto tiempo, pero el
alivio no llegó. En lugar de eso, el pecho se me puso pesado y el corazón me latía al
ritmo de un tambor.
—Eso no lo hace mejor —susurré—. Las cicatrices... yo también las tenía. —
Era la primera vez que se lo confesaba a alguien—. La cirugía estética puede hacer
maravillas —dije finalmente, aclarándome la garganta.
—¿Esa es la razón por la que no te gusta que te toquen?
—Sí.
Mi cuerpo empezó a temblar. Recuerdos, momentos -historia, escrita y no
escrita- se atascaban entre nosotros, y no estaba segura de adónde nos llevarían. Todo
lo que sabía era que me estaba deshaciendo, cada frágil hilo de mí desgarrándose,
poco a poco, perdiéndome a mí misma y a mi gemela.
Silencio.
El aire cambió y una suave brisa me acarició. Su colonia me envolvió,
provocándome un escalofrío. Sus brazos cálidos y fuertes me abrazaron y sentí que
mi corazón se detenía.
—No es culpa tuya.
Llevé las palmas a su pecho duro, su cuerpo caliente como el sol. No me atreví
a abrir los ojos. No cuando sus suaves labios rozaron mi mejilla. Ni cuando se
encontraron con los míos. Mis dedos se enroscaron en su pecho, como si pudiera
abrirme paso a través de él y enterrarme hasta el fondo.
Separé los labios y él capturó el inferior, chupándolo suavemente. Saboreando
mi boca como si memorizara cada curva.
Antes de morderme.
Mis ojos se abrieron de golpe para encontrar los suyos rebosantes de un
infierno. El aire entre nosotros crepitó, la electricidad me aceleró el corazón. A este
paso, acabaría sufriendo un infarto a la tierna edad de veintiséis años.
—Creía que no te gustaba que te tocaran —dijo con voz ronca.
El fuego desapareció de sus ojos y se convirtió en afilados diamantes negros.
Me agarró con fuerza por las caderas y me dejó caer, con el trasero golpeando la
suave arena.
Me dejó sin mirarme y, cuando desapareció de mi vista, no pude evitar la ironía.
Yo era la que se había quedado con arena en el culo.
Kingston

No iba a durar mucho con Liana en un bikini diminuto. La imagen de ella así
estaba ahora grabada en mi cerebro, y no había cura para ello.
Agradecí a todos los putos santos que no hubiera otros humanos en esta isla, o
tendría que cegar a un montón de gente inocente. Y eso me convertiría en un
hipócrita.
Lento pero seguro, Liana se estaba metiendo en mi piel.
Me atrapó desprevenido. O tal vez lo vi venir a una milla de distancia, pero no
estaba dispuesto a admitirlo. Cada hora que pasaba a su lado me ponía caliente y
nervioso. Empezó con nuestra cita en mi ático, el sabor de su excitación, una droga
que me hacía necesitar más. Y entonces ocurrió aquel beso. El beso de la biblioteca
fue un inocente anticipo, pero el de ayer fue un juego ganado para ella.
Y ella ni siquiera lo sabía.
Me pasé la lengua por los dientes. Ahora que la había tocado, saboreado y visto
un atisbo de la mujer que era bajo su perfecto exterior de femme fatale, no podía
resistirme a ella. Quería encontrarla y follármela, ahora.
La verdadera Liana estaba atormentada por fantasmas, igual que yo. Era
vulnerable, pero luchadora. Suave pero también fuerte. Era imposible resistirse a
ella.
Pero la culpa era algo poderoso. Le hice una promesa a Louisa y, por Dios, no
quería romperla. La amaba, todavía la amo. Entonces, ¿cómo lo superaba?
Me serví un vaso de whisky. No me gustaba especialmente el alcohol, pero
desde que Liana había vuelto a mi vida, parecía que recurría a él más de lo que me
apetecía.
Mientras el amargo líquido marrón se deslizaba por mi garganta, un recuerdo
me asaltó.
—Soy una debilucha, Ghost —gritó Louisa, con la cabeza apoyada en la
mesa—. Creo que necesito más de esa crema anestésica.
Me reí entre dientes.
—Rayo de sol, es imposible que sientas la aguja en este momento. Todo está
en tu cabeza.
Estábamos los dos solos en la seguridad de su habitación mientras le pintaba
el tatuaje en la nuca, uno que coincidía con el diseño de mi antebrazo. Era el único
lugar en el que nadie se fijaría, ya que solía llevar el cabello suelto.
—Desearía que esos tatuajes fueran permanentes.
A diferencia de su hermana, Louisa no soportaba bien el dolor. Por eso le di
un analgésico fuerte y una crema para adormecerle la piel.
—Quizás los invente si salimos de aquí —musité mientras volvía a agarrar la
pistola y empezaba a trabajar en el sombreado.
—Cuando.
Mi Rayo de sol, siempre optimista.
—Cuando —imité, bromeando.
Tras unos segundos de silencio, volvió a hablar.
—¿Kingston?
—¿Sí, Rayo de Sol?
—Si huyes solo, podría mantener a mamá e Ivan alejados de ti.
Me detuve y giré su barbilla para poder ver el lado izquierdo de su cara.
—La libertad sin ti no tiene sentido. —Le tembló el labio y me incliné para
rozar sus labios—. Prefiero tener unos segundos más allá de estas paredes contigo
que tener que sufrir toda una vida sin ti.
—¿Me amarás para siempre? —cuestionó ella, con su inseguridad
envolviéndome la garganta—. Quizás cuando seamos libres, verás que no soy...
nada.
Dejé escapar un suspiro socarrón.
—Rayo de Sol, lo eres todo. —Sonreí al oír su exhalación—. Te amaré hasta
cuando el sol dejé de salir. Cuando los planetas dejen de girar. Y cuando la muerte
venga por ti, te tomaré de la mano y te seguiré.
Un suave resoplido llenó el espacio entre nosotros.
—Te amo, Kingston.
—Yo te amo más, Rayo de sol. —Continué con su tatuaje, perdido en mis
pensamientos. Haríamos las cosas bien en esta vida, seríamos libres para vivir
nuestra verdad juntos.
—No dejes que me lleven —susurró por encima del zumbido de la pistola de
tatuar. La agarré entre los dedos y se la quité de la piel. Ella miraba fijamente, con
los ojos entornados, a la pared de enfrente.
—No te llevarán —le prometí. El cártel de Tijuana era nuestra mayor amenaza.
No había forma de derrotarlos si Sofia e Ivan estaban dispuestos a venderla, pero
me aseguraría que saliéramos de allí—. Nos iremos antes que lleguen. Te mantendré
a salvo.
—A Liana también, ¿verdad?
—Sí, tu hermana también —acepté a regañadientes. Liana era un comodín. No
estaba precisamente ansiosa por dejar atrás los bajos fondos.
Rápidamente reprimí el recuerdo, pero ya era demasiado tarde. Todo se vino
abajo. El control que ejercía a toda costa. Los fantasmas que me perseguían.
Aquellos pocos besos robados. Nunca salimos juntos del recinto. Dejé atrás a Lou,
y ella no era algo que yo pensara que podría dejar atrás. Viva o muerta.
Mis dedos se apretaron alrededor del vaso de whisky, la amargura recorriendo
mis venas.
Liana también era inocente. Su historia -palabras dichas y no dichas- me
sacudió. Estaba muy confundido como la mierda. Amaba a Louisa y, sin embargo,
Liana había empezado a sentirse jodidamente tan bien. ¿Me había hechizado? ¿O
era tan jodidamente débil que había cedido a la primera tentación que se me había
presentado?
Golpeé el vaso de whisky contra la mesa, asqueado de mí mismo, y solté una
carcajada hueca.
Salí de mi dormitorio y caminé por los pasillos hasta su habitación. Tenía el
cuerpo tenso por el hambre reprimida. Estaba furioso, contra ella, contra mí mismo,
contra el maldito mundo. Me envenenaba hasta la médula de los huesos.
Ella y yo... No podíamos acabar bien. No acabaríamos bien.
Era una receta para la autodestrucción. Liana amaba a su hermana; yo amaba a
su hermana. Cada toque, cada beso era una traición a Lou. Se cernía sobre nosotros
como una niebla, nublando nuestro juicio. Y aun así no podía alejarme. Como una
polilla a la llama, fui.
El fantasma en mi hombro me advirtió que sólo me tranquilizaría
temporalmente, y una vez que esta lujuria se disipara, Liana y yo nos quedaríamos
con un amargo remordimiento. Pero maldita sea, esta lujuria enloquecedora sabía
tan jodidamente dulce, tentándonos con sus promesas.
Entré en su habitación dando un portazo contra la pared. Liana se dio la vuelta,
sin más ropa que un sujetador rojo de encaje y unas bragas a juego. Mierda, era
preciosa. Su piel cremosa. Sus caderas suaves. Sus pechos turgentes.
Mi corazón retumbó en mis oídos cuando esos ojos dorados se encontraron con
los míos.
Tan cálidos. Tan ligeros. Tan jodidamente correctos.
—¿Qué estás...?
—Te necesito. —Prácticamente gruñí las palabras, pateando la puerta
cerrándola con el pie—. Y creo que tú también me necesitas.
Ella soltó una suave burla, pero nada pudo ocultar la forma en que sus mejillas
se tiñeron de carmesí.
—No necesito a nadie. —Siempre tan valiente. Tan decidida—. Además, puedo
ocuparme de mis propias necesidades, si me entiendes.
Sus labios se curvaron en una sonrisa pecaminosa y seductora, y las imágenes
de ella tocándose se agolparon en mi mente. La polla se me puso dura en los
vaqueros. Había sido imposible olvidar las imágenes de ella en mi cama, frotándose
el clítoris mientras sus ojos llenos de lujuria me miraban masturbarme.
—Enséñame —le pedí.
Los dedos de Liana se cerraron en pequeños puños y sus hombros se tensaron.
Quizás había interpretado mal todas las señales y realmente me odiaba. Ya no lo
sabía. Prometí mi amor y fidelidad a Louisa, y aquí estaba yo rogándole a su hermana
que se tocara delante de mí. No estaba en mis cabales, eso estaba claro.
Miró a mi alrededor, casi como si esperara que alguien la salvara. No, eso no
podía estar bien. No necesitaba que la salvaran. Probablemente estaba buscando un
arma con la que matarme, pero al no encontrar nada, su mirada volvió a la mía.
—Jesús —murmuró, sus delgados hombros se relajaron un poco mientras se
dirigía a la silla. Pero no pudo ocultar el temblor traicionero de su cuerpo. Ella
también me deseaba—. Te estás obsesionando conmigo. —Se sentó en el sillón
como una reina, con una sonrisa secreta en los labios. ¿Pensaba en la noche que
compartimos hace tantos meses tanto como yo?—. Pero déjame advertirte que no
tengo intención de quedarme aquí, así que será mejor que no te acostumbres.
Su puta boca sería mi muerte.
—Quítate el sujetador —ordené, tirando de mi propia camiseta y deslizándola
por encima de mi cabeza. Sus ojos se posaron en mi pecho y la piel se le puso de
gallina.
—No me gusta tu tono mandón. —Se pasó la lengua por el labio inferior—. Di
por favor.
Sus pezones se tensaron bajo la fina tela del sujetador y sus dedos temblaron
cuando se llevó la mano al gancho de delante, pero no se movió para desabrocharlo.
En lugar de eso, esperó con una ceja levantada y un desafío en los ojos.
—Deja de fingir, Liana —dije, con una voz tan profunda y gruesa que apenas
la reconocí—. Puedo oler tu excitación. Y la mancha húmeda de tus bragas me dice
que estás empapada. Ahora quítate el sujetador para que pueda verte las tetas.
Su pecho se agitó antes que finalmente hiciera lo que le decía. Al tirarlo al
suelo, sus pechos se derramaron y toda la sangre corrió hacia mi ingle. Bajó los
dedos hasta los reposabrazos y los apretó.
—Enséñame cómo te tocas.
Puso los ojos en blanco, aunque el rubor que manchaba su piel de porcelana me
decía que estaba disfrutando de la atención.
—Ya has visto ese programa una vez, Kingston. Esto se va a poner aburrido
rápido.
Esta mujer enloquecedora. Me desabroché los pantalones de un tirón.
—Cuanto antes dejes de hablar, antes te aliviarás —espeté—. Quítate las bragas
para que pueda verte el coño.
—No vayas a enamorar a nadie con esa boca —suspiró, con los ojos clavados
en mis tatuajes y las cicatrices que ocultaban. ¿Podría verlas? Su mirada bajó
perezosamente por mi cuerpo hasta mi polla, y vi con satisfacción cómo se
ruborizaba.
Me gustó que no apartara la mirada, sino que me observara tocarme la polla y
tirar de ella. Una vez. Dos veces. Jadeó, con los pechos pesados e hinchados y los
pezones apretados por el aire frío.
—Tócate, princesa —dije, y la súplica en mi voz me habría avergonzado si no
fuera por lo excitado que estaba.
Sus ojos se posaron en los míos antes de bajar de nuevo. Con un movimiento
decadente y pecaminoso, enganchó la rodilla derecha en el reposabrazos e introdujo
la mano entre los muslos. El primer roce de sus dedos la hizo estremecerse.
Carajo, era tan jodidamente hermosa. Abierta en señal de ofrenda, pude ver su
excitación, su humedad deslizándose por el interior de su muslo. El aroma era
jodidamente embriagador.
Por primera vez en mucho tiempo, quería tocarla, acariciarla y devorarla.
Quería sentir su carne contra la mía. Sin embargo, se sentía como una traición a la
memoria de Lou. Era a ella a quien amaba. Esta mujer frente a mí era sólo un
desteñido y falso reemplazo.
Así que tendría que mantener mi distancia. No había nada romántico en ello.
Sólo era un desahogo.
Sus dedos se introdujeron entre sus muslos, separando sus pliegues, y vi cómo
su pulgar rodeaba su bulbo hinchado, frotándolo con sus finos y gráciles dedos. Su
respiración se entrecortó y todo su cuerpo se tensó; el sonido de su excitación
húmeda, el aroma almizclado de su deseo y su respiración eran lo único en lo que
podía concentrarme.
Liana deslizó un dedo en su interior, su espalda se arqueó y sus labios se
entreabrieron con un gemido insonoro. Estaba rosada y húmeda, apretada y
tentadora. Su mirada se detuvo en mi polla, sus movimientos sincronizados con los
míos. Vi cómo sus caderas empezaban a moverse al ritmo de su dedo, persiguiendo
su liberación.
—¿Qué pensaste la última vez que te tocaste en mi cama? —pregunté, con voz
áspera para mis oídos.
—En el hombre de mis sueños —exhaló un gemido que se escapó de sus labios
rosados y el pulgar le rodeó el clítoris con frenética necesidad.
Me abalancé sobre ella, rodeé su cintura con los brazos y tiré de ella hacia
arriba. Debería haber sido más inteligente. Debería haber tenido más control, pero
mi polla se apoderó de mi cerebro y ya no importaba que Liana no fuera mi Lou.
Estaba actuando por impulso, como una bestia hambrienta a punto de abalanzarse.
Sus manos se clavaron en mi pecho, sus dedos húmedos se extendieron sobre
mis abdominales, y por un momento, nos quedamos quietos. Sus labios estaban a
centímetros de los míos. Sus ojos brillaban como el oro.
¡Carajo, esos ojos! Amaba y detestaba ese color. Amaba y detestaba esa cara.
La arrojé sobre la cama y ella rebotó con un grito ahogado. Apreté la mandíbula
mientras luchaba contra los impulsos de mi cuerpo que me desgarraban por dentro.
—¿Nos estamos mirando o me estás follando? —Su cuerpo tembló,
traicionando sus valientes palabras.
—De rodillas —le grité, furioso que pensara en otra persona mientras se corría
delante de mí. Furioso conmigo mismo por desearla. Confundido por todos esos
sentimientos contradictorios que no tenían ningún maldito sentido.
Se levantó y me estremecí ante la vista. Jesucristo. No era un santo, pero la
visión de su cuerpo desnudo, necesitado y hermoso, haría caer a cualquiera.
Con un gruñido, me retorcí, apretando mi erección desde la punta hasta la base,
y llevé mi polla contra sus pliegues húmedos. Su espalda se arqueó y yo rodeé sus
caderas con un brazo, manteniéndola quieta, y de un solo empujón la penetré hasta
el fondo.
—Mierda —siseé, y ella soltó un gemido estrangulado, adaptándose a mi
tamaño. Su apretado coño se estiró alrededor de mi gruesa erección, dando
espasmos, y temí no durar mucho. Estaba tan apretada como un puño y su núcleo
palpitaba alrededor de mi longitud.
La melena dorada de Liana le tapaba la cara. Agarré su cadera con una mano,
subí la otra y la enredé en su cabello, tirando suavemente. Se giró y me dejó ver su
hermoso perfil.
Su cuerpo tembló mientras se arqueaba contra mi entrepierna con un suave
gemido.
—Fóllame, Kingston. Termina lo que has empezado. —Mis labios se curvaron
con satisfacción mientras la sacaba, dejando sólo la punta dentro de su entrada, antes
de volver a entrar de golpe en su apretado coño—. Oh... Mierda...
Los sonidos que hizo fueron mi perdición. Perdí el control. La follé con fuerza,
bombeando dentro de ella rápido y profundamente. Sus dedos arañaban las sábanas,
agradeciendo cada embestida y sacándome todo lo que me quedaba. Sus caderas se
balanceaban hacia atrás y llenaban el aire con nuestros gruñidos y gemidos mientras
su excitación goteaba entre nuestros cuerpos.
—Me vas a destrozar. —Mi pecho retumbaba con un gruñido, y cada una de
mis embestidas nos acercaba más al límite—. Pero te vienes conmigo.
La penetré como un loco. Sus nudillos se pusieron blancos al agarrar las
sábanas. Apretó la cara contra el edredón, ahogando sus gemidos de placer. La forma
en que ordeñaba mi polla y gimoteaba mi nombre me acercaba cada vez más a la
liberación.
Un gemido vibró en mi pecho cuando la penetré con fuerza y me quedé clavado
en ella, con la punta de la polla rozando sus paredes internas. Liana se estremeció y
un chorro de humedad goteó sobre el colchón. Gimió mientras se liberaba,
apretándose contra mi polla. Eso fue todo lo que necesitó para hacerme volar. Mis
pelotas se tensaron y me corrí con un rugido, mi semilla brotando dentro de ella.
Los dos nos estremecimos y Liana se desplomó sobre la cama. Mi cuerpo sobre
el suyo, mi boca en su nuca. Permanecimos así durante lo que me pareció una
eternidad, perdidos en la niebla, hasta que el placer disminuyó y...
Lo vi.
Mis cejas se fruncieron. Parpadeé, pensando que mis ojos debían de estar
engañándome. Tal vez me había vuelto loco. Intenté respirar, luchando contra la
necesidad de creérmelo y estando demasiado jodidamente asustado para confiar en
que era real.
—¿Kingston? —Su voz sonaba lejana. Salí de ella, con mi semen goteando por
sus muslos. Liana se incorporó, pero la agarré del cabello—. ¡Ay! Suéltame el
cabello —gritó.
Maldita sea. Todo este tiempo... ¿Cómo podía...? ¡MIERDA!
—¿Por qué no me lo dijiste? —Conseguí decir.
Se giró y sus ojos se encontraron con los míos. Intentó apartarme, pero mi
agarre de su cabello era demasiado fuerte. Hizo una mueca de dolor y un temblor
visible recorrió su columna vertebral.
—No sé si esto es una mierda rara para después del sexo, pero no me gusta —
gruñó—. Suéltame el cabello, psicópata.
Mis dedos se enroscaron alrededor de sus sedosos mechones y los levanté por
última vez. Mi corazón se detuvo por completo, la sangre bombeando por mis venas.
El tiempo se ralentizó. Mis ojos se posaron en la marca que había tatuado con
mis propias manos hacía tantos años.
Me flaquearon las piernas y retrocedí de la cama, cayendo de rodillas.
Durante todo este maldito tiempo, Louisa había estado conmigo.
Liana

Me quedé mirando a Kingston de rodillas y, antes que pudiera interrogarlo, se


levantó de un salto y salió corriendo de la habitación.
Se me hizo un nudo en la garganta al mirar el espacio vacío, seguido
inmediatamente de una ira tan profunda que me puse roja. Apreté los dientes, mi
cerebro razonaba conmigo para que lo dejara pasar, pero la venganza bullía en mi
pecho.
Me puse unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, salí de mi habitación
y me dirigí a la suya. Golpeé la puerta, pero decidí que a la mierda, y le di la misma
cortesía que él me había dado al irrumpir.
Estaba sentado a un lado de la cama cuando entré, sólo llevaba pantalones de
pijama, la cabeza entre las manos y la mirada fija en el suelo. Una bruma peligrosa
impregnaba el aire, pero estaba demasiado enfadada para prestar atención a su
advertencia.
—¿Cuál es tu problema? —discutí—. Cada vez que me tocas, me dejas
mirándote la espalda, normalmente después de tirarme al suelo. Estoy harta de eso.
No levantó la vista.
Recorrí su dormitorio con la mirada y me llamó la atención una pulsera de
dientes bañados en plata y oro. Entrecerré los ojos cuando los susurros de mi mente
se hicieron más fuertes, pero los acallé rápidamente.
Arreglaríamos esto de una vez por todas.
—Vuelve a tu habitación —contestó, con sombras moviéndose en sus ojos.
Los rayos plateados de la luna se filtraban por las ventanas abiertas, iluminando
su cuerpo semidesnudo.
—¿Soy yo? —pregunté, con la voz entrecortada. No hubo respuesta, sólo un
pesado silencio—. ¿Cuándo vas a decirme por fin lo que he hecho? Estoy harta que
me hables con acertijos, quiero respuestas de verdad.
De repente, lo supe, este era el momento. Esto determinaría el resto de nuestras
vidas.
—No es...
Lo corté.
—Si me dices una de esas frases de No eres tú, soy yo, te juro por Dios,
Kingston, que te mato.
Entonces me miró, y lo que vi en su cara fue una emoción totalmente nueva. La
agitación y la calidez en ella me dejaron sin aliento.
—Ven aquí.
Mi cuerpo ni siquiera dudó en obedecer la orden.
Me sentí vulnerable mientras caminaba hacia él, con cada centímetro de mí
temblando de rabia y expectación. Separó las piernas y me coloqué entre ellas.
—Lo siento —murmuró, y sus manos rozaron la parte posterior de mis muslos
con un ligero toque—. No pretendía disgustarte. —Quién iba a decir que unas
palabras tan sencillas tendrían tanto peso—. ¿Me perdonas?
—Tú... —Inspiré profundamente—. Me confundes. —Me miró como si
estuviera esperando a que me pusiera al día—. No me pongas... triste.
Sus dedos se apretaron contra mis muslos, clavándose en mi carne.
—¿Te arrepientes?
Inspiré bruscamente.
—Pensé que era —Increíble. Mis dedos se enredaron en su cabello oscuro—.
Intenso.
Apretó la mandíbula.
—¿Pero te arrepientes?
—No. —Quizás eso me convertía en la hermana mala y egoísta, pero no—. Ni
siquiera por un segundo.
Dejó escapar un suspiro tenso y me acercó más, presionando su cara contra mi
estómago. Un escalofrío brotó bajo mi piel, caliente por su suave tacto.
—Eres mía. Jodidamente mía. —Me mordió el contorno del pezón a través de
la camisa—. Masacraré a cualquiera que vuelva a ponerte un dedo encima.
—No eres un buen hombre.
—No lo soy.
—Bien. No necesito un buen hombre. —El corazón me latía a un ritmo
incómodo, un recuerdo se colaba por los rincones de mi mente—. No quiero dormir
sola —dije, con la voz demasiado cruda, demasiado desesperada, mientras su rostro
se difuminaba en la niebla de mis ojos. Me senté a horcajadas sobre él y sus dedos
se volvieron más firmes sobre mis muslos, el ardiente calor de sus palmas
quemándome la piel.
—Tengo que sacar las armas de debajo del colchón —ronroneó, acercando sus
labios a los míos. Nuestros labios se rozaron, pero este beso era... Era tierno y
persistente, cegadoramente apasionado. Un escalofrío me recorrió la espalda como
una cerilla encendida mientras él recorría mis labios con su aliento caliente
abanicándome la boca.
Este beso era de los que se sienten hasta en los dedos de los pies. De los que
escriben los autores de novelas románticas y con los que sueñan las colegialas.
—Yo también me acuesto con armas —respiré contra sus labios—. En casa, de
todos modos —añadí, esperando que mi recordatorio que me mantenía aquí como
pseudoprisionera no acabara con el ambiente.
Sonrió contra mis labios y me bajé de su regazo.
Tardamos un minuto en recoger las armas y otro en acomodarnos en la cama.
Luego me metí bajo las sábanas a su lado y apoyé la cabeza en su pecho, escuchando
los fuertes latidos de su corazón. Lo oí respirar y me reconfortó.
—Me gusta cómo hueles —murmuré contra su pecho, sus constantes caricias
calmaban todo en mi interior—. Mi sabor favorito.
Se detuvo un momento y dejó escapar un suave suspiro.
—Tú, Rayo de sol, eres mi sabor favorito. —Mis cejas se fruncieron ante el
cambio de apodo.
—¿Se acabó la princesa de hielo? —pregunté, con un temblor en la voz.
Irradiaba tensión, todos los músculos de su cuerpo estaban tensos. Sus dedos
temblaban al rozarme el cabello.
—No más.
Sentí sus labios contra mi frente, un gesto tan sencillo después del encuentro
anterior, pero que hizo que cada fibra de mí se estremeciera con tantos sentimientos.
Mis dedos recorrieron su tinta, sus músculos flexionándose bajo ellos.
Me encantaba lo grande y fuerte que era. Incluso me encantaba que fuera un
hombre moralmente gris. Era exactamente lo que necesitaba. Su mirada me tocaba
por todas partes, como si me viera por primera vez. No podía entenderlo, pero me
encantaba su atención.
Sus manos rozaron cada centímetro de mi piel, luego se movió y dejé escapar
una suave protesta.
—No te vayas.
Dejó escapar un suspiro sardónico.
—Nadie, ni el mismísimo Dios, me separará de ti —ronroneó mientras tomaba
mi muñeca izquierda y enganchaba la pulsera a su alrededor—. Esto es tuyo.
Fruncí el ceño al ver la delicada joya hecha de dientes bañados en oro auténtico.
Sin embargo, no me molestó. De hecho, me pareció que siempre había estado ahí.
—Es un regalo raro, Kingston —murmuré en voz baja. Me acerqué la muñeca
al pecho y la acuné, con aquella palpitación tan familiar—. Pero me gusta. Me gusta
mucho.
Me acurruqué contra él, con los ojos clavados en el metal brillante. ¿Por qué
me parecía bien tenerlo puesto?
—Aún no puedo creerlo —susurró tan bajo que apenas oí las palabras.
Levanté la cabeza.
—¿Creer qué?
Nos cambió de posición y su cuerpo cubrió el mío. Deslicé mis brazos a su
alrededor, aquellas cicatrices que su tinta ocultaba ásperas bajo las yemas de mis
dedos. La verdad era que me encantaban, porque gritaban que era un superviviente.
Me hacían sentir segura con él.
—Que estás aquí conmigo.
Éxtasis zumbó bajo mi piel mientras su peso cubría el mío.
—¿Así que ya no me dejarás después de que... nos besemos?
Había vulnerabilidad en mi voz, y estaba segura que él era capaz de verla en
mis ojos.
Me pasó una palma áspera por la mejilla y sus labios rozaron los míos.
—Nunca volveré a dejarte.
La promesa me atravesó como una canción romántica y los latidos de mi
corazón se ralentizaron hasta desaparecer.
—Lo mismo digo —juré, dándome cuenta que lo decía en serio.
Puede que estuviera equivocada, pero mi posesividad hacia este hombre salió
a la superficie y me aferraría a él hasta mi último aliento.
Su boca recorrió mi cuello antes de enterrar su cabeza en mi nuca.
Aquella noche estuvimos abrazados toda la noche.
Liana

Me picaba la piel de la nuca mientras los gritos de tortura recorrían el castillo.


Miré a mi gemela y tomé su mano, entrelazando nuestros dedos mientras con la otra
agarraba el brazalete. Me daba fuerzas. Me mantenía a salvo.
Me había regalado uno nuevo por cada cumpleaños. A mi gemela no le
gustaba. Le parecía asqueroso el esmalte duro y las abolladuras rugosas, pero
apreciaba la fuerza que me daba.
Mi gemela me apretó una vez y luego se apartó para apoyar la barbilla en las
rodillas y rodearse las piernas con los brazos, con la mirada fija en el fuego. Los
meses de invierno en la mansión siberiana eran brutales, sobre todo cuando Ivan
Petrov estaba aquí. No debía quejarme, sobre todo sabiendo que no era la única
que sufría. Madre y los prisioneros de Ivan lo pasaban peor, mucho peor.
Me temblaban las piernas mientras mi mente coreaba una y otra vez:
—¿Dónde está?
Apreté los párpados mientras en mi cabeza se repetía “Born To Die” de Lana
Del Rey. Había empezado a preguntarme si nuestra línea de meta sería la muerte.
Parecía que toda nuestra vida nos había llevado a este punto. A morir. Nuestro
camino hacia la libertad había sido interminable. No podía fallarnos ahora...
¿Verdad?
Me apreté las sienes con los puños cerrados. Todo en la letra me daba ganas
de llorar, y sabía que no había tiempo para lágrimas.
Mis palmas se apretaron contra mi piel, mi miedo como una corriente blanca
y caliente. No nos haría daño. Mamá estaba aquí. No se lo permitiría. Pero entonces,
¿dónde estaba ella? ¿Dónde estaba Kingston?
Escondí la cara en mi regazo para ahogar mis gritos. Por favor, por favor, por
favor. Sólo lo quería a él. Quería que mi...
La puerta se abrió sigilosamente y mi hermana y yo levantamos la cabeza.
Saboreé su miedo como si fuera mío, igual que sabía que ella podía sentir el mío.
Retrocedimos, apretándonos contra la esquina oscura.
El aliento de Liana empañaba el espacio entre nosotras. O tal vez era la mía.
Me mecí, diciéndome a mí misma: No tengo miedo. No tengo miedo. Al final, me lo
creería.
Los pasos se acercaban. La madera crujía, perforándome los tímpanos. Las
lágrimas corrían por mis frías mejillas, abriéndose camino hasta mis labios. Las
manos de mi gemela me agarraron con fuerza.
Se estaba acercando. Estaba...
Salté cuando una mano me tocó. Me golpeé la espalda contra la pared y me
dolió el hombro.
Un grito atravesó el aire helado.
Me levanté del suelo y salté sobre la amplia espalda, ignorando el miedo
tembloroso que se apoderaba de cada fibra de mi ser. En el siguiente suspiro, salí
despedida sin esfuerzo y mis extremidades cayeron con fuerza sobre el suelo de
piedra.
El mundo se inclinó. La vista se me nubló. Me dolían las sienes.
Incluso con la cabeza zumbando de adrenalina y dolor, intenté moverme, pero
mi cuerpo se negaba a escuchar.
Pero entonces la realidad se filtró a través del horror.
Mis ojos se abrieron de par en par. Una gran mano me tapó la boca mientras
la otra recorría mi cuerpo, cada vez más abajo, hasta llegar a mi entrepierna. Me
agité y pataleé, con mis gritos ahogados y la nuca golpeándome de nuevo contra el
suelo. El hedor a tabaco y colonia barata asaltó mis sentidos.
Mis ojos recorrieron la habitación frenéticamente, viendo cómo mi hermana
luchaba contra otro hombre. El asco y la desesperación me atascaron la garganta.
—Deja de luchar —ronroneó. Sentía que mi energía menguaba, pero no podía
rendirme. No ahora. Jamás.
De repente, su peso muerto se desplomó sobre mí, asfixiándome. La sangre me
salpicó la cara y el cuello, cubriéndome de carmesí. El pulso me retumbaba en los
oídos, la desorientación y la confusión me invadían mientras parpadeaba
repetidamente.
Levanté la vista y descubrí que mi fantasma vengativo se cernía sobre mí.
—Siento llegar tarde, cielo —me dijo, tendiéndome la mano; la otra ya se la
había ofrecido a mi hermana, que tenía un aspecto tan horrible como yo. Pero sus
ojos permanecieron clavados en mí, ahuyentando mis miedos y prestándome su
fuerza.
—Está... bien. —Me rechinaron los dientes, pero casi me derretí de alivio.
Se arrodilló durante un breve instante, sacando un diente de la boca de cada
hombre, y luego se enderezó. Me encontré con sus ojos, más duros y oscuros que
nunca, parpadeantes de furia.
Aún sostenía los cuchillos, y la sangre goteaba sobre la madera. Una atrocidad
más que añadir a su plato. ¿Cuándo sería yo quien lo protegiera?
—¿Dónde estabas? —gritó mi gemela, con una clara acusación en la voz.
—Ya casi es hora de otra pulsera, Rayo de Sol —me dijo, ignorando a mi
hermana. Se guardó los dientes, observándome con una máscara impenetrable.
Kingston -mi protector- había sido nuestro guardaespaldas, manteniendo
nuestras virtudes intactas y protegidas, sólo para que el mejor postor la comprara
como si fuéramos un par de caballos preciados. Excepto que él era mucho más que
eso.
Él lo era todo para mí.
Mis ojos se posaron en los moretones de su cuello y sus nudillos rotos, y no
pude evitar preguntarme: ¿cuánto le costó nuestra virtud?
Mi corazón palpitaba en mi pecho. Mis oídos sonaron. Mi visión disminuyó.
Llegué demasiado tarde para salvarla. Demasiado tarde para salvarlo a él. Un
grito rasgó el aire. El mundo se volvió negro.
—¡KINGSTON! —bramé, mis ojos se abrieron. Mi cabello húmedo se pegó
contra mi frente, mi pecho se apretó y me hizo difícil respirar.
A mi lado, Kingston se despertó sobresaltado.
—¿Qué te pasa, Rayo de Sol?
Sus dedos me rozaron el cabello húmedo mientras yo cerraba los ojos con
fuerza, con los recuerdos distorsionados y confusos de mi gemela y de mí
parpadeando tras mis párpados cerrados. Me palpitaban las sienes, un dolor punzante
me perforaba el cráneo.
Envolví mis brazos alrededor de mi estómago, balanceándome hacia adelante
y hacia atrás. Escalofríos me atravesaban, pesadillas que no entendía que me
atormentaban.
Me puse de lado y me balanceé hacia delante y hacia atrás, calmándome de la
única forma que había hecho en los últimos ocho años. Los dedos de Kingston
recorrieron mi nuca, dando vueltas suavemente como si siguieran líneas invisibles.
—¿Qué... estás... haciendo? —Me castañeteaban los dientes y me costaba
hablar.
—Trazando tu tatuaje.
Mis ojos encontraron los suyos por encima de mi hombro con las cejas
fruncidas.
—Yo... no tengo... un tatuaje.
—Sí lo tienes —me aseguró, con voz cálida y tranquilizadora—. Lo estoy
tocando ahora mismo.
Jadeante y abrumada por las emociones, los sollozos se apoderaron de mí. Mis
lagunas de memoria me alarmaban cada día que pasaba. Debería recordar que me
hice un tatuaje. Debería acordarme de Kingston.
—¿Qué me está pasando? —grazné entre sollozos, con imágenes sin sentido
pasando por mi mente.
Las náuseas me revolvieron el estómago. Me llevé los dedos a las sienes,
presionándolas mientras me recorría un escalofrío. Respiré con dificultad. Me
esforcé por respirar. Inspirar. Exhalar. Inspirar y exhalar.
—Louisa, mírame. —Los brazos de Kingston me rodearon.
—Es... Es Liana —tartamudeé, incapaz de controlar mis temblores—. Soy...
Liana —resollé. Todo se volvió demasiado. O quizá me estaba volviendo loca. La
sangre me latía con fuerza entre los oídos, un zumbido estridente que crecía con cada
latido y me impedía comprender mis pensamientos. Mis ojos encontraron los suyos
y grité—. ¿No lo ves, Kingston? Soy Liana, no Louisa.
Sus labios rozaron mi sien, susurrando palabras que no podía entender a través
de mi ataque de pánico.
—Respira, cariño.
Me metió en su regazo, meciéndome de un lado a otro, y yo enterré la cara en
su cuello, llorando hasta que el sueño me hundió.
Ya nada tenía sentido. O tal vez era que por fin todo lo tenía.
Kingston

Louisa volvió a dormirse en mis brazos, con la boca apretada y la respiración


entrecortada. Le pasé una mano por la frente, aún sin creer que fuera Lou.
Mi Lou.
Todo este tiempo, estaba viva y respiraba. Si no se acordaba de mí ni de nuestro
pasado común, bien. Yo la ayudaría a recordar, de algún modo, de alguna manera.
Lo principal era que ella estaba aquí. Conmigo. En mi cama.
Su madre enferma debió someterla a una tortura extrema para que su mente
estuviera tan dañada. Su trauma, combinado con el lavado de cerebro de Sofia, había
convencido a Louisa que era su gemela. ¿Significaba eso que Liana estaba muerta?
No se sabía a qué tortura había sometido Sofia a Lou. Puede que le inyectara
tanta culpa que su mente se quebrara, y la única forma que tenía Lou de sobrellevarlo
era convencerse a sí misma que era Liana.
Apreté la mandíbula.
La culpa me corroía al darme cuenta que le había fallado, no una, sino dos
veces. No pude protegerla en el calabozo y luego la dejé a merced de su madre. No
importaba que pensara que había muerto delante de mí, presenciando su brutal
tortura a manos de Sofia y sus hombres.
Me pasé una mano por el cabello y tiré de las puntas. ¿Qué demonios debía
hacer? Podía decirle que no era Liana, que era mi Lou, pero no creía que estuviera
en condiciones de oírlo.
Agarré el teléfono de la mesita y escribí rápidamente un mensaje a Dante
Leone, miembro de Thorns of Omertà, la organización para la que solía trabajar.

Yo: Necesito el nombre y el número de tu terapeuta.

Su respuesta fue instantánea a pesar de la hora de la noche.

Dante: No tengo terapeuta.

Puse los ojos en blanco.

Yo: Envíame el nombre y el número.

Dante: ¿Por fin estás lidiando con tu mierda? Estoy orgulloso de ti.

Dante Leone podía ser un imbécil. Divertido para cazar y matar imbéciles, pero
completamente molesto.

Yo: Deja de hacerme perder el tiempo.


Dante: ¿Por qué nos has fantasmeado?

Yo: ¿Me mandas el puto nombre y número o no?


Dante: Que tus bragas no se tuerzan. Enseguida.

El siguiente mensaje era un contacto compartido. Doctora Violet Freud, doctora


de Harvard. No perdí tiempo en reservar una sesión inmediata para Lou.

Por la mañana, ya había convencido a la psiquiatra para que volara hasta aquí;
bueno, le hice una oferta que no podía rechazar y que implicaba muchos ceros, pero
eso no venía al caso.
Con cuidado de no despertar a Louisa, salí de la cama, me duché, me vestí y
me dirigí al helipuerto. El sol acababa de salir por el horizonte, y no importaba
cuántas veces viniera a mi propiedad en el Mediterráneo, la vista nunca dejaba de
impresionarme.
Hoy significaba más que nunca. Esto era con lo que soñábamos los dos. Vivir
en la playa, donde el frío nunca nos encontraría. Lejos del mundo. A salvo del
mundo.
El rico sabor del aire ligeramente salado se arremolinaba a mi alrededor. Me
encantaba esta isla. Se había convertido en el único lugar que consideraba mi hogar,
ahora más que nunca.
Oí el helicóptero antes de verlo. Vi a Alexei, el único hombre en quien confiaba
las coordenadas, aterrizar el aparato en el helipuerto. En cuanto aterrizó, apareció la
Doctora Violet Freud.
—Señor Ashford —me saludó—. La próxima vez que haga esta mierda, no
espere que venga corriendo. No me importa cuánto me ofrezca, no me gusta que me
obliguen. —Alexei se acercó por detrás y ella lo fulminó con la mirada—. Y no
envíe a gente aterradora como él a recogerme.
Puse las manos a la espalda e incliné la barbilla.
—Lo tendré en cuenta.
—Hazlo —dijo, subiéndose las gafas de montura dorada por la nariz y
mirándome a los ojos—. Ahora cuéntame más sobre la paciente.
—Louisa parece estar luchando con algún tipo de pérdida de memoria
profunda. —Desde mi periferia, vi el cuerpo de Alexei inclinarse hacia delante, con
expresión curiosa. Hice un gesto a la doctora para que se adelantara y luego nos
dirigí en dirección a la casa—. Ella tuvo. —Me aclaré la garganta antes de
continuar—. Tuvo una gemela. Parece creer que es ella.
—¿Gemelas idénticas?
—Sí.
—¿Desde cuándo piensa eso?
Me pasé la mano por el cabello, obligando a mis pies a seguir moviéndose.
—No lo sé. —Fingí que todo esto no me atravesaba—. Hasta anoche, creía que
Louisa estaba muerta.
La Doctora Freud se tocó las gafas con mano temblorosa. Debía de sentirse
fuera de su elemento, pero a su favor, lo disimulaba bien.
—¿Está seguro que es la gemela que cree que es?
—Sí, maldita sea.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —Apreté la mandíbula y tuve que hacer todo
lo posible para no estallar—. Después de todo, hasta ayer creía que era la otra
gemela. Es fácil confundir a gemelas idénticas.
—Porque tiene el tatuaje que yo le hice. —Mantuve la calma. No podía
permitirme perder la única pizca de esperanza que tenía Lou—. Nadie lo sabía. Ni
siquiera su hermana.
Me detuve y contemplé la costa, el agua azul cristalina resplandeciente de
rayos, y mierda si no me daba esperanzas.
—Me confunde por qué no la reconociste de inmediato, entonces —señaló.
—La vi morir... creí haberla visto morir delante de mí. —Los recuerdos de su
tortura me desgarraron el puto pecho de nuevo—. La golpearon y la torturaron.
Se me quebró la voz. Nunca lo había superado. Louisa era mi alma gemela. De
niños, empezamos como amigos. Yo era su roca y ella era la mía. Nuestra amistad
creció junto con nosotros.
—Parece que se está disociando, Señor Ashford. —De alguna manera, no me
sorprendió. Después de toda la mierda que había visto y sobrevivido, sabía que
nuestras mentes lidiaban con el trauma de manera diferente a nuestros cuerpos—.
Por lo que me dice, sufrió traumas y abusos. Es posible que se culpe por la muerte
de su gemela.
—¿Cómo la recupero? ¿Cómo hago para que deje de creer que es su hermana?
—No puede. —Hizo hincapié en las palabras, estrechando su mirada en mí—.
Tiene que hacerlo sola.
—Eso podría llevar años. —Mis manos se cerraron en puños y sus ojos se
posaron en ellas antes de encontrarse con mi mirada de desaprobación. Me
importaba una mierda lo que pensara—. No tenemos años. Hablarás con ella y
arreglarás esto —grité—. La casa está por ahí, sólo tienes que seguir el camino.
—Menos mal que no me he puesto los tacones —dijo con un deje de fastidio.
Hasta que no se alejó Alexei dijo:
—¿Estás bien?
Asentí, más preocupado por Louisa que por mi propio estado de ánimo.
—Cuando viniste a buscarme —dije, encontrándome con su mirada—. Yo era
el único en la habitación. ¿Verdad?
—Sí —me confirmó—. No dejabas de señalar un punto, pidiéndome que la
salvara, pero no había nadie. —Maldita Sofia y sus juegos enfermizos. Nunca
hubiera pensado que fuera capaz de torturar a su hija hasta la locura—. Tengo una
noticia que probablemente no te gustará —añadió Alexei pensativo.
—Oh, cómo me gusta empezar el día con malas noticias —repliqué
irónicamente, encarándome con él.
—Bueno, parece que no has dormido mucho, así que considéralas noticias de
ayer. —Alexei vaciló antes de continuar en voz baja—. La chica que salvamos...
Louisa. Resulta que no se llamaba Louisa. La golpearon hasta que fue el único
nombre al que respondió.
Interesante... Al principio me pareció una extraña coincidencia, pero con todo
lo que había pasado, con lo jodidos que se habían vuelto los últimos meses, no me
parecía descabellado creer que tuviera algo que ver en todo esto.
—¿Tenemos su verdadero nombre?
Sacudió la cabeza.
—No, se niega a hablar con nadie.
Un largo suspiro me abandonó. Lo sospechaba. No había dicho ni una palabra
en el trayecto desde el almacén, pero se había aferrado a Liana -corrección, Louisa
todo el tiempo. Alexei me observaba atentamente. Parecía estar esperando.
—Hablará con Louisa.
Asintió.
—Pensé que sería nuestra mejor opción. —Su mirada se desvió en dirección a
mi casa—. ¿Pero cómo manejarás todo lo demás?
—La ayudaré a recordar.
Porque llevábamos enamorados casi tanto tiempo como vivos.
Liana

—Vengo a hablarle de su gemela.


Miré con suspicacia a la Doctora Freud, que estaba de pie en la terraza fuera de
la casa de Kingston.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Qué recuerda de ella?
Entrecerré los ojos. ¿Quién demonios era esta tipa, que se creía capaz de hurgar
en mi hermana?
—Sentémonos —me ofreció, y la frustración parpadeó en mi interior. No era
su despacho ni su casa. No esperó a que me sentara, pero debió de leer mi expresión
porque añadió—: Por favor. He tenido un día duro, me han sacado de la cama y me
han traído aquí.
—Oh, deberías haber empezado con eso... —Me agaché frente a ella—. ¿Quién
te obligó a salir de la cama?
—Un tipo tenebroso de ojos azules, cubierto de tatuajes —murmuró.
Las comisuras de mis labios se elevaron.
—Alexei.
—Sí, él. No quiero tener nada que ver con él.
—Bueno, esperemos.
La nota de sarcasmo en mi voz no se le escapó, y se llevó la pluma a los labios,
observándome atentamente.
—¿Hay esperanzas que se hayan arruinado? —inquirió. Mi mente se rebeló al
recordar, los bloqueos mentales me hacían palpitar las sienes. Cuanto más lo
intentaba, más me dolía—. ¿Te acuerdas?
Entrecerré los ojos.
—Lo recuerdo todo. —Tenía un bloc en las manos y su bolígrafo se movía
furiosamente sobre la página—. ¿Qué escribes?
—Sólo notas. —Sentadas en la terraza, el sol se abría paso por el cielo azul—.
Intento averiguar las diferencias en sus personalidades, en sus comportamientos e
intereses.
Me burlé, pero aun así le di todo lo que pude, y luego fue una pregunta tras otra,
haciendo que la cabeza me diera vueltas y los oídos me zumbaran.
Hasta que levantó la cabeza y cambió de tema al decir:
—Y tú y Kingston...
—Ese es el señor Ashford para ti —siseé. Era demasiado temprano en la
mañana para esta mierda o para que cualquier mujer estuviera cerca de mi... mi
Kingston. Sí, eso sonaba bien. Era mío, y más le valía a esta señora largarse. Él no
era de su incumbencia. Mi turno de preguntas—. ¿Qué estás haciendo aquí? —
Solté—. ¿Y cómo sabes lo de mi gemela?
—Kingston... —Fruncí el ceño y ella se aclaró la garganta, con una pequeña
sonrisa en los labios—. Perdona, el Señor Ashford me dio una idea antes.
¿Por qué estaba hablando con esta mujer? Era demasiado guapa para que no se
fijara en ella. Entonces me di cuenta. Estaba celosa. El monstruo de ojos verdes
burbujeaba en mi pecho, listo para eliminar a cualquier mujer que pudiera ser una
amenaza potencial. Pero, ¿por qué? Yo no era territorial.
—No tenía derecho —refunfuñé, con la mandíbula tensa. ¿Por qué iba a
contarle algo a una perfecta desconocida? Tendríamos que establecer algunas reglas
básicas al respecto—. Y olvidarás todo lo que dijo.
—¿O qué? —Jesús, ¿la mujer realmente me estaba desafiando? Estaba segura
que deseaba morir.
Observé el espacio a mi alrededor, examinando cualquier posible objeto para
usar como arma. No había nada, aparte de cubiertos, un plato y una taza de porcelana.
Suspiré. El cuchillo de mantequilla no serviría; una vez había intentado matar a un
hombre con él. No me sirvió. Tendría que servir un tenedor. Desordenado pero
necesario.
Justo cuando me inclinaba hacia delante, apareció Kingston, con su atención
fija en mi mano.
—Rayo de sol, baja eso —me ordenó Kingston, y entrecerré los ojos. Más le
valía no defender a la hermosa doctora.
Se me torció un músculo de la mandíbula. Puede que hubiéramos pasado una
noche increíble, pero seguro que me estaba cabreando esta mañana.
—¿Por qué ella está aquí? —gruñí, agitando el tenedor en el aire—. ¿Y por qué
le estás contando mi historia? Nuestra historia. —La que ni siquiera recordaba. No
podía recordarlo como mi guardaespaldas y el de Louisa, y me dejó sintiéndome
como si me faltara un miembro—. No me gusta, Kingston.
—¿Con qué mano agarraste el tenedor?
Mis cejas se fruncieron ante el cambio de tema. Yo no me agobiaba fácilmente,
pero él lo conseguía siempre.
Bajé la mirada para encontrar mi mano izquierda agarrando el tenedor.
—¿Qué significa eso...?
—Usaste la mano izquierda —dijo—. ¿Qué gemela es zurda? —Mi mente se
quedó en blanco. Casi podía ver cómo mis muros mentales invisibles se cerraban de
golpe—. ¿Cuál es tu sabor de helado favorito?
Sacudí la cabeza, intentando despejar la mente. Me llevé la mano libre a la sien
y carraspeé.
Las imágenes de mi madre rompiéndome la muñeca cada vez que utilizaba la
mano izquierda se reproducían en mi mente como una película distorsionada. El
dolor sordo de la muñeca izquierda palpitaba. No te rompas, repetía mi mente. No te
rompas. No te rompas.
—¿Puedo hacer una recomendación? —Se introdujo la Doctora Freud.
—No —contesté.
—Adelante. —Kingston realmente no estaba ganando puntos hoy.
—Hipnosis.
—No estás jodiendo con mi mente. —Había tenido suficiente de esa mierda
para toda la vida.
Ella me ignoró.
—Es sólo para desbloquear las barreras.
—¿De qué putas barreras estás hablando? —Miré fijamente a Kingston—. ¿Por
qué la has traído aquí?
Acortó la distancia entre nosotros y se arrodilló.
—¿Confías en mí?
—Sí. No. No lo sé. —Había sido autosuficiente durante tanto tiempo que no
sabía confiar en nadie.
—¿Qué te dice tu instinto? —interrumpió la Doctora Freud, interviniendo
cuando en realidad no debía. Aunque tenía que admitir que era una pregunta válida.
—Rayo de Sol, tienes que hacer esto. —Kingston fue implacable—. Sabes que
estas lagunas de memoria no son normales. La hipnosis podría ayudar.
Me estremecí, mi pecho repentinamente pesado.
—No quiero estar a su merced.
—No dejaré que ni ella ni nadie te haga daño —juró—. Estaré aquí contigo, en
cada paso del camino.
Mi mirada se desvió hacia la hermosa mujer que esperaba pacientemente a que
tomáramos una decisión. Era una extraña, una amenaza potencial. Pero Kingston
parecía confiar en ella, lo que me hizo confiar en ella también.
—No hagas que me arrepienta de esto —siseé—. Porque acabaré contigo sin
pestañear.
La comisura de sus labios se levantó.
—Tomo nota.
Inhalé profundamente y exhalé, ralentizando mi ritmo cardíaco. O intentándolo.
—De acuerdo, ¿y ahora qué?
Kingston se levantó de su posición arrodillada y vino a ponerse a mi lado, como
una nube protectora.
—Vas a relajarte y a escuchar mi voz. Concéntrate en un recuerdo que hayas
tenido con tu hermana. —Cerré los ojos y seguí sus instrucciones. El sueño de la
noche anterior pasó fugazmente al primer plano de mi mente—. Dime lo que ves.
Como aturdida, con la mente confusa, narré el sueño. La pulsera de dientes que
tanto significaba para mí. Su efecto calmante cuando tenía miedo.
—La pulsera —murmuré. Se oyó un susurro, pero yo estaba demasiado inmersa
en ese cambio de conciencia como para darle importancia.
—¿Quién te dio la pulsera? —preguntó la Doctora Freud.
—Kingston, mi fantasma. —Fruncí las cejas, confundida. Me la dio anoche.
Pero la tenía en mi sueño cuando me escondí con mi hermana.
—No pienses —dijo la doctora suavemente—. Las razones y la lógica no
importan ahora. Sólo sigue esa línea de pensamiento. —Me concentré en los ruidos
a mi alrededor. El canto de los pájaros. Las olas golpeando la costa. El susurro de la
brisa entre los árboles—. Concéntrate en tu respiración.
Con cada respiración, sentí que me relajaba. El tiempo se ralentizaba.
En un estado similar al sueño, pero hiperconsciente, las imágenes empezaron a
pasar por mi mente como una película en avance rápido. Tantas. Tan confusas. El
corazón se me aceleró en el pecho, pero la respiración no se aceleró.
Mis ojos se abrieron. Miré fijamente la muñeca, casi esperando que mi madre
apareciera de la nada y me arrebatara la pulsera. El crujido familiar de los huesos
seguiría, acompañado de ese dolor inmediato. Me puse una mano en la boca cuando
un flashback me golpeó con fuerza mortal.
Un ligero repiqueteo me despertó y me sobresalté. Parpadeé varias veces,
borrando el sueño de mis ojos, cuando lo vi sentado en un rincón junto a la ventana.
La luz plateada de la luna proyectaba sombras sobre su rostro, y una pesada tensión
se instaló en el espacio que nos separaba.
Algo iba mal. Kingston nunca se colaba en mi habitación por la noche. Siempre
decía que era demasiado arriesgado.
—¿Qué haces aquí? —susurré, echando un vistazo a la habitación vacía antes
de volver a verlo sentado en la silla como un rey. Siempre me recordaba a un rey -
fuerte, protector y mortífero- a pesar de ser el prisionero de mi madre.
—He estado esperando a que te despertaras. —La vehemencia de su tono me
produjo una escalofriante alerta. Miré el reloj y las tres de la madrugada me
devolvieron la mirada en rojo—. Tenías razón. —La confusión me invadió, el sueño
aún me atormentaba el cerebro—. Tenemos que huir.
Aparté las piernas de la cama y caminé descalza hacia él, encajándome entre
sus rodillas.
—De acuerdo. —Tomé sus dedos apretados entre mis manos y se los alisé—.
Entonces huiremos.
Sus ojos se apagaron, pero eso no ocultó el miedo que lo impregnaban.
—No será seguro para ti.
Había visto matar a Kingston. Sabía que me mantendría a salvo. Nadie ni nada
me había hecho sentir tan protegida como él.
—Cualquier lugar contigo es mejor que aquí sin ti, Kingston. —Este lugar era
un infierno para él. Tragué fuerte, con el corazón temblándome en el pecho—.
¿Podemos traer a mi hermana? —La inquietud revivió en mi pecho—. Yo... no puedo
dejarla atrás.
—¿Estás segura que quiere irse?
Una pesadez me oprimió el pecho. Últimamente, mi gemela se había vuelto más
dura. Estaba distante, me aislaba constantemente. A mamá le gustaba, a mí no. Pero
era mi hermana, una parte de mí, y nunca me lo perdonaría si al menos no lo
intentaba.
—Quiere irse —dije con una seguridad que no sentía. Con la mano libre, le
pasé mi dedo por sus labios, bajando por la barbilla hasta llegar a la mancha de
carmín rojo que me devolvía la mirada. Inspiré estremecida, incapaz de enterrar la
cabeza en la arena—. Algún día la mataré por ti, Kingston.
Sacudió la cabeza.
—No, Rayo de Sol. Yo la mataré. —Levantó nuestros dedos entrelazados y me
besó los nudillos uno a uno—. Quiero tus manos limpias.
Nuestros ojos se cruzaron y me acarició la mejilla.
—Mañana por la noche, huiremos y nunca miraremos atrás —susurré, y por
una vez, mis esperanzas y sueños se sintieron como cosas físicas que podía sostener
en mis manos.
—Mañana por la noche, huiremos.
Volví al presente, mis miembros temblaban y me desplomé antes que Kingston
me atrapara. Tenía la respiración entrecortada mientras lo miraba fijamente. No era
posible, ¿verdad? Yo era Liana. ¿Verdad? Me agarré la cabeza con ambas manos,
enroscándome los dedos en el cabello. Mis ojos llenos de pánico buscaron a
Kingston como si fuera un salvavidas.
—Mierda, lo siento, Rayo de Sol —maldijo, con voz grave pero profunda y
cálida—. Nunca quise hacerte daño así. —Envalentonada por sus palabras, levanté
la barbilla y nos miramos a los ojos—. Nunca he dejado de amarte. No ha habido
otra mujer. Tú lo eres todo para mí, Louisa. Mi principio. Mi medio. Mi final.
No había nada más que sinceridad y devoción en su expresión y su voz. ¿Todo
lo que creía saber era una mentira? ¿Una falsa realidad? ¿En qué debía creer?
A mi corazón. Mis instintos.
Durante los últimos ocho años, había vivido con cosas que no podía explicar.
Sueños y lagunas en los recuerdos. Tal vez eran fragmentos de mi antiguo yo; mi
subconsciente aferrándose a mí misma. Y entonces se me ocurrió... Siempre estaba
ahí, en mis bocetos, en mi corazón y en mis sueños.
—Lo recuerdo —susurré, con las lágrimas corriendo por mis mejillas. Y
entonces me invadió la ira.
Me llamaba Louisa Volkov y pretendía asesinar a mi madre por lo que me había
hecho. Por lo que nos había hecho a todos.
Liana, 18 años

Quedarnos aquí nos destruiría. Teníamos que salir de aquí, los tres.
—¿Estás segura? —dijo Liana—. Si los hombres de Madre atrapan a los dos...
Sabía lo que quería decir, pero no podíamos quedarnos. No si el hombre que
amaba era un prisionero. No estábamos mucho mejor. Sí, nos habíamos librado de
violaciones y palizas, en su mayor parte, pero no por mucho tiempo. El cártel de
Tijuana había estado negociando con Ivan un matrimonio con una de nosotras, las
preciadas princesas de la mafia.
Sabíamos que tarde o temprano nos venderían igual que a los humanos con los
que traficaban.
Liana y yo detestábamos lo que representaba nuestra madre. Años de
aprendizaje sobre todas las alianzas criminales de los bajos fondos nos habían
enseñado que ella estaba en lo alto de la cadena alimentaria y dirigía muchos tratos
despreciables.
Sí, nos protegía, pero a costa de los demás. No le importaba que fueran
inocentes; les dejaba sufrir. Alentó sus castigos. Alentó los juegos de gladiadores. Y
alentó las subastas humanas.
—Tenemos que intentarlo. ¿Deberíamos repasar el plan otra vez?
Negó con la cabeza, mostrándome esa sonrisa que normalmente le daba lo que
quería.
—Nos vemos en el lugar acordado. —Se inclinó hacia mí y me besó la
mejilla—. Te amo, sestra.
—Yo también te amo, sestra —repetí en voz baja, mirando fijamente a mi
gemela. Éramos idénticas, rubias, con pecas en la nariz y ojos marrones. Nadie podía
distinguirnos, aparte que ella era diestra y yo zurda—. Esto funcionará —susurré—
. Entonces nos libraremos de estos muros y cadenas. Kingston será libre.
—¿Y si nos atrapa? —preguntó, con los ojos desorbitados.
Se me apretó el pecho al saber lo que pasaría si nos descubrían. Tortura y
palizas para Kingston. Posiblemente para nosotras también. Cada respiración me
taladraba los pulmones mientras el presentimiento me llenaba las venas.
—Si nos atrapa —empecé con calma—. La mataré. Por su participación en lo
que le hicieron a Kingston y a todos los demás inocentes.
Liana sonrió.
—Él te hace valiente.
—Mataría por él —admití. Yo también moriría por él, pero no lo dije—. Él es
todo para mí, Liana. Espero que encuentres a alguien que te haga sentir lo mismo.
Sé que entonces lo entenderás.
Me atraía su corazón, cada una de sus piezas rotas.
Sus ojos se desviaron hacia mi pulsera y sus hombros se hundieron.
—Puede que sea el hombre adecuado para ti, pero es el momento equivocado.
Lo mismo con este plan de fuga.
La abracé con fuerza.
—No hay momento adecuado para nada en esta vida. Tenemos que lograrlo,
agarrarlo y apoderarnos de nuestra propia felicidad, aunque tengamos que mentir,
robar y engañar.
Entonces, me di la vuelta y dejé atrás a mi gemela sin otra mirada, sin dudar ni
un segundo que volvería a verla.

—Rayo de Sol, te lo prometo. —Kingston estaba inquieto. Se nos estaba


acabando el tiempo—. Volveremos por ella, pero si no nos vamos ahora, no lo
conseguiremos.
No quería dejar atrás a mi gemela, pero sabía que Kingston tenía razón. No lo
llamaban Ghost por nada. Nadie igualaba su habilidad cuando se trataba de
desaparecer, cazar y acabar con un objetivo.
—De acuerdo —acepté. Mi gemela era mi otra mitad. Irme sin ella era como
dejar atrás una parte de mí.
Su mano agarró la mía, apretándola en señal de comprensión.
Entonces echamos a correr.
Nuestros pies se hundieron en las gruesas capas de nieve mientras el castillo,
causante de todas nuestras pesadillas, desaparecía a nuestras espaldas. Tropecé y caí
de rodillas, pero el firme agarre de Kingston me levantó rápidamente.
El cielo estaba sombrío, casi invisible mientras la nieve descendía de los cielos.
Cuanto más cayera, menos probabilidades habría de rastrear nuestras huellas. El aire
cortante y fresco se sentía como un látigo contra mi cara. El aire se empañaba a
nuestro alrededor con cada exhalación mientras corríamos codo con codo y el paisaje
siberiano nos engullía por completo.
—Ya casi hemos llegado —me apremió Kingston, notando mi cansancio. Él
estaba en excelente forma; tenía que estarlo para sobrevivir aquí. No como yo.
Cada respiración me partía el pecho por la mitad.
El viento ululaba, trayendo consigo los temidos ladridos de los perros de Ivan.
Elevé una plegaria para que tal vez pusiera a Puma sobre nuestro rastro. No nos haría
daño ni a Kingston ni a mí. Era la mejor perra de todos sus animales viciosos.
—Kingston —grité, con los copos de nieve amontonándose en mis pestañas y
el viento mordiéndome las mejillas—. Yo... Yo... Déjame atrás. Te estoy...
retrasando.
El pecho me pesaba y temblaba mientras dejaba escapar sollozos silenciosos en
la noche.
—No, hacemos esto juntos. Sigue corriendo, Lou. Ya casi...
Nunca terminó la frase.
Bang.
Un solo disparo fue todo lo que hizo falta para que el cuerpo de Kingston cayera
y empezara a sacudirse a cámara lenta. Tropecé de cabeza con la nieve, con los dedos
agarrados a su mano. Levanté la cabeza y me encontré con nieve de color rojo rubí
apilada alrededor del cuerpo de Kingston.
Mi mundo se vino abajo cuando un grito animal salió de mis pulmones y el
mundo giró sobre su eje.

Me desperté magullada y maltrecha en el sótano de nuestro castillo, donde


Madre torturaba a todos los inocentes. Los convertía en asesinos. Habíamos
soportado horas y horas de palizas; no sabía cuánto más podría aguantar antes de
romperme.
Mis ojos se desviaron hacia Kingston, que estaba inconsciente a mi lado. Le
miré el pecho, buscando cualquier señal de vida. ¿Respiraba? Era difícil
concentrarse con lo destrozado que parecía.
—Me decepcionas, Louisa. —La voz de mi madre me atrajo hacia ella, que
estaba al otro lado de la habitación, con el cabello perfectamente recogido y el abrigo
de piel impoluto. Pero fue su rostro, retorcido por la ira, lo que atrajo mi atención.
Sus tacones chasqueaban, una cuenta atrás hacia mi perdición, mientras se dirigía
hacia mí con un iPad en la mano—. Mira lo que has hecho.
Una imagen me devolvió la mirada y parpadeé varias veces. Entonces pulsó el
botón de reproducción y empezó el vídeo.
Me agité y tiré de las cadenas, gritando hasta que se me irritó la garganta y me
brotó sangre por la comisura de los labios. Finalmente conseguí desplomarme lejos
de mi madre y vomité sobre el suelo sucio. Las imágenes nadaban detrás de mis ojos
cuando por fin pude cerrarlos, y deseé ser yo, haber sido yo la de la pantalla.
La inconsciencia me hundió.
Cuando desperté, mi Kingston no estaba conmigo.
Parpadeé, desorientada y mareada, mientras echaba un vistazo a la habitación
estéril. Estaba vacía y era muy luminosa. La única decoración era un televisor de
pantalla plana en el rincón más alejado. Fui a frotarme las sienes cuando me di cuenta
que estaba atada a una silla, con los pies y las muñecas sujetos por correas de cuero
especiales.
Estaba aterrorizada, el miedo me atenazaba la garganta. El corazón se me
aceleró.
La puerta se abrió y toda esperanza se desvaneció al ver entrar a mi madre.
Tenía los ojos en blanco y el cabello gris enmarañado; era un caparazón de sí misma.
Los diamantes que llevaba al cuello brillaban, intentando -y sin conseguirlo-
compensar el vacío de su portadora.
El odio se deslizó por mis venas, frío y venenoso.
—Tú eres la causa de todo esto, madre —le grité—. Destruyes todo lo que
tocas. —Perdí el control. Mi miedo estaba por las nubes. El pánico se apoderó de
mis huesos. Me sacudí frenéticamente contra las ataduras. Mi vida y mi cordura
dependían de ello—. Jodidamente todo —bramé, con la voz enronquecida.
Ella se acercó, con los ojos vacíos.
—Empecemos.
La televisión se encendió y se me congeló la sangre. Vi a mi hermana luchando
contra los hombres, arañando y golpeando. Mordiéndolos. Me sacudí contra mis
ataduras, sintiendo pavor ante lo que se avecinaba.
Y entonces empezaron los gritos. Los suyos. Los míos. Los nuestros.
Saboreé su miedo. Sentí su dolor. Viví su tortura.
La primera descarga eléctrica me sacudió y se me escapó un sollozo miserable.
Siguió la segunda descarga. Respira. Concéntrate. Sobrevive.
Entonces llegó la tercera descarga. Cerré los ojos y me empapé de la finalidad
de la muerte de mi gemela.
La cuarta.
Perdí la cuenta. Lo único que podía hacer era gritar.
Los latidos del corazón se desdibujaron. Las palabras se retorcían. Los días se
desdibujaron.
—Me la quitaste. —No sabía por qué madre estaba tan furiosa—. La necesito
de vuelta. ¿Me entiendes? —Asentí a pesar de no comprender lo que quería decir—
. Muy bien, Liana. Comencemos.
¿Empezar qué? Me pareció mover los labios, pero no oí el sonido de mi voz.
Mi mente era un caos. El zumbido en mi cráneo se negaba a cesar.
Entonces volvieron las descargas, arrancándome la agonía de la garganta.
Atravesó mi cráneo, partiéndolo por la mitad.
Esa vez oí mi voz. Aunque deseé no haberlo hecho.
La vieja yo murió aquella noche.
La nueva yo nació de las cenizas, un fénix sediento de venganza.
Louisa, Presente

Ocho años.
Los recuerdos me atravesaron como una cuchilla afilada.
Había perdido ocho años de ser yo; ocho años de amar al chico que nos protegía
a mí y a mi hermana; ocho años de buscar a mi gemela.
Intenté desesperadamente contener las lágrimas, pero perdí rápidamente la
batalla. Una lágrima rodó por mi mejilla, luego otra, hasta que fue imposible
detenerlas.
Al encontrar la oscura mirada de Kingston sobre mí, ambos ignoramos los ojos
de la Doctora Freud sobre nosotros mientras el pasado bailaba a nuestro alrededor.
Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas mientras lo miraba fijamente como si no
lo hubiera visto en ocho años.
El niño había desaparecido. Un hombre duro ocupaba su lugar.
No podía dejar de recordar al chico, los recuerdos me rompían el corazón
lentamente, causando estragos desde dentro hacia fuera.
Sacudí la cabeza.
—Necesito...
No podía respirar.
Sali corriendo de allí, oí que Kingston me llamaba.
—¡Louisa!
—Un minuto —balbuceé.
Mi mente era un caos. No podía pensar con sus ojos sobre mí. No podía respirar
cuando él estaba cerca. Y lo más importante, no podía deshacerme de la culpa de
haberlo olvidado.
—Estaré detrás de ti, cariño —me dijo—. Tómate todo el tiempo que necesites,
pero te seguiré justo detrás.
No tenía que ser así.
Se me estrujó el corazón, tantos recuerdos rebotando en mi cráneo y cobrando
sentido de repente. El hombre sin rostro. La brutalidad de nuestra infancia. El dolor
de su tortura... y el mío.
Caminé sin rumbo por la isla, con los pasos de Kingston distantes pero firmes
detrás de mí. El cráneo me chirriaba, mis músculos protestaban y me dolía la muñeca
izquierda. Mierda, no me extraña que me doliera. Mi madre me la rompió muchas
veces, obligándome a usar la mano derecha.
Un dolor de cabeza se formó lentamente entre mis sienes, el dolor palpitante
coincidía con el de mi corazón.
Avancé a trompicones entre los arbustos, observando mi entorno a través de mi
visión borrosa. Los pájaros piaban. Las olas calmaban la tormenta que llevaba
dentro.
Les he fallado.
Durante ocho largos años, les había fallado a Kingston y a mi gemela. Dejé que
mi despiadada madre me convirtiera en algo que nunca fui.
Una sombra cayó sobre mí y levanté la cabeza.
Kingston -mi fantasma y sombra personal- me acechaba.
—Va a ser la única promesa que no pueda cumplir —ronroneó—. Por favor,
dime que estás bien.
—Estoy bien. —Logré esbozar una sonrisa incómoda, incapaz de apartar los
ojos del hombre en que se había convertido. Parecía una zona crepuscular.
—No estás bien.
—Te disparé —solté, con ganas de llorar a lágrima viva—. Dos veces. ¿Luego
rusia...?
Era un desastre. Una asesina incapaz de mantener la compostura. Con razón
mamá no me quería como Louisa. No, no pienses así.
—Y yo te odiaba. —La suave admisión de Kingston me sacó de mis
pensamientos en espiral—. Pensaba que eras Liana, y odiaba que mi Lou estuviera
muerta mientras ella estaba viva. Quería matarla... a ti... pero una promesa que te
hice me mantuvo en el camino.
Mis uñas se curvaron en puños, clavándose en las palmas de mis manos. El
pulso me rugía en los oídos.
—Pero cumpliste tu promesa —susurré—. ¿Cómo he podido olvidarte? —
dije—. ¿Mi hermana?
Me acurrucó contra su fuerte pecho, el calor familiar y el aroma a vainilla y
especias me envolvieron en una burbuja protectora.
—Has sobrevivido. —Un gemido entrecortado salió de mis labios y enterré la
cara contra su pecho—. Cumpliste tu promesa porque sobreviviste y volviste a mí.
—No, Kingston. Me encontraste.
Otra lágrima rodó por un lado de mi cara, pero esta contenía esperanza.
Mi fantasma, mi Kingston, me había encontrado a pesar que el universo
conspiraba contra nosotros. El calor de su amor y las líneas de su rostro me
mantenían en mis sueños, sólo para que él volviera a encontrarme.
Kingston

Mi obsesión por Louisa se convirtió en oxígeno y agua. Nació de emociones


que el mundo casi había borrado.
No podría precisar cuándo me enamoré de Louisa. Simplemente ocurrió, como
una brisa que se convierte en viento y luego en huracán. Creció con cada caricia y
cada beso, cada momento robado.
Mi corazón sangró y me dolió durante los años en que creí que se había ido.
Era un muerto andante, por muy tópico que suene. Y entonces el destino la trajo de
nuevo a mi vida. Era nuestra segunda oportunidad, y no la desperdiciaría. Perseguiría
cada amenaza y la eliminaría.
Empezando por Sofia Volkov.
Algo me había molestado en toda esta situación. Carecía de toda lógica. ¿Por
qué Sofia habría orquestado todo esto?
Y ahora, esta chica al azar apareció golpeada y confundida, diciendo que su
nombre era Louisa.
Todo estaba conectado. Quedaba la pregunta de cómo.
Cuando volvimos a la casa, apenas le dediqué una mirada a la Doctora Freud
cuando le dije:
—Tu viaje para llevarte a casa te espera. Envíeme la factura.
Agarré a Louisa por las caderas y me senté con ella en mi regazo mientras la
Doctora Freud se largaba de allí. Resultó ser muy útil, aunque me hubiera gustado
que me ofreciera una forma de librar a Lou de todo aquello. No dejaba de mirarme
como si hubiera visto un fantasma.
—Dime en qué puedo ayudarte —murmuré, rozando mi nariz con la suya.
—¿Soy Louisa? —Seguía conmocionada, con los ojos temblorosos y la boca
fruncida—. ¿No me vas a romper la muñeca?
Apreté la mandíbula con tanta fuerza que casi se me rompen las muelas.
Aquella zorra debía de haber forzado todos los viejos hábitos de Lou.
Inhalando un suspiro tranquilizador, forcé una sonrisa antes de decir:
—No. Nadie volverá a hacerte daño. —Su frente se apoyó en la mía, su
respiración entrecortada—. Tómate tu tiempo. Respira. Todo lo demás vendrá.
—¿Cómo podría olvidarlo? —susurró—. ¿Cómo podría olvidarte? —Tragó
fuerte—. ¿A mí? ¿A nosotros?
Me quedé en silencio un momento, pensando en la mejor manera de responder.
Quizás debería haber dejado a la Doctora Freud un rato más, pero ahora que Lou
había vuelto, no quería testigos de nuestro reencuentro.
—Probablemente fue una combinación de la tortura de Sofia y los mecanismos
de adaptación de tu mente.
—¿Estoy loca? —Le temblaba la voz.
—No, cariño. No estás loca. —Mi agarre alrededor de su cintura se tensó—.
Eres una superviviente. Eres la mujer más fuerte que conozco. Demonios, uno de los
seres humanos más fuertes.
—Siento que me estoy volviendo loca —susurró—. No sé qué es verdad y qué
no lo es. Es una locura.
—Entonces pregúntame y lo descubriremos juntos.
—Juntos —repitió en voz baja, como si saboreara la palabra en los labios.
—Sí, juntos.
Se movió y me miró con sus ojos dorados.
—¿Cómo sobreviviste? —Parpadeó varias veces—. Recuerdo... la tortura. La
tuya. La mía. Pensé que habías muerto, y yo también quería morir.
—Alexei me salvó. —Tomé su barbilla entre mis dedos—. Pensé que habías
muerto. Te toqué y... —Mierda, se me quebró la voz—. Me desmayé, y cuando
desperté, ya no estabas.
—Sofia nos la jugó.
Mi mandíbula se apretó.
—Lo hizo. —Se estremeció, con la piel de gallina visible. Le pasé una mano
por el brazo y la abracé—. Pero nunca volverá a tocarte —prometí.
—Tú... Siempre quisimos esto, ¿verdad? —Su voz se apagó contra mi cuello—
. La playa y el sol... sólo nosotros dos. ¿Verdad?
Le pasé la mano por la espalda para calmarla.
—Cierto.
—Fuimos... Fuimos... ¿Fuiste mi primero y yo la tuya? —Un ligero rubor subió
por su mejilla. Su piel clara siempre la traicionaba, y esos ojos... Mierda, debería
haberlo sabido. Los ojos de Lou siempre eran las ventanas de su alma.
Esta vez, cuando llegó un recuerdo, le di la bienvenida. Lo vi pasar y me permití
recordarlo con todo lo que tenía. Fue hace ocho años, cuando habíamos conseguido
escabullirnos después de intentarlo durante tantos meses. Ella estaba allí, en el
pasillo abandonado, bajo el manto de oscuridad, con sus mechones dorados
iluminando mi mundo.
Apoyado contra la pared de piedra, con los brazos cruzados sobre el pecho y
la respiración empañando el aire, la observaba bailar por el suelo, perdida en su
pequeño mundo. Me aterrorizaba la idea que algún día uno de los hombres de Ivan
se acercara a ella y le hiciera daño, así que me había propuesto enseñarle a estar
alerta.
A veces Lou estaba demasiado concentrada en una cosa y no se daba cuenta
de lo que la rodeaba, pero habíamos estado trabajando en ello. Cada día lo hacía
mejor.
La lámpara de aceite parpadeó, proyectando sombras sobre mí, y por fin me
vio.
Mi pecho se agitó, igual que cada vez que la veía. La chica me tenía envuelto
alrededor de su dedo meñique.
—Feliz cumpleaños, Rayo de Sol. —Su sonrisa iluminó el oscuro y frío
pasillo—. ¿No deberías estar en la cama?
Corrió el resto del pasillo, con sus delicados pies que no hacían ruido contra
el suelo de mármol. Mi pulso se aceleró, latiendo dolorosamente sólo por ella. Ella
sola hacía soportable mi estancia aquí. De no ser por ella, habría intentado huir y
probablemente me habrían matado hace años.
Abrí los brazos y ella cayó en ellos, hundiendo la cara en mi pecho mientras la
levantaba.
—¿Qué se siente tener dieciocho años?
Levantó la vista, con una sonrisa algo triste.
—Lo mismo. Excepto que ahora somos adultos legales, deberíamos tener la
libertad de vivir nuestras vidas libremente.
Asentí, deseando poder llevarnos lejos de aquí, donde ella estaría protegida de
toda la fealdad que se veía obligada a presenciar. Me preocupaba el efecto que
estaba teniendo en su blando corazón. Su hermana era la más dura de las dos.
—¿Cómo se siente Liana al cumplir dieciocho años?
Se encogió de hombros.
—Más o menos igual. Sigue enfadada porque mamá le prohibió ir al MIT. —
Siempre fue un sueño descabellado. Sofia era demasiado controladora como para
perder de vista a sus hijas—. De todos modos, besé a Lia, deseándole un feliz
cumpleaños a medianoche, y luego me dirigí aquí. —Su voz era jadeante y excitada.
Nunca ocultaba sus emociones conmigo, lo cual era muy refrescante—. Eres mi
hogar, y aunque los dos estemos aquí, significa algo.
—Quiero darte un verdadero hogar.
—Pronto —murmuró.
—Pronto —juré.
Deslizándose por mi cuerpo, cayó al suelo y me rodeó el cuello con los brazos.
—¿Me estabas esperando? —preguntó, rozando mis labios. Siempre sabía
dulce. Se había convertido en mi sabor favorito. A la mierda el chocolate. A la
mierda las fresas. Dame vainilla a cualquier hora del día o de la noche.
—Sí. —No tenía sentido fingir que no lo estaba. Si algo habíamos aprendido
viviendo bajo este techo, era que el mañana podía no llegar nunca—. Tengo tu
regalo de cumpleaños.
Busqué en mi bolsillo y saqué una pulsera.
—No necesitas hacerme regalos, Kingston. Tú eres todo lo que necesito. —Su
mano bajó de mi cuello, sus dedos temblando mientras trazaba el brazalete con la
yema del pulgar—. Tantos hombres que tuviste que matar por mí.
Le rocé la frente con la boca y murmuré:
—Volvería a matarlos a todos por ti, Rayo de sol.
Soltó un suspiro tembloroso.
—Necesito protegerte, Kingston.
—Shhh. —Respiré con fuerza, mis dedos temblando mientras acariciaban el
lado de su cara—. Te tengo. Siempre te tendré.
Algo se atascó en mi pecho, sabiendo lo poco que podía ofrecerle. Su vida
pendía de un hilo entre las amenazas de su madre e Ivan, pero yo siempre estaría
aquí para protegerla. Hasta que huyéramos.
Lou era un sacrificio que valía la pena.
—¿Kingston?
—¿Sí?
—Ahora tengo dieciocho años, y sé que piensas que soy demasiado joven e
inmadura...
Acaricié sus mejillas.
—No eres demasiado inmadura —la corregí—. Has visto cosas que la mayoría
de los hombres nunca han visto. También las has sobrevivido.
—Pero soy joven. —Asentí—. Aunque siento que envejecemos una década por
cada año que pasamos en esta prisión.
Me reí por lo bajo.
—¿Y eso en qué nos convierte?
—¿Cómo... ciento ochenta? —Nos reímos, pero no fue exactamente una risa
feliz.
—Te amo, Kingston. —Su susurro resonó en el pasillo—. No me hagas esperar
más. Podríamos morir mañana. Al menos no me dejes morir virgen.
Se me apretó el pecho. Quería algo mejor para ella.
—Estoy demasiado manchado para ti. —Era difícil no notar la angustia en mi
voz.
Levantó las manos y me acarició las mejillas.
—No, Kingston. Eres perfecto para mí. —Entonces rozó sus labios con los
míos, robándome el aliento y el corazón—. Te mereces el mundo. Y así tenemos que
mentir, robar y engañar, tendremos nuestro final feliz. Porque nos lo merecemos,
carajo.
La misma determinación inquebrantable que ahora reconocía en la mujer que
tenía ante mí había bailado en su rostro aquella noche, y sólo de pensarlo se me
rompía el pecho de tanto tiempo que habíamos perdido.
—¿Es cierto que fuimos la primera vez el uno para el otro? —repitió,
devolviéndome al presente.
—Cierto. —Sus hombros se tensaron y sospeché la razón. Lou nunca había sido
de las que comparten. Era lo que más me gustaba de ella—. No ha habido nadie
desde entonces, Rayo de Sol. Creí que habías muerto, pero no podía soportar el
contacto de nadie más. Decidí esperarte con la esperanza que al menos tuviéramos
una vida después de la muerte juntos. —Un sollozo ahogado sonó contra mí, y mi
corazón se quebró una fracción más—. Entonces te volví a ver, pensando que eras
Liana. Te odiaba... a ella. Me resultabas tan familiar, y a la vez no.
—Yo también. Todo —susurró su admisión, tan suave que podría no haberla
oído—. No entendía por qué nunca me había molestado con ningún hombre hasta
que nos cruzamos.
Le sonreí con satisfacción. No se lo habría reprochado si hubiera tenido una
relación -después de todo, habían pasado más de ocho años-, pero mentiría si dijera
que no me complacía.
—Quizás nuestros corazones eran más listos que nuestras mentes —reflexionó.
—Creo que tienes razón —coincidí.
Louisa

Kingston y yo tomamos su avión a Grecia, rumbo al refugio donde dejamos a


todas las mujeres hace casi una semana. No sabía lo que nos esperaba, pero Kingston
tenía razón. Teníamos que averiguar más cosas sobre la joven.
En los dos últimos días, desde que los recuerdos de mi pasado habían empezado
a cobrar nitidez, le conté a Kingston todo lo que había hecho en los últimos ocho
años, incluida mi razón para intentar infiltrarme en la operación de Cortes.
Le expliqué cómo trabajé con Giovanni Agosti para matar al viejo Santiago, y
cómo me enteré que mi hermana había sido utilizada por Perez para ser vendida
mediante un acuerdo con los mafiosos de Marabella.
Kingston me abrazó entre mis lágrimas, prometiéndome que la encontraríamos,
dondequiera que estuviera en este mundo. Mi mirada rozó su antebrazo, recorriendo
el tatuaje de alas de ángel que envolvía su brazo.
Quedaba mucha historia por descubrir entre nosotros, pero confiaba en que
Kingston estaría a mi lado en todo momento. De algún modo, habíamos superado la
tortura, la muerte y la separación, para volver a estar juntos. Eso tenía que contar
para algo, ¿verdad?
—¿Cómo te disté cuenta que yo no era Liana? —pregunté con curiosidad.
Sus ojos recorrieron mi rostro antes de detenerse en mi garganta.
—En la nuca tienes un tatuaje que te hice. —Llevé la mano hacia atrás para
palparlo y trazarlo como había hecho él—. Era nuestro secreto. Nadie más lo sabía,
ni siquiera Liana.
Un recuerdo me hurgó en el cráneo.
—¿Las alas de ángel?
—Sí, cariño. Siempre te fascinaron.
—Las alas de tu ángel de la guarda —susurré, recordando por qué se había
hecho el tatuaje—. Para que siempre te protejan.
Me secó las lágrimas que se aferraban a mis pestañas.
—Siempre representaste a mi ángel de la guarda, Rayo de sol.
Mi corazón se aferró a él, latiendo por él, y por primera vez en años, me sentí
completa. Si no fuera por una pieza que me faltaba: mi gemela.
—Madre nos ha quitado tanto —dije.
Sus dedos me rozaron la mandíbula, la clavícula y la nuca. Imaginé que
probablemente estaba trazando el tatuaje igual que yo trazaba el suyo.
—La recuperaremos —dijo convencido, con voz serena—. Y luego se lo
haremos pagar.
Tomé su mano entre las mías y apreté.
—Con una condición.
La comisura de sus labios se elevó.
—Dime.
—Tengo que matarla. —Se puso rígido, pero antes que pudiera protestar,
continué—. Me has protegido durante muchos años. Has matado una y otra vez para
mantenernos a salvo a Liana y a mí. —Me llevé la palma de la mano a la boca y la
besé—. Tus manos están empapadas de sangre. Es mi turno de mantenerte a salvo.
—No. —Sus ojos se clavaron en mí.
—Kingston —suspiré—. Mis manos ya no están limpias. —Sus ojos se
clavaron en mis palmas y lo vi apretar y aflojar los puños—. He matado más de una
vez.
—Protegías a mujeres inocentes y vulnerables. Yo no soy inocente...
—No lo digas —le advertí. El dolor de mi pecho creció al saber que era mi
madre quien le había hecho creer que era menos que eso—. Nadie en este puto
mundo es inocente. La única forma de hacer que esto funcione —hice un gesto entre
nosotros con el puño—, es protegiéndonos el uno al otro. He visto los dientes y me
sigue importando una mierda cuántos hombres has matado. Se lo merecían.
—Mi trabajo era protegerte, y fracasé —siseó.
Negué con la cabeza.
—El trabajo de nuestros padres era protegernos, y fracasaron, Kingston. Eso no
es culpa nuestra. Hicimos lo que pudimos y sobrevivimos.
Su cuerpo se tensó, los músculos de sus hombros se pusieron rígidos, pero luego
sacudió la cabeza.
—Tienes razón, Rayo de Sol. —La boca de Kingston se inclinó hacia arriba—
. Tengo que acostumbrarme a esta nueva Lou feroz y fuerte.
Tragué fuerte, con el pulso retumbando.
—Sé que es diferente... Soy diferente a esa chica de la que te enamoraste.
Me silenció con un beso.
—Los dos somos diferentes. —Sus labios se amoldaron a los míos—. Amaré
cualquier versión de ti, en cada vida, en cada muerte, en cada universo.
Y entonces me besó como si el mundo se acabara.
Con una camiseta negra informal, vaqueros y botas de combate, Kingston
caminaba a mi lado, agarrándome de la mano mientras nos abríamos paso por el
recinto que Lykos Costello había construido para las víctimas del tráfico de
personas.
—¿Vamos a ser una de esas parejas que visten igual? —dije, apretando
suavemente su mano mientras su mirada me recorría con el mismo atuendo. Él
sobresalía por encima de la mayoría de la gente, incluida yo, pero arropada a su lado,
nunca me había sentido más segura.
—Compartimos un corazón —me susurró al oído mientras nos guiaba por los
pasillos—. Me pareció apropiado.
Nos lanzaron algunas miradas curiosas, enfermeras y mujeres por igual,
probablemente reconociendo el peligro. Cuando crecías rodeado de gente como Ivan
y Sofia, era imposible no llevar algo de eso a todas partes.
—Quizás cuando todo esto acabe podamos tener una cita —bromeé—. Nunca
he tenido una.
Percibí su diversión mientras me miraba.
—Qué casualidad... Yo tampoco. ¿Crees que habrá sexo en nuestra primera
cita, o deberíamos esperar a la segunda?
Se me calentó la cara. Éramos toda una pareja, ambos nos perdimos tantos
acontecimientos normales en nuestras vidas.
—Hagámoslo en la primera cita —dije, sonriendo—. Ya que más o menos
vivimos juntos.
Kingston levantó las cejas.
—¿Más o menos? —Apretó los labios contra el lóbulo de mi oreja—. Rayo de
Sol, ese barco ya ha zarpado.
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios.
—¿Adónde deberíamos ir en nuestra primera cita?
—¿A un restaurante? —sugirió.
—A lo mejor podemos desmadrarnos y ver un concierto.
Se rio entre dientes.
—Un concierto, ¿eh?
—¿Has ido alguna vez a uno? —Sacudió la cabeza y sonreí—. Yo tampoco.
Tenemos que ponernos al día.
Pero antes que pudiéramos concretar los detalles, sentí que su cuerpo se ponía
atento y seguí su línea de visión hasta Lykos Costello. Al menos las enseñanzas de
mi madre resultaban útiles en algunos aspectos.
—¿Pistola?
—Sí. —Observé cómo toda la postura de Kingston cambiaba a un modo
depredador—. ¿No confiamos en Costello?
—No confiamos en nadie en los bajos fondos.
Asentí, y permanecimos en silencio mientras acortábamos la distancia.
—Señor Costello —lo saludé, tendiéndole la mano—. Gracias de nuevo por
permitir que las mujeres se queden aquí.
Sus ojos oscuros me estudiaron, con la cara medio cubierta por la barba
incipiente.
—Señorita...
Esperó a que le dijera mi nombre completo, pero no estaba pasando.
—Señorita está bien. —Sonreí con fuerza—. Venimos a ver a las chicas.
Los ojos del hombre estaban llenos de humor ante mí no tan sutil desestimación.
Miró hacia el pasillo.
—Las cinco están juntas en la última habitación de la izquierda.
Una puerta detrás de él se abrió y la sorpresa me inundó cuando vi a una mujer,
con las manos y las muñecas atadas a la cama con niños a su alrededor.
La mano de Kingston en la parte baja de mi espalda me instó a avanzar.
—Vamos.
Compartí una mirada con él, captando su advertencia de guardar silencio, y
seguimos adelante. En cuanto salimos del alcance del oído, pregunté en voz baja:
—¿Qué ha sido eso?
—Nada en lo que queramos meternos. —Mis pasos tropezaron con la superficie
lisa, pero Kingston me agarró por el codo—. Centrémonos en lo que hemos venido
a buscar —advirtió.
Cuando llegamos a la última puerta, encontramos a las mujeres, y mis ojos
recorrieron a cada una de ellas. Parecían personas diferentes. Sus rostros estaban
limpios, llevaban ropa nueva y el color había florecido en sus mejillas. Parecían
sanas. Hasta que las miré a los ojos.
En los ojos siempre se podía ver cuánto habían sufrido.
Sentía la garganta llena de lágrimas cuando le dije a Kingston:
—Se abrirán más fácilmente si no estás aquí.
Asintió.
—Mantén la puerta entreabierta.
Llamé al marco de la puerta, y cinco pares de ojos se giraron para mirarme
cuando entré.
—Hola —las saludé suavemente—. ¿Puedo pasar?
Cuatro de ellas sonrieron suavemente, mientras un par de ojos permanecía
mirando por la ventana.
—Hola, Liana —me saludaron las chicas al unísono, haciendo que me
estremeciera al oír el nombre. ¿Cómo demonios iba a explicarlo?
—Hay un asiento libre —dijo Visha.
Me senté en la mesita donde estaban reunidas las chicas.
—¿Están bien? —pregunté, lamentando no poder llevarlas conmigo a la isla.
Alexei me había asegurado que aquí estarían a salvo, pero no era lo mismo que
tenerlas arropadas en nuestro territorio.
—Sí —respondió Dalila—. Aquí nos han cuidado muy bien.
Asentí, sintiendo la presencia de Kingston aunque no estuviera en la habitación.
—Tengo que decirles algo —dije, llevando ambas manos a la mesa y torciendo
la muñeca izquierda—. Y luego voy a pedirles ayuda, pero quiero que sepan que, si
es demasiado... difícil o doloroso o algo así, no tienen que decirme nada.
La inquietud impregnaba el ambiente. Las chicas sonrieron, con millones de
pequeñas pieles de gallina brotando de sus brazos, permaneciendo calladas. Estaban
repentinamente nerviosas y yo odiaba ser la causa de ello.
Bajé la cabeza, con el corazón acelerado en el pecho.
—Primero, déjenme empezar diciendo, yo... —Tragué fuerte—. Bueno, resulta
que me llamo Louisa.
La tensión llenó la habitación mientras consideraba a las chicas. Sus
expresiones estaban marcadas por la confusión, excepto la de la más joven. Sus ojos
marrones parpadearon de terror.
—¿Se te... olvidó o algo así? —preguntó Mae vacilante, con los ojos clavados
en la chica a la que habían hecho creer que se llamaba Louisa, según la información
que Kingston tenía.
Respiré hondo, retorciéndome los dedos. Me revolvía el estómago admitir que
la mujer responsable de su miseria era mi madre, pero no había forma de evitarlo.
—Tengo una hermana gemela —empecé suavemente—. Se llama Liana.
Todavía tengo algunas lagunas en la memoria... —Observé a la niña que se aferró a
mí cuando la salvamos, esperando que oyera mi sinceridad y pena en mi discurso—
. Mi madre es Sofia Volkov. —Las chicas jadearon y se echaron hacia atrás—. No
hay mucha gente que conozca mi cara, pero les debo esto. Créanme, hace una semana
creía plenamente que era mi gemela.
—¿Pero cómo? —preguntó Mae, con las cejas fruncidas.
—Hace ocho años, mi hermana, yo y mi-mi.. —Sin saber cómo llamar a
Kingston, tartamudeé—. Y el hombre al que amo intentamos escapar de mi madre.
Mi hermana nunca llegó a nuestro punto de encuentro, así que mi novio y yo huimos
solos, pero nos atraparon. —Me tembló el labio inferior y hundí los dientes en él,
con el sabor cobrizo de la sangre inundándome la boca—. Mi madre me torturó. Me
enseñó el vídeo de la muerte de mi hermana y...
—Te torturó hasta que te convenciste que eras tu gemela —susurró la chica de
ojos marrones.
Asentí.
—Durante ocho años, creí que era mi gemela —dije—. Ni siquiera sé si está
viva.
—Está viva. —La convicción de su voz me robó el aliento—. Les oí... a los
hombres... susurrar sobre Liana, dijeron su nombre al mismo tiempo que el de Sofia.
No puede ser una coincidencia. Parecían asustados de ella. —Me encontré con sus
ojos almendrados clavados en mí.
Se me hizo un nudo en la garganta mientras la miraba, con el dolor agolpándose
en mi vientre. Dios, ¿qué demonios estaba pasando aquí?
—Pero ¿cómo sabemos que no hablaban de ti como Liana? —reflexionó Visha.
Incliné la cabeza hacia un lado, parpadeando, y algo pesado se asentó en mis
entrañas.
—He matado a traficantes de personas. —Me puse de pie. Empecé a dar
vueltas, con la mente dándome vueltas más rápido de lo que sabía qué hacer con
ella—. Pero no es más de lo que hacen otros. Aunque Liana... —Inspiré y espiré, con
la mano en el pecho—. Ella era... es más fuerte que yo.
Mi corazón tronó, mi respiración irregular mientras me dirigía hacia la mujer
de ojos marrones, poniéndome de rodillas.
—Siento lo que Sofia te hizo —le dije en voz baja, con los ojos llenos de
lágrimas—. Quiero detenerla. Tengo que detenerla.
Mi desprecio por mi madre y todo lo que representaba teñía mi voz. Ni siquiera
me molesté en ocultarlo.
—¿Qué necesitas? —Su voz era áspera, como si la hubieran ahogado
demasiadas veces y sus cuerdas vocales estuvieran dañadas.
—¿Cuál es tu verdadero nombre? —pregunté, y de repente la temperatura de la
habitación bajó diez grados.
Esperé con la respiración contenida, insegura de no haber presionado
demasiado. Ya había sufrido bastante.
—Lara Cortes. —Sacudí la cabeza. No podía tener ninguna relación con...—.
Mi padre es... Perez Cortes.
La miré incrédula, sabiendo en el fondo que no mentía, pero era incapaz de
hacerme a la idea. Una mano familiar se acercó a mi hombro, apretando en señal de
consuelo.
—No puede ser el mismo hombre —respiré, pero de algún modo tenía sentido.
Él me llevó a mí, así que mi madre se la llevó a ella.
Los ojos de Lara me encontraron y dejó escapar una pesada exhalación.
—El mismo que vende chicas a través del acuerdo con los mafiosos de
Marabella.
El dolor dentro de mi pecho empeoró. Mis manos empezaron a temblar y una
lágrima rodó por mi mejilla, seguida de otra. Las lágrimas corrían por mi cara,
constantes y rápidas.
—Lo siento. —La suave voz de Lara, su llanto, atravesó mi propio dolor, y tiré
de ella para abrazarla.
—Nuestros padres sí que hicieron un desastre, ¿no? —dije, sintiendo que me
temblaban los labios.
La mano de Kingston me apretó el hombro.
—¿Venganza?
Una palabra, pero era todo lo que necesitaba para fortalecer mi determinación.
Apreté y aflojé los puños, la crueldad del inframundo resonando en la amargura de
mi lengua y el vacío de mi estómago.
Miré a Lara, que debía de estar de acuerdo. Con el corazón tartamudeando ante
esta nueva información, intenté procesarlo todo y comprenderlo, pero aún me
faltaban muchas piezas.
Pero había una cosa de la que estaba segura: Lara necesitaba protección. En
cuanto los bajos fondos supieran que Perez Cortes tenía una hija, irían por ella.
Kingston

Llevaba años traficando con información y recopilando secretos, y mi objetivo


final siempre había sido ser intocable cuando saliera al otro lado. Me había
convertido en un fantasma para que nadie pudiera acercarse a mí: mis hermanos y
Alexei eran las únicas excepciones.
Poco después que la verdad saliera a la luz en el refugio de mujeres, dejamos
Grecia y nos dirigimos a mi propiedad en Portugal, con Lara a cuestas. Después de
conocer su verdadera identidad, no podíamos dejarla. Louisa y yo acordamos que
estaría mejor bajo nuestra protección.
La niña había sufrido a causa de quién era su padre. Una vez que otros supieran
de la existencia de Lara, no habría piedad. Mierda, probablemente vendrían por
Louisa, pero yo las protegería a las dos. Con Louisa a mi lado, lucharíamos contra
cualquiera que metiera la pata en la inmundicia que era el tráfico de personas.
Aunque todos éramos asesinos y pecadores, no permitiríamos que se cruzaran ciertas
líneas.
Las atrocidades de hombres y mujeres malvados continuarían, pero nunca nos
rendiríamos. Los niños y niñas que se encontraban en las garras de los traficantes de
personas serían nuestra responsabilidad eliminarlos. Queríamos un mundo mejor
para esos niños; uno que no se nos diera a nosotros.
—Todavía no puedo creer que Perez haya tenido una hija —dijo Alexei, con
las piernas estiradas mientras se sentaba en mi estudio. Yo estaba en la ventana
mirando a mi mujer, mi hermana y Lara junto a la costa. La opresión de mi pecho se
alivió al ver cómo Lou sonreía a mi hermana y tomaba la mano de Lara entre las
suyas.
Lara se sentía atraída por Lou y, después de todo lo que habían pasado, sabía
que serían buenas la una para la otra. Ahora estaba bajo nuestra protección. Les
ofrecimos lo mismo a las otras chicas, pero se contentaron con quedarse en Grecia.
—Es una historia jodida —murmuré.
—¿Sabemos por qué se llevaron a las otras chicas? —Alexei me clavó sus
pálidos ojos azules. A todas las chicas se las llevaron por una razón u otra: venganza,
chantaje, como peón. Las otras cuatro se guardaron sus historias. Era lógico; eran
mayores y probablemente guardaban más secretos. Lara era la más joven, y
probablemente por eso se quebró primero.
—No, pero tengo la sensación que vamos a encontrar más información.
Todas necesitarían rehabilitación. Necesitarían ayuda física y mental. La misma
que me proporcionó Alexei cuando me salvó.
—¿Vas a contarle a la Omertà lo de la hija de Perez? —cuestionó.
—No. —No pareció sorprendido—. La niña tiene quince años. Merece tener
una vida, una vida segura, y su apellido la convertirá en un objetivo. Sobre todo
después de la mierda que pasó con la última subasta.
Asintió.
—Nadie sabe que existe. Dejémoslo así.
Mi mente seguía dándole vueltas a todo lo que habíamos aprendido en las
últimas veinticuatro horas. Los resultados del dedo misterioso llegaron hoy, y fueron
inesperados.
El ADN coincidía con el de Liana Volkov. Aún no había compartido la
información con Louisa. Ya había sufrido bastante y, hasta que no tuviéramos más
detalles, no quería que pensara lo peor.
—¿Cuándo sabrás si ese dedo procede de un cadáver o no? —La voz de Alexei
me sacó de mis pensamientos.
—No estoy seguro. —Yo había hecho la misma pregunta, pero el contacto de
Winston parecía tener trabajo por hacer antes de poder darnos una respuesta.
—Pareces diferente —señaló Alexei—. Más... asentado.
—Estás diferente desde que te casaste con mi hermana —fue mi respuesta
mientras mis ojos encontraban la fuente de mi cambio, su cabello brillando como el
oro bajo el sol portugués. Todo en mi vida empezaba y terminaba con esta mujer. La
amé hace una década, y hoy, amaba a la mujer en la que se había convertido.
A pesar de haber crecido entre víboras y lobos, mantenía su luz y conservaba
su fuerza como una armadura, y ni siquiera lo sabía. Decía que tenía las manos
mancilladas. No lo estaban; eran puras y hermosas, como su alma. Fui un maldito
bastardo con suerte que ella me eligiera para amar entre todas las personas de este
mundo.
—Quiere matar a su madre —dije.
Incluso después de todo lo que había pasado y de los demonios contra los que
seguía luchando, era capaz del amor más profundo. Temía que matar a Sofia dejara
una mancha en el alma de Lou.
—Alguien tiene que acabar con ella —señaló Alexei, siempre la voz de la
razón.
—Lo sé. —Una risa chillona nos hizo girarnos a la ventana para encontrar a mi
sobrino, Kostya, corriendo en círculos alrededor de las mujeres sonrientes—. Parece
que sus videojuegos sólo pueden captar su interés durante un tiempo —comenté.
—Se pasa los niveles demasiado rápido.
—No me sorprende. Es listo como su tío Winston. —Había sido el único de la
familia que se le daba bien en serio, pero el día de la muerte de nuestra madre lo
había dejado.
—Amas a la hija de Sofia —afirmó Alexei con naturalidad.
No me avergonzaba admitir lo completamente encaprichado que estaba de
Louisa. Era una emoción pura, no adulterada en mis venas, que me había impulsado
a sobrevivir, a luchar ocho años de vida sin ella, y ahora que había vuelto, a
protegerla.
—Lo hago —dije finalmente, poniéndome de pie—. Y haré caer a todas las
malditas alianzas del inframundo si eso significa protegerla.
Louisa

—Me alegro que mi hermano te haya encontrado. —Aurora, la hermana de


Kingston, me estudió abiertamente—. Nunca lo había visto así.
Le lancé una mirada curiosa.
—¿Así cómo?
Se lo pensó un momento antes de decir:
—Contento. Parece estar en paz, y sé que todo tiene que ver contigo. No te
quita los ojos de encima. —No dije nada, insegura de cuánto sabía realmente sobre
mí. ¿Sabía que mi madre era la que había intentado arruinar la vida de su hermano?
¿Sabía que mi apellido estaba manchado de sangre?
Lara me apretó la mano, probablemente en sintonía con mis sentimientos. Al
igual que yo, estaba atormentada por las decisiones de sus padres y por ser hija de
quién era. Al enemigo no le importaba lo que ella había soportado mientras sintiera
que había obtenido algún tipo de venganza.
Nunca dejaría que eso sucediera.
—Sabes, los hombres de este mundo no son como los hombres normales.
—Sí, están jodidamente locos. —murmuró Lara sus primeras palabras del día,
arrancando risitas de Aurora y mías—. Y algunos son malvados —asintió—. Pero
también los hay buenos. Su amor es más intenso y su protección más feroz.
Levanté la cabeza hacia la ventana del despacho de Kingston y lo encontré de
pie y mirando hacia afuera con una expresión seria en el rostro. Se parecía mucho al
amor. Siempre fue amor con él: primero inocente y ahora tan fuerte como el sol
abrasador.
Volví a prestar atención a mi nueva pupila y sonreí.
—Dejemos de preocupar a Lara con cualquier hombre y vayamos a comer algo.
Aquella noche, después que Aurora y su familia se marcharan y Lara estuviera
a salvo en su propia habitación, me quedé descalza en nuestro dormitorio, sin llevar
nada más que la camiseta de gran tamaño de Kingston.
Encontré a Kingston apoyado en la encimera de mármol negro baño. El espejo
gigante nos reflejaba a los dos, a él en plena oscuridad y a mí rodeada de él. Tenía
el teléfono pegado a la oreja, hablando con alguien en italiano, y sólo llevaba puesto
un pantalón de chándal gris. Nunca había visto nada tan jodidamente sexy.
—Non ne ho idea —dijo arrastrando la palma de la mano por la barba
incipiente.
A juzgar por su expresión, no estaba escuchando mucho, porque un destello de
algo inconfundiblemente pecaminoso permaneció en sus ojos. Me dio un vuelco el
corazón cuando me miró.
Me ardía la piel mientras caminaba hacia él. Su colonia, tan cálida y
embriagadora, me envolvió y me estiré sobre las puntas de los pies para darle un
beso en la áspera barba de su barbilla.
Me temblaban las rodillas por la necesidad de caer sobre él y darle placer.
Al inclinarme hacia delante, enganché los dedos en el dobladillo de sus
pantalones de chándal, apretando mis pechos contra su pecho y mis labios contra su
cuello.
Rozando su oreja con mis labios y acercando mi mirada llena de lujuria a la
suya, exclamé:
—Quiero probarte.
Su mirada se caldeó, terminó la llamada y tiró el teléfono a un lado. Su dedo
acarició el punto del pulso en mi cuello de un lado a otro mientras los nervios
bailaban en mis venas.
Cuando me metió el dedo índice en la boca, lo rodeé con la lengua,
tímidamente.
—¿Y si no te gusta? —me preguntó con inseguridad en la voz. Su aliento
caliente rozó mi piel, quemándome viva—. Nunca me lo han hecho.
Su dedo se deslizó fuera de mi boca.
—Nunca lo he hecho, así que será otra primicia que compartiremos.
—Con una condición.
Solté una risita ronca.
—No sabía que los hombres pusieran condiciones a las mamadas.
Sus labios se elevaron.
—Dime si no te gusta.
—Lo prometo.
Me arrodillé y le bajé el chándal por las musculosas piernas. Rodeé su dura y
gruesa erección con los dedos y se me hizo agua la boca al verlo. Separó más los
muslos y me agarró un puñado de cabello.
Cerré los ojos y le lamí la polla de la base a la punta. Se le escapó un gemido y
lo tomé como un estímulo. Abrí los ojos y repetí el movimiento hasta que sus ojos
se oscurecieron y se nublaron. El calor floreció en mi estómago, bajando más y más,
haciéndome apretar los muslos para aliviar ese dolor palpitante.
Me agarró el cabello con fuerza y le pasé la lengua por la coronilla, para luego
deslizarla hasta el fondo de la garganta. Gemí y volví a chuparlo, deslizándome
arriba y abajo y metiéndome más de él en la boca.
—Mierda, Rayo de Sol —siseó, agarrándome por la cabeza y controlando el
ritmo—. Estás preciosa ahogándote con mi polla.
Mi mirada se desvió hacia la suya, chispas de placer revoloteando a través de
mí ante sus sucias palabras.
Con la siguiente embestida se deslizó más profundamente, pero yo permanecí
quieta, dejando que me follara la boca, curiosa por ver cómo le gustaba.
Respiraba con dificultad y me miraba con los ojos entornados. Me folló y vi
cómo se deshacía para mí. Había algo eufórico y fortalecedor en saber que era
gracias a mí.
Un sonido ronco salió de él, su respiración áspera y rápida, y se corrió en mi
boca con un gemido. Tragué, mareada por su sabor y su olor.
—Mi rayo de sol —suspiró, agarrándome la cara entre sus manos ásperas y
acariciándome las mejillas.
Luego se puso los pantalones de chándal por encima de su reblandecida
erección y me levantó por detrás de los muslos. Apretó su boca contra la mía, su
lengua se deslizó por mis labios y jugueteó conmigo, mientras yo rodeaba su cintura
con las piernas.
Hundí los dedos en su cabello y él profundizó el beso, volcándolo todo en él.
Nuestras lenguas se enredaron. Mis manos se deslizaron por su pecho, apoyándose
en su corazón acelerado.
—Te amo.
Sus ojos se desorbitaron y sus dedos se aferraron con fuerza a mi nuca.
Deshaciéndose primero de sus pantalones de chándal, me arrancó las bragas,
dejándome desnuda bajo su camiseta. Con la punta de la polla en la entrada, me la
metió hasta el fondo.
Apretó su frente contra la mía.
—Dímelo otra vez —exigió con fiereza, y mis paredes se cerraron en torno a
su polla en respuesta.
—Te amo, Kingston Ashford —exhalé, apretándome contra él.
Cuando me besó a continuación, el mundo dejó de girar. Los problemas dejaron
de existir por un momento. Los horrores se desvanecieron.
—Te amaré toda la vida, Rayo de sol —murmuró contra mis labios.
Solo éramos nosotros dos y este sentimiento nos unía en la vida y la muerte.
Louisa

Me senté en la sala de espera del centro médico que poseían los Nikolaev,
esperando a que terminara la sesión de asesoramiento de Lara. Había pasado una
semana desde que salimos juntos de Grecia y, aunque sus progresos eran mínimos,
estaban ahí. En cada parpadeo de una sonrisa. En cada palabra pronunciada.
Lara Cortes era una superviviente y una de las chicas más fuertes que había
conocido.
Dos de los guardias de Alexei nos esperaban fuera del edificio. Normalmente
Kingston venía con nosotras, pero Alexei y él estaban siguiendo una pista, y yo sabía
que tenía que ser importante para Kingston perderse esto.
No hubo ninguna novedad en el frente de Sofia. Sospechaba que podría estar
escondida en Rusia, pero no sabía dónde. Su castillo parecía desierto por la vigilancia
que habíamos recibido.
La puerta se abrió y levanté la cabeza, esperando encontrarme con el rostro de
Lara, pero la puerta de la Doctora Freud permanecía cerrada. Me di la vuelta justo
cuando la mano de un hombre me tapaba la boca y me levantaba violentamente del
sofá.
Atornillé el codo detrás de mí, con la fuerza suficiente para hacerlo gruñir, pero
no para que se soltara. Empecé a dar patadas con las piernas, haciendo que el jarrón
de cristal de la mesa volara por los aires y se estrellara contra la pared. Para mi
horror, la puerta se abrió y Lara estaba allí, con los ojos muy abiertos por el terror.
—Agarra a la chica también.
Hundí los dientes en la mano del hombre y él aulló como un perro, aflojando
su agarre sobre mí.
—Vuelve adentro y cierra la puerta —le grité a Lara.
—Pero...
—¡Hazlo!
La mano del hombre me rodeó la garganta justo cuando Lara cerraba la puerta,
arrastrándome fuera de allí mientras su cómplice intentaba y no conseguía girar el
picaporte. Golpeó con el hombro la puerta caoba, pero ésta se negó a ceder.
—Que se joda —gruñó uno de los hombres—. Ayúdame con ésta antes que se
escape.
Le tiré de la mano y se la retorcí mientras giraba; el sonido de un hueso
rompiéndose llenó el aire.
El hombre chilló y la acunó, pero no antes de conseguir meterme un trapo en la
boca, amordazándome. Empezaron a arrastrarme mientras mis gritos ahogados
llenaban el aire. Los guardias de Nikolaev tenían que estar por aquí.
Di una patada hacia atrás, con la esperanza de golpearle las espinillas, y me
maldije por no llevar mi pistola encima.
—Noquea a la zorra —gruñó uno de ellos mientras forcejeaban conmigo.
—Ella tendrá nuestras pelotas si la dañamos —resolló uno de los hombres, con
la voz llena de miedo.
El pánico empezó a crecer lentamente en mi interior. Sólo había una mujer que
hacía temblar de miedo a los hombres: mi madre. Me sacudí salvajemente, con los
pulmones y el cuerpo ardiendo por el esfuerzo. Mis ojos buscaban señales de ayuda
y, para mi horror, la muerte nos rodeaba. Enfermeras muertas. Médicos muertos. Era
una maldita masacre.
Antes que pudiera pensar adónde me llevaban, oí el chirrido de los neumáticos.
Los dos guardias que nos habían traído yacían muertos en la acera, con el cuerpo
cubierto de sangre. Vi rojo y derribé a uno de los hombres de una patada en la cabeza.
Dos más saltaron del auto y uno me puso un cuchillo en el cuello.
—Ya basta, zorra. —Se me cortó la respiración. Drago estaba aquí. Mi madre
envió a Drago tras de mí. No creía que quedara nada que pudiera conmocionarme,
pero aquí estaba—. Muévete, o te desangraré como a un cerdo.
Saliendo de mi estupor, retiré el puño y le di un puñetazo en la cara. Prefería
volver con mi madre muerta que viva.
Pero antes que pudiera intentar algo más, mi visión se volvió negra.
Kingston

Me rechinaban las muelas mientras miraba el vídeo de vigilancia del secuestro


de Louisa. Luchó contra ellos como una tigresa, pero al final la sometieron. No fue
una lucha justa, un ejército de hombres contra una mujer.
Los Nikolaev y mis hermanos estaban aquí, preparados para ofrecerme todo el
apoyo que necesitara.
Mi hermana estaba sentada en la habitación contigua consolando a Lara, cuyos
suaves gritos recorrían el espacio. Ella y su terapeuta eran las únicas supervivientes
de toda la instalación. Los hombres de Sofia no perdonaron a nadie que estuviera
visitando las instalaciones en el momento del ataque.
Se me revolvió el estómago al ver las imágenes que aparecían en la pantalla,
cada una más grotesca que la anterior. La injusticia de todo aquello me hizo estallar
de rabia. Pero sabía que no me serviría de nada en este caso. Tenía que mantener la
cabeza despejada para idear una estrategia. Era la única forma de recuperar a mi
chica.
Sofia estaba desesperada, lo que quedaba claro por el hecho que había atacado
las instalaciones de los Nikolaev sin cortar la vigilancia.
Pero había una cosa que me preocupaba por encima de todo, y era Drago.
El hijo de puta era un pervertido enfermo y retorcido, que rara vez alargaba sus
torturas. Se desquiciaba tanto que la víctima moría antes de ofrecer respuestas. No
tenía autocontrol, y Sofia lo sabía. Entonces, ¿por qué lo envió a buscar a Louisa?
La furia burbujeaba en mis venas, acelerándome el pulso hasta que me
zumbaron los oídos.
—La conseguiremos —dijo Alexei, con la voz desprovista de emoción, como
de costumbre—. Su madre no le hará daño.
—Sí, lo hará. —La habitación se sumió en un resuelto silencio, y los ojos de
Alexei y mis hermanos se posaron en mí. La había perdido una vez, no podía volver
a perderla—. La golpeó tanto en el pasado que Louisa necesitó cirugía plástica.
—Jesucristo —murmuró Royce en voz baja—. Tal vez deberíamos atraparla y
darle a probar su propia medicina antes de deshacernos de ella.
—¿Dónde crees que la han llevado?
Pasó un segundo.
—A Rusia.
Mi instinto me advertía que Sofia se la llevó de vuelta a donde todo empezó.
Su retorcido y malvado castillo en Siberia.
—Pero siempre te has negado a ir allí —señaló Sasha.
—Por ella, iré a Rusia. —Mierda, por ella, visitaría los nueve círculos del
infierno de Dante.
—¿Estás seguro que Sofia haría daño a su propia hija? —Byron preguntó.
—Sofia le lavó el cerebro, haciéndole creer que era su gemela —dije—. Lo
intentará de nuevo.
No podía permitirlo. No podía permitir que Sofia borrara a mi Lou. Ella era lo
mejor que me había pasado. Su fuerza me ayudó a sobrevivir a cada maldita tormenta
a lo largo de mi miserable vida. Mi corazón latía sólo por ella, al ritmo del suyo, y
esa necesidad de ella formaba parte de mi ADN.
—Voy por ella. —Golpeé la mesa con el puño y todo lo que había sobre ella
sonó en señal de protesta.
Era tan jodidamente difícil pensar racionalmente cuando sabía exactamente de
qué clase de tortura era capaz Sofia. Yo la había sufrido. Era de las que te destrozan
el cuerpo y el espíritu, convirtiéndote en algo irreconocible.
El temor en mi pecho crecía con cada minuto que pasaba. Temía que si no iba
por ella inmediatamente, explotaría.
Ni siquiera podía oír lo que Alexei, Royce y Byron decían fuera del zumbido
en mis oídos.
—Sofia probablemente cuenta con ello. —Alexei tenía razón, pero me
importaba una mierda. Perdería la puta cabeza si no llegaba hasta ella.
Me levanté y me acerqué a la ventana, soltando un fuerte suspiro mientras
contemplaba las resplandecientes luces nocturnas de Lisboa.
—Nunca viste lo que le hizo hace ocho años. Nadie puede sobrevivir a eso dos
veces.
Louisa

Parpadeé contra la luz brillante que me quemaba los globos oculares, todo mi
cuerpo registraba dolor. El hedor de la muerte y el moho me trajeron recuerdos,
señalándome el lugar al que me habían llevado, y casi me ahogo de miedo.
Mis ojos recorrieron la habitación y las paredes me resultaron familiares. Era
la misma prisión del sótano donde había muerto hacía ocho años. Todavía estaba
sucio, y se oían los susurros de todos los niños y niñas inocentes que murieron aquí.
Se me puso la piel de gallina y me moví para rodearme con los brazos, pero me
detuve en seco. Estaba atada a una silla.
La historia se repetía.
La única gracia salvadora era que Kingston no estaba aquí. Nadie podía hacerle
daño.
Me miré las manos, arañadas y ensangrentadas, y me asaltaron los recuerdos.
Mi corazón empezó a latir más rápido, mi preocupación por Lara abrumadora, pero
inmediatamente lo arrinconé. No podían haber llegado hasta ella.
Al final de ese pensamiento, la puerta se abrió con un fuerte crujido y entró mi
madre. Llevaba el cabello perfectamente peinado y una postura propia de una
pasarela mientras se acercaba a mí con los diamantes brillándole alrededor del
cuello. Como si fuera a asistir a un baile real, no a torturar a su hija.
Drago, ese bastardo enfermo, se pavoneaba detrás de ella como un puto perro,
sonriendo como si estuviera a punto de conseguir un hueso. Un escalofrío recorrió
mi espina dorsal, al darme cuenta que probablemente yo era ese hueso.
Tragándome el pánico, enderecé los hombros y entrecerré los ojos ante el
monstruo que era Sofia Volkov. Hubo raros momentos en nuestra infancia en los
que mi gemela y yo habíamos esperado que nos llevara lejos y nos diera una vida
normal. Nos protegía de los hombres de Ivan sólo para utilizarnos para sus propios
planes. Cualesquiera que fuesen.
Chasqueó la lengua.
—Liana, Liana, ¿qué voy a hacer contigo?
—Para empezar, puedes llamarme Louisa.
Sus ojos brillaron con algo oscuro mientras tomaba asiento frente a mí,
cruzando las piernas con elegancia. Jesús, dale una puta pitillera y mándala a la
ópera.
—Debería haber acabado con ese stronzo.
La herencia italiana de mi madre nunca salía a relucir, salvo cuando tenía miedo
o pánico. Saber que era ambas cosas me dio el valor suficiente para mostrarle una
sonrisa.
—No te preocupes, madre, ese stronzo acabará contigo. —Se burló, pero la
preocupación seguía en su rostro. No había forma de ocultarlo tras las capas de
maquillaje o la cirugía plástica—. Jodiste con el hombre equivocado, ahora probarás
la ira que has estado infligiendo a otros durante tanto tiempo.
—Déjame darle una lección —siseó Drago, mirando a mi madre con esperanza
mientras saltaba sobre sus pies como si estuviera en un ring de boxeo.
Ella levantó la palma de la mano y él se detuvo. Como he dicho, un perro.
Cuando mi madre decía “Ataque” aquel lunático se iba al ataque.
—¿Dónde está Liana? —pregunté, fijando los ojos en Sofia.
—Sentada frente a mí.
—Te equivocas, Sofia —dije. No era una madre, nunca lo había sido, y era hora
de cortar lazos— ¿Liana. Está. Viva?
Pasó un segundo.
—Sí, creo que lo está.
—¿Tú... tú crees? —tartamudeé con incredulidad, mi cuerpo se llenó de
adrenalina y tanta furia que temía explotar—. ¿Desde cuándo? —Me observó como
si estuviera debatiendo cuánto revelar, y solté una carcajada amarga—. Vas a
matarme, así que será mejor que me digas por qué me muero.
Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
—Tienes razón.
Mierda, ¿por qué me dolía oírselo decir en voz alta?
Enderecé la columna, ignorando esas emociones inútiles. Sabía que Kingston
me rescataría, sólo necesitaba ganar tiempo y mantenerla hablando.
—¿Dónde está mi gemela? —pregunté.
—En algún lugar de Sudamérica.
—¿Viva? —Respiré.
—Viva.
—No la han encontrado —dije, con la voz temblorosa por los nervios y la
esperanza que tal vez -sólo tal vez- pudiera recuperarla.
—No, Perez hizo un buen trabajo cubriendo sus huellas. —¿O quizás mi
gemela se estaba escondiendo?
Tenía la cabeza hecha un lío, con todas las mentiras que me habían contado
desperdigadas. Era una lucha unir todas las piezas del rompecabezas.
—¿Qué papel jugó el cártel de Tijuana en todo esto?
Mamá sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca, Drago saltó al instante para
encenderle una cerilla.
—Santiago quería un matrimonio concertado entre tú y su hijo. —Inhaló y
lanzó una nube de humo hacia mí. Contuve la respiración, odiando el olor a humo—
. Me negué, pero Ivan lo arregló a mis espaldas. —Apretó la mandíbula—. Siempre
son los putos hombres.
—Era tu esposo —señalé.
—El segundo y el último. —Una mirada distante entró en su mirada, y me
imaginé que probablemente estaba recordando su primer matrimonio y la hija que le
había costado—. De todos modos, el día que tú y Ghost intentaron escapar, Liana
fue capturada por Santiago y sus hombres. —Contuve la respiración, anticipándome
a lo que iba a suceder—. Ella mintió y les dijo que eras tú.
Un dolor punzante me atravesó el pecho y bajé la mirada, segura que estaba
sangrando.
—Como ves, mi débil Louisa —dijo fríamente—. Tenías que convertirte en
ella.
Parpadeé, con todas las alarmas sonando en mi cabeza. Por fin tenía sentido.
Las preguntas que siempre me hacía durante mis sesiones de tortura. Me preguntaba
mi color favorito, mi sabor favorito de helado, si era diestra o zurda. Por cada
respuesta incorrecta, la tortura se hacía más intensa.
Me estaba convirtiendo en mi gemela.
—¿Se te ha ocurrido pensar que nada de esto habría pasado si nos hubieras
llevado lejos? —Respiré, con el corazón latiendo a un ritmo duro y doloroso.
Ella resopló.
—¿Y dejar que todos esos hombres se salieran con la suya al llevarse a mi
primogénita? —Se me congeló la sangre—. Ella lo era todo para mí. Lo único que
me mantenía en este submundo.
—¿Y nosotras? —pregunté, odiando la forma en que mi voz se quebraba—.
¿Qué éramos, madre? ¿Qué éramos Liana y yo?
No contestó. No necesitaba hacerlo, porque yo lo sabía. En el fondo, siempre
lo había sabido. Éramos peones en sus juegos. Desechables.
Sacudí la cabeza sutilmente, ahuyentando todos esos sentimientos. No me
serviría de nada ponerme sentimental. No aquí. No cerca de ella y de su mascota.
—¿Cuál es la conexión entre el cártel de Tijuana y Perez Cortes? —balbuceé—
. Supongo que sabes que Perez vendió a mi hermana a través del acuerdo de mafiosos
de Marabella.
—Oh, lo sé —aseguró—. ¿Por qué crees que puse mis manos sobre su hija? —
El odio me recorrió como un huracán—. Claro, luego fue por ti.
Golpeó la ceniza del cigarrillo contra el suelo manchado de sangre.
—Damos vueltas y vueltas —dije apretando los dientes—. Tú y tus amigos
enfermos juegan, y nosotras pagamos por sus cagadas. Se llama Lara, no Louisa,
zorra enferma.
Se rio, haciendo que se me erizara la piel.
—Por supuesto que estabas jodiendo con nuestros envíos, costándonos
millones de dólares. —Sus fríos ojos encontraron los míos—. ¿No te enseñé mejor,
Liana?
Incluso ahora insistía en llamarme por el nombre de mi gemela. Esta mujer
estaba delirando, creyendo sus propias mentiras.
—No me arrepiento de nada, puta psicótica —grité con todas mis fuerzas, con
la respiración agitada. Debería ser más fuerte y mantener la calma, pero en lugar de
eso estaba dejando que se me metiera en la piel.
Madre inclinó la cabeza hacia Drago.
Todo en mí se paralizó. No, me paralicé al ver a Drago esbozar esa sonrisa de
perro salvaje. Sacó un cuchillo y se dirigió hacia mí.
—Ma-Madre... No...
Y así comenzaron mis gritos.
Kingston

Mi instinto se agitó con una enfermiza sensación de temor.


Los recuerdos me perseguían a cada paso que daba para adentrarme en esta
propiedad, a pesar que hacía ocho años que no pisaba este país. No había estado
aquí, en este castillo construido sobre pesadillas, en ocho años, y sin embargo
recordaba cada piedra y cada rincón. Hubo muchas noches durante ese tiempo en las
que sentí como si aún estuviera aquí. Era la razón por la que me negaba a volver a
Rusia. Por nadie ni por nada.
Pero ella no era nadie ni nada. Ella lo era todo.
—Estamos media hora detrás de ti. —La voz de mi hermano llegó a través de
mi auricular—. Espéranos.
Mis hermanos y Alexei, junto con sus hombres y probablemente sus propios
hermanos, Sasha y Vasili Nikolaev, no dudaron en unirse a mí en esta misión de
rescate. Pero una planificación y exploración adecuadas habrían llevado demasiado
tiempo que me temía que Louisa no tenía.
—No seas así —refunfuñó Sasha—. A nosotros también nos gusta divertirnos.
—Lo mismo digo —Royce intervino, sonando como si estuviera de camino a
una fiesta—. También nos gusta bailar y patear culos.
—Voy a entrar —respondí, ignorándolos a todos—. Pónganse al día lo más
rápido que puedan.
Empujé con el hombro la puerta reforzada. Un suave crujido como el del metal
contra metal llenó el inquietante silencio y contuve la respiración, rezando para que
nadie lo oyera.
Levanté el arma en alto y entré en la fuente de todas mis pesadillas. La prisión
que me robó mi infancia. La prisión que intentaba robarme el futuro. Sin embargo,
conocer los entresijos de este castillo y recinto me daba ventaja. Conocía el plano
mejor que nadie.
Sofia quería jugar juegos mentales, siempre amando el elemento de tormento
mental. Era lo que ella e Ivan tenían en común. Ella sabía que dejé este infierno con
más que cicatrices físicas.
Pero ni siquiera las pesadillas incapacitantes me impedirían entrar en esta
propiedad esta noche. Nada me impediría salvar a Louisa, ni siquiera el riesgo de
volver a ser torturado. Le fallé hace ocho años; hoy no lo haría.
Espoleado por la adrenalina que corría por mis venas, entré en el castillo. Me
moví en silencio, mis pasos no hacían ruido en el suelo de mármol. Las horas de
trabajo nos dieron a mis hermanos y a mí tiempo de sobra para idear un plan de
ataque. Ellos me seguirían en breve, utilizando el rastreador. Ahora mismo, me
acercaría lo más posible a Louisa antes que Sofia y sus hombres se dieran cuenta que
estaba aquí.
Era nuestra mejor oportunidad.
Su madre era una zorra despiadada que no tenía problemas en utilizar a su
propia sangre para su propio beneficio. El hecho que torturara a Louisa, jodiera su
mente y la considerara responsable de la muerte de su gemela me decía que no
tendría ningún problema en atravesarle el corazón con una bala.
Sofia culpaba a Lou de paralizar su imperio desde dentro, así que no buscaría
una muerte rápida. La haría sufrir y luego probablemente intentaría lavarle el
cerebro... otra vez.
El corazón me latía con fuerza, la adrenalina corría por mis venas y me
impulsaba a ir por mi mujer.
Necesitaba llegar hasta la mujer que me había demostrado que merecía la pena
vivir a pesar de la oscuridad y las pesadillas que nos lanzaban. Era mía y no me
detendría ante nada para traerla a casa.
Juntos, éramos invencibles. Éramos uno, una unidad inquebrantable.
Volví a concentrarme en la tarea que tenía entre manos cuando una voz suave
rompió el silencio. Me quedé paralizado, el zumbido de la adrenalina se convirtió en
una sensación sorda, y entonces volví a oírla. La voz zumbante de Louisa resonaba
en el silencio, débil y distorsionada, pero estaba seguro que procedía de las
mazmorras.
Me dirigí a unas escaleras a mi izquierda. Las piedras rotas necesitaban una
reparación urgente, así que me tomé mi tiempo, dando un paso cada vez.
—Hay pocos lugares donde puedes esconderte, Madre, antes que tus pecados
te alcancen. —La voz de Louisa era segura, pero tenía un tono y una aspereza
extraños. Casi como si se hubiera fumado un paquete de cigarrillos.
Llevaba veinte horas desaparecida, mientras en mi mente se reproducían las
escenas de la última tortura que presencié. Ahora que oía su voz, sentí un gran alivio
y me balanceé sobre mis pies.
Estaba casi a mitad de camino por los oscuros pasillos que solían ser mi hogar,
agazapado en las sombras, cuando el cañón de una pistola presionó mi nuca. Mi plan
de acercarme sigilosamente a Sofia se fue al traste. Me enderecé lentamente hasta
alcanzar mi estatura máxima y me di la vuelta para encontrarme con el rostro
envejecido de un guardia que me miraba fijamente. Detrás de él, otros cuatro
hombres se colocaron a su espalda, todos con armas apuntándome.
—Te estábamos esperando, Ghost —me saludó en tono gélido. No pude evitar
recordar el escenario similar de no hacía mucho, cuando Louisa me apuntó con un
arma. Excepto que nada en Lou apestaba a ese hedor y maldad.
—¿Dónde está Lou? —pregunté, hablando ruso por primera vez en ocho años.
Sus labios se curvaron en una mueca.
—Está muerta para ti. —Mi dedo en el gatillo de mi propia pistola se crispó—
. Para cuando Sofia acabe con ella, no...
Bang.
El resto de su frase fue silenciada por una bala entre los ojos. El resto de los
hombres de Sofia se arremolinaron a mi alrededor desde todas las direcciones.
—Lo quiere vivo —gritó alguien, y mi labio se curvó en una sonrisa. Aquel
conocimiento sin duda me daba ventaja.
Empecé a disparar. Con cada bala desalojada, aparecían más hombres. No era
una lucha justa, pero a Sofia nunca le importó la justicia.
Me abrí paso entre ellos, matándolos uno a uno como moscas mientras seguía
bajando hacia la mazmorra. El hedor aumentaba con cada paso que daba por el
pasillo, apestando a recuerdos atormentadores. Ignorándolo todo, me concentre en
la prisa de acercarme a Lou.
La necesidad de verla me abrasaba las venas.
Acabaría con Sofia Volkov de una vez por todas, porque la vida de Louisa
estaría en peligro mientras viviera. Y ese conocimiento me empujó hacia delante,
con mi posesividad ardiendo a toda potencia.
Cuando llegué a la última celda, la misma en la que ella había muerto -o eso
creía- ocho años atrás, estaba cubierto de sudor y sangre, con el corazón latiéndome
furiosamente contra las costillas. Los pasillos estaban vacíos y los guardias que había
matado, esparcidos por el suelo.
Con las botas golpeando la piedra centenaria, me dirigí hacia ella y me detuve
de golpe al ver una sombra acechando justo fuera de la celda.
Sofia Volkov.
Sus ojos helados se clavaron en mí con aquella fría, fría sonrisa.
—¿Dónde está? —pregunté, aunque estaba bastante seguro de saberlo.
Confirmando mis sospechas, Sofia inclinó la cabeza hacia la última puerta del
pasillo.
—Llévame hasta ella —grité.
—Lo haré —aceptó, sorprendiéndome—. Pero ninguno de los dos saldrá de
aquí.
Apreté los dientes y la ira se dibujó en mi rostro. Quería abalanzarme sobre ella
y decapitarla para asegurarme que no volviera a la vida. No era una vampiresa, pero
actuaba como tal: viciosa y chupasangre.
La red de tráfico sexual fue la razón de la caída de esta mujer. Debería haber
aprendido la lección cuando le costó su primogénita. El rumor en la calle era que
Sofia perdió la cabeza cuando perdió a su hija a manos de la mafia irlandesa. No es
que me importara. Nada de eso me importaba. Sólo Louisa.
Sin esperar a que respondiera, la apunté con mi pistola y la empujé hacia
delante. Con los latidos de mi corazón sincronizados con mis pasos, vi cómo se
movían sus delgados hombros. Era una cabeza y media más baja que yo y, sin
embargo, la mujer se las arreglaba para destruir tantas vidas, causando dolor y
destrucción allá donde iba.
El tamaño no importaba en este mundo. Sofia se había convertido en uno de los
seres humanos más despiadados de los bajos fondos, secuestrando y torturando
niños. Incluyendo a los suyos.
Eso terminaba hoy, de una forma u otra.
En cuanto entramos en la celda, nos vimos envueltos en la oscuridad. El olor a
muerte flotaba en el aire. Sofia pasó la mano por la pared y se encendieron unas
luces tenues.
La visión que me recibió me hizo arder las venas, con la furia desatada como
un volcán activo. Louisa estaba atada, con la espalda expuesta y azotada, y las
muñecas atadas por encima de la cabeza. Tenía la cabeza colgando, los ojos cerrados
y la cara roja.
Drago entró en la penumbra y yo apunté el cañón de mi pistola entre sus ojos
sin vida. Resultó que para lo único que servía era para ser la mascota de Sofia. Me
lo cargaría ahora mismo si su pistola no estuviera clavada en el pecho de Louisa.
La risita de Sofia hizo que Louisa abriera los ojos.
—Kingston, —jadeó, sus labios hinchados y magullados, el puro pánico en su
cara hizo que mi corazón se retorciera dolorosamente—. ¿Por qué has venido?
Con las cejas fruncidas, la estudié.
—Siempre vendré —contesté, manteniendo un tono reconfortante a pesar que
mi rabia era volátil—. En cada vida, en cada escenario, en la vida o en la muerte,
siempre vendré. Mi corazón late dentro del tuyo, y el tuyo dentro del mío.
Ella sacudió la cabeza violentamente, las lágrimas brotando por su rostro.
—No, no, no —gimoteó—. Deberías haber enviado a otra persona. Sálvate tú.
Mi deseo de protegerla era más fuerte que mis pesadillas. Mi seguridad no era
nada comparada con la de ella.
—No pasa nada —le aseguré, mirándola fijamente a los ojos—. Saldremos de
esta juntos.
Ella tragó fuerte.
—¿Me lo prometes?
—No puede prometerte nada. —Sofia se rio, y los ojos de Louisa se clavaron
detrás de mí, con todo su fuego y su rabia ardiendo en aquellas profundidades
doradas.
—Tócalo, madre, y acabaré contigo. —Mi pequeña reina guerrera era tan feroz.
Esta vez sería diferente. Nadie la lastimaría nunca más—. Y no será una muerte
rápida.
Y me aseguraría que los deseos de mi mujer se hicieran realidad.
—Última oportunidad, Sofia —dije, mi voz plana—. Déjanos ir a Louisa y a
mí o estás muerta.
—No estás en posición de tomar las decisiones. Es hora de terminar con esto.
Y aquí vamos.
Louisa

El pavor me invadió cuando un recuerdo intentó apoderarse de mí: nosotros dos


ensangrentados y magullados en este mismo suelo.
Lo ignoré y, en su lugar, trabajé en mis ataduras. Si tenía las manos libres,
podría arrebatarle el arma a Drago y Kingston se encargaría del resto.
—Ivan me advirtió sobre ustedes dos —dijo Madre, con una voz más débil de
lo que yo estaba acostumbrada. Quizás toda esta tortura que ordenaba para mí la
estaba agotando.
Enfrenté la mirada maliciosa de mi madre con la mía.
—Ivan te tocó como a un violín —siseé. Mi objetivo era cabrearla, pero era
Drago quien se estaba enfadando, clavándome la pistola con más fuerza en el
pecho—. Creías que bailaba a tu ritmo, cuando en realidad eras tú quien bailaba al
suyo todo el tiempo.
—¿Cómo es eso? —preguntó mientras yo revolvía mi mente en busca de
cualquier cosa con la que mantener esta conversación, porque seguramente Kingston
tenía un plan.
En algún lugar de los rincones rotos de mi mente, recordé todo lo que pasó la
última vez que estuvimos juntos en esta habitación. Partes de nosotros murieron
aquí, pero los ojos de Kingston me instaron a ser valiente.
—Quería que arreglaras el matrimonio con el cártel de Tijuana —señalé,
mientras mis ataduras se aflojaban poco a poco—. Luchaste contra él, pero al final
cediste. Ves, consiguió lo que quería.
—¿Crees que él quería eso? —se burló incrédula—. Fui yo.
Arrugué las cejas.
—Pero...
—Quería algo más grande y mejor que lo que tenía Benito King —respondió
ella—. Me utilizaron para saldar la deuda de Bellas y Mafiosos, así que eché por
tierra el acuerdo con los Mafiosos de Marabella.
Me quedé boquiabierta.
—Perez...
Echó la cabeza hacia atrás.
—Utilicé a Perez como marioneta, pero era yo quien movía los hilos todo el
tiempo.
—¿Así que vendiste a Liana? —Quería darme una patada porque una parte de
mí se había negado a creer que una madre le hiciera eso a su hija.
—No, idiota. —Había algo en mi mente, pero mi cerebro se negaba a
procesarlo—. Te vendí, a ti.
Una pieza del rompecabezas encajó en su sitio mientras miraba estupefacta a
mi madre, sin sombra de duda que decía la verdad.
—Por eso no te molestaste en salvarme cuando me secuestró Santiago —
susurré.
—Ahora lo entiende. —Me dedicó una sonrisa gélida mientras se acercaba a
mí, y luego se inclinó hacia delante para que su cara quedara a la altura de la mía. Y
todo el tiempo, la mira de Kingston estaba puesta en Drago—. En mi defensa, al
principio pensé que te habían matado, pero luego tu nombre circuló por la red oscura,
así que supe que habías sobrevivido. Arrebaté a la escuálida hija de Perez e iba a
usarla para recuperar a mi verdadera Liana.
La cabeza me daba vueltas. Pero una cosa estaba clara, si Kingston no hubiera
venido por mí, estaría a merced de unos malditos enfermos.
—Siempre fuiste tan débil, Louisa. Un problema que necesitaba ser manejado.
Escupí en su cara maliciosa mientras la furia se disparaba a través de mí.
—Perra narcisista. Tu primogénita te habría odiado. Me alegro que te la
arrebataran.
—No la toques. —La voz de Kingston estaba llena de furia, pero antes que
pudiera hacer nada, mi madre me abofeteó tan fuerte que me zumbaron los oídos y
me tambaleé en la silla. Me ardía la mejilla y me escocían los ojos, pero en el
siguiente suspiro, una fuerte explosión sacudió el suelo.
—Ese será tu último error —gritó Kingston, mientras se acercaba el sonido de
la lucha, las balas y las explosiones en algún lugar del castillo—. Nunca volverás a
tocarla.
—Que hayas traído refuerzos no significa que hayas ganado. —Se rio Madre
con una sonrisa retorcida—. No te la vas a llevar. Te detuve hace ocho años, te
detendré de nuevo.
Kingston le dirigió una fría mirada de desprecio.
—Esta vez no.
La pelea debió de llegar casi hasta nuestra celda. Se oían puñetazos, gruñidos
y crujidos de huesos, y no pasó mucho tiempo antes que los hombres de Madre
entraran en la celda con más detrás de ellos. Y entonces una cara familiar.
Alexei Nikolaev.
Más balas sonaron en el aire.
Todo sucedió demasiado rápido. La sangre me salpicó la cara. Me zumbaron
los oídos. Mi silla se cayó y mi cabeza golpeó el suelo de piedra con tanta fuerza que
juré que veía estrellas.
Ignorándolo todo, rompí las ataduras que se habían soltado, tiré de la silla y la
lancé contra Drago. Rugió de dolor y dejó caer el arma, deslizándola por el suelo.
Por el rabillo del ojo, vi a Kingston, Alexei y sus hermanos luchando contra los
hombres de Sofia.
Corrí hacia la pistola de Drago y la alcancé al mismo tiempo que mi madre.
Luego, empuñando el arma, me enderecé y la apunté.
—Diles a todos que paren —ordené.
—No. —Sus ojos recorrieron la habitación, deteniéndose en Kingston, que
tenía a cuatro hombres acorralándolo—. Ghost no durará mucho más —comentó en
tono aburrido.
Apunté y apreté el gatillo, alcanzando a un hombre entre los ojos.
—Dile a tus hombres que se detengan o serás la siguiente —grité, con los ojos
desviados entre Kingston, su hermano y mi madre. Si la situación no fuera tan grave,
estaría impresionada.
Más cuerpos cayeron al suelo, el número se igualaba poco a poco.
—Último aviso, madre —dije, con el pecho agitado y la rabia quemándome las
mejillas—. Esta niña problemática no dudará en acabar contigo de una vez por todas.
—Louisa —gritó Kingston, pero su voz sonaba como si estuviera bajo el
agua—. Rayo de Sol, no lo hagas. —Levanté la vista y lo encontré saltando sobre
los cadáveres para llegar hasta mí. Mis delgados dedos se agitaron alrededor del
gatillo, necesitando acabar con esto. Por Kingston. Por mi gemela. Por Lara.
Su gran mano rodeó la mía, su cuerpo tenso y controlado.
—Déjame, cariño —susurró. Alexei estaba a su lado, sus hermanos eliminando
al resto de los guardias de mi madre. Sentí un ardiente dolor en la muñeca izquierda
y se me hundieron los hombros—. Mira hacia otro lado, Lou —ordenó, con
expresión mortal y toda su atención puesta en mi madre mientras le decía—. Las
últimas caras que veas antes de morir serán las nuestras.
Mis dedos rodearon su antebrazo y apreté, haciendo que se detuviera. Me miró
con una ceja levantada.
—No la mates —susurré, mirándolo a los ojos oscuros—. Una muerte rápida...
Es demasiado buena para ella.
Sus hombros se tensaron, el hambre de venganza en sus ojos oscuros era difícil
de pasar por alto.
—¿Segura?
—Sí. —Lancé una mirada a la mujer que tanto había destruido—. Quiere una
muerte rápida. No le des lo que quiere.
—Eso chica —dijo Royce, el hermano de Kingston, rompiéndole el cuello al
último guardia y tirándolo al suelo—. Dale a esa zorra un poco de su propia
medicina.
Los ojos de Alexei brillaban de venganza. También los de los hermanos de
Kingston. Habíamos terminado con esto, de una vez por todas. Su apoyo significaba
más de lo que jamás sería capaz de devolver. Tendrían mi lealtad por el resto de mis
días.
Miré a mi madre y le dije:
—Veamos cuánto duras.
Mi madre cumplió su deseo. Creó monstruos.
Louisa

Con Sofia, bien encarcelada y dejando de ser una amenaza, abandonamos


Siberia. Kingston y yo acordamos que nunca volveríamos a ese infierno de Rusia.
El sol, el mar y el clima cálido nos esperaban a partir de ahora.
Dos días después, por fin estábamos de vuelta en Lisboa, donde nos
encontramos con los ojos inyectados en sangre de Lara y la compasiva mirada oscura
de Aurora. Me apretó el hombro y luego la mano de su hermano antes de marcharse
a reunirse con su esposo, que se había quedado con los Nikolaev.
El karma alcanzó por fin a Sofia Volkov. Habíamos visto cómo los Nikolaev
arrastraban a mi madre al sótano. Viviría sus días encadenada como un perro en una
habitación fría y sin ventanas. Era sólo cuestión de tiempo que tuviera un final
amargo.
—¿Estás bien? —La voz suave de Lara atrajo mi atención, su mano se deslizó
en la mía.
La apreté.
—Lo estoy.
Un visible alivio la invadió y soltó un largo suspiro.
—Estaba tan preocupada por ti. —Sus ojos se desviaron hacia Kingston—. Por
los dos.
Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando cayó sobre mí y Kingston nos
envolvió a las dos en sus fuertes brazos.
—Es nuestro trabajo preocuparnos por ti, no al revés —dijo Kingston, con la
voz áspera por las emociones.
—¿Qué tal si todos nos preocupamos por los demás? —sugirió Lara en voz
baja, sin separarse de nosotros.
Sonreí con cansancio.
—Me gustaría —murmuré, agarrando su mano—. Me gustaría mucho.
—¿Ocurre algo? —preguntó Lara tentativamente, su percepción y empatía a
menudo en sintonía con las emociones que la rodeaban.
—Tenías razón —dije, con el estómago revuelto por los recientes
descubrimientos—. Mi gemela está viva. En algún lugar de Sudamérica.
Me agarró la mano.
—La encontrarás.
Encontré la mirada de Kingston sobre la cabeza de Lara. Habíamos hablado
mucho de mi gemela desde que me rescató. Me habló del dedo que había recibido,
cuyo ADN coincidía con el de mi hermana. No había garantías de en qué estado la
encontraríamos, pero no nos rendiríamos.
No hasta encontrarla.
—Lo haremos —dije, con la voz temblorosa.
—¿Todavía quieres que me quede? —Lara soltó.
—Mírame, Lara —le ordenó Kingston. Ella levantó la cabeza y sus bonitos ojos
se clavaron en los nuestros—. Queremos que te quedes con nosotros para siempre.
Te irás cuando estés lista.
Sonreí suavemente.
—Y cuando eso ocurra, nos aseguraremos que seas independiente, pero
también estarás segura. Ahora formas parte de nuestro círculo.
—El círculo Ashford.
Me reí entre dientes.
—Pensaba más en el círculo de Kingston y Lou, pero el círculo Ashford suena
aún mejor. Es más grande.
—Ahora vamos adentro. No sé ustedes dos, pero yo podría dormir todo el
invierno.
Lara soltó una risita mientras entrábamos en casa.
Los hilos de misterio que rodeaban a mi hermana pesaban mucho en nuestras
mentes, pero lo resolveríamos.
Juntos.

La corriente constante del agua debería haberme calmado.


Sin embargo, una tormenta se apoderó de mi pecho mientras estaba en el lujoso
baño digno de una reina, mirando la bañera que se llenaba lentamente de agua.
Los acontecimientos de los últimos días se me agolparon y mis bíceps
empezaron a temblar. Mi gemela estaba viva, en algún lugar de la Tierra.
¿Cómo podía ser tan malvada nuestra madre para llevarnos a este punto? Había
destruido tantas vidas, incluida la nuestra, y no sentía ningún remordimiento por ello.
Sin más ropa que una camiseta que me llegaba a las rodillas, observé el vapor
que se acumulaba en la bañera. Vi mi reflejo borroso en el espejo y mi respiración
se volvió superficial y agitada. Una bola se me alojó en la garganta, asfixiándome.
Madre nos odiaba tanto que nos condenó a muerte. Kingston me salvó. ¿Quién
salvaba a Liana? Tenía que encontrarla. Durante los últimos ocho años, me había
acostumbrado a vivir sin mi gemela, aunque eso me dejara un enorme vacío en el
pecho. Pero ahora que sabía que podía estar viva, ese hueco empezaba a llenarse de
esperanzas y sueños, y eso me asustaba más.
Unos brazos fuertes y entintados me rodearon, y fue entonces cuando me di
cuenta de lo mucho que temblaba.
—Sostente a mí. —Su voz fuerte y cálida me envolvió mientras me tomaba en
brazos y nos metía en la bañera caliente, con la camisa pegada al cuerpo—. La
encontraremos.
Enterré la cara en su cuello mientras aspiraba aire desesperadamente, inhalando
su olor en mis pulmones.
—Si ella... —Me temblaba la boca—. No puedo volver a perderla.
Su fuerte mano me agarró por la nuca y apretó, girándome la cabeza para
mirarlo.
Nuestros ojos se cruzaron y el corazón me retumbó en el pecho.
—La encontraremos —me dijo, sin dejar lugar a dudas—. Juntos.
Exploraremos cada centímetro de esta tierra si es necesario, pero te prometo que la
encontraremos. ¿Sabes por qué?
Sus ojos ardían con tanto amor que mi corazón se agitó, como las alas nuevas
de una mariposa. O un pájaro a punto de emprender su primer vuelo. Excepto que
ya habíamos estado aquí antes, y sabía a ciencia cierta que él era la razón por la que
nací.
Para ser suya.
—Porque eres mía. Mi mujer. Porque tu corazón late en mi pecho, y el mío en
el tuyo. Somos uno y lo mismo, Lou. Y ahora que has vuelto a mi vida, no hay nada
que no haría para hacerte feliz.
Lo abracé con fuerza, como si fuera a morir sin él. Porque lo haría.
—Tú... Tú, Kingston, me haces feliz.
Louisa

Habían transcurrido dos semanas desde que Kingston llegó a Rusia y me


rescató.
Observé a los Nikolaev y a los Ashford sentados alrededor de la mesa, con la
expresión grave de Kingston desfigurando sus facciones. No se había afeitado desde
que habíamos vuelto, y no pude evitar darme cuenta que el desaliño le sentaba bien.
Vestido con vaqueros y una camiseta blanca, parecía un poco intimidante y muy,
muy sexy.
No habíamos avanzado mucho en la localización de mi hermana. Nico Morrelli
se había ofrecido a ayudarnos a rastrear todos los acuerdos de Marabella que se
habían firmado y, conociendo sus habilidades, acepté. Mi hermana no fue la única
víctima de los planes de Perez y de mi madre. Había muchos chicos y chicas
inocentes que necesitaban ser encontrados y salvados.
—Kingston dice que te va a llevar a una cita —susurró Lara, sonriendo con
suficiencia. Las dos nos sentamos en la alfombra, con la espalda apoyada en el sofá,
mientras observábamos cómo la sala de la casa de los Nikolaev en Lisboa bullía de
vida. Los niños encontraban sus camarillas y jugaban sin prestar atención a los
adultos mientras nosotras dos lo observábamos todo—. Y que es algo que ninguno
de los dos ha hecho nunca.
Mis labios se curvaron, feliz de ver que Lara se iba haciendo poco a poco a sí
misma. Aún nos quedaba un largo camino por recorrer, pero juntos lo superaríamos.
—¿Puedes darme una pista? —le susurré—. Sólo para saber qué ponerme.
Sonrió.
—Ponte algo bonito.
Me burlé.
—Eso no me dice mucho.
—¿Qué están susurrando? —preguntó Aurora desde el otro lado de la
habitación, atrayendo la atención de todos hacia nosotras.
—Nada —respondimos al mismo tiempo, con las mejillas sonrojadas por la
evidente mentira.
Sasha se levantó de la mesa y alcanzó a su esposa, Branka, en unos pocos pasos,
envolviéndola en su voluminoso abrazo. El tipo estaba hecho de piedra. Realmente
creía que había perdido su vocación. Debería haber sido luchador de MMA.
—Entonces, ¿se van a casar? —preguntó Sasha despreocupadamente.
Miré a mi alrededor, curiosa por saber con quién hablaba, cuando me di cuenta
que todos me miraban.
—Déjala en paz, Sasha —dijo Aurora, acudiendo en mi ayuda—. Te estás
convirtiendo en una vieja chismosa.
Sonrió.
—Al menos soy una vieja sexy.
—Sigue diciéndote eso —murmuró Lara lo suficientemente alto como para que
todos la oyeran, y las risas llenaron la sala.
—Debo decir que yo también siento curiosidad —dijo Royce.
Kingston y yo compartimos una mirada.
—Cuando encontremos a Liana.
—Cuando encontremos a Liana —repetí.
Ya no estaba sola. Tenía una familia, una muy grande, pero hasta que no
encontráramos a Liana, nuestras vidas no estarían completas.
Así que esperaríamos. Juntos.

Arropé a Lara y le di un beso en la frente.


Admitió que era demasiado mayor para que la arroparan, pero algunos días
necesitaba ese consuelo. Todos lo necesitábamos, y yo no veía nada malo en ello.
—Tendrás cuidado, ¿verdad? —preguntó con voz temerosa.
—Siempre —le prometí—. Kingston lleva un cuchillo y una pistola. Yo
también llevaré una pistola.
—¿Y si...?
—Shhh. —Presioné mi dedo contra sus labios—. No nos pasará nada. Y te
enviaré un mensaje cada hora. —Miré su mesita de noche—. ¿Tienes el móvil
cargado?
Asintió, su tensión disminuía lentamente.
—Estás muy guapa —dijo mientras me levantaba—. Kingston no podrá
quitarte los ojos de encima.
Me reí entre dientes.
—Gracias por ayudarme a elegir el conjunto perfecto.
Le di un último beso, salí de la habitación y cerré la puerta suavemente tras de
mí. Pero en lugar de dirigirme al estudio donde estaba Kingston, bajé al sótano.
Era mi primera visita desde que habíamos vuelto, y había pasado las últimas
horas preparándome mentalmente para esta confrontación.
Entré en la mazmorra sola, con pasos silenciosos sobre la piedra centenaria. Tal
vez fueran mis tendencias glotonas de castigo o una infructuosa esperanza de extraer
más información que me ayudara a encontrar antes a mi hermana.
—Necesito ver a Sofia —dije, dedicando una sonrisa tensa a los dos guardias
apostados frente a la celda de mi madre. Los tipos intercambiaron miradas
dubitativas antes que yo añadiera—. O abren la puerta o se apartan.
Uno de ellos asintió mientras el otro abría la puerta y yo me deslizaba dentro,
sosteniendo el dobladillo de mi vestido bohemio rosa del suelo. La funda de la pistola
que llevaba atada al muslo jugaba al escondite -algunos hábitos eran difíciles de
romper- mientras me adentraba en el oscuro espacio.
Mis ojos se adaptaron lentamente al ver la oscura, fría e indigente mazmorra.
Igual que la de mis pesadillas. Igual que la de Kingston. Excepto que esta vez, Sofia
Volkov era la que estaba encadenada a la pared.
Sin su abrigo de piel y su ropa cara, parecía inofensiva. Como otra víctima
sufriendo la ira de hombres malvados. Excepto que ella era la malvada aquí,
confinada en una habitación donde no podía hacer daño.
Me detuve a unos metros de ella, clavé mis ojos en los suyos y todos los
recuerdos de mi tortura se agolparon en mi mente. Había llegado a la conclusión que
sería algo que permanecería conmigo el resto de mi vida.
—Hola, Liana.
—Es Louisa —la corregí. Una vena en su sien palpitó en respuesta, pero
permaneció en silencio. Estaba haciendo esto por mi gemela. Por mi hombre. Por
nuestros futuros hijos—. Hola, Sofia.
Su labio se curvó con una mueca, pero su rechazo ya no dolía. No había amor
perdido entre esta mujer y yo. Ese barco había zarpado hacía mucho tiempo.
—Por fin has encontrado tu valentía. —Había una pizca de orgullo en su voz,
y yo lo odiaba. Nunca quise ser nada de lo que ella quería, porque eso significaba
que me había aventurado en el lado equivocado.
—Estamos revisando tus Acuerdos de Marabella —dije con indiferencia.
Ella se burló.
—No encontrarás nada sobre tu hermana en ellos.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque ya los he revisado.
No creí que mintiera.
—Bueno, tenemos que encontrar a las otras víctimas también. Vamos a
salvarlas a todas.
Detrás de mí, la puerta se abrió y sus ojos se clavaron en mi hombro. No
necesité girarme para ver de quién se trataba. Podía sentir los ojos de Kingston en
mi espalda mientras se movía para colocarse detrás de mí.
Su mano se posó en la parte baja de mi espalda, dándome apoyo y fuerza.
Siempre sabía lo que tenía que hacer, y por eso lo amaba aún más. Me apoyé en él y
me invadió una fuerza tranquila. Él era la razón de mi cordura, de mi vida, de mi
curación.
Yo sería todo eso y más para mi hermana cuando la encontráramos.
—Quiero saber todas las teorías que se te han ocurrido sobre Liana —le dije
con calma.
Cuando se quedó callada, pregunté:
—¿El vídeo? El que me has enseñado durante años mientras… —tragué
fuerte—… me torturabas. —No había duda de lo que me estaba haciendo—. ¿Quién
era?
Sí, estaba manipulado según Santiago Tijuana, pero alguien tenía que haberlo
soportado para que lo utilizaran en el vídeo.
Ella se encogió de hombros.
—Alguna chica.
Apreté los puños, luchando contra las ganas de pegar a mi propia madre.
—¿Qué chica?
—No recuerdo su nombre. —Eso no la ayudaba en absoluto—. Apellido
Freud… algo.
Arrugué las cejas.
—¿Doctora Freud? —solté—. ¿Tiene algo que ver con la Doctora Freud?
—No conozco a ninguna Doctora Freud. —Una pieza más del rompecabezas.
—¿Por qué seguiste mostrándome ese video? —pregunté en su lugar—. Dijiste
que era mi hermana.
Sonrió, esa sonrisa loca y retorcida.
—Necesitabas un incentivo.
Me endurecí. Lo único que hacía era herirme, una y otra vez.
—Dime lo que sabes de mi hermana —gruñí.
—¿Por qué? —preguntó con voz áspera.
—Porque es mi hermana —grité—. Es mi otra mitad. —Aquella mujer -que me
había dado a luz y se suponía que era mi madre- había estado mal de la cabeza
durante mucho más tiempo del que yo había vivido, y la pérdida de su primera hija
-Winter- había destruido su frágil mente. Pero eso no excusaba su comportamiento
hacia mí. No excusaba su abandono de mi gemela—. Porque jodidamente voy a
recuperarla, y tú vas a ayudarme contándome todo lo que sabes.
Sonrió, su primera sonrisa cálida en mucho tiempo.
—Tal vez todos esos años de terapia de electroshock hicieron algo de ti.
—Cuidado, carajo —gruñó Kingston desde detrás de mí, dispuesto a
abalanzarse, pero en el momento en que mi mano agarró la suya, se aquietó.
—Siempre preferiste a Lia antes que a mí —afirmé, sin sentir nada con esas
palabras. Ella ya no me importaba, sólo mi hermana—. Deberías querer que la salve.
—Sofia no era la única zorra manipuladora aquí. Me había enseñado bien, y usaría
cualquier medio necesario para encontrar a mi hermana—. Ahora dime lo que sabes
y tal vez consigas ver a Lia antes de consumirte en esta mazmorra.
Comenzó a reír, el sonido ligeramente histérico.
—Si eres su mejor oportunidad de sobrevivir, tu hermana ya está muerta. —Mi
corazón se apretó por mi hermana que estaba pagando por los pecados de esta mujer.
—Pero no estoy sola —dije fríamente—. Tengo a Kingston y a toda su familia
a mi lado.
Ella se burló.
—Mucho bien te hará eso. Necesitas a alguien del otro lado.
—¿Del otro lado?
—Había una cosa en la que tenías razón. —Sus cambios de tema me dieron
latigazos, pero aguanté.
—¿Qué cosa?
—Tenía que tocar sus melodías para que ella estuviera a salvo. —Me temblaban
las manos, intentando no imaginarme todo por lo que estaba pasando mi gemela—.
Cada vez que te miraba, me recordabas que la llevaste directamente a sus manos.
Puede que me hubiera encontrado con Kingston, pero mentiría si dijera que
aquellas palabras no dolían como balas. Cada una de ellas se clavó en mi piel,
dejando tras de sí más marcas invisibles. Puede que mi madre me hubiera arreglado
las cicatrices cosméticamente, pero las invisibles eran peores.
Kingston me rodeó y apuntó con su arma a la frente de Sofia.
—Quizás quieras reconsiderar tus palabras.
Llevé mi mano a su antebrazo y apreté.
—Te está incitando. —Girándome hacia ella, le pregunté—. ¿Qué querías decir
con que necesitaba a alguien del otro lado?
Se encogió de hombros.
—Una familia que participe en el tráfico de personas. —Una idea se filtró en
mi mente y, de repente, supe exactamente quién o qué familia me ayudaría mientras
las siguientes palabras de mi madre me incendiaban el pecho. Giovanni Agosti—.
Debería haberte convertido en mi follador habitual, Ghost.
La rabia me subió por el cuello y las mejillas, quemándome los oídos. Llevé la
mano a Kingston y le miré a los ojos en señal de silenciosa comprensión. La muerte
era suya, pero la sangre era mía. Ya era hora que alguien matara por él.
Me dejó agarrar su arma, el frío metal crispado contra mis dedos ardientes.
Con esos ojos feroces clavados en mí, distintos a todo lo que había visto antes,
no aparté la mirada.
—Adiós, Sofia.
Entonces apreté el gatillo y la bala dio en el blanco, entre sus ojos.
La sangre salpicó mi vestido y un grito atormentado salió de mi garganta
mientras caía de rodillas. No por ella. Ni por mí. Por él, mi Kingston, que tantas
veces me había salvado.
Unos grandes brazos me rodearon la cintura, tirando de mí hasta ponerme de
pie y ofreciéndome su fuerza. El familiar aroma masculino de la colonia almizclada
atravesó la niebla y la sensación de seguridad se apoderó de mí.
Enterré la cara en su pecho y empecé a sollozar.
Nuestra historia empezó con sangre; era lógico que también acabara con sangre.
Kingston

La muerte de Sofia retrasó nuestra cita unos días.


La enterramos en una tumba sin nombre. Con la mano de Lou en la mía y los
dedos entrelazados, vimos cómo el ataúd desaparecía en la tierra, y no pude evitar
desear que aquella zorra llegara hasta la última capa del infierno de Dante. No nos
quedamos, nuestros corazones estaban más llenos de alivio que de pena.
Sofia era pasado y lo único que quería era disfrutar del aquí y ahora.
Con mi atención puesta en Lou, no podía apartar los ojos de la primera y única
chica a la que había amado. Era nuestra noche de cita. Por fin.
Nuestra primera cita fue en un restaurante marroquí al aire libre en la Praia da
Figueirinha, a las afueras de Lisboa. Era apropiado, teniendo en cuenta que nuestro
sueño siempre fue escaparnos a la playa.
Comimos y luego recorrimos la playa de la mano hasta llegar a nuestro destino
final.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando delante de nosotros.
—Vamos a verlo —le sugerí. No tuve que decírselo dos veces. Ella ya me
estaba arrastrando, sus pequeños pasos se apresuraban ansiosamente hacia adelante.
—Oh... cielos... ¿Eso es un concierto? —Los ojos de Lou se iluminaron como
las estrellas sobre nosotros, con un rubor excitado coloreando sus mejillas—. Nunca
he oído hablar de un concierto en una playa.
La miré mientras corría en círculos a mi alrededor, rebosante de emoción.
—Pensé que podíamos combinar nuestros planes favoritos —dije—. Playa, cita
y concierto.
Me miró con esa rara sonrisa feliz y mi pecho hueco la absorbió. Iba a
mantenerla así, feliz y segura, para poder ver esa sonrisa en su cara todos los días de
mi vida.
La seguí y volví a tomar su mano entre las mías. Su contacto, por pequeño que
fuera, siempre me reconfortaba. Me aseguraba que no estaba soñando, que ella
estaba realmente aquí conmigo.
—¿Qué te parece nuestro primer concierto? —Asintió, sus ojos brillaban con
tanto amor que me hizo caer de rodillas—. No estaba seguro de la elección de la
música...
Me silenció poniéndose de puntillas y dándome un beso en los labios.
—Podrían ser niños de primer grado tocando un violín y aun así me encantaría.
Me tiró suavemente hasta que ambos tomamos asiento en la arena, sin
importarnos la ropa. Las primeras notas flotaron en el aire, mezclándose con el
sonido de las olas de fondo.
Nunca me había sentido tan vivo, y todo tenía que ver con Louisa, mi propio
Rayo de sol. Era mi alma gemela, cuya oscuridad rivalizaba con la mía. Nunca me
había mirado con desdén por las hazañas que había hecho y tenido que soportar para
sobrevivir, porque ella también había pasado por ellas.
Louisa no sólo vivió, sino que prosperó. Se acercó a Lara y a mi hermana.
Hablaba más. Sonreía más a pesar de los últimos acontecimientos. No habíamos
podido localizar a su gemela. Pero nada de eso importaba ahora. Esta era nuestra
primera cita, y me negaba a dejar que nada lo arruinara.
Esta vida era exactamente lo que habíamos imaginado. Los dos con nuestras
familias, sin volver a pasar frío ni ver gente cruel. Aunque sabíamos que siempre
habría más de ellos -humanos sin moral ni dignidad- e hicimos el voto de combatirlos
juntos.
Mi corazón retumbó con más fuerza cuando ella apoyó la cabeza en mi hombro,
su mano pequeña pero letal en la mía, memorizando este momento para que nos
durara el resto de nuestras vidas.
Siempre nos aferraríamos el uno al otro.
Nuestros pasados estaban empapados de sangre. Probablemente nuestro futuro
también lo estaría, pero mientras nos tuviéramos el uno al otro, conquistaríamos el
mundo.
Mañana reanudaríamos la búsqueda de su hermana, pero esta noche... Esta
noche era nuestra.

Lou se quitó los tacones con un suspiro cuando entramos en nuestro dormitorio
después de comprobar que nuestra protegida dormía profundamente.
—Gracias por la increíble primera cita, Kingston. —Me miró por encima del
hombro, con un familiar brillo travieso en los ojos que despertó mi polla. Era todo
lo que hacía falta con esta mujer. Una simple mirada y ya estaba listo para inclinarla
sobre la cama y follármela hasta dejarla inconsciente—. ¿Qué tal si terminamos con
una nota aún más alta con otra primera?
—A ver —dije, apoyándome en la pared y cruzando los tobillos.
Lou siempre encontraba maneras de sorprenderme, y mierda, si me decía que
saltáramos juntos a un volcán, probablemente lo haría.
Hubo un momento de silencio antes que ella irguiera la columna, con sus
mechones dorados cayendo sobre su espalda. Se acercó a mí, cerrando el espacio
que nos separaba.
Con su cuerpo pegado al mío, me rodeó el cuello con las manos y acercó tanto
sus labios a los míos que, cuando pronunció sus siguientes palabras, rozaron los
míos.
—¿Quieres tener otro primero?
—Contigo, siempre —respondí sin dudar mientras su aroma invadía mis fosas
nasales. Era mi vicio personal.
Mi mano se deslizó hasta la parte baja de su espalda y apreté su cuerpo contra
el mío. Un escalofrío recorrió su cuerpo, su respiración entrecortada. Levantó la
cabeza y sus labios me tentaron, pero esperé a que me dijera lo que tenía en mente.
—Podríamos probar el sexo exhibicionista.
—¿Quieres que deje que otra persona vea lo que es mío? —gruñí,
tambaleándome por la sorpresa—. Estoy dispuesto a todo contigo, Rayo de Sol, pero
después que llegues al orgasmo, mataré a cualquiera que te haya visto.
Soltó una risa ronca, separando los labios para mí.
—Las ventanas de nuestro dormitorio están tintadas. Los veremos, pero ellos
no nos verán.
—En ese caso...
Tomé su boca entre las mías, su cuerpo rozándome y provocando fricción. Un
gemido salió de su boca y me lo tragué con avidez mientras nuestras lenguas
bailaban en perfecta armonía. De un tirón, le bajé la cremallera del vestido y lo dejé
a sus pies.
Recorrí su cuello con la boca, lamiendo su pulso acelerado mientras mis dedos
tanteaban su sujetador y sus bragas hasta que también quedaron tirados en el suelo.
Mis dedos encontraron su coño, húmedo y listo para mí.
—Carajo, tenemos que llegar a la ventana —jadeó, agitando las caderas contra
mi mano.
Sus uñas se clavaron en mi nuca, su cuerpo ágil se estremeció y gimió. Ya
estaba a punto de alcanzar el clímax. Siempre era así con ella: eléctrico y
consumidor. Mi boca continuó su viaje hacia el sur, por encima de su clavícula, hasta
su pecho, antes de deslizar su pezón rosado y erecto en mi boca y chuparlo. Pasé al
otro pezón, lamiéndolo, tirando de él y mordiéndolo.
Sus suspiros llenaron el espacio que había entre nosotros, su cabeza se echó
hacia atrás mientras murmuraba palabras incoherentes en ruso e inglés. O tal vez yo
estaba tan ido que no podía comprenderlas.
—Cada centímetro de ti me pertenece —afirmé, burlándome de ella con la
boca.
—Así es, pero por el amor de Dios, Kingston, tienes que follarme ahora —dijo
ella, trabajando mi cremallera con fervor. Yo hice lo mismo con mi camisa y, en
poco tiempo, estaba tan desnudo como ella.
Mis dedos se introdujeron en sus húmedos pliegues y ella me besó con la misma
desesperación que yo sentía, nuestros pechos subiendo y bajando al ritmo de
nuestros frenéticos latidos. Saqué el dedo y se lo llevé a los labios.
Ella lo chupó y yo perdí el control.
La agarré del cabello por detrás y la guie hasta la ventana francesa que daba a
la vieja Lisboa. Aunque ya era tarde, la ciudad seguía llena de transeúntes que
corrían a casa o a la siguiente fiesta.
Lou estaba desnuda, con las palmas de las manos apoyadas en la ventana, los
pechos y el coño aplastados contra el cristal y en plena exhibición.
—Si alguien se detiene y te echa un vistazo —le murmuré al oído—, le seguiré
la pista y lo mataré. Me llevaré sus dientes como trofeo.
Ella gimió, apretando el culo contra mí y dándome su consentimiento. La
penetré de una sola vez. Gritó cuando empecé a moverme dentro de ella,
penetrándola con un ritmo enloquecedor.
Giró la cabeza, con los ojos entrecerrados y los labios hinchados. No pude
resistirme, mi boca volvió a tomar la suya, y sin dejar de penetrarla. Una y otra vez.
Se llevó la mano libre al pezón, tirando y pellizcando, volviéndome loco.
Yo mantenía un ojo en la concurrida calle. Lo decía en serio. Si alguien la veía,
lo mataría.
—Qué bueno —gimió, con la voz apagada y entrecortada.
Puede que ambos fuéramos unos malditos depravados, pero me importaba un
carajo mientras lo fuéramos juntos. Ella era mi pareja perfecta, en el cielo y en el
infierno, y ahora que nos habíamos vuelto a encontrar, no habría nada ni nadie que
me separara de ella.
—A mi Rayo de sol le gusta mostrar al mundo lo que su hombre le hace —
gruñí en su oído, bombeando con más fuerza—. Abre más los muslos, que vean tus
jugos y tu coñito goloso.
Sus músculos internos se cerraron en torno a mi polla, apretándome con todas
sus fuerzas. Pero ella obedeció, untando sus jugos contra nuestra ventana mientras
la follaba duro y profundo.
—Mierda, Kingston. Voy a... Blyad...
Echó la cabeza hacia atrás y yo la rodeé frotando su clítoris empapado,
causando estragos en su cuerpo y penetrándola sin piedad.
Le temblaban las piernas y la rodeé con el brazo por la cintura, manteniéndola
erguida mientras seguía follándola hasta el orgasmo. Gritó mi nombre, mi mano libre
en su clítoris, ordeñándola para que alcanzara otro clímax.
Su coñito apretado me tensó las pelotas, y me vacié dentro de ella justo cuando
otro orgasmo sacudía a mi mujer.
Nos estremecimos el uno contra el otro, con los cuerpos sudorosos y la
respiración agitada. Lou se recostó contra mí y mis piernas se tambalearon un poco.
—Nadie nos ha visto —suspiró. Giró la cara y me miró a los ojos—. Creo que
deberíamos salir más a menudo.
—¿Y hacer esto a menudo también?
Lou se dio la vuelta y enterró su cara en mi pecho, mis palmas cubriendo sus
nalgas.
—Sólo si te gusta —murmuró, sin atreverse a mirarme a los ojos.
Tomé su barbilla entre mis dedos y sus ojos volaron hacia arriba, sus mejillas
manchadas de carmesí tentándome para otra ronda de sexo exhibicionista encubierto
con ella.
—Contigo, me gusta todo. Si te apetece que follemos con sangre, mataré para
que así sea. Contigo estoy dispuesto a todo, porque te amo.
Su bonita nariz se arrugó.
—Nada tan extremo, y nada de compartir.
Solté un suspiro tembloroso.
—Nada de compartir, Rayo de sol. Eres toda mía.
Asintió, satisfecha.
—Y tú eres mío. —Su cuerpo desnudo se apretó contra el mío, sus besos suaves
y acariciadores—. Quiero que seas mi primer todo, Kingston.
—Tú primero, tú único. —Cuando te han quitado tanto, aprendes a ser
codicioso. Y este era yo, codicioso de toda ella—. Te amo, Rayo de sol.
Se puso de puntillas y sus labios encontraron los míos.
—Te amo para siempre, mi fantasma.
Puede que yo poseyera todas sus primeras veces, pero ella poseería todas mis
últimas, porque gracias a ella, ya no era un fantasma vagando por esta tierra.
Lou me devolvió a la vida.
Louisa

4 AÑOS DESPUÉS

Stella se negó a pestañear y se quedó mirando a Alexei durante todo el trayecto


desde el complejo Nikolaev de Nueva Orleans hasta el edificio donde su hermanastra
ejercía la medicina. Su manita regordeta me agarró los dedos, cortándome la
circulación.
Luna, por su parte, se negaba a apartar la vista de su padre, siempre se sentía
reconfortada cuando lo miraba. No podía culparla; yo también encontraba consuelo
y seguridad en sus ojos.
Mi teléfono sonó al mismo tiempo que el de Kingston, y compartimos una
mirada, sabiendo exactamente de quién se trataba. Agarró el teléfono y sus labios se
curvaron en una sonrisa.
—Lara te manda recuerdos. Dice que está a salvo y que está deseando que
volvamos. —Sonreí. La vida con Lara había sido un viaje impagable. Ella hizo
nuestra familia más rica y mejor.
—Es una lástima que su profesor no esté de acuerdo con unas semanas libres
—murmuré—. Hubiera sido tan bonito que viniera con nosotros.
—Debería haberle roto las manos —refunfuñó Kingston—. Eso habría puesto
su clase en pausa.
Me reí entre dientes. Aunque tentador en este caso, nunca hacíamos daño a
inocentes, pasara lo que pasara. Era nuestra línea dura, una regla que nunca
rompíamos.
La limusina blindada se detuvo y, con ella, mis pensamientos. Alexei se acercó
a la manilla de la puerta cuando Stella soltó un fuerte aullido, llorando a lágrima
viva.
Salí de mi trance y miré a Alexei, luchando contra las ganas de matarlo por
hacer llorar a mi hija.
Las noches en vela me estaban afectando poco a poco. Nuestra primera visita a
casa de los Nikolaev en Nueva Orleans no había salido exactamente como habíamos
planeado, ya que las gemelas habían tenido su primera fiebre. Una visita al médico
nunca estuvo en la agenda, pero queríamos asegurarnos que recibían los mejores
cuidados.
Además, era reconfortante hacer algo tan mundano. Tan sencillo.
Kingston y yo éramos como cualquier otro padre normal en el mundo normal.
Nuestras infancias estuvieron llenas de pesadillas y tormentos. Nuestras hijas
tendrían algo mejor, y hacíamos todo lo que estaba en nuestra mano para ofrecerles
la normalidad que nunca tuvimos de niños.
Sostuve a Stella en mi regazo, secándole las lágrimas, con sus gritos cada vez
más agudos y su carita enrojecida.
—¿Quieres que mamá le dé una paliza al tío Alexei? —El llanto de Stella se
apagó de inmediato y sus ojos, oscuros y hermosos, se acercaron a los míos. Cuando
sonrió, otro pedazo de mí se derritió—. Supongo que tendrá que morir si vas a seguir
sonriendo así.
Alexei dejó escapar un suspiro socarrón, pero lo ignoré. No podía apartar la
mirada de las mejillas regordetas de mi hija.
Su sonrisa se hizo más grande y mi pecho se derritió, sintiéndose más ligero.
Desde el nacimiento de nuestras mellizas, la luz brillaba con más fuerza. Eran lo
mejor de nuestras vidas. Pero también había noches llenas de terror por lo que podría
pasar si no conseguíamos protegerlas de todo el mal que vagaba por este mundo.
—Y papá va a ayudar a mamá a salirse con la suya —dijo Kingston, poniendo
su mano sobre la mía.
Me acarició la mejilla con los nudillos. Sus ojos de cálido chocolate y diamantes
negros me dieron ganas de acurrucarme junto a él con nuestros bebés y olvidarme
por completo del médico.
La voz áspera de Alexei surcó el aire.
—Muy bien, asesinos, llevemos a sus bebés con Isabella antes que empiecen
su juerga asesina.
Roto el momento, mi esposo se inclinó sobre mí, plantándome un duro beso en
los labios, y los llantos de Stella se reanudaron. Irónicamente, podía matar a un
hombre sin inmutarme, sus gritos y llantos me dejaban plana. Pero los llantos de mi
hija me dejaban agotada e impotente.
—Isabella las curará —aseguró Kingston. Confiaba en los Nikolaev, y eso me
bastaba. Eran parte de mi esposo, y como tal, parte de mí. Parte de nuestra familia.
Habíamos hecho un pacto cuando nacieron nuestras gemelas: mataríamos a
cualquiera que mirara mal a nuestros bebés. Y no bromeábamos. Juntos
corregiríamos todos los males que nos hicieron de niños. Como adultos.
—Tú y yo siempre —me recordó nuestra promesa.
Asentí, empapándome de su fuerza.
Acurruqué a una Stella llorosa contra mi cadera, envuelta en su manta favorita,
y Kingston hizo lo mismo con Luna.
—Al menos sabemos que sus pulmones son fuertes —dije con una sonrisa
temblorosa.
Kingston entrelazó sus dedos con los míos mientras nos deslizábamos fuera de
la limusina, con su corpulento metro ochenta protegiendo a nuestra familia. No
importaba que no hubiera ninguna amenaza. Llevaba dentro esa vena protectora, que
se disparaba cuando se trataba de nuestras hijas, y por eso lo amaba aún más.
El edificio de ladrillo esperaba con la puerta del ascensor ya abierta, y me
sorprendió encontrar allí a otra pareja esperando. Sasha y Branka Nikolaev.
La joven nos saludó sonriendo alegremente, llevando de la mano a un niño que
parecía la viva imagen de la familia Nikolaev. Los genes de los Nikolaev tenían que
ser muy fuertes, porque aún no había visto a ningún Nikolaev que no tuviera sus
rasgos, ni ese cabello rubio pálido ni esos ojos azules.
—Hola, Louisa. —Kingston y Sasha se saludaron con la cabeza en el típico
saludo masculino. La puerta del ascensor se cerró y comenzó a ascender.
—Hola, Branka —saludé, apenas oyendo mi propia voz por encima de los
fuertes llantos de Stella—. ¿Tu pequeño también está enfermo?
Abrió la boca para contestar, pero su hijo se le adelantó.
—No soy pequeño —prácticamente gritó. Supongo que el cabroncito quería
hacerse oír por encima de los gritos—. Tengo tres años.
Alexei le revolvió el cabello, pero no dijo nada mientras yo reprimía una
sonrisa.
—Sí que eres grande —coincidí. La verdad es que era el niño de tres años más
alto que había visto, pero la mayoría de los hombres Nikolaev eran altos y guerreros.
Miró a Stella en mis brazos y luego a Luna en los de Kingston.
—Son pequeñas.
Lo eran. Las gemelas nacieron prematuras, pero estaban sanas, y nuestro
pediatra dijo que crecerían. Pero esta fiebre me preocupaba.
Apreté más a Stella contra mi pecho, sintiendo el tintineo de su corazoncito
contra mí.
—Tú también eras pequeño cuando naciste —le dijo Sasha a su hijo—. Y mira
lo grande que estás ahora.
—¿Por qué grita tanto?
Las comisuras de los labios de Kingston se curvaron y besó la cabeza de Stella
antes de plantarme un beso en la frente.
—Serán intrépidas como su mamá.
De repente, el llanto de Stella se apagó y sonrió, en paz, mientras miraba a su
padre con ojos cariñosos.
La puerta del ascensor sonó, se abrió y todos salimos lentamente. Primero
Branka y yo, luego los hombres.
Isabella Nikolaev salió a nuestro encuentro con una bata blanca y una amplia y
cálida sonrisa.
—Bienvenidos. —Le guiñó un ojo al hijo de Branka y se giró hacia mí—. ¿Qué
tal si vemos primero a las dos princesas? La revisión anual del pequeño Damien
puede esperar un poco más.
—No soy pequeño —protestó, dando pisotones con su diminuto pie—. Pero
puedes ver primero a las bebés. —Damien tiró de mis pantalones y me arrodillé. Su
mano rozó la cálida mejilla de Stella en un gesto sorprendentemente suave—. Su
llanto me hace daño en los oídos.
Una suave carcajada sonó en la habitación.
—Gracias, Damien —dije en voz baja—. Me aseguraré de decirles a Stella y
Luna que están en deuda contigo.
Miré alrededor de la habitación. Alianzas. Lealtad. Confianza.
Y luego estaba mi esposo. El chico que amaba. El hombre del que me enamoré.
Finalmente tuvimos nuestro cuento de hadas. Puede que no fuera perfecto, pero era
nuestro, y no cambiaría ni una sola cosa de él.
Kingston se inclinó hacia delante, me rodeó con su brazo libre y nos guio hasta
el consultorio de Isabella. Aferrada a él, vi cómo la Doctora Nikolaev se ocupaba de
nuestra bebé, y supe que nuestro futuro podría ser peligroso y oscuro, pero juntos lo
venceríamos todo.
Mis ojos encontraron los de mi esposo. Él era mi gravedad. Todo mi mundo.
Mi jodido todo.
Habíamos encontrado el uno en el otro algo por lo que valía la pena luchar.
Algo por lo que valía la pena vivir. Y algo por lo que valía la pena morir.
Kingston

La lluvia arreciaba, golpeando contra las ventanas, la banqueta y el pantano de


Crescent City, donde el río Misisipi se curvaba alrededor de la ciudad de Nueva
Orleans, y el lema “laissez les bon temps rouler” -que rueden los buenos tiempos-
era un lema para toda la vida.
Había sido mi lema desde que me devolvieron a Lou. Ella y nuestras hijas eran
mías, y nunca dejaría que nadie me las arrebatara.
Mi corazón latía tan fuerte que temía que toda la ciudad lo oyera mientras
miraba a mis hijas en brazos. Dormían plácidamente, con las cabezas llenas de los
rizos más hermosos que nunca había visto. La mano izquierda de mi esposa estaba
extendida sobre la cama como si me buscara incluso dormida, la pulsera que le había
regalado hacía mucho tiempo seguía allí. Sus suaves ronquidos llenaban el silencio,
su halo rubio ocultaba su perfil pero me decía que estaba en paz.
Mi pecho se estremeció como siempre que miraba a mi familia. El mundo se
sentía tan jodidamente bien con ellas en él. Aún coleccionaba los dientes de mis
víctimas, un recordatorio que no debían joder conmigo ni con mis seres queridos.
Estaba tan jodidamente obsesionado con mi familia que quemaría el mundo
entero por ellas para que tuviéramos una luz en el infierno. Mientras estuviéramos
juntos.
—Kingston... —graznó su voz somnolienta. Encontré los ojos de mi esposa
clavados en mí, brillantes de emoción sin fin, clavándome otro gancho en el pecho—
. ¿Todo bien?
Todo era tan jodidamente perfecto que me aterrorizaba.
Como si pudiera leerme la mente, se movió y acercó su nariz a la mía.
—Ninguno de nosotros se va a ninguna parte, mi fantasma. —Bajé la mirada
hacia los ojos dorados y brillantes que tanto me gustaban. Mientras me mirara así, la
seguiría hasta el fin del mundo. Ella cambió mi vida, me dio un propósito al que
aferrarme y una razón para vivir—. Te lo prometo.
Y mi Rayo de sol siempre cumplía sus promesas.
Las gemelas emitieron suaves maullidos, sus labios se curvaron y sus ojos se
agitaron tras los párpados. Estaban a salvo. Eran felices. Y me aseguraría que
siguiera siendo así, aunque tuviera que luchar contra sus pesadillas.
Todo dentro de mí juró protegerlas de cualquier cosa fea.
Un trueno retumbó en el cielo. La lluvia caía con más fuerza y las gotas
golpeaban las ventanas.
Me incliné hacia delante y apoyé la frente en la suya.
—Te amo, rayo de sol.
Me abrazó y me sentí amado. Todo lo que necesitaba y deseaba aquí, entre mis
brazos.

EL FIN
Diseño y Epub
Hada Anjana

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