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Reign of A Billionaire - Eva Winners
Reign of A Billionaire - Eva Winners
¡Disfruta la Lectura!
Deja tu feminismo en la puerta para Kingston Ashford.
¡Disfruta!
Eva Winners
La línea de tiempo del libro de Kingston no coincide con la del libro de
Winston. De hecho, ocurre meses después y alcanza al último libro de la trilogía
Stolen Empire.
Kingston Ashford.
Un enigma.
El fantasma.
Liana Volkov.
Una princesa de hielo con planes asesinos.
Una asesina inestable con cara de ángel.
Algo grande está sucediendo en las entrañas del inframundo. Las realidades se
hacen añicos. Un juego mortal se juega, desgarrando el reino desde el interior de la
bestia. Pero eso es sólo la punta del iceberg.
La línea entre enemigos y aliados es difusa. Misterios se desvelan. Las historias
chocan. Los deseos consumen. Nada es lo que parece.
Nace un nuevo reinado.
Kingston
Nos movíamos por la noche sin luna como dos espíritus en las sombras.
Conocía de memoria cada rincón patrullado por los guardias en las afueras de
la propiedad. Nuestras botas hacían crujir la nieve fresca, y lamenté que no hubiera
otra tormenta que borrara nuestras huellas. Maldita Siberia.
—Madre tiene la seguridad reforzada. —El temblor en la voz de Louisa reflejó
el temblor de sus dedos fríos y delgados en la palma de mi mano—. Ivan está
haciendo un trato con el cártel de Tijuana, así que está muy paranoica.
Asentí, rodeé su cintura con los brazos y la sostuve antes que se colocara en la
luz que rodeaba el recinto.
—No te atraparán —prometí ingenuamente—. Tienes dieciocho años. Nadie
tiene derecho a retenerte.
—Y tú tienes veinticuatro, Kingston. Ella te tiene cautivo —señaló. No le dije
que, una vez cumplidos los dieciocho, ella era lo único que me retenía aquí. Habría
huido, dispuesto a morir en el intento, pero no sin ella. No dejándola atrás y
vulnerable a los hombres de Sofia e Ivan.
El aire de diciembre aullaba con amargura, arrastrándonos en su gélido abrazo.
Azotaba las suaves mejillas de Lou hasta dejarlas en carne viva, pero ella no se había
quejado ni una sola vez. Estaba tan decidida como yo.
Pero no estaba tan seguro de su gemela. Ella no estaba en ninguna parte, y
estábamos fuera de tiempo. Las alarmas que rodeaban la propiedad estarían apagadas
durante exactamente cincuenta segundos. Si no estábamos fuera de la propiedad para
entonces, perderíamos nuestra oportunidad.
Susurré:
—Agáchate —y Lou se agachó, haciéndose más pequeña, si es que eso era
posible. Nos escabullimos a la sombra de la caseta de seguridad justo cuando dos
hombres se giraron y se dirigieron hacia nosotros. Sabíamos que estaba vacía; todos
los guardias habían salido a patrullar el recinto.
—¿Dónde está Lia? —susurró, más para sí misma que para mí—. No es normal
que llegue tarde.
—Quizás cambió de idea. —Su respiración se calmó, la niebla alrededor de su
boca se evaporó.
—No. —No había un ápice de duda en su voz—. No, no, no.
Liana -o Lia, como la llamaba su gemela- era idéntica a Lou en apariencia, pero
las dos no podían ser más diferentes en personalidad. Louisa era una pacificadora;
su gemela era una luchadora. Lou quería la paz mundial; Lia quería sembrar el caos.
Una odiaba el frío; la otra prosperaba en él. De hecho, si tuviera que adivinar, diría
que se dedicaba a cubrir sus huellas, sin importarle lo mortíferas que podían llegar a
ser las condiciones.
—No, no lo haría —repitió de nuevo, con la voz apenas por encima de un
susurro. El tiempo se agotaba, y ambos lo sabíamos. Estábamos a punto de tener la
oportunidad de salir huyendo de aquí y no mirar atrás—. Kingston —exhaló,
mirándome con ojos avellana aterrorizados—. ¿Y si la han atrapado?
Su angustia siempre despertaba emociones en mi pecho. Necesitábamos irnos,
pero mantuve la impaciencia fuera de mi tono.
—Si la atrapan, volveremos por ella —prometí. La vacilación brilló en sus
ojos—. ¿Confías en mí? —Ella asintió sin demora, y mi pecho se calentó—.
Entonces créeme cuando te digo esto: desearán no habérsela llevado nunca si
tenemos que aparecer armados hasta los dientes para recuperarla.
El primer destello del alba se asomó, sonriendo a los cielos oscuros y arrojando
tonos azules, morados y rojos por el horizonte. Lou asintió una vez y salimos
corriendo.
Directo a la trampa.
Vi cómo sus mechones dorados rebotaban a cada paso que daba, cómo su piel
brillaba. Parecía frágil, tal vez incluso rota, me recordaba a Lou.
Se me cortó la respiración. Se me retorció el pecho. El parecido era asombroso.
Se parecía a ella. Caminaba como ella. Se movía como ella.
No te dejes engañar, Kingston. La advertencia sonó en mis oídos. Esta mujer
no tenía nada que envidiarle a Lou.
Y así como así, sentí como si la hubiera perdido de nuevo, y la furia familiar
burbujeó como la lava. Sofia me quitó la oportunidad de redimirme y me dejó en el
infierno. Ya no estaba bajo sus garras y las de Ivan, pero bien podría haberlo estado.
Lo que existía era un nivel diferente del infierno, donde no podía escapar de mi
fracaso para salvar a Lou.
Alexei había llegado demasiado tarde.
—Estoy aquí para salvarte. —Voz desconocida, palabras extrañas. Aquí no se
salvaba nadie. Abrí los ojos hinchados e inhalé un fuerte suspiro—. Soy Alexei.
Unos pálidos ojos azules me miraron fijamente a través de la oscuridad.
—Sálvala... —Apenas podía reconocer el sonido de mi propia voz cuando hice
un gesto a mi lado, sólo para encontrar el lugar vacío.
Sus ojos siguieron mi mirada, esperando a que me explicara. La frustración y
la desesperación se agolparon en mi pecho cuando se filtraron más palabras, esta
vez en un tono más apremiante.
—Alexei, tenemos que salir de aquí. —No giré la cabeza, con los ojos clavados
en el lugar donde había visto a Louisa por última vez. Su cuerpo ya no estaba allí.
—La bomba está a punto de detonar. —Una tercera voz.
Alexei movió mi cuerpo, provocando una explosión de dolor, y apreté los
dientes para evitar que un gemido se escapara de mis labios.
Nos sacó de allí a toda prisa, y cada uno de sus pasos me producía un dolor
intenso. Me pesaban demasiado los miembros y tenía el cuerpo demasiado
destrozado para luchar contra él, fuera quien fuese. Corrió por el castillo, pero yo
seguía con los ojos clavados en la escalera de la que acabábamos de salir. Mi mente
necesitaba volver a verla, aunque fuera como un fantasma.
Pero el destino no tuvo la amabilidad de concedérmelo.
Un instante después, el aire se llenó de una explosión estremecedora. Alexei
aceleró el paso, pero no pasó mucho tiempo antes que otra explosión sonara desde
el castillo.
Mi salvador tropezó y caímos con fuerza. Mi cabeza chocó con algo sólido y
fui arrastrado hasta la inconsciencia.
Alexei Nikolaev me salvó para expiar sus errores. Pero sólo salvó mi cuerpo.
Llegó demasiado tarde para salvar mi espíritu. Demasiado tarde para salvarla.
Los años transcurridos desde que Alexei me rescató habían sido un infierno.
No podía dormir. Apenas podía comer. Tenía que estar sedado para descansar o
arriesgarme a que mi cuerpo se apagara. Quería matar a cualquiera que se cruzara en
mi camino. Cualquiera que se pareciera a la mujer de ojos dorados que nunca dejaba
de causar pesadez en mi pecho.
La mujer que murió por mí.
Durante las semanas posteriores a mi salvación, estuve bajo la protección de
Alexei, pero estaba al límite todo el día y toda la noche, a un suspiro de lanzarme al
vacío. No podía olvidar los llantos de Lou, sus gritos, su dolor.
Liana se paseó en dirección al baño, captando mi atención. Sus pasos se
ralentizaron mientras observaba a los comensales. Casi como si percibiera mis ojos
puestos en ella. Mi mirada recorrió su rostro y su cuerpo.
Era mayor, con más curvas, pero no era mi Louisa. No importaba el asombroso
parecido.
Se llevó la mano a la oreja y tiró del diamante. Respiré entre dientes. El mundo
se inclinó sobre su eje y el tiempo se ralentizó. Por primera vez en mucho tiempo,
sentí un destello de algo en el pecho. Se me cerró la garganta.
Pero entonces la razón se filtró lentamente.
Utilizó la mano derecha para tirarse del pendiente. Lou había sido zurda.
Pero entonces se rodeó la muñeca izquierda con los dedos y sus ojos se clavaron
en el lugar donde yo me ocultaba entre las sombras. Se me cortó la respiración. El
dolor se intensificó.
Los ojos de esta mujer estaban mal, carecían de la suavidad y la pasión que me
calentaban por dentro. Los ojos de Lou eran el espejo de su corazón y de su alma.
Cada momento de dolor y tormento se reflejaba en lo más profundo de ellos. Los
ojos de Liana eran planos, la falta de fuego me recordaba lo que había perdido.
Era una maldita tortura.
Sacudí la cabeza.
Liana le debía la vida a Lou, lo menos que podía haber hecho era expiarla.
Enorgullecer a su hermana en lugar de unirse a las filas de su madre.
Recordé a la joven que una vez me había marcado las cicatrices y me había
besado las manos ensangrentadas después de combates especialmente brutales.
Echaba de menos a la mujer que solía mirarme como si fuera un dios.
Algunos días sólo quería olvidarlo todo.
En cambio, la rabia se volvió más oscura. Me desgarró el pecho e hizo
imposible diferenciar entre lo que era real y lo que estaba reviviendo. Llevándome a
aquella fatídica noche de hacía tantos años, sintiendo que la perdía de nuevo.
El suave bullicio del restaurante enmudeció, sacándome de mis pensamientos.
Exhalando lentamente, dejé que el oscuro recuerdo se apoderara de mí. Ese fue
el día en que ella se rompió. Ese fue el día en que mi mujer murió.
Ese día, Sofia Volkov firmó su sentencia de muerte, no por torturarme a mí,
sino por aplastar la esencia misma de su hija.
Liana
Centro de tortura.
La única vez que vi la luz del día fue cuando me trajeron aquí para entrenarme.
La nieve cubría el suelo hasta donde alcanzaba la vista, incluso los árboles a lo lejos
estaban cubiertos de blanco.
Todo en este lugar gritaba pesadilla. Oscuros y húmedos muros de castillo.
Fantasmas vagando por los pasillos de noche, algunos riendo, otros llorando. El
crepúsculo había llegado una vez más, y la nostalgia se abalanzó sobre mí. Anhelaba
sentir la brisa en la cara. Oler el aire que sabía que sería tan fresco como la nevada.
Incluso me pararía en la nieve si pudiera.
Habían pasado dos semanas.
Me traían a esta instalación olvidada de Dios todos los días. Algunos de los
chicos lo llamaban el centro de entrenamiento. O el anillo de la muerte. Ivan Petrov
dijo que era una sala diseñada para el combate cuerpo a cuerpo y el entrenamiento
con armas. Las miradas de los combatientes me decían que había algo más.
Tuve mi confirmación mientras esperaba mi turno en el ring.
Se me oprimió el pecho al ver cómo un guardia sacaba el cadáver de un chico.
Se echó el cuerpo destrozado al hombro como si estuviera sacando la basura. ¿Sería
yo el siguiente?
Me crují los nudillos.
—Odio este puto sitio —murmuré para mis adentros, y luego me estremecí ante
el lenguaje soez que parecía haber brotado en mí de la noche a la mañana. Mis
hermanos me cortarían la cabeza si me oyeran.
Algo se me agolpó en el pecho al recordar la última vez que los vi. Parecía que
había pasado toda una vida. Los echaba de menos, a ellos y a mi hermana pequeña.
¿Ella estaba bien? ¿O esos imbéciles también se la habían llevado?
—Recuerda, chico. —La voz sarcástica de Ivan Petrov vino de detrás de mí—
. Gana esta y te diré dónde está tu hermanita.
Eres un superviviente, mi pequeño Kingston. Naciste para reinar en todas las
vidas.
La voz de mi madre, en la que no había pensado en tanto tiempo, volvió a mí,
renovando mis fuerzas. No importaba que no estuviera en casa. Reinaría sobre esta
maldita arena y mataría a cualquiera que intentara acabar conmigo.
Incluido mi propio padre, que era la razón por la que estaba aquí.
Tenía una deuda que no pagó con estos criminales, así que habían ido por Rora.
En vez de eso, me agarraron a mí. Al menos esperaba que sólo me hubieran atrapado
a mí.
Sin reconocer al hombre, me dirigí al ring, decidido a darles un espectáculo que
nunca olvidarían.
Me coloqué en el centro y clavé mis ojos en un chico al menos cinco años mayor
que yo. A juzgar por su expresión, tenía algo que demostrar. No es que pudiera
culparlo. Los susurros decían que había nacido aquí y que nunca había conocido
nada ni a nadie más que a la gente de este centro.
Tenía la mejilla magullada y los ojos en blanco.
A los diez años, yo era más grande que la media de los niños, pero este tipo me
empequeñecía. Estaba débil. No preparado.
El puñetazo en la cara surgió de la nada. Oí el crujido y sentí un dolor punzante
en el cráneo mientras la sangre me salía a borbotones por la nariz.
Ignorando la sangre, crují la mandíbula, manteniendo la atención en mi
oponente. Luego retiré el puño y lo descargué contra las costillas del chico con todas
mis fuerzas. No me detuve ahí. Alternando los puños, golpeé sin parar. Toda la
frustración y la rabia contenidas de las dos últimas semanas se desbordaron.
Los ojos del chico se abrieron de y respiró entrecortadamente, pero yo ya estaba
demasiado lejos para pensar en su miedo. Era matar o morir.
Surgió la furia. Contra mi oponente. Contra este lugar de mierda. Contra las
alimañas que rodeaban esta arena para aspirantes a gladiadores.
Una neblina carmesí se deslizó por los bordes de mi visión, expulsando todo y
a todos, y dejándome a solas con un chico como yo. Ambos éramos víctimas.
Otro puñetazo y cayó de rodillas, parpadeando confundido antes de caer al
suelo. La nube de polvo lo rodeó. El aire se llenó de gorgoteos.
Me quedé inmóvil, con la mente por fin en silencio, mientras miraba el cadáver.
La niebla roja de rabia se disipó y me preparé para las consecuencias de mis actos.
Un hombre apareció de la nada con una bolsa negra mientras yo permanecía
inmóvil, incapaz de comprender lo que acababa de ocurrir.
—Pulmón perforado —murmuró un hombre mientras el chico se atragantaba
con su propia sangre, sus ojos mostraban vida por primera vez en las dos semanas
que lo conocía. Escupió sangre, pero algo sólido golpeó mi bota.
Me agaché, me limpié la sangre del zapato y vi un diente. Lo agarré junto con
un puñado de arena. Mientras se movía entre mis dedos como un reloj de arena, su
vida se desvaneció lentamente.
Aquel día me convertí en Ghost.
Kingston, 11 años
PRESENTE
Encendí las luces de mi habitación de hotel y me encontré cara a cara con unos
ojos árticos.
—¿Dónde has estado?
Se me revolvió el estómago al ver a mi madre sentada en la silla, con el cenicero
lleno a su lado, lo que indicaba cuánto tiempo llevaba aquí. El corazón se me detuvo
y luego se me aceleró de golpe, retumbando dolorosamente en el pecho. Sabía lo que
pasaría si jugaba mal mis cartas.
—Necesitaba un poco de aire fresco.
Mi voz era firme y mi expresión carente de cualquier emoción.
—Nunca has sido una buena mentirosa —dijo enfadada—. Tus ojos... son las
ventanas de tu alma.
Me callé. Las palabras ya las había oído antes. Busqué en mi memoria, las
piezas del rompecabezas se movían y se negaban a encajar. ¿Por qué había tantos
agujeros en mi memoria? Agujeros negros y profundos que me precipitaban en un
abismo donde nada ni nadie tenía sentido.
—¿Por qué estás aquí, madre? —pregunté, con voz dura a pesar del hormigueo
en la punta de los dedos—. No puede ser para hablar de mis ojos.
Me empezaron a sudar las palmas de las manos y supe que la adrenalina de
antes estaba desapareciendo. No podía derrumbarme, no ahora. No con ella aquí.
—Hazlo. —La voz de mi madre me hizo retroceder. Vi cómo sus ojos se
movían detrás de mí antes de sentirlo. El pinchazo de una aguja. Entré en modo de
lucha, apegándome a mi entrenamiento, pero mi visión se nubló.
Parpadeé rápidamente antes que todo se oscureciera.
—¿Qué dem...?
No me lo esperaba.
El corazón me latía desbocado. No debería sorprenderme que Nico Morrelli me
descubriera intentando penetrar en su red. Mientras me debatía entre hablar o no con
el hombre, apareció otro mensaje.
¿QUÉ QUIERES?
LO ESTÁN.
El alivio me inundó como una corriente de agua fría en un caluroso día de
verano, salvo que aquí no había sol. Pero esperaba que aquellas mujeres tuvieran el
suyo. Llegó otro mensaje.
¿QUIÉN ERES?
PODEMOS AYUDARTE.
Se me escapó una mueca incrédula. Qué mafioso más raro eres, Nico Morrelli.
Olvidándome por completo de él, me desplacé y empecé a leer un viejo artículo.
La familia Ashford sufre otra tragedia. Kingston Ashford, de 10 años, ha sido
secuestrado durante una visita al zoológico de Washington.
En los últimos años, las actividades rumoreadas del senador Ashford han
puesto a su familia en el punto de mira.
Tuve que hacer una pausa y poner los ojos en blanco ante “actividades
rumoreadas”. Más bien implicación descarada con delincuentes del hampa. Me
removí en el asiento y leí la última línea.
El más joven es el último en pagar el precio. Esperemos que su desenlace no
sea mortal como el de la esposa del senador.
Extraño.
¿Por qué alguien me enviaría un artículo sobre Kingston Ashford? Nunca había
oído el nombre. No tenía ningún puto sentido. Pero entonces se me ocurrió una idea.
¿Y si esto tenía algo que ver con mi madre? Había sido testigo de los muchos chicos
que habían sido sometidos a abusos y torturas en esta misma casa. Los chicos a los
que enfrentaban en esos combates de gladiadores.
Con sólo pulsar unas teclas, entré en los archivos de mi madre. Los revisé con
lupa, queriendo que la idea que mi madre estuviera implicada en el secuestro de un
niño fuera sólo eso. Una idea. Seguro que se regía por algún código moral.
La frustración me hizo dejar caer la cara entre las manos. Mi madre era
demasiado anticuada, su portátil estaba prácticamente vacío. Tal vez me estaba
equivocando. Ivan había estado en el lado progresista. Sí, estaba muerto, pero
¿quizás mi madre seguía usando su portátil?
—Tendría sentido —susurré para mis adentros. Él lo habría tenido todo ya
configurado en su dispositivo.
Desplacé mis esfuerzos y unos minutos después estaba dentro de la base de
datos de Ivan. Bingo. La carpeta era casi demasiado fácil de encontrar. La
información no tardó en llegar.
—Kingston Ashford —murmuré en voz baja. El nombre en mis labios sonaba
extraño.
Leí la información a medida que iba llegando. Nació en Washington, D.C., y
tenía cuatro hermanos. A su madre la mataron a tiros y a él lo secuestraron después.
Jesús, ¡qué mala suerte! Pero ahí fue donde el rastro se desvaneció. Kingston
Ashford fue dado por muerto hasta que reapareció hace unos años.
Había una sola foto en la carpeta electrónica de Ivan, y reconocí al instante los
ojos oscuros. Había un parecido inconfundible con el desconocido del restaurante,
en las líneas del niño que se había convertido en un hombre despiadado.
Y en el fondo de mi corazón, sabía por qué. Si no, ¿por qué Ivan tendría
información sobre él?
Ojalá el difunto esposo de mi madre hubiera guardado más información. Sentía
curiosidad, aunque sabiendo por lo que él y mi madre hacían pasar a la gente, no
debería querer saberlo.
Solté un suspiro tembloroso, el odio que irradiaba el hombre del restaurante
cobró sentido de repente. También explicaría totalmente aquella mirada perdida. A
menudo veía lo mismo en el espejo.
Sacudí la cabeza y me desvié a otro sitio que podría tener más información. La
de Nico Morrelli. Puede que yo no fuera capaz de traspasar sus muros cuando se
trataba de salvaguardar a las víctimas del tráfico de personas, pero no debería ser el
caso de alguien como Kingston Ashford.
Tecleé su nombre y me llegó más información.
Conexiones con la Bratva, la Cosa Nostra, las mafias irlandesa y griega, el
Sindicato, la Omertà... La lista seguía y seguía. Jesús, quizás los Ashford estaban
más metidos de lo que parecía.
Seguí leyendo, pasando de pantalla en pantalla, cuando se quedó en blanco.
¡Maldita sea!
Frustrada, apoyé las palmas de las manos en el teclado y el portátil emitió un
pitido de protesta. Realmente tenía que mejorar mi juego en el departamento de
tecnología si el contra-rastreo seguía apuntando a mis propias barreras.
Me aparté de la mesa y me levanté cuando el sonido de unos tacones resonó en
el pasillo. El inconfundible sonido de los Jimmy Choos de mi madre. Limpié la cama
de dibujos y los metí debajo del colchón. Ella odiaba ver mis dibujos, decía que eran
un recuerdo de mi gemela. También metí la pistola y el cuchillo debajo del colchón,
un hábito que mi hermana y yo habíamos adquirido viviendo bajo el mismo techo
que los monstruos.
Vi mi reflejo con los ojos hinchados y las mejillas manchadas de lágrimas en
el tocador y me precipité al baño, salpicándome la cara con agua fría justo cuando
un golpe vibró contra mi puerta.
Inspirando profundamente y exhalando despacio, caminé descalza por el frío
suelo y abrí la puerta.
—Hola, madre —la saludé con una voz que ocultaba toda mi confusión. Me
hice a un lado para dejarla entrar en mi único refugio en este edificio y la vi
pavonearse en mi habitación, sus ojos recorriendo cada centímetro de ella.
—Me alegro que estés despierta. —Me giré para mirarla, de pie y estudiando
su cabello rubio, del mismo tono que el mío. Excepto que el suyo estaba teñido y
había canas ocultas en su melena, lo que indicaba su edad, que su rostro se negaba a
mostrar. Se había hecho tanta cirugía plástica -aunque de calidad- que podía pasar
por dos décadas más joven de lo que era en realidad. Hasta que la mirabas a los ojos
y descubrías la amargura y la pérdida que ninguna cirugía podía borrar.
—Estoy despierta —confirmé—. Y tú también.
Ella asintió.
—Sé que acabamos de llegar, pero mañana tengo que ir a Moscú. —Mis ojos
se abrieron. No era habitual que mamá compartiera su itinerario o justificara sus
actividades. A menos que...—. Necesito que me acompañes.
—¿Por qué?
Mi madre entrecerró los ojos.
—¿Tienes algo mejor que hacer?
Sí.
—No.
—Entonces vienes.
—Acabamos de llegar —protesté—. ¿Por qué no puedes ir sola?
Fuera lo que fuera lo que estaba tramando, estaba segura que sus muchas
víctimas ya estaban temblando. Normalmente era así. Si estabas en el punto de mira
de Sofia Volkov, más te valía correr, carajo.
Suspiró.
—¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil? —Permanecí en silencio,
nuestras miradas chocaron. Algo no me cuadraba. Quizás era el hecho que estuviera
aquí, en mi ala del castillo, por primera vez desde la muerte de mi gemela. O tal vez
mi sexto sentido me advirtió que había algo más de lo que me estaba contando.
—Me gustaría quedarme —volví a repetir, con las cejas levantadas en señal de
desafío. No me encantaba esta mansión, pero me vendría bien pasar algún tiempo
lejos de ella. Me resultaba más fácil planificar mis misiones cuando estaba sola.
—No. —La sola palabra me hizo tambalear como si me hubiera abofeteado.
—¿Qué pasa, madre? —le pregunté, insistiendo—. ¿Qué es lo que no me estás
contando?
Su mandíbula se tensó y mi corazón latió con fuerza, esperando su reacción. La
última vez que la desafié, perdí una parte de mí.
—Prepárate a primera hora de la mañana —espetó—. A partir de ahora no te
perderé de vista. No permitiré que la historia se repita. —Se pasó la mano temblorosa
por el cabello, con angustia en su expresión plástica—. Siempre se repite —
murmuró.
Luego se dio la vuelta sin más preámbulos y me dejó mirándola fijamente, más
confusa que nunca. La historia siempre se repite. Las palabras resonaron en mi
cabeza. ¿Qué quería decir con eso? No podía estar hablando de mi gemela. ¿No?
Tenía que referirse a su primogénita, Winter Volkov, secuestrada por los irlandeses.
Me quedé inmóvil, mirándola, con la mente en blanco. Mi madre guardaba
tantos secretos que empezaba a preguntarme si ella también se asfixiaba bajo ellos.
No era feliz. No la recordaba siendo feliz. Ni siquiera cuando estaba con sus
amantes, hombres o mujeres. No tenía amigos. Y ciertamente no era feliz con el
donante de esperma, como ella llamaba a mi padre. Hasta el día de hoy, no sabía por
qué mi madre había elegido a Edward Murphy para dejarla embarazada. Tenía que
haber algo más detrás, aparte que mi madre quisiera tener hijos.
Era imposible que mi padre quisiera ampliar su familia. El jefe de la familia
mafiosa Murphy tenía hijos y otra hija. Nunca me había molestado en saber de ellos.
No quería saber lo que no podía tener.
Mi hermana había sido suficiente para mí. Mi padre nunca intentó salvarnos de
Sofia Volkov. Luego se llevaron a mi gemela. No se abalanzó para salvarla, y no
podía perdonárselo. Mierda, ni siquiera podía perdonarme a mí misma.
Los recuerdos se me retorcían en el pecho mientras salía de mi dormitorio. Mi
madre tenía un ala separada donde se ocupaba de sus asuntos personales y de
negocios. Rara vez me aventuraba allí, pero ahora tenía que obtener respuestas. No
podía dejarme a oscuras. Ya no. No esta vez.
A medida que me adentraba en el castillo, el sonido de un trueno retumbó en el
cielo, casi como si anunciara una fatalidad inminente. Este lado del castillo estaba
adornado de riquezas, todos los pasillos llenos de cuadros de desconocidos. No había
ni un solo retrato de nuestra familia.
Al doblar la esquina y acercarme a la puerta de la suite de mi madre, cerré los
ojos un momento. Mi respiración era uniforme a pesar de los latidos erráticos de mi
corazón.
Intuía que había cosas importantes en juego y no podía permitirme el lujo de
ignorarlas. Ya había hecho suficiente caso omiso para el resto de mi vida. Ya no más.
Los truenos crepitaron fuera, casi como si el cielo estuviera de acuerdo
conmigo. O tal vez me estuvieran advirtiendo que volviera corriendo a mi lado del
castillo.
Me sudaban las palmas de las manos y levanté la mano, pero me quedé inmóvil
al oír las voces del interior.
—Ha tenido que ser un trabajo desde dentro. —Reconocí la voz acentuada de
Perez Cortes retumbando por el altavoz del teléfono—. He matado a todos los
hombres que sabían de nuestro envío para asegurarme que ningún traidor quedara
respirando. Espero que tú hagas lo mismo.
—Haré que maten a los guardaespaldas —respondió mi madre. Así, sin más.
Perez, al igual que mi madre, no valoraban la vida humana.
—Pero no sólo a ellos. —La voz de Perez indicaba claramente que no había
lugar para la negociación—. Espero que tu hija forme parte de ese recuento de
cadáveres. Ghost la está husmeando, y no creo en las coincidencias.
¿De quién estaba hablando? ¿Quién es Ghost?
—Ella no sabe...
Perez interrumpió lo que Madre había estado a punto de decir.
—Es una subasta, el contrato de Marabella, o la muerte para tu hija. Elige,
Sofia.
Hubo una larga pausa mientras yo permanecía atónita, mirando fijamente la
puerta de caoba. ¿Había llegado realmente a esto? ¿Yo en la subasta? Perez, sus
arreglos de Marabella y su idea que las chicas cotizadas fueran subastadas debían -
serían- quemadas hasta las cenizas.
¿Y quién era ese Ghost del que hablaban?
Dejé escapar un suspiro sardónico. Perez Cortes me amenazaba y yo me
preocupaba por un tal Ghost.
—Es mi hija —volvió a decir Madre—. No la tocarás. —Tragué fuerte, al oír
la protección en su voz. Debería sentirme aliviada, pero se me erizó el vello del
cuerpo. Sólo significaba que madre tenía un plan diferente—. La protegí de mi
esposo. —Ivan Petrov era el peor esposo que una mujer podía tener. Era cruel y
malvado, y por suerte no era mi problema—. Y yo la protegeré de ti.
Él se rio.
—Deberías haberle puesto una correa a esa hace mucho tiempo.
—Que te jodan. —La furia en la voz de Madre era imposible de pasar por alto—
. Sólo yo decido su destino.
La amargura se espesó en mi lengua. Me estaba ahorrando la tortura a manos
de otros, pero no la suya. El castigo llegaría. Siempre llegaba.
—Es peligrosa, y lo sabes. —Hubo otra larga pausa antes que Perez volviera a
hablar—. Y con la muerte de Murphy, ya no está para protegerla. De ti o de mí.
Está muerto.
La afirmación rebotó como un disco rayado. No debería ser una sorpresa.
Cuando vivías entre el mal, tendía a alcanzarte.
¿Por qué no sentí pena? ¿Dolor? Sólo podía concentrarme en que algo andaba
mal. No era sólo esta jodida relación de negocios. No era la muerte de un padre que
apenas conocía. Era mucho más profundo que todo esto.
—Sí, ella es un peligro para ti, pero no para mí —siseó mamá—. Así que será
mejor que tengas cuidado.
—Entonces ponla a raya, Sofia. —Clic. La llamada terminó, el silencio
ensordecedor antes que algo golpeara contra la pared y la puerta se abriera. Me quedé
allí de pie, con nuestras miradas fijas y mi mano aún en el aire.
—¿Qué haces aquí?
—Quiero saber qué pasa —exigí.
Mi madre se hizo a un lado y abrió más la puerta.
—Entra.
Ligeramente sorprendida, pero ocultándolo tras una fachada de calma, pasé
junto a ella, aún descalza, y la puerta se cerró tras de mí en silencio. Entonces empezó
a pasear de un lado a otro hasta detenerse frente a la ventana.
Por primera vez en mucho tiempo, madre pareció alarmada, confirmando la
persistente sospecha que yo tenía. Pero su expresión me decía que no divulgaría
nada. Esperé en silencio, sin querer ser yo quien lo rompiera.
Tomó asiento en su tumbona y me miró con letargo.
—Tengo que decirte algo. —Mi corazón se detuvo en seco. Se filtró un
recuerdo diferente. Ignorando el dolor de mi corazón y los fantasmas que me
acosaban, intenté centrarme en el aquí y el ahora. Tenía que estar presente.
—¿Me estás escuchando? —La voz de mi madre me azotó. El nudo en mi
garganta se hizo más grande mientras los recuerdos de mi hermana pasaban por mi
mente, ahogándome. El cártel de Tijuana la torturó. ¿Tendría yo un final similar con
Perez? No estaba segura de cuándo había abandonado su asiento, pero de repente las
manos de mi madre ahuecaron mis mejillas y sus dedos helados se clavaron en mi
piel—. ¿Cuánto has oído?
Tragué fuerte.
—Lo suficiente.
—Perez no te atrapará. —Asentí, porque no había nada más que hacer. No tenía
miedo. Tal vez debería dejar que llegara a mí y destruir sus operaciones desde dentro.
En realidad no era una mala idea.
—¿Qué... pasó... con...? —tartamudeé. Debería sentir alguna emoción al saber
que padre había muerto. Me aterrorizaba estar volviéndome tan despiadada como mi
madre.
—¿Tu padre? —Madre puso en palabras lo que yo no era capaz de decir.
Asentí—. Está muerto.
—¿Qué pasó? —susurré, resignada.
—Juliette DiLustro. —El nombre no significaba nada, pero averiguaría todo lo
que hubiera sobre ella—. Hace tiempo que murió.
Se hizo el silencio y esperé a que dijera algo más; como no lo hizo, pregunté:
—¿Quién es Ghost?
Por primera vez, el rostro de mi madre perdió todo el color, y su voz cuando
habló era apenas audible.
—Nadie importante. —Entrecerré los ojos, y ella dejó escapar un pesado
suspiro—. Lava dinero para Luciano Vitale. —La miré sorprendida. No era lo que
esperaba—. De hecho, es su esposa.
Tenía que estar mintiendo. Esa explicación no tenía sentido. ¿Por qué no me lo
dijo de entrada? ¿Por qué el miedo en sus ojos al oír esa palabra? Ghost.
—¿Eso es cierto? —Había una pizca de desafío en mi voz. Era mi turno de
sorprenderla.
—Sí. —Su mirada se desvió hacia la noche oscura y supe que no lo era. Era
una mentira descarada. Había algo más en este Ghost que Luciano Vitale y su
esposa—. Será mejor que te detengas, Liana, o...
O tendría que pagar el precio. Sería el momento de otra tortura.
Mis manos se cerraron en puños y me di la vuelta para marcharme. Una vez en
la puerta, con la mano en el pomo, miré por encima del hombro. Mi madre seguía
en el mismo sitio, con la cara pálida.
—No voy a parar hasta que los que mataron a mi hermana estén muertos —dije
en voz baja, cerrando la puerta tras de mí. Iba a averiguar exactamente quién era
Ghost y cuál era su conexión con las operaciones de mi madre.
Porque mi sexto sentido me advertía que tenía algo que ver con mi gemela.
Kingston
Ghost.
Kingston Ashford era el hombre al que temían mi madre y Perez, uno de los
hombres más letales de los bajos fondos. Y dirigió su atención hacia mí. Esto
definitivamente le hizo ganar algunos puntos en mi libro. Aunque no creía haber
ganado ninguno en el suyo.
No podía decidir si este hombre me miraba con desdén o admiración.
El trayecto hasta su apartamento había sido corto. No podía volver al hotel con
salpicaduras de sangre por todas partes, y mi cómplice en la eliminación de los
guardias de Tijuana insistió en que me aseara.
Saqué mi teléfono y me comuniqué con mi contacto. Al menos una cosa había
ido bien hoy. Nico Morrelli tenía a todas las mujeres a salvo en los refugios.
Otro envío interceptado, pensé con orgullo.
El auto de Kingston se detuvo y no me molesté en esperar a que abriera la
puerta. Alcancé la manilla, empujándola hacia abajo, cuando un fuerte impacto me
hizo caer de culo.
Mis ojos se encendieron, la furia se apoderó de mí cuando unos ojos oscuros se
clavaron en los míos.
—Un caballero abre la puerta —comentó, retándome a discrepar.
Me quedé clavada en el asiento, atónita. No recordaba la última vez que un
hombre había intentado ser un caballero conmigo.
Dejé escapar un suspiro exagerado, aunque mi interior rugía de agradecimiento
femenino por sus modales.
—Por supuesto —dije, relajándome—. Guíame.
Pasó un momento pesado entre nosotros, mis ojos encontraron los suyos y se
ahogaron en su oscuridad. ¿Por qué me resultaba tan familiar?
Vacilante, me tendió la mano. La miré durante dos segundos antes de deslizar
lentamente los dedos en su cálida palma. Mi respiración se entrecortó al contacto y
mi pulso saltó como las alas de un colibrí, con los ojos clavados en el lugar donde
nuestra piel se tocaba.
Sin asco. Ni pánico.
Salí del auto, él se quitó la chaqueta y me la dio.
Cuando le lancé una mirada dudosa, todo lo que dijo fue:
—Ocultará la sangre.
Mi boca se curvó en una “O” silenciosa de comprensión. Me envolví en su
chaqueta y su almizclado aroma a vainilla me envolvió al instante, envolviéndome
en un abrazo cálido y protector.
Nos alejamos un paso para tomar distancia y entramos en el edificio, con el
portero ya preparado. Le di las gracias con la cabeza y seguí hacia el ascensor con
paso seguro, con la mente en alerta. Kingston Ashford se movía con la gracia de una
pantera y observaba la zona con la atención de un depredador.
Una vez dentro del ascensor, extendió la mano y pulsó un código en el teclado.
El ascensor subió rápidamente y, al instante, sonó la puerta de acero que daba
directamente al ático.
Kingston me indicó que saliera primero y, respirando hondo, entré en el amplio
espacio con vistas al horizonte de la ciudad. El interior era amplio y despojado, sin
un solo objeto que gritara hogar. Tenía un aire industrial, con las paredes acabadas
en varios tonos de gris.
Él me siguió y las puertas del ascensor se cerraron, dejándonos solos en el
espacio de aquel hombre misterioso.
Eché un vistazo por encima del hombro, con la intención de detectar cualquier
peligro evidente antes de continuar.
Nos vi reflejados en el espejo y se me cortó la respiración. Salpicaduras de
sangre manchaban mi cara y mis brazos, aunque mi vestido parecía intacto. Lo más
probable es que el negro lo ocultara todo.
Tenía la mejilla magullada y el labio hinchado. En resumen, estaba hecha un
desastre. Mientras tanto, él parecía que acababa de llegar de un evento de etiqueta,
lo cual, razoné, era exactamente correcto.
—Enséñame dónde puedo asearme y te dejaré en paz enseguida —dije echando
los hombros hacia atrás y apartando la mirada de nuestros reflejos.
Inclinó la cabeza, indicando una puerta al final del pasillo.
—Es una habitación de invitados. Hay ropa de repuesto. —Arrugué la nariz
ante la idea de llevar la ropa sucia de alguien—. Son nuevas.
No esperó mi respuesta. En lugar de eso, giró sobre sus talones y desapareció
detrás de otra puerta. Su dormitorio, supuse. Tantas emociones extrañas se agitaron
en mi interior al pensar en el aspecto y el olor de aquella habitación.
Suspiré y, con una última mirada al horizonte cada vez más oscuro de la ciudad,
me dirigí al dormitorio de invitados.
Una vez dentro, miré a mi alrededor. Era sencillo. Sólo el mobiliario más
sencillo: una cama de cuatro postes, una mesilla de noche y una cómoda. Cerré la
puerta y rebusqué en los cajones. Estaban vacíos, aparte de algunas prendas que aún
conservaban las etiquetas.
Me dirigí al baño, cerré la puerta y eché el pestillo tras de mí. Puede que el
hombre me estuviera ayudando hoy, pero mañana sabía que no dudaría en matarme.
Cuando intente matarte, lo conseguiré. Sus palabras resonaban en el fondo de mi
mente, promesas de lo que podía esperar de él en voz alta y clara.
Me apoyé en la puerta y cerré los ojos. Kingston me estaba subestimando, y
cuando finalmente intentara matarme, le ganaría la partida.
Abrí la ducha y esperé a que el agua se calentara mientras me quitaba el vestido
ensangrentado. Eché una mirada al espejo, contemplando mi reflejo.
Estaba cubierta de sangre y parecía... rota. Igual que él. Me eché hacia atrás.
No tenía ni idea de dónde había venido ese pensamiento, pero estaba ahí. Estaba tan
segura de ello como de mi propia rotura. Ya no era una niña ingenua con sueños y
esperanzas. Había nacido en este mundo de crimen; probablemente moriría en él.
No había salida.
Me metí bajo el chorro de agua y dejé que se llevara todos mis pecados, el sudor
y la suciedad del día. Vi cómo el agua teñida de rojo se precipitaba por el desagüe
junto con otra pequeña e inocente parte de mí. Pronto no quedaría nada de mi antiguo
yo.
Los sucesos del día pasaban por mi mente, pero no eran los asesinatos que había
cometido lo que la atormentaba. Era él. Los ojos encendidos, su control letal y su
fuerza inquebrantable mientras nos enfrentábamos juntos al enemigo.
Y también sentía una atracción animal hacia él. Algo dentro de mí respondía a
su esencia. Me confundía, me despistaba.
Un escalofrío me recorrió la espalda incluso bajo el chorro de agua hirviendo.
Intenté desesperadamente calmar mi corazón errático, pero cuanto más tiempo
permanecía inmóvil, más inestable se volvía mi respiración. Inhalaba y exhalaba a
un ritmo rápido y entrecortado. Entonces, de una sacudida, un recuerdo se precipitó
al primer plano de mi mente.
—Bésame, rayo de sol.
¿Qué era eso? Nunca había oído esas palabras. Caí hacia delante, apoyándome
en la baldosa blanca. Cerré los ojos, pero no fue suficiente para disipar el hechizo.
Me llegaron más palabras, imágenes borrosas que se agitaban detrás de mis
párpados.
—Bésame como si no hubiera un mañana para nosotros.
La voz era un poco áspera. El tacto en mi piel era mucho más suave. Arrastró
los labios por los míos y luego me besó profundamente, devorándome.
Fue entonces cuando me llegó el aroma: vainilla, almizcle y limpieza.
Como él. Como Kingston Ashford.
Kingston
Los gritos de mi madre ondulaban en el aire, pero yo apenas podía oírlos. Era
como si estuviera bajo el agua, ahogándome.
Abrí los ojos y vi la silueta borrosa de mi madre nadando por encima de mí, y
me di cuenta que me estaba ahogando. Intenté resistirme, agitando los brazos y
pateando las piernas, luchando contra su agarre.
Mis ojos se abrieron y la miré a través de las ondas del agua. Abrí la boca para
preguntar por qué, pero sólo salían burbujas. Gorgoteos. Me quemaban los
pulmones. Penetrando en mis músculos.
De algún modo, incluso a través de la niebla del dolor, mi cerebro me instaba a
luchar, pero mis brazos se debilitaban. Mis pulmones estaban fallando.
Y entonces me sacaron.
Gritos resonaron en el aire. No eran míos. Ni los de mi madre.
Un vídeo sonaba de fondo.
—Tú la mataste —siseó mi madre—. Tus acciones provocaron la muerte de tu
hermana. —El agua goteaba de mis pestañas. Parpadeé desesperadamente,
intentando comprender. ¿Qué estaba ocurriendo?—. También podrías haber sido tú
quien acabara con tu hermana.
—¿Por qué? —susurré a la mujer que me había dado a luz.
Me dolía respirar. Me dolía moverme.
—Por esto —gritó, señalando la pantalla que tenía detrás.
Me crujieron los dientes y encontré fuerzas para incorporarme. El ardor de mis
pulmones se encendió, pero lo ignoré. Tenía que ver de qué estaba hablando. Fue
entonces cuando mis ojos se centraron en la pantalla y la escena me produjo horror.
Cada fibra de mi ser se fragmentó en átomos que nunca volverían a ser los mismos.
—Eres demasiado débil. —La voz de mi madre me partía el corazón—.
Demasiado débil. No puedes sobrevivir así en este mundo. —Las lágrimas corrían
por mis mejillas, sin comprender—. La hija fuerte puede sobrevivir en este
submundo. La hija más fuerte se hará cargo cuando yo no esté.
Jadeé, la confusión se mezclaba con mi terror.
Otro grito rasgó el aire y ella apartó la mirada. Mi mirada la siguió y se fijó en
la fuente.
Una inhalación aguda. Un grito torturado. Un silencio ensordecedor.
Liana
PRESENTE
1
Estoy segura en ruso.
Giovanni parpadeó confundido.
—¿Cómo dices?
Parecía ofendido, y solté un suspiro de frustración.
—Pégame —repetí—. Te aseguro que no pueden entregarme a Perez con el
aspecto de acabar de salir de un spa.
—No te voy a pegar. —Resopló incrédulo—. Estás loca.
—No me vas a pegar —le expliqué—. Son sólo negocios.
Metió las manos en los bolsillos y se echó hacia atrás, observándome.
—Bueno, se acabó el trato, entonces. No voy a pegarle a una chica.
—No soy una chica. —Puse los ojos en blanco—. Tan típico, las mujeres tienen
que hacer todo el trabajo. —No se lo creía. Podía verlo en su ceja levantada, en la
forma en que me miraba con una expresión que decía que estaba tras de mí—. Está
bien —dije—. Lo haré yo misma. —Sacudí la cabeza—. ¿Qué crees que dirá Perez
si aparezco con aspecto de princesa mimada?
—Ya tienes el labio algo roto —razonó.
Puse los ojos en blanco, molesta. Estaba prácticamente curado. Tendría que
arreglármelo yo misma. Me dirigí a la puerta y agarré el picaporte, pero antes que
pudiera golpearme la cabeza contra él, sentí una presión en el hombro. Por instinto,
agarré la muñeca de Giovanni y se la retorcí, arrancándole un gruñido, pero para su
honra, ni siquiera intentó defenderse.
—No, no hagas eso. —Entrecerré los ojos, pero antes que pudiera decir nada
más, añadió—. Mi tío nunca dañaría su mercancía. —Lo fulminé con la mirada—.
Era su forma de ver a las mujeres, no la mía. De todos modos, nunca dejaría una
marca en una mujer, porque reduciría su valor de reventa.
Comprendí y sentí asco, y exhalé.
—Muy bien. Nada de marcas en mí, entonces.
—Por fin entras en razón —murmuró—. Una vez que te entregue a Perez,
¿cómo me aseguro que estés a salvo?
Ladeé la cabeza pensativa.
—Lo fácil sería que apareciera y elimináramos a sus guardias, y luego utilizarlo
como moneda de cambio para asegurarnos información sobre la ubicación de su
complejo.
—Eso sería demasiado fácil —comentó—. Pero podemos esperar. —Se pasó
la mano por el cabello y murmuró algo que sonó sospechosamente a “Demasiado
optimista”.
Agité un brazo en el aire.
—Sigo aquí.
Levantó la comisura de los labios.
—No me digas. Cuando te peines y te calmes, nos vemos en la cocina y
hablamos.
—Prepara el puto café —le dije a su espalda que se retiraba.
Me respondió mirándome por encima del hombro, pero su risita no se me
escapó.
Mientras me dirigía al baño para prepararme, miré mi reflejo y no pude evitar
admitir a regañadientes que me sentía bien por tener un amigo, aunque fuera
desconfiando.
Kingston
Con las muñecas y los tobillos atados de nuevo, me senté en la silla e intenté
razonar con mis nervios. Sacudí la cabeza para despejarla: mi plan tenía que
funcionar. No había lugar para el fracaso, y cualquier pánico sólo se interpondría en
el camino.
—¿Estás bien? —preguntó Giovanni con la comisura de los labios.
—Sí.
Al inspeccionar la habitación, observé las paredes amarillas, los suelos de
madera y los pilares colocados al azar, con grandes puertas que ofrecían una vista
del agua y del barco que se acercaba lentamente.
—Es un almacén —me explicó—. Es sólo una embarcación auxiliar para
recogerte y llevarte al barco más grande.
Tragué fuerte. No era exactamente lo ideal, pero era la única manera de llegar
a Perez.
—A lo mejor viene a recogerme personalmente y lo atrapamos —murmuré, con
la esperanza en el pecho como una perra viciosa. Después de todo, él se encargó
personalmente de una transacción con mi propia madre no hace mucho. Quizás ahora
quisiera hacer lo mismo.
El barco atracó, y dos hombres no tardaron en dirigirse hacia nosotros. Uno era
corpulento y el otro delgado con gafas de sol oscuras.
—Mierda, no es Perez —siseé.
—Debería matarlos y acabar con esto —murmuró.
—No —gruñí—. Necesito a Perez.
Sin apartar la mirada de mí, los dos hombres acortaron la distancia que nos
separaba.
—Agosti —saludó el hombre corpulento—. Felicidades por el ascenso. —
Giovanni no contestó, se limitó a asentir escuetamente—. ¿Esta es la zorra?
El gruñido de Giovanni vibró detrás de mí, y tuve que actuar con rapidez antes
que abandonara la treta.
—¿A quién llamas zorra, maricón? —contesté, forcejeando contra las cuerdas
y dando una imagen lo más convincente posible—. Desátame y te enseñaré lo
maricón que eres.
—Jesucristo —gimió Giovanni.
Los dos hombres se rieron, compartiendo miradas divertidas.
—Puta peleona —dijo un hombre mientras se subía las gafas por la nariz. Dio
un paso adelante, acercando la cara, y el olor a tabaco y aceite de motor invadió mi
espacio. Contuve la respiración, esperando. Un centímetro más y... ¡Bam! Le di un
cabezazo con todas mis fuerzas.
Se tambaleó hacia atrás, agarrándose la nariz mientras la sangre se colaba entre
sus dedos.
—¡Esta puta de mierda! —gritó, levantando la mano para abofetearme, pero
antes que su puño pudiera conectar con mi cara, Giovanni se puso delante de mí e
intervino.
—La mujer no tiene marcas. —Un escalofrío colectivo se extendió entre todos
nosotros. Había tanto silencio que podía oír cada tambor de mi corazón. Bum...
bum... bum.
Los hombres se miraron fijamente, el rostro de Giovanni no reflejaba ni un
parpadeo de emoción. Reinó un tenso silencio durante un momento antes que el otro
hombre lo rompiera.
—Tienes razón —gruñó—. Perez no estaría contento con mercancía dañada.
Apreté los dientes, luchando contra el impulso de romperles la cabeza a esos
dos imbéciles con las manos atadas a la espalda.
Sería demasiado fácil.
La vida era un concepto abstracto. Era lo que uno hacía de ella. La perfecta era
una ilusión que podía hacerse añicos en cuestión de una tarde en el zoológico. O una
traición que nunca viste venir.
Cada ser humano en la tierra tenía una agenda. Todos estábamos librando
nuestras propias guerras. Algunos perdían y otros ganaban. Yo ya había perdido
bastante: a mi familia, a mis amigos, a la única persona que me había ayudado a ver
la luz en mis momentos más oscuros y, más tarde, a su hermana.
Louisa me hizo prometer que mantendría a salvo a su gemela.
Así que, ya fuera una excusa o simplemente mi forma de recuperar algo que
había perdido, en ese mismo momento supe que lo había decidido.
Liana Volkov sería mía.
Miré fijamente a través de la plaza su expresión desafiante, y empecé a verlo.
No era el enemigo. No la fachada que ella pensaba que dominaba. Era el rostro de
una leona protegiendo a los inocentes. Era la chica destrozada por la pérdida de su
hermana. Igual que yo.
De pie en la plaza de Porto Alegre, en Brasil, observé cómo subastaban a las
mujeres, una a una, y mantuve la mirada fija en la única que me importaba. Ella aún
no se había fijado en mí, toda su atención en la chica que tenía a su lado.
Se me revolvió el estómago al ver a las mujeres aterrorizadas que se vendían
en esta espeluznante ciudad portuaria.
La plaza adoquinada apestaba a brutalidad, desesperación y muerte.
Miré a Kristoff Baldwin mientras pujaba por su hija, emanando de él una furia
ardiente. Una muesca más y prendería fuego a todo el lugar. Sólo el tic de su
mandíbula lo anunciaba al mundo, pero, por suerte, esos codiciosos hijos de puta
estaban demasiado ciegos para verlo.
Finalmente, ganó la puja, pagando un dineral por su hijastra. Como si hubiera
entendido la advertencia sin palabras, mantuvo la expresión inexpresiva mientras la
acercaban a él. La mano de Kristoff descansaba sobre su arma, listo para luchar si
era necesario.
—Aquí tienes a tu perra —espetó uno de los guardias armados.
Kristoff la atrapó mientras avanzaba a trompicones, sin apartar los ojos del
hombre.
Leí sus labios mientras tranquilizaba a la chica.
—No pasa nada. Hablaremos de ello en el avión.
Deslizó lentamente su mirada hacia mí y, con un escueto movimiento de
cabeza, desapareció de aquel jodido lugar. Mi atención no tardó en volver a centrarse
en la persona por la que estaba aquí.
Liana Volkov.
Apreté los dientes, observando el endeble material de su camisón blanco, que
dejaba ver demasiado pero no lo suficiente. Sus curvas eran jodidamente dignas de
un póster central. Su cabello era lo bastante largo como para enrollarlo dos veces
alrededor de mi puño.
Pero era su expresión feroz la que me quemaba la piel y me llegaba
directamente a la polla. Tuve que apartar la mirada, porque me dolía mirarla. Dirigí
una mirada desinteresada a la penúltima chica del escenario que abrazaba a Liana y
me sorprendí. Reina Romero estaba en la cola, la siguiente en el bloque de la
carnicería.
Mi mente trabajó a la velocidad del rayo. La chica parecía haber estado en el
infierno y vuelto. Carajo, Reina no formaba parte de mi plan, pero no podía dejarla.
El guardia tiró de Liana por el brazo, arrastrándola hacia el frente. Apreté la
mandíbula y rechiné los dientes, lo que me valió algunas miradas curiosas. Tuve que
contenerme para no lanzarme hacia delante y matar a todos aquellos hijos de puta.
Pero si lo hacía, también arriesgaría la vida de los demás.
Saqué el móvil y busqué a Dante Leone en mi lista de contactos. Él podría hacer
llegar la información a su hermano y averiguar la mejor manera de rescatar a Reina.
Carajo, sin señal. Debían de haber interferido los servidores.
Lo intenté con su hermano, con mis hermanos, con los cuatro, pero fue en vano.
Parece que Perez Cortes también era el dueño de las torres de telefonía móvil de por
aquí.
Maldita sea. Esto era lo último que necesitaba ahora mismo.
Un movimiento en el escenario captó mi atención y, aunque Liana se negaba a
dejar traslucir su miedo, pude notar su rostro pálido y su postura rígida.
Alguien lanzó un huevo, pero ella se apresuró a esquivarlo, de modo que cayó
sobre un guardia que estaba detrás de ella. La mujer tenía unos reflejos
impresionantes. Otra cosa que la distinguía.
Comenzó la puja. Cien mil. Dos mil. Tres mil. Era el momento de acabar con
todo. Levanté la mano, mostrando un dos y seis ceros.
—¡Dos millones para el hombre de atrás!
Los ojos de todos se giraron hacia mí, con la mitad de mi cara oculta tras unas
gafas de aviador. No es que mucha gente me reconociera. Ser un fantasma y
permanecer en la sombra tenía sus ventajas. Nadie te veía venir.
Los ojos de Liana se desviaron hacia mí antes de abrirse. Fue la única reacción
que dejó escapar antes de congelar su expresión. La rabia que ardía en sus ojos
dorados me decía que deseaba haberme metido una bala en la cabeza cuando tuvo la
oportunidad.
Mi mejilla se elevó.
Iba a disfrutar de sus ataques.
Una parte de mí se congeló al darse cuenta que estaba deseando pasar tiempo
con ella. Sí, una probada de su coño y me había cambiado el cerebro. ¡Maldita sea!
Me quedé de pie, esperando a que me la trajeran, y a cada paso que daba, su
expresión se volvía más glacial. Me miró con profunda malicia, como si hubiera
asesinado a toda su familia. No lo había hecho, pero podría hacerlo. Sofia Volkov se
lo merecía.
En cuanto estuvo cerca de mí, siseó:
—Qué mierda, bastardo enfermo. Devuélveme a Perez.
¿De qué estaba hablando? ¿No sabía que Perez era un millón de veces peor de
lo que yo podría ser?
—No. —Mi mandíbula se tensó bajo mi sonrisa practicada. Su cara se sonrojó
y unas manchas rojas recorrieron su cuello y su endeble camisón—. Ahora eres mía,
princesa de hielo.
Siempre cobraba mis deudas, normalmente en forma de dientes. Y siempre
cumplía mis promesas.
Liana
Mis cejas se fruncieron ante lo enfurecida que sonaba, lo que me llevó a una
conclusión. Liana realmente no me recordaba. ¿Qué más había olvidado? Y, lo que
es más importante, ¿qué secretos ocultaba?
Me proponía desentrañar cada uno de ellos, empezando por su absurdo deseo
que la llevara de vuelta a Perez ayer.
—Estoy esperando —volvió a hablar.
—Fui tu guardaespaldas una vez.
Oí su aguda inhalación.
—Estás mintiendo.
—Tu memoria no puede ser tan mala —dije mientras ella me escrutaba.
—Supongo que no eras tan importante como para recordarte. —Ouch. Agitó la
pistola y sentí la lengua como papel de lija. Había visto de primera mano la clase de
tiradora hábil que era, pero como dije, era una pieza oxidada. No había mucho que
le impidiera dispararse accidentalmente. Decidí mantenerla distraída.
—¿No crees que diez malditos años fueron significativos?
Hizo una mueca cuando mis palabras se asentaron a su alrededor. Tras unos
segundos de silencio, volvió a hablar.
—Los años lo son. Tú no.
Doble jodido ouch.
—O tal vez alguien te lavó el cerebro —señalé con calma. Más dudas bailaron
en sus ojos. Hacía todo lo posible por ocultarlo, pero yo llevaba años estudiando sus
expresiones y las de su hermana. Ser observador era una cuestión de vida o muerte
para algunos.
—Por favor, deja de hablar. El sonido me está dando sarpullido.
Jesucristo. La salvé, y sin embargo no me había dado más que disgustos. Apoyé
las manos en la mesa y me recosté en la silla.
—En vez de insultarme, deberías darme las gracias.
Si las miradas mataran, habría caído muerto en el acto.
—No necesitaba que me rescataras, tú... tú... svoloch. —Por suerte para mí, su
tartamudo “imbécil” me cayó como anillo al dedo. Me había llamado cosas peores,
en español y en ruso, aunque empezaba a parecer que tampoco lo recordaba.
—¿Qué te hubiera gustado que hiciera? ¿Dejar que te vendieran en la subasta a
Cortes?
Abrió la boca e inmediatamente la cerró, con los labios entreabiertos.
Puse los codos sobre el borde de la mesa y apoyé la barbilla en la palma de la
mano mientras miraba fijamente el cañón de la pistola.
—Me toca hacer una pregunta —dije con una calma que no sentía.
Ella se burló.
—No lo creo.
—Creía que sabías jugar a este juego. —La alcancé justo cuando se preparaba
para salir corriendo y la obligué a sentarse en la silla. Mi palma rodeó la pequeña
que sostenía el revólver, forzando su dedo contra el gatillo—. Apriétalo —me burlé
mientras hacía girar el cilindro y lo volvía a colocar en su sitio.
—Lo haré cuando esté preparada —replicó, lanzándome dagas—. Tengo más
preguntas.
Mi mano rodeó la suya. Clic.
Dejó escapar un suspiro y sus ojos se abrieron como platos, sorprendidos,
mientras iban y venían entre el arma y yo. Retiré la mano de la suya y su mirada me
hizo un agujero en el pecho. Era tan jodidamente extraño. Nunca nadie me había
impactado tanto.
—Mi pregunta —le recordé—. Y ni siquiera te apuntaré con la pistola.
Puso los ojos en blanco, aunque no se me escapó el ligero temblor de su labio
inferior.
—Ni siquiera la estoy apuntando a tu cabeza.
—No literalmente —coincidí, divertido.
Sus dedos se crisparon sobre el gatillo, los nervios prácticamente filtrándose
por sus poros. Esperé varios segundos antes de lanzarme a la yugular.
—¿Dónde estabas?
Parpadeó, su expresión llena de confusión, y después de un segundo de silencio
prolongado, finalmente preguntó en una respiración temblorosa,
—¿Qué quieres decir?
—Louisa iba a huir —dije—. La única razón por la que no lo hizo fue porque
tú nunca viniste.
Un silencio tenso llenó el aire.
—Te equivocas —susurró—. El cártel de Tijuana la atrapó. Perez... —Se le
quebró la voz y sacudió la cabeza, mirándome sin comprender—. No sé de qué estás
hablando.
—Teníamos un plan —grité.
Sentí cómo su armadura se resquebrajaba y se convertía en humo.
—¿Qué plan?
¿La culpa la había carcomido hasta el punto de afectar a su memoria? ¿Era esa
la razón por la que había olvidado voluntariamente el precio que pagó su gemela?
¿O estaba actuando?
—Ella no se iría sin ti. Ni siquiera por mí.
Sus delicadas cejas se alzaron confundidas.
—¿Por ti? —Cerré los ojos y me pellizqué el puente de la nariz. Su confusión
me irritaba—. ¿Qué quieres decir?
Revivir esto era una putada. Me sentía responsable por no haberla salvado. Por
no protegerla. Nuestro amor secreto se convirtió en una tragedia.
—Ella me amaba. Yo la amaba.
Anticipé el movimiento de Liana, pero no el salvajismo en sus ojos.
Prácticamente se arrojó sobre la mesa. Apretó el cañón del revólver contra mi frente,
me rodeó la garganta con la otra mano y me miró con aquellos ojos dorados, tan
jodidamente familiares.
—Si la amabas, ¿por qué no la protegiste? —siseó—. Debería matarte.
La misma culpa que me había estado carcomiendo durante años me miró
fijamente a través de sus ojos. Liana se había roto y había vuelto a recomponerse,
pero en el fondo, esas piezas rotas no estaban en mejor estado que las mías.
—Deberías —acepté, con la mano sobre la suya, sujetando la pistola—. Pero
también deberías preguntarte por qué tienes esas lagunas en la memoria.
—Vete a la mierda. —Su voz temblaba de furia—. Recuerdo todo lo que vale
la pena recordar.
—Excepto yo y grandes partes de la vida de tu hermana.
Liana
Mientras cenábamos, la tensión era tan densa que podría haber rebotado en la
pared.
Tomé un sorbo de mi agua con gas, necesitando toda mi cordura para lidiar con
esta mujer que se las arreglaba para sorprenderme a cada paso. No era la Liana que
recordaba.
—¿Qué tal la comida? —le pregunté.
—Odio el filete —gruñó, con la luz de las velas iluminándole la cara—. Odio
el puré de patatas y odio el maíz.
—Lástima, es mi comida favorita. —Me gustaban todos los platos buenos, pero
la libertad de poder asar mi propia comida me resultaba muy gratificante después de
pasar años siendo alimentado con bazofia por su madre y su padrastro.
Corté el filete, me metí un trozo en la boca y lo mastiqué lentamente mientras
la estudiaba. Normalmente prefería la soledad, pero, por alguna razón, quería tener
a esta mujer a mi lado. Así que forcé la cena.
Algo dentro de mí me impulsaba a entenderla y comprender la atracción que
ejercía sobre mí.
—Un caballero preguntaría cuáles son las preferencias de una dama —siseó.
—Menos mal que no soy un caballero.
—Lo olvidé. —Agitó el tenedor en el aire—. Eres un asqueroso. —No iba muy
desencaminada. Cuando mi inquietud se apoderó de mí hoy temprano, fui a su
habitación y la vi dormir. No me calmé hasta que oí el relajante sonido de su
respiración—. Me aseguraré de devolver el favor —dijo interrumpiendo mis
pensamientos.
Mis dedos se apretaron alrededor de mi cuchillo de carne. Debería advertirle
que no sería prudente acercarse a mí a hurtadillas. De hecho, en el pasado había
matado a gente que había hecho precisamente eso.
Aparté el plato y me incliné hacia delante.
—Si entras en mi habitación, lo consideraré una invitación —dije sin una pizca
de emoción.
Se sentó frente a mí, con el cuerpo rígido y los nudillos blancos. De vez en
cuando me fulminaba con la mirada, e imaginé que probablemente estaba
imaginando todas las formas en que podría rebanarme y cortarme en dados con sus
cubiertos. Tomé nota mentalmente que en adelante sólo le daría cuchillos de
mantequilla, aunque mi instinto me advirtió que probablemente encontraría la forma
de acabar conmigo también con ellos, lo que no sería un buen augurio para ella. No
había nadie en la isla, y la única forma de salir de ella era en avión o en barco.
Ninguno de los cuales ella tenía acceso.
—¿Invitación a qué? —preguntó, con tono dubitativo.
—A follarte hasta dejarte inconsciente.
Sus mejillas se sonrojaron con un delicado tono rosado y me miró a través de
sus espesas pestañas, haciendo que mi corazón se retorciera. Me recordaba tanto a
Louisa.
—Eres un puto pervertido —dijo, con la voz entrecortada. Debió de darse
cuenta porque apretó los dientes—. Si entro en tu habitación, estarás muerto antes
que tu polla tenga la oportunidad de ponerse dura.
Y eso fue todo.
Desde la muerte de Louisa, mi polla no había respondido a una sola mujer.
Lloré a mi rayo de sol, luego me volví célibe con toda la intención de morir así.
Hasta que ella se cruzó en mi camino. No sabía qué era -su parecido o su fuego-,
pero de repente mi polla decidió jugar. Y estaba mal a muchos niveles.
El resto de nuestra cena continuó en silencio a pesar de las muchas preguntas
que necesitaban respuesta.
2
Bastardos.
La frustración se apoderó de mí. ¿O quizás eran celos? Era difícil de descifrar.
Nunca se me había dado bien regular mis emociones. Lo único que sabía era que
antes tenía a mi hermana y ahora no tenía a nadie. Mi madre me mantenía demasiado
unida a ella como para darme la oportunidad de acercarme a nadie. Cada vez que lo
hacía, nos separaban. Giovanni era la excepción, pero aun así, no podía creer en él
con la misma convicción que en Kingston. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
—Te tomo la palabra. —Mierda, ¿era mi turno o el suyo de hacer preguntas?
Este hombre me ponía nerviosa hasta la médula, y estaba empezando a afectar a mi
capacidad para mantenerme alerta. A la mierda, iba a soltarlo—, ¿cuándo me dejarás
ir?
El silencio era ensordecedor mientras me miraba fijamente.
—Cuando tu madre esté muerta y ya no suponga una amenaza para ti.
Mi boca se entreabrió, su expresión de negro azabache no dejaba lugar a
discusión. Se me cayó el estómago como plomo. No quería ni imaginarme cuánto
tiempo pensaba que pasaría.
—¿Y si nos encuentra primero? —pregunté. Esperaba que no lo hiciera. No me
cabía duda que Kingston era capaz de defenderse, pero si traía a sus matones con
ella, nos resultaría difícil a los dos luchar contra todos ellos, especialmente contra
Drago. Ahora que estaba libre de ella, no quería volver a su burbuja venenosa.
—No lo hará.
—Pareces demasiado confiado.
Abrí la boca para decir algo más, pero se me adelantó.
—¿Cuál es tu sabor de helado favorito?
Me quedé congelada cuando la oscuridad se transformó en una pesadilla que
me perseguía en cada sueño. Los recuerdos de la tortura de mi madre me invadieron
mientras el miedo se colaba por los rincones de mi mente. Sus preguntas, muy
parecidas a ésta, me aterrorizaban hasta el tuétano. Eran preguntas capciosas, tenían
que serlo, y siempre me causaban dolor porque nunca respondía bien.
Mis dedos se curvaron en puños. Era como si sus palabras hubieran puesto mi
mundo patas arriba, y no tenía ni idea de por qué. ¿Llegaría algún día en que me
librara de estos cambios de humor?
—Me gustan todos.
Levantó la ceja.
—Eso no es una respuesta.
—Es la última. —Lo fulminé con la mirada.
Se recostó en su asiento.
—Tienes un sabor favorito —me dijo—. Pero por una razón desconocida, te
niegas a decirlo.
Me burlé con chulería.
—¿Y cómo lo sabes?
—Por tus ojos.
—¿Qué pasa con mis ojos? —contesté.
—Son las ventanas de tu alma. —Mis latidos tropezaron consigo mismos.
¿Dónde había oído eso antes?—. Me dicen cuándo mientes, cuándo estás triste o
asustada, cuándo estás excitada.
Mis mejillas se calentaron e inhalé lentamente.
—Me toca a mí —dije, con las palabras saliendo de mi boca con un temblor,
ansiosa por alejar el tema de mí misma.
—Entonces pregunta, princesa de hielo.
Apreté los dientes al oír el apodo. Respuestas primero. Mátalo después.
—¿Cuál fue el trato contigo y Louisa?
—No voy a responder a eso.
La frustración me escocía bajo la piel, pero no era como si pudiera reclamarle
cuando yo acababa de hacer lo mismo.
—¿Dónde estabas cuando se llevaron a mi hermana? —pregunté, con la voz
entrecortada.
Su fría mirada se deslizó hasta mi cuello, probablemente apretando manos
invisibles a su alrededor.
—Estaba allí mismo, muriendo junto a Louisa. —Se puso de pie bruscamente,
haciéndome estremecer—. ¿Dónde coño estabas? Hablamos de irnos durante diez
putos años. ¿Dónde estabas, Liana?
Se dio la vuelta y me dejó mirándolo fijamente. Se había convertido en un
patrón: uno de los dos siempre se iba.
Liana
Diez años.
Kingston Ashford fue nuestro guardaespaldas durante diez años, y a juzgar por
su tono, me culpó de su muerte. Y yo... no podía recordarlo. Excepto quizás en mis
sueños. Sacudí la cabeza de un lado a otro. No, no podía ser él. No si era el amante
de mi hermana.
Mi corazón sólo tronaba así cuando soñaba con el hombre sin rostro o estaba
con Kingston.
Estando aquí, efectivamente varada en esta isla, me enfrentaba al hecho que mi
madre estaba en el epicentro de los peores momentos de mi vida. Lo sabía desde
hacía años, pero la forma en que había convertido mi soledad en un arma hizo que
lo pasara por alto. Pero ya no huiría de ella.
La gran Sofia Catalano Volkov.
Levanté los dedos fríos, me froté las sienes y cerré los ojos por un momento
mientras en mi mente se agolpaban recuerdos que no podía descifrar.
Mi hermana. El vídeo de su tortura. Las palabras de Santiago Tijuana dándome
esperanza. El hombre con el que soñé y cuyo rostro nunca vi.
¿Podría ser la cara de Kingston? Coincidiría con el tiempo que pasó bajo el
control de mi madre, pero... ¿Cómo era posible que no lo recordara? ¿O los eventos
de los que habló? ¿Podría confiar en él? Jesucristo, ¿me sentía atraída por el hombre
de mi hermana?
No podía quedarme aquí. No podía volver a casa. Maldita sea mi madre.
Maldito el hombre que me había secuestrado. Lo único que sabía era que si existía
la más mínima posibilidad de salvar a mi hermana, que estuviera viva para que yo la
salvara, tenía que intentarlo.
La lluvia se filtraba por los ventanales y me impedía ver el océano.
Me encantaba el olor de este espacio; se había convertido en mi refugio seguro.
Cuero, leña y puros. Tras rebuscar entre los libros y ser incapaz de centrarme en uno
solo, tomé asiento en el alféizar y me quedé mirando el horizonte.
Mi respiración era tranquila, pero mis pensamientos eran ruidosos. No podía
olvidar las palabras de Kingston, las acusaciones. En algún rincón de mi mente
sonaban campanas de alarma, pero no podía entenderlas.
Quizás me estaba volviendo loca.
Apoyé la cabeza en el frío cristal y cerré los ojos. El cuerpo me temblaba
mientras volvía a las imágenes rotas que se reproducían en mi mente.
Me quedé mirando el bol de helado que tenía entre las manos y solté un suspiro
exasperado.
—¿Alguna vez lo harán bien?
—Probablemente no. —Levanté la vista y me encontré con que mi hermana ya
me estaba pasando el suyo—. ¿Prefieres el sexo vainilla?
—Oye. —Miré a mi alrededor para asegurarme que nadie nos oía—. Baja un
poco la voz.
—Por Dios. Era una broma.
Puse los ojos en blanco.
—Una mala. —Se encogió de hombros, estudiándome. Las dos llevábamos
coletas altas. Así era más fácil joder con los guardias que no podían distinguirnos—
. Esto es exactamente lo que decía: tienes que centrarte en lo que importa. Prepárate
para irte.
—¿Estás segura? —La preocupación estaba grabada en la cara de mi gemela,
y tuvo el efecto deseado de hacerme volver a la seriedad—. Si nos atrapan, habrá
un infierno que pagar.
—No nos atraparan. —¿Dije yo esas palabras o lo hizo mi hermana?—. No me
iré sin ti.
—Seré una tercera rueda.
—Nunca. —Mi frente se apoyó contra la suya, nuestros corazones latiendo
como uno solo—. Mamá no puede salvarse —susurré—. Ambas lo sabemos. Papá
mismo lo dijo.
—Él no es mucho mejor —dijo, con amargura en la voz—. Nos dejó con ella.
Se me estrujaron los pulmones y se me humedecieron las manos que sujetaban
el bol de helado.
—Sabes que ella amenazó su vida. La vida de sus hijos.
—Nosotras también somos sus hijas, y no tuvo ningún problema en
abandonarnos. —La angustia en su rostro me arañó el pecho—. ¿Por qué son más
importantes que nosotras?
Se me revolvió el estómago con náuseas. Por supuesto que tenía razón. Papá
tenía hijos y otra hija que vivían una vida de ser amados y queridos mientras
nosotras presenciábamos horrores y vivíamos con miedo de los hombres, el esposo
y los enemigos de mamá.
—Ellos no importan —le dije, tratando de calmarla—. Y cuando estemos lejos
de aquí, los olvidaremos a todos. Sólo seremos tú, yo y...
El sonido retumbante de un trueno al otro lado de la ventana me despertó de un
sobresalto, mi mente agarrándose a un clavo ardiendo. No, no, no. Estaba tan cerca.
¿Tú, yo y quién? ¿Era Kingston? No estaba segura, pero si estaban juntos antes que
ella... Y después de todo lo que me reveló sobre querer huir antes que ella muriera...
Dios, me estaba desentrañando, y sólo parecía el principio.
Todavía no estaba cerca de confiar en él. Después de todo, me había comprado
en una subasta como si fuera un trozo de carne. Me apartó de Perez, quitándome la
oportunidad de averiguar qué le había pasado a mi hermana.
Me rodeé la cintura con las manos, estudiando mi entorno, pero la biblioteca
estaba vacía. Me desplomé contra la ventana, con el sueño aún fresco en la mente.
La agonía lamía cada fibra de mí mientras escarbaba en el recuerdo. Tenía
motivos para creer que era un recuerdo real: las imágenes de mi hermana eran tan
vívidas que me dolía el corazón.
Me quité el cabello sudoroso de la frente y suspiré. Era lo que más recordaba
desde su muerte. Hablábamos de huir. Como dijo Kingston.
Mirando por la ventana empañada, me di cuenta que los restos de la tormenta
por fin se estaban despejando. Observé cómo las nubes se alejaban lentamente
durante minutos, tal vez horas. No pude evitar sentir envidia; ellas iban y venían,
disfrutando de su viaje, mientras yo permanecía atrapada aquí. Confusa y
preocupada.
Me bajé del alféizar y salí de la habitación en silencio. El pasillo estaba vacío,
la casa en un silencio inquietante mientras bajaba las escaleras.
Me agarré a la barandilla para mantener el equilibrio, casi esperando que
Kingston saltara de entre las sombras como un fantasma y me empujara a la muerte.
O a mi habitación. Aún no sabía cuáles eran sus intenciones.
Una vez abajo, abrí la puerta. Los pájaros gorjearon, llamándome a la libertad.
Seguí la llamada y, en cuanto crucé el umbral, mis párpados se cerraron de felicidad.
Libertad.
Puede que fuera efímera, pero me sentí muy bien. Eché la cabeza hacia atrás y
disfruté de la sensación del sol en la piel y del aire salado en la lengua. Podía oír las
olas rompiendo en la distancia y una sacudida de felicidad me recorrió.
Empecé a andar, luego a correr, cada vez más deprisa y con más fuerza. El
sudor me caía por la espalda, los vaqueros que llevaba me daban demasiado calor.
Pero lo ignoré todo.
Me parecieron horas corriendo, aunque no habían pasado más de cinco o diez
minutos cuando me detuve bruscamente.
La arena blanca me recibió y pisé sobre ella, con el chirrido de mis zapatos. El
sol proyectaba un hermoso tono rosa chicle en el cielo y su reflejo rebotaba en la
suave superficie del agua. Era una imagen perfecta.
Las yemas de los dedos de mi mano izquierda se agitaron de esa forma tan vieja
y familiar, ansiosas por agarrar un lápiz y hacer un boceto, inmortalizando esta vista.
Me llevé la mano derecha a la muñeca izquierda, la rodeé con los dedos y la giré en
círculos, una costumbre que había adquirido con los años.
Me quité los zapatos, me desabroché los vaqueros y me los bajé por las piernas.
Me quedé en bragas y camiseta y bajé al agua. Me metí hasta los muslos y me deleité
con el agua salada que me acariciaba las piernas.
El agua fresca me refrescó y relajó, y la tensión se fue disipando poco a poco.
Un cosquilleo me recorrió la espalda y miré detrás de mí. Unos ojos oscuros se
clavaron en mí y me cortaron la respiración.
Kingston.
Su presencia se cernía sobre la playa como una nube oscura mientras me
estudiaba. Lentamente, salí del agua, sosteniendo su mirada hasta que mis pies
volvieron a tocar la arena.
—Estás arruinando mi día soleado.
No hubo respuesta, sólo esa mirada ardiente tocando mi piel.
La sangre me latía en los oídos, nuestro último encuentro aún estaba fresco en
nuestras mentes. Algo en su mirada me mantenía cautiva. Aún sentía sus manos
sobre mi cuerpo, su cuerpo duro apretado contra el mío. Una gota de sudor me
recorrió la espalda a pesar del agua fría y la ligera brisa que acariciaba mi piel.
Me di cuenta que no era mi mejor jugada que me pillaran con los pantalones
bajados -literalmente- cuando uno de los hombres más letales de los bajos fondos
dirigió su atención hacia mí.
—¿Qué tal un poco de intimidad? —pregunté, agarrando mis vaqueros
desechados.
—Es demasiado tarde para eso. Después de todo, he probado tu coño. La
intimidad es un punto discutible ahora.
Puse los ojos en blanco.
—No obstante, me gustaría un poco ahora. —Contuve la respiración, esperando
a que se moviera. O que al menos me reconociera. No hizo ninguna de las dos
cosas—. Bien, no mires. —Puse los ojos en blanco—. No debería sorprenderme que
no apartes la mirada como un caballero.
Le sostuve la mirada mientras me deshacía de las bragas mojadas y me ponía
los vaqueros secos. A su favor, no bajó la mirada. Cruzó sus musculosos brazos
sobre el pecho, sus tatuajes oscuros a la vista, y sus ojos se clavaron en los míos.
Desde aquella partida de ruleta rusa, aquel hombre me había cautivado, y
resultaba que estaba tan loco como yo.
—No lo soy.
—¿No eres qué? —dije, inclinando la cabeza hacia un lado.
Me estudió un segundo más antes de hablar, con voz grave.
—No soy un caballero.
—Podrías haberme engañado —comenté con ironía.
Inclinó la barbilla hacia el mar.
—¿No te va más la nieve?
Me encogí de hombros.
—¿No es el infierno más lo tuyo?
En su rostro se dibujó una sonrisa fantasmal y algo revoloteó en la boca de mi
estómago. No me gustaba. Lo que sentía era perturbador y no deseado. Sin embargo,
controlarlo era tan inútil como tragar oxígeno bajo el agua.
Kingston
No había intentado matarme a pesar del efecto que mis preguntas habían tenido
en ella. Sí, algunas de sus preguntas me enfurecieron, pero si era sincero, era más
bien por mi propio interés. Cada segundo de tortura de Louisa que tuve que
presenciar me desolló hasta el día de hoy.
Liana tenía razón, debería haberla salvado. Ninguno de nosotros debería estar
aquí sin ella. Y sin embargo...
Miré por la ventana y me encontré a Liana, una mera versión desvaída de mi
antigua amante, vagando por los jardines. Sería tan fácil olvidar que Louisa había
muerto y fingir que estaba aquí conmigo, pero sabía que eso no funcionaría con
Liana.
La mujer era exasperante, hermosa y astuta.
Sofia la había convertido en una asesina femme fatale, pero también había
perdido el control de su hija por el camino. Liana utilizaba sus habilidades para
protegerse a sí misma y a los inocentes que se cruzaban en el camino de su madre.
Seguí sus movimientos mientras se dirigía al mirador. No paraba de levantar
piedras con las sandalias, y la imagen me recordó lo que ella y su hermana solían
hacer cuando no tenían otra cosa con que entretenerse.
Cuando Sofia me asignó como su guardaespaldas, las gemelas desconfiaron de
mí. Después de todo, me habían visto asesinar a un hombre a sangre fría. Pero con
el paso de los meses, lenta pero inexorablemente, nos convertimos en amigos que
compartíamos un sueño común: escapar.
Como si sintiera el peso de mi mirada sobre ella, Liana levantó la cabeza y miró
la ventana de mi despacho. Arrugó las cejas y soltó un suspiro de frustración.
—Deja de mirarme —me dijo.
Volví a esconderme tras las persianas.
Llevaba años sufriendo, negándome a ser sincero con nadie. Y ahora, por
primera vez desde la muerte de Louisa, mi corazón latía con fuerza y mi alma estaba
un poco menos marcada.
Me levanté de mi asiento, dispuesto a ir a reunirme con ella afuera porque al
parecer era incapaz de mantenerme alejado de la mujer, cuando mi teléfono zumbó.
Llamé a mi hermano, el timbre al otro lado de la línea fue el más largo que
había oído nunca, pero no fue la voz de mi hermano la que contestó. Era la de mi
cuñada.
—Hola, Kingston.
—Billie. —No perdí tiempo en ir al grano—. Necesito a Winston.
—Ummm, está hablando con Danil ahora mismo.
Sorpresa, sorpresa. Winston había hecho un improbable amigo en Danil, no es
que lo entendiera. Personalmente, habría destripado al hombre y luego le habría
arrancado todos los dientes.
—¿Por teléfono? —pregunté.
—No, cara a cara. —Mi mandíbula se apretó. Winston ya me habría contado
toda la puta historia, pero en vez de eso, tenía que sonsacársela a Billie. Sabía que la
ponía nerviosa, así que intenté ser considerado, pero había momentos -como ahora-
en los que sería más fácil hacerla a un lado.
—¿Dónde y por qué? —Necesitaba saber si la pista sobre Sofia era fiable—.
En realidad, dile que es urgente y que también concierne a Danil.
—¿Eh?
—Billie, pon. A. Winston. En. El. Maldito. Teléfono.
Carajo, Winston se iba a cabrear cuando se enterara de esto. Para mérito de
Billie, se limitó a resoplar, y pude oír su débil voz a través del auricular mientras
hablaba con Winston.
—Kingston quiere hablar contigo. Y está de un humor de perra.
Dejé escapar un suspiro exasperado. Era hora de dejar de tratar a mi cuñada con
guantes delicados. Resultaba que le habían crecido un par de pelotas en algún
momento del último año.
—Kingston —me saludó Winston.
—Vigila la expresión de Danil —le ordené—. Y ponme en el altavoz.
No dudó.
—Estás en el altavoz, Kingston.
Fui directo al grano.
—Danil, ¿te vas a reunir o te has reunido ya con Sofia Volkov?
Su respuesta fue inmediata.
—A la mierda, no. Esa zorra está loca.
Tal y como sospechaba.
—¿Por qué oigo rumores que has quedado con ella en Montenegro?
Pasaron dos segundos antes que soltara una retahíla de maldiciones.
—Voy a matar a ese hijo de puta cuando le ponga las manos encima.
—¿Te importaría dar más detalles? —le pregunté.
—Mi padre está en Montenegro. —Estaba claro que no estaba contento—. No
te preocupes, ese encuentro no se producirá, porque voy a asesinarlos a los dos.
Consideré sus palabras durante un segundo, antes de decir:
—Esta podría ser nuestra oportunidad de tenderle una trampa a Sofia.
—¿Estás diciendo que dejemos que ocurra? —Winston intervino justo cuando
el teléfono de Danil sonó, señalando un mensaje enviado.
—Sí.
—No sé si puedo dejar que suceda. Mi padre se metió en el tráfico de personas
en el pasado, y estoy seguro que es la razón detrás de esta reunión. No puedo tener
eso conectado al nombre de la familia Popov.
¡Mierda!
—¿Cuánto tiempo lleva involucrado? —pregunté, debatiendo si sería prudente
volar a Montenegro e intentar acorralar a Sofia yo mismo.
—No estoy seguro. Sólo me he enterado lo de los últimos años —admitió
Danil—. Es la razón por la que hice que lo destituyeran. Lo hacía a espaldas de todos.
Justo cuando terminé la llamada, mi teléfono volvió a zumbar y eché un vistazo
a la pantalla.
3
Capos del Sindicato.
Kingston
En todos los años que había conocido a mis hermanastros, nunca los había
odiado. Sí, siempre había un matiz subyacente de resentimiento, pero en ese
momento, jodidamente los odiaba.
Una vez que estuvimos en la furgoneta con el chico de Alexei al volante, las
chicas rescatadas se apretaron. Cuando me giré, me encontré con Kingston y Alexei
mirándome.
—¿Qué? —siseé, manteniendo la voz baja.
—¿Por qué mentiste sobre tu nombre allí atrás? —preguntó Alexei, con una
voz tan fría que me dio escalofríos—. Podría haber sido una gran reunión familiar
feliz.
Miré a Kingston y le pregunté:
—¿Qué le dijiste de mí?
—Nada. —Era curioso, pero no exactamente sorprendente. Me pareció un
hombre reservado. Después de todo, por algo lo llamaban Ghost.
—¿Cómo sabías quién era mi padre? —le pregunté a Alexei.
—Los secretos no se guardan mucho tiempo en los bajos fondos. Como bien
sabes.
Alexei tenía razón. Ningún secreto estaba a salvo. Por eso mi gemela y yo
siempre habíamos querido salir. Sobrevivir no era la norma, era la excepción.
Sentada en el suelo de la parte trasera de la furgoneta, con las rodillas pegadas
al pecho, miraba por los cristales tintados. Echaba de menos tener una hermana. Pero
Ivy, por causas ajenas a su voluntad, nunca sería eso para mí.
El sol se alzaba sobre el horizonte, trayendo consigo otro día. Otra pesadilla.
Otra pelea.
—Tuve una hermana, una gemela, y murió. —Giré la cabeza y me encontré con
la mirada de Alexei—. Mi padre nos dejó con nuestra madre, sabiendo exactamente
lo que era. Volvió a casa con sus hijos protegidos, y nos dejó a merced de los lobos.
—Tragué fuerte, mirando por la ventana—. Así que no, no quiero conocerla. No
quiero saber nada de su infancia y de cómo podría haber sido la nuestra, si tan sólo
nuestro padre hubiera tenido las pelotas de hacer algo con respecto a mi madre.
Kingston no hizo ningún comentario, pero extendió la mano y yo seguí su
mirada hasta el arma que aún sostenía, recordándome que seguía siendo su
prisionera. Aunque no lo parecía, y para mi propio asombro, nunca se me ocurrió
dispararle a él o a Alexei durante nuestra pequeña misión.
Le entregué mi arma y el resto del viaje transcurrió en silencio.
Una vez que las niñas estuvieron a salvo en un refugio para mujeres en Grecia
-cortesía de Lykos Costello-, Alexei regresó a Portugal y Kingston y yo subimos a
un helicóptero que nos llevaría de vuelta a la isla de Kingston. Y yo estaba deseando
volver, lo cual era ridículo. Síndrome de Estocolmo en su máxima expresión.
—¿Seguro que no faltan piezas en este helicóptero? —pregunté
sarcásticamente mientras él se inclinaba y abrochaba el cinturón de seguridad sobre
mi pecho.
Kingston se quedó quieto, tan cerca que su camiseta rozó mi brazo desnudo.
Tan cerca que podía contar sus pestañas. Tan cerca que apenas había medio
centímetro entre nuestros labios. Al respirar hondo, su loción de afeitar se filtró en
mis pulmones y todo mi cuerpo zumbó de expectación.
Mi razón me pedía que me apartara. Mi corazón me instaba a acortar la
distancia. Y mi cuerpo... me imploraba que lo embriagara y sintiera todo lo que no
había sentido desde la última vez que me besó.
Él tomó la decisión por mí, rozando sus labios sobre los míos mientras decía:
—Una vez que tomemos ese camino, no habrá vuelta atrás. No te dejaré
marchar.
Cada roce me abrasaba la piel, me aceleraba el ritmo cardíaco mientras la
electricidad crepitaba a nuestro alrededor como bengalas.
—¿Y si no quiero volver? —Respiré, rozando mis labios con los suyos. Había
una bruma en mi mente. Una bocanada de aire que no podía inhalar—. Ya no quiero
estar sola.
El corazón me retumbaba en los oídos y una parte de mí odiaba sentirse tan
vulnerable. La otra parte de mí, más dominante, sólo quería dejarse ir, sabiendo que
él me atraparía.
Sus ojos eran oscuros, su mano se deslizó por mi cuello, enredándose en mi
cabello. Me rozó los labios con el pulgar. El fuego y la adrenalina me recorrieron la
sangre mientras me observaba.
Como si yo fuera todo lo que él quería. Como si yo fuera lo único que
necesitaba.
La presión de sus labios contra los míos hizo que mi sangre chisporroteara. Mis
labios se separaron, acogiendo el calor de su lengua, y cuando me mordió el labio
inferior y luego lo lamió, una explosión de fuego estalló en mi interior. Un gemido
subió por mi garganta y él se lo tragó, deslizando su lengua dentro de mi boca.
Mis manos fueron a sus hombros, no para apartarlo, sino para acercarlo. El
calor de su pecho contra el mío me hizo temblar y mis pezones se tensaron. El calor
de su cuerpo me dejó sin aliento. Mi cuerpo se fundió con el suyo, como si fuera una
parte de mí que había desaparecido para siempre. Profundizó el beso y mis dedos se
curvaron, clavando las uñas en sus hombros. Jadeé contra sus labios mientras su
boca recorría mi cuello, mordisqueándome y chupándome la garganta.
Entonces, sin previo aviso, se apartó, sus ojos fijos en mí, llenos de promesas.
—Vámonos a casa. —Su voz áspera me recorrió la espina dorsal, sus palabras
suaves y desesperadas como mi necesidad de sentirlo dentro de mí.
Casa. En algún momento, su prisión se había convertido en mi hogar.
Liana
No iba a durar mucho con Liana en un bikini diminuto. La imagen de ella así
estaba ahora grabada en mi cerebro, y no había cura para ello.
Agradecí a todos los putos santos que no hubiera otros humanos en esta isla, o
tendría que cegar a un montón de gente inocente. Y eso me convertiría en un
hipócrita.
Lento pero seguro, Liana se estaba metiendo en mi piel.
Me atrapó desprevenido. O tal vez lo vi venir a una milla de distancia, pero no
estaba dispuesto a admitirlo. Cada hora que pasaba a su lado me ponía caliente y
nervioso. Empezó con nuestra cita en mi ático, el sabor de su excitación, una droga
que me hacía necesitar más. Y entonces ocurrió aquel beso. El beso de la biblioteca
fue un inocente anticipo, pero el de ayer fue un juego ganado para ella.
Y ella ni siquiera lo sabía.
Me pasé la lengua por los dientes. Ahora que la había tocado, saboreado y visto
un atisbo de la mujer que era bajo su perfecto exterior de femme fatale, no podía
resistirme a ella. Quería encontrarla y follármela, ahora.
La verdadera Liana estaba atormentada por fantasmas, igual que yo. Era
vulnerable, pero luchadora. Suave pero también fuerte. Era imposible resistirse a
ella.
Pero la culpa era algo poderoso. Le hice una promesa a Louisa y, por Dios, no
quería romperla. La amaba, todavía la amo. Entonces, ¿cómo lo superaba?
Me serví un vaso de whisky. No me gustaba especialmente el alcohol, pero
desde que Liana había vuelto a mi vida, parecía que recurría a él más de lo que me
apetecía.
Mientras el amargo líquido marrón se deslizaba por mi garganta, un recuerdo
me asaltó.
—Soy una debilucha, Ghost —gritó Louisa, con la cabeza apoyada en la
mesa—. Creo que necesito más de esa crema anestésica.
Me reí entre dientes.
—Rayo de sol, es imposible que sientas la aguja en este momento. Todo está
en tu cabeza.
Estábamos los dos solos en la seguridad de su habitación mientras le pintaba
el tatuaje en la nuca, uno que coincidía con el diseño de mi antebrazo. Era el único
lugar en el que nadie se fijaría, ya que solía llevar el cabello suelto.
—Desearía que esos tatuajes fueran permanentes.
A diferencia de su hermana, Louisa no soportaba bien el dolor. Por eso le di
un analgésico fuerte y una crema para adormecerle la piel.
—Quizás los invente si salimos de aquí —musité mientras volvía a agarrar la
pistola y empezaba a trabajar en el sombreado.
—Cuando.
Mi Rayo de sol, siempre optimista.
—Cuando —imité, bromeando.
Tras unos segundos de silencio, volvió a hablar.
—¿Kingston?
—¿Sí, Rayo de Sol?
—Si huyes solo, podría mantener a mamá e Ivan alejados de ti.
Me detuve y giré su barbilla para poder ver el lado izquierdo de su cara.
—La libertad sin ti no tiene sentido. —Le tembló el labio y me incliné para
rozar sus labios—. Prefiero tener unos segundos más allá de estas paredes contigo
que tener que sufrir toda una vida sin ti.
—¿Me amarás para siempre? —cuestionó ella, con su inseguridad
envolviéndome la garganta—. Quizás cuando seamos libres, verás que no soy...
nada.
Dejé escapar un suspiro socarrón.
—Rayo de Sol, lo eres todo. —Sonreí al oír su exhalación—. Te amaré hasta
cuando el sol dejé de salir. Cuando los planetas dejen de girar. Y cuando la muerte
venga por ti, te tomaré de la mano y te seguiré.
Un suave resoplido llenó el espacio entre nosotros.
—Te amo, Kingston.
—Yo te amo más, Rayo de sol. —Continué con su tatuaje, perdido en mis
pensamientos. Haríamos las cosas bien en esta vida, seríamos libres para vivir
nuestra verdad juntos.
—No dejes que me lleven —susurró por encima del zumbido de la pistola de
tatuar. La agarré entre los dedos y se la quité de la piel. Ella miraba fijamente, con
los ojos entornados, a la pared de enfrente.
—No te llevarán —le prometí. El cártel de Tijuana era nuestra mayor amenaza.
No había forma de derrotarlos si Sofia e Ivan estaban dispuestos a venderla, pero
me aseguraría que saliéramos de allí—. Nos iremos antes que lleguen. Te mantendré
a salvo.
—A Liana también, ¿verdad?
—Sí, tu hermana también —acepté a regañadientes. Liana era un comodín. No
estaba precisamente ansiosa por dejar atrás los bajos fondos.
Rápidamente reprimí el recuerdo, pero ya era demasiado tarde. Todo se vino
abajo. El control que ejercía a toda costa. Los fantasmas que me perseguían.
Aquellos pocos besos robados. Nunca salimos juntos del recinto. Dejé atrás a Lou,
y ella no era algo que yo pensara que podría dejar atrás. Viva o muerta.
Mis dedos se apretaron alrededor del vaso de whisky, la amargura recorriendo
mis venas.
Liana también era inocente. Su historia -palabras dichas y no dichas- me
sacudió. Estaba muy confundido como la mierda. Amaba a Louisa y, sin embargo,
Liana había empezado a sentirse jodidamente tan bien. ¿Me había hechizado? ¿O
era tan jodidamente débil que había cedido a la primera tentación que se me había
presentado?
Golpeé el vaso de whisky contra la mesa, asqueado de mí mismo, y solté una
carcajada hueca.
Salí de mi dormitorio y caminé por los pasillos hasta su habitación. Tenía el
cuerpo tenso por el hambre reprimida. Estaba furioso, contra ella, contra mí mismo,
contra el maldito mundo. Me envenenaba hasta la médula de los huesos.
Ella y yo... No podíamos acabar bien. No acabaríamos bien.
Era una receta para la autodestrucción. Liana amaba a su hermana; yo amaba a
su hermana. Cada toque, cada beso era una traición a Lou. Se cernía sobre nosotros
como una niebla, nublando nuestro juicio. Y aun así no podía alejarme. Como una
polilla a la llama, fui.
El fantasma en mi hombro me advirtió que sólo me tranquilizaría
temporalmente, y una vez que esta lujuria se disipara, Liana y yo nos quedaríamos
con un amargo remordimiento. Pero maldita sea, esta lujuria enloquecedora sabía
tan jodidamente dulce, tentándonos con sus promesas.
Entré en su habitación dando un portazo contra la pared. Liana se dio la vuelta,
sin más ropa que un sujetador rojo de encaje y unas bragas a juego. Mierda, era
preciosa. Su piel cremosa. Sus caderas suaves. Sus pechos turgentes.
Mi corazón retumbó en mis oídos cuando esos ojos dorados se encontraron con
los míos.
Tan cálidos. Tan ligeros. Tan jodidamente correctos.
—¿Qué estás...?
—Te necesito. —Prácticamente gruñí las palabras, pateando la puerta
cerrándola con el pie—. Y creo que tú también me necesitas.
Ella soltó una suave burla, pero nada pudo ocultar la forma en que sus mejillas
se tiñeron de carmesí.
—No necesito a nadie. —Siempre tan valiente. Tan decidida—. Además, puedo
ocuparme de mis propias necesidades, si me entiendes.
Sus labios se curvaron en una sonrisa pecaminosa y seductora, y las imágenes
de ella tocándose se agolparon en mi mente. La polla se me puso dura en los
vaqueros. Había sido imposible olvidar las imágenes de ella en mi cama, frotándose
el clítoris mientras sus ojos llenos de lujuria me miraban masturbarme.
—Enséñame —le pedí.
Los dedos de Liana se cerraron en pequeños puños y sus hombros se tensaron.
Quizás había interpretado mal todas las señales y realmente me odiaba. Ya no lo
sabía. Prometí mi amor y fidelidad a Louisa, y aquí estaba yo rogándole a su hermana
que se tocara delante de mí. No estaba en mis cabales, eso estaba claro.
Miró a mi alrededor, casi como si esperara que alguien la salvara. No, eso no
podía estar bien. No necesitaba que la salvaran. Probablemente estaba buscando un
arma con la que matarme, pero al no encontrar nada, su mirada volvió a la mía.
—Jesús —murmuró, sus delgados hombros se relajaron un poco mientras se
dirigía a la silla. Pero no pudo ocultar el temblor traicionero de su cuerpo. Ella
también me deseaba—. Te estás obsesionando conmigo. —Se sentó en el sillón
como una reina, con una sonrisa secreta en los labios. ¿Pensaba en la noche que
compartimos hace tantos meses tanto como yo?—. Pero déjame advertirte que no
tengo intención de quedarme aquí, así que será mejor que no te acostumbres.
Su puta boca sería mi muerte.
—Quítate el sujetador —ordené, tirando de mi propia camiseta y deslizándola
por encima de mi cabeza. Sus ojos se posaron en mi pecho y la piel se le puso de
gallina.
—No me gusta tu tono mandón. —Se pasó la lengua por el labio inferior—. Di
por favor.
Sus pezones se tensaron bajo la fina tela del sujetador y sus dedos temblaron
cuando se llevó la mano al gancho de delante, pero no se movió para desabrocharlo.
En lugar de eso, esperó con una ceja levantada y un desafío en los ojos.
—Deja de fingir, Liana —dije, con una voz tan profunda y gruesa que apenas
la reconocí—. Puedo oler tu excitación. Y la mancha húmeda de tus bragas me dice
que estás empapada. Ahora quítate el sujetador para que pueda verte las tetas.
Su pecho se agitó antes que finalmente hiciera lo que le decía. Al tirarlo al
suelo, sus pechos se derramaron y toda la sangre corrió hacia mi ingle. Bajó los
dedos hasta los reposabrazos y los apretó.
—Enséñame cómo te tocas.
Puso los ojos en blanco, aunque el rubor que manchaba su piel de porcelana me
decía que estaba disfrutando de la atención.
—Ya has visto ese programa una vez, Kingston. Esto se va a poner aburrido
rápido.
Esta mujer enloquecedora. Me desabroché los pantalones de un tirón.
—Cuanto antes dejes de hablar, antes te aliviarás —espeté—. Quítate las bragas
para que pueda verte el coño.
—No vayas a enamorar a nadie con esa boca —suspiró, con los ojos clavados
en mis tatuajes y las cicatrices que ocultaban. ¿Podría verlas? Su mirada bajó
perezosamente por mi cuerpo hasta mi polla, y vi con satisfacción cómo se
ruborizaba.
Me gustó que no apartara la mirada, sino que me observara tocarme la polla y
tirar de ella. Una vez. Dos veces. Jadeó, con los pechos pesados e hinchados y los
pezones apretados por el aire frío.
—Tócate, princesa —dije, y la súplica en mi voz me habría avergonzado si no
fuera por lo excitado que estaba.
Sus ojos se posaron en los míos antes de bajar de nuevo. Con un movimiento
decadente y pecaminoso, enganchó la rodilla derecha en el reposabrazos e introdujo
la mano entre los muslos. El primer roce de sus dedos la hizo estremecerse.
Carajo, era tan jodidamente hermosa. Abierta en señal de ofrenda, pude ver su
excitación, su humedad deslizándose por el interior de su muslo. El aroma era
jodidamente embriagador.
Por primera vez en mucho tiempo, quería tocarla, acariciarla y devorarla.
Quería sentir su carne contra la mía. Sin embargo, se sentía como una traición a la
memoria de Lou. Era a ella a quien amaba. Esta mujer frente a mí era sólo un
desteñido y falso reemplazo.
Así que tendría que mantener mi distancia. No había nada romántico en ello.
Sólo era un desahogo.
Sus dedos se introdujeron entre sus muslos, separando sus pliegues, y vi cómo
su pulgar rodeaba su bulbo hinchado, frotándolo con sus finos y gráciles dedos. Su
respiración se entrecortó y todo su cuerpo se tensó; el sonido de su excitación
húmeda, el aroma almizclado de su deseo y su respiración eran lo único en lo que
podía concentrarme.
Liana deslizó un dedo en su interior, su espalda se arqueó y sus labios se
entreabrieron con un gemido insonoro. Estaba rosada y húmeda, apretada y
tentadora. Su mirada se detuvo en mi polla, sus movimientos sincronizados con los
míos. Vi cómo sus caderas empezaban a moverse al ritmo de su dedo, persiguiendo
su liberación.
—¿Qué pensaste la última vez que te tocaste en mi cama? —pregunté, con voz
áspera para mis oídos.
—En el hombre de mis sueños —exhaló un gemido que se escapó de sus labios
rosados y el pulgar le rodeó el clítoris con frenética necesidad.
Me abalancé sobre ella, rodeé su cintura con los brazos y tiré de ella hacia
arriba. Debería haber sido más inteligente. Debería haber tenido más control, pero
mi polla se apoderó de mi cerebro y ya no importaba que Liana no fuera mi Lou.
Estaba actuando por impulso, como una bestia hambrienta a punto de abalanzarse.
Sus manos se clavaron en mi pecho, sus dedos húmedos se extendieron sobre
mis abdominales, y por un momento, nos quedamos quietos. Sus labios estaban a
centímetros de los míos. Sus ojos brillaban como el oro.
¡Carajo, esos ojos! Amaba y detestaba ese color. Amaba y detestaba esa cara.
La arrojé sobre la cama y ella rebotó con un grito ahogado. Apreté la mandíbula
mientras luchaba contra los impulsos de mi cuerpo que me desgarraban por dentro.
—¿Nos estamos mirando o me estás follando? —Su cuerpo tembló,
traicionando sus valientes palabras.
—De rodillas —le grité, furioso que pensara en otra persona mientras se corría
delante de mí. Furioso conmigo mismo por desearla. Confundido por todos esos
sentimientos contradictorios que no tenían ningún maldito sentido.
Se levantó y me estremecí ante la vista. Jesucristo. No era un santo, pero la
visión de su cuerpo desnudo, necesitado y hermoso, haría caer a cualquiera.
Con un gruñido, me retorcí, apretando mi erección desde la punta hasta la base,
y llevé mi polla contra sus pliegues húmedos. Su espalda se arqueó y yo rodeé sus
caderas con un brazo, manteniéndola quieta, y de un solo empujón la penetré hasta
el fondo.
—Mierda —siseé, y ella soltó un gemido estrangulado, adaptándose a mi
tamaño. Su apretado coño se estiró alrededor de mi gruesa erección, dando
espasmos, y temí no durar mucho. Estaba tan apretada como un puño y su núcleo
palpitaba alrededor de mi longitud.
La melena dorada de Liana le tapaba la cara. Agarré su cadera con una mano,
subí la otra y la enredé en su cabello, tirando suavemente. Se giró y me dejó ver su
hermoso perfil.
Su cuerpo tembló mientras se arqueaba contra mi entrepierna con un suave
gemido.
—Fóllame, Kingston. Termina lo que has empezado. —Mis labios se curvaron
con satisfacción mientras la sacaba, dejando sólo la punta dentro de su entrada, antes
de volver a entrar de golpe en su apretado coño—. Oh... Mierda...
Los sonidos que hizo fueron mi perdición. Perdí el control. La follé con fuerza,
bombeando dentro de ella rápido y profundamente. Sus dedos arañaban las sábanas,
agradeciendo cada embestida y sacándome todo lo que me quedaba. Sus caderas se
balanceaban hacia atrás y llenaban el aire con nuestros gruñidos y gemidos mientras
su excitación goteaba entre nuestros cuerpos.
—Me vas a destrozar. —Mi pecho retumbaba con un gruñido, y cada una de
mis embestidas nos acercaba más al límite—. Pero te vienes conmigo.
La penetré como un loco. Sus nudillos se pusieron blancos al agarrar las
sábanas. Apretó la cara contra el edredón, ahogando sus gemidos de placer. La forma
en que ordeñaba mi polla y gimoteaba mi nombre me acercaba cada vez más a la
liberación.
Un gemido vibró en mi pecho cuando la penetré con fuerza y me quedé clavado
en ella, con la punta de la polla rozando sus paredes internas. Liana se estremeció y
un chorro de humedad goteó sobre el colchón. Gimió mientras se liberaba,
apretándose contra mi polla. Eso fue todo lo que necesitó para hacerme volar. Mis
pelotas se tensaron y me corrí con un rugido, mi semilla brotando dentro de ella.
Los dos nos estremecimos y Liana se desplomó sobre la cama. Mi cuerpo sobre
el suyo, mi boca en su nuca. Permanecimos así durante lo que me pareció una
eternidad, perdidos en la niebla, hasta que el placer disminuyó y...
Lo vi.
Mis cejas se fruncieron. Parpadeé, pensando que mis ojos debían de estar
engañándome. Tal vez me había vuelto loco. Intenté respirar, luchando contra la
necesidad de creérmelo y estando demasiado jodidamente asustado para confiar en
que era real.
—¿Kingston? —Su voz sonaba lejana. Salí de ella, con mi semen goteando por
sus muslos. Liana se incorporó, pero la agarré del cabello—. ¡Ay! Suéltame el
cabello —gritó.
Maldita sea. Todo este tiempo... ¿Cómo podía...? ¡MIERDA!
—¿Por qué no me lo dijiste? —Conseguí decir.
Se giró y sus ojos se encontraron con los míos. Intentó apartarme, pero mi
agarre de su cabello era demasiado fuerte. Hizo una mueca de dolor y un temblor
visible recorrió su columna vertebral.
—No sé si esto es una mierda rara para después del sexo, pero no me gusta —
gruñó—. Suéltame el cabello, psicópata.
Mis dedos se enroscaron alrededor de sus sedosos mechones y los levanté por
última vez. Mi corazón se detuvo por completo, la sangre bombeando por mis venas.
El tiempo se ralentizó. Mis ojos se posaron en la marca que había tatuado con
mis propias manos hacía tantos años.
Me flaquearon las piernas y retrocedí de la cama, cayendo de rodillas.
Durante todo este maldito tiempo, Louisa había estado conmigo.
Liana
Dante: ¿Por fin estás lidiando con tu mierda? Estoy orgulloso de ti.
Dante Leone podía ser un imbécil. Divertido para cazar y matar imbéciles, pero
completamente molesto.
Por la mañana, ya había convencido a la psiquiatra para que volara hasta aquí;
bueno, le hice una oferta que no podía rechazar y que implicaba muchos ceros, pero
eso no venía al caso.
Con cuidado de no despertar a Louisa, salí de la cama, me duché, me vestí y
me dirigí al helipuerto. El sol acababa de salir por el horizonte, y no importaba
cuántas veces viniera a mi propiedad en el Mediterráneo, la vista nunca dejaba de
impresionarme.
Hoy significaba más que nunca. Esto era con lo que soñábamos los dos. Vivir
en la playa, donde el frío nunca nos encontraría. Lejos del mundo. A salvo del
mundo.
El rico sabor del aire ligeramente salado se arremolinaba a mi alrededor. Me
encantaba esta isla. Se había convertido en el único lugar que consideraba mi hogar,
ahora más que nunca.
Oí el helicóptero antes de verlo. Vi a Alexei, el único hombre en quien confiaba
las coordenadas, aterrizar el aparato en el helipuerto. En cuanto aterrizó, apareció la
Doctora Violet Freud.
—Señor Ashford —me saludó—. La próxima vez que haga esta mierda, no
espere que venga corriendo. No me importa cuánto me ofrezca, no me gusta que me
obliguen. —Alexei se acercó por detrás y ella lo fulminó con la mirada—. Y no
envíe a gente aterradora como él a recogerme.
Puse las manos a la espalda e incliné la barbilla.
—Lo tendré en cuenta.
—Hazlo —dijo, subiéndose las gafas de montura dorada por la nariz y
mirándome a los ojos—. Ahora cuéntame más sobre la paciente.
—Louisa parece estar luchando con algún tipo de pérdida de memoria
profunda. —Desde mi periferia, vi el cuerpo de Alexei inclinarse hacia delante, con
expresión curiosa. Hice un gesto a la doctora para que se adelantara y luego nos
dirigí en dirección a la casa—. Ella tuvo. —Me aclaré la garganta antes de
continuar—. Tuvo una gemela. Parece creer que es ella.
—¿Gemelas idénticas?
—Sí.
—¿Desde cuándo piensa eso?
Me pasé la mano por el cabello, obligando a mis pies a seguir moviéndose.
—No lo sé. —Fingí que todo esto no me atravesaba—. Hasta anoche, creía que
Louisa estaba muerta.
La Doctora Freud se tocó las gafas con mano temblorosa. Debía de sentirse
fuera de su elemento, pero a su favor, lo disimulaba bien.
—¿Está seguro que es la gemela que cree que es?
—Sí, maldita sea.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —Apreté la mandíbula y tuve que hacer todo
lo posible para no estallar—. Después de todo, hasta ayer creía que era la otra
gemela. Es fácil confundir a gemelas idénticas.
—Porque tiene el tatuaje que yo le hice. —Mantuve la calma. No podía
permitirme perder la única pizca de esperanza que tenía Lou—. Nadie lo sabía. Ni
siquiera su hermana.
Me detuve y contemplé la costa, el agua azul cristalina resplandeciente de
rayos, y mierda si no me daba esperanzas.
—Me confunde por qué no la reconociste de inmediato, entonces —señaló.
—La vi morir... creí haberla visto morir delante de mí. —Los recuerdos de su
tortura me desgarraron el puto pecho de nuevo—. La golpearon y la torturaron.
Se me quebró la voz. Nunca lo había superado. Louisa era mi alma gemela. De
niños, empezamos como amigos. Yo era su roca y ella era la mía. Nuestra amistad
creció junto con nosotros.
—Parece que se está disociando, Señor Ashford. —De alguna manera, no me
sorprendió. Después de toda la mierda que había visto y sobrevivido, sabía que
nuestras mentes lidiaban con el trauma de manera diferente a nuestros cuerpos—.
Por lo que me dice, sufrió traumas y abusos. Es posible que se culpe por la muerte
de su gemela.
—¿Cómo la recupero? ¿Cómo hago para que deje de creer que es su hermana?
—No puede. —Hizo hincapié en las palabras, estrechando su mirada en mí—.
Tiene que hacerlo sola.
—Eso podría llevar años. —Mis manos se cerraron en puños y sus ojos se
posaron en ellas antes de encontrarse con mi mirada de desaprobación. Me
importaba una mierda lo que pensara—. No tenemos años. Hablarás con ella y
arreglarás esto —grité—. La casa está por ahí, sólo tienes que seguir el camino.
—Menos mal que no me he puesto los tacones —dijo con un deje de fastidio.
Hasta que no se alejó Alexei dijo:
—¿Estás bien?
Asentí, más preocupado por Louisa que por mi propio estado de ánimo.
—Cuando viniste a buscarme —dije, encontrándome con su mirada—. Yo era
el único en la habitación. ¿Verdad?
—Sí —me confirmó—. No dejabas de señalar un punto, pidiéndome que la
salvara, pero no había nadie. —Maldita Sofia y sus juegos enfermizos. Nunca
hubiera pensado que fuera capaz de torturar a su hija hasta la locura—. Tengo una
noticia que probablemente no te gustará —añadió Alexei pensativo.
—Oh, cómo me gusta empezar el día con malas noticias —repliqué
irónicamente, encarándome con él.
—Bueno, parece que no has dormido mucho, así que considéralas noticias de
ayer. —Alexei vaciló antes de continuar en voz baja—. La chica que salvamos...
Louisa. Resulta que no se llamaba Louisa. La golpearon hasta que fue el único
nombre al que respondió.
Interesante... Al principio me pareció una extraña coincidencia, pero con todo
lo que había pasado, con lo jodidos que se habían vuelto los últimos meses, no me
parecía descabellado creer que tuviera algo que ver en todo esto.
—¿Tenemos su verdadero nombre?
Sacudió la cabeza.
—No, se niega a hablar con nadie.
Un largo suspiro me abandonó. Lo sospechaba. No había dicho ni una palabra
en el trayecto desde el almacén, pero se había aferrado a Liana -corrección, Louisa
todo el tiempo. Alexei me observaba atentamente. Parecía estar esperando.
—Hablará con Louisa.
Asintió.
—Pensé que sería nuestra mejor opción. —Su mirada se desvió en dirección a
mi casa—. ¿Pero cómo manejarás todo lo demás?
—La ayudaré a recordar.
Porque llevábamos enamorados casi tanto tiempo como vivos.
Liana
Quedarnos aquí nos destruiría. Teníamos que salir de aquí, los tres.
—¿Estás segura? —dijo Liana—. Si los hombres de Madre atrapan a los dos...
Sabía lo que quería decir, pero no podíamos quedarnos. No si el hombre que
amaba era un prisionero. No estábamos mucho mejor. Sí, nos habíamos librado de
violaciones y palizas, en su mayor parte, pero no por mucho tiempo. El cártel de
Tijuana había estado negociando con Ivan un matrimonio con una de nosotras, las
preciadas princesas de la mafia.
Sabíamos que tarde o temprano nos venderían igual que a los humanos con los
que traficaban.
Liana y yo detestábamos lo que representaba nuestra madre. Años de
aprendizaje sobre todas las alianzas criminales de los bajos fondos nos habían
enseñado que ella estaba en lo alto de la cadena alimentaria y dirigía muchos tratos
despreciables.
Sí, nos protegía, pero a costa de los demás. No le importaba que fueran
inocentes; les dejaba sufrir. Alentó sus castigos. Alentó los juegos de gladiadores. Y
alentó las subastas humanas.
—Tenemos que intentarlo. ¿Deberíamos repasar el plan otra vez?
Negó con la cabeza, mostrándome esa sonrisa que normalmente le daba lo que
quería.
—Nos vemos en el lugar acordado. —Se inclinó hacia mí y me besó la
mejilla—. Te amo, sestra.
—Yo también te amo, sestra —repetí en voz baja, mirando fijamente a mi
gemela. Éramos idénticas, rubias, con pecas en la nariz y ojos marrones. Nadie podía
distinguirnos, aparte que ella era diestra y yo zurda—. Esto funcionará —susurré—
. Entonces nos libraremos de estos muros y cadenas. Kingston será libre.
—¿Y si nos atrapa? —preguntó, con los ojos desorbitados.
Se me apretó el pecho al saber lo que pasaría si nos descubrían. Tortura y
palizas para Kingston. Posiblemente para nosotras también. Cada respiración me
taladraba los pulmones mientras el presentimiento me llenaba las venas.
—Si nos atrapa —empecé con calma—. La mataré. Por su participación en lo
que le hicieron a Kingston y a todos los demás inocentes.
Liana sonrió.
—Él te hace valiente.
—Mataría por él —admití. Yo también moriría por él, pero no lo dije—. Él es
todo para mí, Liana. Espero que encuentres a alguien que te haga sentir lo mismo.
Sé que entonces lo entenderás.
Me atraía su corazón, cada una de sus piezas rotas.
Sus ojos se desviaron hacia mi pulsera y sus hombros se hundieron.
—Puede que sea el hombre adecuado para ti, pero es el momento equivocado.
Lo mismo con este plan de fuga.
La abracé con fuerza.
—No hay momento adecuado para nada en esta vida. Tenemos que lograrlo,
agarrarlo y apoderarnos de nuestra propia felicidad, aunque tengamos que mentir,
robar y engañar.
Entonces, me di la vuelta y dejé atrás a mi gemela sin otra mirada, sin dudar ni
un segundo que volvería a verla.
Ocho años.
Los recuerdos me atravesaron como una cuchilla afilada.
Había perdido ocho años de ser yo; ocho años de amar al chico que nos protegía
a mí y a mi hermana; ocho años de buscar a mi gemela.
Intenté desesperadamente contener las lágrimas, pero perdí rápidamente la
batalla. Una lágrima rodó por mi mejilla, luego otra, hasta que fue imposible
detenerlas.
Al encontrar la oscura mirada de Kingston sobre mí, ambos ignoramos los ojos
de la Doctora Freud sobre nosotros mientras el pasado bailaba a nuestro alrededor.
Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas mientras lo miraba fijamente como si no
lo hubiera visto en ocho años.
El niño había desaparecido. Un hombre duro ocupaba su lugar.
No podía dejar de recordar al chico, los recuerdos me rompían el corazón
lentamente, causando estragos desde dentro hacia fuera.
Sacudí la cabeza.
—Necesito...
No podía respirar.
Sali corriendo de allí, oí que Kingston me llamaba.
—¡Louisa!
—Un minuto —balbuceé.
Mi mente era un caos. No podía pensar con sus ojos sobre mí. No podía respirar
cuando él estaba cerca. Y lo más importante, no podía deshacerme de la culpa de
haberlo olvidado.
—Estaré detrás de ti, cariño —me dijo—. Tómate todo el tiempo que necesites,
pero te seguiré justo detrás.
No tenía que ser así.
Se me estrujó el corazón, tantos recuerdos rebotando en mi cráneo y cobrando
sentido de repente. El hombre sin rostro. La brutalidad de nuestra infancia. El dolor
de su tortura... y el mío.
Caminé sin rumbo por la isla, con los pasos de Kingston distantes pero firmes
detrás de mí. El cráneo me chirriaba, mis músculos protestaban y me dolía la muñeca
izquierda. Mierda, no me extraña que me doliera. Mi madre me la rompió muchas
veces, obligándome a usar la mano derecha.
Un dolor de cabeza se formó lentamente entre mis sienes, el dolor palpitante
coincidía con el de mi corazón.
Avancé a trompicones entre los arbustos, observando mi entorno a través de mi
visión borrosa. Los pájaros piaban. Las olas calmaban la tormenta que llevaba
dentro.
Les he fallado.
Durante ocho largos años, les había fallado a Kingston y a mi gemela. Dejé que
mi despiadada madre me convirtiera en algo que nunca fui.
Una sombra cayó sobre mí y levanté la cabeza.
Kingston -mi fantasma y sombra personal- me acechaba.
—Va a ser la única promesa que no pueda cumplir —ronroneó—. Por favor,
dime que estás bien.
—Estoy bien. —Logré esbozar una sonrisa incómoda, incapaz de apartar los
ojos del hombre en que se había convertido. Parecía una zona crepuscular.
—No estás bien.
—Te disparé —solté, con ganas de llorar a lágrima viva—. Dos veces. ¿Luego
rusia...?
Era un desastre. Una asesina incapaz de mantener la compostura. Con razón
mamá no me quería como Louisa. No, no pienses así.
—Y yo te odiaba. —La suave admisión de Kingston me sacó de mis
pensamientos en espiral—. Pensaba que eras Liana, y odiaba que mi Lou estuviera
muerta mientras ella estaba viva. Quería matarla... a ti... pero una promesa que te
hice me mantuvo en el camino.
Mis uñas se curvaron en puños, clavándose en las palmas de mis manos. El
pulso me rugía en los oídos.
—Pero cumpliste tu promesa —susurré—. ¿Cómo he podido olvidarte? —
dije—. ¿Mi hermana?
Me acurrucó contra su fuerte pecho, el calor familiar y el aroma a vainilla y
especias me envolvieron en una burbuja protectora.
—Has sobrevivido. —Un gemido entrecortado salió de mis labios y enterré la
cara contra su pecho—. Cumpliste tu promesa porque sobreviviste y volviste a mí.
—No, Kingston. Me encontraste.
Otra lágrima rodó por un lado de mi cara, pero esta contenía esperanza.
Mi fantasma, mi Kingston, me había encontrado a pesar que el universo
conspiraba contra nosotros. El calor de su amor y las líneas de su rostro me
mantenían en mis sueños, sólo para que él volviera a encontrarme.
Kingston
Me senté en la sala de espera del centro médico que poseían los Nikolaev,
esperando a que terminara la sesión de asesoramiento de Lara. Había pasado una
semana desde que salimos juntos de Grecia y, aunque sus progresos eran mínimos,
estaban ahí. En cada parpadeo de una sonrisa. En cada palabra pronunciada.
Lara Cortes era una superviviente y una de las chicas más fuertes que había
conocido.
Dos de los guardias de Alexei nos esperaban fuera del edificio. Normalmente
Kingston venía con nosotras, pero Alexei y él estaban siguiendo una pista, y yo sabía
que tenía que ser importante para Kingston perderse esto.
No hubo ninguna novedad en el frente de Sofia. Sospechaba que podría estar
escondida en Rusia, pero no sabía dónde. Su castillo parecía desierto por la vigilancia
que habíamos recibido.
La puerta se abrió y levanté la cabeza, esperando encontrarme con el rostro de
Lara, pero la puerta de la Doctora Freud permanecía cerrada. Me di la vuelta justo
cuando la mano de un hombre me tapaba la boca y me levantaba violentamente del
sofá.
Atornillé el codo detrás de mí, con la fuerza suficiente para hacerlo gruñir, pero
no para que se soltara. Empecé a dar patadas con las piernas, haciendo que el jarrón
de cristal de la mesa volara por los aires y se estrellara contra la pared. Para mi
horror, la puerta se abrió y Lara estaba allí, con los ojos muy abiertos por el terror.
—Agarra a la chica también.
Hundí los dientes en la mano del hombre y él aulló como un perro, aflojando
su agarre sobre mí.
—Vuelve adentro y cierra la puerta —le grité a Lara.
—Pero...
—¡Hazlo!
La mano del hombre me rodeó la garganta justo cuando Lara cerraba la puerta,
arrastrándome fuera de allí mientras su cómplice intentaba y no conseguía girar el
picaporte. Golpeó con el hombro la puerta caoba, pero ésta se negó a ceder.
—Que se joda —gruñó uno de los hombres—. Ayúdame con ésta antes que se
escape.
Le tiré de la mano y se la retorcí mientras giraba; el sonido de un hueso
rompiéndose llenó el aire.
El hombre chilló y la acunó, pero no antes de conseguir meterme un trapo en la
boca, amordazándome. Empezaron a arrastrarme mientras mis gritos ahogados
llenaban el aire. Los guardias de Nikolaev tenían que estar por aquí.
Di una patada hacia atrás, con la esperanza de golpearle las espinillas, y me
maldije por no llevar mi pistola encima.
—Noquea a la zorra —gruñó uno de ellos mientras forcejeaban conmigo.
—Ella tendrá nuestras pelotas si la dañamos —resolló uno de los hombres, con
la voz llena de miedo.
El pánico empezó a crecer lentamente en mi interior. Sólo había una mujer que
hacía temblar de miedo a los hombres: mi madre. Me sacudí salvajemente, con los
pulmones y el cuerpo ardiendo por el esfuerzo. Mis ojos buscaban señales de ayuda
y, para mi horror, la muerte nos rodeaba. Enfermeras muertas. Médicos muertos. Era
una maldita masacre.
Antes que pudiera pensar adónde me llevaban, oí el chirrido de los neumáticos.
Los dos guardias que nos habían traído yacían muertos en la acera, con el cuerpo
cubierto de sangre. Vi rojo y derribé a uno de los hombres de una patada en la cabeza.
Dos más saltaron del auto y uno me puso un cuchillo en el cuello.
—Ya basta, zorra. —Se me cortó la respiración. Drago estaba aquí. Mi madre
envió a Drago tras de mí. No creía que quedara nada que pudiera conmocionarme,
pero aquí estaba—. Muévete, o te desangraré como a un cerdo.
Saliendo de mi estupor, retiré el puño y le di un puñetazo en la cara. Prefería
volver con mi madre muerta que viva.
Pero antes que pudiera intentar algo más, mi visión se volvió negra.
Kingston
Parpadeé contra la luz brillante que me quemaba los globos oculares, todo mi
cuerpo registraba dolor. El hedor de la muerte y el moho me trajeron recuerdos,
señalándome el lugar al que me habían llevado, y casi me ahogo de miedo.
Mis ojos recorrieron la habitación y las paredes me resultaron familiares. Era
la misma prisión del sótano donde había muerto hacía ocho años. Todavía estaba
sucio, y se oían los susurros de todos los niños y niñas inocentes que murieron aquí.
Se me puso la piel de gallina y me moví para rodearme con los brazos, pero me
detuve en seco. Estaba atada a una silla.
La historia se repetía.
La única gracia salvadora era que Kingston no estaba aquí. Nadie podía hacerle
daño.
Me miré las manos, arañadas y ensangrentadas, y me asaltaron los recuerdos.
Mi corazón empezó a latir más rápido, mi preocupación por Lara abrumadora, pero
inmediatamente lo arrinconé. No podían haber llegado hasta ella.
Al final de ese pensamiento, la puerta se abrió con un fuerte crujido y entró mi
madre. Llevaba el cabello perfectamente peinado y una postura propia de una
pasarela mientras se acercaba a mí con los diamantes brillándole alrededor del
cuello. Como si fuera a asistir a un baile real, no a torturar a su hija.
Drago, ese bastardo enfermo, se pavoneaba detrás de ella como un puto perro,
sonriendo como si estuviera a punto de conseguir un hueso. Un escalofrío recorrió
mi espina dorsal, al darme cuenta que probablemente yo era ese hueso.
Tragándome el pánico, enderecé los hombros y entrecerré los ojos ante el
monstruo que era Sofia Volkov. Hubo raros momentos en nuestra infancia en los
que mi gemela y yo habíamos esperado que nos llevara lejos y nos diera una vida
normal. Nos protegía de los hombres de Ivan sólo para utilizarnos para sus propios
planes. Cualesquiera que fuesen.
Chasqueó la lengua.
—Liana, Liana, ¿qué voy a hacer contigo?
—Para empezar, puedes llamarme Louisa.
Sus ojos brillaron con algo oscuro mientras tomaba asiento frente a mí,
cruzando las piernas con elegancia. Jesús, dale una puta pitillera y mándala a la
ópera.
—Debería haber acabado con ese stronzo.
La herencia italiana de mi madre nunca salía a relucir, salvo cuando tenía miedo
o pánico. Saber que era ambas cosas me dio el valor suficiente para mostrarle una
sonrisa.
—No te preocupes, madre, ese stronzo acabará contigo. —Se burló, pero la
preocupación seguía en su rostro. No había forma de ocultarlo tras las capas de
maquillaje o la cirugía plástica—. Jodiste con el hombre equivocado, ahora probarás
la ira que has estado infligiendo a otros durante tanto tiempo.
—Déjame darle una lección —siseó Drago, mirando a mi madre con esperanza
mientras saltaba sobre sus pies como si estuviera en un ring de boxeo.
Ella levantó la palma de la mano y él se detuvo. Como he dicho, un perro.
Cuando mi madre decía “Ataque” aquel lunático se iba al ataque.
—¿Dónde está Liana? —pregunté, fijando los ojos en Sofia.
—Sentada frente a mí.
—Te equivocas, Sofia —dije. No era una madre, nunca lo había sido, y era hora
de cortar lazos— ¿Liana. Está. Viva?
Pasó un segundo.
—Sí, creo que lo está.
—¿Tú... tú crees? —tartamudeé con incredulidad, mi cuerpo se llenó de
adrenalina y tanta furia que temía explotar—. ¿Desde cuándo? —Me observó como
si estuviera debatiendo cuánto revelar, y solté una carcajada amarga—. Vas a
matarme, así que será mejor que me digas por qué me muero.
Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
—Tienes razón.
Mierda, ¿por qué me dolía oírselo decir en voz alta?
Enderecé la columna, ignorando esas emociones inútiles. Sabía que Kingston
me rescataría, sólo necesitaba ganar tiempo y mantenerla hablando.
—¿Dónde está mi gemela? —pregunté.
—En algún lugar de Sudamérica.
—¿Viva? —Respiré.
—Viva.
—No la han encontrado —dije, con la voz temblorosa por los nervios y la
esperanza que tal vez -sólo tal vez- pudiera recuperarla.
—No, Perez hizo un buen trabajo cubriendo sus huellas. —¿O quizás mi
gemela se estaba escondiendo?
Tenía la cabeza hecha un lío, con todas las mentiras que me habían contado
desperdigadas. Era una lucha unir todas las piezas del rompecabezas.
—¿Qué papel jugó el cártel de Tijuana en todo esto?
Mamá sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca, Drago saltó al instante para
encenderle una cerilla.
—Santiago quería un matrimonio concertado entre tú y su hijo. —Inhaló y
lanzó una nube de humo hacia mí. Contuve la respiración, odiando el olor a humo—
. Me negué, pero Ivan lo arregló a mis espaldas. —Apretó la mandíbula—. Siempre
son los putos hombres.
—Era tu esposo —señalé.
—El segundo y el último. —Una mirada distante entró en su mirada, y me
imaginé que probablemente estaba recordando su primer matrimonio y la hija que le
había costado—. De todos modos, el día que tú y Ghost intentaron escapar, Liana
fue capturada por Santiago y sus hombres. —Contuve la respiración, anticipándome
a lo que iba a suceder—. Ella mintió y les dijo que eras tú.
Un dolor punzante me atravesó el pecho y bajé la mirada, segura que estaba
sangrando.
—Como ves, mi débil Louisa —dijo fríamente—. Tenías que convertirte en
ella.
Parpadeé, con todas las alarmas sonando en mi cabeza. Por fin tenía sentido.
Las preguntas que siempre me hacía durante mis sesiones de tortura. Me preguntaba
mi color favorito, mi sabor favorito de helado, si era diestra o zurda. Por cada
respuesta incorrecta, la tortura se hacía más intensa.
Me estaba convirtiendo en mi gemela.
—¿Se te ha ocurrido pensar que nada de esto habría pasado si nos hubieras
llevado lejos? —Respiré, con el corazón latiendo a un ritmo duro y doloroso.
Ella resopló.
—¿Y dejar que todos esos hombres se salieran con la suya al llevarse a mi
primogénita? —Se me congeló la sangre—. Ella lo era todo para mí. Lo único que
me mantenía en este submundo.
—¿Y nosotras? —pregunté, odiando la forma en que mi voz se quebraba—.
¿Qué éramos, madre? ¿Qué éramos Liana y yo?
No contestó. No necesitaba hacerlo, porque yo lo sabía. En el fondo, siempre
lo había sabido. Éramos peones en sus juegos. Desechables.
Sacudí la cabeza sutilmente, ahuyentando todos esos sentimientos. No me
serviría de nada ponerme sentimental. No aquí. No cerca de ella y de su mascota.
—¿Cuál es la conexión entre el cártel de Tijuana y Perez Cortes? —balbuceé—
. Supongo que sabes que Perez vendió a mi hermana a través del acuerdo de mafiosos
de Marabella.
—Oh, lo sé —aseguró—. ¿Por qué crees que puse mis manos sobre su hija? —
El odio me recorrió como un huracán—. Claro, luego fue por ti.
Golpeó la ceniza del cigarrillo contra el suelo manchado de sangre.
—Damos vueltas y vueltas —dije apretando los dientes—. Tú y tus amigos
enfermos juegan, y nosotras pagamos por sus cagadas. Se llama Lara, no Louisa,
zorra enferma.
Se rio, haciendo que se me erizara la piel.
—Por supuesto que estabas jodiendo con nuestros envíos, costándonos
millones de dólares. —Sus fríos ojos encontraron los míos—. ¿No te enseñé mejor,
Liana?
Incluso ahora insistía en llamarme por el nombre de mi gemela. Esta mujer
estaba delirando, creyendo sus propias mentiras.
—No me arrepiento de nada, puta psicótica —grité con todas mis fuerzas, con
la respiración agitada. Debería ser más fuerte y mantener la calma, pero en lugar de
eso estaba dejando que se me metiera en la piel.
Madre inclinó la cabeza hacia Drago.
Todo en mí se paralizó. No, me paralicé al ver a Drago esbozar esa sonrisa de
perro salvaje. Sacó un cuchillo y se dirigió hacia mí.
—Ma-Madre... No...
Y así comenzaron mis gritos.
Kingston
Lou se quitó los tacones con un suspiro cuando entramos en nuestro dormitorio
después de comprobar que nuestra protegida dormía profundamente.
—Gracias por la increíble primera cita, Kingston. —Me miró por encima del
hombro, con un familiar brillo travieso en los ojos que despertó mi polla. Era todo
lo que hacía falta con esta mujer. Una simple mirada y ya estaba listo para inclinarla
sobre la cama y follármela hasta dejarla inconsciente—. ¿Qué tal si terminamos con
una nota aún más alta con otra primera?
—A ver —dije, apoyándome en la pared y cruzando los tobillos.
Lou siempre encontraba maneras de sorprenderme, y mierda, si me decía que
saltáramos juntos a un volcán, probablemente lo haría.
Hubo un momento de silencio antes que ella irguiera la columna, con sus
mechones dorados cayendo sobre su espalda. Se acercó a mí, cerrando el espacio
que nos separaba.
Con su cuerpo pegado al mío, me rodeó el cuello con las manos y acercó tanto
sus labios a los míos que, cuando pronunció sus siguientes palabras, rozaron los
míos.
—¿Quieres tener otro primero?
—Contigo, siempre —respondí sin dudar mientras su aroma invadía mis fosas
nasales. Era mi vicio personal.
Mi mano se deslizó hasta la parte baja de su espalda y apreté su cuerpo contra
el mío. Un escalofrío recorrió su cuerpo, su respiración entrecortada. Levantó la
cabeza y sus labios me tentaron, pero esperé a que me dijera lo que tenía en mente.
—Podríamos probar el sexo exhibicionista.
—¿Quieres que deje que otra persona vea lo que es mío? —gruñí,
tambaleándome por la sorpresa—. Estoy dispuesto a todo contigo, Rayo de Sol, pero
después que llegues al orgasmo, mataré a cualquiera que te haya visto.
Soltó una risa ronca, separando los labios para mí.
—Las ventanas de nuestro dormitorio están tintadas. Los veremos, pero ellos
no nos verán.
—En ese caso...
Tomé su boca entre las mías, su cuerpo rozándome y provocando fricción. Un
gemido salió de su boca y me lo tragué con avidez mientras nuestras lenguas
bailaban en perfecta armonía. De un tirón, le bajé la cremallera del vestido y lo dejé
a sus pies.
Recorrí su cuello con la boca, lamiendo su pulso acelerado mientras mis dedos
tanteaban su sujetador y sus bragas hasta que también quedaron tirados en el suelo.
Mis dedos encontraron su coño, húmedo y listo para mí.
—Carajo, tenemos que llegar a la ventana —jadeó, agitando las caderas contra
mi mano.
Sus uñas se clavaron en mi nuca, su cuerpo ágil se estremeció y gimió. Ya
estaba a punto de alcanzar el clímax. Siempre era así con ella: eléctrico y
consumidor. Mi boca continuó su viaje hacia el sur, por encima de su clavícula, hasta
su pecho, antes de deslizar su pezón rosado y erecto en mi boca y chuparlo. Pasé al
otro pezón, lamiéndolo, tirando de él y mordiéndolo.
Sus suspiros llenaron el espacio que había entre nosotros, su cabeza se echó
hacia atrás mientras murmuraba palabras incoherentes en ruso e inglés. O tal vez yo
estaba tan ido que no podía comprenderlas.
—Cada centímetro de ti me pertenece —afirmé, burlándome de ella con la
boca.
—Así es, pero por el amor de Dios, Kingston, tienes que follarme ahora —dijo
ella, trabajando mi cremallera con fervor. Yo hice lo mismo con mi camisa y, en
poco tiempo, estaba tan desnudo como ella.
Mis dedos se introdujeron en sus húmedos pliegues y ella me besó con la misma
desesperación que yo sentía, nuestros pechos subiendo y bajando al ritmo de
nuestros frenéticos latidos. Saqué el dedo y se lo llevé a los labios.
Ella lo chupó y yo perdí el control.
La agarré del cabello por detrás y la guie hasta la ventana francesa que daba a
la vieja Lisboa. Aunque ya era tarde, la ciudad seguía llena de transeúntes que
corrían a casa o a la siguiente fiesta.
Lou estaba desnuda, con las palmas de las manos apoyadas en la ventana, los
pechos y el coño aplastados contra el cristal y en plena exhibición.
—Si alguien se detiene y te echa un vistazo —le murmuré al oído—, le seguiré
la pista y lo mataré. Me llevaré sus dientes como trofeo.
Ella gimió, apretando el culo contra mí y dándome su consentimiento. La
penetré de una sola vez. Gritó cuando empecé a moverme dentro de ella,
penetrándola con un ritmo enloquecedor.
Giró la cabeza, con los ojos entrecerrados y los labios hinchados. No pude
resistirme, mi boca volvió a tomar la suya, y sin dejar de penetrarla. Una y otra vez.
Se llevó la mano libre al pezón, tirando y pellizcando, volviéndome loco.
Yo mantenía un ojo en la concurrida calle. Lo decía en serio. Si alguien la veía,
lo mataría.
—Qué bueno —gimió, con la voz apagada y entrecortada.
Puede que ambos fuéramos unos malditos depravados, pero me importaba un
carajo mientras lo fuéramos juntos. Ella era mi pareja perfecta, en el cielo y en el
infierno, y ahora que nos habíamos vuelto a encontrar, no habría nada ni nadie que
me separara de ella.
—A mi Rayo de sol le gusta mostrar al mundo lo que su hombre le hace —
gruñí en su oído, bombeando con más fuerza—. Abre más los muslos, que vean tus
jugos y tu coñito goloso.
Sus músculos internos se cerraron en torno a mi polla, apretándome con todas
sus fuerzas. Pero ella obedeció, untando sus jugos contra nuestra ventana mientras
la follaba duro y profundo.
—Mierda, Kingston. Voy a... Blyad...
Echó la cabeza hacia atrás y yo la rodeé frotando su clítoris empapado,
causando estragos en su cuerpo y penetrándola sin piedad.
Le temblaban las piernas y la rodeé con el brazo por la cintura, manteniéndola
erguida mientras seguía follándola hasta el orgasmo. Gritó mi nombre, mi mano libre
en su clítoris, ordeñándola para que alcanzara otro clímax.
Su coñito apretado me tensó las pelotas, y me vacié dentro de ella justo cuando
otro orgasmo sacudía a mi mujer.
Nos estremecimos el uno contra el otro, con los cuerpos sudorosos y la
respiración agitada. Lou se recostó contra mí y mis piernas se tambalearon un poco.
—Nadie nos ha visto —suspiró. Giró la cara y me miró a los ojos—. Creo que
deberíamos salir más a menudo.
—¿Y hacer esto a menudo también?
Lou se dio la vuelta y enterró su cara en mi pecho, mis palmas cubriendo sus
nalgas.
—Sólo si te gusta —murmuró, sin atreverse a mirarme a los ojos.
Tomé su barbilla entre mis dedos y sus ojos volaron hacia arriba, sus mejillas
manchadas de carmesí tentándome para otra ronda de sexo exhibicionista encubierto
con ella.
—Contigo, me gusta todo. Si te apetece que follemos con sangre, mataré para
que así sea. Contigo estoy dispuesto a todo, porque te amo.
Su bonita nariz se arrugó.
—Nada tan extremo, y nada de compartir.
Solté un suspiro tembloroso.
—Nada de compartir, Rayo de sol. Eres toda mía.
Asintió, satisfecha.
—Y tú eres mío. —Su cuerpo desnudo se apretó contra el mío, sus besos suaves
y acariciadores—. Quiero que seas mi primer todo, Kingston.
—Tú primero, tú único. —Cuando te han quitado tanto, aprendes a ser
codicioso. Y este era yo, codicioso de toda ella—. Te amo, Rayo de sol.
Se puso de puntillas y sus labios encontraron los míos.
—Te amo para siempre, mi fantasma.
Puede que yo poseyera todas sus primeras veces, pero ella poseería todas mis
últimas, porque gracias a ella, ya no era un fantasma vagando por esta tierra.
Lou me devolvió a la vida.
Louisa
4 AÑOS DESPUÉS
EL FIN
Diseño y Epub
Hada Anjana