Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
PREFACIO
Capítulo 1: Las excentricidades de una Condesa
Capítulo 2: Me dices «loca», como si fuera algo malo
Capítulo 3: Solo por ti, iniciaría una guerra contra el mundo entero
Capítulo 4: Desvíos inesperados
Capítulo 5: ¡Él era tan guapo!, y tan… ¿amargado?
Capítulo 6: Así no es como debíamos conocernos
Capítulo 7: Amaneciendo a su lado
Capítulo 8: Mi querida futura suegra
Capítulo 9: Tú no eres nadie aquí
Capítulo 10: Dios las crea y el chisme las une
Capítulo 11: El bello durmiente
Capítulo 12: De aquí no me voy si no es con él
Capítulo 13: La cita de mis sueños, con el hombre de mis sueños
Capítulo 14: ¿Amor a segunda vista?
Capítulo 15: Las pelirrojas son las más peligrosas
Capítulo 16: Por fin a solas
Capítulo 17: La revelación del Alfa
Capítulo 18: El segundo príncipe
Capítulo 19: La maldición del Alfa
Capítulo 20: Noches de dolor
Capítulo 21: La futura reina de los Lycan
Capítulo 22: Situaciones inesperadas
Capítulo 23: Revelaciones
Capítulo 24: Problemas en el paraíso
Capítulo 25: Consecuencias
Capítulo 26: El último deseo
Capítulo 27: Adiós
Capítulo 28: Órdenes incuestionables
Capítulo 29: Cabos sueltos
Capítulo 30: Preparativos antes del fin
Capítulo 31: Juramento mortal
Capítulo 32: La bella durmiente
Capítulo 33: Mentiras piadosas
Capítulo 34: Mi doncella es la chismosa más confiable que conozco
Capítulo 35: Una promesa de lealtad
Capítulo 36: ¿Dónde está Marcia?
Capítulo 37: Todo queda entre familia
Capítulo 38: Arrepentimiento tardío
Capítulo 39: La división de los clanes
Capítulo 40: La Diosa de los Lycans
Fotos de los personajes
Próximo libro
©S.Wills 2024 primera edición.
Autor: S.Wills
Obra registrada.
Anne se encontraba frente a la puerta del despacho del Conde. Tenía toda
la intención de entrar y hablar con su padre, pero gracias a los recientes
acontecimientos, su lado sumiso y cobarde estaba aflorando. La mujer
atrevida que acababa de lanzar jarrones de porcelana se había ido.
Respiró en profundidad y al final decidió tocar la enorme puerta de
cedro que tenía frente a ella.
—¡Dije que no quería ser molestado! —respondió el Conde Alberth con
voz airada.
—Padre, perdona, soy yo, Anne Marie. Necesito hablar contigo.
Durante unos minutos, la Condesa esperó a que su padre respondiera,
pero él no dijo nada y, a medida que pasaba el tiempo, su silencio se volvía
cada vez más doloroso. Ella era consciente de que nunca le había hablado a
su padre con tanta rudeza; nunca había hecho algo tan grave como lo
ocurrido hoy. Era posible que él no quisiera verla, ni ahora, ni nunca más.
Sus ojos ardían por las lágrimas que amenazaban con brotar, pero
cuando estaba a punto de retroceder para irse, escuchó los pasos
apresurados de su padre quien abrió la puerta con desesperación pensando
que ella se había ido.
—¡Anne Marie! —gritó, sin darse cuenta de que su hija estaba delante,
viéndolo con grandes lágrimas bañando sus mejillas.
Ella saltó a sus brazos y él, bastante confundido, correspondió al gesto
envolviéndola con todo el amor que sentía. No recordaba haberla abrazado
después de la muerte de su madre; en ese entonces era solo una adolescente
que se refugió en la soledad y el dolor, alejándolos a todos, pero no siempre
fue así. Desde su niñez, Anne solía correr a sus brazos por cualquier
tontería. Y así, sintiendo la nostalgia de los años, el Conde no pudo evitar
llorar con su hija.
—Padre, perdóname, yo actué mal. Estoy avergonzada de mi
comportamiento. Podría-
—Anne Marie, ya eres una mujer adulta. Esta bien, lo entiendo. Tu
viejo padre sigue siendo demasiado protector y, a veces, olvido que ya no
eres esa dulce y pequeña que hacía travesuras y rompía cosas por andar
corriendo en los pasillos.
El cuerpo de la Condesa experimentó un breve escalofrío.
—De hecho rompí dos jarrones cuando venia a verte, fue… un
accidente —dijo, con un leve temblor en la voz.
—No te preocupes, hija. Lo que importa es que tú estés bien. ¿No estas
herida verdad? Voy a llamar al medico para que-
—No, no, papá, todo está bien. Mira, solo fue un pequeño susto.
Anne Marie hablaba con su padre y al mismo tiempo se decía a sí
misma que, técnicamente, no estaba mintiendo. Los sirvientes mojaron sus
pantalones del susto y ella, al ver a los emisarios casi transformados en
bestias, admitió que también tuvo un poco de miedo. Existía cierta
familiaridad dentro de aquel sobresalto provocado por la ferocidad
sobrenatural de los hombres lobo, algo que no podía explicar; una especie
de déjà vu[1].
—Hija, ¿en verdad quieres aceptar la propuesta de matrimonio y
marcharte con esos hombres? No digo que sea malo el convertirte en su
Reina, pero ¿qué hay de la maldición? Ellos solo hablaron de su ceguera,
pero ¿y si hay algo más que no nos han dicho?
—Yo también tengo mis dudas y por supuesto que creo que es
demasiado bueno para ser cierto. Pero, debo hablarte con honestidad, padre,
yo no soy feliz aquí. No es que me desagraden tus atenciones y lo mucho
que me consientes, es solo que la servidumbre me molesta a diario y asistir
a los eventos de la nobleza no es una opción. Estoy harta de todo eso.
—Pensé que no salías de tus habitaciones porque estabas deprimida.
—No. En realidad es porque aquí, tanto en la mansión como en el reino
entero, todos excepto Marcia y tú, me faltan el respeto, se atreven a
señalarme y burlarse con descaro a cada lugar al que voy.
El Conde contrajo sus labios y apretó los dientes al escuchar la
confesión de su hija. Sabía que existían los típicos chismes de servidumbre,
pero ¿faltarle el respeto de forma deliberada? No, eso era algo
imperdonable.
—¡Los enviaré directo a la horca! —exclamó lleno de furia al tiempo
que apretaba los puños.
—¿Lo harías? Quiero decir, ¿no esta mal visto ejecutar a los sirvientes
por algo así? —preguntó Anne Marie con genuina curiosidad.
—¡Por supuesto que lo haría! ¡Eres la hija del Conde más poderoso del
reino del oeste! Nadie puede faltarte el respeto, ¿me entendiste?
—¡Ay, qué bueno! Ya no me siento mal porque casi maté a dos mientras
venia a ver-
—¡¿Qué tú hiciste qué?! —gritó, horrorizado.
El cuerpo del Conde se puso frío y sintió que las piernas le fallaban.
Tuvo que apoyarse en la pared por un momento y luego le pidió a su hija
que lo ayudara a llegar al sillón de su despacho. Anne se apresuró a
ofrecerle un vaso con agua y empezó a abanicar su rostro en un intento de
proporcionarle algo de alivio a su padre.
—Los emisarios Lycan, salieron en mi defensa cuando dos sirvientes
intentaron agredirme —confesó en voz baja.
—Hija, yo ni siquiera puedo protegerte en nuestra propia casa. —La
mirada llena de tristeza del Conde estaba fija en los hermosos ojos verdes
de su hija—. De la misma forma que tampoco pude proteger a tu madre.
—¡Padre, eso no fue tu culpa! Lo que pasó con ella era inevitable. En
realidad, tienes mucha suerte de estar vivo y me alegro mucho de que sea
así.
—Hubiera preferido ser yo quien muriera. No tienes idea de cuanto la
extraño. —Bajó la mirada y suspiró deseando regresar el tiempo—. Hija, si
piensas que serás feliz y estarás a salvo en el reino Lycan, te doy mi
bendición.
»Si llegaras a necesitar mi ayuda para volver a casa, soy capaz de
arrodillarme ante el emperador y convencerlo para que los tres reinos le
declaren la guerra al reino del norte. No existe nada en este mundo que no
haría por ti.
Las palabras del Conde Alberth se grabaron en lo mas profundo del
corazón de Anne Marie. Sintió que, aunque ya había tomado la decisión de
irse, iba a extrañar demasiado a aquel hombre tan dulce, y al amor tan
intenso que le brindaba en cada uno de sus detalles.
—Papá, ya no tienes edad para ponerte la armadura. ¡Mira esa barriga!
Estoy segura de que usarías la espada como un bastón. Y el viejo corcel,
¡pobrecito! No lo hagas cargarte de nuevo, apuesto que su espalda esta tan
mal como la tuya —dijo entre risas, mientras seguía abanicando a su padre,
quien, al fin, mostraba una tímida sonrisa en su rostro.
—¿Nunca vas a dejar de ser tan mala con tu viejo? Así tenga que ir
caminando al reino Lycan, usando mi espada como bastón, ten por seguro
que llegaré y pelearé con esos lobos, solo por mi niña —dijo, mientras hacia
movimientos con sus brazos simulando una pelea.
—Entonces, ¡no tendré que preocuparme de nada! Siempre puedo
contar con el viejo Conde Alberth para que me rescate. —Se acercó a su
padre y depositó un tierno beso en su frente—. Nada malo va a pasarme, te
lo prometo. Esas lecciones de defensa personal y esgrima que me diste
desde pequeña, siguen frescas en mi mente.
—Hija, por favor, intenta no matar a tu futuro esposo.
—Padre, no puedo prometerte nada. Si resulta ser un patán como el
Duque, además de ciego, lo convertiré en eunuco.
Capítulo 4: Desvíos inesperados
Había pasado una semana desde la llegada de los emisarios del reino
Lycan y en todo ese tiempo, Anne Marie no pudo estar mas feliz. Marcus y
Luciano tenían total libertad para recorrer la lujosa mansión del Conde
Delacroix, pero esa libertad era empleada, casi en su totalidad, en vigilar a
la Condesa.
Su sigilo era impresionante, al igual que los métodos «discretos» que
usaban para intimidar a los sirvientes: ninguno de ellos se atrevió a
acusarlos con el Conde, porque este también los había amenazado. Cárcel o
ejecución, serían los castigos para aquel que le faltara el respeto a su hija en
cualquier sentido.
A menudo los visitantes sorprendían a los criados con gruñidos, dientes
afilados y garras visibles si escuchaban que el nombre de la Condesa era
pronunciado en tono de burla o a manera de injuria. El asunto era ignorado
por Anne Marie. Ella asociaba las repentinas muestras de respeto y
obediencia, con el castigo que el Conde les impuso a los dos sirvientes que
intentaron golpearla: treinta latigazos en la espalda para cada uno.
—Madame Delacroix, he terminado de empacar todo. Los sirvientes
empezaran a cargar las maletas en breve. ¿Hay alguna cosa que desee
comer o beber? Es que la noto un poco inquieta y nerviosa.
—Marcia, ¿cómo estarías tú si estuvieras a poco tiempo de conocer al
hombre mas guapo y fuerte de un reino? —La Condesa se levantó de su
asiento, puso ambas manos en los hombros de su doncella y exclamó
mientras la zarandeaba— ¡Por supuesto que estoy nerviosa! ¡Siento que me
muero de los nervios, Marcia, por la diosa, haz algo!
—¡M- Ma- Madame! ¡Cal- Cálmese!
—¡Marcia, no me voy a calmar hasta que lo vea!
—¡Entonces de-deténgase que me estoy ma-mareando! —dijo
lloriqueando para que la Condesa la soltara.
—Perdona, Marcia, ya sabes como soy cuando estoy ansiosa ja, ja, ja.
—Anne Marie se acercó al balcón de su habitación y miró a todos ocupados
en los preparativos de viaje—. ¿No te parece que es un poco excesivo el
numero de soldados que esta enviando mi padre para que nos escolten?
—No lo sé, Madame. Creo que su padre esta nervioso porque el reino
Lycan no tiene ninguna afiliación con los otros tres reinos del continente.
Supongo que no confía en que viaje sola con el General y el Consejero.
Aunque, si me permite decirlo, yo me sentiría muy segura los brazos de
Luciano —dijo Marcia tapándose las mejillas sonrojadas.
—¡Marcia! ¡Dios mío! —Los ojos de Anne Marie se abrieron como
platos—. ¿Lo tenias bien escondido, eh? —dijo entre risas mientras
palmeaba el hombro de su doncella con evidente aprobación.
—¡Ay, Madame! Su mirada es como el cielo de primavera y sus
gruñidos… —Suspiró—. Es de esos sustos que dan gusto ji, ji, ji, además,
una no puede evitar ver, usted sabe.
—No, no, no, Marcia, mi único interés amoroso es el Alfa Gael, déjate
de cosas, yo no tengo esos pensamientos obscenos… «todavía» —pensó,
mientras se reía discretamente—. Doncella pervertida ja, ja, ja. No lo he
visto, pero si hasta sus hombres dicen que es guapo, ¡imagínate cómo será!
—Yo he escuchado rumores acerca de eso, Madame…
—¿Qué clase de rumores? Habla Marcia, ¡y más te vale que sea un
chisme de buena fuente porque si no lo es, te dejo aquí cuidando a mi
padre!
Marcia se acercó a la Condesa con intención de susurrarle al oído lo que
pudo averiguar en el pueblo, sacando a relucir su faceta de chismosa
profesional.
—Dicen que es muy alto, mucho más que los hombres de nuestro reino.
También escuché que sus ojos son grises, pero no todos se pusieron de
acuerdo en la tonalidad exacta. Ya ha visto que los ojos General Marcus y
los de mi querido Luciano cambian de color cuando van a transformarse,
supongo que con el Alfa Gael debe ser igual.
La Condesa estaba atenta a las palabras de Marcia. Mientras escuchaba,
se mordía los labios y sonreía intentando recrear la mirada de acero que su
doncella describía.
—También me enteré de que él ya estuvo en Holst, fue en el año de su
matrimonio con el Duque.
—¡¿Qué?! ¿A qué vino? —cuestionó Anne Marie, mostrándose inquieta
a medida que Marcia hablaba.
—Al parecer, era una misión secreta. El emperador dio su aprobación
porque era un asunto importante que podía comprometer la seguridad de
nuestro reino. Algunos dijeron que se trataba de un enemigo poderoso y
aquí había una pista de su paradero. Pero, al ser alguien sobrenatural, solo
los del reino Lycan podrían hacerse cargo de él.
La Condesa estaba intrigada, pero, al mismo tiempo, recordó que su
doncella no era más que una chismosa.
—¿Todo eso lo averiguaste solo con el panadero? —preguntó con
sarcasmo.
—¡No, no, Madame! También hablé con el carnicero y con las ancianas
que leen la fortuna en el pueblo.
—Marcia, ya te he dicho que esas viejas no son de confianza.
—Pe- Pero Madame…
—No quiero escuchar nada más, Marcia. Me quedó con la descripción
de los ojos de Gael y su altura. Pero si no me lo confirman los emisarios, ¡te
las verás conmigo!
La Condesa siempre cumplía sus amenazas como si fueran promesas.
—Madame Delacroix. —Un criado tocó la puerta, pero, cuando éste iba
a anunciar el motivo de su llamada, fue interrumpido con un gruñido sonoro
—. Co- Condesa Delacroix, su-, sus pertenencias están cargadas en el
carruaje. El Conde la espera abajo para despedirse. Por-por favor baje
cuando esté lista.
Los pasos apresurados del sirviente se convirtieron en una carrera que
parecía cosa de vida o muerte. Anne Marie y Marcia compartieron una
mirada llena de sorpresa y ambas rieron antes de recoger lo que quedaba de
sus pertenencias ligeras. En la puerta de la habitación de la Condesa se
escuchó otra llamada, esta vez del General Marcus.
—Si Madame Delacroix y su doncella están listas, las escoltaré a sus
respectivos carruajes —dijo con un alegre y enérgico tono de voz.
Los tres bajaron con una elegancia propia de la realeza, dejando atrás
las miradas odiosas del personal que atendía la mansión. Las intenciones de
Marcus eran mantener segura a la Condesa hasta que llegaran al reino
Lycan y, en apariencia, el lugar mas peligroso era su propio hogar.
En toda la semana, el Conde estuvo apegado a su querida hija más que
nunca. Pero para el último día había dejado un presente muy especial que
quería obsequiarle.
—Hija, tengo algo que he guardado durante mucho tiempo y creo que es
momento de dártelo. —Tomó la mano de Anne y colocó un anillo de oro
con un zafiro incrustado. Estaba grabado con lo que parecían ser letras de
un lenguaje desconocido—. Perteneció a tu madre. Ella hubiera querido que
tú lo tuvieras.
—Hace mucho que no lo veía, pensé que se había perdido cuando mamá
murió —dijo mientras contemplaba la joya que encajaba a la perfección en
su dedo anular.
—Recuerda que el amor de tus padres siempre te va a acompañar y
estará por encima de las promesas de cualquier hombre. —El abrazo
inesperado del Conde dejó a Anne sin palabras—. Que los dioses bendigan
tu viaje. Iré a visitarte cuando la ceremonia de la boda sea programada.
El Conde se despidió de los emisarios haciéndoles jurar que la
seguridad de su hija estaba por encima de la de ellos. La doncella Marcia
fue enviada primero en un carruaje, con la mayoría de las pertenencias de la
Condesa y algunos soldados de escolta. Anne Marie, viajaba en el carruaje
más pequeño acompañada del Consejero Luciano. El General estaba al
frente con el resto de los soldados.
La decisión de enviarlos por separado había sido tomada con
anterioridad por el Conde y los emisarios, así podrían estar preparados ante
cualquier complicación. Si algo sucedía, los soldados del primer carruaje
podrían dar aviso y prevenir al segundo. Y tal como lo habían previsto,
surgieron complicaciones.
El primer carruaje pasó sin novedad por un estrecho camino en la ladera
de la montaña. Ésa zona era el punto fronterizo mas alejado del reino del
oeste, en las afueras del territorio del Conde. Cuando el segundo carruaje
llegó a ese lugar, un derrumbe de rocas obstruyó por completo la ruta.
—Soldado, da una señal de aviso al primer carruaje para que se detenga
—ordenó el General.
El Consejero, quien había salido a verificar la situación, regresó al
carruaje con las noticias.
—Madame Delacroix, ya no podremos avanzar por este camino. La
magnitud del derrumbe es enorme, puede que pasen días hasta que despejen
todo.
—¿Qué sugiere que hagamos?
—Solo hay dos opciones, regresar a los dominios del Conde y esperar a
que despejen el camino, o tomar un desvío por el bosque y reunirnos con el
primer carruaje mas adelante. De acuerdo a mis conocimientos de la zona,
no deberíamos pasar más de tres horas en el bosque. Le garantizo que
volveríamos a la ruta segura en muy poco tiempo —aseveró con tal
vehemencia que le produjo cierta desconfianza a la Condesa.
—¿Está seguro de que todo irá bien? —preguntó con su poderosa
mirada inquisitiva.
—¡Sí, sí, se-, se lo aseguro! Prometimos garantizar su seguridad con
nuestras vidas si era necesario y, tanto el General como yo, estamos
dispuestos a hacerlo. Solo que debemos ser un poco más cuidadosos porque
pronto caerá el sol y será complicado ver el camino.
»Yo iré afuera, al lado del carruaje. Así podemos estar atentos en todos
los ángulos. Usted se quedará resguardada dentro con ambas puertas y
ventanas cerradas.
—Parece que me llevarán como una prisionera.
—¡No, por favor, no piense eso! Si llegamos a toparnos con ladrones,
pueden disparar flechas y sería peligroso para usted. No podemos permitir
que se lastime bajo ninguna circunstancia o su padre nos matará ja, ja, ja.
La risa nerviosa del Consejero le parecía un mal presagio a la Condesa,
pero, regresar a casa no era una opción.
—Entonces, no perdamos tiempo. Si algo sucede, usted y el General se
harán responsables de todo. Y recuerde, Consejero Luciano, yo siempre
descubro cuando alguien miente.
Capítulo 5: ¡Él era tan guapo!, y tan…
¿amargado?
Ambos habían caído del otro lado de un pantano conocido por ser una
trampa mortal. Nadie que cayera en sus aguas cenagosas salía con vida. Ya
fuera por sus vapores tóxicos o porque las víctimas no eran rescatadas a
tiempo; cualquier cosa dentro de sus aguas era engullida sin dejar rastro.
La Condesa fue la primera en recobrar la conciencia. Por un breve
momento, pareció olvidar los acontecimientos recientes; lo único que tenía
en la cabeza, era una mezcla de imágenes difusas sin sentido.
—¡Ouch, mi cabeza! ¡Qué dolor! —Anne abrió los ojos con lentitud—.
¿Por qué esta todo a oscuro? ¿Qué es esto? —Sus manos palparon la suave
y cálida superficie donde se hallaba acostada boca abajo—. Ay, dioses,
¡estoy encima de alguien… y me está abrazando! —La firmeza de un pecho
musculoso era todo lo que podía sentir—. ¡Es un hombre sin camisa!
¡¿Dónde estoy?! —dijo alarmada entre susurros nerviosos, e intentó
contener una oleada de pánico en su interior.
Su sentido común le gritaba que no hiciera un escandalo; que
permaneciera inmóvil porque aquel hombre estaba dormido. Si resultaba ser
alguien malo, despertarlo era lo peor que podría hacer.
La oscuridad los rodeaba, pero el ruido del viento entre los arboles era
inconfundible; se trataba de un bosque. A lo lejos, se escuchaban quejidos
de dolor, eco de voces masculinas y pasos lentos. Si lograba levantarse con
cuidado y en silencio, quizás podría buscar ayuda en esa dirección.
El problema real se presentó cuando ella movió con mucho cuidado su
cuerpo, de forma inmediata sintió que «algo» estaba moviéndose cerca de
su muslo. Se quedó congelada por el susto, pensando que, por el tamaño,
podría tratarse de una serpiente… y ella les tenía pavor a esos animales.
Anne Marie, se puso fría y todo su cuerpo empezó a temblar. Para
aumentar su angustia, un gruñido de dolor, seguido de algunas palabras,
escaparon de la boca del hombre que la sostenía.
—Sé que no el mejor momento para presentarnos, Condesa, pero yo-
—¡Cállese y no se mueva! —interrumpió Anne con los nervios
alterados por la presunta serpiente.
—Déjeme explicarle, verá, yo soy-
—¡No se mueva, no hable! ¡Hay una serpiente cerca de mi muslo y
podría morderme!
—¿Una serpiente?, pero yo no siento nada cercano a nosotros. Ningún
animal se aproxima a mi porque yo soy-
—¡Ahí, ahí, está! —Anne gritó mientras pegaba su cuerpo al del
hombre petrificada por el miedo—. ¡¿Acaso no la siente?!
—Bueno, creo que… sí… la siento.
—¡Haga algo entonces!
—Lo que puedo hacer es disculparme —dijo él en voz baja.
—¿Perdone? —preguntó la Condesa.
—Esa no es una serpiente. Si se mueve con cuidado y se baja de
encima, con los ojos cerrados, le explicaré.
—¡¿Cómo que cierre los ojos?! ¿Es que acaso esta ciego? ¡Es de noche,
no veo nada! Solo sé que usted esta aquí porque lo estoy tocando y
escuchando.
El cuerpo del hombre se tensó y la empujó sin ninguna delicadeza hacia
un lado. Anne Marie soltó un quejido ante su rudeza, pero antes de poder
protestar, Gael la interrumpió.
—Sí, estoy ciego y soy el Alfa Gael del reino Lycan. Le aconsejo que se
cubra si no quiere que mis soldados la vean, justo ahora deben estar
rastreándonos. Si tuviera ropa la cubriría, pero no tengo; estoy desnudo.
Volveré a mi forma de lobo y los guiaré hasta usted… Y no se preocupe, no
hay ninguna serpiente cerca. Ningún animal ponzoñoso se acerca a mí.
Las respuesta cortante del Alfa dejó a la Condesa sin palabras; se lo
merecía, aquella elección de palabras era la peor que podía haber usado.
Poco a poco, recordó lo que había sucedido, incluyendo lo de su vestido
roto e intentó cubrirse tanto como se lo permitía la oscuridad del bosque.
Escuchó jadear con dolor a Gael, parecía que tenía problemas para
incorporarse.
—¿E- Está usted bien? Quizás yo pueda ayudarlo a-
—¡Estoy bien!, no necesito su lástima —espetó con rabia y evidente
dolor en su voz.
—Por si no lo sabe, se supone que me voy a casar con usted, no le tengo
lástima. Además, usted se lastimó salvándome, déjeme ayudar-
—¡Qué no! —Gael gruñó con una ferocidad que sobresaltó a Anne
Marie.
Las garras y colmillos salieron anunciando su inminente transformación
en un lobo. Su respiración acelerada, quejidos y el sonido de huesos
reacomodándose fue lo único que escuchó la Condesa, quien en secreto
deseó haber visto la magia del cambio. Una vez transformado, intentó
correr, pero antes de poder avanzar, un dolor punzante lo derribó. Pequeños
quejidos de dolor, semejantes a los de un perro, era lo único que Anne pudo
escuchar.
Le recordaba a la única mascota que tuvo cuando era pequeña, un
sabueso enorme y amistoso, de color dorado, al que llamó Loney. Sus
padres se lo obsequiaron en su octavo cumpleaños; ella lo amó desde el
primer momento.
En cierta ocasión, los dos estaban paseando como de costumbre en los
jardines de la mansión, cuando una serpiente venenosa saltó de un arbusto
en dirección a la joven Condesa. Loney evitó que la mordiera, pero en su
lucha fue mordido varias veces antes de lograr liquidarla. Loney no
sobrevivió al veneno y Anne Marie lloró por él hasta el final. Sus quejidos
de dolor, la agonía y la impotencia de no poder salvarlo, fueron cosas que la
atormentaron por muchos años al punto de impedirle tener otra mascota.
Ahora, sentía que estaba reviviendo la tormentosa experiencia.
Se acercó a tientas a Gael tan rápido como pudo. Él respiraba con
dificultad y sus intentos de moverse eran en vano. Cuando por fin alcanzó a
tocarlo, escuchó un gruñido de su parte, pero ella no retrocedió.
—Siento haberle ofendido, no sabía que se trataba de usted. Jamás
imaginé que lo iba a conocer de esta manera. Sus emisarios hablaron
maravillas acerca de su persona… yo, estaba muy ansiosa por conocerlo.
Solo que las circunstancias no fueron las ideales.
»Por favor, deje que me quede a su lado hasta que los soldados lleguen.
Debe tener heridas internas, no se mueva. —Anne Marie acercó la mano
hacia su cabeza y empezó a acariciarlo con ternura. Al no recibir ningún
gruñido de su parte, continuó acercándose más hacia Gael—. Ya no logro
escuchar a sus hombres, ¿es posible que se hayan ido en otra dirección? Los
soldados que mi padre envió estaban muy mal heridos, ellos apenas podían
caminar.
Gael no distinguía con claridad las palabras de Anne Marie, lo único
que sentía era que le retorcían el corazón. No era como el dolor de las
heridas que sufría a menudo durante una batalla. No, aquello era
insoportable al punto de desear morir. En cada respiración parecía que se le
escapaba la vida. Cuando estaba apunto de darse por vencido, la luz azul
que lo había guiado antes, apareció de nuevo. Ahora lo envolvía en un
manto de suavidad y aliviaba poco a poco su dolor.
Capítulo 7: Amaneciendo a su lado
Las puertas del castillo eran inmensas, al igual que las murallas en la
entrada del reino. Anne Marie no daba crédito a lo que sus ojos veían; ni en
la mansión de su exesposo, el Duque, o en las visitas al palacio el
Emperador, había vislumbrado tal lujo y opulencia.
Debido a la rapidez de los caballos no les tomó mucho tiempo llegar; la
extrema urgencia de los soldados por llevar al Alfa de vuelta al castillo, le
causaba cierta angustia a la Condesa. Planeaba interceder por él ante la
Reina y contarle lo que había hecho para salvar la vida de todos en el
pantano, quizás eso evitaría o aminoraría el castigo.
Gael era escoltado de cerca por mas de veinte soldados. En sus rostros
se reflejaba una profunda tristeza y vergüenza; ellos solo estaban siguiendo
las órdenes de la Reina, pero su sentido de lealtad al Alfa, les decía que
aquello era equivalente a una traición.
El General condujo a la Condesa y a Gael a la sala del trono donde se
hallaba la Reina esperando. Anne Marie jamás se había sentido tan nerviosa
e intimidada frente a otra mujer, y no era para menos, la madre del Alfa era
peligrosa en todo sentido. Si Gael era poderoso, su madre lo era diez veces
más.
Al estar frente la Reina, Anne quedó impactada; la belleza de la mujer
que ocupaba el trono era indiscutible: Intensos ojos azules, un rostro con
facciones que parecían cinceladas a la perfección, enmarcado por una
cabellera larga y lisa de color negro brillante; labios delgados delineados en
rojo oscuro y piel blanca como la nieve; era alta, esbelta pero de
complexión fuerte. Aunque no importaba lo hermosa que fuera, su sola
presencia proyectaba oscuridad y dominio.
Cuando la Reina se puso de pie, era claro que estaba furiosa. Todos los
soldados apoyaron una rodilla en el piso en señal de sumisión, e inclinaron
sus rostros cuando la vieron acercarse. Llevaba en su mano una enorme
cadena con un collar y sus pasos se dirigían hacia Gael; él lo sabia, se había
preparado para el castigo que le esperaba.
Sin mediar palabra, la Reina levantó su mano y golpeó de lleno el
hocico del Alfa. El impacto estremeció las columnas del salón, arrojando al
lobo a varios metros de distancia.
Anne Marie palideció ante la escena; un sentimiento de rabia intensa se
apoderó de su cuerpo. Quería gritarle a esa mujer sin importar que fuera la
Reina; sin importar que fuera la madre de Gael. De haber tenido su daga la
habría desenvainado sin pensar.
Marcus, quien se encontraba a su lado, le apretó con fuerza el hombro
para hacerla entrar en razón y evitar una imprudencia de su parte.
—Madame, por favor, no se meta. Por su bien, tranquilícese —susurró
al oído de la Condesa.
Ver a Gael ser golpeado de esa forma tan brutal por su propia madre, era
lo último que Anne Marie esperaba presenciar en su llegada al castillo del
reino Lycan.
Capítulo 9: Tú no eres nadie aquí
Todos los soldados presentes en la sala del trono ayudaron a mover con
sumo cuidado el cuerpo de Gael hasta la sala de tratamiento. De no haber
estado transformado, el proceso hubiera sido menos doloroso.
El Alfa tenia incontables fracturas y grandes cortes causados por las
garras de la Reina. Gracias a ella, el estado del Alfa era crítico. De haber
estado vivo el Rey, jamás hubieran castigado a Gael con tanta violencia.
Las peleas para desafiar una autoridad de alto rango y tomar su puesto,
eran frecuentes entre los Lycan. Su raza respetaba no solo la jerarquía de la
realeza, sino también su fuerza. Quienes pertenecían al linaje de los reyes,
nacían siendo superiores al resto; incluso los Omegas de sangre real, tenían
un estatus privilegiado gracias a la diversidad de feromonas y habilidades
con las que nacían. Usualmente, elegían a sus compañeros entre otros
miembros de la nobleza para perpetuar el linaje. Solo en pocos casos, estos
individuos se convertían en mates de Alfas comunes.
En el caso de los Alfas de la nobleza, tanto hombres como mujeres,
usaban sus feromonas para ejercer dominio, causar dolor e incluso torturar.
Sus principales objetivos eran los soldados, la servidumbre y cualquier
ciudadano común del reino Lycan, siempre que fueran Omegas o Alfas de
menor rango.
Nada de esto se aplicaba a los humanos que hacían vida en el reino
Lycan, ya que eran incapaces de oler las feromonas o percibirlas, por tal
razón muy pocos de ellos se casaban con un Alfa u Omega del reino.
El matrimonio de los padres de Gael había sido arreglado; ninguno de
los dos estaba de acuerdo con dicha unión. Una crisis en el reino, treinta
años atrás, obligó a los clanes principales a elegir a sus Alfas más fuertes
para que contrajeran matrimonio, sin importar que sus mates pudieran
aparecer después.
Ellos lideraron la guerra más sangrienta en la historia del reino. Gracias
a sus extraordinarias habilidades, obtuvieron una victoria aplastante después
de numerosas batallas.
El Rey Gideon y la Reina Brigitte, poseían una fuerza monstruosa y
feromonas excepcionales que potenciaban la fuerza de sus soldados; eso era
lo único que mantenía el estatus independiente de los Lycans ante las otras
naciones bajo el mando del Emperador Joseph. El reino Lycan no estaba
bajo su dominio y por ende, tampoco recibían ayuda de su parte, en caso de
presentarse una situación de extremo peligro.
Una guerra de humanos contra Lycans era impensable. La diferencia de
fuerza era algo bien conocido por todos. Si el Emperador se planteaba,
alguna vez, hacerles frente para invadir sus tierras, solo tendría una
oportunidad de vencer, y eso era convenciendo a todos los reinos bajo su
mando para que enviaran a sus ejércitos, sin dejar un solo hombre atrás.
La noticia de la desaparición de Anne Marie, junto a la muerte de Rey
Gideon y la discapacidad de Gael, hacían parte de la excusa perfecta que
Joseph Bernard tenía en mente para llevar a cabo sus planes de invasión.
Pero, cuando los rumores fueron reemplazados por la hazaña heroica de un
Alfa ciego, quien sin ayuda de ningún tipo, salvó a la Condesa y a sus
escoltas de morir en «El pantano de las Almas», el Emperador desistió.
En cuanto a los guerreros fantasma, responsables del atentado en el
bosque, reportaron bajas enormes en sus tropas y señalaron solo a dos
Lycan como únicos culpables. Los planes de atacar al reino, se esfumaron
después de enfrentarse a Luciano Mavel y Marcus Verae.
La primera noche en el castillo estuvo plagada de emociones fuertes
para Anne Marie y su doncella. Ambas tuvieron un emotivo reencuentro, en
la habitación que les habían designado provisionalmente.
—¡Madame! —gritó la doncella mientras se cubría la boca y corría a
abrazar a la Condesa—. ¿Cómo es posible? No m- me diga que le han he-
hecho daño. —Se separó un poco del abrazó y empezó a revisarla—. Venga,
co- conmigo yo la ayudaré a cambiarse.
—¡Ay, Marcia! —respondió Anne, negándose a soltar a su leal doncella
—. ¡Sí supieras lo que pasó! ¡Fue horrible!
—Pero Madame, debemos limpiarla y quitarle esta ropa sucia de…
¿¡Esto es sangre!? ¡Está herida! ¡Guardias! La con-
—¡Shhhh! —Anne puso su mano en la boca de Marcia—. No, no estoy
herida, es sangre del Alfa Gael. Fue golpeado de forma salvaje por su
madre, la Reina, y yo intervine. ¡Casi lo mata, Marcia! —lloriqueó en voz
baja ante el recuerdo de los acontecimientos recientes.
—Yo he estado encerrada aquí desde que supe todo lo que pasó. La
Reina ordenó que nadie me dejara salir. Algunos han sido amables
conmigo, pero creo que es porque mi buen Luciano ha hablado a nuestro
favor.
—¿No lo has visto aún?
—No, Madame, solo escuché que él y el General habían llegado sin
ustedes. Sé que hubo una pelea, pero ambos se encargaron de los enemigos.
—Marcía suspiró mientras se perdía en sus pensamientos—. Eso no es nada
para un hombre tan fuerte como mi Luciano.
—Creo que necesitamos hablar, Marcía, no te contaron el chisme
completo. El Consejero está herido de gravedad. No tanto como Gael, pero
sí lo suficiente como para necesitar una muleta. Yo estaba con ellos en la
sala del trono.
La doncella mostró una expresión de horror en su rostro al escuchar
cada palabra que Anne pronunciaba. Cubrió su boca con manos temblorosas
y parecía estar conteniendo la respiración mientras se detallaban las heridas
del Consejero real.
—Madame, ¿usted cree que mi Luciano tendrá una cicatriz de por vida
en su rostro? Y su ojo… ¡Ay, Madame, no sabe cuánto deseo verlo! —
gimoteó Marcia, acercando un pañuelo a su rostro.
—Marcia, te entiendo a la perfección. El General me prohibió
acompañar a Gael a la sala de tratamiento y yo… ¡me siento terrible,
Marcia, necesito ir con él! —Anne Marie se lanzó a los brazos de su
doncella, desconsolada—. Esta mañana fue muy lindo conmigo. ¡Es un lobo
enorme! Aún no lo he visto en su forma humana, bueno, solo lo toqué un
poco ¡y se notaba que era grande!
Marcia frunció el ceño tratando de comprender las palabras de la
Condesa.
—Madame, ¿Co- cómo que usted solo lo tocó y notó que era… grande?
Anne Marie palideció ante lo que acababa de decir. No era lo que
intentaba expresar, pero no iba a negar que había mucha verdad en esa
afirmación.
—E- Es que él me- me cargó y- y… ¡es alto, Marcia! ¡Qué clase de
cosas estás pensando en un momento como este! —Anne estaba nerviosa y
empezó a jugar con su cabello—. Tengo… ¿Marcia, tengo hojas en el
cabello?
—Me temo que sí, Madame. También tiene muchos pelos blancos por
todas partes. —Marcia empezó a quitarle pelo de lobo de la ropa y el
cabello—. Por lo que veo, el Alfa es blanco ja, ja, ja.
Anne Marie sentía que iba a morir de la vergüenza. Incluso la horrible
Reina Brigitte la vio así, llena de hojas y pelo de su hijo…
—¡Madame, usted debió ver el lobo de Luciano! Está en el deber moral
de contarme cómo es, yo averigüé datos precisos de su prometido. —
Marcia tenía una expresión decidida en su rostro; no iba a desistir de
conocer los detalles de ese chisme.
—Eso no lo sé con certeza —confesó la Condesa, hablando en voz baja
como si alguien las estuviera espiando—. Cuando salí del carruaje y vi la
pelea, los dos se habían transformado. Uno de ellos tenia el rostro, las
orejas, el cuello y las patas grises, con un manto de pelo negro en la espalda
hasta la cola. El otro era muy diferente; rostro blanco hasta la frente, parte
del cuello y el pecho. El resto de su cuerpo era rojizo.
»Para saber quien es quien, tendría que preguntarles, pero hubo algunos
acontecimientos deshonrosos de los que fui victima, por lo tanto, no me
apetece recordarles «esa parte del viaje».
—¿Acontecimientos deshonrosos? —inquirió la doncella, con una
mezcla de susto y curiosidad.
—No quiero hablar de eso.
—Pero, Madame e-
—¡Qué no! —exclamó Anne Marie haciendo un gesto brusco con los
brazos alrededor de sus pechos. Tal gesto forzó la tela frágil del vestido y se
soltaron los amarres que había hecho en el bosque, dejando a la Condesa en
una situación que, a estas alturas, ya le parecía demasiado familiar.
—Madame, por eso insistí en que llevara corpiño.
—Marcia, si me vuelves a recordar eso te enviaré de vuelta a Holst,
caminando.
Capítulo 11: El bello durmiente
Gael tardó un poco más de lo habitual en olfatear la daga de plata que traía
escondida Anne Marie. Su propia inseguridad y nerviosismo lo habían
distraído. Sumado a eso, estaba el aroma de la Condesa: una fragancia tan
dulce y atrayente que estaba enloqueciendo al Alfa. Cuando ambos llegaron
al espacio abierto y el viento empezó a disipar el aroma de Anne Marie en
el jardín, Gael pudo darse cuenta de que había algo más y de inmediato sus
sentidos dispararon una alarma.
Pero en realidad él no estaba preocupado. Sus acusaciones eran un acto,
una farsa producto de la curiosidad que le producía la Condesa. Gael
ansiaba ver cómo reaccionaría ella ante su comportamiento obstinado. Él
sabía bien que, si ella quisiera matarlo, no hubiera intervenido cuando la
reina casi lo hizo.
—Alfa Gael, le ruego que no malinterprete las cosas. Venga conmigo,
sentémonos y le explicaré lo que desea saber. —Anne intentó llevar a Gael
de la mano pero él no se movió ni un centímetro.
—¿Cómo sé que no es una artimaña para tomarme por sorpresa? —
insistió el Alfa.
—Caballero, usted se comporta muy injusto conmigo, ¿está consciente
de la enorme diferencia de tamaño y fuerza que existe entre nosotros?
—No lo sé con certeza, pero me he enfrentado a asesinos de baja
estatura y son los más escurridizos.
Anne Marie estaba empezando a sentirse frustrada con aquel hombre.
Así que, antes de perder el decoro en la cita que tanto había estado
esperando, prefería recurrir a sus encantos; ella sabía que ningún hombre se
resistía a eso.
—Entonces, qué le parece si hago esto. —La Condesa tomó la enorme
mano del Alfa entre las suyas, asegurándose de acariciar con delicadeza sus
nudillos y rozar uno de sus dedos en un movimiento que aparentaba ser
inocente—. Si sostengo su mano entre las mías, podrá asegurarse de que no
haré nada sin que usted lo note. ¡Ah!, y solo para que lo sepa, la daga está
escondida en mi corsé —dijo, añadiendo a la última frase un toque de
sensualidad intencional.
Para guardar las apariencias, la salida en carruaje tuvo que incluir a Marcia
y al General Marcus; no podían arriesgarse a irse solos porque todo llegaría
a oídos de la reina Brigitte.
Lo mejor era aparentar que habían salido a recorrer las tierras cercanas
al castillo. Marcia demostró su eficiencia preparando —en tiempo récord—
una cesta con todo lo necesario para que pudieran almorzar en un lugar
bonito. El día soleado y fresco en el territorio Lycan, era la excusa perfecta
para salir a pasear; ni siquiera Killian encontraría algo que objetar en esa
inocente escapada.
Marcus salió en su caballo liderando el camino como siempre, mientras
que el Alfa, la Condesa y Marcia iban dentro del carruaje.
—Madame, la noto inquieta, ¿se siente bien? —dijo Marcia con
discreción. Ella estaba sentada al lado de Anne Marie y el Alfa ocupaba el
asiento frente a ellas.
La condesa le hacía gestos a su doncella para que guardara silencio,
pero entre las muchas virtudes de Marcia, no estaba la de entender cuándo
debía callarse.
—Madame, si no usa sus palabras no podré entender. Parece que
estuviera a punto de desmayarse o algo. ¿Está mareada? —Marcia insistía y
Anne se cubría el rostro con angustia; el mensaje en mímica de: «cállate o
te asfixiaré con la almohada cuando estés dormida», no le llegaba.
—Está asustada —declaró el Alfa haciéndose a un lado en su asiento y
dejó un espacio claro a su diestra—. Quizás si madame Delacroix se sienta
a mi lado esté más tranquila.
La Condesa se encontraba en una situación inesperada al ser invitada
por Gael a sentarse a su lado. Su rostro se sonrojó ante la expresión del
Alfa, quien la miraba con una media sonrisa y ojos cerrados mientras su
mano palmeaba el asiento en señal de invitación. Anne Marie, sintiéndose
un poco nerviosa, decidió sacar su confiable abanico para ocultar su rubor y
mantener la compostura.
—B- Bien, ya que el caballero insiste, me sentaré a su lado; c- considero
que negarme sería de mala educación, ¿verdad, Marcia? —inquirió Anne
Marie mirando a su doncella sin dejar de abanicarse.
—¡Sí, sí, Madame!, su educación ante todo, no lo olvide.
Anne Marie se levantó de su asiento con elegancia y se movió despacio
hacia Gael. Pero, antes de poder sentarse, la rueda del carruaje golpeó una
piedra haciéndola perder el equilibrio. En un instante, Gael extendió sus
brazos y la atrapó justo a tiempo, evitando que se lastimara.
—Le dije que estaría segura conmigo, Madame —susurró Gael al oído
de la Condesa con una sonrisa tranquilizadora.
Anne se quedó inmóvil en los brazos del Alfa, sintiendo su cuerpo
cálido y fuerte. El olor a madera recién cortada y menta de su cabello
envolvió sus sentidos; por un breve momento, la Condesa se permitió
disfrutar de aquella sensación de seguridad.
—Gracias —dijo con timidez mientras se acomodaba en el asiento.
Gael sonrió al sentir como el cuerpo de la Condesa se relajaba. Ella
prefirió mirar por la ventana para evitar la expresión maliciosa de su
doncella, pues parecía disfrutar en exceso lo que acababa de presenciar.
Anne Marie nunca antes había sentido tanta seguridad con nadie, pero
Gael, incluso con su discapacidad, podía alejar cualquiera de sus miedos.
El carruaje continuó su camino y la Condesa cerró los ojos y respiró
hondo; se sentía somnolienta ya que los nervios no la habían dejado dormir
la noche anterior, pero no pasó mucho tiempo antes de que llegaran al lugar
acordado por el Alfa.
—Bajen con cuidado por favor —dijo Marcus abriendo la puerta del
carruaje.
Gael bajó primero y ayudó a la Condesa a salir del carruaje tomándola
de la mano. Se encontraban en un lugar no muy alejado del castillo: Los
viñedos de la familia real.
Marcia estaría en compañía del General visitando las enormes bodegas
durante el resto de la mañana y luego se reunirían con ellos para el
almuerzo.
—Marcia, más vale que te comportes, nada de estar bebiendo sin
control. Te conozco. Si te emborrachas ordenaré que te dejen aquí
desmayada —dijo Anne Marie con severidad.
—¡Madame! ¿Cómo se le ocurre? Estaré a solas con el General y usted
sabe que mi corazón es de Luciano.
—¿Debo recordarte la última vez que te pasaste de copas en el
cumpleaños de mi padre? Cuando te encontré, estabas declarándole tu amor
a la armadura del abuelo y como no respondía, te pusiste a llorar diciendo
que habías sido rechazada. —La Condesa puso ambas manos en su cintura
y amenazó a su doncella— Compórtate. Estás advertida.
—Madame, no se preocupe, yo cuidaré bien de su doncella. —Marcus
sonrió mostrando los colmillos a Marcia—. Hay vinos muy ligeros en
nuestras bodegas; traeré una botella cuando regresemos aquí a almorzar.
—Marcus, trae una botella de mi colección personal, elige la mejor;
quiero hacerle un regalo a Madame Delacroix —dijo el Alfa con voz alegre.
—Entendido —pronunció el General inclinándose antes de ponerse en
marcha.
El carruaje se alejó por el sendero que conducía a una enorme
construcción ubicada en el extremo del extenso viñedo. La Condesa se
sintió revitalizada por la brisa fresca y los rayos del sol que hacia una
semana no veía con libertad. Era un día perfecto para estar en compañía de
Gael.
Excepto que él no podía ver la majestuosidad del paisaje. No podía
disfrutar del esplendor que el cielo ofrecía y el verdor intenso que los
rodeaba.
—Madame, ¿este lugar es de su gusto? El viñedo de los Blackwood es
uno de los lugares más hermosos que conozco. Mi padre solía traerme aquí
cuando era un niño.
—Lo es. Todo a nuestro alrededor es maravilloso, es casi perfecto. —
Anne Marie suspiró tratando de ocultar la tristeza que empezaba a invadirla.
Aunque Gael no demostrara lo incómodo que estaba por su discapacidad,
ella empezaba a notar parte de las dificultades que enfrentaría con él una
vez se casaran.
—¿Qué hace falta para que sea perfecto para usted, Madame? —dijo el
Alfa acercándose a ella con suavidad.
—Que usted pueda disfrutar de la vista conmigo. Es injusto que me
haya traído a este lugar tan lindo; que haya mandado a decorar el jardín y
usted sea el único sin poder apreciar la belleza a su alrededor.
—Madame, lo único que me parece una injusticia en estos momentos,
es no poder verla a usted. El paisaje lo conozco de memoria, puedo sentir la
brisa y el sol en mi piel. Sé que el cielo esta despejado y escucho las aves
cantar, pero su rostro, Madame Delacroix, sus ojos, jamás los he visto; daría
todo lo que tengo por recobrar la vista, solo para descubrirla a usted y
memorizar cada detalle de su persona.
Anne Marie se había quedado sin palabras. Un nudo oprimía su
garganta gracias a las palabras que Gael.
—Madame, ya le dije que me pone nervioso cuando se queda callada
por tanto tiempo. Discúlpeme si lo que he dicho es-
—¡Es su culpa! —Anne sacó su abanico y golpeó a Gael en el pecho—.
¿Cómo quiere que reaccione si me habla de esa manera? Mejor no diga más
y acompáñeme, quiero caminar un poco; jamás he estado en un viñedo. —
la Condesa tomó al Alfa por la mano con fuerza.
Ella intentaba disimular lo mucho que le gustaba Gael, pero sus
sentimientos se desbordaban cada vez más y no podía, ni quería hacer nada
para evitarlo.
—Entonces, ¿me dirá por qué tiene escondida un arma mortal para mí
en sus vestiduras? —dijo el Alfa con una sonrisa juguetona.
—Caballero, usted es un hombre extraño. ¿Cómo es que eso le parece
gracioso?
—Puede llamarme por mi nombre, si no le molesta y ya que pregunta,
me parece gracioso porque usted es la primera mujer que viene armada a
una cita conmigo. Estoy casi seguro de que, si no logro cumplir sus
expectativas, usted va a matarme ja, ja, ja.
Anne Marie se detuvo a observar al Alfa con expresión incrédula: se dio
cuenta de que Gael estaba haciéndose el tonto desde el principio. Además,
sus carcajadas eran contagiosas; fue inevitable unirse a él. Cuando las risas
de ambos se apagaron, la Condesa respondió:
—Ya que insiste en que lo trate por su nombre, lo más justo es que usted
se dirija a mí de la misma forma. Mi nombre es Anne Marie Delacroix,
Condesa de Holst y estoy encantada de conocerlo. —la Condesa tomó a
Gael por ambas manos e hizo una inclinación respetuosa frente a él.
—Anne Marie Delacroix, es un inmenso placer conocerla. Mi nombre
es Gael Blackwood, Alfa heredero al trono del reino Lycan y su servidor. —
Gael tomó las manos de la Condesa y se inclinó para besarlas—. Ahora
podemos hacer de cuenta que lo del bosque no pasó ja, ja, ja
—¡¿Cómo se le ocurre?! —balbuceó Anne Marie fingiendo estar
ofendida—. Por supuesto que no, ese día jamás lo voy a olvidar… Yo nunca
olvido los malos momentos. Al final del día todo se resume en lecciones
aprendidas por medio de ellos.
»Por ejemplo, la razón por la que siempre llevo una daga conmigo, es
mi exesposo. Usted pensará que ya está lejos. Que ahora, estando a su lado,
nadie podría volver a dañarme. Pero, el día que los médicos le hablaron al
Duque acerca de mi esterilidad, yo estaba sola. Él me golpeó hasta el
cansancio. Ese recuerdo se quedó grabado en mi mente pero no con miedo,
créame, fue todo lo contrario. Vivir esa horrible experiencia me dio fuerza;
ahora soy capaz de cuidarme por mi propia cuenta.
—Usted piensa que yo sería capaz de… —se interrumpió Gael,
conteniendo su furia al pensar en el Duque Thomas; si algún día se cruzaba
en su camino, arreglaría cuentas con él.
—¡No! No lo creo, tampoco quiero pensar en algo así —aclaró Anne
Marie—. Pero admito que el día que la reina lo estaba golpeando, yo deseé
tener un arma en mis manos.
—Créame, hubiera sido imposible que usted le hiciera daño a mi madre
con una simple daga, incluso si está hecha de plata. —La expresión sombría
del Alfa parecía esconder algo acerca de la reina.
—Nunca me sentí segura después de ser repudiada. Mi padre fue quien
sugirió que llevara una daga siempre y fue él quien me envió la que tengo
ahora.
—El Conde es un hombre sabio, me aseguraré de enviarle un gran
regalo —dijo Gael suavizando su expresión.
—¿Por qué le enviará un regalo a mi padre?
—Por todo. —Gael sonrió con picardía—. Ahora, si me permite, yo
también debo hacerle una confesión.
Capítulo 17: La revelación del Alfa
La charla de Anne Marie y Gael fue interrumpida por Dann, uno de los
sirvientes personales de la realeza que estaba tocando la puerta; él venía,
como cada mañana, a preparar el baño del Alfa y a traer su desayuno.
—¿Puedes levantarte? —preguntó la Condesa.
—Creo que puedo llegar a la puerta.
—Aun tienes la ropa de ayer, si te ven así nadie va a creer que pasamos
la noche juntos. Tienes que quitarte por lo menos la parte de arriba. ¡Ah!
Pero antes debes decirle al sirviente que no pase porque estoy contigo en la
cama.
Gael sonrió en complicidad con Anne Marie.
—¡Dan, espera un momento! —gritó el Alfa mientras se quitaba la ropa
con rapidez—. Madame Delacroix está aquí conmigo, no pases. ¿Trajiste su
desayuno también?
—Sí, Alfa, la doncella de la Condesa está aquí conmigo y trae la comida
para ella.
Un gesto de indignación se dibujó en el rostro de Anne.
—¡Desgraciada! —masculló la Condesa—. Ni siquiera espero que la
mandara a llamar, ¡ella solo quiere chismear! Pero se quedará con las ganas.
Mientras ella refunfuñaba, Gael estaba al lado de la cama a punto de
quitarse el pantalón. Antes que pudiera hacerlo, Anne saltó desde la cama
para impedírselo agarrándole las manos, con tan mala suerte que la cobija
se le enredó los pies, dando un grito cuando ambos cayeron en la alfombra.
Desde afuera se escuchó como una voz masculina le gritó a la doncella
y a Dann que se quitaran del camino. Se trataba de Killian.
Al abrir la puerta y entrar, encontró a Gael en el piso con el pecho
descubierto y a la Condesa asomando la cara enrojecida debajo de la cobija
a la altura de las caderas del Alfa. Ambos con la respiración agitada.
El rostro horrorizado del segundo príncipe se había teñido de rojo. En
ese momento no sabía si era por la vergüenza o la rabia que sentía, pero no
podía hablar.
Y como siempre, Anne Marie aprovechó para hacer de las suyas.
—¡Buenos días, cuñado! Disculpa el alboroto, pero como ves el Alfa y
yo estamos un poquito ocupados —dijo la Condesa mostrando su sonrisa
descarada habitual, mientras se acomodaba con torpeza el cabello.
—Sí, hermanito ¿te importaría salir y, bajo ninguna circunstancia,
volver entrar sin mi autorización aquí? Lo que has hecho es una clara falta
de respeto a mí como Alfa y a mi futura luna.
La ley de los Lycan era muy clara en ese aspecto: irrumpir en las
habitaciones, era motivo de un castigo severo.
Killian apretó los dientes y sus puños.
—¡Cuando escuché el grito de Madame Delacroix creí que te habías
vuelto loco y la estabas golpeando! Por eso entre, ¡yo solo iba a defenderla!
—gritó lleno de ira.
—Ja, ja, ja —Anne Marie no pudo contener la risa—, nada más lejos de
la realidad, lo que sucedió fue producto de un error de cálculo. Tal parece
que el alfa y yo necesitamos una cama más grande.
Killian se sentía humillado como nunca y al quedarse sin argumentos,
decidió dar la vuelta e irse, pero antes de que pudiera hacerlo, Gael le dijo:
—Ve a hablar con Luciano y cuéntale lo que has hecho. Dile que mis
ordenes son que recibas un castigo acorde con tus acciones impulsivas.
Ahora lárgate.
Derrotado y enfurecido, Killian salió de la habitación, no sin antes dar
un portazo. Se escuchó con claridad cuando volvió a gritarle a Marcia y a
Dann que se apartaran.
Gael y Anne Marie se relajaron entre risas sofocadas. Tenían que
mantener su pequeño teatro.
—¿Pretendías quitarte toda la ropa delante de mí? ¡Casi haces que me
dé un infarto! —susurró la Condesa para evitar que alguien pudiera
escucharlos.
—Lo siento, ja, ja, ja, es la costumbre. Pero, míralo por el lado positivo,
salió mejor de lo que pensábamos, ¿no lo crees? —dijo Gael mientras se
incorporaba.
—Sí, aunque tuvimos mucha suerte esta vez. Por cierto, ¿qué castigo le
darán a Killian? —preguntó Anne Marie con gran curiosidad.
—Conociendo a Luciano, lo mandará al calabozo durante una semana.
El consejero es un hombre astuto, hará lo posible para quedar bien
conmigo, él sabe que así su propio castigo será menor.
—Vaya, parece que debo aprender mucho acerca de cómo funcionan las
leyes Lycan —dijo Anne Marie mientras recogía la cobija del suelo y
desarreglaba su vestido para que pareciera que se lo había puesto con prisa.
Gael caminó con dificultad y abrió la puerta para dejar pasar a Dann. La
imagen imponente del Alfa sin camisa y con el pantalón medio abierto,
deslumbró a Marcia, quien tenía la oreja pegada para tratar de escuchar lo
que sucedía. Fue inevitable que la doncella se desmayara producto de la
impresión.
Dann, como todo un caballero Lycan, hizo uso de sus veloces reflejos y
la atrapó antes de caer al piso.
Por suerte, la comida de ambos consistía de varios platillos, por lo cual
el sirviente y la doncella debían llevarla en carritos con bandejas,
asegurando el fácil traslado de los alimentos.
Anne Marie estaba observando todo al otro lado de la habitación,
sosteniendo una toalla contra su pecho; fingir que iba a bañarse con el Alfa
también estaba entre sus planes.
—Debí suponer que se desmayaría —suspiró, resignada—, bueno no la
culpo, la vista es bastante impresionante —admitió la Condesa, reservando
para sí misma una gran cantidad de adjetivos con los que podía describir el
cuerpo semidesnudo de Gael.
Algunos minutos después, Marcia reaccionó llena de vergüenza.
Mientras Dann preparaba el baño, Anne Marie aprovechó para tener unas
palabras con su doncella.
—Ayer te emborrachaste. Te advertí que me enfadaría contigo si eso
pasaba, Marcia.
—¡Pe- pero, Madame, necesitaba algunas copas para tener valor y
hablar con el consejero! —dijo Marcia entre susurros y lloriqueos.
—¡Marcia, te tomaste tu sola una botella entera de la bodega personal
de Gael! —La Condesa exhaló pesadamente y continuó—. No importa, tu
castigo es no saber absolutamente nada de mi en los próximos días. Voy a
quedarme en esta habitación el resto de la semana… si mi cuerpo resiste ja,
ja, ja —dijo Anne Marie añadiendo la última frase a propósito.
—¡Madame! —exclamó Marcia.
—No, no, ningún Madame. Tráeme ropa ligera, voy a bañarme y
necesito cambiar este vestido que llevo puesto desde ayer.
—Apenas lo tiene puesto, Madame. —Marcia reía por lo bajo,
haciéndole gestos sugerentes a la Condesa.
—Ja, ja, ja, sí pero no te contaré nada, aparte de borracha, chismosa.
Además, no puedes quejarte, fue Luciano quien te llevo cargada como una
princesa a la habitación.
—¡¿Q- qué?! —gritó la doncella con un gesto de horror en su rostro.
—¡Shhh! —Anne Marie puso un dedo en sus labios—, baja la voz que
no dormí nada anoche, me duele la cabeza. Ve a buscarme ropa. ¡Ah!, y te
recomiendo que toques la puerta antes de entrar —añadió con un guiño
antes de darse la vuelta, entrar a la habitación y cerrar la puerta tras de ella.
Capítulo 22: Situaciones inesperadas
Llegar a un acuerdo para bañarse por turnos, fue un debate intenso entre
Gael y la Condesa.
—Es una tina llena de agua caliente y estás enfermo, por lógica debes
usarla tú primero —dijo Anne Marie mostrándose reacia a dar su brazo a
torcer.
—No, me rehúso. Eres una dama y necesitas tiempo para lavar tu
cuerpo apropiadamente. Me niego a entrar a la bañera, ya escuché que no
dormiste, no seas testaruda y báñate primero. —El Alfa cruzó los brazos en
su pecho. Su postura recta indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de
opinión.
Pero, desde la perspectiva de Anne, todo era diferente.
Gael estaba parado al lado de la ventana y los rayos del sol resaltaban
los músculos de sus brazos que, estando flexionados, parecían más grandes.
El vello de su pecho reflejaba tonos dorados haciendo que sus pectorales
lucieran amplios y suaves; la Condesa solo podía fantasear en lo mucho que
deseaba poner sus manos ahí.
—Anne Marie, ya sabes que tu silencio me pone nervioso. —Suspiró
dándose por vencido y relajando su postura—. Ven acá, déjame abrazarte.
Vamos, no estés molesta conmigo. —El Alfa extendió los brazos con
cuidado, sin saber con exactitud donde estaba la Condesa; todo indicaba
que sus sentidos se habían debilitado.
La Condesa no pudo soportar la tentación y se acercó a él. Verse
envuelta en esos brazos musculosos, con algunas cicatrices de batalla,
sintiendo la suavidad que contrastaba con la firmeza de sus pectorales y
abdominales cubiertos de una capa fina de vello, era algo irresistible.
Una vez que la Condesa lo abrazó, Gael la apretó con firmeza a su
cuerpo con ambos brazos.
—La última vez que te abracé así, estabas desnuda —dijo el Alfa entre
suspiros.
—¡Eres una grosero, desvergonzado! —Anne Marie forcejeó, sin usar
demasiada fuerza, entre los brazos de Gael; fingía estar indignada pero lo
disfrutaba en secreto—. ¡Yo no estaba desnuda como usted! Solo se me
había roto la parte de arriba del vestido.
Gael la separó de su cuerpo —para desgracia de Anne Marie— y tomó
con ambas manos el rostro de la Condesa diciendo:
—Usa el agua que está en la bañera, ¿sí? Le dije a Dann que no la
llenara tanto porque los dos nos íbamos a meter. Sobró un poco de agua en
un recipiente, yo me bañaré con esa. —El Alfa acercó sus labios a la
Condesa, pero en lugar de besarla en la boca, se topó con la punta de su
nariz—. ¡Ah!, parece que fallé, ja, ja, ja.
Anne Marie estaba demasiado cerca de los labios del Alfa como para no
aprovechar la oportunidad. En un arrebato de pasión, besó al alfa con
ferocidad y terminó mordiéndole el labio inferior, separándose de él con
rapidez antes de perder el poco autocontrol que le quedaba.
—¡Ouch! —Gael se quejó mientras se pasaba los dedos por el labio que
la Condesa acababa de morder.
—Lo tienes bien merecido. Me voy a bañar primero, pero solo porque a
este paso se va a enfriar el agua. —Anne Marie se fue corriendo al baño con
el corazón acelerado; tenía que poner distancia entre Gael y ella lo antes
posible, de lo contrario, podía cometer una locura.
El día se les pasó volando entre conversaciones que duraron horas, pero
para ellos fueron muy cortas. Cada vez que los sirvientes tocaban la puerta
a las horas de comer, uno de los dos levantaba la voz y daba alguna excusa
para hacerlos esperar mientras se reían en silencio; ése juego los mantuvo
entretenidos.
Pero a medida que se acercaba la noche, los síntomas del Alfa
empeoraron. Cuando la Luna llena se elevó en lo alto del cielo nocturno,
Gael se desplomó sin fuerzas en la cama con la ayuda de Anne Marie.
—No voy a poder aguantar el dolor en esta forma. ¡Hugh!, m- me
escucharán y te aseguro que nadie va a creer que es- estamos juntos —con
cada palabra que Gael decía, su respiración se tornaba errática—. Voy a
transformarme, no te- tengo opción.
La Condesa cubrió su cuerpo con prisas sabiendo que sus pantalones
iban a romperse. Retorciéndose de dolor, el Alfa apretaba los dientes para
evitar gritar mientras sus huesos se reacomodaban y la magia del cambio
daba paso al enorme lobo blanco.
La expresión del rostro de Anne Marie estaba llena de fascinación; lo
que acababa de presenciar era por mucho una de las cosas más increíbles.
De no haber sido porque Gael se tiró de la cama para dormir en la alfombra,
Anne Marie podría haberlo contemplado absorta por mucho más tiempo.
—¡¿Qué haces? ¡No, no te acuestes ahí, debes subir a la cama, el suelo
es muy duro y frío! ¿Cómo se supone que vas a estar cómodo ahí? —La
Condesa intentaba moverlo pero era inútil—. ¡Agrh! —bufó rabiosa—, ¡por
todos los dioses! ¡Gael Blackwood, no me gusta que estés en el suelo, pero
si eso es lo que quieres así será!
Anne Marie exhaló con pesadez y se sentó en la cama, mirando al
enorme lobo que ocupaba la alfombra. Aunque seguía impactada por la
transformación de Gael, también sentía preocupación por él.
Gracias a sus recientes charlas con el Alfa, la Condesa sabía que el
cambio de forma podía ser algo doloroso y ahora más debido a la
maldición, pero dejar salir a su lobo le permitía sanar sus heridas más
rápido y soportar mejor su condición.
El lobo levantó la cabeza y la miró con ojos llenos de ternura. Aunque
no podía hablar en su forma animal, Gael intentó transmitirle tranquilidad a
través de su mirada.
Anne Marie se acercó a él y acarició su pelaje blanco y esponjoso. Podía
sentir la calidez de su cuerpo y eso la reconfortaba. A pesar de las
diferencias entre ellos, sentía una conexión profunda e inexplicable con
Gael; una conexión que trascendía las barreras de la especie.
—Esta vez no vas a lograr convencerme haciendo ojitos —dijo ella con
una sonrisa traviesa—. Esa enorme cama que tienes es bastante grande para
los dos, incluso si no estás en tu forma humana.
Gael dejó escapar pequeños sonidos en forma de protesta. Sentía que no
tenía fuerza para ponerse de pie y subirse a la cama aunque estuviera a
escasos centímetros de ella.
—No, ya te dije que es mejor en la cama. Hiciste que pasara la noche
contigo en el suelo una vez, no me digas que quieres repetir la experiencia.
Gael, nunca te lo dije, pero me dolía mucho la espalda al día siguiente. ¡Un
baño caliente no será suficiente para que se me pase el dolor y lo sabes!
La Condesa empezaba a perder la paciencia con su lobo testarudo.
Decía todas esas cosas en voz alta, ignorando que había dos personas
escuchando afuera de la puerta, quienes se debatían entre anunciar su
presencia e interrumpirlos, o esperar hasta que la pareja acabara lo que sea
que estuvieran haciendo.
Marcus y Luciano intentaban no escuchar, pero la voz de Anne Marie
era tan fuerte que se oía en el pasillo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el General mostrándose incómodo.
—Deberíamos esperar. Necesitamos hablar con el Alfa antes de que la
Reina llegue; no va ser nada agradable que descubra por qué el príncipe
Killian fue a parar al calabozo.
Un enorme ruido se escuchó dentro de la habitación a lo que le siguió la
voz alterada y sin aliento de la Condesa.
—Un… poco… más… ¡Vamos Gael, por amor a la diosa!, ¡ya- uhh ya
ca- casi!
El consejero miró al piso y Marcus dio varios pasos lejos de la puerta,
pero era inevitable, seguían escuchando los gritos de Anne Marie.
—¡Dioses, denme fuerza! ¡Gael, vamos, sigue que falta muy… ah! ¡ay,
dioses… ay, no puedo respirar, no puedo respirar!
Una gran cantidad de ruidos sordos se escuchaban dentro de la
habitación del Alfa; todo indicaba que las mesas e incluso la cama se
estaban moviendo de sitio.
—Luciano, me parece demasiado inapropiado escuchar esto. Si el Alfa
se entera de que estábamos aquí, nos meterá al calabozo por un año entero.
Yo me voy.
El General se retiró a paso veloz. Pero, Luciano tenía un deber que
cumplir; no podía comportarse de forma cobarde por algo tan trivial como
las demostraciones de amor de una pareja.
—¡Maldición Gael! ¡Me estás haciendo perder el decoro! ¡No se puede
ser una señorita contigo! ¡Ah! ¡Diosa, ayúdame, dame fuerza para aguantar
a este hombre! ¡Ay! ¡Ya! ¡Ya! ¡Sí, oh, sí! ¡síííí!
Los gritos eufóricos de la Condesa lograron lo que ningún enemigo
había podido hacer en más de cuatro décadas: ahuyentar al Consejero
Luciano, uno de los guerreros más valientes y temerarios del reino. Él solo
pensó que, interrumpirlos después de eso, le valdría un castigo
inimaginable, así que se retiró de inmediato a su habitación.
Mientras tanto, dentro de la recámara del Alfa, Anne Marie estaba
sofocada después de lograr subir a un lobo enorme, peludo y casi
desmayado a su cama, sin ningún tipo de ayuda.
—Siento que mañana me dolerá todo el cuerpo —dijo la Condesa casi
sin aliento, acurrucándose al lado de Gael.
Debido al exceso de esfuerzo físico que acababa de hacer y al cansancio
acumulado que tenía, Anne Marie se durmió.
Fue entonces que los sueños y las voces misteriosas se apoderaron de su
mente.
Capítulo 23: Revelaciones
«Querida Marcia,
En todos los años que llevas a mi lado, jamás has fallado en conseguir
información, aunque sea solo un chisme para satisfacer tu curiosidad. Por
eso eres la única en quien puedo confiar para lo que estoy a punto de
pedirte.
Creo, no, en realidad estoy muy segura, de que puede haber una forma
de romper la maldición de Gael, por eso necesito que te encargues de
averiguar qué sucedió con exactitud. Te pido que busques, con discreción, a
algún soldado que haya estado presente en la batalla donde murió el Rey.
Gael me habló de ese día pero no quiso darme detalles concretos.
Lo que espero de ti, son esos detalles, todos los que seas capaz de
conseguir. No escatimes esfuerzos en esta misión, Marcia, sé que eres capaz
de lograrlo. Como muestra de mi gratitud, quiero hacerte una promesa: si
me ayudas a descubrir la verdad, te aseguro que tendrás una cita con el
Consejero Luciano. Sé que estas loca por él, y considero que es hora de
recompensar tu lealtad y dedicación.
Por último, no quiero que pienses que lo de la crema es una simple
excusa, asegúrate de traerla cuando regreses con la información que te he
pedido.
Confío en ti, Marcia.
Anne Marie Delacroix, Condesa de Holst».
La marcha repentina del Alfa no solo había sido impulsada por su propia
debilidad, también se debía a una lista de tareas que eran de vital
importancia para su plan; tenía que dejar todo en orden antes de reunirse
con el consejero y los magos en el despacho.
Lo primero, era hablar con los soldados del Conde que se encontraban
en una sala de recuperación adaptada para ellos. Aunque las heridas más
graves estaban sanas y sus vidas ya no corrían peligro, muchos de ellos aún
tenían dificultad para desplazarse.
Eran más de una docena de hombres, quienes se sorprendieron al ver al
Alfa entrar acompañado del doctor y uno de sus tenientes en plena
madrugada. El rostro de Gael reflejaba una mezcla de amargura y dureza
que puso a todos en máxima alerta.
—Doctor, evalúe a estos soldados y dígame cuántos de ellos están en
condiciones de viajar —ordenó el Alfa en tono autoritario.
El anciano, acostumbrado solo a tratar con Lycans, se dirigió de mala
gana hacia los soldados de Holst. Mientras tanto, Gael se acercó al teniente
para darle instrucciones precisas:
—Cuenta el número de soldados que puedan montar a caballo y ve al
establo a preparar todo lo necesario para su partida antes del amanecer.
El teniente, con la voz temblorosa, balbuceó:
—P-Pero, Alfa, solo faltan un par de horas antes del amanecer.
Un gruñido gutural surgió del pecho de Gael que asustó a todos los
presentes.
—He dicho antes del amanecer —rugió—. No me importa cómo lo
hagas, te estoy dando una orden y más te vale cumplirla, de lo contrario
pelearás en la primera línea de batalla sin armadura.
Ante una orden como esa, el teniente no tuvo más opción que unirse al
doctor para apresurarlo y contar con rapidez.
Gael avanzó en dirección a los soldados: cada uno de sus pasos resonó
en la sala de recuperación provocando nerviosismo entre ellos; la repentina
mención de una batalla les hizo temer lo peor.
Cuando sintió que estaba bastante cerca de todos, habló con firmeza:
—¿Quién de ustedes ostenta el rango más alto?
Un hombre de mediana edad se levantó al instante y se colocó frente al
Alfa. Estaba nervioso, pero su honor y orgullo lo obligaban a enfrentar la
situación en representación de los demás.
—Alfa Gael, yo soy Patrick Jones, el jefe de guardia de la familia
Delacroix —dijo con determinación—. He estado bajo las órdenes directas
del Conde Alberth durante muchos años. Estos hombres son simples
soldados escolta, contratados para proteger a la Condesa. No somos
guerreros como ustedes los Lycan. Por favor, tenga eso en cuenta si piensa
enviarnos a pelear.
—No estoy planeando tal cosa. —Gael respiró hondo—. Lo que quiero
es que se lleven a la Condesa Delacroix de vuelta a Holst. Nuestros magos
han borrado sus recuerdos de la estadía en este lugar, y la han hechizado
para que duerma el tiempo suficiente, así cuando despierte, estará en su
hogar como si no hubiera pasado nada. Les pagaré a todos una gran suma
de dinero para...
Patrick interrumpió a Gael, su voz era desafiante y estaba llena de ira:
—¿Ya se ha divertido usando a Madame Delacroix y ahora la desecha
como una vulgar meretriz? No voy a aceptar dinero para que usted quede
con la conciencia tranquila.
»Mi señor, el Conde Albert, nos confió la vida de su hija, pero está claro
que aquí es su honor el que está en juego. Usted es el Alfa de este reino,
nadie lo juzgará, pero a Madame Delacroix la humillarán aún más que
cuando el Duque la repudió. Si usted quiere que la lleve de vuelta con su
padre, lo haré, pero no se atreva a ofrecerme dinero —dijo sin titubear.
Una oleada de culpa recorrió el cuerpo de Gael mientras escuchaba a
Patrick. Él era consciente de las consecuencias de sus acciones y se sentía
aún peor por las palabras de aquel hombre, porque, aunque sus motivos no
fueran deshonestos, tenía razón: Anne Marie sería objeto de burlas y
habladurías en su regreso a Holst.
—Entiendo que desde su punto de vista mis acciones le parecen una
canallada, pero no es así —dijo el Alfa suavizando su expresión y hablando
en un tono sincero—. No puedo explicarle los motivos, pero puedo
asegurarle que la Condesa estará mejor en Holst con su padre; sé que
ustedes podrán mantenerla a salvo allá. Si no aceptan el pago, entonces
lleven una carta al Conde y júrenme por su honor que solo él la leerá.
El jefe de la guardia lo observó por un breve instante y le pareció que el
Alfa era honesto en sus palabras.
Cuando se le ordenó buscar a la Condesa en la mansión del Duque, el
desprecio que Thomas mostró hacia ella era evidente. Pero Gael era
diferente, había sufrimiento oculto en su expresión y parecía tener una
lucha interna feroz.
Patrick no entendía qué lo había llevado a tomar esa decisión, pero ante
sus ojos no era más que cobardía.
Pocos días antes, Marcia los había ido a visitar y se había asegurado de
contar a todos que Anne Marie había pasado tiempo con el Alfa y que
ambos se veían felices. Recalcando que, en particular, la Condesa era quien
se notaba más ilusionada.
—Jamás se me ocurriría traicionar la confianza que el Conde ha
depositado en mí —respondió Patrick poniendo el puño derecho en su
pecho a modo de juramento—. Si usted envía algo para que él lo lea, me
encargaré de que llegue solo a sus manos.
El Alfa asintió, agradecido por la lealtad y compromiso de Patrick.
Sabía que podía confiar en él para cumplir con su palabra.
—Entonces así se hará. Prepárense todos para salir cuando el doctor
haya terminado su evaluación. Luciano los acompañará hasta la frontera de
Holst, confío en que ustedes puedan proteger a la Condesa el resto del
camino. ¡Teniente! —exclamó con voz fuerte, llamando la atención del
joven oficial—. Cuando todos estén listos, vaya a buscarme al despacho.
Una vez que Luciano terminó de redactar la carta, sus manos temblaban
y un sudor frío cubría su rostro, como si el peso de lo que había escrito se
hubiera infiltrado en su ser.
En un gesto de confianza, Gael le entregó el sello de lacre sin decir nada
más. El Consejero lo observó por un momento, con miedo e indecisión.
Luego lo pasó por la llama de una vela cercana para derretir el compuesto
rojizo y titubeó antes de colocarlo en papel.
Ante la presencia silenciosa del Alfa, presionó el sello contra el papel,
dejando la marca del escudo real grabado que sellaba el contenido del
sobre.
Para Luciano, guardar secretos bajo pena de muerte no era algo nuevo.
Como consejero de la realeza, estaba acostumbrado a la discreción. Pero,
ninguno de esos secretos anteriores, había calado tanto en su ser como el
que acababa de escribir.
Sentía un nudo en el estómago y un dolor terrible en el pecho. Lo que
custodiaba era algo que amenazaba con desgarrar la estabilidad y el
equilibrio del reino entero.
Mientras se levantaba, Luciano guardó el sobre con cuidado en el
bolsillo interior de su chaqueta, asegurándose de que estuviera protegido.
Cuando se dispuso a salir del despacho para cumplir con un mandato
adicional de Gael, varios golpes en la puerta anunciaron la llegada del
Teniente.
El Consejero abrió la puerta y recibió al oficial que parecía estar
agotado, como si hubiera corrido para llegar hasta allí.
—Consejero, he completado la tarea encomendada por el Alfa —dijo
con nerviosismo.
—Bien hecho —respondió Luciano con voz grave—, ahora,
acompáñame. El Alfa nos ha dado una última labor antes de marchar a la
batalla.
El joven oficial observó con detenimiento a Luciano: sus brillantes ojos
azules estaban enrojecidos, su mandíbula estaba tensa y las venas del cuello
se le notaban marcadas. Sabía que tales signos de angustia en un hombre
tan tranquilo como el Consejero no eran un buen augurio.
Capítulo 32: La bella durmiente
Anne Marie estaba tan concentrada en sus propios dilemas que comenzó a
tratar a Marcia con una naturalidad inusual. Casi parecía que su
subconsciente la había aceptado como aliada desde el momento en que le
confió aquel chisme.
Por su parte, Marcia, era muy consciente de la oportunidad única que
tenía para ganarse el favor de Anne Marie, y estaba decidida a no
arruinarla; fue por eso que mantuvo la discreción el resto del día, acatando
las órdenes de la joven con diligencia.
Cuando llegó la hora del té, Marcia acompañó a Anne Marie hasta la
entrada del jardín donde se hallaba el Conde. La doncella fingió que iría a
otro lado para darles privacidad. Pero, no era más que una farsa. Ella
incluso tenía preparado un lugar estratégico que le permitía escuchar todo
sin ser descubierta.
El Conde Alberth se hallaba perdido en sus pensamientos cuando su hija
se acercó y tomó asiento frente a él; se sorprendió gratamente al ver a Anne
Marie después de tantos días de aislamiento.
Ella se notaba más recuperada, pero su semblante no transmitía
amabilidad alguna, por lo que decidió no presionarla con palabras
demasiado efusivas.
Optó por mantenerse en silencio, dándole a su hija la oportunidad de
hablar cuando estuviera lista. Pero, cuando ella decidió hacerlo, fue él quien
no estaba listo para escuchar sus palabras.
—Dime, querido Padre, ¿cómo van los preparativos para conseguir tu
siguiente esposa? —dijo Anne sin inmutarse.
Cualquier rastro de sangre desapareció del rostro de Alberth Delacroix.
No tenía idea de cómo la joven había llegado a tan absurda conclusión.
—Hija, ¿q- qué estas tratando de…?
—¡No me mientas, padre! —exclamó— Los rumores van y vienen.
Quiero que hables con la verdad, ¿planeas casarte de nuevo? —interrogó
con claro enojo en su voz.
—Anne Marie Delacroix, he sido muy paciente y comprensivo contigo,
pero esto es demasiado, ¡no voy a permitir que me hables así! —Alberth se
levantó, enfadado—. Si tanto quieres saberlo, es cierto, varias mujeres han
mostrado un odioso y vulgar interés en mí.
Anne Marie, impactada por la respuesta directa de su padre, se levantó
igual de alterada que él.
—¡Entonces es verdad! —gritó, indignada.
—¡Yo las he rechazado a todas! —sentenció, golpeando la mesa con
fuerza—. ¿Acaso crees que cualquier otra mujer podría igualar la belleza de
tu madre? No solo eso, mi amada Angelique arriesgó su vida por mí tantas
veces. Nos cuidó a ambos cuando lo necesitábamos y cuando no. ¿En
verdad piensas que podría traicionar su memoria de esa manera? —con
cada palabra, el rostro del Conde se volvía más rojo.
Las lágrimas inundaban su rostro ante el recuerdo de su esposa, hasta
que el peso insoportable del dolor lo hizo caer de rodillas.
Anne Marie nunca había visto a su padre romperse de aquella manera,
pero comprendía su dolor a la perfección, porque era el mismo sentimiento
desgarrador de ausencia que la acompañaba día y noche.
Antes de que pudiera acercarse a consolarlo, Alberth levantó el rostro y,
con la voz llena de dolor, le dijo:
—Tú, hija, tú serás nombrada Condesa de Holst. Envié una carta al
Emperador; será oficial dentro de poco. Eres la única que merece el título
de tu madre. Yo nunca volveré a… —el Conde bajó el rostro, evitando la
mirada de su hija—. No quiero a otra mujer en mi vida.
El corazón de Anne Marie se llenó de sentimientos encontrados ante la
imagen de su padre llorando sin consuelo. Además, le dolía pensar que a
partir de ahora sería llamada de la misma forma que su madre y, aunque
reconocía que era un honor, no se sentía preparada para aceptarlo.
Incapaz de encontrar las palabras adecuadas o definir sus sentimientos,
siguió sus instintos y salió corriendo con los ojos nublados por las lágrimas.
Regresó a su habitación y se lanzó en la cama, olvidando quitarse el
hermoso atuendo que vestía. En la soledad y oscuridad de aquellas cuatro
paredes, el dolor y la añoranza por su madre se apoderaron de ella. Gritó
con el rostro hundido en la almohada hasta sentirse tan vacía y exhausta
como para dejarse arrastrar a un profundo sueño.
Horas más tarde, la doncella Marcia, tocó la puerta de la habitación con
suavidad:
—Señorita, es hora de ce-
—¡Lárgate! —gritó Anne con furia.
La doncella suspiró con pesadez desde afuera de la habitación.
—Parece que hemos vuelto al inicio —murmuró.
Sabía que su presencia no era bienvenida, pero algo en su interior le
instó a enfrentar a la fiera que había detrás de esa puerta. Aunque temía ser
golpeada con algún objeto o arrojada por la ventana, pensó en el
sufrimiento de Anne y eso le dio el coraje para seguir adelante.
Anne Marie había estado luchando en soledad contra un dolor que la
consumía día tras día. La doncella sabía que era momento de ponerle fin a
ese ciclo destructivo.
Decidida y un poco nerviosa, Marcia abrió la puerta, siendo recibida por
más gritos e improperios que ignoró. Anduvo con dificultad en la oscuridad
hasta llegar al balcón y abrió las cortinas de par en par, permitiendo que los
últimos rayos de sol de aquel nefasto día iluminaran la estancia.
Anne Marie sintiéndose ignorada, salió de la cama y enfrentó a la
doncella:
—¡Acaso estás loca! ¡¿No estás escuchando?! ¡No te di permiso para
entrar, lárgate de aquí ahora mismo! Voy a…
—Señorita, yo soy huérfana. Hace siete años, un grupo de soldados
desertores invadió la aldea donde vivía. Robaron y golpearon a todos; se
llevaron a las mujeres como esclavas y asesinaron a mis padres porque ellos
me ayudaron a escapar. No soy de la misma edad que usted, de hecho, tengo
17 años —dijo Marcia con valentía, mirando a los ojos de la joven frente a
ella.
Anne se quedó atónita ante la inesperada revelación de la doncella. Por
primera vez, su mirada llena de rabia se suavizó y un atisbo de compasión
se reflejó en ella.
Marcia no tuvo más remedio que romper el incómodo silencio con más
confesiones.
—He vagado de un lado a otro, luchando por sobrevivir y
manteniéndome a salvo lo mejor que he podido. No tuve tiempo de llorar la
muerte de mis padres, ni llegué a procesar por completo la idea de
quedarme sola en el mundo. Todo sucedió muy rápido. Los dioses pusieron
personas en mi camino que me brindaron ayuda, y aprendí mucho en los
años que vagué de un lado a otro.
»Llegar aquí fue un golpe de suerte —continuó la doncella—.
Agradezco que el Conde no haya investigado a fondo las credenciales que
le entregué, porque se habría dado cuenta de que, «mis padres», son simples
extranjeros que enviaron una propuesta de negocio para él en otro idioma.
Mi nombre está escrito ahí, porque les dije que sería yo quien leería, dado
que conocía al Conde Delacroix en persona.
Cuando Marcia terminó de hablar, escuchó un suave sonido que escapó
de los labios de Anne. Era una risa cargada con desprecio.
—Entonces, no solo eres una gran chismosa, ¿sino también una
mentirosa profesional? Eres capaz de engañar con facilidad a la nobleza e
infiltrarte para obtener una posición privilegiada en sus casas. Te expresas y
te comportas como alguien que ha recibido la mejor educación, pero solo es
una fachada... ja, ja, ja, vaya doncella resultaste —dijo Anne con sarcasmo.
Marcia sintió una punzada de dolor en su pecho, pero se mantuvo firme
en su propósito y siguió hablando.
—La verdad es que, si no hubiera huido de mi último empleo, habría
sido vendida como esclava a un hombre horrible, que era dueño de una
taberna. Me aterraba pensar en lo que podía hacerme, así que tomé todos
mis ahorros y escapé. Cuando llegué a Holst, escuché sobre la muerte de la
Condesa y me sorprendió tanto su valentía que investigué hasta el último
detalle —dijo Marcia sintiendo que un enorme peso caía de sus hombros.
Anne se quedó en silencio, procesando las palabras de su doncella. Poco
a poco, se sentó en el borde de la cama, contemplando sus propios
prejuicios y dándose cuenta de que la vida de Marcia no había sido fácil.
—Y bien, ¿cuál es tu propósito al contarme todo esto? ¿Estás cansada
de estar aquí y quieres irte? Supongo que no esperabas encontrar que la hija
de la Condesa era una odiosa niña mimada que se enfada por todo y con
todos —dijo Anne con frialdad.
Marcia sonrió con timidez y respondió:
—Señorita, usted ha sido la más decente de todas las personas a quienes
he servido y, no, no me quiero ir. Solo quiero decirle que entiendo su dolor
mejor que nadie. Deseé tener a mi lado a alguien que comprendiera mi
perdida, porque a esa edad yo misma no lograba comprenderla. Habría
deseado hablar en lugar de sufrir sola. Créame, el dolor llega a ser tolerable
con el paso de los años, pero no desaparece por completo. Así que, si no
está demasiado enfada conmigo, ¿me permitiría acompañarla en su duelo?
—Si prometes que nunca vas a chismear sobre mí con las otras
empleadas, ni a engañarme de nuevo, yo prometo que no le diré a mi padre
acerca de tus mentiras.
Una enorme sonrisa iluminó el rostro de la doncella y se lanzó para
abrazar a Anne Marie.
—¡Se lo prometo, señorita, se lo prometo! Nunca encontrará a una
doncella mejor que yo, ¡ya lo verá!
Anne Marie se separó del abrazo y miró a Marcia con seriedad.
—Escuchaste que me voy a convertir en la nueva Condesa, ¿no es
cierto?
Un silencio tenso se apoderó de la doncella.
—Eh... yo... sí, señorita, lo siento, no pude evitar escuchar —confesó
Marcia.
—Eres una desvergonzada. Espiar las conversaciones privadas de los
nobles es demasiado. Aun así, gracias, Marcia, yo... no tenía idea de lo
mucho que necesitaba a alguien.
Las palabras salieron acompañadas de lágrimas, y por primera vez en
mucho tiempo, Anne Marie permitió que alguien la consolara.
Capítulo 36: ¿Dónde está Marcia?
—Mis informantes me han dicho que el Alfa del reino Lycan cayó en
batalla. En el castillo permanecen unos pocos sirvientes; la realeza y los
líderes de sus clanes están en otro lugar, cerca del campo de batalla. La
situación es incierta, pero los rumores apuntan a que el segundo heredero al
trono tomará las riendas del reino. Es lo único que puedo decirle al
respecto.
»De las otras personas que usted mandó a buscar, no tengo información.
Pareciera que se los hubiera tragado la tierra. Pero, usted sabe que mis
hombres podrían ampliar el rango de búsqueda por un precio.
—Hazlo. —El Conde dejó caer en la mesa un saco repleto de monedas
de oro y lo acercó al informante—. Necesito respuestas, te estoy pagando
diez veces más de lo que debería. Justifica cada una de éstas monedas, de lo
contrario, pondré precio a tu cabeza.
Patrick estaba de pie tras el Conde, con la mano en la empuñadura de la
espada, sin perder de vista ningún movimiento del espía que el Conde había
contratado. Aunque no era la primera vez que Alberth hacia uso de sus
servicios, por insistencia de Patrick, accedió a que éste lo acompañara. No
era propio de un noble acercarse a lugares frecuentados por mercenarios y
ladrones, pero era la única manera de asegurar que su reunión quedaría en
secreto.
Cuando abandonaron el lugar y entraron al carruaje, el Conde se dejó
caer con pesadez y cubrió su rostro con ambas manos.
—No sé qué voy a hacer, Patrick. —Exhaló con frustración—. Por un
lado me alegra de que Anne Marie este conmigo, todo sucedió tal y como el
Alfa Gael había previsto. Pero saber que ese joven murió, me llena de
inseguridad. Tengo un mal presentimiento. No solo eso, es extraño que la
doncella desapareciera con uno de los sirvientes y que Luciano haya
cortado comunicación con nosotros. Por más que intento comprenderlo, no
le encuentro sentido a nada. Si tan solo pudiera preguntarle a mi hija, qué
fue lo que la envió a buscar, al menos tendría una pista de donde se
encuentra Marcia.
—Mi señor, esa doncella no es tonta. Aunque pareciera que su única
motivación es andar averiguando cosas, sé que es fiel a Madame y haría
cualquier cosa por ella. Además, según lo que escuché antes de partir, el
sirviente con el que desapareció no era uno cualquiera. Se trataba del
vasallo personal del Alfa, un joven que, por alguna razón, fue asignado
desde pequeño para atender a Gael en el castillo. Ni siquiera la reina puede
darle órdenes.
»Era un mandato que había dado el difunto rey Gideon. Ellos no eran
muy distantes en sus edades, pero el muchacho es un Omega. No se atreve a
mirar a nadie a la cara, menos al Alfa. Las pocas veces que lo vi cerca del
lugar donde nos quedábamos, se mantenía cabizbajo y su cabello le tapaba
el rostro. Pese a eso, no se veía como alguien débil, señor, más bien como
alguien que aparentaba serlo. Si la doncella le pidió ayuda, es porque sabía
que estaría a salvo con él.
El Conde enderezó su postura y miró al jefe de los guardias a los ojos.
—¿Qué haremos si el nuevo heredero al trono captura a Marcia? Ella no
sabe que Anne Marie está con nosotros, seguro intentará regresar al castillo,
Patrick.
—No se preocupe, mi señor. Incluso si la capturaran, se negaría a hablar
con Killian. Ella misma nos dijo que ese hombre era tan apuesto como
malvado. Estoy seguro de que preferiría morir antes de traicionar a
Madame.
—Patrick, quiero creer lo que me dices, pero esta sensación de angustia
no va a desaparecer hasta que esa doncella vuelva al lado de mi hija.
Capítulo 40: La Diosa de los Lycans