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Índice

PREFACIO
Capítulo 1: Las excentricidades de una Condesa
Capítulo 2: Me dices «loca», como si fuera algo malo
Capítulo 3: Solo por ti, iniciaría una guerra contra el mundo entero
Capítulo 4: Desvíos inesperados
Capítulo 5: ¡Él era tan guapo!, y tan… ¿amargado?
Capítulo 6: Así no es como debíamos conocernos
Capítulo 7: Amaneciendo a su lado
Capítulo 8: Mi querida futura suegra
Capítulo 9: Tú no eres nadie aquí
Capítulo 10: Dios las crea y el chisme las une
Capítulo 11: El bello durmiente
Capítulo 12: De aquí no me voy si no es con él
Capítulo 13: La cita de mis sueños, con el hombre de mis sueños
Capítulo 14: ¿Amor a segunda vista?
Capítulo 15: Las pelirrojas son las más peligrosas
Capítulo 16: Por fin a solas
Capítulo 17: La revelación del Alfa
Capítulo 18: El segundo príncipe
Capítulo 19: La maldición del Alfa
Capítulo 20: Noches de dolor
Capítulo 21: La futura reina de los Lycan
Capítulo 22: Situaciones inesperadas
Capítulo 23: Revelaciones
Capítulo 24: Problemas en el paraíso
Capítulo 25: Consecuencias
Capítulo 26: El último deseo
Capítulo 27: Adiós
Capítulo 28: Órdenes incuestionables
Capítulo 29: Cabos sueltos
Capítulo 30: Preparativos antes del fin
Capítulo 31: Juramento mortal
Capítulo 32: La bella durmiente
Capítulo 33: Mentiras piadosas
Capítulo 34: Mi doncella es la chismosa más confiable que conozco
Capítulo 35: Una promesa de lealtad
Capítulo 36: ¿Dónde está Marcia?
Capítulo 37: Todo queda entre familia
Capítulo 38: Arrepentimiento tardío
Capítulo 39: La división de los clanes
Capítulo 40: La Diosa de los Lycans
Fotos de los personajes
Próximo libro
©S.Wills 2024 primera edición.

Título original: El Alfa maldito: La caída del reino Lycan

Autor: S.Wills

Diseño de portada: Madison Scott

Maquetado: Madison Scott

Primera Corrección: Madison Scott

Obra registrada.

Todos los derechos reservados. ©S.Wills2024

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Prefacio

Los gruñidos se mezclaban con el golpe de las espadas y los aullidos de


dolor. Sabían que el viaje sería peligroso, pero no esperaban que fuera tan
extremo. El carruaje tuvo que desviarse a través del bosque, adentrándose
en una zona controlada por el clan de los guerreros fantasmales, conocidos
enemigos mortales del reino Lycan. Ahora todo estaba claro: el derrumbe
que bloqueaba la ruta segura no fue accidental, sino una emboscada
planeada.
Los hombres encargados de escoltar a la Condesa junto al Alfa salieron
a luchar de inmediato, uniéndose a los soldados del Conde. Anne Marie, por
su seguridad, permaneció encerrada en el carruaje, aferrándose con fuerza a
la daga que siempre llevaba consigo e intentando controlar sus emociones.
Pero, la situación fuera del carruaje, no parecía mejorar.
—¡Lo sabia!, estos desgraciados me ocultaron que también tenían
enemigos en la frontera de nuestro reino. Al final es mi culpa por andar
corriendo detrás del hombre de mis sueños. Seguro me matarán o me
llevarán prisionera y lo peor es que… ¡Ni siquiera podré confirmar qué tan
apuesto es en realidad!
De pronto, las lamentaciones de la Condesa fueron interrumpidas por un
enorme impacto que volteó el carruaje de lado. Su cuerpo cayó con
violencia hacia atrás y se golpeó la cabeza. Anne quedó inconsciente por
unos instantes, pero un dolor agudo y punzante la obligó a abrir los ojos. A
medida que fue recuperando el conocimiento, escuchó los gritos
desesperados de Luciano:
—¡Condesa! ¡Condesa! ¡Salga de ahí!
La vista de Anne Marie estaba afectada por el golpe; no podía enfocar
lo que tenía al frente y todo le daba vueltas. Intentaba mover un poco su
torso, pero la posición de su cuerpo en el carruaje le impedía levantarse. La
Condesa luchaba con todas sus fuerzas para incorporarse e intentar salir,
pues los gritos de Luciano se escuchaban cada vez más lejanos.
No tenía idea de lo que sucedía afuera. Las ventanas y puertas estaban
selladas para garantizar su seguridad, y por alguna razón, el alboroto de
gruñidos y alaridos ya no era tan fuerte como antes. Le parecía que estaba
dentro de una burbuja, apartada de la ferocidad de la batalla. El calor dentro
del carruaje era sofocante. En la posición en la que se encontraba, solo
podía intentar patear una de las puertas y estaba determinada a hacerlo. Era
cuestión de vida o muerte; su cuerpo le advertía que estaba quedándose sin
oxígeno.
Cubierta de sudor y agotada, pensó que no volvería a ver a su amado
padre si se desmayaba ahí. Para darse ánimos, se dijo a sí misma que:
«Alberth Delacroix, Conde de Holst, no había criado a una mujer débil y su
madre era la mujer con más valor y fortaleza que había conocido»."
Anne se sintió tan llena de energía por el recuerdo de su madre, quien
luchó hasta el final por su vida, que dio una patada tan fuerte a la puerta y
esta se abrió de golpe pero, al mismo tiempo, su zapato salió volando.
—¡Maldición! ¡¿Es que acaso una dama no puede conservar la
delicadeza en medio del caos o al menos un zapato?! —gritó llena de
frustración.
Extendió los brazos para aferrarse al asiento y obtener impulso para
salir, pero el movimiento repentino y la fuerza ejercida, provocaron un
enorme desgarro en la parte trasera de su vestido.
—¡Me lleva la… diosa! —exclamó de nuevo.
Mientras intentaba salir sin perder el resto de su vestido, murmuraba
palabras obscenas debido a su situación. En cada intento, la parte frontal de
la prenda se deslizaba, dejando sus pechos peligrosamente expuestos.
—¡Ya lo decía mi madre! ¡Tener un busto generoso es una bendición y
una maldición! ¡Jamás vuelvo a salir sin un corpiño! —Por estar tan
alterada, olvidó que se encontraba en medio de un conflicto armado—. ¡No
aguanto más, es ahora o nunca! —al decir esto, se impulsó con toda su
fuerza hacia arriba, sacando la mitad de su cuerpo fuera y lo que vio a su
alrededor la dejó sin habla por unos instantes.
El carruaje se había sumergido en aguas oscuras, fangosas y putrefactas.
Apenas quedaba visible una parte del mismo. Estuvo a punto de morir
asfixiada allí dentro.
Una repentina corriente de aire en el pecho le hizo sentir frío. Miró
hacia abajo y se dio cuenta de que la tela que cubría su busto se había
deslizado por completo al salir. Para su fortuna, nadie se percató de ese
pequeño accidente en medio del bullicio de la batalla. Con rapidez,
acomodó lo que quedaba de su vestido, y lo sostuvo con fuerza contra su
pecho para evitar que se moviera otra vez.
Anne Marie observaba la pelea desde varios metros de distancia. Los
soldados que escoltaban el carruaje por orden del Conde estaban malheridos
pero seguían luchando. Dos enormes lobos estaban peleando contra decenas
de seres de apariencia humana y fantasmal. Los zarpazos letales de las
garras no les hacían daño, y las mordidas de ambos eran inútiles contra esas
criaturas. Después de observar con detalle entendió el porqué: aquellos
guerreros podían desmaterializar su cuerpo a voluntad y volver a
materializarse con la misma rapidez para evitar ser heridos. Estaba segura
de que si se materializaban, al menos por unos segundos, Luciano y Marcus
podrían deshacerse de ellos con facilidad.
Ella también se encontraba en peligro y necesitaba actuar rápido, ya que
el carruaje seguía hundiéndose. Pensó que su mejor opción era centrar toda
la atención en ella. Lo único que podría funcionar era emitir un sonido tan
fuerte y agudo para acallar el tumulto de la pelea. Pero se dio cuenta de que
no tenía nada a su alcance para lograrlo y, para colmo, no sabía silbar. Esto
no hizo más que aumentar su enfado, que en ese momento ya era
considerable.
Anne Marie estaba herida y asustada, viendo como el carruaje se hundía
en un pantano con un hedor nauseabundo e insoportable. Había perdido un
zapato nuevo y su vestido más hermoso, el mismo con el que iba a
presentarse ante su futuro marido se había roto. Sus pechos se salían a cada
momento para su desgracia y lo único que quería hacer era gritar de pura
frustración. Se puso de pie encima del carruaje, con los puños apretados y,
poseída por un enfado sobrenatural, llenó sus pulmones de aire para luego
dejar salir su voz con tanta rabia que todos se detuvieron a taparse los oídos.
Cuando se le acabó el aire a la Condesa y cesó su grito, observó que
tanto los enemigos como los soldados y los emisarios, la miraban con gran
interés: la tela del vestido había vuelto a caerse.
El primero en apartar la mirada con vergüenza fue el consejero Luciano;
luego el General Marcus hizo lo mismo pero, aprovechándose de las dos
distracciones de la Condesa, ambos empezaron a destrozar a los enemigos
que estaban en su forma humana a una velocidad vertiginosa. Anne Marie
Delacroix, Condesa de Holst, había sido capaz de crear la distracción
perfecta, pero no se enorgullecía de los métodos que había utilizado.
Cuando empezaba a angustiarse de nuevo al observar su precaria
situación, un aullido atronador la sobresaltó. Era un sonido cargado de
energía y poder, capaz de estremecer las hojas de cada uno de los árboles en
el bosque. Por un momento, parecía que todo vibraba y, de cierta forma, así
era. Incluso su cuerpo reaccionó, erizándose de pies a cabeza; nunca había
sentido nada igual.
Las formas lobunas de los emisarios se volvieron más grandes y
feroces, ambos recargados de energía y regenerados por la cercanía de otro
hombre lobo, uno que podría ser más fuerte que todos... El Alfa.
—¡Ay Dios mío! No puede ser. No, no, no puede ser él. ¡Estoy hecha un
desastre, medio desnuda y sin zapatos! —Buscó con su mirada algún
indicio de la presencia del hombre que deseaba conocer, pero solo había
conmoción y un frenesí descomunal en los lobos de Luciano y Marcus.
Al verse acorralados y con muchas bajas en su bando, los guerreros
fantasmales decidieron que era momento de retirarse. Huyeron al bosque
intentado escapar de la muerte a manos de los lobos, pero estos, dominados
por su sed de sangre, fueron tras ellos dejando a Anne Marie sola con los
soldados del Conde que apenas estaban con vida.
—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡No creo que esto resista por más tiempo! —gritó
desesperada e intentó llamar a los soldados para que la rescataran.
Quienes la escucharon se arrastraban, haciendo lo posible por ayudar
aun con la gravedad sus heridas. Aunque lo intentaran, estaban seguros de
que no podían llegar hasta ella sin morir ahogados en aquellas aguas
mortales. Anne lloraba al verlos así y pensó que moriría junto a aquellos
hombres tan leales y valientes.
Cuando creyó que ya no había ninguna esperanza, escuchó que algo
enorme se acercaba a toda velocidad por el bosque. Venía derrumbando
todo a su paso, como una avalancha.
Una vez que se detuvo justo en el lugar de la batalla, dejó ver su forma:
Era un lobo blanco con el pelaje lleno de sangre. Sus ojos, estaban cerrados
y se había detenido a olisquear el ambiente.
—¡Ayuda! ¡Soy Anne Marie Delacroix, condesa de Holst! Dos
emisarios de tu reino me escoltaban, iban a llevarme con el alfa Gael! —
gritó Anne Marie, sintiéndose mareada de nuevo y con mucho dolor de
cabeza.
El gran lobo ensangrentado había escuchado atentamente cada palabra
dicha por ella, pero no parecía muy apurado por rescatarla. Estaba distraído
y miraba hacia otro lado.
—¡Estoy encima de un carruaje que ya se ha hundido por completo en
esta ciénaga! ¡Trae a alguien! ¡Haz algo, por favor!
Lo único que obtuvo del licántropo, fue un gruñido rabioso enseñando
una larga hilera de dientes afilados. El gesto le pareció una orden para que
se callara. Sus orejas se movían ligeramente de un lado a otro en señal de
que escuchaba algo a lo lejos.
Anne empezó a sentir como sus tobillos eran tragados con lentitud por
el pantano y la visión del lobo blanco se volvió a un más lejana, tan difusa
que no podía distinguir de él mas que una mancha.
—Parece que no voy a conocer a mi futuro esposo. —Dejó salir un
suspiro cargado de tristeza y cayó, sin fuerzas, sobre sus rodillas—. Hubiera
sido maravilloso verlo antes de morir.
El olor a podredumbre le producía arcadas; cada vez estaba más cerca
de perder el conocimiento. Antes de desfallecer, volvió a escuchar el aullido
del lobo, pero era muy distinto al primero. Aquel aullido era una melodía
suave que calaba con profundidad en sus huesos, como si estuviera
sanándola. Se sintió reconfortada durante unos breves instantes y, con la
vista menos afectada, pudo observar cómo el enorme lobo blanco se
acercaba a ella, caminando con cuidado entre los soldados heridos.
Cuando llegó a pocos metros del pantano, su cabeza se sacudió con
violencia y comenzó a estornudar. Los vapores putrefactos que emanaban
de aquel lugar golpearon con fuerza su agudo sentido del olfato. A pesar de
ello, intentaba resistir para acercarse a donde se encontraba la Condesa.
El lobo rodeó un par de veces el pantano y luego comenzó a hacerle
señas a Anne Marie. Apuntaba con su cabeza hacia ella y luego simulaba
dar un brinco. A pesar de no haber abierto los ojos en ningún momento, él
sabía dónde se encontraba la Condesa.
—¿Estás loco? ¿Cómo vas a saltar hasta aquí? Ambos nos hundiremos.
Mira, la mitad de mis piernas están bajo este asqueroso lodo. Además, estás
demasiado lejos, no vas a llegar a… —Un gruñido fuerte hizo que se callara
de nuevo—. ¡Eres un grosero! Haz lo que quieras, ya no me importa. A este
paso igual voy a morir aquí —dijo con resignación.
Estaba cansada de taparse el pecho con una mano y apoyarse con la otra
en lo poco que quedaba del carruaje bajo aquellas aguas lodosas, así que
decidió sacar sus últimas fuerzas e intentar ponerse de pie. Si el lobo saltaba
donde ella estaba, tenía mas probabilidades de sostenerse e intentar salir
con él. Eso suponiendo que llegara a saltar la enorme distancia que los
separaba.
El licántropo empezó a dar pasos atrás con la mayor concentración. Los
soldados se apartaron de su camino y en secreto imploraban a los dioses que
él pudiera salvarla. Cuando se detuvo, no hizo el mas mínimo intento de
correr, simplemente bajó su cuerpo para impulsarse y saltar. Lo siguiente
que todos vieron, fue a un enorme canino con sus grandes patas extendidas
atravesando el aire.
Cayó con precisión al lado la condesa, dándole tiempo apenas, de que
ella le enterrara las uñas en su espeso pelaje. Sin perder ni un segundo,
volvió a saltar con la misma fuerza haciendo que Anne Marie gritara
mientras ambos cruzaban el pantano por los aires.
El aterrizaje para el lobo blanco no sería perfecto en esta oportunidad.
Tenía que hacer una maniobra riesgosa en el aire para proteger el cuerpo de
Anne Marie del impacto: Transformarse en humano y envolverla con sus
brazos. Solo así sería él quien recibiría la mayor parte daño.
Todo sucedió en un parpadeo. Para cuando la Condesa se dio cuenta que
estaba atrapada entre los brazos de un hombre desnudo y sudoroso, el
impacto de ambos contra el suelo la dejó inconsciente.
Capítulo 1: Las excentricidades de una
Condesa

Una semana antes.


—Madame, ¿qué tipo de ropa se pondrá hoy? Un vestido blanco de
satén combina a la perfección con su piel, ¡se vería hermosa!, o un vestido
rosa a juego con sus zapatillas favoritas también se vería muy bien —
propuso la doncella, Marcia, con entusiasmo.
Así comenzaba otro día en la vida de la joven de veintiún años, con
cabello largo rojo y un rostro de una belleza impactante por la cual era
conocida en todos los reinos aledaños; la vida de la Condesa Anne Marie
Delacroix.
—Para la hora del té de esta tarde, hemos preparado su pastel de fresas
favorito. Por supuesto, también hemos preparado su té con leche, aquel que
tanto le gusta, ¿verdad? —preguntó Marcia, con una insistente y luminosa
sonrisa.
Las atenciones excesivas se repetían a diario. Todo había sido así desde
que se divorció del Duque Thomas Rotts, mano derecha del Emperador. Fue
despreciada y humillada por él durante los dos años que duró su
matrimonio. El simple hecho de que su esposa no pudiera quedar
embarazada, era una deshonra para él y, en consecuencia, para el reino
entero. Incluso el Emperador dio la aprobación para disolver su unión, al
considerar ese matrimonio como un infortunio para el linaje real.
—¡Madame! ¡Mire, han llegado las nuevas zapatillas que encargó! —
Marcia seguía intentando, con poco éxito, animar a la Condesa para ver si
lograba sacarla de la cama.
Una vez que el matrimonio fue disuelto, regresó a los dominios de su
padre el Conde Alberth Delacroix, en la provincia de Holst. Su titulo de
Condesa fue restituido, pero eso no evitó que las otras familias de la
nobleza se negaran a tratarla como deberían. Al ser la hija única del Conde
Delacroix, el Emperador consideró prudente mantener los negocios y las
relaciones comerciales intactas, pues su territorio contaba con una de las
economías mas solidas del reino.
—Oh, Madame, también debo recordarle que su padre quiere tomar el té
con usted esta tarde —dijo la doncella con un tono más solemne y serio.
—¿Hay algún motivo en especial para que mi padre desee verme? —
respondió finalmente la Condesa.
—N-No lo sé, Madame. Él sólo ordenó que la llevara, sin excusas, al
jardín para la hora del té. Por favor, Madame, el Conde amenazó con
castigarme si usted faltaba como las últimas veces.
Los gestos suplicantes de Marcia eran genuinos, por lo cual Anne se
compadeció de ella y, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, salió de la
cama.
Ya la había metido en problemas con anterioridad, pero esta vez parecía
mas serio. Era cruel dejarla recibir un castigo sólo porque ella estaba harta
de las formalidades de su padre.
—Bien. Iré con él, deja de angustiarte. Ya sabes que no deseo
enfrentarme a las miradas de todos en la mansión. Odio ser su único tema
de conversación, pero mi padre parece estar sordo y ciego.
—¡No diga eso, Madame! Su padre la ama, por eso hizo hasta lo
imposible para traerla de vuelta a casa. ¡La indignación de ver como el
Duque aceptaba una concubina tras otra, lo consumía! Él intenta estar al
tanto de cada cosa que sucede entorno a usted, ¡se lo puedo asegurar!
—No hace falta que lo digas con tanta vehemencia, Marcia. Tu enorme
fama de chismosa es bien conocida. Pero, de todos en la mansión, eres la
única que no me ha tratado con asco o desprecio desde que regresé.
El rostro de la doncella palideció y luego se sonrojó ante lo que parecía
ser «un cumplido».
Llegada la tarde, la Condesa se dirigió al jardín. No quería —ni podía—
disimular el enojo que sentía y eso se reflejaba con claridad en sus
facciones.
A lo lejos pudo ver las figuras relajadas de varios hombres, estaban
teniendo una agradable conversación alrededor de una pequeña mesa de
jardín. Entre ellos, solo logró distinguir a su padre, el Conde. No hacia falta
ser adivino para saber el motivo de esa reunión: se trataba de otra propuesta
de matrimonio por conveniencia.
—Caballeros —dijo Anne Marie, haciendo una breve reverencia a
modo de saludo. Los presentes se pusieron de pie y respondieron al gesto
con elegancia y cortesía.
—Hija, te presento a nuestros invitados. Han venido del honorable reino
Lycan, en representación del Alfa Gael.
—¿Así que, mi situación actual y la desgracia de mi matrimonio fallido
han viajado hasta los confines de la tierra? No podría estar más feliz —
respondió en un tono seco y monótono, haciendo que el Conde crispara los
puños y contuviera la respiración.
Los emisarios del reino Lycan, se sorprendieron al principio pero,
extrañamente, no encontraron grosera la respuesta de la Condesa, por el
contrario, mostraron sus brillantes y afilados colmillos en un par de
discretas sonrisas.
—Condesa Delacroix.
—Por favor, caballeros —interrumpió—, ya que están al tanto de mi
vida, diríjanse a mí de una manera menos formal.
—¡Anne Marie! –exclamó el Conde, cuyo rostro se había contraído en
una mueca furiosa.
—Sí, ese es mi nombre. Gracias, padre. Siempre vas un paso adelante
—dijo ella sonriendo de una forma desvergonzada.
La Condesa no tenía ninguna intención de agradar a esas personas, ni de
escuchar «sus propuestas para restaurar su honor perdido». En lo que a ella
le concernía, podían poner sus maravillosos acuerdos nupciales en lo más
profundo de sus…
—Madame Delacroix, le agradezco que nos evite las formalidades, y no
solo eso, le agradezco también que nos haga sentir como en casa. Para
nosotros, los Lycan, es muy difícil mezclarnos con otros reinos debido a
nuestra personalidad desafiante.
Los ojos del hombre parecían cerrarse una vez que su enorme sonrisa
lobuna apareció.
—Ha hecho un magnífico trabajo criando a su hija, Conde Delacroix —
añadió el segundo emisario, mientras tomaba un sorbo discreto del té recién
servido.
La situación empezaba a ser un tanto inusual para el Conde, por lo que
decidió respirar en profundidad y retomar su estado de calma.
—Hija, estos caballeros no han venido con las mismas intenciones de
los otras familias nobles. De haber sido así, ya estarían afuera de la mansión
—dijo con seriedad a su hija. Luego dirigió la mirada a los caballeros que
se hallaban frente a él—. Espero no lo tomen como algo personal. Mi hija
ha pasado por demasiadas humillaciones en los últimos meses.
—No se preocupe, Conde Alberth, nosotros entendemos a la perfección.
Como dijo Madame Delacroix, estamos al tanto de todo y no tenemos la
intención de incomodar. Pero, me temo que nuestra visita, sí incluye una
propuesta de matrimonio —dijo el emisario, dirigiendo sus hermosos ojos
dorados hacía Anne, a la espera de ver alguna reacción.
—¿En qué me beneficia este acuerdo de matrimonio? —el grado de
insolencia en la respuesta de Anne Marie, hizo palidecer al Conde, quien no
tardó en exclamar con visible angustia:
—¡Dios mío!
—¡La beneficia muchísimo, Madame! El Alfa Gael, no es un noble
común, él está a punto de ascender al trono y será proclamado Rey una vez
que se haya casado. En consecuencia, usted sería la Reina de los Lycan.
La mirada del hombre seguía buscando alguna señal de asombro o al
menos una reacción indicativa de que estaba por convencer a la Condesa,
pero no la encontró.
—Hay algo que usted me está ocultando, señor…
—Marcus Verae, General del ejercito del reino Lycan y me acompaña el
Consejero real, Luciano Mavel.
Sus semblantes estaban llenos de nerviosismo, lo cual aumentó, aún
más, las sospechas de Anne.
—Bien, General Marcus. Dígame, con honestidad, ¿por qué no están
buscando una candidata a Reina dentro de la nobleza Lycan? Puedo
asegurarle, y mi padre amablemente confirmará, que yo no me transformo
cada luna llena en una bestia peluda. Mi cabello es así de abundante por la
genética de mi familia.
Los emisarios se quedaron pasmados y el Conde Alberth tuvo un
violento ahogó con su té.
El rostro de Anne no mostraba ningún signo de arrepentimiento ante sus
acciones. Aquello era una farsa y no lo iba a tolerar.
Los sirvientes se acercaron corriendo para ayudar al Conde y limpiar la
bebida que había derramado. Por otra parte, los Lycan, que seguían en
completo estado de shock, se miraron el uno al otro y comenzaron a reír a
carcajadas; parecía que habían quitado un peso de sus espaldas y estaban
disfrutando, más de lo necesario, de aquella infame muestra de petulancia.
—Disculpe, Madame Delacroix, fue inevitable. Sus palabras son tan
afiladas como las de nuestro Alfa. Ya veo que hicimos bien en venir —dijo
uno de los Lycan, intentando justificar la situación.
—Permítame que sea yo quien le explique —intervino Luciano, el
Consejero real, quien hasta entonces había estado analizando a la Condesa
con discreción—. El Alfa Gael es una persona de carácter difícil. Es un
guerrero acostumbrado a defender las fronteras del reino con sus tropas, y
ya había expresado su decisión de no querer ascender al trono. Pero, por
mala fortuna, hace unos meses, el Rey murió en el campo de batalla
convirtiendo a nuestro Alfa en el único heredero del reino.
—Lo lamento mucho, pero siguen sin responder mi pregunta. —Anne
Marie cerró los ojos y suspiró con impaciencia—. Si insisten en su
comportamiento deshonesto y evasivo, me retiraré. No tengo intenciones de
seguir perdiendo el tiempo.
—Hija, creo que estás siendo muy descortés con nuestros invitados. No
deberías ha-
—Madame —interrumpió el Consejero real levantándose al instante—,
nuestro Alfa fue herido por la maldición de un hechicero muy poderoso, en
la misma batalla que murió el Rey. Apenas pudo sobrevivir y darle la
victoria a nuestro reino, pero él… quedó ciego en su totalidad.
Su mirada llena de angustia era genuina; decía la verdad y, por
supuesto, ahora estaba claro lo que en realidad querían, o esperaban de
Anne.
El Conde Alberth, quien había sido ignorado hasta entonces, cambió su
actitud por completo. Estaba impactado ante la revelación y no parecía
agradarle, en lo absoluto, lo que había escuchado. Entonces, se dirigió a los
emisarios con expresión fría e impasible:
—No. Mi hija no será la esposa de un lisiado. Siento mucho lo de su
Alfa, y reitero mi respeto hacia su reino, pero mi hija es la Condesa, una de
las damas más hermosas y educadas del reino del oeste y, aunque cargue
con la deshonra de haber sido repudiada, no permitiré que la sigan
humillando.
—Parece que usted no entiende, Conde Delacroix. —El General Marcus
intervino, mostrando una expresión tan seria como la de su interlocutor—.
Nuestro Alfa es el guerrero más temido del reino. ¡Un hombre capaz de
infundir miedo a sus enemigos con su simple presencia!
»Antes del terrible incidente que lo dejó ciego, era el hombre más
deseado de los reinos del norte. No existe mujer que evite suspirar delante
de él y eso sin hablar de su inteligencia y educación.
—¿Qué tan guapo dijo que es? —interrumpió la Condesa, mostrando al
instante un gran interés.
—¡Hija! —exclamó el Conde.
—Tanto que hace sonrojar hasta a sus propios soldados —dijo el
Consejero rebosante de orgullo.
—Anne Marie Delacroix, te prohíbo que lo consideres.
—Y… ¿Es atlético?
—Tiene la fuerza de más de veinte hombres —añadió el General.
—¡Ay, Dios mío! —Un rubor intenso envolvió las mejillas de Anne; en
secreto agradecía a Marcia por darle un abanico a juego con su vestido—.
¿Tienen alguna exigencia en particular para mí? Como sabrán, no pude
darle herederos a mi anterior esposo.
—Hija, no puedes estar hablan-
—No, Madame Delacroix. Si usted acepta, no se le exigirá nada en lo
absoluto. Necesitamos que nuestro reino vuelva a tener un gobernante, de lo
contrario, nuestros enemigos intentarán invadirnos aprovechando la
situación de inestabilidad. El Alfa debe tener una compañera y en nuestro
reino, las mujeres lo desprecian por la maldición que carga. Los reinos
aledaños son enemigos. Nuestra última esperanza es usted.
—¡Basta! —El Conde se levantó, mostrando un semblante lleno de ira
—. Caballeros, esta reunión se ha terminado. Anne Marie, ve a tu
habitación ¡No voy a tolerar más faltas de respeto en mi casa!
Los emisarios, se levantaron en silencio intentando contener su enfado.
La tensión de sus mandíbulas y el ligero temblor en sus labios que dejaba
ver lo afilado de sus caninos, puso un poco nerviosa a la Condesa; parecían
perros rabiosos dispuestos a atacar en cualquier instante.
Tal proposición era tentadora y Anne Marie quería dejarle en claro a su
padre que ella ya no era una niña.
—Padre, perdóname por desobedecerte, pero ya estoy cansada de vivir
encerrada siendo la comidilla de los sirvientes y la burla del reino en
general. No puedo ir a ninguna parte sin ser señalada como “la Condesa
repudiada”.
»Los nobles me evitan como si fuera a contagiarles algún tipo de
enfermedad. Incluso mencionar mi nombre se considera algo de mala
suerte. Aceptaré la propuesta del reino Lycan.
—¡No! Anne Marie, ¡lo prohíbo! ¡No puedes desobedecerme! Si te vas
yo…
—¿Qué?, ¿vas a desheredarme? Señores. —Anne dirigió la mirada
hacia los emisarios—. ¿Su reino es pobre?
—¡Por supuesto que no, Madame! Nuestro reino cuenta con enormes
riquezas y el castillo donde vive el Alfa, es más lujoso que cualquiera que
haya visto antes. Si usted acepta, cualquier cosa que desee la tendrá al
instante —respondió el Consejero real con orgullo.
El Conde intentó balbucear alguna excusa, pero las palabras le hicieron
un nudo en la garganta. Al parecer, su bebé, su tesoro, su pequeñita, su
única hija, lo odiaba. Ella tenía el peor concepto de él, aunque su intención
solo era protegerla de quienes deseaban añadir mas vergüenza y dolor a su
vida. Con profundo pesar, pensó que era mejor no decir nada más acerca del
asunto para no seguir dañando su relación con Anne Marie.
—Esta bien. No creo que haya necesidad de seguir discutiendo. Lo que
mi hija decida, se hará. Señores, disculpen el malentendido. Pueden
descansar de su largo viaje, los sirvientes les indicarán el camino a sus
habitaciones. Contarán con comodidades dignas de invitados de honor.
El Conde dio las últimas indicaciones a los sirvientes, hizo una breve
reverencia a los presentes y se retiró dejando a su hija con los emisarios.
—Madame Delacroix, creo que es mejor que nos retiremos a descansar,
por ahora, como lo ha dispuesto su padre. No creo conveniente seguir con la
reunión en su ausencia. Después de todo, nos ha abierto las puertas de su
mansión mostrando una generosidad que no puede ser ignorada. El emisario
y yo nos sentiríamos más a gusto de esta manera, claro, siempre que no sea
un problema para usted —dijo el General Marcus, quien era conocido como
un guerrero sabio y elocuente.
Él sabía que actuar con paciencia, midiendo cada un de sus actos, le
aseguraba la victoria en cualquier situación, y esta, en particular, era una
misión de vida o muerte; las fallas no serían toleradas.
—Estoy de acuerdo con ustedes, caballeros. Yo también me retiro por
ahora, creo que tengo algunos asuntos que discutir a solas con mi padre
antes de darles mi respuesta final, ya que, como se habrán dado cuenta,
nuestros puntos de vista acerca de mi vida aquí, son opuestos.
—Pero ¿usted va a considerar todo lo que le acabamos de decir,
Madame Delacroix? —dijo el ministro mostrándose un tanto ansioso.
El General lo miró como si quisiera estrangularlo y Anne percibió el
gesto como una mala señal.
«Parece que este contrato tiene más letras pequeñas de las que me han
revelado», pensó.
Capítulo 2: Me dices «loca», como si fuera
algo malo

Los rumores en el pasillo de la mansión eran más escandalosos de lo


habitual. La Condesa intentaba ignorarlos mientras caminaba en dirección a
la oficina de su padre, pero cada comentario parecía volverse más
descarado cuando ella pasaba.
—¿Escuchaste que los huéspedes son hombres lobo del norte? —dijo
uno de los criados encargados de la limpieza del amplio corredor de la
mansión.
—¡Sí! Son bestias que pueden transformarse en humanos. Si no fuera
por su fuerza sobrenatural, los reinos del sur y del este ya los habrían
exterminado —añadió otro sirviente mientras pulía el piso.
—Los rumores dicen que el nuevo gobernante está maldito.
—¡Ja! Entonces es perfecto que haya pedido matrimonio a la hija del
Conde, son el uno para el otro.
Anne Marie detuvo sus pasos al escuchar cómo se reían de ella después
de decir esas cosas. Aunque su educación le exigía mantener el control, ya
que era una dama y no podía permitirse tal comportamiento, su rabia la
cegó por completo. Había perdido todo rastro de autocontrol y decidió que
era hora de liberar a la bestia.
Miró a su alrededor y tomó entre sus manos uno de los numerosos
jarrones de porcelana con plantas que estaban dispuestos a lo largo del
pasillo, diciendo en voz alta:
—Siempre me ha disgustado el olor de esta planta. —Sin previo aviso,
lo lanzó en dirección a los sirvientes, causando un gran escándalo y
esparciendo tierra negra por el recién pulido suelo—. Hum, aún huele mal,
tal vez no era la planta, tal vez es esta.
La Condesa repitió el acto con la misma violencia, impactando una
pared blanca cercana a los sirvientes y salpicando todo de barro a su
alrededor.

Los sirvientes enfurecidos le gritaron sin el más mínimo respeto:


—¡¿Acaso se ha vuelto loca?!
Anne Marie hizo una mueca de desagrado y les respondió:
—Tal parece que no son las plantas, sino ustedes. Cada vez que abren la
boca, la mansión se llena de un olor a podredumbre. Deberían considerar
lavarse la boca de vez en cuando, es realmente asqueroso.
Los hombres, enfurecidos por sus palabras, levantaron las manos para
agredirla, pero antes de poder acercarse a ella, escucharon dos gruñidos
fuertes que los paralizaron y los hicieron temblar de miedo.
Anne Marie no había previsto las consecuencias de sus acciones, pero
desde su separación del Duque solía llevar una daga escondida en su corsé.
Dadas las circunstancias, planeaba usarla después de ser golpeada por los
criados, solo así podría alegar «legítima defensa».
El Consejero y el General de la nación Lycan aparecieron al instante.
No había escuchado sus pasos y estaba muy segura de que no los había
visto acercarse. El General Marcus, un hombre alto e imponente con una
espesa cabellera oscura, era quien gruñía más fuerte. Sus manos mostraban
enormes garras afiladas, no solo eso, Anne Marie tenía la impresión de que
sus colmillos eran mucho más grandes de lo que recordaba.
Los sirvientes cayeron de rodillas, temblando como si fueran obligados
por una fuerza invisible, y dirigieron sus ojos llenos de lágrimas hacia ella:
—Por favor, mi señora, dígales que no nos hagan daño, se lo suplico.
—¿Por qué debería hacerlo? Ustedes iban a atacarme. Nuestros
honorables invitados sólo intervinieron a mi favor, como los caballeros que
son. Por cierto, ¿cómo se castiga una ofensa de esta magnitud en el reino
Lycan, señor Consejero?
Luciano, el Consejero, también en posición de ataque, le respondió con
voz profunda y gutural, muy diferente al tono amable y cortés que había
usado al presentarse ante ella:
—Los lanzamos como alimento a nuestros lobos más feroces —dijo sin
apartar la mirada de los sirvientes.
—Oh, es un castigo... interesante. Bien, ya escucharon a los señores,
ahora recojan todo esto y dejen el lugar más limpio de lo que estaba antes.
De lo contrario, hablaré con mi padre y los enviaré al reino Lycan.
Anne dirigió su mirada al General y al Consejero, quienes aún tenían las
garras muy cerca del cuello de los sirvientes, y les habló con voz firme:
—Caballeros, dije que ya fue suficiente. Como pueden ver, este par
terminó mojando el piso solo por escuchar sus gruñidos. Será muy difícil de
limpiar si los asustan un poco más.
Los emisarios se relajaron de forma casi inmediata al escuchar a la
Condesa. Pero, al mismo tiempo, se sintieron realmente confundidos ya
que, incluso en sus formas incompletas de lobo, su propia naturaleza los
obligaba a responder y obedecer solo a la voz de su Alfa.
Anne Marie no lo sabía.
—Lamento el alboroto, Madame Delacroix. El General y yo actuamos
cegados por nuestros instintos —dijo el consejero, bajando la mirada con
vergüenza.
—Soy yo quien tiene que agradecerles, iba a llegar con un ojo morado a
conocer a mi futuro esposo y, lo mas triste, es que iba a manchar este
vestido tan hermoso y mis zapatos nuevos con la sangre de estos miserables
—dijo sonriente mientras sacaba el cuchillo que tenia oculto.
Los sirvientes palidecieron al ver la hoja brillante y afilada en la mano
de la Condesa. Sin esperar que les dieran la orden, ambos se apresuraron a
limpiar todo con rapidez. Debido a todo el escándalo generado, las
doncellas y el personal de la cocina observaban a una distancia prudencial;
aunque morían de miedo, no querían perderse el espectáculo.
—Por favor, caballeros, vuelvan a sus habitaciones para que descansen
apropiadamente. Y ustedes, chismosos —dijo, refiriéndose a quienes se
ocultaban detrás de las grandes columnas en el pasillo—, si mi comida o la
de nuestros invitados se retrasa, me los llevaré a todos como esclavos al
reino Lycan. El ruido de sus pasos apresurados la hizo sonreír de pura
satisfacción.
Luego de hacer una breve reverencia a los emisarios, Anne se retiró con
elegancia. Estos, mirándose uno al otro, apenas podían creer lo que había
pasado. Sacudieron sus botas y escupieron el piso con desprecio mientras
los sirvientes limpiaban, luego se dirigieron a las habitaciones designadas
para ellos.
Antes de entrar, el General se detuvo y le dijo a su compañero en voz
baja:
—Esta mujer no es ordinaria.
—No, Marcus, esta mujer es todo menos común, pero lo ignora por
completo.
Capítulo 3: Solo por ti, iniciaría una guerra contra el mundo entero

Anne se encontraba frente a la puerta del despacho del Conde. Tenía toda
la intención de entrar y hablar con su padre, pero gracias a los recientes
acontecimientos, su lado sumiso y cobarde estaba aflorando. La mujer
atrevida que acababa de lanzar jarrones de porcelana se había ido.
Respiró en profundidad y al final decidió tocar la enorme puerta de
cedro que tenía frente a ella.
—¡Dije que no quería ser molestado! —respondió el Conde Alberth con
voz airada.
—Padre, perdona, soy yo, Anne Marie. Necesito hablar contigo.
Durante unos minutos, la Condesa esperó a que su padre respondiera,
pero él no dijo nada y, a medida que pasaba el tiempo, su silencio se volvía
cada vez más doloroso. Ella era consciente de que nunca le había hablado a
su padre con tanta rudeza; nunca había hecho algo tan grave como lo
ocurrido hoy. Era posible que él no quisiera verla, ni ahora, ni nunca más.
Sus ojos ardían por las lágrimas que amenazaban con brotar, pero
cuando estaba a punto de retroceder para irse, escuchó los pasos
apresurados de su padre quien abrió la puerta con desesperación pensando
que ella se había ido.
—¡Anne Marie! —gritó, sin darse cuenta de que su hija estaba delante,
viéndolo con grandes lágrimas bañando sus mejillas.
Ella saltó a sus brazos y él, bastante confundido, correspondió al gesto
envolviéndola con todo el amor que sentía. No recordaba haberla abrazado
después de la muerte de su madre; en ese entonces era solo una adolescente
que se refugió en la soledad y el dolor, alejándolos a todos, pero no siempre
fue así. Desde su niñez, Anne solía correr a sus brazos por cualquier
tontería. Y así, sintiendo la nostalgia de los años, el Conde no pudo evitar
llorar con su hija.
—Padre, perdóname, yo actué mal. Estoy avergonzada de mi
comportamiento. Podría-
—Anne Marie, ya eres una mujer adulta. Esta bien, lo entiendo. Tu
viejo padre sigue siendo demasiado protector y, a veces, olvido que ya no
eres esa dulce y pequeña que hacía travesuras y rompía cosas por andar
corriendo en los pasillos.
El cuerpo de la Condesa experimentó un breve escalofrío.
—De hecho rompí dos jarrones cuando venia a verte, fue… un
accidente —dijo, con un leve temblor en la voz.
—No te preocupes, hija. Lo que importa es que tú estés bien. ¿No estas
herida verdad? Voy a llamar al medico para que-
—No, no, papá, todo está bien. Mira, solo fue un pequeño susto.
Anne Marie hablaba con su padre y al mismo tiempo se decía a sí
misma que, técnicamente, no estaba mintiendo. Los sirvientes mojaron sus
pantalones del susto y ella, al ver a los emisarios casi transformados en
bestias, admitió que también tuvo un poco de miedo. Existía cierta
familiaridad dentro de aquel sobresalto provocado por la ferocidad
sobrenatural de los hombres lobo, algo que no podía explicar; una especie
de déjà vu[1].
—Hija, ¿en verdad quieres aceptar la propuesta de matrimonio y
marcharte con esos hombres? No digo que sea malo el convertirte en su
Reina, pero ¿qué hay de la maldición? Ellos solo hablaron de su ceguera,
pero ¿y si hay algo más que no nos han dicho?
—Yo también tengo mis dudas y por supuesto que creo que es
demasiado bueno para ser cierto. Pero, debo hablarte con honestidad, padre,
yo no soy feliz aquí. No es que me desagraden tus atenciones y lo mucho
que me consientes, es solo que la servidumbre me molesta a diario y asistir
a los eventos de la nobleza no es una opción. Estoy harta de todo eso.
—Pensé que no salías de tus habitaciones porque estabas deprimida.
—No. En realidad es porque aquí, tanto en la mansión como en el reino
entero, todos excepto Marcia y tú, me faltan el respeto, se atreven a
señalarme y burlarse con descaro a cada lugar al que voy.
El Conde contrajo sus labios y apretó los dientes al escuchar la
confesión de su hija. Sabía que existían los típicos chismes de servidumbre,
pero ¿faltarle el respeto de forma deliberada? No, eso era algo
imperdonable.
—¡Los enviaré directo a la horca! —exclamó lleno de furia al tiempo
que apretaba los puños.
—¿Lo harías? Quiero decir, ¿no esta mal visto ejecutar a los sirvientes
por algo así? —preguntó Anne Marie con genuina curiosidad.
—¡Por supuesto que lo haría! ¡Eres la hija del Conde más poderoso del
reino del oeste! Nadie puede faltarte el respeto, ¿me entendiste?
—¡Ay, qué bueno! Ya no me siento mal porque casi maté a dos mientras
venia a ver-
—¡¿Qué tú hiciste qué?! —gritó, horrorizado.
El cuerpo del Conde se puso frío y sintió que las piernas le fallaban.
Tuvo que apoyarse en la pared por un momento y luego le pidió a su hija
que lo ayudara a llegar al sillón de su despacho. Anne se apresuró a
ofrecerle un vaso con agua y empezó a abanicar su rostro en un intento de
proporcionarle algo de alivio a su padre.
—Los emisarios Lycan, salieron en mi defensa cuando dos sirvientes
intentaron agredirme —confesó en voz baja.
—Hija, yo ni siquiera puedo protegerte en nuestra propia casa. —La
mirada llena de tristeza del Conde estaba fija en los hermosos ojos verdes
de su hija—. De la misma forma que tampoco pude proteger a tu madre.
—¡Padre, eso no fue tu culpa! Lo que pasó con ella era inevitable. En
realidad, tienes mucha suerte de estar vivo y me alegro mucho de que sea
así.
—Hubiera preferido ser yo quien muriera. No tienes idea de cuanto la
extraño. —Bajó la mirada y suspiró deseando regresar el tiempo—. Hija, si
piensas que serás feliz y estarás a salvo en el reino Lycan, te doy mi
bendición.
»Si llegaras a necesitar mi ayuda para volver a casa, soy capaz de
arrodillarme ante el emperador y convencerlo para que los tres reinos le
declaren la guerra al reino del norte. No existe nada en este mundo que no
haría por ti.
Las palabras del Conde Alberth se grabaron en lo mas profundo del
corazón de Anne Marie. Sintió que, aunque ya había tomado la decisión de
irse, iba a extrañar demasiado a aquel hombre tan dulce, y al amor tan
intenso que le brindaba en cada uno de sus detalles.
—Papá, ya no tienes edad para ponerte la armadura. ¡Mira esa barriga!
Estoy segura de que usarías la espada como un bastón. Y el viejo corcel,
¡pobrecito! No lo hagas cargarte de nuevo, apuesto que su espalda esta tan
mal como la tuya —dijo entre risas, mientras seguía abanicando a su padre,
quien, al fin, mostraba una tímida sonrisa en su rostro.
—¿Nunca vas a dejar de ser tan mala con tu viejo? Así tenga que ir
caminando al reino Lycan, usando mi espada como bastón, ten por seguro
que llegaré y pelearé con esos lobos, solo por mi niña —dijo, mientras hacia
movimientos con sus brazos simulando una pelea.
—Entonces, ¡no tendré que preocuparme de nada! Siempre puedo
contar con el viejo Conde Alberth para que me rescate. —Se acercó a su
padre y depositó un tierno beso en su frente—. Nada malo va a pasarme, te
lo prometo. Esas lecciones de defensa personal y esgrima que me diste
desde pequeña, siguen frescas en mi mente.
—Hija, por favor, intenta no matar a tu futuro esposo.
—Padre, no puedo prometerte nada. Si resulta ser un patán como el
Duque, además de ciego, lo convertiré en eunuco.
Capítulo 4: Desvíos inesperados

Había pasado una semana desde la llegada de los emisarios del reino
Lycan y en todo ese tiempo, Anne Marie no pudo estar mas feliz. Marcus y
Luciano tenían total libertad para recorrer la lujosa mansión del Conde
Delacroix, pero esa libertad era empleada, casi en su totalidad, en vigilar a
la Condesa.
Su sigilo era impresionante, al igual que los métodos «discretos» que
usaban para intimidar a los sirvientes: ninguno de ellos se atrevió a
acusarlos con el Conde, porque este también los había amenazado. Cárcel o
ejecución, serían los castigos para aquel que le faltara el respeto a su hija en
cualquier sentido.
A menudo los visitantes sorprendían a los criados con gruñidos, dientes
afilados y garras visibles si escuchaban que el nombre de la Condesa era
pronunciado en tono de burla o a manera de injuria. El asunto era ignorado
por Anne Marie. Ella asociaba las repentinas muestras de respeto y
obediencia, con el castigo que el Conde les impuso a los dos sirvientes que
intentaron golpearla: treinta latigazos en la espalda para cada uno.
—Madame Delacroix, he terminado de empacar todo. Los sirvientes
empezaran a cargar las maletas en breve. ¿Hay alguna cosa que desee
comer o beber? Es que la noto un poco inquieta y nerviosa.
—Marcia, ¿cómo estarías tú si estuvieras a poco tiempo de conocer al
hombre mas guapo y fuerte de un reino? —La Condesa se levantó de su
asiento, puso ambas manos en los hombros de su doncella y exclamó
mientras la zarandeaba— ¡Por supuesto que estoy nerviosa! ¡Siento que me
muero de los nervios, Marcia, por la diosa, haz algo!
—¡M- Ma- Madame! ¡Cal- Cálmese!
—¡Marcia, no me voy a calmar hasta que lo vea!
—¡Entonces de-deténgase que me estoy ma-mareando! —dijo
lloriqueando para que la Condesa la soltara.
—Perdona, Marcia, ya sabes como soy cuando estoy ansiosa ja, ja, ja.
—Anne Marie se acercó al balcón de su habitación y miró a todos ocupados
en los preparativos de viaje—. ¿No te parece que es un poco excesivo el
numero de soldados que esta enviando mi padre para que nos escolten?
—No lo sé, Madame. Creo que su padre esta nervioso porque el reino
Lycan no tiene ninguna afiliación con los otros tres reinos del continente.
Supongo que no confía en que viaje sola con el General y el Consejero.
Aunque, si me permite decirlo, yo me sentiría muy segura los brazos de
Luciano —dijo Marcia tapándose las mejillas sonrojadas.
—¡Marcia! ¡Dios mío! —Los ojos de Anne Marie se abrieron como
platos—. ¿Lo tenias bien escondido, eh? —dijo entre risas mientras
palmeaba el hombro de su doncella con evidente aprobación.
—¡Ay, Madame! Su mirada es como el cielo de primavera y sus
gruñidos… —Suspiró—. Es de esos sustos que dan gusto ji, ji, ji, además,
una no puede evitar ver, usted sabe.
—No, no, no, Marcia, mi único interés amoroso es el Alfa Gael, déjate
de cosas, yo no tengo esos pensamientos obscenos… «todavía» —pensó,
mientras se reía discretamente—. Doncella pervertida ja, ja, ja. No lo he
visto, pero si hasta sus hombres dicen que es guapo, ¡imagínate cómo será!
—Yo he escuchado rumores acerca de eso, Madame…
—¿Qué clase de rumores? Habla Marcia, ¡y más te vale que sea un
chisme de buena fuente porque si no lo es, te dejo aquí cuidando a mi
padre!
Marcia se acercó a la Condesa con intención de susurrarle al oído lo que
pudo averiguar en el pueblo, sacando a relucir su faceta de chismosa
profesional.
—Dicen que es muy alto, mucho más que los hombres de nuestro reino.
También escuché que sus ojos son grises, pero no todos se pusieron de
acuerdo en la tonalidad exacta. Ya ha visto que los ojos General Marcus y
los de mi querido Luciano cambian de color cuando van a transformarse,
supongo que con el Alfa Gael debe ser igual.
La Condesa estaba atenta a las palabras de Marcia. Mientras escuchaba,
se mordía los labios y sonreía intentando recrear la mirada de acero que su
doncella describía.
—También me enteré de que él ya estuvo en Holst, fue en el año de su
matrimonio con el Duque.
—¡¿Qué?! ¿A qué vino? —cuestionó Anne Marie, mostrándose inquieta
a medida que Marcia hablaba.
—Al parecer, era una misión secreta. El emperador dio su aprobación
porque era un asunto importante que podía comprometer la seguridad de
nuestro reino. Algunos dijeron que se trataba de un enemigo poderoso y
aquí había una pista de su paradero. Pero, al ser alguien sobrenatural, solo
los del reino Lycan podrían hacerse cargo de él.
La Condesa estaba intrigada, pero, al mismo tiempo, recordó que su
doncella no era más que una chismosa.
—¿Todo eso lo averiguaste solo con el panadero? —preguntó con
sarcasmo.
—¡No, no, Madame! También hablé con el carnicero y con las ancianas
que leen la fortuna en el pueblo.
—Marcia, ya te he dicho que esas viejas no son de confianza.
—Pe- Pero Madame…
—No quiero escuchar nada más, Marcia. Me quedó con la descripción
de los ojos de Gael y su altura. Pero si no me lo confirman los emisarios, ¡te
las verás conmigo!
La Condesa siempre cumplía sus amenazas como si fueran promesas.
—Madame Delacroix. —Un criado tocó la puerta, pero, cuando éste iba
a anunciar el motivo de su llamada, fue interrumpido con un gruñido sonoro
—. Co- Condesa Delacroix, su-, sus pertenencias están cargadas en el
carruaje. El Conde la espera abajo para despedirse. Por-por favor baje
cuando esté lista.
Los pasos apresurados del sirviente se convirtieron en una carrera que
parecía cosa de vida o muerte. Anne Marie y Marcia compartieron una
mirada llena de sorpresa y ambas rieron antes de recoger lo que quedaba de
sus pertenencias ligeras. En la puerta de la habitación de la Condesa se
escuchó otra llamada, esta vez del General Marcus.
—Si Madame Delacroix y su doncella están listas, las escoltaré a sus
respectivos carruajes —dijo con un alegre y enérgico tono de voz.
Los tres bajaron con una elegancia propia de la realeza, dejando atrás
las miradas odiosas del personal que atendía la mansión. Las intenciones de
Marcus eran mantener segura a la Condesa hasta que llegaran al reino
Lycan y, en apariencia, el lugar mas peligroso era su propio hogar.
En toda la semana, el Conde estuvo apegado a su querida hija más que
nunca. Pero para el último día había dejado un presente muy especial que
quería obsequiarle.
—Hija, tengo algo que he guardado durante mucho tiempo y creo que es
momento de dártelo. —Tomó la mano de Anne y colocó un anillo de oro
con un zafiro incrustado. Estaba grabado con lo que parecían ser letras de
un lenguaje desconocido—. Perteneció a tu madre. Ella hubiera querido que
tú lo tuvieras.
—Hace mucho que no lo veía, pensé que se había perdido cuando mamá
murió —dijo mientras contemplaba la joya que encajaba a la perfección en
su dedo anular.
—Recuerda que el amor de tus padres siempre te va a acompañar y
estará por encima de las promesas de cualquier hombre. —El abrazo
inesperado del Conde dejó a Anne sin palabras—. Que los dioses bendigan
tu viaje. Iré a visitarte cuando la ceremonia de la boda sea programada.
El Conde se despidió de los emisarios haciéndoles jurar que la
seguridad de su hija estaba por encima de la de ellos. La doncella Marcia
fue enviada primero en un carruaje, con la mayoría de las pertenencias de la
Condesa y algunos soldados de escolta. Anne Marie, viajaba en el carruaje
más pequeño acompañada del Consejero Luciano. El General estaba al
frente con el resto de los soldados.
La decisión de enviarlos por separado había sido tomada con
anterioridad por el Conde y los emisarios, así podrían estar preparados ante
cualquier complicación. Si algo sucedía, los soldados del primer carruaje
podrían dar aviso y prevenir al segundo. Y tal como lo habían previsto,
surgieron complicaciones.
El primer carruaje pasó sin novedad por un estrecho camino en la ladera
de la montaña. Ésa zona era el punto fronterizo mas alejado del reino del
oeste, en las afueras del territorio del Conde. Cuando el segundo carruaje
llegó a ese lugar, un derrumbe de rocas obstruyó por completo la ruta.
—Soldado, da una señal de aviso al primer carruaje para que se detenga
—ordenó el General.
El Consejero, quien había salido a verificar la situación, regresó al
carruaje con las noticias.
—Madame Delacroix, ya no podremos avanzar por este camino. La
magnitud del derrumbe es enorme, puede que pasen días hasta que despejen
todo.
—¿Qué sugiere que hagamos?
—Solo hay dos opciones, regresar a los dominios del Conde y esperar a
que despejen el camino, o tomar un desvío por el bosque y reunirnos con el
primer carruaje mas adelante. De acuerdo a mis conocimientos de la zona,
no deberíamos pasar más de tres horas en el bosque. Le garantizo que
volveríamos a la ruta segura en muy poco tiempo —aseveró con tal
vehemencia que le produjo cierta desconfianza a la Condesa.
—¿Está seguro de que todo irá bien? —preguntó con su poderosa
mirada inquisitiva.
—¡Sí, sí, se-, se lo aseguro! Prometimos garantizar su seguridad con
nuestras vidas si era necesario y, tanto el General como yo, estamos
dispuestos a hacerlo. Solo que debemos ser un poco más cuidadosos porque
pronto caerá el sol y será complicado ver el camino.
»Yo iré afuera, al lado del carruaje. Así podemos estar atentos en todos
los ángulos. Usted se quedará resguardada dentro con ambas puertas y
ventanas cerradas.
—Parece que me llevarán como una prisionera.
—¡No, por favor, no piense eso! Si llegamos a toparnos con ladrones,
pueden disparar flechas y sería peligroso para usted. No podemos permitir
que se lastime bajo ninguna circunstancia o su padre nos matará ja, ja, ja.
La risa nerviosa del Consejero le parecía un mal presagio a la Condesa,
pero, regresar a casa no era una opción.
—Entonces, no perdamos tiempo. Si algo sucede, usted y el General se
harán responsables de todo. Y recuerde, Consejero Luciano, yo siempre
descubro cuando alguien miente.
Capítulo 5: ¡Él era tan guapo!, y tan…
¿amargado?

—Alfa Gael, nuestros informantes han avisado de que un grupo de


guerreros fantasma están preparando una emboscada para asesinar al
General Marcus, al Consejero y a Anne Marie Delacroix Condesa de Holst.
Los carruajes ya salieron de las tierras del Conde, les tomará al menos
medio día pasar por uno de los puntos donde se presume que será el ataque
—dijo uno de sus tenientes.
—¿Están seguros de la ubicación? —preguntó Gael sin mostrar su
evidente preocupación al teniente.
—No, Alfa. Hay tres posibles lugares: El acantilado en el camino
principal, las montañas del Oeste y el bosque de abetos. Nuestros
informantes dicen que las tropas enemigas están dispersas en esos puntos.
»Además, nuestros espías también hablaron de un posible ataque aquí,
esta noche. La reina está al tanto de esto y ha destinado a la mayoría de las
tropas para el resguardo del reino.
El Alfa dio un puñetazo sonoro contra el escritorio que sobresaltó al
teniente.
—¿Con cuantos hombres contamos? —inquirió, apretando la mandíbula
con evidente rabia.
—A-aproximadamente con cincuenta hombres que están en un puesto
de vigilancia cercano a la frontera —respondió el teniente casi temblando
ante la presión de la furia de su Alfa.
—Despliega esos hombres a las montañas y al acantilado. Envía una
cantidad igual a cada lado, yo iré al bosque de abetos, conozco bien esa
zona. ¿Cuánto tiempo tardarán los soldados en llegar a sus posiciones?
—Si enviamos al mensajero de inmediato, llegará en tres horas.
—No es suficiente tiempo. Por su propio bien, que llegue en dos horas.
—Pe- Pero, Alfa eso es-
El gruñido ensordecedor de Gael y sus feromonas de dominación,
hicieron huir al teniente como un cachorro asustado. Era tanto su miedo,
que se transformó en lobo mientras corría por el patio del castillo dejando el
uniforme tras de sí. Probablemente, sería él mismo quien llevaría el mensaje
en el tiempo requerido.
Al estar impedido de la vista, Gael no podía hacer nada en su forma
humana; dependía para todo del olfato agudizado y los instintos de su lobo
para llegar a cualquier lugar.
Había pasado la mayoría de sus 25 años recorriendo el territorio Lycan
y patrullando sus fronteras con su padre. Conocía cada rincón como la
palma de su mano. Sería sencillo rastrear el olor de los abetos mientras
corría.
Su transformación fue rápida y se dispuso a salir del despacho de su
padre cuando una presencia ominosa le bloqueo el paso, era su madre.
—Sabía que elegirías irte en lugar de proteger el reino. ¿Qué piensas
hacer? ¿Ir a luchar solo confiando en tu fuerza? Parece que ya olvidaste lo
que sucedió la última vez que hiciste lo mismo. La prioridad es nuestro
reino, Gael. El General y el Consejero pueden sobrevivir por su cuenta.
Luego culparemos del asesinato de la humana a esos miserables mitad
fantasma.
»Con suerte el reino del oeste se encargará de ellos en venganza. —
Mientras hablaba, la Reina cerró la puerta tras ella—. Según los
mensajeros, esa mujer solo tiene un titulo nobiliario que no le sirve de nada;
ni en sus propias tierras la respetan. No puede tener hijos y su anterior
marido fue el Duque Thomas, ese miserable bueno para nada la repudió
poco después de darse cuenta de que ella era estéril. Así que, es más inútil
que tú. Al menos si muere a manos de esos malditos fantasmas nos servirá
de algo —dijo la Reina mientras caminaba alrededor del lobo, intimidando
a Gael para que se sometiera a su autoridad.
Aún cuando se trataba de su madre, él no la reconocía como tal, por lo
que la lucha entre ambos era silenciosa y feroz.
Sabía que no tenia tiempo para perderlo escuchando las palabras llenas
de veneno que escupía la reina, por lo que intentó ubicarse en el amplio
espacio del despacho: las puertas del balcón estaban abiertas, se encontraba
en un segundo piso, abajo estaba el jardín. Sentía la presencia de su madre a
la derecha y justo a un lado de ella, la corriente de aire que le indicaba la
posición hacia donde debía saltar.
—Te prohíbo que salgas del castillo. Estas obligado a obedecerme Gael,
aún no ocupas el trono de tu padre, y de no ser por la ley de sucesión
tampoco lo harías. Tu hermano es quien debería convertirse en Rey.
El lobo de Gael adoptó una posición amenazante hacia la Reina.
Grandes y filosos dientes se mostraban y ella, sin el menor signo de temor,
sonreía con superioridad mientras llenaba el aire con feromonas opresivas.
—No vas a salir de aquí —repitió con firmeza comenzando a mostrar
sus garras.
La tensión entre los dos fue interrumpida por tres golpes sonoros a la
puerta del despacho. En el preciso instante en que la reina bajé la guardia, el
lobo de Gael lo sintió. Su cuerpo se movió en un parpadeo hacia el balcón.
Cayó entre los arbustos del jardín y corrió a toda velocidad temiendo que su
madre fuera tras él. Por fortuna, eso no sucedió.
Todo su cuerpo ardía por el esfuerzo, pero se negaba a parar. No sabia
cuánto tiempo llevaba corriendo y como sus heridas no habían sanado del
todo, se sentía desorientado. Dejarse guiar por su lobo era lo único que
podía hacer. El hacía un trabajo excelente, pero Gael odiaba depender tanto
de él.
Poco a poco fue deteniéndose, un olor metálico empezaba a combinarse
en el aire con el aroma de los abetos: Sangre fresca. De inmediato pensó lo
peor; los recuerdos de su última batalla eran recientes y la desesperación de
ver a su padre morir frente a él todavía lo atormentaba. Hizo lo único que
podía en ese momento y a esa distancia: aullar con ferocidad para llenar de
fuerza a los subordinados de su clan.
El aullido de un Alfa como él, era capaz de revitalizar y desatar la furia
un hombre lobo transformado, convirtiéndolo en una bestia sedienta de
sangre que no paraba hasta matar al último enemigo. Era el equivalente a un
golpe de adrenalina, por lo tanto su efecto no duraría lo suficiente si los
enemigos eran poderosos o si tenían una ventaja abrumadora sobre ellos.
Con esto en mente, corrió rastreando el olor de la sangre.
Destrozó todo lo que se atravesó en su camino. No se detuvo ni siquiera
por las heridas que se estaba causando a sí mismo, ni las que se estaba
reabriendo; no sentía dolor en aquel momento. Su lobo bajó la velocidad al
llegar a un claro en el bosque donde el hedor a sangre y los quejidos de
soldados heridos estaban mezclados.
Estaba confundido porque esos no eran sus soldados, pero olfateó entre
ellos las feromonas de Marcus y Luciano. Todo era abrumador y
desagradable, excepto por un perfume que flotaba entre todo lo demás de
manera casi imperceptible. Un aroma dulce que lo atraía más de lo que
hubiera deseado en aquel momento: fresas recién cosechadas y chocolate.
El grito lejano de una mujer lo sacó de sus pensamientos.
—¡Ayuda! ¡Soy Anne Marie Delacroix, Condesa de Holst! dos
emisarios de tu reino me escoltaban, iban a llevarme con el Alfa Gael!
El Alfa no pudo evitar sorprenderse al escuchar el nombre que había
mencionado su madre.
«Como si no fuera suficiente. Estoy solo en el lugar de la emboscada y
mis soldados a kilómetros de distancia. El olor de Luciano y Marcus se
aleja demasiado rápido, pero al menos no han sido capturados, están
cazando a los enemigos. Bien, las tropas que envié en esa dirección van a
encontrarlos. Nadie se acerca por ahora y no sé cómo haré para ayudar a la
mujer, apenas puedo percibir algo entre toda esta podredumbre, ¿dónde
diablos está?»
—¡Estoy encima de un carruaje que ya se ha hundido en esta ciénaga!
¡Trae a alguien! ¡Haz algo, por favor!
«¡Estoy tratando de ayudarte! ¡Diablos, al menos déjame pensar! Ni
siquiera sabes quién soy —gruñó en su forma lobuna amenazando a la
Condesa—. Parece que se acercan algunos de mis soldados, pero tardarán
en llegar y para cuándo eso suceda, todos estos hombres heridos estarán
muertos. Mi magia de sanación no será suficiente para ellos, pero es lo
único que tengo.»
El Alfa, poseía un don para sanar estando en su forma de lobo. Sus
aullidos no solo aumentaban la fuerza de su manada en tiempos de combate,
también podía sanar a quienes habían sido heridos de gravedad; pero, esa
magia tan poderosa, tenía límites y consecuencias para él. Gael quedaba
desprotegido mientras realizaba el aullido sanador; si algún enemigo lo
atacaba en ese momento, sería su fin.
Su aullido surtió efecto y sintió como las heridas más graves de esos
soldados humanos se cerraban y sus cuerpos eran revitalizados. Ahora, lo
único que le preocupaba era, ¿cómo rescatar a la Condesa si no veía dónde
estaba con exactitud? Solo podía guiarse por el sonido de su voz. Intentaba
olerla pero era muy difícil entre tanta sangre.
Caminó en la dirección que sus sentidos le indicaban, hasta que una
oleada de un hedor nauseabundo lo hizo retroceder. Era un vapor venenoso
que emanaba de ese lugar, estaba seguro de ello. La nariz le ardía como si
estuviera en llamas, lo que lo hacía estornudar sin cesar. «No, debo
concentrarme, no puedo dejar que esa mujer muera ahí. ¡Duele!, ¡Ugh!»,
decía en su mente.
Una vez que se alejó del pantano, se detuvieron los estornudos. Levantó
su rostro tratando de respirar, y al hacerlo, notó una pequeña luz azul que lo
sobresaltó. Era lo primero que lograba ver en meses y apuntaba en dirección
a la Condesa, moviéndose a un ritmo constante, como si se tratara de una
respiración levemente agitada.
«¡Eso, eso es, si esa luz proviene de ella, puedo alcanzarla! Parece que
en algunos lugares la luz ésta más lejos, pero si me muevo a otro ángulo,
está más cerca. Necesito que se prepare porque solo tengo una oportunidad.
Espero que no sea una mujer tonta y me entienda».
—¿Estás loco? ¿Como vas a saltar aquí? Ambos nos hundiremos. Mira,
la mitad de mis piernas están bajo este asqueroso lodo. Además, estás
demasiado lejos, no vas a llegar a —protestó la Condesa pero fue silenciada
por un Alfa gruñón.
«¡Puedes callarte de una vez! ¡Dioses! ¡Si supieras el infierno que estoy
pasando por salvarte!».
—¡Eres un grosero! Haz lo que quieras, ya no me importa. A este paso
igual voy a morir aquí —dijo ella con resignación.
«No lo harás. Mi madre no va a ganar hoy; llegarás viva al castillo,
aunque sea lo último que haga».
Saltó con toda su fuerza en dirección a la luz azul y, cuando sus patas
tocaron el lodo, sintió las uñas de Anne aferrarse a su pelaje con firmeza. El
carruaje cedió bajo su peso, proporcionándole un breve impulso para volver
a saltar y atravesar la ciénaga.
«¡Diablos, no sé dónde vamos a caer! Espero que no le moleste que un
hombre desnudo la sostenga ja, ja, ja.»
Su cuerpo volvió a ser humano en pleno vuelo y abrazó con fuerza a
Anne antes de que ambos impactaran contra el suelo.
«¡Ah! Qué bien se siente, es tan suave y cálida. Tiene un olor tan
dulce… esto es… espera, ¿¡Esta mujer también esta desnuda?!»
Ese fue el último pensamiento del Alfa, antes de que su cabeza
impactara contra el suelo rocoso y quedara inconsciente con Anne Marie
entre sus brazos.
Capítulo 6: Así no es como debíamos
conocernos

Ambos habían caído del otro lado de un pantano conocido por ser una
trampa mortal. Nadie que cayera en sus aguas cenagosas salía con vida. Ya
fuera por sus vapores tóxicos o porque las víctimas no eran rescatadas a
tiempo; cualquier cosa dentro de sus aguas era engullida sin dejar rastro.
La Condesa fue la primera en recobrar la conciencia. Por un breve
momento, pareció olvidar los acontecimientos recientes; lo único que tenía
en la cabeza, era una mezcla de imágenes difusas sin sentido.
—¡Ouch, mi cabeza! ¡Qué dolor! —Anne abrió los ojos con lentitud—.
¿Por qué esta todo a oscuro? ¿Qué es esto? —Sus manos palparon la suave
y cálida superficie donde se hallaba acostada boca abajo—. Ay, dioses,
¡estoy encima de alguien… y me está abrazando! —La firmeza de un pecho
musculoso era todo lo que podía sentir—. ¡Es un hombre sin camisa!
¡¿Dónde estoy?! —dijo alarmada entre susurros nerviosos, e intentó
contener una oleada de pánico en su interior.
Su sentido común le gritaba que no hiciera un escandalo; que
permaneciera inmóvil porque aquel hombre estaba dormido. Si resultaba ser
alguien malo, despertarlo era lo peor que podría hacer.
La oscuridad los rodeaba, pero el ruido del viento entre los arboles era
inconfundible; se trataba de un bosque. A lo lejos, se escuchaban quejidos
de dolor, eco de voces masculinas y pasos lentos. Si lograba levantarse con
cuidado y en silencio, quizás podría buscar ayuda en esa dirección.
El problema real se presentó cuando ella movió con mucho cuidado su
cuerpo, de forma inmediata sintió que «algo» estaba moviéndose cerca de
su muslo. Se quedó congelada por el susto, pensando que, por el tamaño,
podría tratarse de una serpiente… y ella les tenía pavor a esos animales.
Anne Marie, se puso fría y todo su cuerpo empezó a temblar. Para
aumentar su angustia, un gruñido de dolor, seguido de algunas palabras,
escaparon de la boca del hombre que la sostenía.
—Sé que no el mejor momento para presentarnos, Condesa, pero yo-
—¡Cállese y no se mueva! —interrumpió Anne con los nervios
alterados por la presunta serpiente.
—Déjeme explicarle, verá, yo soy-
—¡No se mueva, no hable! ¡Hay una serpiente cerca de mi muslo y
podría morderme!
—¿Una serpiente?, pero yo no siento nada cercano a nosotros. Ningún
animal se aproxima a mi porque yo soy-
—¡Ahí, ahí, está! —Anne gritó mientras pegaba su cuerpo al del
hombre petrificada por el miedo—. ¡¿Acaso no la siente?!
—Bueno, creo que… sí… la siento.
—¡Haga algo entonces!
—Lo que puedo hacer es disculparme —dijo él en voz baja.
—¿Perdone? —preguntó la Condesa.
—Esa no es una serpiente. Si se mueve con cuidado y se baja de
encima, con los ojos cerrados, le explicaré.
—¡¿Cómo que cierre los ojos?! ¿Es que acaso esta ciego? ¡Es de noche,
no veo nada! Solo sé que usted esta aquí porque lo estoy tocando y
escuchando.
El cuerpo del hombre se tensó y la empujó sin ninguna delicadeza hacia
un lado. Anne Marie soltó un quejido ante su rudeza, pero antes de poder
protestar, Gael la interrumpió.
—Sí, estoy ciego y soy el Alfa Gael del reino Lycan. Le aconsejo que se
cubra si no quiere que mis soldados la vean, justo ahora deben estar
rastreándonos. Si tuviera ropa la cubriría, pero no tengo; estoy desnudo.
Volveré a mi forma de lobo y los guiaré hasta usted… Y no se preocupe, no
hay ninguna serpiente cerca. Ningún animal ponzoñoso se acerca a mí.
Las respuesta cortante del Alfa dejó a la Condesa sin palabras; se lo
merecía, aquella elección de palabras era la peor que podía haber usado.
Poco a poco, recordó lo que había sucedido, incluyendo lo de su vestido
roto e intentó cubrirse tanto como se lo permitía la oscuridad del bosque.
Escuchó jadear con dolor a Gael, parecía que tenía problemas para
incorporarse.
—¿E- Está usted bien? Quizás yo pueda ayudarlo a-
—¡Estoy bien!, no necesito su lástima —espetó con rabia y evidente
dolor en su voz.
—Por si no lo sabe, se supone que me voy a casar con usted, no le tengo
lástima. Además, usted se lastimó salvándome, déjeme ayudar-
—¡Qué no! —Gael gruñó con una ferocidad que sobresaltó a Anne
Marie.
Las garras y colmillos salieron anunciando su inminente transformación
en un lobo. Su respiración acelerada, quejidos y el sonido de huesos
reacomodándose fue lo único que escuchó la Condesa, quien en secreto
deseó haber visto la magia del cambio. Una vez transformado, intentó
correr, pero antes de poder avanzar, un dolor punzante lo derribó. Pequeños
quejidos de dolor, semejantes a los de un perro, era lo único que Anne pudo
escuchar.
Le recordaba a la única mascota que tuvo cuando era pequeña, un
sabueso enorme y amistoso, de color dorado, al que llamó Loney. Sus
padres se lo obsequiaron en su octavo cumpleaños; ella lo amó desde el
primer momento.
En cierta ocasión, los dos estaban paseando como de costumbre en los
jardines de la mansión, cuando una serpiente venenosa saltó de un arbusto
en dirección a la joven Condesa. Loney evitó que la mordiera, pero en su
lucha fue mordido varias veces antes de lograr liquidarla. Loney no
sobrevivió al veneno y Anne Marie lloró por él hasta el final. Sus quejidos
de dolor, la agonía y la impotencia de no poder salvarlo, fueron cosas que la
atormentaron por muchos años al punto de impedirle tener otra mascota.
Ahora, sentía que estaba reviviendo la tormentosa experiencia.
Se acercó a tientas a Gael tan rápido como pudo. Él respiraba con
dificultad y sus intentos de moverse eran en vano. Cuando por fin alcanzó a
tocarlo, escuchó un gruñido de su parte, pero ella no retrocedió.
—Siento haberle ofendido, no sabía que se trataba de usted. Jamás
imaginé que lo iba a conocer de esta manera. Sus emisarios hablaron
maravillas acerca de su persona… yo, estaba muy ansiosa por conocerlo.
Solo que las circunstancias no fueron las ideales.
»Por favor, deje que me quede a su lado hasta que los soldados lleguen.
Debe tener heridas internas, no se mueva. —Anne Marie acercó la mano
hacia su cabeza y empezó a acariciarlo con ternura. Al no recibir ningún
gruñido de su parte, continuó acercándose más hacia Gael—. Ya no logro
escuchar a sus hombres, ¿es posible que se hayan ido en otra dirección? Los
soldados que mi padre envió estaban muy mal heridos, ellos apenas podían
caminar.
Gael no distinguía con claridad las palabras de Anne Marie, lo único
que sentía era que le retorcían el corazón. No era como el dolor de las
heridas que sufría a menudo durante una batalla. No, aquello era
insoportable al punto de desear morir. En cada respiración parecía que se le
escapaba la vida. Cuando estaba apunto de darse por vencido, la luz azul
que lo había guiado antes, apareció de nuevo. Ahora lo envolvía en un
manto de suavidad y aliviaba poco a poco su dolor.
Capítulo 7: Amaneciendo a su lado

Gael y Anne Marie habían pasado la noche en el bosque.


En el estado en que se encontraba el Alfa, ella solo podía abrazarlo para
intentar calmar su dolor. Pensó que sus temblores se debían tanto a la
intensidad de su sufrimiento, como al frío de aquel pantano que calaba hasta
los huesos. Con la poca ropa que llevaba, su cuerpo no hubiera resistido una
noche en la intemperie; dormir abrazada al gran lobo era lo único que podía
hacer.
Ignoraba el momento en que se había dormido; solo recordaba sus
lágrimas y ruegos silenciosos a los dioses por la vida del Alfa. Ella solo
anhelaba tener una segunda oportunidad con él.
Los tibios rayos del sol naciente, se filtraban entre las ramas de los
abetos y caían con lentitud sobre sus cuerpos. Al sentir esa caricia matutina
en su piel, la Condesa comenzó a despertar. Sus mejillas estaban enterradas
en el suave pelaje blanco del Alfa; ni las almohadas en la lujosa mansión de
su ex esposo se sentían tan bien.
El aroma fresco que llenaba sus fosas nasales era embriagador: una
mezcla de madera de pino recién cortada, menta y frutos cítricos. Todos sus
sentidos se encontraban sumergidos en un profundo éxtasis, hasta que
recordó que podía estar lastimando a Gael con su peso. Se levantó con
cuidado y sus pechos volvieron a quedar al descubierto.
—¡Dioses, hasta cuando! —se quejó en voz baja—. Lo que daría por
tener un corpiño justo ahora.
Teniendo en ese momento más calma y privacidad, comprobó con
alegría, que su vestido no estaba tan roto como pensaba. Pudo atar las
mangas desgarradas y cubrirse el busto con firmeza para evitar otro
accidente. De esa manera, ya no tendría que sostener su pecho de forma
vergonzosa en cada paso.
Sintiéndose mas arreglada y decente, volvió a acercarse al cuerpo del
Alfa que se encontraba de espaldas a ella. Inclinó su rostro hacia él y con
los labios cerca de sus orejas peludas susurró con dulzura:
—Alfa Gael, ¿se siente mejor?
El breve sonido de la cola del Alfa moviéndose y apartando las hojas a
su alrededor, era la única respuesta que Anne Marie necesitaba. Le pareció
la cosa mas tierna que había visto en mucho tiempo, pero jamás iba a
decirlo en voz alta.
—¿Cree poder levantarse? Si lo va a intentar, hágalo despacio, por
favor, usted es enorme, si pierde el equilibrio, dudo que yo pueda sostenerlo
ja, ja, ja.
Su risa se escuchaba melódica y nerviosa en los oídos de Gael. Esa
mujer no había tenido miedo de la maldición desconocida que él poseía. Le
hablaba con respeto. Lo trataba como el hombre que era, incluso se quedó a
su lado en una de las peores noches de su vida a pesar de haberla tratado
con ira y resentimiento.
«Ojala pudiera ver su rostro», pensó.
Al instante sintió la profunda amargura que le producía su discapacidad.
Jamás creyó que llegaría el día en que desearía con tanto fervor, ver el
rostro de una mujer; no por placer, ni por otro motivo superficial, sino por
la necesidad de expresarle sus sentimientos de profunda gratitud.
«Es inútil pensar eso ahora, la prioridad es sacarla de aquí».
Levantó primero su cabeza y olfateó su entorno: todo estaba
impregnado del aroma de Anne Marie.
«¿Fresas y chocolate, eh? Vaya combinación para una simple humana.
Por mi bien, y el suyo, tendré que mantenerme alejado de ella cuando esté
en mi forma humana».
No sintió el dolor lacerante que casi lo había matado en la noche, por lo
que consideró seguro terminar de levantarse. Todo su pelaje estaba lleno de
hojas y tierra. Su instinto natural le decía que debía sacudirse, pero cuando
puso su cuerpo en posición, escuchó a Anne Marie gritar:
—¡No, espera! ¡Al menos deja que me aparte!
El enorme Alfa se quedó congelado de pura vergüenza. Entre los de su
manada esto era normal, pero ella era una humana. Mas allá de eso, era una
Condesa, una dama educada en sociedad que nunca había estado expuesta a
la naturaleza despreocupada y salvaje de un hombre como él.
Anne Marie dio varios pasos y se alejó de Gael. Cuando estuvo a una
distancia prudencial, dijo:
—Ya estoy lejos. Continúe, por favor.
«¿Que continúe? Ja, ja, ja, en verdad es una mujer muy extraña», pensó
el Alfa mientras se sacudía de un lado a otro con fuerza.
Su cuerpo se sentía ligero y revitalizado. Podía jurar que todas las
heridas habían sanado, incluso las heridas internas que recibió en la batalla
donde quedó ciego. Los doctores del reino le auguraron una recuperación
muy lenta, según ellos, Gael podía tardar años en curarse por completo,
incluso con todo el poder de regeneración que le concedía su estatus de
Alfa.
—Vaya, es increíble que se vea tan recuperado solo con una noche de
sueño; anoche me asustó, pensé que era muy grave… yo, temía lo peor —
dijo la Condesa suspirando con profundo alivio.
«No sé con exactitud qué pasó anoche, pero sí estuve apunto de morir,
se lo aseguro. Ya tendremos tiempo para charlar de forma apropiada, porque
mi instinto me dice que hay algo extraño con respecto a usted», dijo para sí
mismo.
Gael dejó sus pensamientos de lado y se concentró en buscar rastros,
yendo de un lado a otro, con la esperanza de que alguno de sus hombres
estuviera cerca, pero era inútil; la proximidad del pantano anulaba su
sentido del olfato.
Tenía que alejarse de allí si quería encontrar el camino de vuelta al
reino. Sería mucho más sencillo estando solo, pero con la Condesa a su lado
su situación se complicaba. Apuntó con su hocico hacia donde sentía la
presencia de Anne e hizo una seña para que se acercara a él.
—¿Quiere que mueva a- a su lado? —preguntó ella, mostrándose
temerosa y confundida.
El Alfa hizo una señal de afirmación y marcó con una de sus patas
delanteras el lugar exacto en el que quería que ella se detuviera. La Condesa
estaba decidida a confiar en Gael, pero había un problema, y era que,
aunque él estaba en forma de lobo y su espeso pelaje lo cubría por
completo, no podía sacarse de la mente el hecho de estar cerca de un
hombre desnudo.
Cuando llegó a su lado, confirmó lo que sospechaba al verlo de lejos: El
Alfa era enorme, aproximadamente del tamaño de un caballo adulto. Se
veía tan imponente y hermoso que ella apenas podía contener sus ganas de
abrazarlo.
Gael la olfateó de pies a cabeza en busca de alguna herida o golpe, y
mientras lo hacía, provocaba risas involuntarias a la Condesa. En especial,
cuando alborotó su espesa cabellera con la punta de la nariz. Al no
encontrar nada grave, bajó la mitad del cuerpo, como si estuviera
estirándose, esperando que ella entendiera su gesto.
—¿U-usted, qui- quiere que me suba a su espalda? ¡Ay, dioses!
Escúcheme, caballero, entiendo que estamos en una situación precaria, pero
yo sigo siendo una dama, aunque me haya divorciado y no debería cruzar
los límites de contacto con usted antes del matrimonio. E- eso no estaría
bien visto —dijo mientras un rubor intenso coloreaba sus mejillas.
El Alfa giró su rostro hacia ella y, por primera vez, contempló sus ojos:
eran tan grises y perfectos como un cielo nublado, de esos que tanto le
gustaban a la Condesa. Ahora podía decir que los chismes de Marcia eran
de buena fuente.
Gael tenía una expresión alegre en el rostro. Su boca repleta de dientes
enormes y blancos, dibujaba la sonrisa perfecta; mientras que su cola se
movía de manera juguetona, agitando el aire alrededor de la Condesa.
—Bien, bien, m- me subiré, pero solo porque no podré seguirle el paso,
a- además estoy descalza. ¡P- pero nada más por eso! ¡No se confunda!
Anne subió con torpeza a la espalda del Alfa y trató de olvidar las
implicaciones de sus actos mientras pensaba:
«¿Cómo voy a negarle algo en el futuro si me pone esa expresión de
cachorrito? No es mi esposo y ya siento que quiero golpearlo por ser tan
guapo».
Gael elevó su cuerpo con lentitud desde la posición en la que estaba,
dándole tiempo a Anne Marie para que se sentara de manera firme y estable
en su lomo. Una vez que ella le aseguró que estaría bien —siempre que no
corriera como un salvaje—, el Alfa empezó a trotar despacio entre los
arboles y la espesa neblina.
Capítulo 8: Mi querida futura suegra

Luego de recorrer durante un par de horas El Bosque los Abetos, Anne


Marie y Gael se encontraron con el sendero que llevaba al reino Lycan.
Durante todo el camino, el Alfa siguió el rastro de sus hombres y de los
soldados humanos que escoltaban a la Condesa. Todo parecía indicar que
los habían rescatado con vida, pero, había algo que no entendía, ¿por qué no
los buscaron?
La única posibilidad que se le ocurrió era que nadie creyera que El Alfa
podría necesitar ayuda. Sus tropas lo seguían viendo como un héroe que
podía pelear y vencer a cualquiera sin necesidad de verlos.
Gael alardeó y demostró su fuerza ante todos desde temprana edad y en
la actualidad, hacía hasta lo imposible por disimular la inseguridad que
sentía, comportándose de la misma forma que antes e incluso, tomando
mayores riesgos; correr solo a una emboscada era la decisión más
imprudente que había tomado hasta ahora.
—Caballero, me parece que vienen tropas a lo lejos, ¿no cree que sería
mejor si me bajo de su espalda? —dijo Anne, sintiéndose un poco
decepcionada al pensar que su tiempo a solas con el Alfa había terminado.
Pasear encima de un lobo gigante era como un sueño hecho realidad para
ella, uno que, hasta ese día, no sabía que tenía.
Las orejas de Gael se movían de un lado a otro captando las voces de
quienes se acercaban y su nariz olfateaba el ambiente para guiarse en
dirección a ellos.
—Si son sus hombres, déjeme bajar por-
Antes de que la Condesa pudiera terminar la frase, el lobo echó a correr.
Gael iba a toda velocidad para alcanzar a sus tropas como si no pudiera
esperar más tiempo para reunirse con ellos; no podía estar más feliz al
reconocer el aroma de el General Marcus junto a los demás.
—¡Ba- Baje la, ve- velocidad! ¡Está loco! ¡Lle- lleva a una dama con
vestido en su espalda! —gritaba Anne, mientras se aferraba y estremecía de
un lado a otro el pelaje del cuello del Alfa en un fútil intento de hacerlo
entrar en razón.
La única respuesta que obtuvo de Gael fue un aullido sonoro que alertó
a sus hombres.
Cuando el Alfa se detuvo, Anne Marie por fin pudo abrir los ojos,
dándose cuenta de que los emisarios y algunos soldados Lycan, estaban
frente a ellos; todos se hallaban malheridos pero, incluso en su estado
actual, bajaban de los caballos con sonrisas en su rostro.
—Señor, ¡usted es un atrevido! —susurró Anne Marie, enojada y le
pellizcó una oreja—. ¡Le dije que me bajara antes de que sus soldados
pudieran verme! Siento que podría morir de la vergüenza justo ahora.
La Condesa siguió quejándose discretamente con el Alfa, pero al verlo
mover la cola se dio cuenta de que la situación le parecía divertida y
desistió; ese hombre se las vería con ella en otro momento.
—¡Alfa Gael, gracias a los dioses que se encuentra a salvo! —exclamó
Marcus inclinándose ante su Alfa con profundo respeto—. Madame
Delacroix, por favor, deje que la ayude a bajar.—Un leve gruñido de
advertencia por parte del Alfa detuvo al General—. Se- Señor, yo, yo, solo
quería ayudar, se lo juro.
Ante la muestra de posesividad tan salvaje, Anne sintió que su corazón
latía a mil por hora y, aunque externamente no parecía importarle, por
dentro, todo su ser gritaba: «¡Cálmate, Anne Marie Delacroix, cálmate! ¡No
caigas tanta facilidad en sus encantos! ¡Ay, Dioses, ¿por qué lo hicieron tan
varonil?!».
Gael no estaba dispuesto a dejar que nadie tocara a la Condesa con tanta
libertad, pero su actual condición le recordó con amargura, la necesidad de
dejarse ayudar de vez en cuando.
Bajó la mitad del cuerpo y estiró sus patas delanteras para que la
Condesa descendiera de su lomo sin problema. Ella, haciendo acopio de la
delicadeza y los modales dignos de una dama, se deslizó con suavidad,
posando los pies descalzos en la tierra firme.
—General Marcus, es un placer verlo de nuevo. —Anne Inclinó su
cuerpo y lo saludó como correspondía—. Dígame, por favor, ¿cómo están
los soldados de mi padre?, ¿y mi doncella, sabe dónde está? ¿Está bien?
Las preguntas tomaron desprevenido al General, quien estaba nervioso
y apenado al mismo tiempo. La escena atrevida protagonizada por la
Condesa en el bosque, acababa de llegar a su mente; se sentía incapaz de
verla a la cara.
—Bue- bueno, Madame, e- ellos se están recuperando en las barracas
del castillo. Me- me aseguré de que los atendieran como si fueran de los
nuestros. En cuanto a su doncella, es- esta… desconsolada. Ha atormentado
a nuestros sirvientes con sus llantos desde se enteró de lo sucedido. El
carruaje donde ella viajaba llegó sin problema anoche, como debería haber
sido desde un principio.
—¿Y el Consejero Luciano? Fue al último que vi antes de que todo
empezara y mi carruaje cayera a ese horrible pantano. Voy a tener unas
palabras con él porque, ¡apenas salí de allí con vida! ¡¿Cómo se le ocurrió
encerrarme?! ¡Me estaba ahogando dentro de esa cosa! Y además yo… —
La Condesa se dio cuenta que estaba perdiendo el decoro y optó por
calmarse; mostrarse así de furiosa no era propio de una dama—. Bue-
bueno, quiero decir, fue un evento desafortunado, gracias a los dioses llegó
el Alfa Gael y me rescató.
—Le ruego nos perdone, Madame, nosotros no sabíamos que eso
pasaría cuando decidimos tomar el desvío.
De nuevo, el gruñido de Gael le puso la piel de gallina a todos. Había
estado escuchando con atención y ahora entendía por qué habían terminado
en semejante lugar tan peligroso.
—A- Alfa, yo- yo le puedo explicar, ¡se- se lo juro! Pero, no aquí.
Tenemos que llevar a Madame Delacroix al castillo, las- las noticias del
ataque ya han llegado a todas partes del reino. Los rumores de la muerte de
la Condesa se esparcieron en muy poco tiempo.
—Mi- Mi padre… ¡No! ¡Mi padre debe creer que estoy muerta! —El
desconsuelo se apoderó de la voz de Anne Marie y de inmediato sus
hermosos ojos verdes se llenaron de lágrimas—. ¡Por favor, envíe a alguien
a avisarle, podría pasarle algo!
—Madame, yo- yo no puedo, la ordenes de la reina son-
Gael volvió el rostro hacia el General y mostró sus dientes con tanta ira,
que los caballos empezaron al saltar aterrorizados.
—Alfa, es- espere, por favor, espere, la situación es muy complicada
con su- su madre. Usted la de- desobedeció y ella… no- nos mandó a
llevarlo a la fuerza si era necesario. Pe- pero, nosotros somos le- leales y- y
no vamos a hacerlo como ella quiere, señor.
El Alfa no imaginó que las consecuencias serian tan graves, pero no le
sorprendió en lo absoluto. Desde la muerte del Rey, ella había actuado cada
vez más y más agresiva en todo lo que se refería a él y sus decisiones.
—General, ¿me promete que, en cuanto lleguemos al castillo, enviará a
alguien a avisarle a mi padre que estoy bien?
—Sí, sí, Madame, se lo juro. En nuestra breve estancia le tomé gran
aprecio al Conde Alberth, solo por eso enviaré al mensajero más rápido del
reino y hoy mismo llegará a Holst con su mensaje.
Una vez que todo estuvo aclarado, la Condesa montó en uno de los
caballos que llevaban para tal fin y —con permiso del Alfa— el General se
encargó de escoltarla.

Las puertas del castillo eran inmensas, al igual que las murallas en la
entrada del reino. Anne Marie no daba crédito a lo que sus ojos veían; ni en
la mansión de su exesposo, el Duque, o en las visitas al palacio el
Emperador, había vislumbrado tal lujo y opulencia.
Debido a la rapidez de los caballos no les tomó mucho tiempo llegar; la
extrema urgencia de los soldados por llevar al Alfa de vuelta al castillo, le
causaba cierta angustia a la Condesa. Planeaba interceder por él ante la
Reina y contarle lo que había hecho para salvar la vida de todos en el
pantano, quizás eso evitaría o aminoraría el castigo.
Gael era escoltado de cerca por mas de veinte soldados. En sus rostros
se reflejaba una profunda tristeza y vergüenza; ellos solo estaban siguiendo
las órdenes de la Reina, pero su sentido de lealtad al Alfa, les decía que
aquello era equivalente a una traición.
El General condujo a la Condesa y a Gael a la sala del trono donde se
hallaba la Reina esperando. Anne Marie jamás se había sentido tan nerviosa
e intimidada frente a otra mujer, y no era para menos, la madre del Alfa era
peligrosa en todo sentido. Si Gael era poderoso, su madre lo era diez veces
más.
Al estar frente la Reina, Anne quedó impactada; la belleza de la mujer
que ocupaba el trono era indiscutible: Intensos ojos azules, un rostro con
facciones que parecían cinceladas a la perfección, enmarcado por una
cabellera larga y lisa de color negro brillante; labios delgados delineados en
rojo oscuro y piel blanca como la nieve; era alta, esbelta pero de
complexión fuerte. Aunque no importaba lo hermosa que fuera, su sola
presencia proyectaba oscuridad y dominio.
Cuando la Reina se puso de pie, era claro que estaba furiosa. Todos los
soldados apoyaron una rodilla en el piso en señal de sumisión, e inclinaron
sus rostros cuando la vieron acercarse. Llevaba en su mano una enorme
cadena con un collar y sus pasos se dirigían hacia Gael; él lo sabia, se había
preparado para el castigo que le esperaba.
Sin mediar palabra, la Reina levantó su mano y golpeó de lleno el
hocico del Alfa. El impacto estremeció las columnas del salón, arrojando al
lobo a varios metros de distancia.
Anne Marie palideció ante la escena; un sentimiento de rabia intensa se
apoderó de su cuerpo. Quería gritarle a esa mujer sin importar que fuera la
Reina; sin importar que fuera la madre de Gael. De haber tenido su daga la
habría desenvainado sin pensar.
Marcus, quien se encontraba a su lado, le apretó con fuerza el hombro
para hacerla entrar en razón y evitar una imprudencia de su parte.
—Madame, por favor, no se meta. Por su bien, tranquilícese —susurró
al oído de la Condesa.
Ver a Gael ser golpeado de esa forma tan brutal por su propia madre, era
lo último que Anne Marie esperaba presenciar en su llegada al castillo del
reino Lycan.
Capítulo 9: Tú no eres nadie aquí

La paliza continuó durante unos minutos ante la mirada de atónita de Anne


y de los subordinados del Alfa. La Condesa derramaba enormes lágrimas
mientras la reina golpeaba a Gael sin misericordia.
Cada vez que el Alfa mostraba sus dientes e intentaba defenderse era
derribado, sin esfuerzo, por las bofetadas de la Reina que hacía uso de sus
letales garras y le cortaba el rostro en cada golpe. Ensangrentado como
estaba y casi sin fuerzas, decidió no volver a levantarse y someter su
voluntad a ella, como lo dictaban las leyes cuando un Alfa era derrotado por
otro.
Mientras yacía en el suelo, siendo encadenado por la Reina, el leve
sonido del llanto ahogado de Anne llegó a sus oídos y su corazón se hundió
en una profunda miseria. Había sido humillado de la peor manera posible
frente a su futura esposa. Aunque su matrimonio estaba pactado por
conveniencia, no podía ignorar la angustia legítima y la preocupación que
emanaban de Anne Marie. La breve alegría que experimentó mientras
estuvo a solas con ella, se desvaneció en un instante. En ese momento, no
pudo evitar sentir un profundo resentimiento hacia su propia madre.
—General Marcus, llévese al príncipe Gael y enciérrelo en el calabozo
durante una semana. Encadénelo a la pared y que lo alimenten una vez al
día. Nada de tratos especiales. A ver si con eso aprende a obedecer órdenes
—la voz de la Reina era fuerte, autoritaria y maliciosa. A los oídos de la
Condesa, carecía de cualquier sentimiento maternal. Parecía que jamás
hubiera amado a nadie más que a sí misma—. Saque a esa humana de aquí
y haga que la vistan, parece una pordiosera. O es que… ¿acaso pasó algo
entre ustedes?
»Las mujeres decentes desprecian a Gael por obvias razones, pero
usted… —la Reina escrutó a la Condesa con una mueca asco en su rostro
—. Parece que se divirtió anoche en el bosque con mi hijo. ¡Ja! Entonces,
Condesa, ¿se aprovecha usted de su esterilidad para ir saltando de un
hombre a otro?
Anne Marie apretaba los puños con tanta fuerza que sus propias uñas
estaban perforando la suave piel de sus manos. El Alfa, furioso ante
aquellas palabras, se lanzó a atacar a la Reina y ella volvió a derribarlo con
un solo golpe.
En ese punto, Gael ya no era capaz de levantarse por sí mismo, pero la
Reina, no conforme con eso, jaló con toda su fuerza la cadena que le había
colocado, apretándola cada vez más alrededor de su cuello. La mirada de
satisfacción que tenia mientras estrangulaba a su propio hijo era demoníaca.
—¡Déjalo en paz, reina miserable! ¡Lo estás matando! —gritó Anne
liberándose del agarre de Marcus. Su instinto la llevó a correr a interponerse
entre el Alfa y su madre.
La Condesa de Holst, Anne Marie Delacroix, estaba poseída por un
impulso sobrenatural. Cualquier atisbo de miedo a la Reina había
desaparecido. En su mente solo existía un pensamiento, algo impensable
para los presentes: Golpear a la madre de su futuro esposo, tan fuerte, como
para dejarla inconsciente en el piso.
—¡¿Cómo te atreves a hablar en mi presencia?! ¡Asquerosa humana,
vas a morir hoy! —gritó la Reina con su mano llena de largas garras,
levantada hacía Anne Marie.
La Condesa apenas esquivó el ataque mortal, gracias a la oportuna
intervención de Marcus Verae, quien la apartó con un movimiento rápido.
—¡Reina Brigitte! ¡Ya basta! —la voz de Luciano, el Consejero Real,
resonó en las paredes del salón—. La desaparición de Madame Delacroix
ha desatado una serie de rumores. El reino del oeste se prepara para enviar
tropas a investigar lo sucedido. Se habla incluso de una posible alianza de
guerra con los reinos vecinos. ¿Está dispuesta a exponernos de esa manera?
Bien sabe que los Lycans y el Emperador Joseph Bernard jamás se han
llevado bien.
Luciano caminaba apoyado en una muleta debido a la magnitud de sus
heridas, que eran mayores a las del General. Con la cabeza y el ojo derecho
cubierto de vendas, se acercó a la Reina y dijo:
—Como primer consejero del difunto Rey Gideon y encargado de hacer
valer su última voluntad, le pido que suelte al príncipe Gael. Si su intención
es castigarlo por desobedecer una orden directa, que así sea, pero atentar
contra su vida siendo él legítimo heredero al trono, es inconcebible.
Las palabras de Luciano eran firmes. La Reina no podía refutar nada lo
que decía porque el Consejero había sido designado, desde hace mucho,
para hacer cumplir el legado de sucesión. Él contaba con el apoyo de todos
los clanes que conformaban el reino, por lo tanto, su nivel de autoridad era
comparable al de ella.
—¡Esta mujer me ha faltado el respeto! Según las leyes puedo castigar
su osadía y e-
—No —respondió Luciano de manera tajante—. Madame Delacroix ha
salido en defensa de su prometido. Nuestras leyes la obligan a ella, bajo
cualquier circunstancia, a luchar al lado de su futuro esposo en caso de una
amenaza mortal. Usted mejor que nadie debería saber eso.
—Eso solo se ajusta a las mujeres de nuestro reino. Esa humana ni
siquiera puede considerarse la luna de Gael, simplemente esta aquí para
cumplir una formalidad —espetó, furiosa.
—Si el príncipe Gael arriesgó su vida para salvar a Madame Delacroix
ayer, y hoy se ha revelado ante usted solo por defender su honor, entonces
no se necesitan más pruebas. Él ha elegido a la Condesa Delacroix y no hay
nada más que añadir.
La Reina Brigitte palideció de la rabia ante las declaraciones de
Luciano. Miró a Anne Marie y al cuerpo inmóvil del Alfa que respiraba con
dificultad y dijo:
—Bienvenida a la familia.
Arrojó las cadenas a los pies de la Condesa y se retiró del salón sin decir
una palabra, dejando un rastro de sus feromonas dominantes que estremeció
de dolor a los soldados Lycans.
En todo ese tiempo, Anne Marie no había despegado la mirada de la
Reina, pero seguía restringida en sus movimientos gracias al General
Marcus.
Una vez que la presencia maligna de su futura suegra abandonó el lugar,
la Condesa cayó de rodillas llorando de nuevo por el Alfa. Sufría al verlo
tirado en medio de un charco de su propia sangre sin poder hacer nada para
ayudarlo.
—General, por favor, cumpla la promesa que me hizo antes de venir
aquí. Mi padre necesita saber cuanto antes que estoy viva. —Sus manos se
movían temblorosas encima del pelaje del Alfa—.¿Él va a estar bien,
verdad? Yo sé que se puede recuperar, anoche estaba mal pe- pero no así, n-
no así…
El llanto de Anne era incontrolable. Su mirada se hallaba nublada por
gruesas lágrimas que brotaban sin control. De pronto, un movimiento
repentino la distrajo de su intenso dolor: Gael estaba moviendo la cola.
Capítulo 10: Dios las crea y el chisme las une

Todos los soldados presentes en la sala del trono ayudaron a mover con
sumo cuidado el cuerpo de Gael hasta la sala de tratamiento. De no haber
estado transformado, el proceso hubiera sido menos doloroso.
El Alfa tenia incontables fracturas y grandes cortes causados por las
garras de la Reina. Gracias a ella, el estado del Alfa era crítico. De haber
estado vivo el Rey, jamás hubieran castigado a Gael con tanta violencia.
Las peleas para desafiar una autoridad de alto rango y tomar su puesto,
eran frecuentes entre los Lycan. Su raza respetaba no solo la jerarquía de la
realeza, sino también su fuerza. Quienes pertenecían al linaje de los reyes,
nacían siendo superiores al resto; incluso los Omegas de sangre real, tenían
un estatus privilegiado gracias a la diversidad de feromonas y habilidades
con las que nacían. Usualmente, elegían a sus compañeros entre otros
miembros de la nobleza para perpetuar el linaje. Solo en pocos casos, estos
individuos se convertían en mates de Alfas comunes.
En el caso de los Alfas de la nobleza, tanto hombres como mujeres,
usaban sus feromonas para ejercer dominio, causar dolor e incluso torturar.
Sus principales objetivos eran los soldados, la servidumbre y cualquier
ciudadano común del reino Lycan, siempre que fueran Omegas o Alfas de
menor rango.
Nada de esto se aplicaba a los humanos que hacían vida en el reino
Lycan, ya que eran incapaces de oler las feromonas o percibirlas, por tal
razón muy pocos de ellos se casaban con un Alfa u Omega del reino.
El matrimonio de los padres de Gael había sido arreglado; ninguno de
los dos estaba de acuerdo con dicha unión. Una crisis en el reino, treinta
años atrás, obligó a los clanes principales a elegir a sus Alfas más fuertes
para que contrajeran matrimonio, sin importar que sus mates pudieran
aparecer después.
Ellos lideraron la guerra más sangrienta en la historia del reino. Gracias
a sus extraordinarias habilidades, obtuvieron una victoria aplastante después
de numerosas batallas.
El Rey Gideon y la Reina Brigitte, poseían una fuerza monstruosa y
feromonas excepcionales que potenciaban la fuerza de sus soldados; eso era
lo único que mantenía el estatus independiente de los Lycans ante las otras
naciones bajo el mando del Emperador Joseph. El reino Lycan no estaba
bajo su dominio y por ende, tampoco recibían ayuda de su parte, en caso de
presentarse una situación de extremo peligro.
Una guerra de humanos contra Lycans era impensable. La diferencia de
fuerza era algo bien conocido por todos. Si el Emperador se planteaba,
alguna vez, hacerles frente para invadir sus tierras, solo tendría una
oportunidad de vencer, y eso era convenciendo a todos los reinos bajo su
mando para que enviaran a sus ejércitos, sin dejar un solo hombre atrás.
La noticia de la desaparición de Anne Marie, junto a la muerte de Rey
Gideon y la discapacidad de Gael, hacían parte de la excusa perfecta que
Joseph Bernard tenía en mente para llevar a cabo sus planes de invasión.
Pero, cuando los rumores fueron reemplazados por la hazaña heroica de un
Alfa ciego, quien sin ayuda de ningún tipo, salvó a la Condesa y a sus
escoltas de morir en «El pantano de las Almas», el Emperador desistió.
En cuanto a los guerreros fantasma, responsables del atentado en el
bosque, reportaron bajas enormes en sus tropas y señalaron solo a dos
Lycan como únicos culpables. Los planes de atacar al reino, se esfumaron
después de enfrentarse a Luciano Mavel y Marcus Verae.
La primera noche en el castillo estuvo plagada de emociones fuertes
para Anne Marie y su doncella. Ambas tuvieron un emotivo reencuentro, en
la habitación que les habían designado provisionalmente.
—¡Madame! —gritó la doncella mientras se cubría la boca y corría a
abrazar a la Condesa—. ¿Cómo es posible? No m- me diga que le han he-
hecho daño. —Se separó un poco del abrazó y empezó a revisarla—. Venga,
co- conmigo yo la ayudaré a cambiarse.
—¡Ay, Marcia! —respondió Anne, negándose a soltar a su leal doncella
—. ¡Sí supieras lo que pasó! ¡Fue horrible!
—Pero Madame, debemos limpiarla y quitarle esta ropa sucia de…
¿¡Esto es sangre!? ¡Está herida! ¡Guardias! La con-
—¡Shhhh! —Anne puso su mano en la boca de Marcia—. No, no estoy
herida, es sangre del Alfa Gael. Fue golpeado de forma salvaje por su
madre, la Reina, y yo intervine. ¡Casi lo mata, Marcia! —lloriqueó en voz
baja ante el recuerdo de los acontecimientos recientes.
—Yo he estado encerrada aquí desde que supe todo lo que pasó. La
Reina ordenó que nadie me dejara salir. Algunos han sido amables
conmigo, pero creo que es porque mi buen Luciano ha hablado a nuestro
favor.
—¿No lo has visto aún?
—No, Madame, solo escuché que él y el General habían llegado sin
ustedes. Sé que hubo una pelea, pero ambos se encargaron de los enemigos.
—Marcía suspiró mientras se perdía en sus pensamientos—. Eso no es nada
para un hombre tan fuerte como mi Luciano.
—Creo que necesitamos hablar, Marcía, no te contaron el chisme
completo. El Consejero está herido de gravedad. No tanto como Gael, pero
sí lo suficiente como para necesitar una muleta. Yo estaba con ellos en la
sala del trono.
La doncella mostró una expresión de horror en su rostro al escuchar
cada palabra que Anne pronunciaba. Cubrió su boca con manos temblorosas
y parecía estar conteniendo la respiración mientras se detallaban las heridas
del Consejero real.
—Madame, ¿usted cree que mi Luciano tendrá una cicatriz de por vida
en su rostro? Y su ojo… ¡Ay, Madame, no sabe cuánto deseo verlo! —
gimoteó Marcia, acercando un pañuelo a su rostro.
—Marcia, te entiendo a la perfección. El General me prohibió
acompañar a Gael a la sala de tratamiento y yo… ¡me siento terrible,
Marcia, necesito ir con él! —Anne Marie se lanzó a los brazos de su
doncella, desconsolada—. Esta mañana fue muy lindo conmigo. ¡Es un lobo
enorme! Aún no lo he visto en su forma humana, bueno, solo lo toqué un
poco ¡y se notaba que era grande!
Marcia frunció el ceño tratando de comprender las palabras de la
Condesa.
—Madame, ¿Co- cómo que usted solo lo tocó y notó que era… grande?
Anne Marie palideció ante lo que acababa de decir. No era lo que
intentaba expresar, pero no iba a negar que había mucha verdad en esa
afirmación.
—E- Es que él me- me cargó y- y… ¡es alto, Marcia! ¡Qué clase de
cosas estás pensando en un momento como este! —Anne estaba nerviosa y
empezó a jugar con su cabello—. Tengo… ¿Marcia, tengo hojas en el
cabello?
—Me temo que sí, Madame. También tiene muchos pelos blancos por
todas partes. —Marcia empezó a quitarle pelo de lobo de la ropa y el
cabello—. Por lo que veo, el Alfa es blanco ja, ja, ja.
Anne Marie sentía que iba a morir de la vergüenza. Incluso la horrible
Reina Brigitte la vio así, llena de hojas y pelo de su hijo…
—¡Madame, usted debió ver el lobo de Luciano! Está en el deber moral
de contarme cómo es, yo averigüé datos precisos de su prometido. —
Marcia tenía una expresión decidida en su rostro; no iba a desistir de
conocer los detalles de ese chisme.
—Eso no lo sé con certeza —confesó la Condesa, hablando en voz baja
como si alguien las estuviera espiando—. Cuando salí del carruaje y vi la
pelea, los dos se habían transformado. Uno de ellos tenia el rostro, las
orejas, el cuello y las patas grises, con un manto de pelo negro en la espalda
hasta la cola. El otro era muy diferente; rostro blanco hasta la frente, parte
del cuello y el pecho. El resto de su cuerpo era rojizo.
»Para saber quien es quien, tendría que preguntarles, pero hubo algunos
acontecimientos deshonrosos de los que fui victima, por lo tanto, no me
apetece recordarles «esa parte del viaje».
—¿Acontecimientos deshonrosos? —inquirió la doncella, con una
mezcla de susto y curiosidad.
—No quiero hablar de eso.
—Pero, Madame e-
—¡Qué no! —exclamó Anne Marie haciendo un gesto brusco con los
brazos alrededor de sus pechos. Tal gesto forzó la tela frágil del vestido y se
soltaron los amarres que había hecho en el bosque, dejando a la Condesa en
una situación que, a estas alturas, ya le parecía demasiado familiar.
—Madame, por eso insistí en que llevara corpiño.
—Marcia, si me vuelves a recordar eso te enviaré de vuelta a Holst,
caminando.
Capítulo 11: El bello durmiente

Anne Marie nunca había experimentado tanta felicidad al bañarse. La


temperatura cálida del agua era perfecta para aliviar los dolores y moretones
que tenía en diferentes partes de su cuerpo.
En tan solo dos días, pasó de vestir como una digna representante de su
casta en un viaje normal, a encontrarse medio desnuda, cubierta de lodo
maloliente en medio de una emboscada y teniendo que dormir en el suelo
de un bosque abrazada a un lobo gigantesco. Podría intentar convencerse a
sí misma de que todo había sido un sueño muy extraño y nadie la culparía.
Después de ser asistida por su devota doncella en la compleja labor de
desenmarañar su cabello, Anne Marie salió de la bañera renovada de pies a
cabeza. Por fin se sentía como la Condesa de Holst, lo que le daba una
férrea determinación para exigir estar al lado de su prometido. Se vestiría
con un atuendo hermoso pero formal, saldría de la habitación e iría directo a
la sala de tratamiento. Ya lo había decidido.
Aunque la reina había ordenado que hubiera guardias vigilando las
puertas de su habitación, el consejero Luciano le había dado la libertad de
solicitar la presencia de Marcus Verae o la de el, en caso de que necesitara
algo. Cuando la Condesa se dirigía a la puerta dispuesta a llamar a Marcus
Verae, escuchó que alguien estaba afuera:
—Madame Delacroix, le he traído comida —una voz femenina le
recordó a la Condesa su necesidad de ingerir alimentos.
Ella no había comido nada desde el día anterior, cuando el derrumbe los
obligó a desviarse de su ruta original. Antes de entrar al bosque,
consideraron que era prudente almorzar; no planeaban detenerse en esa
zona y hacer un picnic por obvias razones.
Marcia corrió a la puerta para recibir los alimentos en lugar de Anne
Marie —como dictaba la costumbre— y, al abrir la puerta, se encontró
frente a frente con una sirvienta Lycan.
—Usted no es la Condesa —dijo con petulancia.
—No. Soy la doncella de Madame Delacroix y me encargo de servir su
comida —respondió Marcia, con un tono de voz orgulloso y desafiante.
—¿Hay algún problema con que mi doncella reciba los alimentos en mi
lugar? —intervino Anne.
—No, no, en lo absoluto Madame —respondió la sirvienta, con claro
asombro ante la presencia deslumbrante de la Condesa—. Solo sigo ordenes
del General, se me encargó la tarea de preparar sus comidas y entregarlas a
usted en persona. Bajo ninguna circunstancia, nadie, excepto yo, puede
traerle alimentos.
—Bien, pero debe entender que mi doncella es alguien de extrema
confianza, siempre esta a mi lado como una sombra. —Anne Marie quería
decir que era por su naturaleza chismosa, pero se contuvo—. Pero, si esto es
un problema para ti…
—¡Lo es! —respondió la criada mostrándose un tanto nerviosa—. El
General y el Consejero han amenazado a todos los que trabajamos en el
castillo, en especial a mí. Si a Madame Delacroix, futura luna del Alfa Gael,
llega a enfermarse por la comida o algo peor… mi castigo será la muerte.
Era algo drástico, pero con la reciente animosidad que la Reina Brigitte
demostró hacía ella, cualquier precaución que tomaran para proteger su
vida, era muy poca. Los guardias apostados cerca de la puerta estaban al
tanto de todo; la sirvienta sabía que si la veían entregar la comida a otra
persona, la reportarían con el General.
—Tranquila, nosotras entendemos —dijo observando a Marcia para que
olvidara las formalidades—. Cada vez que vengas saldré a tomar la bandeja.
—Gracias, Madame, espero que la comida sea de su agrado. —La
criada extendió sus brazos y entregó a Anne Marie la pesada bandeja que
custodiaba—. Puede mandarme a llamar con un guardia si necesita
cualquier cosa de la cocina.
»Si tiene alguna petición especial para la comida de mañana, puede
decímela esta noche cuando venga a traer su cena. —La criada hizo una
breve reverencia y añadió en voz baja—. No acepte alimentos o bebidas de
nadie que no sea yo.
—¿Ni siquiera un vaso de agua? —inquirió la Condesa usando la misma
discreción.
—Nada.
La criada desapareció con rapidez del pasillo y dejó a Anne con más
preguntas que respuestas. Aunque estaba sorprendida por las medidas de
seguridad a las que estaría sometida de ahora en adelante, decidió que se
preocuparía por eso en otro momento.
Marcía insistió en probar la comida, el vino y el agua de la Condesa
porque según ella: «El trabajo de una doncella también consiste en arriesgar
la vida por Madame Delacroix si es necesario». Anne Marie sospechaba
que solo era una glotona, pero no iba a decir nada al respecto.
La cantidad de comida era exagerada, pero como ya había visto comer a
los emisarios, no le sorprendió para nada.
Una vez que Marcia y ella terminaron de comer, Anne Marie volvió a
retocar su maquillaje y se dispuso a salir de la habitación; la urgencia por
ver a Gael era cada vez mayor.
—Guardia, necesito hablar con el General Marcus, es un asunto de
extrema urgencia. Llévame con él si es posible —dijo Anne Marie
intentando sonar segura de sí misma.
Los años de desprecio que soportó en el palacio del Duque y luego en la
mansión de su padre, habían hecho mella en la autoridad que su título le
confería.
—Condesa Delacroix, el General está en la sala de tratamiento. Hace
poco llamaron a todos los soldados disponibles para atender una situación
irregular relacionada con el Alfa. Las órdenes de mantenerla en custodia
son estrictas.
Al instante el miedo se apoderó de Anne, pero intentó disimular y
mantener la calma con la esperanza de lograr persuadir al guardia.
—Entonces busca al Consejero, él me autorizó, en persona, para
llamarlo si necesitaba algo y como le dije, es un asunto de «extrema
urgencia».
—Me temo que tampoco será posible, Condesa Delacroix. El consejero
también acudió a la sala de tratamientos. La situación es bastante delicada
con el Alfa y se necesitaba ayuda de todos los que p-
Antes de que pudiera terminar su frase, el guardia fue derribado por una
fuerza desconocida y, segundos después, su compañero sufrió el mismo
destino; ambos se retorcían de dolor a los pies de Anne Marie. Sin
detenerse a reflexionar sobre lo que podría estar sucediendo, la Condesa
ordenó a Marcia que se encerrara en la habitación y permaneciera allí hasta
su regreso, luego echó a correr, desesperada por encontrar las escaleras que
conducían a la planta baja del castillo. Había visto cómo se llevaban a Gael
en esa dirección, pero desconocía con exactitud dónde se encontraba la sala
de tratamientos.
Todos los guardias que debían mantenerse en posición firme yacían en
el suelo, poseídos por un terrible dolor. Nadie podía señalar siquiera la
ubicación del lugar que buscaba, ya que en su estado actual todos estaban
fuera de sí, como si estuvieran siendo torturados.
A pesar de la inmensidad del lugar, Anne Marie se aferró a su
determinación y siguió corriendo por los pasillos, decidida a encontrar a
Gael. Aunque los lamentos dolorosos de los Lycan resonaban en cada
esquina del castillo, no se permitió detener su búsqueda.
Todo empeoró cuando el suelo y las paredes comenzaron a temblar; no
era un temblor común, sino más bien una vibración similar al aullido
atronador del Alfa. En ese momento, una teoría se iluminó en la mente de la
Condesa: «Si no puedo escuchar a Gael, es porque lo han llevado bajo
tierra». Y eso tenía mucho sentido; si los heridos fueran atendidos en la
parte baja del castillo, cualquiera podría oír sus quejidos o gritos de dolor.
Concentrada en acercarse a la fuente de esa vibración, Anne comenzó a
caminar con las manos apoyadas en las paredes, tratando de sentir si estaba
acercándose o alejándose. De repente, se topó con unas escaleras que
descendían a un piso inferior y, sin dudarlo, bajó por ellas. Pero, antes de
llegar a los últimos escalones, se sintió mareada a causa de las vibraciones
que se hacían más intensas a medida que avanzaba; esto la obligó a bajar
con lentitud y precaución.
Cuando llegó al final de las escaleras, se encontró frente a un largo
pasillo. Al final del mismo, solo había dos habitaciones con puertas
cerradas. Corrió hacia ellas, pero antes de llegar, una de las puertas estalló
en mil pedazos y un hombre salió volando, cayendo inconsciente en el suelo
como un muñeco de trapo.
La sala de tratamientos era una habitación insonorizada, pero ahora que
la puerta se había hecho añicos, se escuchaban con claridad una serie de
gruñidos, golpes, forcejeos… y el indiscutible ruido de cadenas siendo
arrastradas.
—¡Alfa Gael! —gritó la Condesa mientras se abría pasó entre los
escombros y el cuerpo del hombre herido.
Al detenerse en la entrada de la sala, las piernas de Anne Marie le
fallaron y cayó de rodillas ante la impactante escena que presenciaba: la
mayoría de los soldados sostenían la enorme cadena que mantenía cautivo
al Alfa, mientras otros intentaban contenerlo sujetando sus patas traseras sin
mucho éxito. Gael, también parecía estar fuera de control, intentaba atacar
con ferocidad al Consejero Luciano.
Era evidente que Luciano no quería hacerle daño, por ello esquivaba los
ataques apartando con sus manos el hocico de Gael antes de que pudiera
morderle. Pero al verse acorralado y sin otras opciones, Luciano no tuvo
más remedio que sacar sus garras. Anne Marie sabía lo que el consejero
estaba a punto de hacer, pero no iba a permitírselo.
—¡No, detente! ¡Ya basta!
El grito frenético de la Condesa trajo a Gael de vuelta a sus sentidos.
Parecía haber despertado de un trance profundo sin saber qué había hecho.
Al darse cuenta de que ya no corría peligro, Luciano se dejó caer, sin
fuerzas y jadeando, al igual que el resto de los soldados.
De no haber sido por Anne Marie, todos habrían muerto en las fauces de
Gael.
Capítulo 12: De aquí no me voy si no es con
él

Los nervios de la Condesa estaban alterados al máximo. A su alrededor,


todo era un caos de cuerpos magullados, excepto el Alfa, quien parecía
haber sanado cada una de las heridas que su madre le había infligido.
—¿Qué significa todo esto? Necesito que alguien me explique ahora
mismo. ¡Desde que llegué aquí no he visto más que peleas; pareciera que
todos están tratando de matarse a cada momento!
—Yo podría explicarle, Madame —una voz masculina resonó a
espaldas de la Condesa provocándole un gran sobresalto. Era el General
Marcus, quien se incorporaba después del golpe que lo envió afuera de la
sala.
—¡Señor, si usted vuelve a asustarme así, le juro por la diosa que…! —
La Condesa se dio cuenta de que todos los soldados la estaban viendo y
recobró la compostura—. Discúlpeme, General, estoy un poco nerviosa, por
favor explíqueme.
—Madame Delacroix, primero deje que la ayude a levantarse, sus ropas
se están ensuciando. —Marcus extendió su mano cortésmente hacia Anne y
ella la tomó—. Nuestros magos han sanado al Alfa Gael. Como puedes ver,
todas sus heridas han desaparecido. Pero, debido a la situación de vida o
muerte en la que el Alfa se encontraba antes de perder la conciencia, su
instinto primario se activó para mantenerlo a salvo. Por eso despertó
atacando sin contemplación a todos los que intentaban hacerlo entrar en
razón.
—¿Y cómo explica que cada soldado en el castillo estuviera
retorciéndose de dolor? Incluso los que estaban custodiando mi habitación
se desplomaron como si algo los estuviera quemando por dentro.
—E- eso… eso no debería haber sucedido. —El General se había
quedado sin palabras. Tendría que investigar a fondo lo que Anne Marie le
había dicho.
—Madame Delacroix —interrumpió Luciano, poniéndose de pie con
dificultad—, permítame acompañarla de regreso a su habitación. Este no es
lugar para una dama como usted.
El Alfa permanecía inmóvil, negándose a mirar en dirección a la
Condesa. No había mostrado ninguna señal de posesión o celos cuando sus
hombres se ofrecieron a ayudarla. Lo único que sentía era una profunda
vergüenza y humillación. Anne Marie debía estar asustada por su
comportamiento y seguro no lo querría cerca de ella.
—No. He venido a buscar al Alfa y me niego a irme con alguien más
que no sea él —dijo la Condesa, rechazando con firmeza la oferta del
Consejero.
Las palabras de la Condesa hicieron que el corazón del lobo diera un
salto. Era una emoción indescriptible que no quería mostrar delante de sus
subordinados, pero su cola traicionera había empezado a moverse antes de
que él se diera cuenta.
—Madame, por favor, debe comprender que el Alfa Gael ha sido
castigado por la Reina y sus órdenes son absolutas —explicó el Consejero
—. Esa cadena que lleva está hecha con una magia poderosa. Le impide
volver a su forma humana hasta que se cumpla el tiempo de su castigo.
—El Alfa debe permanecer encerrado en el calabozo por una semana.
Después de ese tiempo podrá verlo, Madame —añadió el General.
—Entonces no voy a irme de aquí sin antes hablar con él… a solas —
espetó Anne Marie, con la obstinación propia de una niña consentida.
—Pe- pero Madame, él no podrá responderle —dijo Marcus—, y no
solo eso, si se queda por más tiempo aquí, se expone a toparse con la Reina
y e-
El Alfa emitió un gruñido potente, abrió los ojos y pareció fijar su
mirada en el General para intimidarlo.
—¿Lo ve? Él también necesita hablar conmigo, así que les agradecería
un poco de privacidad —dijo Anne Marie sonriente mientras señalaba a
Gael.
Todos los soldados se pusieron de pie y corrieron hacia la otra
habitación que se encontraba en el pasillo. Marcus salió en dirección a las
escaleras con la intención de alertar si la Reina se acercaba. El Consejero lo
siguió, pero antes de salir, le advirtió a la Condesa:
—Madame, le agradezco que sea breve. Si la Reina se entera de que el
príncipe Gael no ha sido llevado a los calabozos todavía, lo volverá a
golpear y nuestros magos no podrán sanarlo de nuevo. La magnitud de las
heridas del Alfa eran tan graves, que se quedaron sin energía. La espero al
pie de las escaleras.
Luciano salió cojeando de la habitación, dejando a la Condesa y a Gael
solas. Aunque sus heridas habían sido sanadas en su totalidad, la reciente
lucha con el Alfa enfurecido le había pasado factura.
Anne se encontró sola de nuevo con el Alfa y sintió el nerviosismo
propio de una mujer pudorosa. Volvía a ser consciente de la desnudez de
Gael, aun en su forma de lobo; ella sabía que debía controlar esos nervios y
hablarle antes de que se les acabara el tiempo, pero fue el Alfa quien inició
el acercamiento y empezó a olerla como cuando estaban en el bosque.
—¡Caballero, co- compórtese, ja, ja, ja, me está haciendo cosquillas!
Ya, ya, estoy bien. —Anne sostuvo el enorme hocico del Alfa y lo acarició
mientras hablaba—. Me he bañado, comí y estoy a salvo… o al menos eso
creo. Tus hombres vigilan la puerta de mi habitación, además, tanto el
Consejero como el General han dado órdenes a todos para evitar algún
incidente.
»He decidido no salir de mi habitación hasta que usted salga del
calabozo. Espero que la próxima semana al fin pueda conocerle en su forma
humana. Me gustaría agradecerle por haber salvado a los soldados de Holst
y a mí. La mala noticia es que, mi única muestra de gratitud hacia usted, por
ahora, es ésta —Anne Marie se abrazó al cuello del Alfa y luego besó su
nariz fría—. Ahora debo irme. No se olvide, dentro de una semana usted y
yo tendremos una cita. Lo estaré esperando.
La Condesa salió de la habitación caminando a toda prisa. Había tenido
que reunir una gran cantidad de coraje para mostrarse tan segura de sí
misma, y ahora parecía que iba a desmayarse en cualquier momento.
Por otra parte, Gael, quien se había quedado en la sala de tratamiento
moviendo la cola sin control, se sentía en una nube flotante de pura
felicidad. Los días que iba a pasar en el calabozo ya no se sentían como un
castigo. Tenía tiempo suficiente para pensar en la primera cita con su
prometida. No iba a permitir que su ceguera lo hiciera sentir inseguro,
planeaba conquistar a Anne Marie a toda costa.
Capítulo 13: La cita de mis sueños, con el hombre de mis sueños

Cuando el general Marcus y Luciano escucharon que Anne se acercaba al


pie de la escalera donde aguardaban, se miraron y asintieron. Debían poner
en marcha el plan acordado de inmediato. El General escoltaría a Gael al
calabozo, mientras que el Consejero se encargaría de llevar a la Condesa de
vuelta a su habitación. La angustia de ambos ante un posible reencuentro
con la Reina estaba más que justificada.
Mientras subían los escalones, el Consejero se inclinó para observar a la
Condesa con preocupación:
—Madame, la noto un poco pálida y temblorosa. ¿Se encuentra bien?
—Caballero, ¿usted considera que una dama como yo estaría tranquila
luego de presenciar todo esto? —respondió Anne fingiendo enojo para
ocultar sus verdaderos sentimientos; estar tan cerca del Alfa, de nuevo,
había hecho latir su corazón a toda prisa.
—Estoy seguro de que no, Madame. Le ruego me disculpe, pero no se
preocupe, le aseguro que todo lo que pasó tiene una explicación racional.
—Consejero, yo no necesito sus explicaciones. Sé con exactitud lo que
vi y una clara prueba de ello es que, el hombre con el que se supone que me
voy a casar, ¡está preso en el calabozo de su propio castillo! —la voz
alterada de Anne Marie resonó en las escaleras—. ¿Se da cuenta? Me ha
hecho levantar la voz, ¡qué vergüenza! Usted no sabe lo difícil que es para
una dama como yo mantener la calma y la educación en momentos así.
—Madame, por favor, le ruego comprenda que nada de esto estaba
previsto —respondió el Consejero.
Anne Marie se detuvo para mirar a Luciano con ojos entrecerrados y
ceño fruncido.
—Señor, estoy consciente de eso. Lo que me molesta es tener que seguir
esperando para «conocer» a mi prometido. He aguardado con paciencia solo
por el carácter protector y la valentía que demostró el Alfa cuando me
rescató; sus acciones sobrepasan a las de cualquier hombre que me haya
cortejado antes —dijo la Condesa entre suspiros.
El Consejero desvió su mirada y sonrió con disimulo. Estaba
complacido de que Anne Marie viera las virtudes del Alfa e ignorara su
discapacidad.
Una vez que llegaron a la habitación de la Condesa, llamó a la puerta y
Marcia abrió, dando un brinco de susto al ver a Luciano frente a ella. El
Consejero saludó a la doncella con una sonrisa amable y procedió a
despedirse de Anne Marie, pero ella lo retuvo un poco más.
—Consejero Luciano, ¿podría usted autorizar a Marcia para que vaya a
diario con la encargada de preparar nuestra comida? Sería mejor si tiene
algo que hacer, de lo contrario me volverá loca; ella no tolera el encierro —
dijo en voz baja e hizo un gesto con la mano para que solo él escuchara.
—Entiendo. Mañana hablaré con la encargada de la cocina. Aunque ella
es una mujer bastante... posesiva con sus deberes, así que no sé hasta qué
punto permitirá que su doncella la ayude.
—Me parece perfecto. Gracias, caballero, ha sido usted muy amable.
¡Ah!, una cosa más, ¿le han avisado a mi padre de que estoy a salvo?
—Sí, Madame. Nuestro mensajero salió hacia Holst hace poco; en
cuanto regrese, le avisaré. Seguro el Conde Alberth enviará algún recado
para usted.
—Y una amenaza de muerte para usted —añadió Anne Marie con una
sonrisa juguetona mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta tras
de sí.

La semana de encierro pasó en un abrir y cerrar de ojos para el Alfa y la


Condesa. Anne Marie decidió solidarizarse con la situación de Gael para
mantenerlo tranquilo. Si ella decidía salir, acompañada por su doncella y el
General o el Consejero, seguro habría chismes que lo perjudicarían.
Se notaba que sus soldados lo respetaban, pero no ocurría lo mismo con
el resto del personal del castillo. La Condesa se enteró de eso gracias a
Marcia, quien se había encargado de recolectar, con disimulo, información a
cambio del favor que Anne Marie le hizo; ayudar en la cocina, le dio la
oportunidad de ver al Luciano a diario. Solo por eso, la lealtad de Marcia
hacia su señora había aumentado de forma drástica.
Quienes trabajaban allí, hacían todo tipo de comentarios hacia Gael.
Algunos mantenían una actitud de lástima y otros se burlaban diciendo:
«Qué ironía, ahora nuestro Alfa necesita un perro lazarillo ja, ja, ja». Pero
también existía un grupo minoritario, que hablaba de lo fácil que sería
derrocar el reino cuando el Alfa ascendiera al trono. No todos aprobaban
tener a un Rey ciego y una luna humana como los nuevos gobernantes del
reino Lycan.
Otro motivo para permanecer encerrada durante ese tiempo, era evitar
cualquier tipo de interacción con la Reina Brigitte Blackwood. Enfrentarse
a una Lycan que podría matarla con una simple cachetada era una locura y
ella lo había hecho sin dudar. Todo por un hombre al que ni siquiera había
visto en su forma humana.
El día previo a la liberación de Gael, el General se dirigió a la
habitación de la Condesa para avisarle que la Reina había sido convocada a
una reunión con los cinco clanes del reino, por esa razón pasaría varios días
fuera del castillo. Gracias a eso, Anne y el Alfa podrían tener su cita sin la
preocupación de encontrarse con ella. Para Anne Marie, era la mejor noticia
después de la carta y el regalo de su padre.
Al regresar de Holst, el mensajero contó con todo lujo de detalles lo
complicado que fue cumplir con su misión. En primer lugar, tuvo que
explicar a una turba enardecida, compuesta por los ciudadanos de Holst,
que los soldados estaban heridos, pero a salvo.
Luego, cuando llegó a la mansión Delacroix, fue recibido por un
anciano devastado y dominado por la furia. De no ser por sus gritos
anunciando que la Condesa estaba viva, el Conde Alberth le habría cortado
la cabeza con su espada.
Ahora, Anne Marie volvía a tener una daga escondida en su corsé y una
nota de su padre que decía:
"Amada hija:
Te envío esta daga de plata pura, es letal para cualquier Lycan. No
tengas miedo de usarla; recuerda que haré todo lo posible para protegerte,
incluso si no estoy a tu lado. Por tu vida, yo iniciaré la guerra más grande
que el imperio haya visto.
Con amor,
Alberth Delacroix
P.D.: Al General y al Consejero, les envío este mensaje: si ponen un pie
en Holst, considérense hombres muertos."
Después del desayuno, Anne Marie le ordenó a su doncella que tuviera
especial cuidado en ayudarla a verse bien. Sin importar que Gael fuera
incapaz de ver lo hermosa que se había arreglado para él, ella deseaba que
todo aquel que viera a la futura luna del Alfa, se sintiera hechizado por su
belleza.
Una vez que se aseguró de que nunca se había visto tan hermosa,
decidió pedir a los guardias que llamaran al Consejero Luciano para que la
guiara hasta su prometido, pero, para su sorpresa, al abrir la puerta no vio a
nadie.
Supuso que las órdenes de la Reina se habían flexibilizado en su
ausencia y se aventuró a salir con Marcia. La doncella llevaba varios días
recorriendo el castillo, así que Anne Marie dio rienda suelta a su curiosidad
junto a ella.
—¡Madame, tiene que ver esto! —dijo Marcia, casi arrastrando a la
Condesa a un lugar cercano a las escaleras; estaba ansiosa por mostrarle los
cuadros de los reyes.
Cuando Anne bajó desesperada buscando a Gael, no reparó en los
detalles de la decoración, mucho menos en los enormes cuadros con
pinturas realistas que se alzaban delante de ella.
—Este cuadro corresponde al difunto rey Gideon, Madame. He querido
mostrárselo desde que lo vi. ¿No le parece que es un hombre demasiado
guapo? Cada vez que paso por aquí suspiro de pena, ojala haber visto un
hombre así en persona. No es que me queje de Luciano, pero ¡caray! Que
buenos genes tiene la familia real —La doncella, a pesar de su entusiasmo,
hablaba muy bajito, solo para los oídos de Anne Marie. Si alguien supiera
que se expresaba así del difunto Rey Lycan, podría ser castigada con
severidad.
—Vaya, en realidad era un hombre muy guapo. ¿Cómo haría el pintor
para detallar esos rasgos tan perfectos? —dijo Anne Marie—. Marcia, creo
que no podemos estar seguras si el Rey Gideon era tan atractivo. Piénsalo,
quizás el pintor se tomó ciertas atribuciones. Es casi imposible que exista
un hombre tan hermoso. Aunque, si es cierto lo que dicen del Alfa,
entonces hay una posibilidad.
—De hecho, el pintor no le hizo justicia en ese retrato. Mi padre era
mucho más alto y con brazos más fuertes. Si se fijan bien, ahí se ve delgado
— dijo una voz masculina detrás de Anne Marie y Marcia, quienes
continuaban viendo el retrato con profunda concentración, sin notar que
alguien más les hacía compañía.
—Es verdad, se nota delgado, pero mira su rostro, es una obra maestra
de los dioses. No puedo creer que exista un hombre así, ¿no lo crees
Marcia? —cuestionó la Condesa.
—Estoy de acuerdo con usted, Madame. Yo me desmayaría si tuviera a
un guapo así a pocos metros de distancia —añadió la doncella, mientras reía
con discreción.
—Bueno, dicen que yo me parezco mucho a mi padre —afirmó quien se
hallaba detrás de ellas.
Al escuchar sus palabras, un profundo silencio se apoderó de la
Condesa y de su doncella. Lo único que pudieron hacer fue darse la vuelta
con lentitud. Al estar frente a él, Anne Marie quedó boquiabierta y
petrificada: tenía delante de ella al hombre de sus sueños.
Y Marcia, se desmayó.
Capítulo 14: ¿Amor a segunda vista?

Gracias a sus sentidos sobrenaturales, el Alfa podía escuchar el corazón de


Anne Marie latir con fuerza; incluso su respiración acelerada era algo que,
para una persona normal, pasaría desapercibido, pero para Gael era un
sonido fuerte y claro.
—Ja, ja, ja discúlpeme, Madame, no era mi intención asustarla a usted o
a su doncella. —El Alfa intentaba esconder su nerviosismo detrás de una
sonrisa—. Fui a buscarla a su habitación y, al no encontrarla, seguí el rastro
de su aroma, espero que no le moleste.
Anne Marie seguía sin reaccionar. Escuchaba las palabras de Gael, pero
lo único que deseaba era detallarlo centímetro a centímetro. Estaba delante
de ella vestido con la túnica de la realeza, confeccionada en lino blanco; su
pecho iba adornado con condecoraciones y ornamentos de oro con gemas
preciosas que eran propios de un príncipe. Era realmente alto y muy guapo,
más que cualquier otro hombre que hubiera visto antes.
Su cabellera marrón oscuro, algo ondulada, caía como una suave
cascada por sus hombros. Tenía una barba abundante, más de lo que ella
estaba acostumbrada a ver en los hombres de su reino, pero le gustaba. A
Gael le confería un aire masculino, salvaje e increíblemente atractivo según
su perspectiva.
—Madame Delacroix, ¿se encuentra bien? No tiene por qué asustarse.
Si lo que le preocupa es el cuadro, puede estar tranquila, no diré nada.
Además, sus comentarios y los de su doncella fueron muy acertados y
respetuosos, ja, ja, ja. —El Alfa reía para no prestar atención a la
incomodidad que le producía el silencio de Anne Marie.
Mientras tanto, la Condesa seguía embelesada con los enormes bíceps y
el pecho del Alfa dejando que sus pensamientos vagaran sin control: «y
pensar que yo estuve acostada en ese pecho, siendo apretada por esos
brazos…».
Los labios de Gael se movían pero ella seguía perdida en sus
ensoñaciones.
—Madame, seré sincero con usted, me está poniendo nervioso. Sé que
está de pie frente a mí y que está consciente, pero el hecho de no ver su
expresión, es inquietante. ¿Acaso hay algún problema conmigo o mi
apariencia?
La Condesa ni siquiera se había dado cuenta de que su doncella estaba
levantándose del piso. Marcia la miraba con un ligero resentimiento por
haberla dejado ahí tirada, pero fue incapaz de enfadarse cuando vio que
Gael, sin dirigir su rostro hacia ella, le extendía la mano.
Jamás había visto a un hombre con aquel porte tan elegante y
masculino. Sus mejillas ardían de la vergüenza al vislumbrar el atractivo del
príncipe mientras tomaba su mano. Con disimulo, comenzó a tirar del
vestido de la Condesa para que recobrara la razón, pero nada parecía sacarla
de su trance. Lo único que podía hacer era pellizcarla para sacarla del
embrujo que parecía tener.
—¡Ay! ¡Marcia, atrevida!, por qué me pe-
—Madame, el Alfa le está hablando. Debería ir a un lugar más privado
y conversar a solas con él. Estoy segura de que usted no quiere hablar con
su prometido delante de su doncella. ¿No es cierto? —dijo Marcia mientras
se arreglaba el vestido.
—¡Sí, sí, es verdad! Eres tan leal como chismosa, mi querida Marcia.
Ve a hacer tus deberes, que yo me iré con el Alfa a un lugar menos
concurrido.
La doncella se retiró a paso veloz con la mano en los labios para ocultar
su emoción; el chisme de la noche estaría muy interesante.
—Disculpe, Madame, ya que por fin ha dado señales de poder hablar,
¿le gustaría dar un paseo por los jardines? —dijo el Alfa mostrando sus
caninos en una sonrisa amplia y seductora.
«¡Dioses por qué lo hicieron tan hermoso! ¡Qué difícil es concentrarse
con semejante vista! Vamos, vamos, respira profundo, tú puedes, Anne
Marie. Eres la Condesa de Holst, ¡no lo olvides!», —decía en su mente,
buscando valor para hablar con Gael—. Cualquier lu- lugar al que me lleve
e- estará bien. Desde que llegué he estado en mi habitación. Es muy poco lo
que he visto del castillo.
—¿La vista desde su ventana es mala? —preguntó Gael ladeando su
rostro hacia un lado.
—Solo hay una ventana pequeña y es bastante alta. Parece que los
Lycan no están acostumbrados a recibir visitas de personas con estatura
promedio —dijo Anne sacando a relucir su personalidad mordaz.
—Madame, ningún humano ha puesto un pie en el castillo desde hace
varios siglos, usted es una excepción particular —la sonrisa velada del Alfa
hacía que la Condesa se ruborizara a más no poder.
—Caballero, por mucho que me guste el retrato de su padre, prefiero
charlar con usted en otro lugar. ¿Usted podrá llevarme con libertad por el
castillo? No quiero sonar maleducada, pero desconozco cómo logra ir de un
lado a otro ahora que… está así — dijo Anne Marie, intentando elegir sus
palabras con delicadeza.
—Yo crecí aquí, madame, conozco bien mi hogar, pero perdí la vista
hace pocos meses, y no es algo a lo que me haya acostumbrado aún en mi
forma humana. Puede que sea un poco torpe con algunas cosas. Espero que
no le moleste.
—No, no, en lo absoluto. Es solo que usted y yo… ya sabe, no tuvimos
un buen comienzo.
La expresión del Alfa era de pura vergüenza. Pasó una mano por su
rostro y suspiró.
—Madame, soy yo quien debería disculparse por eso.— Gael extendió
la mano hacia ella y añadió—. Permítame compensarla por haberme
comportado de esa forma con usted.
La Condesa notaba cómo el rubor subía a sus mejillas y los latidos de su
corazón se aceleraban aún más. Con delicadeza y cierto temblor, tomó la
mano que el Alfa le ofrecía. Cuando los dedos de Anne se posaron en su
mano, sintió una oleada de escalofríos recorrer su cuerpo y pensó que era
extraño; nunca antes había experimentado nada igual.
—Estamos cerca de las escaleras, ¿verdad? —preguntó Gael antes de
dar algunos pasos.
—Sí, estamos a pocos metros. Avance dos pasos al frente y extienda su
mano derecha. Una vez que sostenga el pasamanos de las escaleras, ambos
podremos bajar sin problemas —respondió Anne Marie, ella solo deseaba
ser tan precisa como le fuera posible para poder ayudarlo.
El Alfa estaba impresionado con las indicaciones de la Condesa. Al no
tener un concepto claro de las distancias, ser guiado por alguien se había
convertido en algo frustrante para él. Pero, la mujer a su lado, seguía
mostrándole respeto al darle instrucciones simples para que avanzara por su
cuenta.
Por otra parte, Anne Marie estaba descubriendo que le atraían los
movimientos y gestos elegantes de Gael; en ningún momento le pareció
torpe su forma de caminar. No podía compararse en nada a su práctica con
Marcia en la habitación; guiar a una doncella con una venda en los ojos
había sido una ardua tarea.
Comenzaron a bajar cada peldaño en sincronía y el Alfa se propuso
contar cada uno a medida que avanzaban, de esta forma tendría mayor
seguridad al hacerlo solo. Sus labios delgados y delineados a la perfección
se movían sin emitir ningún sonido. La Condesa lo observaba de reojo,
como si no quisiera perderse ni el más mínimo detalle.
—Faltan tres escalones más, caballero —dijo Anne solo para que Gael
escuchará.
Una sonrisa volvió a iluminar el rostro del Alfa.
—Gracias, Madame Delacroix —murmuró Gael con un tono seductor
que obligó a la Condesa a sacar su confiable abanico.
Atravesaron en silencio los pasillos del castillo provocando algunas
miradas curiosas en los soldados; Anne Marie iba agarrada al brazo fuerte
del Alfa y en ocasiones le avisaba si tenía algún obstáculo cerca.
Nadie recordaba haber visto al príncipe de los Lycan sonreír de aquella
manera en compañía de una mujer. Gael era conocido por su expresión fría,
su voz dura y agresiva, e incluso por su impaciencia al dar órdenes.
Al dar vuelta en uno de los muchos pasillos que conformaban el castillo,
un hermoso jardín decorado se abrió paso delante de ellos.
—Ordené que tuviéramos un espacio donde usted se sintiera a gusto. Su
doncella indicó al personal de la cocina sus bebidas favoritas y algunos
postres. ¿Podría decirme si todo es de su agrado?
Anne estaba impactada. El Alfa había ordenado que desde temprano se
hicieran los preparativos y exigió que todo fuera perfecto; por supuesto, lo
hizo bajo una clara amenaza.
—Todo es- está… p- precioso.
—No puedo ver pero, si usted me asegura que lo está, le creeré.
—Caballero, no tengo ninguna razón para mentirle —se apresuró a
responder Anne Marie.
—Soy un hombre que ha perdido uno de los sentidos primordiales y,
aunque no lo parezca, soy vulnerable. —El Alfa volteó su cuerpo y quedó
frente a ella de forma intimidante—. Si usted quisiera, podría engañarme
con facilidad, incluso podría asesinarme —el tono de voz de Gael cambió,
dejando a la Condesa confundida.
—No sé de qué habla, caballero. ¿Cómo podría hacerle daño? No se da
cuenta que usted es tan… tan… —Anne Marie abanicaba su rostro en un
triste intento de sofocar el calor que subía por sus mejillas.
—¿Tan vulnerable a la plata? —dijo con el mismo tono de voz sombrío.
—¿Qué? ¡No! Eso no es lo que-
—¿Por qué trae una daga de plata escondida en sus vestiduras, Madame
Delacroix? ¿Pensó que no me daría cuenta? Explíqueme de qué se trata
todo esto ahora mismo.
Capítulo 15: Las pelirrojas son las más
peligrosas

Gael tardó un poco más de lo habitual en olfatear la daga de plata que traía
escondida Anne Marie. Su propia inseguridad y nerviosismo lo habían
distraído. Sumado a eso, estaba el aroma de la Condesa: una fragancia tan
dulce y atrayente que estaba enloqueciendo al Alfa. Cuando ambos llegaron
al espacio abierto y el viento empezó a disipar el aroma de Anne Marie en
el jardín, Gael pudo darse cuenta de que había algo más y de inmediato sus
sentidos dispararon una alarma.
Pero en realidad él no estaba preocupado. Sus acusaciones eran un acto,
una farsa producto de la curiosidad que le producía la Condesa. Gael
ansiaba ver cómo reaccionaría ella ante su comportamiento obstinado. Él
sabía bien que, si ella quisiera matarlo, no hubiera intervenido cuando la
reina casi lo hizo.
—Alfa Gael, le ruego que no malinterprete las cosas. Venga conmigo,
sentémonos y le explicaré lo que desea saber. —Anne intentó llevar a Gael
de la mano pero él no se movió ni un centímetro.
—¿Cómo sé que no es una artimaña para tomarme por sorpresa? —
insistió el Alfa.
—Caballero, usted se comporta muy injusto conmigo, ¿está consciente
de la enorme diferencia de tamaño y fuerza que existe entre nosotros?
—No lo sé con certeza, pero me he enfrentado a asesinos de baja
estatura y son los más escurridizos.
Anne Marie estaba empezando a sentirse frustrada con aquel hombre.
Así que, antes de perder el decoro en la cita que tanto había estado
esperando, prefería recurrir a sus encantos; ella sabía que ningún hombre se
resistía a eso.
—Entonces, qué le parece si hago esto. —La Condesa tomó la enorme
mano del Alfa entre las suyas, asegurándose de acariciar con delicadeza sus
nudillos y rozar uno de sus dedos en un movimiento que aparentaba ser
inocente—. Si sostengo su mano entre las mías, podrá asegurarse de que no
haré nada sin que usted lo note. ¡Ah!, y solo para que lo sepa, la daga está
escondida en mi corsé —dijo, añadiendo a la última frase un toque de
sensualidad intencional.

Las caricias de la Condesa, se convirtieron en un torrente de


sensaciones que inundaron los sentidos de Gael. Era innegable que la
sensibilidad de su tacto se había agudizado a niveles insoportables, pero
también era posible que todo fuera producto de la suavidad de las manos y
la tersura de la piel, tan exquisita, que poseía su prometida.
—Bien, Madame, no puedo negarme ante su razonamiento. Guíeme —
dijo el Alfa tragando con fuerza, mientras las caricias lentas y delicadas
continuaban, haciendo que su lobo peleara por salir.
La Condesa lo llevó con gentileza hacia un mueble de terciopelo
preparado para ellos. Una vez sentados muy cerca el uno del otro, Anne
Marie decidió llevar su plan de seducción más allá.
—Caballero, dígame ¿dónde le gustaría que nuestras manos reposen, en
mi regazo o en el suyo?
Gael se sobresaltó al escucharla y su cuerpo se tensó cuando fue
consciente de su cercanía. El asombro era tal, que abrió los ojos de par en
par, sin ser consciente de ello, y balbuceó con torpeza:
—Ma- Madame, ¡qué c- clase de pregunta e- es esa!
—Decida usted, ya que está empeñado en acusarme de querer asesinarlo
—dijo la Condesa fingiendo estar ofendida.
Anne Marie luchaba por mantenerse firme, pero los ojos del Alfa la
hipnotizaban. Al verlo de cerca no parecía haber nada malo en ellos, por el
contrario, estaban cargados de una belleza gris abrumadora. Pero esas
pupilas se movían de un lado a otro con desesperación; parecían buscar un
punto en el que enfocarse, algo más que oscuridad absoluta. Ser consciente
de eso la llevó al borde de las lágrimas.
En un acto desesperado, tomó las muñecas de Gael y colocó sus manos
a ambos lados de su rostro.
—U- usted intenta m- mirarme, con sus manos puede saber… s- si me
toca, hum, quiero decir, en cierta forma puede verme. — El pecho de Anne
subía y bajaba con rapidez debido a su respiración agitada—. No voy a
dejar de sostenerlo s- si eso es lo que le preocupa.
El Alfa sentía la fragilidad de la Condesa en su máximo esplendor. Sus
manos callosas abarcaban las delicadas facciones de ella. Por primera vez
acarició el rostro de su futura esposa, y recorrió con sus dedos las suaves
mejillas y sus ojos cerrados con largas pestañas. Podía imaginar su
expresión, su cabello liso cayendo sobre sus hombros y espalda. Estaba tan
cerca que podía oler su perfume dulce y sentir su calor.
Gael le demostraba una delicadeza sobrenatural en cada toque, como si
sintiera que Anne Marie era demasiado frágil en sus manos. Pasó sus dedos
índice y medio desde el entrecejo de la Condesa, bajando con suavidad y
lentitud hasta la punta de su nariz. Cuando llegó ahí, dudó; sabía que los
labios de Anne Marie estaban a escasos centímetros.
El tacto áspero del Alfa estaba lejos de ser algo molesto para Anne; a
ella le encantaba y no iba a negarlo. Ella estaba sumergida en la increíble
sensación de calma y protección que le ofrecían las manos de Gael.
Nunca había experimentado caricias tan sutiles e inocentes como
aquellas. Sabía que la fuerza del Alfa era descomunal; por esa razón,
abandonar su rostro en aquellas manos era igual a una prueba de valor… y
quizás, de amor.
—Si usted quisiera podría matarme. Estoy vulnerable ante usted, me
tiene en sus manos —confesó Anne en voz baja.
—No es lo que quisiera hacerle a una dama con un rostro tan perfecto
—respondió el Alfa recorriendo con sus pulgares el contorno de las cejas de
Anne.
—¿Y qué quiere hacer, caballero? —La Condesa cerró los ojos y ladeo
la cabeza apoyándola por completo en una de las manos del Alfa—. Quizás
sus pensamientos y los míos vayan en la misma dirección —dijo ella,
acentuando sus palabras con dulzura.
—Yo… quisiera — susurró Gael, acariciando los labios de Anne Marie
con su pulgar.
Pero, antes de poder continuar, el sonido desagradable de una tos
fingida los sobresaltó. Se trataba del General Marcus que atravesaba el
jardín con rapidez.
La interrupción le causó un gran susto a la Condesa, haciendo que
saltara al extremo opuesto del sillón y se alejara del Alfa, dejándolo con las
manos extendidas en el aire. A pesar de que ella trató de aparentar
normalidad, su interior se llenó de vergüenza y al mismo tiempo de rabia;
quería asesinar al entrometido.
Gael era lo opuesto, no disimulaba su enojo. Ambas manos se
convirtieron en puños amenazantes y un leve temblor en su labio hizo notar
sus colmillos. Aunque quería mantenerse en calma para no asustar a Anne
Marie, habló con los dientes apretados mientras esparcía sus feromonas
opresivas.
—Ordené que nadie nos molestara. Les dije a todos que quería estar a
solas con Madame Delacroix. ¿Se puede saber porque demonios estas aquí
en contra de mis ordenes, Marcus?
—A- Alfa, yo no q- quería interrumpir. —El General se detuvo a varios
pasos de ellos porque las feromonas de Gael le producían una sensación
dolorosa y asfixiante. De haber sido un simple soldado, se habría
desmayado—. Pe-pero solo yo podía venir a avisarle de q- que el príncipe
Killian está e- en la sala del trono.
—¡Maldición! —gruñó Gael con ferocidad y se puso de pie al instante
—. ¿Qué rayos quiere? ¡Ja! Seguro está aquí por órdenes de mi madre, ¿o
me equivoco?
—No ha dicho a- a que v- viene, Alfa. —El rostro del General estaba
cubierto de sudor; resistir las feromonas de Gael y hablar al mismo tiempo
era muy difícil para él—. Vine a advertirle, así usted podría tomar una
decisión. Luciano e- está entreteniéndolo para ganar tiempo.
El Alfa analizó la situación por un momento y aunque el panorama no
era prometedor, si la Condesa estaba de acuerdo, podrían continuar con su
cita.
—Madame, sé que esto es un poco repentino, pero le parece bien si-
—Caballero, si me va a llevar a un lugar donde no haya más
interrupciones —miró de reojo a Marcus—, acepto. Vámonos —dijo Anne
con una sonrisa en sus labios, poniéndose de pie y acomodando su vestido.
El Alfa se quedó boquiabierto. Su lobo saltaba como un loco queriendo
abrazar a esa mujer tan atrevida.
—¿Qué haces ahí parado, Marcus? Ya escuchaste a Madame Delacroix.
Si en menos de cinco minutos no está listo mi carruaje, te enviaré a patrullar
la frontera a ti solo, por un mes.
Capítulo 16: Por fin a solas

Para guardar las apariencias, la salida en carruaje tuvo que incluir a Marcia
y al General Marcus; no podían arriesgarse a irse solos porque todo llegaría
a oídos de la reina Brigitte.
Lo mejor era aparentar que habían salido a recorrer las tierras cercanas
al castillo. Marcia demostró su eficiencia preparando —en tiempo récord—
una cesta con todo lo necesario para que pudieran almorzar en un lugar
bonito. El día soleado y fresco en el territorio Lycan, era la excusa perfecta
para salir a pasear; ni siquiera Killian encontraría algo que objetar en esa
inocente escapada.
Marcus salió en su caballo liderando el camino como siempre, mientras
que el Alfa, la Condesa y Marcia iban dentro del carruaje.
—Madame, la noto inquieta, ¿se siente bien? —dijo Marcia con
discreción. Ella estaba sentada al lado de Anne Marie y el Alfa ocupaba el
asiento frente a ellas.
La condesa le hacía gestos a su doncella para que guardara silencio,
pero entre las muchas virtudes de Marcia, no estaba la de entender cuándo
debía callarse.
—Madame, si no usa sus palabras no podré entender. Parece que
estuviera a punto de desmayarse o algo. ¿Está mareada? —Marcia insistía y
Anne se cubría el rostro con angustia; el mensaje en mímica de: «cállate o
te asfixiaré con la almohada cuando estés dormida», no le llegaba.
—Está asustada —declaró el Alfa haciéndose a un lado en su asiento y
dejó un espacio claro a su diestra—. Quizás si madame Delacroix se sienta
a mi lado esté más tranquila.
La Condesa se encontraba en una situación inesperada al ser invitada
por Gael a sentarse a su lado. Su rostro se sonrojó ante la expresión del
Alfa, quien la miraba con una media sonrisa y ojos cerrados mientras su
mano palmeaba el asiento en señal de invitación. Anne Marie, sintiéndose
un poco nerviosa, decidió sacar su confiable abanico para ocultar su rubor y
mantener la compostura.
—B- Bien, ya que el caballero insiste, me sentaré a su lado; c- considero
que negarme sería de mala educación, ¿verdad, Marcia? —inquirió Anne
Marie mirando a su doncella sin dejar de abanicarse.
—¡Sí, sí, Madame!, su educación ante todo, no lo olvide.
Anne Marie se levantó de su asiento con elegancia y se movió despacio
hacia Gael. Pero, antes de poder sentarse, la rueda del carruaje golpeó una
piedra haciéndola perder el equilibrio. En un instante, Gael extendió sus
brazos y la atrapó justo a tiempo, evitando que se lastimara.
—Le dije que estaría segura conmigo, Madame —susurró Gael al oído
de la Condesa con una sonrisa tranquilizadora.
Anne se quedó inmóvil en los brazos del Alfa, sintiendo su cuerpo
cálido y fuerte. El olor a madera recién cortada y menta de su cabello
envolvió sus sentidos; por un breve momento, la Condesa se permitió
disfrutar de aquella sensación de seguridad.
—Gracias —dijo con timidez mientras se acomodaba en el asiento.
Gael sonrió al sentir como el cuerpo de la Condesa se relajaba. Ella
prefirió mirar por la ventana para evitar la expresión maliciosa de su
doncella, pues parecía disfrutar en exceso lo que acababa de presenciar.
Anne Marie nunca antes había sentido tanta seguridad con nadie, pero
Gael, incluso con su discapacidad, podía alejar cualquiera de sus miedos.
El carruaje continuó su camino y la Condesa cerró los ojos y respiró
hondo; se sentía somnolienta ya que los nervios no la habían dejado dormir
la noche anterior, pero no pasó mucho tiempo antes de que llegaran al lugar
acordado por el Alfa.
—Bajen con cuidado por favor —dijo Marcus abriendo la puerta del
carruaje.
Gael bajó primero y ayudó a la Condesa a salir del carruaje tomándola
de la mano. Se encontraban en un lugar no muy alejado del castillo: Los
viñedos de la familia real.
Marcia estaría en compañía del General visitando las enormes bodegas
durante el resto de la mañana y luego se reunirían con ellos para el
almuerzo.
—Marcia, más vale que te comportes, nada de estar bebiendo sin
control. Te conozco. Si te emborrachas ordenaré que te dejen aquí
desmayada —dijo Anne Marie con severidad.
—¡Madame! ¿Cómo se le ocurre? Estaré a solas con el General y usted
sabe que mi corazón es de Luciano.
—¿Debo recordarte la última vez que te pasaste de copas en el
cumpleaños de mi padre? Cuando te encontré, estabas declarándole tu amor
a la armadura del abuelo y como no respondía, te pusiste a llorar diciendo
que habías sido rechazada. —La Condesa puso ambas manos en su cintura
y amenazó a su doncella— Compórtate. Estás advertida.
—Madame, no se preocupe, yo cuidaré bien de su doncella. —Marcus
sonrió mostrando los colmillos a Marcia—. Hay vinos muy ligeros en
nuestras bodegas; traeré una botella cuando regresemos aquí a almorzar.
—Marcus, trae una botella de mi colección personal, elige la mejor;
quiero hacerle un regalo a Madame Delacroix —dijo el Alfa con voz alegre.
—Entendido —pronunció el General inclinándose antes de ponerse en
marcha.
El carruaje se alejó por el sendero que conducía a una enorme
construcción ubicada en el extremo del extenso viñedo. La Condesa se
sintió revitalizada por la brisa fresca y los rayos del sol que hacia una
semana no veía con libertad. Era un día perfecto para estar en compañía de
Gael.
Excepto que él no podía ver la majestuosidad del paisaje. No podía
disfrutar del esplendor que el cielo ofrecía y el verdor intenso que los
rodeaba.
—Madame, ¿este lugar es de su gusto? El viñedo de los Blackwood es
uno de los lugares más hermosos que conozco. Mi padre solía traerme aquí
cuando era un niño.
—Lo es. Todo a nuestro alrededor es maravilloso, es casi perfecto. —
Anne Marie suspiró tratando de ocultar la tristeza que empezaba a invadirla.
Aunque Gael no demostrara lo incómodo que estaba por su discapacidad,
ella empezaba a notar parte de las dificultades que enfrentaría con él una
vez se casaran.
—¿Qué hace falta para que sea perfecto para usted, Madame? —dijo el
Alfa acercándose a ella con suavidad.
—Que usted pueda disfrutar de la vista conmigo. Es injusto que me
haya traído a este lugar tan lindo; que haya mandado a decorar el jardín y
usted sea el único sin poder apreciar la belleza a su alrededor.
—Madame, lo único que me parece una injusticia en estos momentos,
es no poder verla a usted. El paisaje lo conozco de memoria, puedo sentir la
brisa y el sol en mi piel. Sé que el cielo esta despejado y escucho las aves
cantar, pero su rostro, Madame Delacroix, sus ojos, jamás los he visto; daría
todo lo que tengo por recobrar la vista, solo para descubrirla a usted y
memorizar cada detalle de su persona.
Anne Marie se había quedado sin palabras. Un nudo oprimía su
garganta gracias a las palabras que Gael.
—Madame, ya le dije que me pone nervioso cuando se queda callada
por tanto tiempo. Discúlpeme si lo que he dicho es-
—¡Es su culpa! —Anne sacó su abanico y golpeó a Gael en el pecho—.
¿Cómo quiere que reaccione si me habla de esa manera? Mejor no diga más
y acompáñeme, quiero caminar un poco; jamás he estado en un viñedo. —
la Condesa tomó al Alfa por la mano con fuerza.
Ella intentaba disimular lo mucho que le gustaba Gael, pero sus
sentimientos se desbordaban cada vez más y no podía, ni quería hacer nada
para evitarlo.
—Entonces, ¿me dirá por qué tiene escondida un arma mortal para mí
en sus vestiduras? —dijo el Alfa con una sonrisa juguetona.
—Caballero, usted es un hombre extraño. ¿Cómo es que eso le parece
gracioso?
—Puede llamarme por mi nombre, si no le molesta y ya que pregunta,
me parece gracioso porque usted es la primera mujer que viene armada a
una cita conmigo. Estoy casi seguro de que, si no logro cumplir sus
expectativas, usted va a matarme ja, ja, ja.
Anne Marie se detuvo a observar al Alfa con expresión incrédula: se dio
cuenta de que Gael estaba haciéndose el tonto desde el principio. Además,
sus carcajadas eran contagiosas; fue inevitable unirse a él. Cuando las risas
de ambos se apagaron, la Condesa respondió:
—Ya que insiste en que lo trate por su nombre, lo más justo es que usted
se dirija a mí de la misma forma. Mi nombre es Anne Marie Delacroix,
Condesa de Holst y estoy encantada de conocerlo. —la Condesa tomó a
Gael por ambas manos e hizo una inclinación respetuosa frente a él.
—Anne Marie Delacroix, es un inmenso placer conocerla. Mi nombre
es Gael Blackwood, Alfa heredero al trono del reino Lycan y su servidor. —
Gael tomó las manos de la Condesa y se inclinó para besarlas—. Ahora
podemos hacer de cuenta que lo del bosque no pasó ja, ja, ja
—¡¿Cómo se le ocurre?! —balbuceó Anne Marie fingiendo estar
ofendida—. Por supuesto que no, ese día jamás lo voy a olvidar… Yo nunca
olvido los malos momentos. Al final del día todo se resume en lecciones
aprendidas por medio de ellos.
»Por ejemplo, la razón por la que siempre llevo una daga conmigo, es
mi exesposo. Usted pensará que ya está lejos. Que ahora, estando a su lado,
nadie podría volver a dañarme. Pero, el día que los médicos le hablaron al
Duque acerca de mi esterilidad, yo estaba sola. Él me golpeó hasta el
cansancio. Ese recuerdo se quedó grabado en mi mente pero no con miedo,
créame, fue todo lo contrario. Vivir esa horrible experiencia me dio fuerza;
ahora soy capaz de cuidarme por mi propia cuenta.
—Usted piensa que yo sería capaz de… —se interrumpió Gael,
conteniendo su furia al pensar en el Duque Thomas; si algún día se cruzaba
en su camino, arreglaría cuentas con él.
—¡No! No lo creo, tampoco quiero pensar en algo así —aclaró Anne
Marie—. Pero admito que el día que la reina lo estaba golpeando, yo deseé
tener un arma en mis manos.
—Créame, hubiera sido imposible que usted le hiciera daño a mi madre
con una simple daga, incluso si está hecha de plata. —La expresión sombría
del Alfa parecía esconder algo acerca de la reina.
—Nunca me sentí segura después de ser repudiada. Mi padre fue quien
sugirió que llevara una daga siempre y fue él quien me envió la que tengo
ahora.
—El Conde es un hombre sabio, me aseguraré de enviarle un gran
regalo —dijo Gael suavizando su expresión.
—¿Por qué le enviará un regalo a mi padre?
—Por todo. —Gael sonrió con picardía—. Ahora, si me permite, yo
también debo hacerle una confesión.
Capítulo 17: La revelación del Alfa

Anne Marie se hallaba desconcertada ante la repentina muestra de


franqueza del Alfa. Ella le confesó algo muy personal, cosas de su pasado
que a veces preferiría olvidar, pero no lo hizo esperando algo a cambio.
Aunque era un hecho que estaba intrigada, así que escucharía todo lo que
Gael estuviera dispuesto a decir.
—En la semana que pase en el calabozo, le ordené al General que me
contara cada detalle que supiera acerca de usted. —Gael suspiró—. Desde
que la rescaté, me pareció una mujer misteriosa. Era tanta la curiosidad
hacía usted, que apenas pude descansar esos días.
»Sabía que íbamos a hablar cuando mi castigo terminara, pero las horas
encadenado a una pared, con usted llenando mis pensamientos, eran una
tortura. El General no podía permanecer mucho tiempo conmigo, así que se
las ingenió para contarme, poco a poco, las cosas que sucedieron mientras
estuvo en su mansión. Debo decirle que mi parte favorita fue cuando se
defendió de los sirvientes y amenazó con traerlos aquí.
La Condesa palideció al escuchar las palabras del Alfa.
—¿Q- Qué? —dijo Anne con voz temblorosa—. ¿Cómo e- es posible
que le haya contado eso?
—No se angustie, por favor. Sé que las damas de su linaje tienden a
mantener reservas en su comportamiento, pero no es así para los Lycan;
usted debe estar al tanto de ello.
»El objetivo de mi madre era humillarme, obligándome a estar unido a
una humana de costumbres banales. Pero, con cada aspecto que fui
descubriendo de la rebelde Condesa de Holst, quien incluso intervino para
ayudar en la emboscada, consideré que estar ciego bien podría ser una
bendición de los dioses que me llevo a conocerla.
Un escalofrió intenso se apoderó de la Condesa y se aseguró de llevar el
pecho cubierto.
—Acerca d- de eso, en la emboscada, con exactitud, ¿qué le contó el
General? —inquirió ella con cierto temor.
—Sus palabras fueron: «Ella creó la distracción perfecta para darnos la
ventaja contra el enemigo; sin su ayuda hubiera sido difícil ganar».
—Ja, ja, ja. —Anne Marie no podía ocultar su risa llena de nerviosismo
—. Y… por casualidad, ¿el General le dijo cuál había sido la distracción?
—Sí, él dijo que usted había gritado muy fuerte, tanto como para que
los oídos les dolieran a todos; incluso a los soldados de Holst —dijo Gael
sonando tan natural y tranquilo como siempre.
—¡Ah, sí, el grito, sí por supuesto! —suspiró, aliviada—, es que yo
estaba muy nerviosa y estresada por la situación —afirmó la Condesa.
—Sé que hubo algo más. —Gael sintió la tensión repentina en el cuerpo
de Anne Marie—. Pero estoy seguro de que usted no quiere hablar de ello.
»Al salir del calabozo, me reuní con los soldados de Holst en las
barracas. Aún no están en condiciones de regresar a sus tierras, pero me
aseguré de que nuestros magos borraran ciertos recuerdos de sus mentes.
No se preocupe, nadie va a perjudicarla.
»Marcus y Luciano están bajo juramento; les prohibí, bajo pena de
muerte, hablar acerca de ese incidente en particular.
—¿E- Enton-ces u-usted sabe lo que pasó en realidad?
—Lo sé —dijo él con firmeza.
—¡Ay, dioses! ¡Qué vergüenza! —Anne soltó la mano del Alfa y se
cubrió el rostro—. ¡Ahora no voy a poder verlo al rostro!
—No le conté esto con la intención de avergonzarla —Gael acortó la
distancia entre ambos hasta sentir de nuevo el aroma a fresas y chocolate de
la Condesa atormentando su olfato de forma placentera—, necesito que sea
capaz de confiar en mí.
»El plan de la reina falló gracias a su temeraria intervención. Anne
Marie, usted humilló a mi madre frente a sus soldados… soy incapaz
imaginar la rabia tan intensa que guarda hacia usted. Entienda que, de ahora
en adelante, si decide casarse conmigo, su vida correrá peligro. No la
culparía si decide negarse.
La Condesa quitó las manos de su rostro y se dio la vuelta. La
vergüenza persistía, pero eso no iba a impedir que ella dejara ciertas cosas
en claro.
—Gael Blackwood —dijo Anne Marie con tono firme—, no he llegado
hasta aquí sufriendo innumerables humillaciones, solo para rendirme
porque mi futura suegra es una mujer horrible que quiere asesinarme.
Cuando estuve casada con el Duque, él casi me mata; luego su familia
también intentó hacerlo para acallar los chismes y burlas de los nobles. De
no haber sido por la intervención de mi padre, lo habrían logrado. En Holst,
después de ser repudiada, todos querían faltarme el respeto y hacerme daño.
Caballero, lamento decirle que ya estoy acostumbrada.
»La única persona que podría hacerme cambiar de opinión, sería usted.
Pero sus actos, sus palabras, la forma tan cortés y respetuosa en la que
intenta acercarse a mí. —Anne hizo una pausa y suspiró—. Yo estoy
dispuesta a hacerle frente a la reina si usted, caballero, me promete que sus
sentimientos no son una farsa.
El Alfa estaba asombrado ante la determinación de Anne Marie. Ella lo
atraía, lo desesperaba; le hacía perder el control.
—Anne Marie Delacroix —dijo Gael poniéndose de rodillas delante de
ella—, le juro que cada una de mis palabras y acciones son reales. Un
Lycan solo se arrodilla cuando jura lealtad. Un Alfa no se arrodilla hasta
que es obligado mediante la fuerza o superioridad; su orgullo siempre está
primero, pero ya no más. De ahora en adelante, si me acepta, usted será mi
prioridad.
Gael había inclinado su rostro en señal de completa sumisión. No solo
quería decirle las cosas que ella quería escuchar, quería demostrarle a Anne
la seriedad de sus intenciones.
Por otra parte, a la Condesa le parecía estar viviendo un sueño. Un
hombre como Gael estaba a sus pies, jurándole lealtad, pidiéndole que
confiara en él y lo aceptara. Jamás había estado tan segura de lo que iba a
responder:
—Te acepto, Gael Blackwood. —La Condesa levantó el rostro del Alfa
—. No hay forma de que rechace a un hombre como tú.
Las caricias de Anne Marie en el rostro del alfa lo invitaron a ponerse
de pie, buscando con desespero saciar el deseo abrasador por besar sus
labios. La distancia entre ambos se acortó en un instante y cuando estaban a
punto de darle rienda suelta a su deseo, una presencia desagradable llenó el
lugar con sus feromonas.
—Parece que estás ocupado, hermanito —dijo Killian Blackwood, con
una sonrisa de triunfo en su rostro.
Capítulo 18: El segundo príncipe

Gael, con su espalda erguida y los músculos tensos, se puso a la defensiva


de inmediato. Interpuso su enorme cuerpo entre la Condesa y su hermano.
Su figura y altura imponente, eran suficientes para intimidar a cualquiera.
Pero no a Killian, quien con su actitud desafiante, se mantuvo firme y
despreocupado frente al Alfa.
Gracias a las feromonas que Killian emitía, Gael podía sentir su
presencia antes incluso de que estuviera cerca. Pero, con el aroma de la
Condesa inundando sus sentidos, le fue imposible detectarlo con
anticipación. El olor distintivo del hermano de Gael llenaba el aire,
advirtiéndole del peligro inminente.
De todos los escenarios posibles, este era sin duda el peor. Aunque el
General pudiera llegar en poco tiempo para controlar la situación, el
comportamiento impredecible de su hermano era una preocupación
constante. La diferencia de edad, fuerza y experiencia le daba a Gael una
ventaja evidente, pero en ese momento, su discapacidad y la presencia de
Anne Marie eran su mayor debilidad.
El intenso gruñido del Alfa resonó en el aire, enviando un escalofrío por
la espalda de la Condesa. Su cuerpo se puso en alerta, consciente del nivel
de peligro en el que se encontraban. No estaba segura de quién era ese
hombre que estaba frente a ellos, pero si Gael se mostraba tan agresivo, no
era alguien de fiar.
—¡Oye! Cálmate, Gael. Por todos los dioses, ¿así es como recibes a tu
hermano? —Killian dio un paso hacia el Alfa enfurecido y asomó su rostro
por uno de sus costados—. Veo que estás en buena compañía. Nuestra
madre me ha enviado para mostrar mis respetos a tu futura luna.
—Lárgate mientras te lo advierto por las buenas —amenazó Gael.
—Ya te dije que no voy a irme sin antes saludar a la Condesa Delacroix
—respondió Killian en tono agresivo.
Anne Marie sentía que Gael estaba conteniéndose por ella. Si algo
sucedía, el Alfa resultaría herido de nuevo frente a sus ojos. La idea le hizo
estremecer. En sus manos estaba impedir que eso sucediera; ya estaba harta
de tantas interrupciones.
Con un movimiento rápido, la Condesa se puso delante de Gael,
haciendo que este la envolviera con sus brazos mientras ella le agarraba las
manos para mantenerlo quieto.
—Ya que solo está aquí por un saludo, me parece descortés no
corresponder a sus modales. Soy la Condesa Anne Marie Delacroix, ¿y
usted es…?
—Killian Blackwood, segundo heredero al trono, Madame Delacroix —
dijo con voz altanera—. Permítame decir que ninguno de los rumores
acerca de su hermosura le hace justicia. Usted es, por mucho, la mujer
más…
—Príncipe Killian —la Condesa interrumpió, mientras sostenía con
fuerza a Gael y contenía su propio desagrado al escuchar las declaraciones
de su futuro cuñado—, le pido que se refiera a mí con más respeto.
Gael estaba a punto de saltar encima de su hermano, pero las uñas de la
Condesa le estaban dando un claro mensaje al enterrarse en sus dedos; dejar
que Gael se moviera de su sitio estaba fuera de discusión.
—Madame, su prometido ni siquiera es capaz de apreciar su belleza.
Debería considerar un prospecto más adecuado para usted —dijo Killian
burlándose de Gael.
—Perdone, príncipe Killian, pero debo aclararle algo, yo acepté venir
porque iba a contemplar la belleza del hombre más guapo de todo el reino
Lycan; casarme con él es un beneficio adicional. En ningún momento se
habló de que él tenía que verme a mí.
El Alfa relajó un poco su cuerpo y Anne se sintió aliviada porque sus
uñas estaban comenzando a doler.
—Madame, parece que usted no entiende, yo soy el hombre más guapo
del reino y-
—Después de mi prometido, sí. —Anne Marie interrumpió levantando
la voz—. Reconozco que usted tiene rasgos parecidos a los de mi Gael,
pero, no hay punto de comparación, lo siento.
El segundo príncipe estaba rojo de la rabia. Pensó en dañar a Gael
esparciendo sus feromonas con mayor intensidad. Pero el Alfa se veía
tranquilo, tanto como para mostrarle una sonrisa burlona.
Al ver que Killian solo estaba con los puños apretados, gruñendo por lo
bajo, la Condesa añadió:
—Príncipe Killian, si ya ha cumplido con las formalidades que lo
trajeron hasta aquí, ¿sería tan gentil de dejarme a solas con mi prometido?
Me ha prometido un almuerzo y una degustación privada.
—¡Qué casualidad! Parece que nuestros planes son similares después de
todo. Yo también tenía planeado catar algunos de nuestros mejores vinos —
dijo Killian con malicia.
—Yo no estaba hablando de ningún vino —el tono sugerente de la
Condesa y su sonrisa de medio lado, fueron suficientes para dejar atónito a
Killian.
Gael estaba a punto de estallar en risas pero, en su lugar, se contuvo y
abrazó con fuerza a Anne Marie, inclinándose hasta acunar su rostro a un
lado del de ella y mostró sus colmillos con satisfacción. La Condesa
aprovechó la cercanía y levantó su mano para acariciar la suave barba de
Gael.
—Ya veo, entonces, los dejaré a solas. Pero le advierto que no está
tomando la decisión correcta. Gael Blackwood es un hombre inútil, incapaz
de proteger a nadie.
Sin esperar respuesta, Killian se dio vuelta marchando a grandes pasos
por el viñedo. Era casi imposible para él ocultar el deseo que empezaba a
sentir por la Condesa; no iba a descansar hasta poseerla. No le importaba si
eso iba contra los deseos de su madre o si tenía que deshacerse de Gael para
poder lograrlo.
Cuando el olor de Killian empezó a disiparse, el Alfa relajó su cuerpo y
reconoció que, sin la oportuna intervención de la Condesa, las cosas se
habrían salido de control. Pero, al intentar enderezar su postura, Anne
Marie lo sostuvo por la barba y él se quedó inmóvil sin saber que hacer.
—Usted me debe una degustación —dijo ella con voz suave.
La Condesa se dio la vuelta entre los brazos del Alfa y sus rostros
quedaron a la altura perfecta para el beso que tanto deseaban.
Anne Marie cerró los ojos y al tocar los labios de Gael, sintió la fuerza
del Alfa aprisionándola. Ambos se fundieron en una sensación violenta y
apasionada que no podía ser contenida por más tiempo. Por breves instantes
la Condesa interrumpía el beso con sus risas:
—Me haces cosquilla con la barba.
—Puedo recortarla un poco —dijo Gael sin parar de depositar besos
cortos en los labios de Anne Marie.
—S- Solo un poquito… m- me gusta cómo te queda —respondió ella,
quedándose sin aliento.
Ninguno quería detenerse a pesar de la evidente falta de oxígeno. De no
haber sido por los gritos de Marcus en la lejanía, habrían olvidado que
estaban en un sitio donde cualquiera podía verlos.
Gael se enderezó resoplando en forma de protesta y Anne Marie se
acomodó el cabello con rapidez; estaba segura de que las manos inquietas
de Gael lo habían desordenado. Para cuando Marcus llegó a ellos, ambos
parecían estar tranquilos.
—Alfa, el Príncipe Killian está a-
—Ya sé. Estuvo aquí y se largó —dijo Gael con voz monótona y
expresión de fastidio.
—P- Pero, ¿qué sucedió? Cómo hicieron para que se-
—Yo tuve una conversación con él —respondió Anne Marie con
impaciencia—. General, ¿se puede saber dónde dejó a mi doncella?
—No se preocupe, ella está bien. La dejé con el Consejero Luciano
haciendo una degustación de vinos.
Gael no pudo contener la risa por más tiempo y estalló en una carcajada
sonora a la cual se unió Anne Marie con evidente complicidad. La palabra
degustación ya no volvería a tener el mismo significado para ninguno de los
dos.
Capítulo 19: La maldición del Alfa

Cuando la partida de Killian fue confirmada, Gael llevó a la Condesa a las


suntuosas bodegas de la familia real. Ahí encontraron a Marcia en
compañía del Consejero Luciano, quien los recibió haciendo una reverencia
y disculpándose sin cesar:
—¡Alfa, perdóneme! El príncipe Killian iba a marcharse cuando le dije
que no sabía a donde había ido, pero reaccionó de forma extraña al pasar
por el jardín. De pronto, tuvo la urgencia de seguir el rastro de olor que aún
estaba en el ambiente, estoy seguro de que no era el suyo Alfa, sino el de
Madame Delacroix.
—No podías haber hecho nada, Luciano. Cuando Killian se encapricha
con algo, lo consigue; ha sido así desde que era un niño consentido. Ahora
que ha conocido a Anne Marie, no me cabe duda de que se obsesionará. —
Gael tenía una expresión atribulada; ahora también debía cuidar a la
Condesa de su hermano.
Un silencio incómodo llenó la espaciosa sala de degustación. Marcus, la
doncella Marcia y el Consejero no daban crédito a las palabras de Gael:
había llamado a la Condesa por su nombre.
Todas las miradas se posaron en Anne Marie y ella, que aún estaba
molesta por la falta de privacidad más la desagradable experiencia de
conocer al segundo príncipe, le soltó la mano de Gael y fue a sentarse a la
mesa mientras increpaba a su doncella, creando una distracción
momentánea.
—Marcia, apresúrate a poner la mesa, me muero de hambre. Has estado
divirtiéndote toda la mañana, doncella desvergonzada, ¡mira cómo tienes
toda la cara roja!
La doncella caminó veloz hacia Anne Marie, mientras lamentaba en
silencio que su breve momento con el Consejero terminara tan pronto.
—¡Madame, no sea tan estricta conmigo! —se quejó en voz baja al oído
de la Condesa—. Mi cara no está roja a causa del vino y usted lo sabe bien.
¿Acaso esa repentina muestra de confianza del Alfa no implica que usted
también se divirtió?
Los ojos entrecerrados y el ceño fruncido de Anne Marie fueron una
clara advertencia para Marcia; Seguro iba a reprenderla cuando estuvieran a
solas, o peor, la castigaría negándole los detalles de su tiempo a solas con el
Alfa.
Mientras la doncella servía el almuerzo para todos y hablaba con su
señora, Gael que se encontraba en la otra punta de la sala, se acercó al
General y al Consejero para hablar acerca de las nuevas medidas de
seguridad que debían implementar a partir de ese momento.
—Marcus, necesito que redobles la seguridad de Anne Marie. Solo
soldados de estricta confianza pueden acercarse a ella y vigilar sus
aposentos —ordenó Gael.
—Alfa, recuerde que todavía estamos investigando el incidente de la
semana pasada. Lo hemos mantenido en secreto de la reina, pero con la
presencia del príncipe Killian ya todo debió quedar al descubierto —dijo el
General Marcus en voz baja.
—Lo sé. —Gael apretó los dientes en señal de frustración—. Nos
ocuparemos de eso cuando llegue el momento. Mi prioridad ahora es la
Condesa. Con Killian en el castillo, cualquier descuido es letal.
—Alfa, yo creo que existe una solución para eso —Luciano sugirió con
una sonrisa disimulada—, ¿por qué no cambiamos a Madame Delacroix a
otra habitación? Si mal no recuerdo, hay una bastante grande justo al lado
de la suya.
El rostro del Alfa se sonrojó por un momento, pero antes de imaginar
cosas que no debía, se obligó a pensar con claridad.
—Hagan los preparativos —Gael dio la orden con frialdad y se apartó
de ambos siguiendo el aroma de la comida recién servida.
Muy tarde recordó, que él había estado evitando tomar los alimentos en
su forma humana desde que quedó ciego. Ahora no sabía qué excusa poner
para retirarse; tener que mostrarle ese lado patético de su discapacidad a la
Condesa le aterraba.
Mientras Gael se debatía en su mente sobre qué hacer, Anne Marie se
levantó de la mesa para acercarse a él con una sonrisa en su rostro.
—Alfa Gael, ¿no va a sentarse para tomar el almuerzo? — preguntó ella
con voz dulce.
Gael se sintió atrapado. No quería mostrar su debilidad ante la Condesa
y tampoco quería ofenderla al rechazar su invitación.
—Por supuesto que sí, vamos —dijo con una sonrisa forzada.
Anne Marie lo guio al lugar designado para él y, una vez que se hubo
sentado, ella se acercó para susurrarle al oído:
—Me he encargado de que la comida no sea un problema para ti. En su
mayoría es carne así que no será problema, te lo aseguro. Estaré sentada a
tu derecha, solo debes dejarme guiar tu mano cuando sea necesario.
La Condesa tomó asiento como si nada hubiera pasado, dejando al Alfa
confundido. No tenía idea de lo que Anne Marie se proponía. Aun así,
intentó no mostrarse preocupado o angustiado por las circunstancias que
podrían llevarlo a sufrir una enorme vergüenza.
Mientras los demás se acomodaban en sus respectivos asientos, Gael no
podía evitar sentir la tensión en el aire. El Consejero y el General
intercambiaban miradas furtivas, y la doncella parecía nerviosa mientras
terminaba de servir los platos y el vino en las copas.
Anne Marie acercó un tenedor a la mano del Gael y este lo examinó con
sus dedos para luego sostenerlo con un poco de torpeza. Una vez que todos
estuvieron listos para comer, la Condesa tomo con suavidad la mano de
Gael e hizo que este clavara un trozo de carne con el cubierto.
Cuando Gael sintió que la mano de Anne soltaba la suya, procedió a dar
un bocado a la carne con cautela. Hacía meses no probaba los asados
acostumbrados de la cocinera. Su comida habitual consistía en animales que
cazaba usando su forma de lobo.
En el exterior parecía estar tranquilo masticando, pero dentro de sí
mismo, una sensación de euforia lo inundaba haciendo que su lobo saltara
de pura felicidad.
—¿Te gusta la comida? —dijo Anne, tratando de acostumbrarse a
hablar sin las formalidades regulares para que Gael se sintiera cómodo.
El Alfa asintió con un simple gesto y todos los demás lo tomaron como
señal para empezar a comer.
El almuerzo transcurrió con tranquilidad. Marcus y el Consejero daban
los reportes usuales del reino y actualizaban a Gael —quien escuchaba y
asentía— acerca de lo que había sucedido mientras estuvo en el calabozo.
En pocas ocasiones, Anne Marie movió la mano del Alfa para que no
tuviera ninguna dificultad al comer y él se hacía el desentendido, como si
aquel gesto fuera algo normal.
En poco tiempo los tres Lycans habían devorado su comida y
disfrutaban de una conversación casual. Gael seguía con la misma actitud
reservada; algo acorde con la personalidad que mostraba ante sus
subordinados. Marcia y Anne Marie se reían al escuchar algunas de sus
ocurrencias, pero evitaban interrumpirlos; parecían tres amigos poniéndose
al día después de mucho tiempo.
En una repentina muestra de alegría, el Consejero Luciano se puso de
pie y levantó su copa para hacer un brindis.
—¡Larga vida al Alfa Gael Blackwood, príncipe heredero al trono y a su
futura luna, Madame Anne Marie Delacroix Condesa de Holst!
Marcus levantó su copa con efusividad imitando a Luciano:
—¡Larga vida al futuro Rey y a la futura Reina de los Lycan! —vociferó
entre risas.
Después del brindis la expresión de Gael cambió y Anne Marie lo notó
de inmediato.
—Muchas gracias caballeros por sus buenos deseos. Aunque creo
recordar que ambos dijeron que mi futuro esposo era el único heredero al
trono, pero dejaré pasar mi indignación solo por esta vez. —El General y el
Consejero se paralizaron de puro miedo—. Ahora, si no les importa, deseo
salir a caminar con el Alfa durante unos instantes.
La Condesa se levantó y tomó a Gael de la mano llevándoselo en contra
de su voluntad; las marcas de garras que dejó en la mesa y sus gruñidos,
eran un mal augurio para Marcus y Luciano.
—Voy a ajustar cuentas con ellos cuando estemos en el castillo —dijo el
Alfa.
—Usted tampoco está siendo honesto conmigo y hará que me enfade si
no me dice ahora mismo qué le está pasando.
—Pe- Pero, ¿cómo lo notó?
—Cuando algo me gusta lo observo en detalle —respondió la Condesa
con una risa traviesa.
El rostro de Gael tenía una expresión amarga. Sabía que debía decirle la
verdad de su estado a Anne Marie, pero no esperaba que fuera tan pronto.
—Es la maldición. Cada vez que se acerca la Luna llena, mi cuerpo se
debilita con fiebres altas y un dolor terrible se apodera de mis ojos. Las
últimas dos veces que sucedió, desaparecí en el bosque por tres días hasta
que el dolor se desvaneció por completo. Mañana es Luna llena, pero no
quiero dejarte sola a merced de Killian.
—Pero los magos podrían intentar aliviar tu dolor qui-
—No. —Gael interrumpió—. Ya mis soldados y el reino entero han
visto demasiada debilidad de mi parte. Tú has visto demasiado.
Anne Marie también se sentía frustrada pero entendía, o al menos
intentaba ponerse en el lugar del Alfa para no herir su orgullo.
—Entonces deje que lo cuide. Si estoy cerca de usted, su hermano no se
acercará.
Gael de detuvo en seco y dijo:
—Solo si dejas de tratarme con formalidad cuando estamos a solas.
Capítulo 20: Noches de dolor

Después de una breve charla, Anne Marie y el Alfa quedaron de acuerdo


en lo que harían al llegar al castillo. La doncella Marcia se quedaría en la
habitación que usaban hasta ahora y la Condesa se trasladaría al ala norte
del castillo que estaba reservada para el Alfa.
Marcus y Luciano, quienes habían quedado al descubierto por mentirle
a la Condesa sobre la existencia de Killian, serían castigados, pero no en ese
momento. Cuando los días de luna llena pasaran, Gael los llamaría al
despacho y ajustaría cuentas con ellos.
En el carruaje, Gael notó que el dolor lacerante en sus ojos empezaba a
ser demasiado para soportarlo. El carruaje iba a un ritmo constante, pero no
era suficiente; a ese paso llegarían al castillo cuando el sol se hubiera
ocultado.
—No voy a resistir así mucho más —susurró Gael al oído de la
Condesa.
—Si me prometes que aguantarás hasta que lleguemos, te abrazaré toda
la noche. Recuerda que Killian no puede verte así. Por cierto —añadió—,
no hay necesidad de susurrar, Marcia no está escuchando, hace rato se
durmió; ya estaba borracha cuando nos subimos al carruaje.
—Pero la escuché hablar hace poco como es que-
—La conozco desde hace años. Cuando esta borracha, finge no estarlo
para no ser reprendida, pero a mí no me engaña. Si estuviera consciente, ya
estaría negando todo. ¡Marcia! —gritó Anne Marie—, ¡te llevaré de vuelta
a Holst para que cuides a mi padre!
Solo una breve risilla se escuchó en respuesta.
—Te dije que esta dormida. Ojala fuera tan buena bebiendo como lo es
chismeando —dijo la Condesa quejándose entre suspiros.
Las ocurrencias de Anne Marie hicieron que el Alfa se olvidara por un
momento del dolor.
—Puf ja, ja, ja. Nunca había conocido una mujer como tú.
—Ni conocerás más, porque eres solo mío. —Anne Marie sostuvo la
mano de Gael con fuerza—. ¿No estarías mejor recostándote en mi regazo?
Aún falta mucho para llegar al castillo y estás frío, eso no puede ser buena
señal.
Gael aceptó la propuesta y se recostó en su regazo sintiendo el aroma de
la Condesa. El calor de su cuerpo y el suave vaivén del carruaje le
proporcionaba un ligero alivio a su estado. Los dedos de Anne acariciaban
su cabello con ternura mientras avanzaban por el camino oscuro hacia el
castillo.
El dolor en los ojos de Gael llegaba como oleadas punzantes que lo
tomaban por sorpresa, pero la presencia reconfortante de Anne Marie lo
ayudaba a soportarlo. De vez en cuando, ella le hablaba sobre cosas
triviales para distraerlo, como la posición graciosa en la que estaba Marcia
—abrazándose a sí misma con la frente pegada a la ventana del carruaje—;
parecía que estaba teniendo un buen sueño.
Después de un rato, llegaron al castillo. Marcus entró primero para
asegurase de que Killian no estuviera cerca. Luciano llevó a la doncella
alcoholizada a su habitación, mientras que el Alfa y la Condesa caminaron
rápido en dirección al ala norte.
Se notaba que Gael estaba agobiado por el malestar que sentía. Ya no
tenía la misma seguridad al caminar que mostró en la mañana, ahora
tropezaba con todo y parecía desorientado. Una vez que estuvieron dentro
de sus aposentos, Anne Marie lo ayudó a acostarse en la enorme cama de
dosel y le quitó las botas, cubriéndolo con una manta gruesa.
El cuerpo del Alfa estaba frio y temblaba sin control. Para ella era casi
imposible creer que un hombre como Gael estuviera tan indefenso. La
condición de su prometido parecía empeorar con el paso de los minutos,
necesitaba llamar a alguien, pero no podía salir del cuarto sola por miedo a
que Killian la olfateara, debía esperar que alguien viniera.
Gael cerró los ojos y trató de relajarse, pero el dolor persistía. Los
quejidos constantes angustiaban a Anne Marie, porque parecía que solo
podía sentarse a observarlo. Sin soltar su mano, subió a la cama y, mientras
lo abrazaba por encima de las cobijas, empezó a cantar una canción de cuna
que su madre le había enseñado cuando era niña. La melodía era suave y
reconfortante. Poco a poco, Gael pareció encontrar alivio hasta que se
durmió. La Condesa se quedó con él siendo incapaz de conciliar el sueño;
temía que la crisis de dolor reapareciera y ella no lo notara.
Al día siguiente, Gael se despertó sintiéndose mucho mejor. El dolor en
sus ojos había disminuido y su cuerpo estaba más relajado. Anne Marie
estaba sentada en una silla cerca de la cama.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella al verlo moverse.
—Mucho mejor, gracias a ti —respondió él con una sonrisa.
Anne Marie se acercó a la cama y le dio un ligero beso en los labios.
—Debes estar decepcionada —dijo el Alfa mientras tocaba el rostro de
su prometida. Su voz era reflejo de una profunda amargura—. Viniste hasta
aquí engañada a cuidar de un hombre ciego.
Anne Marie frunció el ceño ante las palabras de Gael.
—¡Eso no es cierto! —espetó.
—Luciano y Marcus no te dijeron toda la verdad, te trajeron aquí
engañada y eso es imperdonable. Además, hay otra cosa que me preocupa.
Si mi madre se entera de que tengo estos ataques, seré incapacitado en mi
derecho como heredero al trono y Killian ocupará mi lugar.
»No creo que pueda ocultar esto por mucho tiempo, Anne Marie. El
mes pasado apenas pude soportarlo, pero ahora es peor. La reina regresará
pronto y si el dolor persiste hasta entonces, será peligroso para los dos. No
voy a poder protegerte.
—Entonces no saldremos de aquí. Solo permitiré que Marcia llegue a la
puerta con la comida y si no deseas que el consejero y el general te vean,
tampoco los dejaré pasar —declaró Anne Marie con determinación.
—Necesitarás una buena excusa para impedir que ellos entren. Todos
empezarán a sospechar, en especial Killian.
La Condesa sonrió con picardía y dijo:
—Diré que estoy desnuda.
Gael se quedó boquiabierto.
—¿¡Qué!? ¿¡En serio vas a decir eso!?
—Estaré encerrada contigo hasta que el dolor pase. Será más creíble si
todos piensan que estamos intimando. Además, la Reina Brigitte me hizo
quedar como una desvergonzada delante de todos el otro día, ¿por qué no
aprovecharnos de eso? Ni siquiera Killian se atrevería a interrumpir a una
pareja en medio de sus asuntos —Anne Marie acompañó sus palabras con
una inflexión sugestiva en su voz y una caricia a la espesa barba del Alfa.
—Yo, no sé qué decir. Cada vez me sorprendes más Anne Marie
Delacroix. Cada vez me gustas más.
Anne Marie sintió una oleada de rubor subir a su rostro. Con el corazón
latiendo a mil por hora respondió:
—Solo di que sí y finjamos que adelantaremos un poquito nuestra luna
de miel.
—Es una pena que solo vayamos a fingir ja, ja, ja —contestó Gael con
socarronería.
—¡Señor, compórtese que usted está de reposo! —Anne acompañó sus
palabras con un golpe suave al pecho del Alfa—. Ya tendremos tiempo para
eso —murmuró—. Por ahora necesitamos planear y prepararnos para cada
escenario que pueda presentarse en los siguientes días.
Capítulo 21: La futura reina de los Lycan

La charla de Anne Marie y Gael fue interrumpida por Dann, uno de los
sirvientes personales de la realeza que estaba tocando la puerta; él venía,
como cada mañana, a preparar el baño del Alfa y a traer su desayuno.
—¿Puedes levantarte? —preguntó la Condesa.
—Creo que puedo llegar a la puerta.
—Aun tienes la ropa de ayer, si te ven así nadie va a creer que pasamos
la noche juntos. Tienes que quitarte por lo menos la parte de arriba. ¡Ah!
Pero antes debes decirle al sirviente que no pase porque estoy contigo en la
cama.
Gael sonrió en complicidad con Anne Marie.
—¡Dan, espera un momento! —gritó el Alfa mientras se quitaba la ropa
con rapidez—. Madame Delacroix está aquí conmigo, no pases. ¿Trajiste su
desayuno también?
—Sí, Alfa, la doncella de la Condesa está aquí conmigo y trae la comida
para ella.
Un gesto de indignación se dibujó en el rostro de Anne.
—¡Desgraciada! —masculló la Condesa—. Ni siquiera espero que la
mandara a llamar, ¡ella solo quiere chismear! Pero se quedará con las ganas.
Mientras ella refunfuñaba, Gael estaba al lado de la cama a punto de
quitarse el pantalón. Antes que pudiera hacerlo, Anne saltó desde la cama
para impedírselo agarrándole las manos, con tan mala suerte que la cobija
se le enredó los pies, dando un grito cuando ambos cayeron en la alfombra.
Desde afuera se escuchó como una voz masculina le gritó a la doncella
y a Dann que se quitaran del camino. Se trataba de Killian.
Al abrir la puerta y entrar, encontró a Gael en el piso con el pecho
descubierto y a la Condesa asomando la cara enrojecida debajo de la cobija
a la altura de las caderas del Alfa. Ambos con la respiración agitada.
El rostro horrorizado del segundo príncipe se había teñido de rojo. En
ese momento no sabía si era por la vergüenza o la rabia que sentía, pero no
podía hablar.
Y como siempre, Anne Marie aprovechó para hacer de las suyas.
—¡Buenos días, cuñado! Disculpa el alboroto, pero como ves el Alfa y
yo estamos un poquito ocupados —dijo la Condesa mostrando su sonrisa
descarada habitual, mientras se acomodaba con torpeza el cabello.
—Sí, hermanito ¿te importaría salir y, bajo ninguna circunstancia,
volver entrar sin mi autorización aquí? Lo que has hecho es una clara falta
de respeto a mí como Alfa y a mi futura luna.
La ley de los Lycan era muy clara en ese aspecto: irrumpir en las
habitaciones, era motivo de un castigo severo.
Killian apretó los dientes y sus puños.
—¡Cuando escuché el grito de Madame Delacroix creí que te habías
vuelto loco y la estabas golpeando! Por eso entre, ¡yo solo iba a defenderla!
—gritó lleno de ira.
—Ja, ja, ja —Anne Marie no pudo contener la risa—, nada más lejos de
la realidad, lo que sucedió fue producto de un error de cálculo. Tal parece
que el alfa y yo necesitamos una cama más grande.
Killian se sentía humillado como nunca y al quedarse sin argumentos,
decidió dar la vuelta e irse, pero antes de que pudiera hacerlo, Gael le dijo:
—Ve a hablar con Luciano y cuéntale lo que has hecho. Dile que mis
ordenes son que recibas un castigo acorde con tus acciones impulsivas.
Ahora lárgate.
Derrotado y enfurecido, Killian salió de la habitación, no sin antes dar
un portazo. Se escuchó con claridad cuando volvió a gritarle a Marcia y a
Dann que se apartaran.
Gael y Anne Marie se relajaron entre risas sofocadas. Tenían que
mantener su pequeño teatro.
—¿Pretendías quitarte toda la ropa delante de mí? ¡Casi haces que me
dé un infarto! —susurró la Condesa para evitar que alguien pudiera
escucharlos.
—Lo siento, ja, ja, ja, es la costumbre. Pero, míralo por el lado positivo,
salió mejor de lo que pensábamos, ¿no lo crees? —dijo Gael mientras se
incorporaba.
—Sí, aunque tuvimos mucha suerte esta vez. Por cierto, ¿qué castigo le
darán a Killian? —preguntó Anne Marie con gran curiosidad.
—Conociendo a Luciano, lo mandará al calabozo durante una semana.
El consejero es un hombre astuto, hará lo posible para quedar bien
conmigo, él sabe que así su propio castigo será menor.
—Vaya, parece que debo aprender mucho acerca de cómo funcionan las
leyes Lycan —dijo Anne Marie mientras recogía la cobija del suelo y
desarreglaba su vestido para que pareciera que se lo había puesto con prisa.
Gael caminó con dificultad y abrió la puerta para dejar pasar a Dann. La
imagen imponente del Alfa sin camisa y con el pantalón medio abierto,
deslumbró a Marcia, quien tenía la oreja pegada para tratar de escuchar lo
que sucedía. Fue inevitable que la doncella se desmayara producto de la
impresión.
Dann, como todo un caballero Lycan, hizo uso de sus veloces reflejos y
la atrapó antes de caer al piso.
Por suerte, la comida de ambos consistía de varios platillos, por lo cual
el sirviente y la doncella debían llevarla en carritos con bandejas,
asegurando el fácil traslado de los alimentos.
Anne Marie estaba observando todo al otro lado de la habitación,
sosteniendo una toalla contra su pecho; fingir que iba a bañarse con el Alfa
también estaba entre sus planes.
—Debí suponer que se desmayaría —suspiró, resignada—, bueno no la
culpo, la vista es bastante impresionante —admitió la Condesa, reservando
para sí misma una gran cantidad de adjetivos con los que podía describir el
cuerpo semidesnudo de Gael.
Algunos minutos después, Marcia reaccionó llena de vergüenza.
Mientras Dann preparaba el baño, Anne Marie aprovechó para tener unas
palabras con su doncella.
—Ayer te emborrachaste. Te advertí que me enfadaría contigo si eso
pasaba, Marcia.
—¡Pe- pero, Madame, necesitaba algunas copas para tener valor y
hablar con el consejero! —dijo Marcia entre susurros y lloriqueos.
—¡Marcia, te tomaste tu sola una botella entera de la bodega personal
de Gael! —La Condesa exhaló pesadamente y continuó—. No importa, tu
castigo es no saber absolutamente nada de mi en los próximos días. Voy a
quedarme en esta habitación el resto de la semana… si mi cuerpo resiste ja,
ja, ja —dijo Anne Marie añadiendo la última frase a propósito.
—¡Madame! —exclamó Marcia.
—No, no, ningún Madame. Tráeme ropa ligera, voy a bañarme y
necesito cambiar este vestido que llevo puesto desde ayer.
—Apenas lo tiene puesto, Madame. —Marcia reía por lo bajo,
haciéndole gestos sugerentes a la Condesa.
—Ja, ja, ja, sí pero no te contaré nada, aparte de borracha, chismosa.
Además, no puedes quejarte, fue Luciano quien te llevo cargada como una
princesa a la habitación.
—¡¿Q- qué?! —gritó la doncella con un gesto de horror en su rostro.
—¡Shhh! —Anne Marie puso un dedo en sus labios—, baja la voz que
no dormí nada anoche, me duele la cabeza. Ve a buscarme ropa. ¡Ah!, y te
recomiendo que toques la puerta antes de entrar —añadió con un guiño
antes de darse la vuelta, entrar a la habitación y cerrar la puerta tras de ella.
Capítulo 22: Situaciones inesperadas

Llegar a un acuerdo para bañarse por turnos, fue un debate intenso entre
Gael y la Condesa.
—Es una tina llena de agua caliente y estás enfermo, por lógica debes
usarla tú primero —dijo Anne Marie mostrándose reacia a dar su brazo a
torcer.
—No, me rehúso. Eres una dama y necesitas tiempo para lavar tu
cuerpo apropiadamente. Me niego a entrar a la bañera, ya escuché que no
dormiste, no seas testaruda y báñate primero. —El Alfa cruzó los brazos en
su pecho. Su postura recta indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de
opinión.
Pero, desde la perspectiva de Anne, todo era diferente.
Gael estaba parado al lado de la ventana y los rayos del sol resaltaban
los músculos de sus brazos que, estando flexionados, parecían más grandes.
El vello de su pecho reflejaba tonos dorados haciendo que sus pectorales
lucieran amplios y suaves; la Condesa solo podía fantasear en lo mucho que
deseaba poner sus manos ahí.
—Anne Marie, ya sabes que tu silencio me pone nervioso. —Suspiró
dándose por vencido y relajando su postura—. Ven acá, déjame abrazarte.
Vamos, no estés molesta conmigo. —El Alfa extendió los brazos con
cuidado, sin saber con exactitud donde estaba la Condesa; todo indicaba
que sus sentidos se habían debilitado.
La Condesa no pudo soportar la tentación y se acercó a él. Verse
envuelta en esos brazos musculosos, con algunas cicatrices de batalla,
sintiendo la suavidad que contrastaba con la firmeza de sus pectorales y
abdominales cubiertos de una capa fina de vello, era algo irresistible.
Una vez que la Condesa lo abrazó, Gael la apretó con firmeza a su
cuerpo con ambos brazos.
—La última vez que te abracé así, estabas desnuda —dijo el Alfa entre
suspiros.
—¡Eres una grosero, desvergonzado! —Anne Marie forcejeó, sin usar
demasiada fuerza, entre los brazos de Gael; fingía estar indignada pero lo
disfrutaba en secreto—. ¡Yo no estaba desnuda como usted! Solo se me
había roto la parte de arriba del vestido.
Gael la separó de su cuerpo —para desgracia de Anne Marie— y tomó
con ambas manos el rostro de la Condesa diciendo:
—Usa el agua que está en la bañera, ¿sí? Le dije a Dann que no la
llenara tanto porque los dos nos íbamos a meter. Sobró un poco de agua en
un recipiente, yo me bañaré con esa. —El Alfa acercó sus labios a la
Condesa, pero en lugar de besarla en la boca, se topó con la punta de su
nariz—. ¡Ah!, parece que fallé, ja, ja, ja.
Anne Marie estaba demasiado cerca de los labios del Alfa como para no
aprovechar la oportunidad. En un arrebato de pasión, besó al alfa con
ferocidad y terminó mordiéndole el labio inferior, separándose de él con
rapidez antes de perder el poco autocontrol que le quedaba.
—¡Ouch! —Gael se quejó mientras se pasaba los dedos por el labio que
la Condesa acababa de morder.
—Lo tienes bien merecido. Me voy a bañar primero, pero solo porque a
este paso se va a enfriar el agua. —Anne Marie se fue corriendo al baño con
el corazón acelerado; tenía que poner distancia entre Gael y ella lo antes
posible, de lo contrario, podía cometer una locura.

El día se les pasó volando entre conversaciones que duraron horas, pero
para ellos fueron muy cortas. Cada vez que los sirvientes tocaban la puerta
a las horas de comer, uno de los dos levantaba la voz y daba alguna excusa
para hacerlos esperar mientras se reían en silencio; ése juego los mantuvo
entretenidos.
Pero a medida que se acercaba la noche, los síntomas del Alfa
empeoraron. Cuando la Luna llena se elevó en lo alto del cielo nocturno,
Gael se desplomó sin fuerzas en la cama con la ayuda de Anne Marie.
—No voy a poder aguantar el dolor en esta forma. ¡Hugh!, m- me
escucharán y te aseguro que nadie va a creer que es- estamos juntos —con
cada palabra que Gael decía, su respiración se tornaba errática—. Voy a
transformarme, no te- tengo opción.
La Condesa cubrió su cuerpo con prisas sabiendo que sus pantalones
iban a romperse. Retorciéndose de dolor, el Alfa apretaba los dientes para
evitar gritar mientras sus huesos se reacomodaban y la magia del cambio
daba paso al enorme lobo blanco.
La expresión del rostro de Anne Marie estaba llena de fascinación; lo
que acababa de presenciar era por mucho una de las cosas más increíbles.
De no haber sido porque Gael se tiró de la cama para dormir en la alfombra,
Anne Marie podría haberlo contemplado absorta por mucho más tiempo.
—¡¿Qué haces? ¡No, no te acuestes ahí, debes subir a la cama, el suelo
es muy duro y frío! ¿Cómo se supone que vas a estar cómodo ahí? —La
Condesa intentaba moverlo pero era inútil—. ¡Agrh! —bufó rabiosa—, ¡por
todos los dioses! ¡Gael Blackwood, no me gusta que estés en el suelo, pero
si eso es lo que quieres así será!
Anne Marie exhaló con pesadez y se sentó en la cama, mirando al
enorme lobo que ocupaba la alfombra. Aunque seguía impactada por la
transformación de Gael, también sentía preocupación por él.
Gracias a sus recientes charlas con el Alfa, la Condesa sabía que el
cambio de forma podía ser algo doloroso y ahora más debido a la
maldición, pero dejar salir a su lobo le permitía sanar sus heridas más
rápido y soportar mejor su condición.
El lobo levantó la cabeza y la miró con ojos llenos de ternura. Aunque
no podía hablar en su forma animal, Gael intentó transmitirle tranquilidad a
través de su mirada.
Anne Marie se acercó a él y acarició su pelaje blanco y esponjoso. Podía
sentir la calidez de su cuerpo y eso la reconfortaba. A pesar de las
diferencias entre ellos, sentía una conexión profunda e inexplicable con
Gael; una conexión que trascendía las barreras de la especie.
—Esta vez no vas a lograr convencerme haciendo ojitos —dijo ella con
una sonrisa traviesa—. Esa enorme cama que tienes es bastante grande para
los dos, incluso si no estás en tu forma humana.
Gael dejó escapar pequeños sonidos en forma de protesta. Sentía que no
tenía fuerza para ponerse de pie y subirse a la cama aunque estuviera a
escasos centímetros de ella.
—No, ya te dije que es mejor en la cama. Hiciste que pasara la noche
contigo en el suelo una vez, no me digas que quieres repetir la experiencia.
Gael, nunca te lo dije, pero me dolía mucho la espalda al día siguiente. ¡Un
baño caliente no será suficiente para que se me pase el dolor y lo sabes!
La Condesa empezaba a perder la paciencia con su lobo testarudo.
Decía todas esas cosas en voz alta, ignorando que había dos personas
escuchando afuera de la puerta, quienes se debatían entre anunciar su
presencia e interrumpirlos, o esperar hasta que la pareja acabara lo que sea
que estuvieran haciendo.
Marcus y Luciano intentaban no escuchar, pero la voz de Anne Marie
era tan fuerte que se oía en el pasillo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el General mostrándose incómodo.
—Deberíamos esperar. Necesitamos hablar con el Alfa antes de que la
Reina llegue; no va ser nada agradable que descubra por qué el príncipe
Killian fue a parar al calabozo.
Un enorme ruido se escuchó dentro de la habitación a lo que le siguió la
voz alterada y sin aliento de la Condesa.
—Un… poco… más… ¡Vamos Gael, por amor a la diosa!, ¡ya- uhh ya
ca- casi!
El consejero miró al piso y Marcus dio varios pasos lejos de la puerta,
pero era inevitable, seguían escuchando los gritos de Anne Marie.
—¡Dioses, denme fuerza! ¡Gael, vamos, sigue que falta muy… ah! ¡ay,
dioses… ay, no puedo respirar, no puedo respirar!
Una gran cantidad de ruidos sordos se escuchaban dentro de la
habitación del Alfa; todo indicaba que las mesas e incluso la cama se
estaban moviendo de sitio.
—Luciano, me parece demasiado inapropiado escuchar esto. Si el Alfa
se entera de que estábamos aquí, nos meterá al calabozo por un año entero.
Yo me voy.
El General se retiró a paso veloz. Pero, Luciano tenía un deber que
cumplir; no podía comportarse de forma cobarde por algo tan trivial como
las demostraciones de amor de una pareja.
—¡Maldición Gael! ¡Me estás haciendo perder el decoro! ¡No se puede
ser una señorita contigo! ¡Ah! ¡Diosa, ayúdame, dame fuerza para aguantar
a este hombre! ¡Ay! ¡Ya! ¡Ya! ¡Sí, oh, sí! ¡síííí!
Los gritos eufóricos de la Condesa lograron lo que ningún enemigo
había podido hacer en más de cuatro décadas: ahuyentar al Consejero
Luciano, uno de los guerreros más valientes y temerarios del reino. Él solo
pensó que, interrumpirlos después de eso, le valdría un castigo
inimaginable, así que se retiró de inmediato a su habitación.
Mientras tanto, dentro de la recámara del Alfa, Anne Marie estaba
sofocada después de lograr subir a un lobo enorme, peludo y casi
desmayado a su cama, sin ningún tipo de ayuda.
—Siento que mañana me dolerá todo el cuerpo —dijo la Condesa casi
sin aliento, acurrucándose al lado de Gael.
Debido al exceso de esfuerzo físico que acababa de hacer y al cansancio
acumulado que tenía, Anne Marie se durmió.
Fue entonces que los sueños y las voces misteriosas se apoderaron de su
mente.
Capítulo 23: Revelaciones

Mientras soñaba, la Condesa se veía a sí misma perdida en un laberinto de


pasillos estrechos y sinuosos, poco iluminados. Las paredes, cubiertas de un
musgo húmedo, exudaban un olor desagradable. Anne avanzaba con
cautela, los susurros siniestros y malévolos de las sombras a su alrededor
resonaban en sus oídos y llenaban el aire de una tensa atmósfera fantasmal.
Después de lo que parecían ser horas vagando asustada, Anne Marie
llegó a una gran sala central, iluminada por velas parpadeantes que
proyectaban una luz tenebrosa. En el centro de la habitación, vio a Gael
atado con cadenas a una antigua silla de madera mientras que un ser
demoníaco, sin forma física, se cernía sobre él.
Con cada movimiento desesperado de Gael, la entidad demoníaca
parecía crecer y expandirse, como si se alimentara de su dolor. La Condesa
entró en pánico al presenciar la desgarradora escena. Pero, aunque estaba
llena de angustia, lo único que podía hacer era observar con impotencia
cómo los dedos afilados de la sombra negra se hundían más y más en los
ojos vendados de Gael, provocando que este gritara de dolor.
Sus alaridos resonaban en los oídos de Anne Marie, quien no hacía más
que llorar inmóvil y en silencio.
Ella luchaba con todas sus fuerzas por avanzar, quería correr hacia Gael
y liberarlo de aquel tormento, pero no podía. Cada intento por acercarse a él
era en vano, ya que una barrera invisible se lo impedía.
Era una especie de jaula traslúcida que lo aprisionaba y se volvía cada
vez más angosta como si intentara asfixiarlo. Las paredes de ese lugar
estaban cubiertas por marcas de golpes y arañazos que evidenciaban los
intentos desesperados del Alfa por conseguir su libertad.
La Condesa estaba ahogada entre lágrimas y una ansiedad aterradora se
había apoderado de ella. Su voz se negaba a salir, pero su determinación por
alcanzar al Alfa era inamovible. Ella no dejaba de intentar alcanzarlo,
mientras observaba cómo su amado se asfixiaba entre gritos y se retorcía de
dolor a causa de tortura despiadada a la que estaba siendo sometido.
En un último acto dominado por la rabia que sentía, Anne Marie logró
que su grito desgarrador se abriera paso en aquella pesadilla; el nombre de
Gael, pronunciado con ferocidad por una voz rota a causa del dolor, inundó
la sala e hizo estremecer todo a su alrededor.
Al instante, pequeños destellos de luz azul aparecieron en ese lugar,
cada uno más intenso y brillante que el anterior. Estos destellos se unieron
formando un escudo protector alrededor de Gael, repeliendo a la entidad
maligna y obligándola a retirar sus garras del lugar donde estaban clavadas.
Al ser tocada por un pequeño destello de luz, la sombra aulló de dolor y
se evaporó como si nunca hubiera existido. Su partida hizo que la prisión
invisible donde Gael se hallaba cautivo, se desmoronara como un castillo de
naipes.
Anne Marie, sin perder un segundo, corrió hacia el Alfa y lo abrazó con
fuerza. Sintió que su alma volvía a estar tranquila al verlo libre del
tormento, pero al hacer contacto con el cuerpo magullado de Gael en el
sueño, despertó sobresaltada.
Aún sentía los latidos del corazón resonar en su pecho y su respiración
estaba agitada. La Condesa tenía la frente cubierta de sudor; grandes
lágrimas cruzaban su rostro. Todo era prueba fehaciente de que sus visiones
nocturnas la habían afectado con severidad.
Sabía que aquel no era un sueño común y corriente, sino una señal:
quizás había una manera de romper la maldición que afligía a Gael.
Asustada, pero con renovada determinación, Anne Marie miró el cuerpo del
Alfa a su lado y acarició su pelaje; su aspecto pacifico, junto a los pequeños
ronquidos lobunos que emitía le hicieron sonreír con timidez.
El sol estaba por salir, pero la mente de la Condesa era un amasijo de
imágenes y teorías. Volver a dormir no era una opción. Decidió que se
quedaría quieta en la cama para no molestar al Alfa, pero necesitaba recabar
información y trazar un plan si quería descubrir la verdad detrás de aquel
sueño oscuro. Por supuesto, ¿quién mejor que Marcia para realizar un
trabajo de investigación?
El Alfa seguía en un sueño profundo cuando Dann tocó la puerta y
Anne Marie, que había amanecido afónica, no tuvo más opción que
levantarse; cojeando, despeinada y con los ojos hinchados por el llanto y la
falta de sueño.
Al abrir la puerta, se encontró con algunos rostros familiares: el
General, el Consejero, su doncella y Dann.
Con una voz monótona y apenas audible, les dijo:
—Dann, pasa y acomoda todo. Marcia, necesito una crema para los
dolores y una infusión de miel con limón para la garganta. Y ustedes dos —
dijo señalando a Luciano y Marcus—, vuelvan más tarde, Gael todavía está
dormido y no creo que vaya a despertar en toda la mañana.
Dann se apresuró a entrar, evitando hacer contacto visual con la
Condesa debido a su timidez en presencia de las mujeres. Marcia le siguió
para servir el desayuno. Aunque la expresión seria y autoritaria de Anne
Marie intimidaba a Marcia, en secreto estaba feliz por ella pues creía que
había pasado una noche apasionada con el Alfa.
El Consejero dio un paso al frente y se dirigió a la Condesa:
—Madame, uhm. —Luciano se aclaró la garganta—. No- nosotros
tenemos que hablar con el Alfa, e- es importante y no podemos esperar.
—Pues tendrán que hacerlo —declaró Anne con seriedad—. No voy a
despertar a Gael. Tuvo que transformarse anoche para poder recuperarse y
se nota que está muy cansado. Si lo despiertan, ambos tendrán un problema
muy serio conmigo y, créanme, ustedes no quieren añadir más problemas a
esa lista.
El Consejero palideció y empezó a tartamudear, su expresión era una
mezcla de asombro e incredulidad que la Condesa no podía comprender.
Por otro lado, el General Marcus no sabía si reír a causa de su creciente
nerviosismo o temer ante la amenaza de Anne Marie; cualquiera pensaría
que era una Lycan por la forma en que se expresaba y cómo los intimidaba.
—Esta b- bien Madame, vendremos a la hora del almuerzo. —Marcus
hizo una reverencia rápida y tomó por el brazo al Consejero—. Vamos
Luciano, recuerda que tenemos asuntos por resolver.
El consejero no atinó a decir una sola palabra y se dejó arrastrar por
Marcus; este ya había tenido suficiente con escuchar el escándalo la noche
pasada, no quería añadir más detalles vergonzosos.
Dann preparó el baño en tiempo récord, y salió huyendo despavorido de
la habitación dejando a la Condesa a solas con su doncella.
—Madame, la comida está servida, tenga buen provecho… de nuevo ja,
ja, ja. —Marcia se reía en voz baja y miraba a Anne Marie con
complicidad.
Anne Marie frunció el ceño.
—Doncella pervertida, ¡qué indiscreta eres! —exclamó con voz ronca
—. Concéntrate en lo que te pedí, necesito que sea rápido, ¿entendiste? Por
cierto, ¿qué es eso que tienes aquí? —La Condesa se acercó hacia Marcia
señalándole el busto.
La doncella, confundida, bajó la mirada intentando descubrir a qué se
refería. En ese momento, Anne Marie aprovechó para meter un trozo de
papel doblado con rapidez dentro de su corpiño. Marcia dio un brinco del
susto y se sostuvo el pecho. Cuando abrió la boca para quejarse por las
manos frías de la Condesa, fue silenciada con un gesto de amenaza.
—Ve a buscar la crema a la habitación, si no la encuentras allí, dile a
Luciano o al General que necesitas ir a pueblo a conseguir una. Manda la
infusión con la encargada de la cocina o con Dann. No regreses hasta que
me traigas… —Anne Marie le señaló el pecho—, todo lo que te pedí, ¿de
acuerdo?
Marcia entendió que se trataba algo importante y asintió para luego
marcharse con pasos ligeros. La curiosidad por leer el mensaje secreto de la
Condesa había llenado su cuerpo de energía; si se trataba de una misión
secreta, bajo ningún concepto iba a defraudarla.
Capítulo 24: Problemas en el paraíso

«Querida Marcia,
En todos los años que llevas a mi lado, jamás has fallado en conseguir
información, aunque sea solo un chisme para satisfacer tu curiosidad. Por
eso eres la única en quien puedo confiar para lo que estoy a punto de
pedirte.
Creo, no, en realidad estoy muy segura, de que puede haber una forma
de romper la maldición de Gael, por eso necesito que te encargues de
averiguar qué sucedió con exactitud. Te pido que busques, con discreción, a
algún soldado que haya estado presente en la batalla donde murió el Rey.
Gael me habló de ese día pero no quiso darme detalles concretos.
Lo que espero de ti, son esos detalles, todos los que seas capaz de
conseguir. No escatimes esfuerzos en esta misión, Marcia, sé que eres capaz
de lograrlo. Como muestra de mi gratitud, quiero hacerte una promesa: si
me ayudas a descubrir la verdad, te aseguro que tendrás una cita con el
Consejero Luciano. Sé que estas loca por él, y considero que es hora de
recompensar tu lealtad y dedicación.
Por último, no quiero que pienses que lo de la crema es una simple
excusa, asegúrate de traerla cuando regreses con la información que te he
pedido.
Confío en ti, Marcia.
Anne Marie Delacroix, Condesa de Holst».

Durante toda la mañana, Anne Marie estuvo cuidando el sueño de Gael.


Cada cierto tiempo susurraba palabras a su oído en un fútil intento por
despertarlo. Su respiración era normal, los latidos de su corazón eran fuertes
y constantes, pero por alguna razón estaba atrapado en un sueño del que no
podía despertar.
—Gael, por favor abre los ojos, me estoy preocupando; no es normal
que estés así. —Anne Marie sollozaba mientras estremecía el cuerpo del
lobo a su lado—. Marcus y Luciano vendrán pronto y será muy difícil
mentir por más tiempo.
La Condesa, desconsolada, no cesaba de crear posibles teorías en su
mente haciendo que su estado de ánimo empeorara de manera exponencial.
Cuando se acercaba la hora del mediodía, sus pensamientos ya estaban
organizados para impedir que el General y Luciano entraran a la habitación;
ellos sabían que algo relacionado a la maldición, afectaba a Gael en la
semana de la luna llena, lo que no sospechaban es que era un dolor tan
fuerte, que lo incapacitaba y que había avanzado hasta el punto de
desmayarlo, a él, uno de los hombres más fuertes de reino, quien aún con
heridas graves, o al borde de la muerte, peleaba como si eso no significara
nada.
Ante la ley Lycan eso era suficiente para incapacitarlo como futuro rey.
Justo cuando Anne Marie estaba a punto caer presa de un ataque de
pánico, se escucharon golpes en la puerta. El sonido resonó en el silencio,
llenando el aire con una tensión que amenazó con asfixiaba.
La Condesa se sintió atrapada entre la necesidad de proteger a Gael y la
responsabilidad de informar sobre su estado irregular de sueño profundo.
Pero optó por lo primero, cubriendo la enorme presencia lobuna de Gael
con las sábanas antes de dirigirse a la entrada de la habitación.
Con un suspiro hondo, Anne Marie abrió la puerta y se encontró con la
mirada curiosa de la encargada de la cocina:
—Madame, he venido a traer sus alimentos y los del Alfa. La doncella
Marcia me pidió que tomara su lugar hoy porque usted le encargó una
encomienda urgente. Me dijo que le avisara, que se llevó a Dann con ella
porque no conoce el pueblo, y que la crema que usted la mandó a buscar era
muy difícil de conseguir.
Anne Marie pensó que Marcia podía tener alguna pista y eso la
reconfortó un poco.
—Tal parece que se le olvidó decirte acerca de la infusión para mi
garganta; la he estado esperando toda la mañana —dijo la Condesa con una
clara dificultad para hablar.
—¡Madame, no se preocupe, yo la traeré en seguida! —La empleada
Lycan corrió a dejar los alimentos dentro de la habitación—. ¿El Alfa
todavía está dormido? —inquirió con curiosidad.
—¡No! El despertó muy temprano pero, se cansó y quiso tomar una
siesta, ya lo voy a despertar. ¡Date prisa con la infusión, por favor! —Anne
Marie empujó a la empleada afuera de la habitación—. ¡Oh!, una cosa más,
¿sabes si el General y el Consejero están ocupados almorzando?
—Lo siento, Madame, pero ellos salieron desde la mañana y no han
regresado. Nos informaron a todos de que debemos abastecer de comida a
las tropas; es posible que se requiera un despliegue de emergencia debido a
un enfrentamiento en la frontera, pero no se ha confirmado nada grave. Si lo
fuera, se habrían llevado al Alfa —dijo la empleada con una sonrisa en su
rostro antes de marcharse de nuevo a la cocina.
Una vez que cerró la puerta, la Condesa se dejó caer en el piso presa del
desconsuelo y la incertidumbre; si algo grave sucedía y Gael no capaz de
despertar a tiempo, ninguna excusa iba a ser suficiente para librarlo del
castigo que la reina impondría sobre él, además de perder su derecho como
primer heredero al trono.
Ya entrada la tarde, la Condesa no había probado un solo bocado de
comida. Solo alcanzó a tomar el té con miel y limón para aliviar su garganta
y la inquietud que aumentaba con cada hora de inconsciencia del Alfa.
Cuando el sol se ocultó, volvió a sonar la puerta, pero esta vez era el
consejero Luciano y por su tono de voz, parecía ser algo grave.
—Madame, necesito hablar con el Alfa, es una situación importante, no
puedo retrasarla más.
Anne Marie se dio cuenta de que ya no era posible seguir ocultando la
situación por más tiempo y decidió abrir la puerta. Al encontrarse con
Luciano, lo vio golpeado portando ropas sencillas en lugar de sus
acostumbrados atuendos reales.
De la misma forma, el Consejero se quedó paralizado por el estado de la
Condesa: su rostro enrojecido con ojos tristes e hinchados lo alarmaron.
—¿Ma- Madame qué ha sucedido?
Anne Marie lo invitó a entrar con un gesto silencioso mientras cerraba
la puerta tras él.
—Gael no ha despertado en todo el día —dijo Anne con la voz
quebrada por el llanto—, he intentado todo pero sigue igual. Anoche sufrió
un dolor horrible que lo obligó a transformarse y luego perdió la fuerza; ni
siquiera fue capaz de llegar a la cama por sí mismo.
—¿Y, cómo es que llegó ahí? —preguntó Luciano con visible
confusión.
—Yo lo subí a la cama. No fue fácil, con ese tamaño y todo ese pelo,
casi me muero pero lo logré. —Anne Marie tomó un pañuelo para secar sus
lágrimas—. Fue una suerte porque de lo contrario los empleados lo habrían
visto.
—¡Ah! —exclamó el Consejero aliviado.
La Condesa no entendió el porqué de su gesto y se apresuró a añadir:
—¿Qué ha pasado en la frontera?
—Ha estallado un enfrentamiento —dijo con voz llena de preocupación
—. La presencia del Alfa es necesaria en este momento crucial. Las tropas
partirán mañana temprano y él debe estar presente.
»Marcus está en el campo de batalla encargándose de liderar a nuestras
tropas por ahora. La Reina ya lo sabe y regresará mañana al castillo. Si las
cosas empeoran, Killian tendrá que ser liberado antes de tiempo para unirse
a los refuerzos y eso no será bueno. —El consejero exhaló con pesadez—.
Madame, el Alfa tiene que despertar.
Capítulo 25: Consecuencias

Anne Marie continuó hablando con Luciano, detallando la evolución de la


maldición de Gael y el impacto devastador en su salud.
—Durante la semana de la luna llena, Gael sufre un dolor insoportable
que lo ha llevado al límite de la inconsciencia. Su condición se ha
deteriorado, usted no puede arriesgar su vida llevándolo al frente de batalla
en estas circunstancias.
El Consejero real asimiló la información. Su rostro reflejaba una gran
consternación ante el panorama que le había expuesto Anne Marie. Sabía
que la magnitud del enfrentamiento en la frontera no era pequeño, por ello
la presencia del Alfa se requería con urgencia para liderar el ejército, pero
también entendía la importancia de proteger la vida de Gael.
Tras unos momentos de silencio, el Consejero Real expresó con voz
grave:
—Madame, entiendo su preocupación y estoy de acuerdo con usted. La
guerra en la frontera es urgente, pero la salud del Alfa es prioridad.
Debemos encontrar una solución que nos permita enfrentar ambas
situaciones.
—Solo hay una solución y es romper la maldición. —Anne Marie no
pudo ocultar su enojo por más tiempo—. Gael no puede soportar otro mes
así. Todo este tiempo ha estado sufriendo en silencio sin hacer nada al
respecto; esperar a que los días pasen es lo que nos ha llevado hasta aquí —
dijo ella, señalando el cuerpo inmóvil del Alfa con un dedo tembloroso.
El semblante amable del Consejero cambió al escuchar las palabras de
la Condesa. Un atisbo de ira apareció en su mirada, no pasando
desapercibido para ella, pero este desapareció tan rápido como surgió.
—Madame Delacroix, lo que usted sugiere es imposible —dijo Luciano
mientras caminaba hacia Gael para ocultar su rostro de la mirada inquisitiva
de Anne—. Cada mago y hechicero en este reino lo ha intentado, pero
ninguno es tan poderoso como para liberar al Alfa. Solo aquel que lanzó el
conjuro es capaz de romperlo.
»Ese asesino miserable ha estado escondido durante años, huyendo de
los innumerables crímenes que ha cometido contra nuestro reino. Por la
forma en la que usted se expresa, sé que no tiene idea del tipo de monstruo
que mató a nuestro Rey, por eso le pido que se abstenga de hablar o
investigar más al respecto. Nada bueno vendría de ello, solo atraeríamos
atención innecesaria del enemigo más poderoso de los Lycan.
La Condesa le respondió mostrándose alterada por sus palabras.
—Entienda mi situación, consejero. No puedo evitar preocuparme por
Gael, ¿usted piensa que yo imaginaba esto cuando fueron a buscarme a
Holst? El solo hecho de pensar en que la Reina podría castigarlo por algo
que no puede controlar, me aterra. ¡Estar aquí sin poder hacer nada para
ayudarlo me está volviendo loca! —vociferó.
Luciano, la miró con frialdad. Sabía que Anne Marie estaba sufriendo y
que su papel en todo esto era complicado, pero nada de lo que ella dijera, o
hiciera, cambiaría las cosas.
—A usted no se le pidió que hiciera nada, Madame. Eso lo sabía de
sobra antes de venir. Su único deber era casarse con el Alfa. —dijo el
Consejero, sin mostrar ningún rastro de empatía hacía ella—. Ahora, si me
disculpa, debo reunirme con las tropas de apoyo. Nadie se enterará de la
condición del Alfa; lo esconderé de la Reina el tiempo que sea necesario.
Confío en que él será fuerte como su padre y despertará pronto.
Las lágrimas amenazaban con caer de los ojos de Anne Marie, pero su
orgullo no le permitía colapsar tan fácil. Se mordió el labio inferior con
fuerza, tratando de contenerse y le habló a Luciano:
—Consejero, llévese la comida. Estoy segura de que las tropas harán
buen uso de ella. Yo no tengo apetito.
Luciano la miró de reojo, notando su furia interna.
—Le dejaré algunas frutas por si cambia de parecer. Buenas noches,
Madame.
El Consejero salió de la habitación dejando a Anne Marie con un nudo
en el pecho. De nuevo le recordaban que ella solo estaba ahí para ser solo
una cara bonita al lado de un hombre; no tenía ningún propósito, ni función
más allá de eso.
Se fue directo a la cama, con el peso abrumador de la desolación y la
amargura aplastando su pecho. Ver a Gael acostado a su lado, con su
semblante tranquilo, en contraste con su tristeza, no hizo más que aumentar
su dolor; se sentía sola y abandonada a su suerte.
Enormes lágrimas brotaban de sus ojos mientras acariciaba el rostro
inerte de Gael.
—Tal parece que debo aprender a conocer mi lugar aquí—susurró Anne
Marie entre sollozos—. Tú eres la única razón por la que deseo continuar
con esto, Gael. Por favor, despierta.
La Condesa lloró hasta quedarse dormida, ignorando el hecho de que
Gael había escuchado todo.
Desde muy temprano sus sentidos estaban alerta, intentando hacer que
su cuerpo despertara. Su lobo no estaba, no lo escuchaba, ni podía sentirlo.
Parecía que su alma estaba, de alguna forma, separada de su cuerpo.
El Alfa se encontraba en una situación precaria. Los recuerdos de las
noches solitarias en el calabozo oscuro y plagado de ratas volvieron a su
mente, recordándole la terrible sensación de soledad y aislamiento que
experimentó tantas veces en ese lugar. Antes, pensaba que había llegado a
acostumbrarse a esa situación, pero ahora se daba cuenta de lo equivocado
que estaba. El lugar en el que se encontraba era aterrador y opresivo, capaz
de generarle a cualquiera una profunda sensación de agonía.
Además, el hecho de escuchar a su prometida llorar desconsolada
después de haber intentado despertarlo por horas; después de defenderlo y
mostrar una preocupación genuina hacia él, lo enfurecía. Pero, más allá de
cualquier otro sentimiento, le dolía escuchar las súplicas de Anne Marie.
«¿Qué clase de hombre soy si no puedo defender a la mujer que pronto
será mi esposa? No creo que merezca tener a alguien como ella a mi lado».
Las palabras nacidas en su alma, se repetían una y otra vez en la
oscuridad de su mente como si estuviera tratando de autoflagelarse. Se
consideraba a sí mismo un inútil, tal como su madre se lo repetía. Después
de aceptar la idea de casarse y ser el sucesor de su padre y de permitirse
experimentar una felicidad a la que no creía tener derecho por estar ciego,
ahora sentía que volvía al mismo punto donde estaba antes de conocer a la
Condesa.
Toda la confrontación con el Consejero le había hecho pensar en que no
era capaz de proteger y defender a nadie. Solo estaba ahí escuchando;
atrapado en su propio cuerpo como un imbécil.
Trató de concentrarse una y otra vez en su lobo. Intentó volver a su
forma humana, pero fue en vano. Su lobo estaba perdido, y sin él, era igual
a estar muerto en vida.
Gael se sintió perdido también. Deseó poder gritar; exteriorizar todos y
cada uno de esos sentimientos, pero el vacío y la oscuridad profunda se lo
impedían. El Alfa se había convertido en algo similar a una presencia etérea
ahogada en culpa. No sabía qué más hacer. Estaba atrapado en un limbo,
entre la vida y la muerte, sin posibilidad aparente de escapar.
Capítulo 26: El último deseo

Al encontrarse rodeada de neblina en un bosque interminable y aterrador,


Anne Marie supo de inmediato que volvía a estar en un sueño.
En esta ocasión, el paisaje le recordaba al lugar donde había conocido a
Gael. Era un sitio frio y oscuro con voces que resonaban en la lejanía; risas
macabras y aves sin rostro que volaban de un árbol a otro mientras ella
avanzaba. La inmensidad del bosque y los ruidos de animales ocultos entre
las hojas, le hacían temblar de miedo.
El escenario era tan vívido que el susurro del viento entre los troncos le
provocaba escalofríos. Ella no tenía rumbo fijo, solo caminaba dejándose
guiar por su instinto en medio de la neblina.
Entre todos los sonidos que inundaban aquel bosque, Anne Marie
percibió uno en particular: el débil aullido de un lobo. Nerviosa, comenzó a
buscar a su alrededor sin saber de dónde provenía el lamento. Rogaba con
todas sus fuerzas que el lobo no dejara de hacer ruido para poder
encontrarlo entre la espesura del lugar.
Corría de un lado a otro, desorientada, dominada por el pánico al pensar
que el pobre animal estaba muriendo.
Cuando ya había perdido toda esperanza de hallarlo, el lobo emitió un
leve quejido y ella corrió en su dirección. Una pequeña y oscura cueva era
el refugio elegido por el animal. Al detenerse frente a él, Anne Marie quedó
horrorizada: era un hermoso animal blanco, pero tenía una enorme herida
abierta en su cuello y se estaba desangrando.
Puso sus manos en el para detener la hemorragia, pero algo inexplicable
ocurrió cuando la sangre del lobo cayó sobre el zafiro del anillo de su
madre. La gema comenzó a brillar con una intensidad deslumbrante, al
mismo tiempo que Anne Marie sentía su mano vibrar presa de una energía
que brotaba de sí misma y del anillo.
La intensa luz azul empezó a disminuir poco a poco, hasta apagarse por
completo. Cuando todo volvió a la normalidad, se sintió tan débil que pensó
que se desmayaría. No veía al lobo que había estado sosteniendo hace un
momento y, llena de miedo, comenzó a buscarlo a su alrededor, pero no
tuvo éxito.
Parecía haberse desvanecido entre sus dedos, de la misma manera en
que la visión de la cueva y el bosque entero comenzaban a desvanecerse. Lo
último que escuchó antes de caer en la oscuridad de su sueño, fue el
poderoso rugido del lobo que la llevó de vuelta a la realidad.
Anne Marie volvió a despertar agitada y cubierta de sudor, pero esta vez
había una diferencia: Gael estaba a su lado en su forma humana. En la
penumbra, pudo ver su desnudez y no sabía si aún estaba soñando o si era
real, hasta que el Alfa abrió los ojos y se incorporó en la cama, asustado,
inhalando con fuerza como si acabara de salir a flote, después de sumergirse
por mucho tiempo bajo el agua.
—¡Gael! —gritó la Condesa, incapaz de ocultar su alegría.
El Alfa, que estaba aturdido y desorientado, apenas escuchó a Anne
Marie llamarlo y se lanzó hacia ella, abrazándola como si no la hubiera
visto en años. Temblaba de emoción, pero también por el miedo que le
produjo estar encerrado dentro de sí mismo durante tanto tiempo.
—Gracias a los dioses que despertaste! Yo-
Las palabras de la Condesa fueron silenciadas por los labios de Gael en
los suyos. Su beso era apasionado, sofocante y desesperado, como si
intentara comprobar que no estaba atrapado en ese espacio mental
enfrentando un destino peor que la muerte. Anne Marie correspondió con la
misma fuerza a sus besos, recordando las horas de angustia que había
pasado, sin saber qué iba a suceder con él, sin saber si el horrible sueño en
el que lo veía torturado se había hecho realidad.
Cuando ambos estuvieron sin aliento, Gael se separó de ella y se dejó
caer de nuevo en la cama, aprisionando el cuerpo de la Condesa para
acunarla en su pecho.
—Pensé que no volvería a tu lado, Anne Marie Delacroix. No sabes lo
desesperado que estaba por no poder despertar —dijo el Alfa con voz
aliviada, apretando a la Condesa entre sus brazos.
Ella estaba colapsada por la adrenalina del sueño, más la emoción de
ver y escuchar a Gael. Todo estaba tan revuelto dentro de su pecho que solo
las lágrimas podían salir, no existían palabras que pudieran expresar sus
sentimientos.
—¡No, por favor, no llores! —suplicó Gael— Mírame, aquí estoy
contigo, estoy a tu lado y… ay, estoy desnudo. —Con un movimiento
rápido, tomó la manta y se cubrió—. Lo siento ja, ja, ja, espero que esté tan
oscuro como la última vez.
Una risa mezclada con llanto brotó de Anne Marie en respuesta a las
palabras del Alfa.
—¿Recuerdas que apenas es el segundo día después de la luna llena?
Aunque las velas de la habitación se han consumido, todo está iluminado a
la perfección gracias al brillo intenso de la luna, y bendita sea por darme
una vista tan privilegiada —dijo la Condesa mientras se secaba las
lágrimas.
—Madame, usted tiene una capacidad extraordinaria para dejarme sin
palabras y sin aliento.
Gael movió su cuerpo hacia ella con una suavidad peligrosa e
insinuante. Anne Marie sabía que si no lo detenía antes de que la besara,
caería rendida ante sus encantos.
—Caballero, cálmese, le recuerdo que usted estaba mal hasta hace muy
poco —dijo ella, poniendo una mano en el pecho del Alfa para impedir sus
avances.
—Estar a tu lado después de lo que sucedió se siente irreal —exhaló
Gael con fuerza, intentando calmarse—. ¿Está mal querer tocarte para
asegurarme de que no eres producto de una fantasía? —añadió, con una
mezcla de incredulidad y deseo.
Anne Marie soltó de nuevo una risa ahogada, mientras buscaba el pecho
de Gael para acurrucarse a gusto. El frío de la madrugada ya empezaba a
sentirse y la calidez del Alfa era lo único en lo que pensaba.
—Parece que vuelves a ser el mismo hombre encantador de palabra
fácil, al que parece que conozco de toda la vida —respondió Anne Marie,
con voz rebosante de cariño y nostalgia.
Gael sonrió, disfrutando de la cercanía de Anne Marie.
—¡Qué vida tan corta, Madame! —exclamó con sorna el Alfa—. Han
sido menos de dos semanas ja, ja, ja y con un millón de interrupciones.
—No te burles, es lo que siento cuando estoy a tu lado —se quejó en
voz baja—. Gael, hay algo que debes saber. —Anne Marie suspiró y
continuó hablando—: Cuando decidí casarme con el Duque, pensé que iba a
ser tan amable como cuando se dirigió ante mi padre para pedir mi mano.
Antes de hacer oficial el compromiso, pudimos hablar un par de veces y me
hizo creer que estaba enamorado de mí; por supuesto, yo estaba ilusionada
gracias esa fachada magnífica que él aparentaba. Pero, cuando llegó el día
del casamiento, apenas dirigió sus ojos hacia mí.
»Su único objetivo después de la ceremonia en el palacio del
Emperador, era exhibirme ante toda la corte real como un trofeo de cacería.
El Duque se vanagloriaba de tener a la mujer más deseada del reino, y al
referirse a mí, era igual que cualquier posesión; jamás le importó que yo
estuviera a su lado sintiéndome burlada. Y eso no fue todo. —La Condesa
hizo una pausa y continuó; revivir aquella noche sórdida le causaba dolor
—. Al estar a solas con él, su comportamiento empeoró. Se transformó en
un hombre agresivo, muy diferente a lo que me hizo creer; sentí asco y
pavor cuando mostró su verdadero rostro. Esa noche me arrepentí con todas
mis fuerzas por haber caído como una tonta, enamorada por unas simples
palabras fingidas.
Gael apretó los puños, sintiendo la rabia crecer en su interior.
—Si me lo pides, iría a despedazarlo con mis propias manos —gruñó
Gael con rabia.
—No te lo estoy contando para que vayas a deshacerte de ese miserable.
Solo quiero que entiendas que, conocerte bajo estas circunstancias, me ha
permitido experimentar muchas facetas contigo en muy poco tiempo. Cosas
que me han acercado a ti al punto de sentirme cómoda y segura. Estando a
tu lado no tengo miedo de ser engañada o lastimada otra vez—explicó Anne
Marie.
Gael escuchaba atento las palabras de Anne Marie, sin poder evitar que
su corazón se sintiera oprimido ante tal declaración. Él se sentía rebosar de
felicidad desde el primer día que pasó al lado de la Condesa; era una
atracción inexplicable, pero él lo atribuía a sus palabras y trato dulce, al
igual que su aroma. Todo en ella parecía haberlo hechizado. Pero, se negaba
a decir en voz alta lo que sentía, pensando que una confesión en ese
momento no sería valiosa. No era lo que Anne Marie merecía.
El Alfa también había llegado a una conclusión similar después de
soportar la falsedad y el rechazo de todos los que un día estuvieron a su
lado, aclamándolo por su fuerza y su apariencia.
No solo tuvo que soportar el dolor por la muerte de su padre, por la cual
algunos llegaron a culparlo, sino la actitud que el reino entero tomó hacia él
cuando supieron que estaba impedido de la vista.
Fue objeto de lástima e incontables burlas, así que entendía muy bien
los sentimientos de Anne, pero las palabras se negaban a salir de sus labios;
aún tenía ese pensamiento clavado en la mente, gritándole sin piedad que un
discapacitado como él no era suficiente para ella.
Por esa razón, Gael decidió cambiar el tema de conversación. No quería
dejarse llevar por las voces crueles que lo acosaban en su mente, más que
nada porque tenía a la Condesa en sus brazos, y solo su presencia lo llenaba
de una sensación reconfortante y placentera.
—Anne Marie, yo no quisiera tener que dejarte, pero sabes que en pocas
horas tendré que partir con los soldados. Así que he decidido concederte un
deseo. Pídeme cualquier cosa antes de irme y será tuya —dijo el Alfa,
acariciando el rostro de la Condesa con ternura.
—¿Cómo es que estás enterado de la guerra? —preguntó Anne Marie,
sorprendida, mientras saltaba de su posición.
—Escuchaba todo mientras estaba aquí; estaba consciente sin poder
despertar. Pero, eso no importa ahora. Piensa en algo, lo que sea. Permíteme
concederte lo que desees, por favor —pidió Gael con voz suplicante
—Tú, eres lo único que quiero —dijo ella, acomodándose de nuevo en
el pecho del Alfa, buscando consuelo en su abrazo.
—No puedo quedarme aquí, lo sabes. El dolor se ha ido por completo,
como si jamás lo hubiera tenido. Esa es razón suficiente para ir a pelear
junto a mis soldados.
—Entonces quiero que regreses rápido y a salvo —respondió Anne
Marie.
—Eso no te lo puedo prometer, Anne Marie —dijo Gael con voz llena
de tristeza y añadió—. Si supieras q- que, hoy es el último día que vas a
verme.
—¡No! —interrumpió la Condesa, incapaz de aceptar esas palabras—.
¡No te atrevas a decirme eso! —exclamó con la voz quebrada por el dolor y
se aferró con fuerza al pecho del Alfa.
Gael suspiró con dolor y repitió su pregunta.
—Si hoy fuera nuestro último día juntos, ¿qué me pedirías? Tiene que
ser algo que pueda darte antes de irme, por favor, Anne Marie. Dame la
oportunidad de hacer algo por ti. Tiene que haber algo que desees.
La Condesa guardó silencio, considerando por un instante las palabras
de Gael; en momentos así, tenía que aceptar la certeza de lo que él decía
aunque el corazón se le rompiera en mil pedazos.
—Si me obligas a considerar la posibilidad de no volver a verte, lo
único que puedo desear es a ti. Quiero que mi cuerpo te recuerde todos y
cada uno de los días que me restan por vivir. Mi último deseo es ser
marcada por ti.
Capítulo 27: Adiós

Las palabras de Anne Marie resonaron en las opulentas paredes de la


habitación del Alfa, creando un eco que, para el Alfa, parecía perdurar en el
aire. Ella notó de inmediato que su declaración había tomado por sorpresa a
Gael, y no era para menos. Después de todo, la marca era algo que solo los
Lycans podían hacer entre ellos debido a su asombrosa capacidad de
regeneración física.
La mordedura del Alfa en la nuca de su mate, creaba un vínculo mental
inquebrantable entre ambos, y tal marca permanece hasta el día de su
muerte, asegurando que ningún otro Lycan se atreviera a acercarse.
Anne Marie también sabía que la marca implicaba la unión íntima entre
la pareja, tal como Gael le había explicado durante una conversación previa.
Para ella, no había vuelta atrás. Si no volvía a verlo, se arrepentiría por
siempre de haber querido esperar hasta su noche de bodas. Después de unos
instantes de silencio cargados de tensión, Gael logró articular una respuesta:
—¿Estás segura de querer esto? —preguntó, con una mezcla de
incredulidad y preocupación en su voz—. Anne Marie, ¿qué sentido tiene
lastimarte sin necesidad? La marca no nos unirá como se supone que debe
hacerlo, solo causaré dolor en tu piel y te dejaré una cicatriz que no
desaparecerá.
Anne Marie se incorporó desde su posición y se acercó al rostro de
Gael, colocando ambas manos en sus mejillas.
—¿Y crees que no sufriré si nunca más vuelvo a verte? —susurró con
voz entrecortada—. Esa sería una herida profunda que jamás sanaría.
Sentiré el dolor de tu ausencia día tras día, durante años. Cada recuerdo
contigo será intenso y desgarrador, hasta el punto de desear la muerte. —
Las lágrimas de la Condesa se mezclaron con sus palabras mientras
depositaba pequeños besos en el rostro del Alfa—. Cualquier herida en mi
piel será solo un rasguño comparado con la estocada mortal que mi corazón
recibirá si no regresas.
La atmósfera entre ambos estaba cargada de emociones, deseo y un
sentido de urgencia que amenazaba con estallar en cualquier momento,
gracia a eso, el Alfa no se atrevía a moverse.
Sentía como el cuerpo de Anne Marie se acomodaba encima del suyo
con lentitud, sin dejar de acariciarlo, como si ella sospechara que, dentro de
su mente, existía un conflicto que le impedía corresponder a sus avances.
Para la Condesa era imposible aceptar una negativa a su petición.
Lloraba sin hacer ningún ruido, tenía el corazón inundado por el dolor, pero
no estaba dispuesta a detenerse.
Sus manos abandonaron el rostro del Alfa para soltar cada botón de su
indumentaria, dejando así la mitad de su cuerpo al descubierto. Gael
escuchó el ruido apenas perceptible de la tela resbalando por la piel de
Anne Marie, como si fuera una melodía seductora e hipnotizarte.
Su boca estaba seca; las manos le temblaban y estaba seguro de que
incluso la Condesa podía oír los latidos de su corazón. Pero, también sentía
las lágrimas de ella caer en su pecho.
Gael la deseaba tanto que apenas podía contenerse, pero él creía que
aquello solo era un deseo físico y no quería anteponerlo a los sentimientos
de la mujer que estaba entregándose a él.
No solo era su piel la que quedaba al descubierto; ella había desnudado
sus sentimientos y, para el Alfa, ese era el mayor nivel de intimidad. Su
honor le impedía tomarla en tales circunstancias, pero faltar al deseo que la
Condesa expresaba sería aún peor. Era un conflicto que lo haría sentir
culpable sin importar la opción que decidiera tomar.
Ella estaba avergonzada por estar expuesta ante Gael, pero intentaba
sobreponerse a tales sentimientos, en especial porque notaba que el cuerpo
del Alfa ardía en deseo por ella. Al ser consciente de ello, su respiración se
volvió irregular debido a una mezcla de nervios y excitación. Fue entonces
que tuvo valor para ir más allá en sus provocaciones.
Recorrió los brazos de Gael rozándolos con las puntas de sus uñas,
haciéndolo temblar de placer. Al llegar a sus muñecas, las sujetó con
firmeza notando la tensión y el temblor que revelaban la anticipación en su
cuerpo. Ella guio ambas manos hasta colocarlas en sus pechos. Cuando
sintió el tacto cálido de Gael en su piel, una ola de escalofríos la hizo gemir.
El Alfa, quien estaba acostumbrado a ser un líder nato y tomar
decisiones, no tuvo más opción en ese momento que dejarse arrastrar por la
marea de sensaciones que lo envolvían.
Sabía que la Condesa, en su matrimonio con el Duque, nunca había
disfrutado de una experiencia placentera como esa. Ella desconocía la
delicadeza y la ternura; estaba seguro de que nunca había experimentado el
verdadero éxtasis en su cuerpo.
Si iba a cumplir su deseo, también le demostraría todo lo que no se
atrevía a decirle con palabras. Al tener los suaves y generosos pechos de la
Anne Marie entre sus manos, Gael se sintió incapaz de contener su deseo
por más tiempo. Incorporó su torso hasta quedar sentado en la cama con
ella a horcajadas en su regazo, y la abrazó con fuerza mientras susurraba
con voz ronca en su oído:
—Tus deseos, son mis órdenes.
Anne Marie tembló al escucharlo.
Gael hundió su rostro en el cuello de la Condesa y lo recorrió con sus
labios dejando un camino de pequeños besos, que iban haciéndose cada vez
más intensos a medida que bajaba hacia sus pechos.
Ella, entre gemidos y pequeños espasmos de placer, inclinó su cuerpo
hacia atrás para dejar que el Alfa siguiera explorándola. Estaba perdida en
las sensaciones que Gael le provocaba: la humedad cálida de su lengua
acariciándole los pezones endurecidos, alternando entre ambos con
mordidas ligeras. Sus colmillos filosos que presionaban su piel sin dañarla,
la obligaron gemir ante el placer que sentía.
Con un movimiento brusco, el Alfa volteó sus cuerpos en la cama y
colocó a la Condesa abajo. Puso ambas manos sobre ella, y haciendo un
recorrido con la punta de sus dedos, bajó hasta las caderas de Anne para
quitar la última pieza de ropa que la cubría, e hizo a un lado la manta que
ocultaba su propia desnudez.
Ella disfrutaba verlo en todo su esplendor: Músculos del torso tensos y
marcados por el esfuerzo que hacía para controlar sus instintos salvajes.
Ojos abiertos que le conferían una expresión intimidante, al iluminarse con
un brillo sobrenatural que no pasaba desapercibido en la oscuridad.
La boca levemente abierta a causa de su respiración acelerada, dejando
al descubierto sus colmillos más grandes de lo habitual. Y por supuesto, la
prueba de que, en efecto, la enorme masculinidad del Alfa jamás podría
compararse con las miserias del Duque.
Todo el panorama se había convertido la experiencia más erótica que
Anne Marie Delacroix había experimentado y lo único en que podía pensar
era:
«Me va a gustar, pero me dolerá… mmm, sí. ¡Ay, dioses, he llegado
muy lejos por este hombre, no me desamparen ahora!».
Por otra parte, Gael, no creía estar preparado para marcar a Anne Marie.
Sabía que debía controlar la fuerza en su mordedura, pero no podía evitar
tener miedo de lastimarla de gravedad. Debía tratar de pensar con claridad y
controlar a su lobo, pero este estaba desesperado; jamás se le cruzó por la
mente que tendría que marcar a una humana y menos a una que lo
enloqueciera tanto como lo hacía la Condesa.
Después de respirar profundo varias veces y recuperar el control sobre
sí mismo, el Alfa bajó su cuerpo y fue recibido por los brazos de Anne
Marie que lo acercaban a ella para quedar unidos al fin, piel con piel.
Ambos se devoraban entre besos profundos y apasionados, olvidando el
mundo a su alrededor y la situaciones que los habían llevado a ese
momento. La Condesa estaba al borde de la locura, moviéndose contra el
cuerpo del Alfa, levantando sus caderas contra el para sentir su erección;
Gael estaba igual de impaciente por entrar en su cuerpo, pero no olvidaba
que su único propósito era complacer a Anne Marie.
—Lo haré despacio —susurró el Alfa en los labios de Anne Marie—.
Abrázame y confía en mí. No te haré daño.
Temblorosa y sin aliento la Condesa le respondió:
—Gael Blackwood, y-yo confió e- en ti.
El Alfa mordió sus labios al escucharla. Cada una de sus palabras, de
sus gestos y gemidos le parecían inmerecidos. Ella era como el cielo en la
tierra y él se sentía condenado a un infierno perpetuo. Pero decidió dejar de
lado esos pensamientos y continuó besándola mientras acomodaba piernas
de Anne Marie a cada lado de sus caderas, dispuesto a traspasar la última
frontera que los separaba.
Entró en ella con delicadeza, y al sentir como el cuerpo de la Condesa
se tensaba, fue poseído por una energía poderosa que recorría todo su
cuerpo. Gael no era capaz de explicar lo que estaba sintiendo, apenas pudo
cerrar los ojos con fuerza y obligarse a soportar las oleadas de placer que lo
azotaban.
Anne Marie se arqueaba ante el enorme dolor que estaba
experimentando, pero no quería que se detuviera. Perder la virginidad con
el Duque miserable había sido muy doloroso, pero no había tenido ningún
tipo de satisfacción en los breves minutos que duró el encuentro.
Con Gael era diferente, le dolía lo suficiente como para enterrar sus
uñas en la espalda del Alfa, pero era algo que su piel pedía a gritos. La
sensación palpitante de su cuerpo unido al de Gael era adictiva, no se podía
describir de otra manera.
Cuando sintió que las caderas del Alfa empezaron a moverse, se quedó
sin aliento. El dolor se disipaba dándole paso a un placer que jamás había
sentido y gracias al cual se sentía a punto de estallar. El Alfa sentía cada
espasmo de la Condesa como un aviso de su inminente orgasmo, así que se
preparó para marcarla en el momento preciso. Era embriagador escucharla
decir su nombre una y otra vez, estaba perdido en la avalancha de
sensaciones y, como resultado, sus caderas se movían cada vez penetrándola
duro y rápido, hasta hacerla retorcer su cuerpo entre temblores que la
condesa no podía controlar. Con los labios abiertos sin poder respirar o
emitir ningún sonido; justo en la cima de esa explosión de éxtasis mutua,
Gael la mordió.
Su mente se quedó en blanco después de escuchar el grito de la Condesa
al ser marcada. Imágenes a toda velocidad, recuerdos, rostros de personas
que no conocía; sensaciones que no eran suyas y la inevitable llegada de su
propio orgasmo. En pocos segundos, tuvo la vida de Anne Marie grabada en
su memoria; algo que no debía pasar con una humana.
Gracias a esos recuerdos pudo reconocer la hermosura de la Condesa;
sus ojos verdes, el cabello rojo fuego que la caracterizaba; su delicadeza, las
curvas que acababa de palpar y su sonrisa llena de picardía. Pero, no todo lo
que vio fue bueno.
Recuerdos de ella siendo golpeada y abusada por el Duque; las burlas
que iban de la mano con amenazas de muerte; el desprecio por su
esterilidad sumado al repudio. La profunda tristeza que la persiguió después
de eso, se unió con el llanto y las suplicas que hizo a los dioses cuando
conoció a Gael en el pantano y pensó que iba a morir. La desesperación al
verlo medio muerto en el piso tras la golpiza de la reina.
Y también los sueños.
Gael se apartó de ella cuando las visiones se detuvieron; estaba
petrificado ante la revelación. De no haber sido por la Condesa y la magia
poderosa que poseía, él hubiera muerto.
Con gran dolor en su corazón, el Alfa pensó que la Condesa jamás sería
feliz a su lado. Solo había tristeza, angustia y ansiedad en todo lo
relacionado con su presencia en la vida de Anne Marie.
Cuando se dio cuenta de la decisión que iba a tomar, su rostro se cubrió
de lágrimas y murmuró:
—Sí, Anne Marie Delacroix, creo que hoy es el último día.
Capítulo 28: Órdenes incuestionables

La Condesa había experimentado un placer inimaginable y también un


dolor lacerante que no podía compararse con nada. Cuando ambas
sensaciones chocaron, su cuerpo colapsó dejándola inconsciente a merced
de sueños que parecían demasiado vívidos.
Desde su posición como observadora, ella podía sentir y experimentar
las emociones de Gael, como si estuviera viviendo cada etapa de su vida a
través de sus ojos.
En sus visiones, descubrió que la infancia de Gael era una mezcla de
sufrimiento y crueldad. La Reina Brigitte lo maltrataba cada día, sin motivo
aparente. Cuando nació Killian, el desprecio y las agresiones hacia el
pequeño, se intensificaron.
Era como si la simple existencia de Gael fuera la razón por la cual su
madre lo odiaba. Mientras tanto, el recién nacido, recibió amor y atenciones
desde el primer día.
La presencia del Rey Gideon era escasa en el castillo gracias a los
constantes enfrentamientos por el territorio, pero cuando regresaba de una
batalla, el pequeño Alfa estaba esperándolo lleno alegría.
Las muestras de cariño por parte de Rey eran pocas, pero dejaban en
evidencia cuanto amaba a su primogénito. De no haber sido por sus
deberes, que consumían la mayor parte de su tiempo, la infancia del Alfa
hubiera sido diferente.
Gael tuvo que soportar largos años de soledad en el castillo. Fue
educado con dureza por la Reina, quien lo crio para convertirse en un
guerrero. Esta educación y entrenamiento riguroso le permitió acompañar a
su padre en el campo de batalla desde su juventud; una oportunidad que
Gael prefería en lugar de quedarse en el castillo bajo el dominio brutal de su
madre.
En el aparente sueño, la Condesa podía sentir el dolor y la angustia
continua de Gael, pero también su fuerza y determinación por sobreponerse.
Siempre se enfocó en mantener a salvo a todo el reino, a sus compañeros y,
en especial, a su padre.
Cuando Anne Marie se dio cuenta de que estaba viendo los recuerdos
más recientes del Alfa, un terror inimaginable se apoderó de ella. Se trataba
del día en que el Rey Gideon había muerto y Gael había perdido la vista a
causa de la maldición.
Era una gran batalla contra los guerreros fantasma que se había
prologado durante semanas. Los soldados Lycan estaban exhaustos, pero
bajo el liderazgo del Rey y Gael, seguían luchando.
Cuando nada parecía estar funcionando, vieron a las tropas enemigas
retirarse, sin previo aviso. Después de celebrar la victoria, establecieron un
campamento para descansar y recuperarse. El Rey había ordenado colocar
centinelas por prevención, pero estos fueron hechizados y asesinados, lo
que permitió al enemigo tomar el campamento por sorpresa mientras la
mayoría dormía.
Esa noche era luna llena, y ante la amenaza inminente, los Lycans se
convirtieron en una manada de lobos sedientos de sangre. Peleaban en la
oscuridad, guiados solo por sus sentidos; la masacre de los guerreros
fantasma era aún mayor que cuando fingieron la retirada.
Todo parecía ir bien hasta que el hechicero que los estaba ayudando
intervino desde las sombras. Grandes rayos y truenos retumbaron en el
campo de batalla, desorientando a los licántropos. El Rey aulló con
ferocidad para devolver el control de sus sentidos a sus hombres, y se quedó
en medio de ellos para evitar que sucediera de nuevo. En secreto,
sospechaba de quien se trataba, y ante la duda, prefirió no arriesgar a sus
hombres. Pero, Gael no estaba luchando con la manada.
Él se había concentrado en buscar a quien inclinaba la balanza a favor
del enemigo. Así que provechó la oscuridad y cada sombra del bosque para
infiltrarse entre las líneas contrarias sin ser visto.
Su intención era tomar al hechicero desprevenido y asestarle un golpe
mortal con rapidez. Al sentir su presencia maligna agazapada en lo alto de
un árbol, cambió a su forma humana para llegar hasta él. Pero de aquel ser
sobrenatural, cuyo rostro y cuerpo iban cubiertos con una túnica negra,
emanaba un aura siniestra muy poderosa que le alertó de la presencia del
Alfa.
Incluso los movimientos rápidos y la fuerza descomunal de Gael,
potenciados por la luz de la luna llena, resultaron insignificantes ante el
poder del hechicero. Tan solo señalarlo con su dedo cubierto por guantes
negros, hizo que una presión abrumadora se concentrara en el cuello del
Alfa, hasta levantarlo sin esfuerzo alguno por los aires.
Gael se debatía entre la rabia y la enorme necesidad por liberarse de
aquella fuerza invisible. Pero ninguno de sus esfuerzos daba resultado.
Anne Marie, quien seguía viendo y sintiendo todo desde la perspectiva
del Alfa, se estremeció ante un gran impacto de energía, seguido del rugido
más escalofriante que jamás había escuchado.
El intenso poder que aprisionaba al Alfa se desvaneció, y su cuerpo fue
expulsado a gran velocidad desde una altura considerable. En la caída, solo
veía el cielo, la luna, y luego una oscuridad profunda entre las ramas de los
árboles. Apenas tuvo fuerza para levantarse; muchos de sus huesos estaban
rotos y le costaba respirar; como si hubiera sido aplastado por cientos de
rocas.
Anne Marie sentía la adrenalina del momento mezclada con su propio
miedo, quería salir de ese sueño extraño, pero las imágenes no se detenían.
Cada sonido y alarido de los soldados en la batalla la hacía estremecer; el
peor de todos, fue el último aullido del Rey.
El corazón de Gael latió con fuerza al escucharlo, y se transformó sin
pensar en el dolor ni en sus heridas internas. Corrió a toda velocidad,
rogando porque su padre aún estuviera con vida. Pero no era así. Cuando el
Alfa llegó hasta el lugar donde habían peleado, el hechicero ya había
clavado un bastón de plata en el corazón del Rey Gideon y lo pisoteaba
mientras declaraba su victoria con una risa diabólica.
Una furia ciega y el dolor más horrible que jamás hubiera imaginado, se
apoderaron de Gael al ver el cuerpo sin vida de su padre. Sus sentidos se
nublaron y corrió a toda velocidad para despedazar al asesino del Rey. El
hechicero se movió apenas unos pasos desde su posición y esquivó al Alfa
sin esfuerzo. La energía maligna que lo protegía le daba la ventaja de
moverse más rápido que un Lycan.
Gael no lo entendía. No razonaba en lo absoluto porque había perdido
su humanidad. Solo quedaban los instintos salvajes del lobo que pelearía
hasta caer muerto. El hechicero no lo mató a pesar de tener la oportunidad.
En cambio, lo inmovilizó de nuevo, esta vez contra el suelo, mientras el
Alfa se retorcía con rabia. La figura alta y oscura se acercó a él
pronunciando una serie de palabras en un dialecto desconocido.
Cuando terminó de hablar, puso su mano enguantada en la frente del
lobo, haciendo que un rayo impactara de lleno en su rostro. En ese instante,
todo se volvió blanco y brillante. Fue así como una potente descarga
eléctrica selló la maldición dentro del cuerpo del Alfa, dejándolo casi
muerto.
Un silencio profundo llenó el ambiente, reemplazando los gritos y
rugidos que antes inundaban el lugar. El hechicero había huido, llevándose
consigo a los pocos enemigos que aún quedaban, dejando atrás una escena
desoladora.
Minutos después, el ejercito Lycan halló los cuerpos de Gael y el Rey
cerca uno del otro. Una multitud de aullidos desgarradores resonó en el aire,
anunciando la pérdida y el dolor que se avecinaba para el reino entero.
Después de aquel evento, los recuerdos del Alfa se sumieron en una
oscuridad abrumadora, plagados de risas tenebrosas y depresión.
La Condesa, aterrada por lo que había presenciado, se negó a seguir
contemplando esa macabra experiencia y luchó con todas sus fuerzas para
liberarse de aquella pesadilla que parecía no tener fin. Cuando las visiones
llegaron a su fin, Anne Marie sintió el dolor de una herida ajena en lo
profundo de su ser. Su único deseo era olvidar todos y cada uno de aquellos
recuerdos que pertenecían a Gael, porque pensaba que había llegado
demasiado lejos al vulnerar la mente del Alfa. Anne Marie era consciente
de que él no estaba dispuesto a revelar su pasado, ni siquiera a ella, pero
ahora, por alguna razón, había quedado expuesto.

Gael salió de la cama y, guiándose con sus manos, cubrió el cuerpo


desnudo de la Condesa con una suave manta para protegerla del frio de la
madrugada. Cuando se aseguró de que Anne Marie estaba cómoda, se
apresuró a salir de la habitación. Antes de cruzar la puerta, recordó su
propia desnudez deteniéndose en seco. No podía permitirse pasear por todo
el castillo de esa manera, pero encontrar su ropa sin ver nada, ni hacer
ruido, era una tarea complicada.
Suspiró frustrado y caminó a tientas por la habitación y, justo cuando
estaba cerca de la cama, una pieza suave de ropa, se enredó en sus pies.
Agradecido por el hallazgo inesperado, utilizó aquella prenda para cubrir su
cintura y así poder salir en búsqueda de quienes necesitaba.
Siguiendo el rastro del aroma del Consejero, Gael llegó a la sala de
recuperación. Allí se encontraban los soldados más afectados por la batalla,
recibiendo cuidados por parte de los magos del reino. Al entrar, todos los
presentes quedaron boquiabiertos y, al mismo tiempo, sonrojados ante la
visión del Alfa casi desnudo. Incapaces de apartar la mirada, todos se
vieron atrapados en un silencio incómodo.
—Luciano, necesito que busques con urgencia a la encargada de la
cocina y a dos de los magos para que me acompañen —dijo Gael con una
expresión seria, ignorando por completo las miradas atónitas de sus
soldados y del propio Luciano.
El Consejero se acercó veloz hacía el Alfa, con una evidente emoción
que se veía reflejada en el brillo de sus ojos.
—¡Alfa!, ¿se encuentra bien? —preguntó con ansiedad.
—Mejor que nunca. Ahora ve y haz lo que te ordené. ¡Ah!, llama
también a Dann, necesito que traiga mi ropa —respondió Gael, sin darle
importancia a su apariencia.
—Señor —intervino Luciano, interponiéndose entre Gael y los soldados
—, deberíamos salir de la sala para hablar en privado. Usted está lleno de
rasguños y ese camisón rosado de la Condesa apenas cubre sus partes
nobles.
Gael, al girarse, reveló una espalda marcada por profundos rasguños
que se negaban a sanar.
—Alfa, ¿para qué necesita a los magos y a la cocinera? No creo que sea
solo por estos rasguños, ¿verdad? —interrogó el Consejero con curiosidad.
El Alfa mantuvo su expresión seria y decidida.
—Quiero que borren la memoria de la Condesa —dijo Gael con frialdad
—, y que la envíen de vuelta a Holst junto con todos sus soldados, antes de
que nuestras tropas se dirijan a la batalla. Es una orden y no toleraré
preguntas al respecto.
Luciano quedó petrificado ante las órdenes del Alfa. Sabía que
cuestionarlas solo empeoraría las cosas, por ello, lo único que pudo
responder fue:
—Como ordene, Alfa.
Capítulo 29: Cabos sueltos

Para el Consejero, la actitud de Gael era todo un enigma. Aunque le


alegraba verlo despierto y listo para unirse a ellos en la batalla, no entendía
su repentina decisión de enviar a la Condesa de vuelta a Holst, sin ningún
recuerdo de su estadía en el reino Lycan. Sus palabras no tenían sentido y
esa era razón suficiente para querer saber más al respecto.
Ante la ausencia de Dann, quien solía acompañar a Gael la mayor parte
del tiempo como su ayudante, Luciano era el encargado de asistirlo en
cualquier cosa que pudiera necesitar; un deber que le impedía obtener las
respuestas que necesitaba con urgencia.
Mientras ayudaba a Gael a vestirse con su uniforme de guerra en las
barracas, el Consejero lamentaba que la Reina les hubiera prohibido a todos
relacionarse con él desde su infancia, evitando así que alguien llegara a
ganarse la confianza del Alfa.
Él había sido entrenado para tratar a todos como sus súbditos y soldados
ya que, según la Reina, las relaciones de amistad eran una debilidad. A la
luz de los acontecimientos que habían marcado la vida de Gael, el
Consejero siempre había pensado que el joven Alfa llevaba una carga muy
pesada sobre sus hombros, igual o más que el resto de los miembros de la
realeza.
Luciano podía decir que era el más cercano al Alfa; había sido testigo
de sus primeros pasos, de su crecimiento y de cómo soportaba cada castigo
impuesto por la Reina en completo silencio. Después de la muerte de su
padre, el Consejero intentó apoyar a Gael como lo haría un buen amigo,
pero el Alfa se apartó de todos, tal como se le había inculcado desde que era
pequeño; sin mostrar debilidades, ni sufrimiento.
Lo único que pudo hacer para ayudarlo, fue ofrecerse para buscarle una
esposa, alguien buena, hermosa y adecuada para él. Y ahora, para su
sorpresa, la rechazaba sin dar ninguna explicación, negándole además el
legítimo derecho a expresar su opinión sobre esa decisión descabellada.
Los rasguños eran obra de Anne Marie y no parecían de los que
ocurrirían en una pelea de pareja. Pero, lo que confirmaba todo, era el
intenso aroma que el cuerpo del Alfa exudaba, algo característico de las
feromonas liberadas en el acto sexual; con eso no había dudas de lo
sucedido entre ellos.
Luciano cumplió las órdenes del Alfa en silencio, pero sus
pensamientos seguían inquietándolo a que interviniera conforme se
acercaba el momento de borrarle los recuerdos a Anne Marie. Él estaba
convencido de que la Condesa y Gael eran uno para el otro, y lo que sea que
hubiera pasado entre ellos se podría solucionar.
Aunque el matrimonio fuera arreglado, era un hecho que ambos sentían
una atracción muy fuerte, casi igual a la que sentían las parejas destinadas
entre los Lycan.
Cuando terminó con sus deberes, buscó a los magos y despertó a la
cocinera. La ausencia de Marcia también era un problema del que se debían
encargar; cuando ella y Dann aparecieran, era obligatorio borrar su
memoria.
Una vez que todos estuvieron presentes afuera de la habitación de Gael,
este se encargó de darles las instrucciones de lo que iban a hacer:
—Luciano, asegúrate de que los magos borren la memoria de Madame
Delacroix. No quiero que sea capaz de recordar nada desde el día que
Marcus y tu fueron a Holst.
»Después, necesito que sanen una herida cerca de su nuca —dijo a los
magos—, y la hechicen para que caiga en un sueño profundo; debe tardar
en despertar al menos tres días. Tengan cuidado, la Condesa parece estar
protegida por algún tipo de magia que desconozco. Una vez que hayan
terminado, vayan con Luciano al despacho y espérenme. En cuanto a ti,
Edith —dijo refiriéndose a la cocinera—, sé que te has vuelto cercana
Madame Delacroix, por eso quiero que te encargues de lavar su cuerpo y
vestirla como lo haría su doncella. Eso es todo. Entren sin hacer ruido. Si
pueden cumplir mis órdenes sin despertarla, sería lo mejor.
Gael de dio media vuelta para alejarse cuanto antes de aquel lugar.
Temía que los lamentos de su lobo lo hicieran cambiar de parecer, pero fue
Luciano quien se negó a dejarlo escapar con tanta facilidad.
—Alfa, ¿está seguro de que esto es lo que quiere? —inquirió el
Consejero, en un fútil intento de hacerlo entrar en razón—. Yo podría
ayudarle a resolver cualquier situación relacionada con la Condesa. ¡Por
favor, recapacite!
Gael se detuvo en seco y apretó los puños.
—No es lo que quiero, es lo que debo hacer —contestó con severidad
—. Luciano, de la misma forma que le dijiste a la Condesa, te lo digo a ti:
Tu único deber aquí, es seguir órdenes.
El Alfa siguió caminando, sin dejar que los sentimientos acumulados
dentro de su corazón salieran a flote. Repetía en su mente una y otra vez,
que no tenía derecho a derrumbarse, no después de arrancar de su vida el
único rastro de felicidad que había conocido.
Por su parte, Luciano se quedó paralizado, sintiendo un nudo en el
estómago a causa de las palabras del Alfa. Si bien era su deber como
Consejero obedecer órdenes, no dejaba de preocuparse por él y tratar de
ayudarlo en la medida de sus posibilidades.
—Quédese tranquilo, Consejero —dijo la cocinera con voz suave—. El
Alfa tiene sus razones para hacer todo esto. Confíe en él. A veces, los
líderes deben tomar decisiones difíciles por un bien mayor. Lo conozco
desde hace mucho al igual que usted; siempre antepone el bienestar de los
demás antes del suyo, igual que su padre.
Luciano asintió, agradecido por las palabras reconfortantes de Edith.
Sabía que ella tenía razón, pero eso no hacía más fácil aceptar la situación.
Todos entraron en la habitación evitando hacer ruido. La suave luz de la
luna se filtraba a través de las ventanas, iluminando la figura inmóvil de la
Condesa en la cama. Anne dormía tranquila ignorando lo que pasaba a su
alrededor. Su rostro lucía pálido y mostraba una expresión serena e
imperturbable.
Los magos aguardaban, cada uno a los lados de la cama, a que Luciano
les diera la orden para empezar. Una vez que obtuvieron la señal
aprobatoria, levantaron sus manos y comenzaron a recitar el hechizo para
borrar los recuerdos.
Una luz azulada se formó alrededor de Anne Marie, en respuesta a la
magia que intentaba manipular su memoria. Parecía que los poderes
mágicos de ambos magos estaban en conflicto con esa barrera protectora en
el cuerpo de la Condesa. Pero la resistencia de la barrera se desvaneció ante
el poder combinado de los magos, permitiendo que continuaran con su
tarea.
Al terminar de borrar los recuerdos y de dejar a la Condesa hechizada
en un sueño profundo, uno de los magos se desmayó debido al agotamiento
de energía, mientras que el otro comenzó a sangrar por la nariz, dejando en
evidencia el esfuerzo descomunal que habían realizado. En otras
circunstancias, solo se habría necesitado un mago porque el proceso no era
tan complicado, pero la inmensa cantidad de magia que estaba contenida
dentro de Anne Marie, apenas dejó que los magos pudieran cumplir las
órdenes del Alfa.
Fue entonces cuando Luciano intervino y se los llevó fuera de la
habitación, dejando a Edith a cargo de lavar y vestir a la Condesa. La
encargada de la cocina se dio cuenta de que los magos no habían revisado la
herida mencionada por el Alfa. Sabía bien que la magia sanadora, contrario
al resto de los hechizos, debía aplicarse directamente en la zona afectada.
Al inspeccionar el cuello de Anne Marie, notó una mancha de sangre
seca y una marca cicatrizada en su nuca, como si se tratara de cualquier
mujer Lycan. Edith no tenía una explicación clara para este extraño suceso,
pero esperaba que fuera solo una regeneración mágica y no un vínculo
definitivo entre ambos. Si fuera lo último, el lazo estaría en peligro de
romperse y la vida de Gael correría peligro.
Capítulo 30: Preparativos antes del fin

La marcha repentina del Alfa no solo había sido impulsada por su propia
debilidad, también se debía a una lista de tareas que eran de vital
importancia para su plan; tenía que dejar todo en orden antes de reunirse
con el consejero y los magos en el despacho.
Lo primero, era hablar con los soldados del Conde que se encontraban
en una sala de recuperación adaptada para ellos. Aunque las heridas más
graves estaban sanas y sus vidas ya no corrían peligro, muchos de ellos aún
tenían dificultad para desplazarse.
Eran más de una docena de hombres, quienes se sorprendieron al ver al
Alfa entrar acompañado del doctor y uno de sus tenientes en plena
madrugada. El rostro de Gael reflejaba una mezcla de amargura y dureza
que puso a todos en máxima alerta.
—Doctor, evalúe a estos soldados y dígame cuántos de ellos están en
condiciones de viajar —ordenó el Alfa en tono autoritario.
El anciano, acostumbrado solo a tratar con Lycans, se dirigió de mala
gana hacia los soldados de Holst. Mientras tanto, Gael se acercó al teniente
para darle instrucciones precisas:
—Cuenta el número de soldados que puedan montar a caballo y ve al
establo a preparar todo lo necesario para su partida antes del amanecer.
El teniente, con la voz temblorosa, balbuceó:
—P-Pero, Alfa, solo faltan un par de horas antes del amanecer.
Un gruñido gutural surgió del pecho de Gael que asustó a todos los
presentes.
—He dicho antes del amanecer —rugió—. No me importa cómo lo
hagas, te estoy dando una orden y más te vale cumplirla, de lo contrario
pelearás en la primera línea de batalla sin armadura.
Ante una orden como esa, el teniente no tuvo más opción que unirse al
doctor para apresurarlo y contar con rapidez.
Gael avanzó en dirección a los soldados: cada uno de sus pasos resonó
en la sala de recuperación provocando nerviosismo entre ellos; la repentina
mención de una batalla les hizo temer lo peor.
Cuando sintió que estaba bastante cerca de todos, habló con firmeza:
—¿Quién de ustedes ostenta el rango más alto?
Un hombre de mediana edad se levantó al instante y se colocó frente al
Alfa. Estaba nervioso, pero su honor y orgullo lo obligaban a enfrentar la
situación en representación de los demás.
—Alfa Gael, yo soy Patrick Jones, el jefe de guardia de la familia
Delacroix —dijo con determinación—. He estado bajo las órdenes directas
del Conde Alberth durante muchos años. Estos hombres son simples
soldados escolta, contratados para proteger a la Condesa. No somos
guerreros como ustedes los Lycan. Por favor, tenga eso en cuenta si piensa
enviarnos a pelear.
—No estoy planeando tal cosa. —Gael respiró hondo—. Lo que quiero
es que se lleven a la Condesa Delacroix de vuelta a Holst. Nuestros magos
han borrado sus recuerdos de la estadía en este lugar, y la han hechizado
para que duerma el tiempo suficiente, así cuando despierte, estará en su
hogar como si no hubiera pasado nada. Les pagaré a todos una gran suma
de dinero para...
Patrick interrumpió a Gael, su voz era desafiante y estaba llena de ira:
—¿Ya se ha divertido usando a Madame Delacroix y ahora la desecha
como una vulgar meretriz? No voy a aceptar dinero para que usted quede
con la conciencia tranquila.
»Mi señor, el Conde Albert, nos confió la vida de su hija, pero está claro
que aquí es su honor el que está en juego. Usted es el Alfa de este reino,
nadie lo juzgará, pero a Madame Delacroix la humillarán aún más que
cuando el Duque la repudió. Si usted quiere que la lleve de vuelta con su
padre, lo haré, pero no se atreva a ofrecerme dinero —dijo sin titubear.
Una oleada de culpa recorrió el cuerpo de Gael mientras escuchaba a
Patrick. Él era consciente de las consecuencias de sus acciones y se sentía
aún peor por las palabras de aquel hombre, porque, aunque sus motivos no
fueran deshonestos, tenía razón: Anne Marie sería objeto de burlas y
habladurías en su regreso a Holst.
—Entiendo que desde su punto de vista mis acciones le parecen una
canallada, pero no es así —dijo el Alfa suavizando su expresión y hablando
en un tono sincero—. No puedo explicarle los motivos, pero puedo
asegurarle que la Condesa estará mejor en Holst con su padre; sé que
ustedes podrán mantenerla a salvo allá. Si no aceptan el pago, entonces
lleven una carta al Conde y júrenme por su honor que solo él la leerá.
El jefe de la guardia lo observó por un breve instante y le pareció que el
Alfa era honesto en sus palabras.
Cuando se le ordenó buscar a la Condesa en la mansión del Duque, el
desprecio que Thomas mostró hacia ella era evidente. Pero Gael era
diferente, había sufrimiento oculto en su expresión y parecía tener una
lucha interna feroz.
Patrick no entendía qué lo había llevado a tomar esa decisión, pero ante
sus ojos no era más que cobardía.
Pocos días antes, Marcia los había ido a visitar y se había asegurado de
contar a todos que Anne Marie había pasado tiempo con el Alfa y que
ambos se veían felices. Recalcando que, en particular, la Condesa era quien
se notaba más ilusionada.
—Jamás se me ocurriría traicionar la confianza que el Conde ha
depositado en mí —respondió Patrick poniendo el puño derecho en su
pecho a modo de juramento—. Si usted envía algo para que él lo lea, me
encargaré de que llegue solo a sus manos.
El Alfa asintió, agradecido por la lealtad y compromiso de Patrick.
Sabía que podía confiar en él para cumplir con su palabra.
—Entonces así se hará. Prepárense todos para salir cuando el doctor
haya terminado su evaluación. Luciano los acompañará hasta la frontera de
Holst, confío en que ustedes puedan proteger a la Condesa el resto del
camino. ¡Teniente! —exclamó con voz fuerte, llamando la atención del
joven oficial—. Cuando todos estén listos, vaya a buscarme al despacho.

A las afueras del despacho del Alfa, Edith, la encargada de la cocina,


esperaba con impaciencia a Gael para comunicarle un hallazgo importante:
la marca en el cuello de Anne Marie.
Al verlo acercarse, salió veloz a su encuentro.
—¡Alfa, hay algo que debe saber! —exclamó Edith con urgencia—.
Madame Delacroix tiene una ma...
Gael interrumpió a Edith tapándole la boca, evitando que ella revelara
lo que había descubierto.
—¡Cállate! —susurró el Alfa entre dientes, asegurándose de que solo
Edith pudiera escucharlo—. No vuelvas a mencionar nunca en voz alta lo
que sabes. Esta es una orden bajo pena de muerte, ¿entendido?
Gael retiró su mano con lentitud del rostro de la cocinera.
Temblando de miedo y angustia, ella respondió:
—S- Sí, Alfa. No m- mencionaré nada.
Gael exhaló con pesadez, relajando sus hombros para no parecer tan
intimidante. Decidió cambiar su tono y hablar sin amenazas.
—Edith, necesito que encuentres a la doncella de Madame Delacroix y
a Dann. Es de suma importancia, ¿entiendes? Es extraño que no hayan
regresado. No sé qué le habrá pedido la Condesa, pero desaparecer un día
entero sin mi permiso no es algo que Dann haría, menos en compañía de
una mujer.
—Ehm, Alfa, sobre eso. —Edith dudó un momento antes de hablar—.
La doncella de madame es muy persuasiva. Escuché una conversación entre
ellos antes de que se fueran. Marcia hizo un trato con Dann, prometiéndole
que si él la guiaba a la ciudad, ella le enseñaría a no ser tan tímido con las
mujeres. Ya sabe que Dann es un Omega que, a sus 20 años, no ha tenido
novia. Supongo que Marcia aprovechó eso a su favor.
Una punzada de dolor atravesó el corazón de Gael al recordar la
estrecha amistad entre Anne y Marcia. Extrañaría ser testigo de la
complicidad de ambas.
—De cualquier manera, Edith, necesito que los encuentres hoy. Cuando
amanezca, deja a alguien a cargo de tus tareas y ve a la ciudad. Intenta que
esto sea lo más discreto posible. Sé que eres meticulosa con tu cocina, pero
no habrá nadie en el castillo aparte de unos pocos guardias.
—Alfa, pero el joven Killian sigue en el calabozo y la Reina quizás
llegue hoy —dijo Edith, sonando un poco ansiosa.
Gael entendía la preocupación de Edith.
—Liberaré a Killian cuando nos vayamos —dijo con una media sonrisa
—; él nos acompañará al campo de batalla. Cuando mi madre se entere, irá
directo a la frontera. No te preocupes por nada más, solo concéntrate en
hacer lo que te he ordenado.
Con esas palabras, el Alfa se retiró a su despacho para ocuparse de los
últimos asuntos pendientes, dejando a Edith afuera, consternada por lo que
sabía. Ella, al igual que todos, era consciente de que Killian aprovecharía
cualquier situación para lastimar al Alfa. Y al llevarlo a una batalla, le
estaba otorgando la oportunidad perfecta.
Pero Gael estaba dispuesto a correr ese riesgo, todo con el objetivo de
sacar a Anne Marie a salvo y en secreto del castillo.
Capítulo 31: Juramento mortal

Dentro del imponente despacho del Alfa, el Consejero aguardaba con


paciencia mientras observaba a ambos magos, ahora inconscientes, tendidos
en el suelo. Antes de llegar a su destino, los dos se habían desmayado,
sumiendo a Luciano en un breve instante de pavor; la idea de que pudieran
estar muertos cruzó su mente. Por fortuna, descubrió que solo se trataba de
un efecto secundario causado por el desgaste extremo de su poder mágico.
Cargar a dos personas desmayadas no suponía ningún problema para él.
Lo que en realidad le inquietaba al punto de la ira, eran los enigmas que
envolvían a la Condesa.
Los magos del reino Lycan no eran simples humanos con conocimientos
adquiridos; eran descendientes de una raza mítica que habitaba los bosques
desde tiempos antiguos. Su esencia mágica era tan poderosa que los
convertía en el objetivo de seres malignos y codiciosos.
Por desgracia, muchos de ellos habían sido capturados y vendidos como
esclavos en otros reinos. Por esa razón, y con el fin de evitar su extinción,
los pocos que quedaban buscaron refugio en las tierras de los Lycan, donde
ofrecieron su servicio y lealtad a cambio de protección.
Eran seres reservados, que casi nunca dejaban oír sus voces. Su estatura
sobrepasaba la de un humano común, y siempre se esforzaban por ocultar
sus rostros pálidos ante los Lycan o cualquier extraño. Pero más allá de su
apariencia, era su magia lo que los distinguía.
Tenían la capacidad de sanar tanto el cuerpo como la mente, y en ese
aspecto, ningún otro ser podía igualar su destreza. El problema más grande
recaía en su naturaleza pacífica y compasiva, que los volvía vulnerables
frente a enemigos poderosos, ya que renunciaban a la violencia como
principio fundamental de su existencia.
El Consejero reflexionaba una y otra vez, tratando de encontrar
respuestas a lo sucedido, pero no tenía ni una sola pista. Observar a dos de
los magos desvanecidos debido al agotamiento, después de haber lanzado
tan solo unos simples hechizos, le resultaba desconcertante.
La única certeza que tenía, era que Anne Marie Delacroix parecía
ocultar en su interior un poder mágico de proporciones inimaginables.
¿Cómo era posible que ella misma no lo supiera?
La presencia de Gael irrumpiendo en el despacho fue suficiente para
sobresaltar a Luciano, quien estaba tan inmerso en sus pensamientos y no
prestó atención al sonido de la puerta abriéndose.
Antes de avanzar hacia el asiento detrás de su escritorio, el Alfa se
detuvo en seco, percibiendo la sorpresa del Consejero a través de los latidos
acelerados de su corazón. En el caso de los magos, apenas los escuchaba
respirar, además de notar que su frecuencia cardíaca era anormal y débil.
—Luciano, ¿qué les ocurrió a los magos? —inquirió con preocupación.
—Alfa, ambos perdieron el conocimiento poco después de cumplir sus
órdenes. La Condesa había erigido una barrera protectora que les costó
mucho esfuerzo romper al lanzar los hechizos —respondió.
Gael mostró sorpresa evidente. Jamás imaginó que la Condesa fuera
capaz de algo así.
—¿Madame Delacroix despertó? —preguntó ansioso.
—No, Alfa. Hasta ahora, sigue en un profundo sueño producto del
hechizo. La barrera se produjo estando ella dormida —confirmó Luciano,
con una nota de preocupación en su voz.
La actitud de Gael volvió a ser fría y distante, como lo había sido antes.
Solo se permitió un momento de debilidad; ahora, sabiendo que todo estaba
hecho, no había lugar para lamentaciones.
Avanzó hasta el escritorio y buscó en las gavetas lo necesario para
escribir una carta. Cuando todo estuvo dispuesto frente a él, se dirigió al
Consejero quien lo observaba lleno de desconcierto:
—Necesito que escribas una carta para el Conde de Holst —expresó con
voz monótona—. Todo lo que diré, lo escribirás y te lo llevarás a la tumba.
Jura por tu nombre, por la lealtad que profesas al reino y a mí, como tu
Alfa, que jamás revelaras su contenido.
El Consejero comprendió la gravedad de la situación y sintió un
escalofrío recorrer su espalda.
El juramento a un Alfa, bajo pena de muerte, constituía uno de los sellos
mágicos más poderosos que existían para los Lycan, además de la marca
entre parejas que los vinculaba para toda vida: si uno de los dos moría, el
otro correría un destino similar poco tiempo después.
En el caso del juramento, cualquier revelación, incluso una sola línea de
lo que estaba a punto de escribir, podría acabar con su vida en un instante.
Luciano sabía que no tenía otra opción que aceptar en silencio. Por lo
tanto, se levantó del asiento y caminó unos pasos hasta quedar al frente del
escritorio, donde se arrodilló con humildad, adoptando la típica pose de
sumisión ante la realeza, inclinando su rostro hacia el suelo.
Con voz firme y solemne, el Consejero procedió a recitar las palabras
que lo atarían por siempre.
—Yo, Luciano Mavel, lo juro por mi honor y por mi eterna lealtad a la
familia Blackwood. Que mi vida sea la garantía de mi silencio.

Una vez que Luciano terminó de redactar la carta, sus manos temblaban
y un sudor frío cubría su rostro, como si el peso de lo que había escrito se
hubiera infiltrado en su ser.
En un gesto de confianza, Gael le entregó el sello de lacre sin decir nada
más. El Consejero lo observó por un momento, con miedo e indecisión.
Luego lo pasó por la llama de una vela cercana para derretir el compuesto
rojizo y titubeó antes de colocarlo en papel.
Ante la presencia silenciosa del Alfa, presionó el sello contra el papel,
dejando la marca del escudo real grabado que sellaba el contenido del
sobre.
Para Luciano, guardar secretos bajo pena de muerte no era algo nuevo.
Como consejero de la realeza, estaba acostumbrado a la discreción. Pero,
ninguno de esos secretos anteriores, había calado tanto en su ser como el
que acababa de escribir.
Sentía un nudo en el estómago y un dolor terrible en el pecho. Lo que
custodiaba era algo que amenazaba con desgarrar la estabilidad y el
equilibrio del reino entero.
Mientras se levantaba, Luciano guardó el sobre con cuidado en el
bolsillo interior de su chaqueta, asegurándose de que estuviera protegido.
Cuando se dispuso a salir del despacho para cumplir con un mandato
adicional de Gael, varios golpes en la puerta anunciaron la llegada del
Teniente.
El Consejero abrió la puerta y recibió al oficial que parecía estar
agotado, como si hubiera corrido para llegar hasta allí.
—Consejero, he completado la tarea encomendada por el Alfa —dijo
con nerviosismo.
—Bien hecho —respondió Luciano con voz grave—, ahora,
acompáñame. El Alfa nos ha dado una última labor antes de marchar a la
batalla.
El joven oficial observó con detenimiento a Luciano: sus brillantes ojos
azules estaban enrojecidos, su mandíbula estaba tensa y las venas del cuello
se le notaban marcadas. Sabía que tales signos de angustia en un hombre
tan tranquilo como el Consejero no eran un buen augurio.
Capítulo 32: La bella durmiente

Muy temprano en la mañana, las afueras de la majestuosa mansión del


Conde Delacroix se encontraban sumidas en un gran alboroto. Los valientes
soldados que habían sido enviados al reino de Lycan, finalmente regresaban
a salvo. Algunos de ellos, aún heridos y débiles, eran transportados en
carretas tiradas por enormes corceles.
Cuando se corrió la voz en la ciudad, sus familiares salieron a recibirlos
con lágrimas en los ojos, pero solo los vieron pasar frente a ellos. Las
órdenes eran claras: la caravana debía llegar a la residencia del Conde, sin
detenerse en ningún otro lugar de Holst.
Una petición adicional, hecha por Luciano al jefe de la guardia, era
persuadir al Conde para que todos los sirvientes de la mansión Delacroix
fueran despedidos o reubicados. Cuando ellos preguntaran por qué los
estaban echando, el Conde podría alegar que pronto cambiaría de
residencia, y esto en parte era cierto.
El Consejero había expresado su preocupación por la Condesa a Patrick,
y este le aseguró que haría todo cuanto estuviera a su alcance para a ayudar
al Conde a encontrar una nueva residencia para Anne Marie, al menos por
un tiempo. Después, planearían su mudanza a un reino distinto, brindándole
así una oportunidad para comenzar una nueva vida en libertad.

La llegada inesperada de los soldados, después de un viaje que duró más


de lo previsto, tomó a todos por sorpresa en la mansión Delacroix. La
mayoría de quienes trabajaban ahí no tenía razón para estar despiertos tan
temprano, excepto algunos sirvientes que cumplían con sus guardias
nocturnas, ya que la única persona a la que debían atender era el Conde, y
debido a su avanzada edad, no era conocido por ser madrugador.
Uno de los sirvientes más jóvenes fue enviado a buscar al Conde. Presa
del desconcierto y la urgencia, corrió por los pasillos en dirección a sus
aposentos. Al llegar, golpeó con fuerza la puerta de madera, esperando
despertarlo.
—¡Mi señor, los guardias que estaban en el reino Lycan han llegado! ¡El
jefe Patrick dice que necesita verlo con urgencia! —exclamó el sirviente
desde afuera de la habitación.
De pronto, se escuchó un estruendo seguido de pasos agitados que se
apresuraron hacia la puerta. El Conde Alberth salió de la habitación,
despeinado y medio dormido, sin comprender bien lo que estaba
sucediendo.
—¡Señor, sígame! —dijo el muchacho, guiando al anciano, quien aún
no había abierto por completo los ojos—. Patrick dice que es urgente.
El nombre del jefe de la guardia resonó en los oídos de Alberth
Delacroix como una alarma en tiempos de guerra. Solo eso fue suficiente
para eliminar cualquier rastro de sueño que le quedara.
—¿D- Dónde, dónde está Patrick? —preguntó con preocupación.
—Lo he hecho pasar a su oficina, señor. El jefe se ve muy cansado y
con frío. Parece que tuvieron algunas dificultades antes de llegar aquí.
—Ve y despierta a los demás, diles que preparen alimentos y un lugar
para que los soldados descansen.
El Conde, con paso ansioso, atravesó la puerta de la oficina, sus ojos
escudriñaban el lugar en busca de la figura de Patrick. El jefe de la guardia
de la familia Delacroix se puso de pie, inclinándose en reverencia y lo
saludó con entusiasmo; luego comenzó a relatar con detalle todo lo que
había ocurrido, además de las peticiones que traía por parte de Luciano.
Al terminar de explicar todo, le entregó al Conde Alberth el sobre
sellado que custodiaba.
—Patrick, gracias por todo —dijo Alberth con voz atribulada—. Por
ahora necesito que me dejes solo mientras leo esta carta. ¿Mi hija esta
cómoda en el carruaje? —preguntó un tanto angustiado.
—Sí, tuvimos mucho cuidado al preparar el interior con las telas,
mantas y las almohadas más finas de los Lycan. Ella esta perfecta, señor,
confíe en que puede estar dormida ahí un día más hasta que podamos
reubicar a los sirvientes y luego trasladarla a su habitación sin levantar
sospechas.
—Está bien, encárgate del resto, iré a reunirme con ustedes cuando
termine aquí.
El jefe de la guardia salió y dejo al Conde Alberth a punto de quebrarse
en llanto. No pensaba volver a ver a su hija en la mansión tan pronto y
menos bajo tales circunstancias.
Patrick le explicó que ellos desconocían el contenido de las demás
carretas y carruajes, suponía que era parte del camuflaje que el Alfa ordenó,
así nadie sabría que la Condesa viajaba de regreso.
Ya tendría tiempo de revisar todo. Por ahora, debía ser fuerte y leer el
mensaje para saber a qué se estaba enfrentando:
«Honorable caballero Alberth Delacroix, Conde de Holst:
Con todo respeto me dirijo a usted lamentando tener que enviar este
mensaje escribiendo letras cobardes, en lugar de presentarme en persona
como mi honor y deber así lo dictan.
He tomado la difícil decisión de enviar de regreso a Madame Delacroix
a Holst, con el propósito de garantizar su seguridad y evitar que sufra al
lado de un hombre cuyo tiempo en este mundo está contado. Por suerte,
ella descansa en un sueño profundo gracias a un hechizo.
Mi intención ha sido evitar que ella experimente la angustia de mi
partida, ya que no estoy seguro de regresar con vida de la guerra que ha
estallado en la frontera y, en el caso de que lo haga, nuestro tiempo juntos
sería efímero.
Madame Delacroix despertará en dos o tres días, sin recordar que
estuvo aquí. Ese tiempo nos permitirá encontrar a su doncella, quien
desapareció después de recibir un encargo por parte de ella. Mis hombres
han buscado sin descanso, y le aseguro que no cesarán en su tarea hasta
hallarla y borrar también sus recuerdos.
Ninguna de las dos recordará la presencia de los emisarios en su
mansión. Por favor, Conde, le ruego que se asegure que nunca hablen de
este reino en presencia de su hija y que jamás ponga un pie en él.
Le suplico comprenda que esta decisión ha sido tomada con la mayor
seriedad y ha sido forzada por circunstancias fuera de mi control. En los
últimos meses, la maldición que pesa sobre mí ha avanzado de manera
gradual pero inexorable. Mi vida llegará a su fin en poco tiempo.
Si tal desgracia ocurriera y Madame Delacroix permaneciera aquí,
incluso como mi esposa, quedaría a merced de mi madre, la Reina, quien la
aborrece y no sería capaz de tratarla con respeto después de mi partida.
Además, mi hermano menor, el segundo heredero al trono, es un hombre
caprichoso y peligroso cuyas intenciones hacia ella podrían no ser las más
nobles.
Como Alfa y heredero al trono, es mi deber proteger a la Condesa,
quien transformó mi infierno en un paraíso durante el breve tiempo que
estuvo a mi lado. Cualquier daño o sufrimiento innecesario que ella
pudiera experimentar, sería una deshonra imperdonable para mí.
No puedo permitir que se convierta en víctima de la malicia y la
ambición desmedida, tal como lo fue en manos del Duque Thomas.
Noble Conde Delacroix, confío en su comprensión ante la gravedad de
esta situación, y le insto a que haga todo lo que esté a tu alcance para
proteger a Anne Marie de cualquiera que desee hacerle daño. Confío en su
sabiduría y en el inmenso amor que tiene hacia ella.
Lo que envío con sus hombres es un regalo insignificante en
comparación con lo que ella merece; úselo para garantizarle un lugar
seguro a la Condesa. Si los dioses me hubieran concedido más tiempo a su
lado, habría entregado incluso mi propia alma para satisfacer hasta el
último de sus deseos.
No pretendo pedir vuestro perdón o el de ella, ni ahora ni nunca. Como
padre de una dama tan excepcional y maravillosa, es justo que desees
tomar mi vida con tus propias manos, y aceptaría gustoso tal destino si no
supiera que mi presencia en Holst pondrá en peligro a la Condesa.
Mi vida ha dejado de importar desde el momento en que la conocí, así
que le pido que la mantenga a salvo en mi nombre. No permita que las
lágrimas marchiten su rostro y, por su seguridad, nunca deje que vuelva a
acercarse al Reino Lycan o a ninguno de nuestra raza.
El único deseo que albergo en mi corazón, es que ella encuentre la
felicidad y el amor que tanto merece y que yo deseaba darle.
Gael Blackwood».
El Conde terminó de leer la carta envuelto en un torbellino de
sentimientos. Gracias a ellos fue transportado a tiempos pasados, a una
época marcada por la guerra y la adversidad. Mucho antes de obtener el
título de nobiliario que ostentaba en la actualidad.
—No puede ser que la historia haya decidido repetirse con este joven y
mi hija —murmuró, dejando escapar un suspiro cargado de angustia.
Capítulo 33: Mentiras piadosas

Dos días después.


Anne Marie abrió los ojos con pesadez, sintiéndose confundida y
mareada. Tuvo que parpadear varias veces para acostumbrar sus pupilas a la
luz que entraba por los amplios ventanales del balcón.
No reconocía el lugar dónde estaba, ni sabía qué día era; todo en su
mente eran sombras difusas de muchos sueños. No había nada que ella
pudiera distinguir como la realidad o el último recuerdo antes de haberse
dormido.
Se sentó en la cama y sintió una punzada de dolor en sus sienes, como si
estuviera sufriendo una terrible resaca.
—¡Por la diosa! ¿Cuándo se supone que me emborraché? Hugh... —
gruñó al sentir su estómago retorcerse por el hambre—. Jamás he sentido un
apetito tan devastador, creo que podría comerme un jabalí entero y luego
tomar el postre como si nada. Un momento, ¿por qué dije eso? Nunca he
probado la carne de ese animal. Debo estar volviéndome loca.
La Condesa ignoró sus inusuales expresiones y se quedó congelada al
sentir que algo no andaba bien. La intuición le gritaba que le faltaba algo.
—¿Dónde está Marcia? No ha fallado, ni un solo día, en despertarme
desde que se convirtió en mi doncella. —Caminó hacia su balcón con
curiosidad y observó que, por la altura del sol, el día estaba muy avanzado
—. No recuerdo que el jardín luciera así la última vez que-
Un dolor profundo en su cabeza interrumpió sus palabras, atravesando
su ser como un relámpago. Anne Marie gritó y cayó de rodillas, con los
dedos hundidos en la larga cabellera roja, en un vano intento de mitigar lo
que sentía. Imágenes de un hermoso jardín decorado aparecían en su mente,
haciendo que la tortuosa sensación se incrementara.
El Conde, que la vigilaba cada hora desde que había sido trasladada a su
cuarto, entró a la habitación sin hacer ruido y al encontrarla de rodillas,
presa de aquel intenso malestar, corrió hacia ella arrodillándose a su lado.
—¡Hija! ¡¿Qué tienes, qué te sucede?! ¡Dime algo, por favor!
La voz del Conde sacó a Anne Marie del trance doloroso en el que se
hallaba.
Poco a poco levantó su rostro y, al encontrarse con los ojos hinchados y
llenos de ojeras de su padre, sintió una nostalgia singular que le oprimía el
pecho. No entendía por qué se veía tan desmejorado. Lo último que
recordaba, era su rostro alegre cuando regresó a casa; ahora sentía que había
envejecido mucho de un día para otro.
—Padre —dijo llevando las manos al rostro del Conde—, ¿por qué te
ves tan cansado? No entiendo qué pasa. Me siento muy confundida.
Alberth Delacroix intentó por todos los medios no llorar, pero las
emociones lo sobrepasaron; ver a su pequeña, despierta, adolorida y
confundida por la cantidad de recuerdos que habían sido eliminados de su
mente; era demasiado para él.
Sin decir una sola palabra, tomó a la Condesa entre sus brazos y lloró
con amargura. Anne sabía que su padre era un hombre muy sensible que
lloraba con facilidad. Bajo otras circunstancias, no le habría prestado
atención, pero ese llanto desolador, sumado al escenario que la rodeaba en
aquel día tan extraño, era sospechoso.
—Padre, ¿qué está sucediendo? —dijo separándose del abrazo con
delicadeza—. Me duele la cabeza y mis recuerdos están revueltos, tiene que
haber una explica-
—¡Te golpearon, hija! —exclamó sin darle tiempo a la Condesa de
hacer memoria—. Uno de los sirvientes te atacó y te golpeó. Cuando caíste,
te hiciste daño en la cabeza, por eso te duele —decía entre sollozos—. ¡Ay,
hija mía, perdóname! Y- Yo tenía que haberte protegido mejor.
Anne no recordaba tal cosa, pero en lo que a ella respectaba, su padre
no tenía motivos para mentirle, jamás lo había hecho.
—¿Cómo que me golpearon? ¿Quién? ¿Por qué?
—Eso no importa, hija. Despedí a todos lo que trabajaban aquí, ya no
tienes que temer. Nadie va a hablar de ti, ni se burlarán; nadie va a
humillarte por nada. Contraté a unos pocos sirvientes, se están integrando
hoy a sus labores, ten paciencia, ¿sí?
Para la Condesa era demasiada información y le estaba costando mucho
aceptar que eso era lo que en realidad había sucedido. Aunque eso
explicaría las lágrimas de su padre, su semblante agotado y el dolor de
cabeza, incluso aquella amnesia tan extraña.
—¡¿Padre, también despediste a Marcia?! —exclamó con miedo y
profunda decepción en su rostro.
—No, no, hija. Yo sé que le tienes mucho aprecio a tu doncella. Ella no
está por ahora. E- ella fue a visitar a sus padres. —El Conde titubeó y
desvió la mirada al hablar—. Dijo que era urgente y se marchó cuando
estabas inconsciente, pero prometió volver pronto.
—Mmm —Anne Marie fingió aceptar la excusa—. Y, ¿cuándo me
atacaron? —inquirió tratando de confirmar sus sospechas.
—Hace dos días, hija. Estuviste inconsciente todo este tiempo. No he
dejado de vigilarte día y noche. Estaba preocupado porque no despertabas,
yo… yo…
El llanto lo ahogó de nuevo y apretó a Anne Marie contra su pecho.
Ella, al verlo tan mal, decidió posponer sus preguntas.
—Pa-Papá, —habló con suavidad separándose del Conde—, sé que
estabas angustiado por todo, pero, mira, ya he despertado. Solo tengo este
molesto dolor de cabeza y hambre. —El estómago de Anne Marie rugió con
fuerza—. Necesito comer, ya.
—Por supuesto, hija mía, vamos, levántate, te ayudo. —El Conde se
puso de pie con rapidez y le extendió la mano a Anne—. Enviaré a una de
las nuevas empleadas. ¡Oh, cierto! Ella es muda, pero puede entenderte a la
perfección. Te ayudará con la ropa y cualquier cosa que le pidas, aprende
muy rápido. También ordenaré a la cocinera que te prepare algo ligero
porque pronto será la hora de la cena. ¿Necesitas algo más, hijita? —
preguntó el Conde con los ojos llenos de lágrimas.
Alberth Delacroix estaba tan empeñado en a hacer sentir bien a Anne
Marie que, más allá de sentirse amada, estaba empezando a asustarla.
—Me gustaría bañarme y cambiarme de ropa —murmuró.
—De inmediato mandaré a preparar la bañera con agua caliente. ¡Te
prometo que no tardará!
La Condesa vio a su padre salir apurado y, tan pronto como la puerta se
cerró tras él, todo le pareció irreal. No podía distinguir dónde terminaba la
mentira o dónde empezaba la verdad. Solo tenía una pista y era algo que el
Conde ignoraba por completo:
Marcia, era huérfana.
Capítulo 34: Mi doncella es la chismosa más confiable que conozco

La amistad entre Anne Marie y la doncella Marcia comenzó cuando ambas


eran muy jóvenes, pero no fue inmediata. La única razón por la que
establecieron un vínculo de confianza, fue gracias a los secretos y algunos
chismes, que Marcia compartió con la Condesa en un momento de gran
dolor.
La joven Anne, de apenas catorce años, había sido internada en una
prestigiosa institución para señoritas, donde recibía una educación
reservada solo para la alta nobleza. Aunque esto implicaba largas
temporadas alejada de sus padres, pues solo se le permitía regresar a casa en
contadas ocasiones, durante las vacaciones de otoño y algunos días festivos.
El día que recibió un mensaje urgente de su padre para que regresara,
sin ningún tipo de explicación, se vio obligada a interrumpir sus actividades
académicas de inmediato. Al llegar a su hogar, Anne Marie se encontró con
la noticia de que su madre había sido asesinada.
Llena de rabia y dolor, exigió explicaciones sobre cómo había ocurrido
todo. Su padre no pudo ocultarle la verdad. Aunque temía que su hija lo
culpara por el resto de su vida. Prefirió contarle cada detalle antes que
deshonrar la memoria de su amada esposa.
La versión oficial de los hechos revelaba que los atacantes eran
mercenarios contratados para asesinar al Conde.
El día del incidente, la Condesa Angelique viajaba sola de vuelta a casa;
ella había asistido con Alberth a un breve viaje de negocios, pero debido a
una discusión entre ellos, decidió regresar a Holst por su cuenta, sin avisar
al Conde, pues este debía quedarse un día más de lo previsto.
El plan original era ir y regresar junto a su esposo, pero ella partió de
prisa con el cochero, sin esperar a los escoltas.
Dado que la distancia entre Holst y la ciudad donde estaban era bastante
corta, Angelique no consideró que necesitaría protección adicional. Era una
mujer decidida; cuando se proponía hacer algo, nada ni nadie podía
detenerla.
Los matones sabían qué día regresaría la pareja, por ello se hallaban
escondidos en su propiedad, esperando que el carruaje ingresara a los
terrenos de la mansión para lanzar su ataque sorpresa. Al ver solo a
Angelique Delacroix bajar del vehículo, intentaron secuestrarla. Aunque
ella no era el objetivo principal, estaban seguros de que podrían pedir
mucho dinero por su rescate.
Pero, había un detalle del que no estaban enterados: la Condesa
Angelique poseía habilidades excepcionales en el manejo de la espada y
defensa personal.
En medio de la conmoción, Angelique peleó como nunca antes contra
múltiples atacantes al mismo tiempo y pudo asesinar a dos de los
mercenarios e hirió a varios más antes de morir.
Los maleantes que quedaban no tuvieron tiempo de huir ya que los
escoltas aparecieron en veloces corceles y los atraparon a todos. Él Conde
los había enviado poco después de enterarse de la partida de su esposa, y
aunque tenían órdenes de alcanzarla, no fueron capaces de llegar a tiempo
Alberth Delacroix era consciente de que tenía poderosos enemigos, los
cuales se habían multiplicado gracias a la enorme cantidad de favores que le
había concedido el emperador. Fue por esto que no se logró confirmar la
identidad del culpable, ni los motivos reales del atentado. Ninguno de los
hombres capturados habló y, poco tiempo después de ser encarcelados,
todos murieron bajo extrañas circunstancias.
En los días posteriores al funeral, Anne Marie quedó sumida en
depresión. Su habitación se convirtió en un lugar sombrío y silencioso del
que evitaba salir, mientras rememoraba una y otra vez los momentos felices
al lado de su madre, pero aquellos recuerdos se transformaron en un dolor
intenso que reafirmaba la enorme ausencia que ahora llenaba cada espacio
de su vida.
El Conde Alberth estaba cada vez más desesperado por sacar a su hija
de ese estado. Observaba cómo se volvía cada vez más pálida y apática,
rechazando cualquier intento de consuelo, en especial si venía de su parte.
Anne incluso llegó a amenazar y gritar a las empleadas que intentaban
ayudarla con su vestimenta o su aseo personal, siendo incapaz de tolerar las
actividades cotidianas.
Fue entonces que Alberth Delacroix recordó cómo las hijas de los
nobles solían tener doncellas a su lado; jovencitas de su misma edad que las
acompañaban en sus quehaceres y les brindaban apoyo emocional. A
menudo se las veía en la ciudad, paseando y riendo, visitando juntas las
tiendas lujosas de telas, vestidos y zapatos, entonces pensó: «¡es justo lo
que mi niña necesita!».
Después de una rápida búsqueda, el Conde eligió a la joven Marcia
Dupont como doncella de Anne Marie. Aunque había varias aspirantes,
ninguna era tan agraciada ni inteligente como ella. Su presencia irradiaba
dulzura y entusiasmo, además, se expresaba con una educación impecable.
Vestía con elegancia y según sus credenciales —escritas con hermosa
caligrafía en un idioma desconocido para el Conde—, provenía de una
familia extranjera que recientemente había establecido sus negocios en
Holst, o al menos eso era la traducción que la muchacha le había ofrecido.
Marcia aseguró tener la misma edad que Anne Marie y prometió al
Conde que iba a hacer su mejor esfuerzo por ayudar y animar a su hija. Con
su presencia alegre y su disposición para conversar acerca de cualquier
cosa, Alberth confiaba que esa jovencita sacaría a Anne de su estado en
poco tiempo.
Pero no fue así. El primer encuentro entre la doncella y Anne Marie fue
más que desastroso.
—Se- señorita —dijo la doncella con timidez, tocando la puerta de la
habitación—, mi nombre es Marcia. He sido contratada para ser su doncella
a partir de hoy. ¿Puedo pasar? He traído su almuerzo.
Ni un ruido se escuchaba en respuesta. Mucho menos la aprobación de
Anne para que Marcia entrara, pero aun así ella abrió la puerta y pasó.
La habitación estaba a oscuras; apenas se distinguían algunas siluetas de
los lujosos objetos que la adornaban. El desorden reinaba en el lugar, con la
ropa de Anne Marie esparcida por todas partes.
Había pasado casi un mes desde el funeral de su madre, y la joven se
había refugiado no solo al abrigo de su habitación, sino también dentro de sí
misma, negándose a pronunciar palabra y comiendo solo pequeños bocados.
Tomando una respiración profunda, Marcia decidió acercarse a la cama
donde Anne Marie yacía dormida y habló una vez más.
—Señorita, le he traído su-
Anne despertó con un sobresalto ante la voz desconocida.
—¡¿Quién eres tú y quién te dio permiso de entrar aquí?! ¡Lárgate! ¡No
quiero nada! —gritó Anne. Una rabia ciega producto del susto, era lo que
escondían aquellas palabras.
—Le dejaré la comida a-
—¡Qué te largues ya! ¡Fuera de mi habitación!
La doncella, asustada por los gritos, salió corriendo del lugar y cerró la
puerta antes de que Anne Marie le lanzara un objeto contundente.
—Eso no salió bien —murmuró la doncella con el corazón latiendo a
mil por hora—. La próxima vez debo que esperar a que me responda antes
de abrir la puerta.

Anne, en medio de su depresión, solo veía en Marcia a una intrusa


enviada por su padre para molestarla. La joven pelirroja, llena de
sentimientos contradictorios, no estaba dispuesta a aceptar a nadie en su
vida en ese momento tan doloroso. Ella solo quería estar sola y quizás, ir a
acompañar a su madre.
Marcia, por su parte, entendía la resistencia a su presencia. A pesar de la
actitud hostil de Anne, la doncella se mantenía firme en su determinación
de atenderla con una sonrisa cada día.
La primera semana estuvo llena de tensión y gritos. Marcia se limitaba a
cumplir con sus deberes en la medida en que la actitud de Anne lo permitía.
Observaba atenta a cada detalle, memorizando lo que la joven noble comía
y lo que no. De esta manera, ajustó sus porciones hasta asegurarse de que
Anne Marie pudiera comer un plato completo.
A partir de la segunda semana, Anne guardó silencio y se limitó a
observarla. Aprovechando esta aparente tregua, Marcia se dedicó a limpiar
la habitación con cuidado, sin perturbar la calma. Al terminar su jornada, se
despedía. Repitió este ritual día tras día hasta que Anne decidió hablar.
—Doncella, ¿por qué sigues viniendo a atenderme? ¿No te das cuenta
de que me molesta tu presencia? —declaró con enfado.
—Señorita, lo hago porque quiero. Además, no me considero más
importante que los rayos del sol —respondió Marcia sin distraerse de sus
labores.
—¿Qué tienen que ver los rayos del sol contigo? ¿Acaso estás loca?
—Señorita Anne, a usted no le gustan los rayos del sol. Solo veo las
cortinas de su balcón abiertas en la noche. Está claro que su presencia
también le molesta.
Anne Marie se quedó sin palabras para refutar la teoría de la doncella y
por un breve momento estuvo tentada a sonreír.
—Eres una doncella atrevida, pero debo reconocer que al menos no eres
tan estúpida como mis compañeras en el instituto. Haz lo que quieras.
Marcia vio de reojo cómo la joven malhumorada se metía bajo las
sábanas y sonrió con discreción. Al fin sentía que estaba progresando.
Llegada la tercera semana, la doncella decidió dar un paso importante:
hablar con Anne Marie. Mientras iba al mercado con las demás empleadas,
había escuchado algunos chismes que no podía guardar para sí misma. Así
que, durante la hora del almuerzo, irrumpió en la habitación de Anne Marie
diciendo:
—Señorita, aquí están sus alimentos. También hay algo muy importante
que debe saber, se trata de su padre, escuché rumores preocupantes en el
mercado.
Anne volteó de mal humor para encarar a la doncella.
—Si se trata de alguna tontería, juro que te lanzaré por el balcón. Habla
de una vez —espetó con fiereza.
—¡N- No es ninguna tontería, señorita! —exclamó—. He escuchado
que varias mujeres de la nobleza están intentando seducir al Conde, ¡incluso
algunas han venido a tomar el té con él!
»Al principio pensé que solo venían a mostrar sus condolencias, pero
hoy confirmé cuáles son sus verdaderas intenciones.
Marcia enmudeció al ver a Anne Marie salir de la cama con los puños
apretados. Su rostro se notaba enrojecido y tenso, pero así aún logró
articular las palabras necesarias:
—Doncella, necesito la bañera llena con agua caliente. Voy a bañarme y
luego me ayudarás a vestirme.
—Benditos sean los dioses, ¡por fin! —murmuró Marcia.
—¿Has dicho algo, atrevida?
—Preguntaba si preferiría un baño rápido, solo para sus partes nobles, o
si debería traer el jabón de jazmín —respondió la doncella sin dejar de
sonreír.
Anne la miró con recelo.
—Trae el jabón de jazmín. Hoy saldré a tomar el té con mi padre.
Capítulo 35: Una promesa de lealtad

Anne Marie estaba tan concentrada en sus propios dilemas que comenzó a
tratar a Marcia con una naturalidad inusual. Casi parecía que su
subconsciente la había aceptado como aliada desde el momento en que le
confió aquel chisme.
Por su parte, Marcia, era muy consciente de la oportunidad única que
tenía para ganarse el favor de Anne Marie, y estaba decidida a no
arruinarla; fue por eso que mantuvo la discreción el resto del día, acatando
las órdenes de la joven con diligencia.
Cuando llegó la hora del té, Marcia acompañó a Anne Marie hasta la
entrada del jardín donde se hallaba el Conde. La doncella fingió que iría a
otro lado para darles privacidad. Pero, no era más que una farsa. Ella
incluso tenía preparado un lugar estratégico que le permitía escuchar todo
sin ser descubierta.
El Conde Alberth se hallaba perdido en sus pensamientos cuando su hija
se acercó y tomó asiento frente a él; se sorprendió gratamente al ver a Anne
Marie después de tantos días de aislamiento.
Ella se notaba más recuperada, pero su semblante no transmitía
amabilidad alguna, por lo que decidió no presionarla con palabras
demasiado efusivas.
Optó por mantenerse en silencio, dándole a su hija la oportunidad de
hablar cuando estuviera lista. Pero, cuando ella decidió hacerlo, fue él quien
no estaba listo para escuchar sus palabras.
—Dime, querido Padre, ¿cómo van los preparativos para conseguir tu
siguiente esposa? —dijo Anne sin inmutarse.
Cualquier rastro de sangre desapareció del rostro de Alberth Delacroix.
No tenía idea de cómo la joven había llegado a tan absurda conclusión.
—Hija, ¿q- qué estas tratando de…?
—¡No me mientas, padre! —exclamó— Los rumores van y vienen.
Quiero que hables con la verdad, ¿planeas casarte de nuevo? —interrogó
con claro enojo en su voz.
—Anne Marie Delacroix, he sido muy paciente y comprensivo contigo,
pero esto es demasiado, ¡no voy a permitir que me hables así! —Alberth se
levantó, enfadado—. Si tanto quieres saberlo, es cierto, varias mujeres han
mostrado un odioso y vulgar interés en mí.
Anne Marie, impactada por la respuesta directa de su padre, se levantó
igual de alterada que él.
—¡Entonces es verdad! —gritó, indignada.
—¡Yo las he rechazado a todas! —sentenció, golpeando la mesa con
fuerza—. ¿Acaso crees que cualquier otra mujer podría igualar la belleza de
tu madre? No solo eso, mi amada Angelique arriesgó su vida por mí tantas
veces. Nos cuidó a ambos cuando lo necesitábamos y cuando no. ¿En
verdad piensas que podría traicionar su memoria de esa manera? —con
cada palabra, el rostro del Conde se volvía más rojo.
Las lágrimas inundaban su rostro ante el recuerdo de su esposa, hasta
que el peso insoportable del dolor lo hizo caer de rodillas.
Anne Marie nunca había visto a su padre romperse de aquella manera,
pero comprendía su dolor a la perfección, porque era el mismo sentimiento
desgarrador de ausencia que la acompañaba día y noche.
Antes de que pudiera acercarse a consolarlo, Alberth levantó el rostro y,
con la voz llena de dolor, le dijo:
—Tú, hija, tú serás nombrada Condesa de Holst. Envié una carta al
Emperador; será oficial dentro de poco. Eres la única que merece el título
de tu madre. Yo nunca volveré a… —el Conde bajó el rostro, evitando la
mirada de su hija—. No quiero a otra mujer en mi vida.
El corazón de Anne Marie se llenó de sentimientos encontrados ante la
imagen de su padre llorando sin consuelo. Además, le dolía pensar que a
partir de ahora sería llamada de la misma forma que su madre y, aunque
reconocía que era un honor, no se sentía preparada para aceptarlo.
Incapaz de encontrar las palabras adecuadas o definir sus sentimientos,
siguió sus instintos y salió corriendo con los ojos nublados por las lágrimas.
Regresó a su habitación y se lanzó en la cama, olvidando quitarse el
hermoso atuendo que vestía. En la soledad y oscuridad de aquellas cuatro
paredes, el dolor y la añoranza por su madre se apoderaron de ella. Gritó
con el rostro hundido en la almohada hasta sentirse tan vacía y exhausta
como para dejarse arrastrar a un profundo sueño.
Horas más tarde, la doncella Marcia, tocó la puerta de la habitación con
suavidad:
—Señorita, es hora de ce-
—¡Lárgate! —gritó Anne con furia.
La doncella suspiró con pesadez desde afuera de la habitación.
—Parece que hemos vuelto al inicio —murmuró.
Sabía que su presencia no era bienvenida, pero algo en su interior le
instó a enfrentar a la fiera que había detrás de esa puerta. Aunque temía ser
golpeada con algún objeto o arrojada por la ventana, pensó en el
sufrimiento de Anne y eso le dio el coraje para seguir adelante.
Anne Marie había estado luchando en soledad contra un dolor que la
consumía día tras día. La doncella sabía que era momento de ponerle fin a
ese ciclo destructivo.
Decidida y un poco nerviosa, Marcia abrió la puerta, siendo recibida por
más gritos e improperios que ignoró. Anduvo con dificultad en la oscuridad
hasta llegar al balcón y abrió las cortinas de par en par, permitiendo que los
últimos rayos de sol de aquel nefasto día iluminaran la estancia.
Anne Marie sintiéndose ignorada, salió de la cama y enfrentó a la
doncella:
—¡Acaso estás loca! ¡¿No estás escuchando?! ¡No te di permiso para
entrar, lárgate de aquí ahora mismo! Voy a…
—Señorita, yo soy huérfana. Hace siete años, un grupo de soldados
desertores invadió la aldea donde vivía. Robaron y golpearon a todos; se
llevaron a las mujeres como esclavas y asesinaron a mis padres porque ellos
me ayudaron a escapar. No soy de la misma edad que usted, de hecho, tengo
17 años —dijo Marcia con valentía, mirando a los ojos de la joven frente a
ella.
Anne se quedó atónita ante la inesperada revelación de la doncella. Por
primera vez, su mirada llena de rabia se suavizó y un atisbo de compasión
se reflejó en ella.
Marcia no tuvo más remedio que romper el incómodo silencio con más
confesiones.
—He vagado de un lado a otro, luchando por sobrevivir y
manteniéndome a salvo lo mejor que he podido. No tuve tiempo de llorar la
muerte de mis padres, ni llegué a procesar por completo la idea de
quedarme sola en el mundo. Todo sucedió muy rápido. Los dioses pusieron
personas en mi camino que me brindaron ayuda, y aprendí mucho en los
años que vagué de un lado a otro.
»Llegar aquí fue un golpe de suerte —continuó la doncella—.
Agradezco que el Conde no haya investigado a fondo las credenciales que
le entregué, porque se habría dado cuenta de que, «mis padres», son simples
extranjeros que enviaron una propuesta de negocio para él en otro idioma.
Mi nombre está escrito ahí, porque les dije que sería yo quien leería, dado
que conocía al Conde Delacroix en persona.
Cuando Marcia terminó de hablar, escuchó un suave sonido que escapó
de los labios de Anne. Era una risa cargada con desprecio.
—Entonces, no solo eres una gran chismosa, ¿sino también una
mentirosa profesional? Eres capaz de engañar con facilidad a la nobleza e
infiltrarte para obtener una posición privilegiada en sus casas. Te expresas y
te comportas como alguien que ha recibido la mejor educación, pero solo es
una fachada... ja, ja, ja, vaya doncella resultaste —dijo Anne con sarcasmo.
Marcia sintió una punzada de dolor en su pecho, pero se mantuvo firme
en su propósito y siguió hablando.
—La verdad es que, si no hubiera huido de mi último empleo, habría
sido vendida como esclava a un hombre horrible, que era dueño de una
taberna. Me aterraba pensar en lo que podía hacerme, así que tomé todos
mis ahorros y escapé. Cuando llegué a Holst, escuché sobre la muerte de la
Condesa y me sorprendió tanto su valentía que investigué hasta el último
detalle —dijo Marcia sintiendo que un enorme peso caía de sus hombros.
Anne se quedó en silencio, procesando las palabras de su doncella. Poco
a poco, se sentó en el borde de la cama, contemplando sus propios
prejuicios y dándose cuenta de que la vida de Marcia no había sido fácil.
—Y bien, ¿cuál es tu propósito al contarme todo esto? ¿Estás cansada
de estar aquí y quieres irte? Supongo que no esperabas encontrar que la hija
de la Condesa era una odiosa niña mimada que se enfada por todo y con
todos —dijo Anne con frialdad.
Marcia sonrió con timidez y respondió:
—Señorita, usted ha sido la más decente de todas las personas a quienes
he servido y, no, no me quiero ir. Solo quiero decirle que entiendo su dolor
mejor que nadie. Deseé tener a mi lado a alguien que comprendiera mi
perdida, porque a esa edad yo misma no lograba comprenderla. Habría
deseado hablar en lugar de sufrir sola. Créame, el dolor llega a ser tolerable
con el paso de los años, pero no desaparece por completo. Así que, si no
está demasiado enfada conmigo, ¿me permitiría acompañarla en su duelo?
—Si prometes que nunca vas a chismear sobre mí con las otras
empleadas, ni a engañarme de nuevo, yo prometo que no le diré a mi padre
acerca de tus mentiras.
Una enorme sonrisa iluminó el rostro de la doncella y se lanzó para
abrazar a Anne Marie.
—¡Se lo prometo, señorita, se lo prometo! Nunca encontrará a una
doncella mejor que yo, ¡ya lo verá!
Anne Marie se separó del abrazo y miró a Marcia con seriedad.
—Escuchaste que me voy a convertir en la nueva Condesa, ¿no es
cierto?
Un silencio tenso se apoderó de la doncella.
—Eh... yo... sí, señorita, lo siento, no pude evitar escuchar —confesó
Marcia.
—Eres una desvergonzada. Espiar las conversaciones privadas de los
nobles es demasiado. Aun así, gracias, Marcia, yo... no tenía idea de lo
mucho que necesitaba a alguien.
Las palabras salieron acompañadas de lágrimas, y por primera vez en
mucho tiempo, Anne Marie permitió que alguien la consolara.
Capítulo 36: ¿Dónde está Marcia?

Después de haber forjado un fuerte vínculo de amistad, la Condesa y la


doncella, se separaron durante varios años debido al retorno de Anne Marie
al instituto. El haber sido nombrada Condesa a una edad temprana, había
cambiado drásticamente su vida, pero estaba resuelta a llevar ese título con
orgullo, tal como su madre hubiera deseado.
Después de su regreso, no pasó mucho tiempo antes que Anne Marie se
comprometiera con el Duque y, tras celebrar su boda, él se opuso con
vehemencia a que Marcia acompañara a la Condesa a su nuevo hogar.
Dos años después, con el peso del repudio y la exhibición pública de su
esterilidad, Anne regresó convertida en una mujer amargada y triste, pero su
doncella la recibió con la misma alegría de siempre; ella no había cambiado
en absoluto.
Los recuerdos de su turbulenta adolescencia, inundaban la mente de la
Condesa mientras su cuerpo se relajaba en el agua caliente y perfumada de
la bañera.
La suave fragancia de las sales aromáticas, se mezclaba con los
sentimientos agridulces que la embargaban. El ambiente silencioso y
relajante era propicio para que su mente encontrara la paz que necesitaba,
pero no estaba funcionando. De un momento a otro, comenzó a extrañar
tanto a su madre, como a la doncella chismosa y no podía comprender por
qué.
Sus pensamientos seguían confusos, como si el golpe en su cabeza
hubiera afectado la capacidad para medir el tiempo transcurrido desde la
última vez que vio a Marcia. Ahora, con su misteriosa partida, solo podía
pensar que las cosas estaban mal. No había otra explicación plausible.
Mientras trataba de sacarse esa sensación que le apretaba el corazón
hasta las lágrimas, pensó en la empleada que su padre había contratado para
que la atendiera. Parecía muy joven y era tímida en exceso, tanto como para
no permitirle saber siquiera su nombre mediante señas.
Anne Marie había dado por hecho que se quedaría para ayudarla a lavar
su largo cabello, tal como solía hacerlo Marcia, pero eso no sucedió. En
cuanto vio a la Condesa desnuda, corrió fuera del baño, presa de una
vergüenza atroz.
Una vez que hubo concluido con su aseo personal, Anne salió de la tina
y se secó. Para su sorpresa, encontró un vestido sencillo colocado al lado de
la puerta; parecía un mensaje discreto de la empleada, indicándole que por
favor se vistiera antes de abandonar el cuarto de baño.
Sus pasos la llevaron a la recamara, donde siguió murmurando teorías
acerca de la desaparición de Marcia. Allí se encontró de frente con la joven
empleada, quien le sonreía con inocencia mientras sostenía un cepillo entre
sus manos.
—¿Vas a ayudarme a peinar mi cabello? —preguntó Anne Marie con
delicadeza, tratando de no asustarla.
La niña le respondió con un gesto animado y una enorme sonrisa.
Parecía que esta tarea en particular no le causaba pudor. Considerar algo tan
infantil hizo reír a la Condesa.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Anne Marie, haciendo señas torpes
a la joven.
Entre risas, la pequeña empleada respondió contando con sus dedos y
luego siguió peinando a la Condesa.
—¡Doce años! Vaya, eres muy joven, pero debo reconocer que tienes
manos hábiles y delicadas. Mi doncella solía peinarme el cabello sin ningún
cuidado, me trataba casi como si fuera un perro.
De pronto, un pensamiento se asoció con la frase que acababa de
pronunciar haciendo que, de nuevo, se perdiera en intensas cavilaciones.
La jovencita que peinaba su larga cabellera roja, observaba con
curiosidad la expresión pensativa de su rostro a través del espejo. Y cuando
la curiosidad pudo más que ella, inclinó la cabeza, tratando de descifrar lo
que ocurría como un pequeño cachorro confundido; solo eso bastó para que
sus miradas se encontraran y Anne Marie recobrara la compostura.
—Ja, ja, ja, no sé qué me pasa, debe ser por el golpe. Por cierto,
pequeña… —hizo una pausa y se volteó para ver a la niña—, si vas a estar
aquí conmigo hasta que Marcia regrese, necesito saber tu nombre. Es
incomodo tratar de referirme a ti si no puedes hablar. Al escuchar esas
palabras los gestos de la niña se volvieron confusos y daba la impresión que
iba a llorar en cualquier momento.
Anne no comprendía por qué aquello era algo que le producía tanta
ansiedad, así que intentó reformular la pregunta.
—Tranquila, mírame, no te pasará nada si es difícil decirme tu nombre.
Seguro ya lo sabes, pero no nos hemos presentado. Mi nombre es Anne
Marie Delacroix y soy la Condesa de Holst. ¿Tú tienes un nombre? —
Señaló a la niña con su dedo.
Las manos entrelazadas en un gesto nervioso y la mirada directa al piso,
confirmaron las sospechas de Anne Marie: era probable que la pequeña
empleada no tuviera un nombre.
—Está bien, está bien, entonces, ¿puedo llamarte Celine? Tus ojos
azules me recuerdan a alguien, pero no sé quién —Anne liberó parte de su
frustración en un suspiro mientras se tocaba las sienes—. Espero que esta
sensación desaparezca pronto o me volveré loca.
La jovencita apretó sus manos con entusiasmo y comenzó a dar saltos
en el lugar en el que estaba. Parecía que tener un nombre era algo que jamás
había contemplado y mucho menos uno tan bonito. Sus ojos azules
rebosaban de alegría, haciendo que las lágrimas brillaran en ellos, como si
fuera un estanque de aguas cristalinas a punto de derramarse.
—Entonces está decidido. Tu nombre, a partir de ahora, será Celine. Te
convertirás en mi doncella provisional mientras Marcia no esté, ¿de
acuerdo?
La enorme sonrisa en el rostro de la joven Celine, disipó por un instante
el malestar generado por todos los cambios y la horrible incertidumbre que
apretaba el corazón de la Condesa; ella trataba de convencerse que solo era
un sentimiento temporal, pero, engañarse a sí misma era algo que nunca
había podido lograr.

En los días siguientes a la llegada de Anne Marie, el Conde Alberth


poco había descansado; algo en su interior le decía que estaba en una
carrera contra el tiempo. Sentía la urgencia de trasladar a su hija lo más
pronto posible, pero la situación se volvía cada vez más caótica desde
abrieron los diez carruajes enviados por Gael.
En siete de esos carruajes, una incontable fortuna de oro estaba cargada
con extremo cuidado, junto con a una colección de artículos dignos de la
realeza. Botellas de vino tan costosas que Alberth solo había visto en el
palacio del Emperador. Telas finas y joyas con piedras preciosas incrustadas
que incluso a él lo deslumbraban; era un nivel de riqueza del que nunca
había sido testigo.
Cuando terminaron de descargar y guardar todo en su bóveda, Alberth
se encontraba en un dilema: ¿Cómo podría explicarle a su hija de dónde
había obtenido esa obscena cantidad de oro? Aunque era un hombre
adinerado, no llegaba a tal grado de opulencia.
Una de las labores que daba por concluida aquella odisea, era
recompensar con generosidad a los soldados que habían arriesgado sus
vidas para proteger a s hija.
Alberth les hizo jurar guardar el secreto y agradeció su lealtad y apoyo
para mantener a la Condesa libre de rumores. Todos, sin excepción, se
ofrecieron a escoltarlos de nuevo cuando llegara el momento de viajar fuera
de Holst.
Entre la cantidad de tareas que tenía planeadas, ahora que Anne estaba
despierta, la más importante era contactar a Luciano para saber si tenía
noticias de Marcia; los días pactados se habían cumplido y no llegaba
ningún mensaje de su parte.
Para abordar este asunto, el jefe de los guardias, Patrick, se ofreció
como mediador, asegurando que la situación se mantuviera lo más discreta
posible. Ni siquiera él tomaba a la ligera la desaparición de la doncella.
El Conde se encargó de dar instrucciones a las nuevas empleadas para
que atendieran a la Condesa y la mantuvieran vigilada en caso de que
tuviera otra crisis de dolor. Luego se preparó para asistir a una reunión
clandestina en la ciudad.
Las posibilidades de que Luciano fallara en encontrar a Marcia eran
altas, y al ser consciente de eso, decidió tomar el asunto en sus manos. El
remordimiento por mentirle a su hija era inmenso: no podía permitirse fallar
en traer de vuelta a la doncella.
Justo cuando estaba a punto de cruzar el umbral de la casa, escuchó la
voz de su hija a sus espaldas.
—Padre, ¿a dónde vas tan apresurado? Tú nunca sales de la mansión a
la hora del té. ¿Sucedió algo que deba saber?
Una oleada de nerviosismo lo inmovilizó. Trató de mantener la calma,
pero la culpa que sentía le hizo responder con torpeza.
—Ja, ja, ja, ja, hi- hija, ¡me des- descubriste! Voy a buscar algo muy
importante a la ciudad, ¡es un regalo! Sí, ja, ja, ja, estoy feliz de que hayas
despertado. Te traeré un hermoso re- regalo, ya verás, no tardo. ¡Adiós!
La abrupta salida del Conde llenó la cabeza de Anne con más
sospechas. Conocía muy bien a su padre y sabía que si hubiera querido
comprar un regalo, no se arriesgaría a hacerlo él mismo, ya que tenía un
gusto terrible cuando se trataba de elegir cosas para los demás.
Esa actitud solo confirmaba que, había algo más bajo las aguas de su
mentira piadosa respecto a Marcia, y quizás, también en cuanto al supuesto
ataque del sirviente.
Capítulo 37: Todo queda entre familia

En las tierras fronterizas del reino Lycan se alzaba el imponente castillo


conocido como La Fortaleza. Un lugar estratégico que constituía el
epicentro de las defensas del reino.
Allí se concentraba la mayoría del ejército, y se organizaban reuniones
de vital importancia con los lideres de los clanes Lycan, tal como la que se
llevaría a cabo ese día.
Tras una semana de intenso combate, el enemigo se había retirado. La
guerra parecía haber terminado y como era de esperarse, necesitaban
evaluar los daños y dar los últimos reportes, además de otras noticias que
nadie esperaba oír.
Las tropas Lycan habían sufrido importantes bajas en el conflicto. A
pesar de la intervención de la Reina en persona, la batalla resultó muy
difícil. Los temibles guerreros fantasma se apoderaron de un poderoso
artefacto mágico, que les permitía crear explosiones aleatorias y ocultar
trampas incendiarias en los campos fronterizos de los Lycans.
Desde antes de su llegada a la frontera, Gael sabía que este
enfrentamiento no iba a ser como otros en los que había luchado, pues las
noticias que llegaban de parte de Marcus no eran alentadoras. Tomando en
cuenta la situación, decidió qué lo mejor era quedarse en la retaguardia y se
negó a cambiar a su forma lobuna; temía perder la conciencia, además
deseaba mantener oculto su estado actual.
Confiaba que su sola presencia como Alfa fuera suficiente para
fortalecer a la manada y esto hubiera sido efectivo de no ser por las trampas
letales del enemigo.
Al escuchar las explosiones y los aullidos atroces de aquellos que
habían sido quemados vivos o despedazados al instante, el pánico volvió a
apoderarse del Alfa, reviviendo los recuerdos de la batalla junto a su padre.
A partir de ese momento, Gael desapareció de la vista de sus hombres,
al igual que su hermano Killian. Aunque las tropas escucharon sus aullidos
sanadores en varias ocasiones, no supieron dónde se encontraba. Al estar en
una lucha constante por su vida, nadie podía separarse de la manada para ir
a buscarlo.
El General Marcus, fue el único que, al notar su ausencia el segundo día
de la batalla, lo arriesgó todo para ir en su búsqueda, pero tampoco regresó,
ni dio señales de estar vivo.
Después de eso, la Reina ordenó que ningún Lycan volviera a
abandonar la batalla para ir en búsqueda de Gael. Esa misma orden
continuó incluso cuando el enfrentamiento terminó, impidiéndole a Luciano
separarse de las tropas y del resto de la familia real.
Ahora, todos los representantes de los clanes del reino agrupados en el
gran salón de reuniones, se preparaban para escuchar a la reina.
Brigitte se levantó en medio de todos, exudando un aire de elegancia y
autoridad al tiempo que era observada con recelo por el Consejero. Él se
encontraba de pie al fondo de la sala, alejado de la mesa de reuniones.
—Como habrán notado, el enemigo se está fortaleciendo cada vez más.
En esta ocasión, debido al estado de nuestros guerreros y a la ausencia de
un Rey en el trono Lycan, los malditos mitad fantasma, nos han debilitado
considerablemente.
»El motivo de esta convocatoria, además de hacer un recuento de
nuestros soldados caídos y ayudar a los clanes más afectados, es para
declarar, de manera oficial, la muerte de Gael. —Un profundo estupor se
apoderó de los presentes. Los diferentes líderes se levantaron y comenzaron
a hablar al mismo tiempo, mostrando opiniones divididas acerca de la
noticia. Esto solo hizo que la Reina se enfureciera—. ¡Silencio! —rugió con
furia—. Todos, a excepción de Killian y Luciano, quedaron aplastados bajo
el efecto de las feromonas de dominación que Brigitte emanaba. Cuando el
orden fue reestablecido, la Reina continuó su discurso, caminando de un
lado a otro como era su costumbre.
—Yo misma he constatado la ausencia física de Gael. El vínculo
familiar se ha roto y, como todos saben, eso solo puede ocurrir cuando un
miembro de la manada muere y cuando... —Brigitte hizo una breve pausa y
soltó una carcajada—. Ya no importa. También aprovecho la oportunidad
para anunciar que mi hijo Killian, será proclamado Rey la próxima semana;
su luna ya ha sido elegida.
Una serie de murmullos desaprobatorios empezaron a formarse luego de
escuchar a la Reina, pero esta vez, los hizo callar la voz de Killian.
—No, madre —dijo con tranquilidad.
Su rostro reflejaba un enorme aburrimiento y eso solo aumentó el temor
y la desconfianza que los representantes de los clanes le tenían. Él era el
único que podía permitirse rebatir las palabras de la Reina Brigitte con tanta
libertad, aunque todo tenía limites si se trataba de su madre.
—Killian, aquí no hay opciones. Todo se ha decidido —espetó la Reina
con visible desagrado–. Incluso has elegido a tu compañera como querías.
Te casarás la semana que viene y ascenderás al trono para fortalecer a la
manada. No hay nada más que decir.
El príncipe seguía sentado con la misma expresión de fastidio,
limpiando sus garras llenas de sangre seca e ignorando con descaro las
palabras de su madre.
—Ya no quiero a esa mujer. Es demasiado común y tonta.—Suspiró con
pesadez y se levantó con el cuerpo tenso mirando a su madre de forma
amenazante—. Quiero a la Condesa Delacroix. Si no es ella, no me casaré
con nadie y rechazaré el trono —declaró.
De todos los caprichos que la Reina había tenido que soportar durante
años por parte de su hijo consentido, este, sin duda, era el peor. Era cierto
que lo amaba, pero permitir que desafiara su autoridad frente a todos en esa
reunión, era inaceptable.
Killian, vio la mirada de su madre oscurecerse casi por completo y
sonrío en secreto. Era consciente de que la había hecho enfadar tanto como
era posible, justo como lo deseaba.
En respuesta a la amenaza silenciosa de la Reina, el príncipe desplegó
sus garras e hizo temblar los muros de la sala, demostrando la fuerza
monstruosa que poseía; una que hasta ahora había mantenido en secreto.
La Reina no titubeó y caminó hacia él confiada en su poder, pero con
cada paso sentía la opresión del espacio que rodeaba a Killian como una
enorme barrera. Aun así, se acercó lo suficiente para asestar un golpe que
llevaba toda su fuerza, tal como lo hizo con Gael en su momento.
Para asombro y pánico de todos, aquel golpe apenas movió el rostro del
príncipe que la observaba con expresión severa.
—Madre, te he dicho que ¡no quiero! —gritó con profunda rabia.
La mano de Killian, aterrizó en el rostro perfecto de Brigitte, azotándola
tan fuerte como para que su cuerpo saliera despedido por los aires, hasta
impactar contra una de las columnas que rodeaba la sala. Una grieta enorme
se abrió en el pilar de mármol blanco, cuando el cráneo de la reina chocó
contra él.
Cada uno de los presentes miraba horrorizado como el cuerpo inerte de
la Reina caía al piso, dejando una marca sangrienta en el lugar. Pero
ninguno se atrevió a mover un solo músculo; era un desafío de poder entre
dos Alfas de la realeza y sus propias leyes les prohibían interceder. Además,
si Killian era capaz de hacerle eso a su propia madre, sin transformarse,
estaba claro que quien lo desafiara tendría la muerte asegurada.
Luciano, por su parte, no podía creer lo que veía; ni siquiera los
enemigos más poderosos habían logrado hacerle tanto daño a la Reina.
Sin perder tiempo, intentó escabullirse de la sala porque sabía lo que iba
a pasarle, pero, antes de poder dar un paso, sintió como las feromonas del
príncipe lo inmovilizaban.
Los lideres, atemorizados al extremo, aprovecharon el repentino cambio
de objetivo y huyeron a toda prisa a sus respectivos clanes, dejando atrás a
la Reina y al Consejero. Lo mejor para ellos era estar fuera del alcance de
ese monstruo al que no reconocerían como Rey.
—Luciano, el perro faldero de mi hermano —Killian, tarareaba con
tono burlón—. Estoy enterado de que Madame Delacroix abandonó el
reino. Tú debiste ayudar a Gael a esconderla, ¡te ordeno que hables! —
rugió con violencia—. Sé que lo hicieron antes de sacarme del calabozo;
mis informantes nunca mienten.
El Consejero estaba paralizado y, aunque no lo parecía, asustado.
Llevaba el peso del juramento en sus hombros; hablar con Killian estaba
fuera de discusión. Apretó los puños y haciendo uso de todas sus fuerzas, se
preparó para luchar.
Killian notó sus intenciones de transformarse y lo detuvo al instante
tomándolo por el cuello con una sola mano en un movimiento
imperceptible.
—Aunque quieras morir, no podrás. Te torturaré hasta conseguir lo que
necesito. No tienes opción —dijo mientras apretaba su garganta y sonreía
con malicia.
El Consejero fue suspendido en el aire sin esfuerzo. Poco a poco sentía
como las garras del príncipe se clavaban en su cuello con firmeza
aplastante. Intentaba por todos los medios deshacer su agarre, pero era
inútil. Con cada segundo que pasaba se debilitaba más ante la falta de
oxígeno.
En cambio, Killian, desde su posición dominante, disfrutaba la escena
que tenía frente a él: un rostro desfigurado por una mueca de asfixia;
lágrimas resbalando veloces en un par de mejillas que se oscurecían hasta
alcanzar un tono violáceo y ojos desorbitados ante la fuerza de su agarre.
En secreto le complacía ver como el cuerpo tembloroso de Luciano se
hallaba poseído por el miedo, sin saber que eso apenas era una pequeña
demostración de lo que había preparado para él.
Capítulo 38: Arrepentimiento tardío

Las fuerzas del consejero se desvanecían y su visión comenzaba a


nublarse; sabía que estaba a punto de perder el conocimiento. Justo antes de
desfallecer, su garganta fue liberada, y la presión de las feromonas se
debilitó. Los sentidos de su lobo tomaron el control cuando vio la
oportunidad, y logró hacer el cambio en una fracción de segundo para
enfrentar a Killian.
Mientras respiraba con dificultad y enfocaba su vista en el enemigo, se
dio cuenta de que la Reina lo tenía inmovilizado.
Brigitte se levantó sin que ninguno de los dos lo notara, y reunió la
fuerza suficiente para golpear a Killian en la nuca y hacerlo caer de rodillas.
Un golpe que hubiera sido mortal para cualquiera, pero tal como se
encontraba ella, era lo único que podía permitirse.
Con ambos brazos estaba estrangulando a su propio hijo y Luciano
podía sentir cuanto le dolía tener que hacerlo.
—¡Lárgate! Huye tan le- lejos como puedas —gritó la Reina mientras
forcejeaba con el príncipe en el piso.
El Consejero, en su forma de lobo, corrió sin mirar atrás. Sus patas eran
veloces, pero aún no había recuperado toda su fuerza; no tenía opción,
debía correr por su vida. Si bajaba la guardia, sus probabilidades de
supervivencia eran nulas.
Killian lo buscaría hasta en el mismo infierno de ser necesario. Solo
quedaba un lugar a donde podía escapar de los poderes del príncipe y su
poderoso olfato. Era la única oportunidad que tenía y, por el bien del secreto
que guardaba, no descansaría hasta llegar ahí.
Mientras tanto, la Reina Brigitte se negaba a soltar a su hijo aunque ya
estaba al límite de sus fuerzas. Necesitaba darle todo el tiempo que pudiera
a Luciano, después de todo, era lo menos que podía hacer para proteger la
vida del hermano de su primer y único amor.

Desde su niñez, los hermanos Verae: Luciano y Fausto, fueron muy


cercanos a Brigitte; los tres pertenecían a la elite de sus clanes, haciéndolos
poderosos candidatos para ocupar altos cargos en el reino.
En su adolescencia, como miembros de una casta noble, frecuentaban
los mismos lugares y reuniones, pero Brigitte, siendo una Alfa mucho más
fuerte que el resto, ya tenía un matrimonio arreglado por sus padres,
quienes ignoraban su relación con Fausto.
Intentó revelarse a su destino, alegando que Fausto era su mate, pero no
resultó. La revelación causó un gran escándalo entre las familias de ambos.
Él, a diferencia de su hermano, era un Omega; no había otro que lo igualara
en belleza, pero sus feromonas, incluso siendo un noble de alto rango, eran
demasiado débiles.
Según los padres de ambos, dejar que Brigitte y Fausto se unieran era
peligroso. Sus hijos podrían heredar el defecto de su padre o uno peor.
Llegaron a la conclusión de que sería un error permitir su matrimonio, en
especial por las capacidades extraordinarias que mostraba Brigitte. Los
tiempos de guerra no ameritaban amor, sino descendientes fuertes.
Luego de ser forzada a casarse con Gideon, quien junto a ella, demostró
ser Alfa más poderoso de todo el reino, se le prohibió volver a relacionarse
con Fausto y este fue advertido con severidad de que, ante la mínima
rebelión o desafío, Gideon podía hacer valer su derecho como esposo, y con
la fuerza abismal que este poseía, Fausto moriría al primer golpe.
Poco después del nacimiento de Gael, la Reina se notaba cada vez más
incomoda con la presencia de Gideon. Fue entonces que llegaron a un
acuerdo: no la forzaría a estar con él, al menos hasta que el niño cumpliera
cinco años. Ambos habían sido obligados a dejar atrás a quienes amaban. Él
entendía que este compromiso era mucho peor para ella y no había nada que
pudiera hacer, excepto alejarse por un tiempo.
Bajo la excusa de resguardar la frontera norte, que era donde se llevaban
a cabo la mayoría de los enfrentamientos, hizo de La Fortaleza, su morada
permanente. Regresó al castillo para ver a Gael muy pocas veces en el
primer año de vida del niño. En el segundo año, estalló una lucha interna de
clanes que se prolongó durante meses. Si la Reina hubiera participado,
uniendo fuerzas con su esposo, todo se habría solucionado mucho antes,
pero ella se negó. Gideon pensó que era por su responsabilidad materna, sin
saber que ella rechazó al niño después de que cumplió su primer año.
Cuando todos fueron llamados a la batalla, Fausto y Brigitte se las
arreglaron para verse de nuevo, prologando sus encuentros furtivos cada
vez más y más sin pensar en las consecuencias. Al final del segundo año,
habían encontrado la forma de que Fausto se escabullera dentro del Castillo
sin que nadie se diera cuenta, usando a su favor la debilidad de sus
feromonas.
La reina arregló que la habitación contigua a la suya, fuera convertida
en una biblioteca y que ambas estuvieran conectadas internamente. Nadie
excepto ella podía entrar ahí. Los sirvientes que traían comida, o preparaban
el baño, solo veían a la Reina, ignorando que Fausto estaba escondido a
pocos pasos.
El Rey Gideon se acostumbró a ver al pequeño Gael jugando solo en los
pasillos del enorme Castillo, cada vez que llegaba a visitarlo. Brigitte había
dejado de atenderlo por completo y, según le decían los guardias y
sirvientes, muy pocas veces salía de la biblioteca.
Cuando llegó el cumpleaños número cinco de Gael, su padre apareció
de sorpresa después de pasar meses luchando en la frontera con las tropas
del reino. Se había preparado para confrontar a su esposa y hacer que
recapacitara acerca de la aversión que parecía tener hacia el niño.
Dirigió sus pasos a la habitación y al encontrarla vacía, pensó que
Brigitte estaría leyendo en su biblioteca privada. Abrió despacio la puerta
para evitarle un sobresalto y, antes de poder reaccionar, una oleada de
feromonas sexuales le golpeó con fuerza.
Fausto y Brigitte yacían dormidos, ambos desnudos en un diván. La
furia del Rey hizo temblar cada el Castillo entero, despertando a los
amantes que habían sido sorprendidos. Brigitte intentó proteger a Fausto
transformándose en su forma de loba, pero la rabia de Gideon potenciaba
sus feromonas de dominación, haciéndole imposible a la Reina dar un solo
paso hacia él.
Con rugidos desgarradores, Brigitte fue testigo de cómo Gideon le daba
un golpe tras otro al indefenso Fausto. El sonido que más le dolió fue
cuando el cuello de Fausto se rompió en las manos del Rey. La ira de
Gideon no se detuvo solo con tener el cadáver del Omega en su poder, sino
que lo arrojó por la ventana como si fuera un vil objeto.
La Reina, presa de la desolación ante la pérdida de su mate, dejó de
luchar y volvió a su forma humana para llorar desconsolada. A partir de ese
momento, Gideon no sintió ningún rastro de compasión hacía ella, así que
la tomó por la fuerza toda la noche.
Lo que ninguno de los dos sabía en ese momento, es que Brigitte estaba
embarazada de Fausto.
Cuando dio a luz, ella sintió la conexión con el recién nacido. Era fruto
de su amor prohibido y prometió amarlo tanto como a su padre. Juró que lo
protegería con su propia vida de ser necesario.
Era una gran ironía del destino. Ahora que sus fuerzas se habían
agotado, yacía en el suelo cubierta de sangre y veía la muerte reflejada en
los ojos su hijo, quien se preparaba para asestarle el golpe de gracia,
mientras una enorme sonrisa maníaca iluminaba su rostro.
Capítulo 39: La división de los clanes

«Al fin podré reunirme contigo, Fausto».


La reina cerró los ojos y aguardó su final, pero en lugar del silencio
propio de una muerte rápida, el rugido de un lobo estremeció la sala.
Cuando Killian reaccionó para enfrentar al intruso, ya tenía sus enormes
fauces a centímetros del rostro. Se trataba del general Marcus.
Después de recorrer el reino entero y sus zonas adyacentes durante
varios días y noches en busca de su Alfa, el general se rindió y decidió
regresar para enfrentar su castigo por abandonar el campo de batalla. La
desolación en su ser era inmensa, tanto como para acumularse en su
corazón y lograr que no le importaba nada. Sentía que había perdido su
honor como guerrero al no poder proteger, primero al Rey Gideon y ahora a
Gael.
Si la reina decidía degradarlo o incluso sentenciarlo a muerte, lo
aceptaría con gusto. Pero, al llegar a La Fortaleza, toda su resignación
desapareció. Su sentido Lycan le alertó de un poder devastador que
inundaba los alrededores. Pocos segundos después, vio a los lideres de los
clanes huir convertidos en lobos. Cuando corrió tras ellos para descubrir
qué pasaba, el aroma del lobo de Luciano llegó a su nariz, mezclada con la
sangre de la reina y las feromonas de Killian. Era tal su velocidad y miedo,
que Marcus no necesitó ninguna explicación.
Días atrás, el general había sido testigo de las intenciones deshonestas
del segundo heredero al trono. Mientras combatía en el fragor de la batalla,
nunca perdía de vista a Killian, sabiendo que este acechaba esperando el
momento perfecto para atacar a Gael. Pero como el Alfa nunca estaba solo,
Killian recurrió a tácticas de distracción, alejándolo a propósito del campo
de batalla. Dio órdenes erróneas a los soldados, llevándolos a caer en las
trampas explosivas que él mismo había identificado previamente. Era
consciente de que los gritos de agonía de los soldados harían colapsar a
Gael, obligándolo a alejarse de todos para poder recuperarse.
Cuando Marcus perdió de vista tanto a Killian como al Alfa, debido a
estar lidiando con varios enemigos al mismo tiempo, una enorme explosión
en la dirección donde ambos se habían dirigido sacudió todo el campo de
batalla. Las feromonas del segundo príncipe se dispersaron en el aire,
sembrando un mal presentimiento en él.
Lo vio regresar solo y sonriente a despedazar con sus garras a los
enemigos, como si de un juego tratara. Fue en ese momento que el general
temió por la vida del Alfa y salió en su búsqueda. Pero, sin importar lo
mucho que intentó seguir un rastro de sangre de Gael, no llegó a
encontrarlo.
El resentimiento que albergaba contra Killian por no haber estado
presente en la batalla donde murió el Rey, se había convertido en un odio
visceral; estaba seguro de que, así como había asesinado a sus compañeros
a sangre fría, podía haberlo hecho con el Alfa.
Marcus, era un hombre que ya no tenía nada más que perder. Su lobo
estaba sediento de sangre y él lo iba a complacer.
Siendo incapaz de contenerse por más tiempo, se preparó para pelear
por última vez. Abrazó su dolor entre gritos de furia hasta perder todo rastro
de humanidad, concediéndole total libertad al lobo. Este se mostró con todo
su poder solo con un objetivo en mente: matar a Killian.
Corrió dejándose guiar por el olor de la sangre derramada. Cuando entró
en la sala de reuniones vio al príncipe de espaldas y saltó hacia él con furia.
No le importó que la reina estuviera herida de gravedad en el piso a pocos
metros de ellos, su instinto primario lo dominaba; debía matar a quien
consideraba su enemigo.
La ventaja del ataque, le permitió derribar a Killian y lacerar su mejilla
y frente con sus colmillos, justo antes de que éste se lo quitara de encima
usando sus piernas. El cuerpo del lobo cayó lejos, pero se incorporó de
inmediato y corrió de nuevo hacia él. La fuerza con la que el príncipe lo
pateó fue suficiente para romper varias de sus costillas, pero al lobo no le
importaba; pelearía hasta morir.
—¡Maldito, voy a desollarte vivo! —gritó Killian, mientras golpeaba a
Marcus con una mano y sostenía su rostro con la otra. Él sabía que las
heridas hechas por los colmillos de un lobo, dejaban cicatrices permanentes.
Marcus soportó un golpe tras otro sin parar. Tenía el cuerpo magullado
por todas partes, y su pelaje rojizo revelaba varias lesiones abiertas. Killian
le había asestado un corte profundo, dejándolo ciego de un ojo y la sangre
de él, se unía a la que fluía por la boca y nariz del lobo. Pero, aún en su
estado, los ataques continuaban con el mismo poder.
El príncipe estaba muy confiado en su fuerza. Lidiar con un lobo que
había perdido la razón no era nada para él, de hecho, parecía disfrutar cada
golpe que le daba, hasta que notó que había pasado por alto un detalle
importante: la mordida de un Lycan fuera control, contenía un veneno letal
para su enemigo. Gracias a eso su cuerpo empezó a reaccionar con lentitud
a los ataques de Marcus.
Antes de sucumbir al envenenamiento, Killian esparció sus feromonas,
e inmovilizó a su atacante el tiempo suficiente para dejar salir a su lobo.
Una figura negra e imponente de ojos rojos oscuros se alzó frente a Marcus
y, sin permitirle moverse, lo mordió directo en el cuello. Cuando lo tuvo
aprisionado entre sus enormes colmillos, lo sacudió de un lado a otro con
crueldad, negándose a soltarlo, hasta que el cuerpo de Marcus colgó
inmóvil y sin vida en su boca. Luego, lo dejó caer como si no fuera nada y
se apresuró a salir de ahí, dejando todo el lugar cubierto por la sangre de su
madre y del general.
Sin importar lo fuerte que pudiera ser, si no era curado a tiempo, su vida
estaría en peligro.
—Las acciones del príncipe Killian son inaceptables, nuestro clan no
está dispuesto a reconocerlo como Rey. ¿Cómo podríamos confiar nuestro
futuro a un joven caprichoso que está fuera de control?
—Ni siquiera estamos seguros de si la Reina o el consejero
sobrevivieron a sus ataques. Nuestro clan no se arriesgará a sufrir un
exterminio. Nosotros sí apoyaremos al príncipe.
—Si todos los clanes se unieran podríamos matarlo. Los que estén a
favor de enfrentarse a Killian, levanten la mano.
De los cinco clanes que conformaban el reino, solo dos de ellos estaban
dispuestos a pelear. Quizás era su propio miedo o la necesidad de seguir la
leyes establecidas sin importar las circunstancias, lo que le impedía al resto
oponerse al segundo príncipe.
También sabían que Killian tenía, en secreto, muchos espías y hombres
bajo su mando. Durante años se había dedicado a construir una intrincada
red de aliados a espaldas de la reina, pero no fue hasta que se supo la noticia
del fallecimiento del rey y la maldición de Gael, cuando todos ellos se
avocaron a jurarle lealtad.
Considerando que la reina podría estar muerta, ya no sería un
levantamiento en armas contra un solo hombre, sino contra la mayoría del
reino, haciendo que las probabilidades de ganar fueran nulas sin un líder
fuerte que los respaldara.
Al ser conscientes de la situación, los lideres guardaron silencio y se
rehusaron a llegar a un acuerdo; estaban divididos entre sus convicciones,
sus leyes, su lealtad y su cobardía.

—Mis informantes me han dicho que el Alfa del reino Lycan cayó en
batalla. En el castillo permanecen unos pocos sirvientes; la realeza y los
líderes de sus clanes están en otro lugar, cerca del campo de batalla. La
situación es incierta, pero los rumores apuntan a que el segundo heredero al
trono tomará las riendas del reino. Es lo único que puedo decirle al
respecto.
»De las otras personas que usted mandó a buscar, no tengo información.
Pareciera que se los hubiera tragado la tierra. Pero, usted sabe que mis
hombres podrían ampliar el rango de búsqueda por un precio.
—Hazlo. —El Conde dejó caer en la mesa un saco repleto de monedas
de oro y lo acercó al informante—. Necesito respuestas, te estoy pagando
diez veces más de lo que debería. Justifica cada una de éstas monedas, de lo
contrario, pondré precio a tu cabeza.
Patrick estaba de pie tras el Conde, con la mano en la empuñadura de la
espada, sin perder de vista ningún movimiento del espía que el Conde había
contratado. Aunque no era la primera vez que Alberth hacia uso de sus
servicios, por insistencia de Patrick, accedió a que éste lo acompañara. No
era propio de un noble acercarse a lugares frecuentados por mercenarios y
ladrones, pero era la única manera de asegurar que su reunión quedaría en
secreto.
Cuando abandonaron el lugar y entraron al carruaje, el Conde se dejó
caer con pesadez y cubrió su rostro con ambas manos.
—No sé qué voy a hacer, Patrick. —Exhaló con frustración—. Por un
lado me alegra de que Anne Marie este conmigo, todo sucedió tal y como el
Alfa Gael había previsto. Pero saber que ese joven murió, me llena de
inseguridad. Tengo un mal presentimiento. No solo eso, es extraño que la
doncella desapareciera con uno de los sirvientes y que Luciano haya
cortado comunicación con nosotros. Por más que intento comprenderlo, no
le encuentro sentido a nada. Si tan solo pudiera preguntarle a mi hija, qué
fue lo que la envió a buscar, al menos tendría una pista de donde se
encuentra Marcia.
—Mi señor, esa doncella no es tonta. Aunque pareciera que su única
motivación es andar averiguando cosas, sé que es fiel a Madame y haría
cualquier cosa por ella. Además, según lo que escuché antes de partir, el
sirviente con el que desapareció no era uno cualquiera. Se trataba del
vasallo personal del Alfa, un joven que, por alguna razón, fue asignado
desde pequeño para atender a Gael en el castillo. Ni siquiera la reina puede
darle órdenes.
»Era un mandato que había dado el difunto rey Gideon. Ellos no eran
muy distantes en sus edades, pero el muchacho es un Omega. No se atreve a
mirar a nadie a la cara, menos al Alfa. Las pocas veces que lo vi cerca del
lugar donde nos quedábamos, se mantenía cabizbajo y su cabello le tapaba
el rostro. Pese a eso, no se veía como alguien débil, señor, más bien como
alguien que aparentaba serlo. Si la doncella le pidió ayuda, es porque sabía
que estaría a salvo con él.
El Conde enderezó su postura y miró al jefe de los guardias a los ojos.
—¿Qué haremos si el nuevo heredero al trono captura a Marcia? Ella no
sabe que Anne Marie está con nosotros, seguro intentará regresar al castillo,
Patrick.
—No se preocupe, mi señor. Incluso si la capturaran, se negaría a hablar
con Killian. Ella misma nos dijo que ese hombre era tan apuesto como
malvado. Estoy seguro de que preferiría morir antes de traicionar a
Madame.
—Patrick, quiero creer lo que me dices, pero esta sensación de angustia
no va a desaparecer hasta que esa doncella vuelva al lado de mi hija.
Capítulo 40: La Diosa de los Lycans

—No puedo creer que Madame Delacroix me haya encomendado una


tarea tan difícil —exhaló la doncella Marcia, dejando escapar su frustración
—. ¿Puedes creerlo, Dann? Acepté a cambio de una cita con el Consejero
Luciano, ¡solo una cita! ¡Hugh! Si lo hubiera sabido, habría exigido algo
más. Cuando regresemos al castillo, hablaré con ella y le exigiré que
también compre mi vestido de bodas. ¡Escogeré el más caro que vea, Dann!
¡Es lo mínimo que merezco!
Dann, como era su costumbre, escuchaba atento a Marcia sin levantar la
cara ni responderle. Ella se había acostumbrado a su silencio, incluso le
agradaba esa particularidad del vasallo del Alfa, le permitía hablar hasta
que su corazón se sintiera satisfecho.
Los dos habían pasado más de una semana vagando de un pueblo a otro
en busca de pistas; cada vez más lejos del reino Lycan. Las provisiones que
Dann llevaba consigo empezaban a escasear junto con las monedas de oro
que poseían. Marcia se sentía como en los años nómadas de su niñez,
cualquiera podía decir que lo estaba disfrutando, aunque se quejara a diario.
Pero para Dann era lo contrario; estaba aterrado. Él no había puesto un pie
fuera de los límites del castillo desde que empezó a ser el vasallo personal
de Gael; en ese entonces tenía solo diez años.
—Dann, ¿soy yo o hace un rato nos están siguiendo?
El joven solo se limitó a asentir con un movimiento muy discreto
mientras le señalaba a Marcia un sendero a su derecha para que caminaran
en esa dirección. La ruta de comercio por la que caminaban había estado
desierta durante horas y, según lo que la doncella recordaba, tal cosa no
podía ser normal.
Ese camino lo había recorrido Marcia años atrás. Ella sabía que les
conducía directo a un lugar ubicado en territorio neutral: No pertenecía a
los Lycans, ni al Imperio. Era una zona de tránsito constante, donde se
podían encontrar caravanas de mercaderes a toda hora. Estaba lleno de
pequeñas posadas y bares. Pero, lo más valioso en un sitio como ese, era el
intercambio de información.
El ruido de los pasos tras ellos no cesaba. Ellos, junto a las dos figuras
altas cubiertas con largas capas oscuras, eran los únicos transitando por ese
camino y, aunque se habían desviado varias veces del sendero principal, no
lograban perderlos.
—Dann, estoy comenzando a asustarme, ¿sabes cuántos son? —
preguntó la doncella con voz apenas audible, sin dejar de caminar.
La mano del Omega se levantó en un gesto disimulado hacia el bolsillo
derecho de su camisa y se dio dos golpecitos con cuatro de sus dedos.
Marcia tragó con fuerza al sentir una oleada de miedo que comenzaba a
inundar su pecho. Antes de que pudieran hacer algo para seguir evadiendo a
quienes iban tras ellos, dos hombres más les cerraron el paso, y los dos que
iban a sus espaldas se detuvieron, descubriendo sus rostros y desenvainando
las espadas que traían ocultas.
—Parece que alguien se equivocó de camino —dijo uno de los hombres
entre risas maliciosas—. ¿Qué hace una mujer tan deliciosa como tú por
aquí? Creo que después de matar a tu novio nos vamos a divertir contigo.
Después de todo, es tu culpa por cruzarte en el camino de Los Demonios
Dorados.
Marcia se quedó petrificada al oír ese nombre.
Años después de perder a sus padres, ella logró averiguar muchas cosas
acerca aquellos asesinos, incluyendo el nombre bajo el cual realizaban sus
fechorías. Al escucharlo de nuevo, su mente se nubló presa del pánico. El
gruñido profundo del Omega fue lo que la hizo reaccionar.
Con un movimiento veloz, los brazos de Dann tomaron a Marcia hasta
cargarla como una princesa y, sin darle tiempo de reaccionar, saltó hacia un
gigantesco roble que cubría todo el camino con su sombra. Con precisión y
delicadeza, sus pies se posaron en una gruesa rama a varios metros del
suelo.
Marcia veía cómo las manos temblorosas del Omega comenzaban a
mostrar unas uñas largas y los gruñidos de su pecho se hicieron audibles al
punto de estremecer el árbol.
—¡Lla- Llama a los demás, es un Lycan, no podremos solos con él,
además, recuérdales que hay una gran recompensa por uno de ellos! ¡Corre!
El grito del asesino fue silenciado por el ruido sordo de un lobo gris que
había caído frente a él, arrancándole la cabeza de un mordisco. Dann se
encargó de matar a todos a una velocidad pasmosa, sin darles tiempo para
traer a sus refuerzos; todo bajo la mirada atenta de Marcia.
Y, por mucho que le impresionara el espectáculo sangriento de cuerpos
desmembrados, ver a un Lycan transformarse para salvarla, era lo más
emocionante que le había pasado en toda su vida. Era el chisme supremo.
—Ahora entiendo por qué Madame Delacroix se enamoró
perdidamente.

«¿Hasta cuándo planeas dormir, Gael? Ya es suficiente. ¡Despierta!».


Una voz resonaba en la mente del Alfa, empujándolo a reaccionar. Pero
él estaba inmóvil en la oscuridad. Había perdido las ganas de vivir después
de que una gran explosión, provocada por Killian, lo tomara por sorpresa y
arrojara su cuerpo a un oscuro abismo.
Lo único que podía hacer, mientras su cuerpo se regeneraba sanando
cada una de sus heridas, era escuchar los gritos de sus soldados que se iban
apagando conforme pasaban las horas y los días.
«No pensé que fueras el tipo de hombre que pierde las ganas de vivir sin
haber luchado hasta las últimas consecuencias. ¿Dónde está tu honor como
Alfa?».
Las palabras comenzaron a irritar al lobo, quien había decidido no salir
aunque Gael estuviera en peligro. El dolor por la traición a su compañera
era tan fuerte que, de no ser porque Anne Marie seguía viva, se habría
consumido por completo.
Gael por su parte, quería morir a causa de su incapacidad de proteger a
quienes amaba. Se sentía responsable de la muerte de su padre y del
sufrimiento añadido a la vida de Anne Marie y por la masacre de sus
soldados en el campo de batalla.
Su lobo aullaba con tristeza porque su compañera no lo recordaba. El
vínculo entre ellos no estaba roto de todo, pero con el paso del tiempo, se
debilitaría y el lobo lo sabía. Quería ir a buscarla, pero se negaba a
comunicarse con Gael y prestarle su fuerza para llegar a ella. Después de
todo, él ignoró su llanto cuando despidió el carruaje y alejó a la Condesa .
Era su culpa, él le había hecho daño a su compañera. No iba a perdonarlo
tan fácil.
«¿Sabes algo? En este momento simpatizo más con el cachorro que
contigo. También estoy enfadada por lo que le hiciste a Anne Marie, pero
eso no significa que vaya a dejarte morir solo porque lo deseas».
—¿Y qué planeas hacer al respecto? —respondió irritado, pensando que
hablaba consigo mismo—. ¿Una simple voz puede obligar a un inútil, a un
hombre ciego que carece de la fuerza necesaria para proteger a quien ama?
¿La simple voz de la conciencia puede hacer eso? ¡Ja! Si ya he empezado a
enloquecer, entonces que así sea, pero por favor, esto no parece un desvarío
mental, ¡haz que lo parezca o cállate! —gritó a la oscuridad.
Sus propias palabras lo llenaron de vergüenza. Apretó los dientes y los
puños hasta que sintió gruesas lágrimas rodar por sus mejillas.
«Y, por casualidad, ¿no has notado que ‘la voz de tu conciencia’
pertenece a una mujer?».
—¿Acaso debería importar? Mi madre me atormentó lo suficiente como
para asegurarse de dañar hasta mi conciencia.
«Tu madre —la voz suspiró con tristeza—, si la vieras ahora. Killian
estuvo a punto de matarla a golpes y ahora la tiene encadenada en un
calabozo. Creo que ella debe estar pensando en ti justo ahora. No soy
partidaria de ese tipo de justicia, pero Brigitte se lo buscó».
—¡¿Qué dices, ja, ja, ja?! —Gael estalló en risas haciendo que los
murciélagos del lugar donde estaba revolotearan desorientados—. ¡A eso
me refiero! Vamos, ese es un nivel de locura que estoy dispuesto a aceptar.
¡Continúa, dime más!
Aunque la euforia parecía asomarse en las palabras de Gael, era tan solo
una máscara para la cascada de lágrimas que desbordaban de sus ojos.
«¿Así que te resulta entretenido lo que te cuento? Bien, déjame añadir
un detalle a ver si también te arranca una sonrisa. ¿Recuerdas al general
Marcus?, tu brazo derecho, el más leal de los guerreros que ha luchado a tu
lado. Él te buscó hasta el cansancio y terminó creyendo que Killian te había
asesinado. ¿Sabes lo que hizo? Ofrendó su vida para vengarte».
Un dolor agudo atravesó el cuerpo de Gael y, por un instante, la duda se
infiltró en sus pensamientos.
«¿Por qué no lo confirmas? Un Alfa puede hacerlo, ¿me equivoco?
Ustedes pueden sentir a aquellos que les han jurado lealtad».
El corazón de Gael comenzó a latir con violencia ante el tono
imperativo de la voz. La duda se había disipado; ahora lo que inundaba su
ser, era el temor. No había lugar para la locura que deseaba; esas palabras
eran demasiado reales.
—¿Quién eres? —la pregunta de Gael resonó con la fuerza de un rugido
y su cuerpo se tensó, listo para el combate, pero su lobo seguía sumido en
un silencio obstinado.
«Vaya, vaya, al fin muestras signos de cordura».
—¡Respóndeme! —exigió con furia.
«¡Modera tu tono! Soy tu diosa y, además, tu suegra, Gael Blackwood.
Si no fuera por mi hija, yo misma acabaría con tu vida por insolente.
¡Ahora, levántate y sal de ese maldita cueva de una vez por todas!».
Fotos de los personajes
Reina Brigitte
Anne Marie
Alfa Gael
Doncella Marcia
El General
El Conde
Luciano
Rey Gidion
Killian
Próximo libro
[1] Déjà vu: Expresión francesa que significa “ya visto”. Sensación de haber experimentado una
situación que en realidad se esta viviendo por primera vez.

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