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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

EL VAMPIRO QUE ME AMÓ

Teresa Medeiros

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

RESUMEN

Julian Kane está de vuelta en la ciudad.


Una vez, cuando era una muchacha de diecisiete años, la hermosa y terca Portia Cabot
salvó la vida del distinguido vampiro Julian Kane, el cual la marcó para siempre y luego la
abandonó para ir en busca de su alma. Él vuelve cinco años más tarde para encontrarse
con que la muchacha joven y encantadora que una vez abandonó se había convertido en
una encantadora mujer con el corazón de una mujer... y los deseos de una mujer.
Portia rápidamente descubre que el beso seductor y prohibido de Julian todavía puede
hacerla desear la noche... y su toque. Pero el Julian que ha vuelto a Londres no es el
vampiro que ella recuerda. Su infructuosa búsqueda de la mortalidad que le fue robada lo
ha reducido a un borracho desenfrenado. Y una serie de recientes de asesinatos hace a
Portia temer que el hombre que ella siempre ha amado pueda realmente ser un monstruo.
Julian sabe que debe alejar a Portia, pero su pasión y hambre por ella crece hasta
llegar a ser irresistible cada vez que ellos se tocan. Durante años ha luchado contra la
tentación de aceptar sus oscuros dones y contra el amor de Portia que puede darle el
regalo más peligroso de todos... una razón para vivir…

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

ÍNDICE

RESUMEN..................................................................................................................... 2
ÍNDICE .......................................................................................................................... 3
PRÓLOGO .................................................................................................................... 4
CAPÍTULO 1.................................................................................................................. 6
CAPÍTULO 2................................................................................................................ 12
CAPÍTULO 3................................................................................................................ 19
CAPÍTULO 4................................................................................................................ 25
CAPÍTULO 5................................................................................................................ 33
CAPÍTULO 6................................................................................................................ 42
CAPÍTULO 7................................................................................................................ 49
CAPÍTULO 8................................................................................................................ 53
CAPÍTULO 9................................................................................................................ 60
CAPÍTULO 10.............................................................................................................. 66
CAPÍTULO 11.............................................................................................................. 74
CAPÍTULO 12.............................................................................................................. 80
CAPÍTULO 13.............................................................................................................. 89
CAPÍTULO 14.............................................................................................................. 93
CAPÍTULO 15.............................................................................................................. 96
CAPÍTULO 16............................................................................................................ 104
CAPÍTULO 17............................................................................................................ 110
CAPÍTULO 18............................................................................................................ 114
CAPÍTULO 19............................................................................................................ 122
CAPÍTULO 20............................................................................................................ 124
CAPÍTULO 21............................................................................................................ 130

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

PRÓLOGO

Londres
1826

Era una noche preciosa para morir.


A medida que el crepúsculo decaía, regordetas plumas de nieve empezaron a ir a la
deriva bajo el cielo sin estrellas. Pronto todo lo que era tosco y feo y sucio sobre las
atestadas calles de Whitechapel fue enterrado bajo una blanda manta blanca. Los copos
bailaron y formaron remolinos alrededor de las farolas, reduciendo su resplandor a un
halo nebuloso.
Jenny O'Flaherty se echó el chal sobre su fino pelo negro, agachó la cabeza, y aligeró
el paso. La belleza cegadora de la nieve no detuvo el morder del viento, a través del chal
raído, con dientes helados. Nunca estuvo tan ansiosa por alcanzar el lúgubre apartamento
que compartía con otras tres chicas. Pronto se agacharía delante de la chimenea con un
tazón de gachas para calentar las manos y la barriga.
Cuando un lacayo cínico le echó fuera del paseo de un codazo para que su señora
pudiera pasar rápidamente, Jenny lanzó una mirada anhelante a los elegantes guantes
sedosos de la mujer.
Levantó la barbilla, rechazando sentir lástima por sí misma. Su querida y anciana
madre, Dios guarde su alma, siempre la había alentado a contar sus bendiciones. Ningún
caballero iría alguna vez a contratar a una muchacha irlandesa inculta para enseñar a sus
niños o para servir de acompañante para su esposa, pero al menos ella no había tenido
que tomar rumbo a las calles como tantas chicas que habían venido en ese mismo bote
desde Dublín tres años atrás. El pensamiento de vender su cuerpo a cada hombre con un
hueso en sus pantalones y dos chelines para que se restregaran juntos la heló el alma.
Conforme se acercaba a la boca en sombras del siguiente callejón, sus pasos
desaceleraron. Atravesando la senda sinuosa, podría acortar aproximadamente tres
manzanas del recorrido. Normalmente no corría tal riesgo, pero seguramente no habría
nadie para acosarla en tal noche de frío insoportable. No tenía ninguna cartera que
pudiera robar un ladrón, y con sus hombros encorvados contra el viento y el chal cruzado
y levantado para esconder sus mejillas sonrosadas, cualquier hombre con malas
intenciones fácilmente la podría confundir por una arpía desdentada.
Pensando con anhelo en el fuego crujiente y el humeante tazón de gachas que la
esperaba al final de su trayecto, lanzó una última mirada a las multitudes bulliciosas
detrás de ella y se zambulló en el callejón.
Se apresuró a través de las sombras movedizas, sintiéndose más inquieta a cada paso.
El viento se abatió a través del túnel creado por los edificios ruinosos que se cernían
sobre ella a cada lado, gimiendo como un amante traicionado. Echó una mirada sobre su
hombro, ya empezando a desear haberse quedado en las calles congestionadas y haber
andado las manzanas de más a su apartamento. A pesar de que la nieve que había
soplado en el callejón estaba sin marcar por cualquier huella excepto por las suyas, casi
habría jurado que oyó un ruido de pasos amortiguados detrás de ella.
Decidida a alcanzar el final del callejón antes de tener una verdadera razón para
lamentar su decisión, empezó a correr. Estaba casi en la salida del callejón cuando la
punta de su bota tropezó con un guijarro sobresaliente, enviándola al suelo de manos y
rodillas.
Una sombra cayó sobre ella. Lentamente levantó la cabeza, aterrorizada de lo que
podría encontrar. Pero su jadeo sobresaltado fue rápidamente tragado por un sollozo de

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alivio. Ningún carterista se vestía con semejante sutil elegancia.


Cuando el desconocido se cernió sobre ella amablemente, tomándola su codo y
poniéndola de pie, se encontró contemplando un par de ojos que casi parecieron
resplandecer en la tenue luz.
—Pobre corderita —canturreó su rescatador—. Soportaste bien una sucia caída.
¿Tienes un nombre, chiquilla?
—Jenny —susurró hipnotizada por esos ojos extraordinarios —. Mi nombre es Jenny.
El desconocido sonrió, obviamente detectando el deje revelador en su lenguaje.
—Es un lindo nombre para una linda muchacha. — La sonrisa se desvaneció—. ¡Mira
esto! ¡Tus manos sangran!
Jenny dobló los dedos en sus palmas desgarradas, repentinamente avergonzada por la
aspereza de su piel y sus uñas mugrientas.
—No es nada en realidad. Solamente un arañazo.
—¿Por qué no me dejas echarle un vistazo?
Aunque intentó resistirse, el agarrón del desconocido fue sorprendentemente fuerte.
Antes de darse cuenta, una de sus palmas estaba expuesta a esa mirada encendida.
Pensó que la ofrecería un pañuelo limpio para vendar la herida. Pero para su
consternación, el desconocido dobló hacia atrás sus dedos y empezó a beber a
lengüetadas las gotitas frescas de sangre con una lengua ávida.
Temblando de horror, Jenny arrebató de un tirón su mano y se giró para correr, ya
comenzando a sospechar que no habría fuego acogedor o tazón de gachas en su futuro.
Antes de que pudiese dar un par de pasos, el desconocido la había capturado en un
agarre despiadado. Se agitó violentamente y pateó, sus manos se doblaron en garras
desesperadas, pero su fuerza no era equiparable a la de su agresor.
—Buenas noches, dulce Jenny, dulce —susurró la voz monótona en su oreja poco
antes de que todo se pusiese rojo y después negro.

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CAPÍTULO 1

Era un día precioso para morir.


Plumas de nieve iban a la deriva bajo el cielo del amanecer, cubriendo de blanco el
prado del parque. No era difícil para Julian Kane imaginar cómo se vería esa colcha
prístina salpicada con su sangre.
Su carcajada profanó el silencio de los copos que caían.
—¿Qué dices, Cubby, amigo? ¿Cantamos algunos estribillos conmovedores de “The
Girl I Left Behind Me” para incitarnos adelante hacia la gloria? —Tropezó con un
montículo que estorbaba a sus pies, obligándolo a apoyar su brazo aun más
pesadamente sobre los hombros amplios de su amigo—. Quizás “Blow the Man Down”
sería más apropiado.
Cuthbert se inclinó a la derecha, poniendo el máximo empeño en equilibrar a ambos, a
Julian y a la caja de caoba remetida bajo su brazo libre.
—Prefiero que no, Jules. Me duele un poco la cabeza. No puedo creer que te dejara
convencerme para esto. ¿Qué clase de padrino permite que su asistido pase fuera toda la
noche siendo engañado antes de un duelo? Deberías haberme dejado subirte a aquel
barco de vuelta al Continente mientras todavía había tiempo.
Julian meneó un dedo reprendiéndole.
—No me regañes. Si hubiese querido un quejica, me hubiera casado con uno.
Cuthbert dio un resoplido triste.
—Si hubieses tenido el buen tino de enamorarte y casarte con alguna jovenzuela
desafortunada, Wallingford no te habría atrapado hocicando la oreja de su prometida en
su cena de compromiso y yo estaría ahora mismo metido en mi acogedora cama,
soñando con bailarinas de ópera y calentando mis pies en un ladrillo caliente.
—¡Me insultas, Cubby! Nunca conocí a una mujer a la que no amase.
—Al contrario, amas a cada mujer que conoces. Hay una diferencia, por muy sutil que
sea. —Cuthbert gruñó cuando su amigo le pisó un lado del pie. Había bebido casi tantas
botellas de Oporto barato como Julian, pero al menos todavía podía mantenerse en pie
sin ayuda. Por ahora.
—¡Shhhhhhh! —La súplica exagerada pidiendo silencio de su amigo sobresaltó a una
bandada de estorninos en las ramas de un aliso cercano. Julian apuntó con un elegante
dedo enguantado—. Ellos están allí ahora, espiando bajo ese bosquecillo de abetos.
Por lo que Cuthbert podía averiguar, los caballeros que esperaban junto al carruaje con
escudo al otro lado del prado no hacían ninguna tentativa de acechar. MIles Devonforth, el
marqués de Wallingford, estaba paseando por una pequeña zanja en la nieve. Su
zancada tensamente controlada nunca variaba, ni cuando tiró de la cadena del reloj en su
bolsillo mirándolo encolerizadamente. Un trío de acompañantes rondaban detrás de él,
dos caballeros con voluminosas cajas cubiertas y una severa figura vestida toda de negro.
Probablemente algún cirujano de mala reputación metido a pompas fúnebres, Pensó
Cuthbert desagradablemente, convocado para curar al perdedor de esta competición
ilegal.
O para medirle para su ataúd.
Un escalofrío de temor recorrió su columna vertebral. Retiró un mechón de pelo rubio
de sus ojos color avellana y tiró de Julian hasta pararle con creciente desesperación.
—Suplícales, Jules. No es tan tarde. ¿Qué van hacer? ¿Atropellarnos con su carruaje y
dispararte por la espalda? ¡Vaya, incluso volveré al Continente contigo! Navegaremos el
Rhin y escalaremos los Cárpatos y conquistaremos Roma. Mi padre me perdonará con el
tiempo. Él ya cortó mi asignación porque le compré ese broche de diamantes a aquella

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pequeña y deliciosa actriz que me presentaste en Florencia. ¿Qué más puede hacer?
Conozco a mi padre. Él nunca desheredará a su único hijo.
Julian aplastó sus tonterías con una mirada de reproche.
—Muérdete la lengua, Cubby. Sin duda alguna no sugerirás que me ponga a prueba a
mí mismo siendo el más despreciable de todas las criaturas, un hombre sin honor.
Bajo el borde negro de sus pestañas, los sentimentales ojos oscuros de Julian le dieron
una mirada arrebatadora de orgullo herido y auto-burla irónica. La mayoría de las mujeres
encontraban la combinación irresistible. Cuthbert estaba igualmente devastado.
¿Quién era él para contradecir a su amigo en este momento? Era sólo el hijo tonto de
un viejo conde caprichoso, destinado a heredar un título y una fortuna que no había
ganado y morir de una vejez confortable en su cama. No habría sobrevivido a su Grand
Tour si Julian no le hubiese rescatado de las manos de un acreedor furioso en su primera
reunión en un callejón iluminado por la luna en Florencia. Julian era un héroe de guerra,
armado caballero por la Corona después de que él y su regimiento hubieran derrotado a
sesenta mil soldados birmanos sedientos de sangre en las afueras de Rangoon un año
atrás. Ésta era la primera vez que él afrontaba su mortalidad con tal gracia sin esfuerzo
alguno.
Cuthbert gimió su derrota.
Julian le dio una palmada consoladora en el hombro, después trató de avanzar por sí
mismo, lentamente, erguido.
—Suéltame, Cubby, mi soldado. Estoy decidido a marchar hacia adelante y
encontrarme al enemigo sobre mis dos pies. — Y apartando de sus ojos con una sacudida
la oscura melena que le llegaba por los hombros, clamó—: ¡Devonforth!
El marqués y su sombrío grupo giraron como uno. Julian acababa de añadir agravio al
insulto llamando al noble por su apellido en lugar de por su título. Cuthbert se imaginó que
él podría oír el silbido del aliento inhalado del marqués, pero quizás esto era sólo el
amargo viento de enero precipitándose más allá de sus oídos congelados.
Luchando valientemente contra la nieve que soplaba, Julian marchó adelante hacia la
bifurcación del camino de Wallingford. Cuthbert estrechó la caja de madera contra su
pecho, una punzada de orgullo calando su ansiedad cuando Julian hizo una pausa en la
cima de la colina para echar atrás sus amplios hombros. Podría estar preparándose para
enfrentarse al viento cegador y a las torrenciales lluvias de la estación del monzón de
Birmania. Nadie habría adivinado que él había dimitido de su comisión militar
inmediatamente después de la batalla por Rangoon y que había pasado el anterior año y
medio bebiendo y apostando en su camino a través de Europa.
El orgullo de Cuthbert cambió a alarma cuando el ajuste en el porte de Julian ocasionó
que se tumbase lentamente hacia atrás, como un roble cortado. Dejando caer la caja,
Cuthbert se adelantó a esto subiendo para atraparle por debajo de las axilas antes de que
pudiera espatarrase cuan largo era en la nieve.
Julian se enderezó, riéndose ahogadamente bajo su aliento.
—Si hubiera sabido que el viento era tan borrascoso, no habría desplegado mis velas.
—¡Cristo, Kane, apestas a licor!
Cuthbert levantó la vista para encontrar al marqués burlándose de ellos desde su larga
y equina nariz.
Los labios de Julian se arquearon en una sonrisa celestial.
—¿Estás seguro que no es el perfume de tu prometida?
La cara de Wallingford se oscureció con un peligroso matiz.
—La Señorita Englewood ya no es mi prometida.
Julian volvió su sonrisa a Cuthbert.
—Recuérdame visitar a la señorita esta tarde para ofrecerle mis sinceras felicitaciones.

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—Dudo que tengas la oportunidad. Ella probablemente le ofrecerá a tu amigo aquí


presente sus condolencias. —Wallingford se quitó los guantes de seda y los golpeó contra
su palma, tanto como los había abofeteado a través de la mejilla de Julian en la cena la
noche anterior—. Prosigamos con esto. ¿Seguimos? Ya has desaprovechado suficiente
de mi valioso tiempo.
Cuthbert balbuceó una protesta, pero Julian interrumpió.
—Creo que el caballero está en lo cierto. He desaprovechado suficiente tiempo de todo
el mundo.
Privado de la oportunidad de seguir argumentando, Cuthbert recuperó la caja y tocó
nerviosamente su cierre. La tapa se abrió de golpe para revelar un par de deslumbrantes
pistolas de duelo. Cuando trató de alcanzar una de las armas, su mano comenzó a
temblar con una parálisis que no tenía nada que ver con el frío.
Julian ahuecó una mano sobre la suya para estabilizarla.
—No hay necesidad. Las comprobé yo mismo —dijo suavemente.
—Pero se supone que he de comprobar la carga. Como tu padrino, es mi deber…
Julian negó con la cabeza y amablemente agarró con fuerza el arma de sus manos.
Cuando sus miradas se encontraron, Cuthbert alcanzó a ver un atisbo escurridizo de algo
extraño en los ojos de su amigo —una resignación desolada que le hizo un nudo de
anticipado dolor en su garganta. Pero Julian desterró eso con uno de sus guiños
diabólicos antes de que Cuthbert pudiese convencerse que no era solamente una ilusión
causada por demasiado licor y poquísimo sueño.
Los detalles concisos confundieron la mente de Cuthbert cuando discutieron las reglas
del encuentro con Wallingford y sus padrinos. Los dos combatientes empezarían espalda
con espalda antes de que cada uno diese diez pasos. Sus pistolas sujetas con la boca
hacia arriba, dirigidas al cielo, y se permitía una única descarga. Cuthbert observó la
huesuda aparición del director de pompas fúnebres de Wallingford. Considerando lo
pasado de copas que iba Julian, una segunda descarga no seria necesaria.
Demasiado pronto, Julian y el larguirucho Wallingford habían tomado sus posiciones,
aguantando espalda con espalda como un par de sujetalibros mal pareados.
—¿Caballeros, están listos? —gritó el bando neutral suministrado por el señor
marqués. Cuando ambos asintieron, comenzó a contar—. Uno… dos… tres…
Cuthbert quiso gemir una protesta, para arrojarse a sí mismo entre los dos hombres.
Pero el honor le exigió que permaneciese congelado en el sitio por el azote helado del
viento del norte.
—… siete… ocho… nueve…
Aún sabiéndose el más bajo de los cobardes y un padrino abominable, fue incapaz de
observar a su amigo morir, Cuthbert apretó sus ojos cerrados.
— ¡Diez!
Una detonación de pistola acribilló la tranquilidad del prado. La nariz de Cuthbert se
crispó por el hedor cáustico de la pólvora. Lentamente abrió sus ojos para encontrar sus
peores temores hechos realidad.
Julian yacía tumbado en la nieve mientras Wallingford se detenía cuarenta pies atrás
con la pistola humeante en su mano. Su cara albergaba tal sonrisa afectada de
satisfacción sombría que el afable Cuthbert sintió una oleada de furia asesina rodar a
través de sus venas.
Cuando arrastró su mirada de vuelta a la forma inmóvil de su amigo, las motas heladas
de nieve punzaron sus ojos. Inclinando respetuosamente su cabeza, alcanzó con una
mano temblorosa a quitarse su sombrero.
—Maldita sea.
El juramento resentido, arrancado entre dientes en entonación tan familiar, sacudió con

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fuerza la cabeza de Cuthbert irguiéndola. La incredulidad recorría a través de sus venas,


desembriagándole más a fondo que una explosión de aire ártico.
Cuando Julian se incorporó, parpadeando nieve de sus pestañas, la sonrisa
repugnante de Wallingford se desvaneció. Cuthbert gritó con alegría y fue tropezando
hacia su amigo, cayendo de rodillas en la nieve. La pistola de Julian estaba arrojada en el
suelo a doce pulgadas de su mano. Aparentemente, aún no había logrado hacer un
disparo. Cuthbert meneó su cabeza, maravillándose de la fabulosa buenaventura de su
amigo.
—No lo entiendo —escupió el marqués—. Habría jurado que acerté mi blanco.
El padrino del hombre frunció el ceño, viéndose igualmente desconcertado.
—Quizá se encasquilló, mi lord, o quizá él perdió pie en el momento antes de que
disparaseis.
Un Wallingford acechante les miró encolerizadamente, su aristocrático labio superior
encrespado en un gruñido. Su padrino entornó los ojos nerviosamente sobre su hombro,
sencillamente temiendo que de alguna forma sería culpado de esta catástrofe.
Los labios de Julian se arquearon en una tímida sonrisa.
—Lo siento, compañeros. Siempre he soportado mejor a mis mujeres que a mi Oporto.
La sangre de Cuthbert se congeló nuevamente cuando Wallingford le arrebató la pistola
sobrante a su padrino y apuntó directamente al corazón de Julian. Julian lo contempló con
perezosa diversión, negándose a ceder tanto como un estremecimiento para la
satisfacción de su enemigo. Cuthbert supo instintivamente que si Julian delatase un
indicio de miedo, si pronunciase una sencilla súplica por misericordia, Wallingford les
dispararía a ambos sin el menor reparo, y sobornaría al director de pompas fúnebres para
decir que Cuthbert había alzado un arma hacia él después de que el marqués hubiese
matado a su amigo.
Wallingford lentamente bajó el arma; Cuthbert exhaló un suspiro de alivio.
La voz aterciopelada del marqués crujió con desprecio.
—Desearás haber muerto en este momento, terminaré contigo, bastardo grosero.
Asumiendo que no te molestarías en aparecer esta mañana, me tomé la libertad de
comprar todos tus pagarés. —Sacó un fajo de pagares de tres pulgadas de grosor del
bolsillo de su chaleco y se apoyó para sacudirlos ruidosamente delante de la nariz de
Julian—. Te tengo, Kane. En cuerpo y alma.
La risa ahogada de Julian se hinchó en una carcajada completa.
—Temo que llegaste tarde. El diablo te ganó ese pagaré en particular hace mucho
tiempo.
Su regocijo sólo enfureció al marqués aún más.
—¡Entonces sólo puedo rezar para que él venga a cobrarte muy pronto porque nada
me gustaría más que verte toda eternidad pudriéndote en el infierno!
Wallingford giró sobre sus pies y marchó hacia el carruaje. Sus acompañantes fueron
detrás de él, el director de pompas fúnebres estaba visiblemente contrariado al ser
privado de la oportunidad de practicar su oficio.
—Un tipo más bien de mal carácter, ¿no? —Se quejó Cuthbert—. ¿Crees que padece
de gota o dispepsia?
A medida que el fiero cascabeleo de los arreos del carruaje aminoró, Cuthbert y Julian
se quedaron solos en la quietud nebulosa del prado. Julian simplemente sentado allí con
un brazo apoyado en su rodilla, contemplando el cielo. Su inusual silencio enervó a
Cuthbert más que los acontecimientos combinados de toda la mañana. Había confiado en
la réplica ingeniosa de su amigo, el borde cortante de su ingenio. Todo el tiempo había
habido demasiada tensión para que él pensase algo ingenioso que decir.
Estaba a punto de aclararse la voz e intentarlo de todos modos cuando una sombra

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desolada de sonrisa cruzó la cara de Julian.


—A pesar de mis mejores esfuerzos, parece que no estoy destinado a morir en un
campo de duelo con el sabor de la mujer de otro hombre todavía en mis labios.
Cuthbert repuso la pistola en su caja y se metió la caja bajo el brazo antes de tirar de
Julian levantándole.
—No pierdas completamente la esperanza. Quizás todavía puedas fallecer en prisión
por deudor, de un persistente ataque de tuberculosis.
Cuthbert se mecía alrededor para apuntarle la dirección correcta cuando notó el rasgón
en el frente del gabán negro de Julian.
—¿Qué es esto? —preguntó, sabiendo que su amigo era mucho más cuidadoso sobre
su traje de lo que era sobre sus numerosos asuntos del corazón.
Rozó sus dedos sobre la lana finamente tejida, desconcertado por el rasgón dentado.
Tenía alrededor de una pulgada de ancho y las hebras que rodeaban su borde estaban
retorcidas y renegridas, casi como si estuvieran chamuscadas.
Apenas había empezado a mover un dedo a través del agujero cuando Julian atrapó su
mano en un agarre que fue al mismo tiempo cortés e inflexible.
—La bala de la pistola del marqués ha debido de haber rozado mi abrigo cuando yo caí
al suelo. ¡Maldito hombre! Si me hubiese dado cuenta de esto antes, le habría hecho
romper uno de esos pagarés. Este abrigo fue hecho a medida por el viejo Weston —dijo,
refiriéndose al sastre favorito del rey—. Me costó casi cinco libras.
Cuthbert lentamente retiró su mano, el destello de advertencia en los ojos oscuros de
su amigo no le daban opción.
Julian le dio una palmada en el brazo con una sonrisa distendida suavizando su
expresión.
—Venga, Cubby, amigo mío, mis dedos están casi congelados. ¿Por qué no
compartimos una agradable botella caliente de Oporto para desayunar?
Cuando cambió de dirección y empezó a cruzar el prado, Cuthbert le siguió con la
mirada, dudando de sus sentidos. Casi habría jurado…
Julian se detuvo repentinamente y dio media vuelta, sus ojos estrechándose. Su
penetrante mirada oscura cambió de dirección hacia un tejo antiguo que se inclinaba al
borde del prado a algunas yardas de distancia con brazos nudosos cubiertos de escarcha
de nieve. Sus elegantes fosas nasales se crisparon, después destellaron, como si hubiese
olfateado algo particularmente tentador. Sus labios retrocedieron ante sus dientes y, por
un instante fugaz, hubo algo casi fiero en su expresión, algo que hizo a Cuthbert alejarse
un paso de él.
—¿Qué es? —susurró Cuthbert—. ¿Ha vuelto el marqués para rematarnos?
Julian vaciló por un momento, luego negó con la cabeza, el resplandor depredador en
sus ojos desvaneciéndose.
—No es nada, supongo. Simplemente un fantasma de mi pasado.
Estrechó los ojos dándole al tejo un último vistazo y continuó a través del prado.
Cuando Cuthbert le alcanzó, Julian se lanzó al estribillo de “The Girl I Left Behind Me” en
un barítono tan puro que podría hacer llorar a los ángeles de envidia.

La mujer acuclillada detrás del tejo retrocedió contra el ancho tronco, sus rodillas
volviéndose débiles. Las notas de la canción lentamente se desvanecieron, dejándola sola
con el murmullo de la caída de la nieve y el latido inseguro de su corazón en los oídos. No
pudo decir si su corazón golpeaba con terror o excitación. Sólo sabía que no se había
sentido así de viva en casi seis años.
Había salido a hurtadillas de la casa al amanecer y le había dado al conductor
instrucciones de seguir al marqués y su séquito hasta el parque, desgarrada entre la

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esperanza de que los chismes fuesen verdaderos y rezando para que no lo fueran. Pero
todo lo que había conseguido era un atisbo en torno a ese árbol y otra vez se había
convertido en una ojos brillantes de diecisiete años, deleitándose en el primer rubor torpe
de enamoramiento.
Había contado cada paso que los duelistas dieron como si marcasen los momentos
finales de su vida. Cuando el marqués se había girado con la pistola preparada, había
hecho todo lo posible para no saltar de detrás del árbol y gritar una advertencia. Cuando
el pistoletazo se oyó y observó el bulto del adversario del marqués en el suelo, se había
sujetado con fuerza el pecho, segura de que su corazón se había detenido.
Pero había comenzado a palpitar otra vez en el momento en que él se incorporó,
sacudiendo la rizada melena oscura de su cara. Ebria de alivio, se había olvidado de su
propio peligro hasta que casi fue demasiado tarde.
Había estado siguiéndole con la mirada, con el corazón en sus ojos, cuándo él se había
detenido bruscamente y había cambiado de dirección con el cuerpo firme con esa gracia
tensa que ella recordaba demasiado bien.
Se había agachado rápidamente de nuevo detrás del árbol, conteniendo el aliento.
Incluso con el protector tronco del tejo entre ellos, podía sentir su mirada fija penetrando
sus defensas, su inquisitiva caricia dejándola tan vulnerable como el beso con el que él
había rozado su frente la última vez que se habían encontrado. Cerrando fuertemente sus
ojos, había pasado una mano por la gargantilla de terciopelo que rodeaba la columna
delgada de su garganta.
Después él se fue, su voz desvaneciéndose en un eco, después un recuerdo. Salió a
escondidas de detrás del árbol. Los gruesos copos de nieve iban a la deriva desde el
cielo, llenando las huellas esparcidas y el hueco donde su cuerpo había yacido. Pronto no
habría pruebas de que el duelo ilegal alguna vez había tenido lugar.
Casi compadeció a su compañero de pelo rubio por su ignorancia. Había tenido casi
seis años para aprender a abrazar lo imposible, pero aun así había tenido que refrenar un
jadeo aturdido cuando esa forma delgada se había levantado de su sepulcro de nieve. Si
la mano de su compañero no se hubiese detenido, sabía exactamente lo que habría
encontrado el hombre. Aquel dedo regordete se habría movido en su camino a través de
gabán, abrigo, chaleco, y camisa, sin detenerse hasta pasar rozando la piel inmaculada
sobre un corazón que debería haber estado hecho pedazos por la bala de la pistola del
marqués
Portia Cabot ajustó el velo en el ala que barría su sombrero, una sonrisa apenas
perceptible curvando sus exuberantes labios. No lamentó ni un momento de su excursión
temeraria. Había probado que los rumores eran más que simples chismes sin valor.
Julian Kane había vuelto a casa. Y si el diablo quería su alma, entonces el viejo bribón
tendría sencillamente que pelear con ella para conseguirla.

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CAPÍTULO 2

—¿Has perdido la cabeza por completo?


Un alma más delicada podría haberse acobardado al oír esa pregunta; especialmente
si la hacía un espécimen tan impresionante de hombre y en un tono similar a un rugido;
pero Portia se negó a tomarlo como una ofensa. Después de todo, no era como si su
cuñado tuviera la costumbre de cuestionarle su cordura. Tan solo lo había hecho dos
veces antes. Una cuando ella tenía arrinconado a un vampiro siseante de seiscientos
años durante un concierto de fagot en mitad de una velada musical de lady Quattlebaum,
manteniéndolo a raya con un arco de violín hasta que Adrian pudiera llegar con la
ballesta. La segunda fue el mes anterior cuando ella había rechazado, no a uno, sino a
dos nobles atractivos, ricos y jóvenes que estaban impacientes por convertirla en su
prometida.
Si la hubiera gritado llevado por el rencor en vez de por la preocupación, Portia se
habría alarmado un poco. Pero sabía que Adrian no hubiera podido quererla más si
hubiese sido su propia hermana en vez de la de su esposa.
Fue esa firme certeza la que le permitió mirarle serenamente desde el sillón orejero
ante el hogar mientras se paseaba arriba y abajo en el salón de su mansión de Mayfair,
frunciendo el ceño como un ogro y mesándose el cabello color miel hasta que estuvo tan
erizado como la melena de un león.
Él giró sobre los talones de sus brillantes botas y la apuntó con un dedo.
—Puede que estés a punto de perder la cabeza, pero yo todavía estoy en posesión de
todas mis facultades mentales. Y si crees, aunque solo sea por un instante que voy a
permitir que te pongas en peligro, estás muy equivocada.
—No pienso ponerme en ningún peligro —contestó ella—. Ahora que lo he encontrado,
simplemente quiero tener una conversación civilizada con tu hermano.
Su hermana mayor Caroline se levantó del sofá de brocado para deslizar el brazo por
el de su marido. Con su vientre levemente hinchado por su segundo hijo, y el cabello rubio
recogido atrás en un moño, hubiera debido tener el aspecto de una plácida Madonna.
Pero el brillo de humor e inteligencia de sus ojos grises desmentía la serenidad de su
mirada.
—Adrian tiene razón, es demasiado arriesgado. ¿Acaso no recuerdas lo que pasó la
última vez que intentaste ayudarle? Estuviste a punto de morir.
—Fue él quien estuvo a punto de morir —le recordó Portia—. Yo le salvé.
Adrian y Caroline intercambiaron una mirada, pero Portia simplemente apretó los
labios. Nunca le había contado a nadie lo que había sucedido exactamente en aquella
cripta casi seis años antes. Y no tenía intenciones de hacerlo ahora.
—Sé que has pasado muchas noches en vela preocupada por Julián —dijo Caroline—.
Ambas lo hicimos. Pero tienes que pensar en el peligro que supone para ti.
—Un poco de peligro no te mantuvo apartada de Adrian cuando todo el mundo creía
que era un vampiro.
—Por si lo has olvidado, había una importante diferencia. Y puede que Julian ni
siquiera sea el vampiro que tú recuerdas. Ha estado desaparecido por más de seis años y
tres de ellos no hemos sabido absolutamente nada de él. Ni una carta, ni una palabra, ni
un susurro. Ni siquiera se puso en contacto con nosotros cuando le mandamos una nota
informándole del nacimiento de Eloisa. —Caroline lanzó una cariñosa mirada a la niña
rubia de mejillas sonrosadas que masticaba alegremente las borlas doradas de los cojines
del sofá—. Tampoco lo hizo cuando Adrian le notificó que su madre había muerto de
tuberculosis en Italia. Adrian y él estaban tan unidos como solo dos hermanos pueden

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

estarlo, ¿por qué razón iba a cortar todos los lazos si no fuera por que había decidido
dejar de buscar su alma?
—No lo sé —admitió Portia—. Pero el único modo de averiguarlo es preguntándole.
—¿Y por qué iba a confiar en ti? —preguntó Adrian levantando una ceja—. ¿Porque
siempre le gustaron las chicas bonitas? ¿Porque todavía queda en él algún resto de
sentimiento después de vivir tantos años como un monstruo? ¿Una chispa de
humanidad?
Portia contuvo la lengua. No había palabras que explicaran el vínculo que sentía en el
corazón desde su época en la cripta. Y aunque las hubiera, sabía que se limitarían a
acusarla de tener la romántica imaginación de una jovencita.
Adrian apoyó una rodilla ante la silla, obligándose a mirarla. Los padres de Portia
habían muerto en un accidente de carruaje cuando ella tenía tan solo nueve años.
Cuando Caroline y él se casaron, Adrian la acogió de buena gana en su hogar, sin
amenazarla jamás con enviarla con alguien tan horrible como el lascivo primo Cecil o la
insulsa tía Marietta.
Le cubrió las manos con una de las suyas con los ojos azules verdosos oscurecidos
por la preocupación.
—No estoy completamente ciego; sé que has estado acumulando armas y
entrenándote en secreto durante años para ayudarme a combatir a los vampiros, pero
esta no es tu batalla, pequeña; es la mía.
Ella liberó las manos.
—Tengo casi veintitrés años, Adrian. Ya no soy una niña.
—Entonces quizá sea el momento de que empieces a tener sentido común en vez de
comportarte como tal.
Portia habría preferido con mucho sus gritos a su tono tranquilo y racional. Se levantó,
irguiéndose en toda su estatura y deseando llevar puesto uno de esos complicados
sombreros para ser más alta.
—Muy bien —dijo serenamente—, si tengo que dejar de compórtame como una niña,
entonces ya no necesito ni tu permiso ni tu aprobación para buscar la compañía de tu
hermano.
Adrian se enderezó y la agarró con cuidado por los hombros, con una súplica en la voz
que era más inquietante que cualquier rugido.
—¿Olvidas que en los últimos quince días han muerto cuatro mujeres? ¿Qué les
sacaron hasta la última gota de sangre y que luego fueron abandonadas para que se
pudrieran en los callejones de Charing Cross y Whitechapel? He pasado los últimos cinco
años controlando a casi todos los vampiros de la ciudad. ¿Crees de corazón que es pura
casualidad que esos asesinatos ocurrieran justo cuando empezaron los rumores de que
Julian había vuelto a Londres?
Ella le miró de frente.
—¿Crees de corazón que tu propio hermano es capaz de cometer tales atrocidades?
Adrian la soltó y dejó caer los brazos con impotencia.
—Ya no sé de lo que puede ser capaz. Ya no lo conozco en absoluto. Pero es mi
hermano y es mi responsabilidad. Si alguien debe enfrentarse a él por esos asesinatos,
voy a ser yo. —Intercambió otra cautelosa mirada con Caroline—. Será lo primero que
haga mañana.
—¿Por la mañana? —repitió Portia—. ¿Mientras está dormido? ¿Cuándo es más débil
y vulnerable?
Caroline emitió un pequeño gemido de angustia, pero Portia no era capaz de
detenerse.
—Sé exactamente lo que les sucede a los vampiros cuando vas a verles por la mañana

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Adrian. ¿Qué armas vas a llevar? ¿El crucifijo? ¿Las estacas? ¿La ballesta? Has acabado
con muchos demonios con esa arma en concreto. Supongo que era inevitable que Julian
sintiera algún día su pinchazo.
Adrian le pasó el dedo por la gargantilla de terciopelo que le cubría la garganta, con los
ojos llenos de un pesar que le hacía parecer mucho mayor de sus treinta y cinco años.
—Mejor que la sienta él que tú; o cualquier otra mujer sienta la suya.
Mientras cruzaba a zancadas la habitación, Portia se volvió hacia Caroline, esperando
con desesperación encontrar una aliada en su hermana. Después de todo ¿no había
ayudado ella a Caroline a demostrar que Adrian no era el villano que todos creían que
era?
Pero Caroline simplemente sacudió la cabeza.
—Oh, Portia, ¿por qué tienes que hacérselo más difícil de lo que ya es? Si Adrian no se
hubiera visto obligado a destruir a Duvalier para protegerme —dijo refiriéndose al
despiadado vampiro que convirtió a Julian en vampiro succionándole el alma mientras
moría—, hace mucho tiempo que Julian hubiera podido recuperar su alma. No habría
tenido que ir en busca del vampiro que engendró Duvalier. Adrian luchó sin desfallecer y
durante mucho tiempo para salvar a su hermano. ¿Cómo crees que se siente ahora,
sabiendo que es muy posible que pueda que haya fallado? ¿Sabiendo que mujeres
inocentes pueden haber sufrido y muerto por ese fracaso? —Cogió a su hija en brazos y
siguió a su marido fuera del cuarto lanzando a Portia una última mirada de reproche.
Eloisa miró por encima del hombro de su madre con sus ojos grises llenos de asombro.
Portia contuvo un suspiro de frustración. Supuso que había sido muy inocente por su
parte esperar que su familia abriera los brazos y los corazones para dar la bienvenida a
casa al vampiro pródigo. Por lo que sabía, era posible que Julian estuviera tan perdido
como ellos se temían.
Pero un pequeño rincón de su corazón rechazó la idea, se negaba a creer que el
hombre que una vez le había pellizcado la nariz y la había llamado ojos brillantes pudiera
haber acabado con la vida de esas mujeres arrojándolas luego a un callejón como si
fueran basura.
Se acercó a la ventana, apartando las pesadas cortinas de terciopelo. La escasa luz del
día ya empezaba a desaparecer dejando la ancha calle bañada con el luminoso brillo de
la nieve. Aunque algunos copos todavía volaban con el viento, las nubes se habían
dispersado, dejando ver una pálida luna en cuarto creciente. Echó un vistazo al reloj de
mármol de la chimenea con una creciente sensación de urgencia. A Julian se le estaba
agotando el tiempo y a ella también.
Si tenía que demostrarles a todos que se equivocaban, iba a tener que hacerlo antes
de que saliera el sol y Adrian comenzara a buscar a su hermano, quizá por última vez.

En ese momento a Julian Kane no le importaba ser desalmado casi tanto como estar
sobrio. Su paso vacilante se había convertido en un contoneo, privado de su elegancia
habitual por el agotamiento y el hambre.
Se volvió del revés los bolsillos del abrigo, solo para encontrarlos penosamente vacíos.
Quizá no debería haber abandonado tan rápidamente a Cuthbert en las escaleras de la
casa de su padre en Cavendish Square.
Cubby había estado echando hasta la última papilla encima de las queridas azaleas del
conde cuando el anciano había asomado la cabeza desde una ventana con el gorro de
dormir torcido y bramando:
—¿Qué le has hecho ahora a mi hijo, Kane? Cuthbert era un buen chico hasta que
empezó a ir contigo. ¡Engendro de Satanás!
Julian había entregado cuidadosamente el vacilante bulto que era Cubby a un lacayo

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

antes de tocarse el ala del sombrero de castor para saludar al conde.


—Buenas noches para usted también, milord.
El anciano le había amenazado con un puño, con tanto vigor que Julian temió que se
cayera por la ventana y se rompiera la estúpida cabeza.
Estaba sacudiendo la cabeza al recordarlo, cuando sus dedos enguantados se
deslizaron por un agujero del forro de seda del bolsillo de su abrigo. Sacó un solitario
chelín y lo mantuvo en alto.
—Adrian siempre dijo que yo tenía la suerte del mismísimo diablo —murmuró.
Pero el diablo había sido muy desafortunado ese día, pensó con desánimo. Si las
circunstancias hubieran sido diferentes, la vieja cabra hubiera estado vigilando las puertas
del infierno, golpeando impacientemente con su pata de pezuña hendida en el mismo
momento en que Wallingford había disparado su pistola.
Era extraño, pero en ese momento en lugar del hedor del azufre, le había llegado un
aroma celestial. No era la primera vez que le atormentaba ese olor en particular. La
elusiva fragancia le había acechado en un callejón en El Cairo, por encima de los exóticos
aromas del comino y la cúrcuma. Había entrado a través de una ventana manchada de
hollín de una buhardilla parisina haciendo que se muriera de hambre. Y sobre un campo
de batalla mojado por la lluvia en Birmania mientras las ventanas de su nariz todavía
estaban inundadas por el olor de la sangre y el humo, lo había olido en el viento, una
fragancia tan querida y familiar que le había retorcido las entrañas al hacerle desear el
hogar que sabía que nunca iba a poder tener.
No era el olor a gardenias y jazmín que las mujeres usaban tan a menudo
proporcionándole consuelo y sustento. Era el olor a jabón de romero en la dulce piel
inocente de una joven y la tentación mezclados en una poción embriagadora. Era el olor
de los sedosos rizos oscuros de una muchacha acariciando su mejilla mientras se
inclinaba sobre él para volver las páginas de música del pianoforte antes de favorecerle
con una sonrisa maliciosa.
Como tantas veces antes, Julian se obligó sin piedad a desterrar la imagen. Pasando la
moneda a la otra mano, salió a la noche. Puede que no fuera capaz de permitirse más
que una sola mano de cartas, pero quizá pudiera engatusar a una bonita mujer para que
se compadeciera de él.
Se levantó el cuello del gabán para protegerse de los helados copos de nieve, cruzó la
calle y entró en uno de los garitos de mala reputación de Covent Garden a los que le
gustaba acudir.

Realmente Julian tenía la suerte del mismísimo demonio. Menos de dos horas más
tarde, estaba sentado en la mesa tras un montón de monedas que había ganado.
Empleando una mezcla letal de encanto, astucia, y habilidad, había logrado convertir
aquel chelín en un brillante montón de monedas y billetes de una libra. No era lo bastante
para evitar a Wallingford y sus amenazas de enviarle a la cárcel de deudores durante más
de un día, pero era lo suficiente para asegurarse de que no iba a pasar la noche solo.
Ni hambriento.
Acarició con cuidado el trasero de la belleza de cabello y ojos negros que estaba
sentada sobre sus rodillas, obteniendo una celosa mirada de la atrevida rubia que llevaba
sobre los hombros una estola de armiño. Cuando volvió la cabeza casi le mareó el hedor
del agua de lavanda barata que ella solía usar para quitarse el olor del último jugador al
que había acompañado al piso de arriba.
Mientras los otros tres hombres de la mesa miraban sin poder ocultar sus expresiones
esperanzadas, sus pálidos dedos golpearon las cartas con indolencia, abriéndolas en
abanico y enseñándolas para descubrir otra mano ganadora.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Uno de los hombres gimió mientras otro tiraba sus cartas, disgustado.
—¡Maldición Kane! ¡Tienes una suerte verdaderamente sobrenatural!
—Eso dicen —murmuró Julián mientras los otros cogían rápidamente sus sombreros
de castor y sus bastones, y abandonaban la mesa dejando en ella el salario de más de
una semana.
Julian se recostó en la silla acariciando distraídamente la cadera de la morena y
estirando sus largas piernas. Miró detenidamente entre la neblina producida por los
cigarros y los puros, en busca de sus siguientes víctimas. La mayoría de los clientes
habían agotado su crédito en establecimientos más serios como White´s y Boodle´s.
Llevaban con ellos un palpable aire de desesperación, similar al que Julian había
presenciado en los fumaderos de hachís y opio en Estambul y Bangkok. Estiraban los
dedos y les brillaban los ojos mientras esperaban la siguiente mano. No debería ser
demasiado complicado atraer a su trampa a un par de obesos comerciantes y al hijo
bastardo de algún noble empobrecido.
—¿Por qué no dejáis las cartas y jugáis conmigo un ratito, jefe? —canturreó la morena,
moviéndose sugestivamente en su regazo.
La rubia inclinó su hombro para servirle un vaso de oporto de la botella semivacía que
estaba encima de la mesa. Le miró moviendo sus largas pestañas pintadas, presionando
sus grandes pechos contra los músculos de su brazo.
—Si jugáis bien vuestras cartas, rey, podéis obtenernos a las dos esta noche.
Julian se removió en la silla. No se podía negar que la propuesta era… estimulante,
pero todavía no estaba listo para abandonar la mesa.
—Paciencia, dulzuras —dijo—. En este momento la suerte es mi única amante, y que
me condenen si voy a dejarla en una cama fría y vacía cuando todavía está caliente y
dispuesta. —Mientras la rubia le pellizcaba el lóbulo de la oreja a modo de protesta,
tranquilizó el puchero de la morena plantándole un largo beso en sus labios pintados de
rojo.
Alguien se aclaró la garganta.
En ese sonido había tal nota de desaprobación que Julián apenas pudo resistir el
impulso de levantar la vista como un alumno cogido en medio de una travesura. Levantó
la cabeza despacio para descubrir a una mujer que estaba de pie detrás de la silla que
tenía enfrente.
No, una mujer no, una dama, se corrigió a si mismo recorriendo con la mirada la
ajustada pelliza de visón y el sombrero con una pluma coronando un brillante cabello
negro. Un abultado ridículo de satén, fuertemente cerrado con cintas, colgaba de su
brazo. El exquisito corte y la calidad de su ropa contrastaban de modo alarmante con las
lamentables galas de la mayoría de los clientes del club. Parecía estar rodeada de un halo
que la protegía del humo de los cigarros y de las risas estentóreas que llenaban el lugar.
Julian podía notar, por el rabillo del ojo, que otros hombres la miraban con curiosidad;
unos con cautela y otros descaradamente depredadores.
Ya habían visto por allí a mujeres de su clase antes. Damas ricas con un apetito
insaciable por las grandes apuestas. Ya que no se permitía la entrada al bello sexo en los
clubes más serios que frecuentaban sus maridos, se veían obligadas a buscar
satisfacción en infiernos como ese. Eran tan esclavas del juego que estaban dispuestas a
arriesgar su reputación y su fortuna en una caprichosa ronda a los dados o volviendo una
carta.
La mayoría de las veces, la dama se jugaba hasta la última moneda que traía,
quedándole solo una forma de pagar sus deudas. Por alguna razón, Julián no podía
soportar la idea de ver a esa mujer obligada a acompañar a algún ufano jugador a una de
las habitaciones de arriba. No podía aguantar la imagen de ella con las rodillas separadas

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

y despojada de ese ridículo sombrero por unas manos torpes.


El velo sombreaba sus ojos proporcionándole una irresistible aureola de misterio. Lo
único visible era una mejilla con hoyuelos, una barbilla puntiaguda que presagiaba una
cara en forma de corazón, y un par de carnosos labios, perfectamente formados para ser
besados y otra serie de placeres más ilícitos.
Apartó la mirada de su boca con no poca dificultad, solo para fijarse en la gargantilla de
terciopelo que le rodeaba el cuello como un collar ajustado, una garganta larga y llena de
gracia en la que un pulso casi invisible a simple vista, se movía al ritmo de las
palpitaciones del corazón. Julian apartó su hambrienta mirada antes de traicionarse a sí
mismo, bebió un largo trago de oporto como pálido sustituto de lo que de verdad ansiaba.
—¿Podría hablar con usted? —preguntó ella con su ronca y rica voz.
Él le dirigió una perezosa mirada, pero antes de que pudiera responder, lo hizo la
morena.
—Debéis dirigiros a él como “sir”. Es un caballero, fue nombrado caballero por el rey en
persona. Es un verdadero héroe.
—Mi héroe —ronroneó la rubia deslizando una mano dentro de la camisa y arañando
con sus uñas pintadas de rojo los rizos de su pecho.
Aquellos encantadores labios se fruncieron de disgusto. O con alguna otra emoción
que Julian no pudo distinguir.
—Muy bien…sir. Me preguntaba si podría hablar con usted —repitió ella haciendo
desaparecer a sus compañeras con su tono despectivo—. En privado.
Era la proposición más intrigante que había recibido en toda la noche. Ella debía estar
buscando solo la emoción del juego. Había conocido a muchas como ella antes, en casi
todas las ciudades del mundo. Mujeres poseídas por un hambre tan malvada como la
suya. Mujeres que reconocían y buscaban deliberadamente a criaturas como él,
cortejando al peligro y a la muerte como si fueran los amantes mejor dotados.
Maldiciendo en silencio a su conciencia dijo:
—Me temo que no puedo ayudarla, señorita. Como ve, mi atención ya está… —Deslizó
la mano desde la cadera de la morena hasta su muslo— ocupada.
—Será mejor que volváis a vuestro elegante carruaje, milady —dijo la morena—. Un
gran lobo como este se os comería de un solo bocado.
La moza de cabello dorado le rodeó el cuello con los brazos.
—Lo que necesita es una mujer, no una dama.
—O dos mujeres —contestó la morena, obteniendo una risa gutural de su compañera.
Tomando otro sorbo del oporto para apagar su pesar, Julian esperó a que la mujer se
diera media vuelta y huyera en la noche.
Sin embargo, esos exuberantes labios se curvaron en la más dulce de las sonrisas.
—Lamento privarle de tan maravillosa compañía, pero debo insistir.
Julian echó un vistazo alrededor del club, muy consciente de que su intercambio
comenzaba a recibir demasiado interés.
—Este no es lugar para una mujer como usted. ¿Por qué no se va a casa antes de que
despierte su marido y se dé cuenta de que ha salido a escondidas de su cama? —Arqueó
una oscura ceja antes de dirigirle una fría mirada, que hubiera congelado al más duro de
los hombres—. Si se retrasa, me temo que va a terminar arrepintiéndose.
Ella levantó la barbilla, borrando la sonrisa.
—¿Me está amenazando, señor?
—Si lo prefiere, puede tomárselo como una advertencia.
—¿Y si decido no prestar atención a su advertencia?
—Entonces es que es usted una maldita estúpida —dijo él sin disculparse por su
lenguaje.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—No me marcharé hasta que obtenga lo que vine a buscar. Me debe usted algo y he
venido a cobrar —la revelación resquebrajó un poco su calma, se llevó las manos que le
temblaban a la cabeza, y se quitó el sombrero.
Durante un breve segundo, Julian estuvo casi agradecido de ser un vampiro porque le
costó un esfuerzo sobrehumano mantener su máscara de indiferencia. Ella era, sin ningún
género de dudas, la mujer más hermosa que había visto en su vida. Los rizos negros
recogidos encima de su cabeza estaban acompañados de unas elegantes y arqueadas
cejas y unas espesas pestañas enmarcaban unos ojos del mismo azul oscuro que el mar
Egeo a medianoche. Los huesos delicados de su cara se estrechaban en la barbilla y se
ensanchaban en las mejillas. Unas mejillas que estaban bendecidas con un color natural,
como si alguien hubiera cogido un pétalo de rosa y hubiera depositado su color en la
satinada piel. Poseía una sofisticación natural que ningún polvo o colorete del mundo
podía igualar. Tenía la boca ligeramente curvada hacia arriba en las comisuras, lo
suficiente para que un hombre se preguntara si se estaba riendo de él o con él.
Y en lo único que pudo pensar Julian mientras se enfrentaba a esa belleza femenina,
era que lamentaba que se hubiera quitado el maldito sombrero. Sin el velo para ocultar
sus ojos, su mirada era demasiado franca. Demasiado provocativa. Demasiado azul.
Desesperado por evitar su presencia por motivos que ni siquiera él podía comprender, se
puso en pie casi tirando a la morena al suelo.
Hizo girar lo que quedaba de oporto en el vaso antes de llevárselo a los labios.
—No puede usted ser uno de mis acreedores, querida, porque estoy seguro de que me
acordaría de estar en deuda con alguien tan encantadora como usted —dijo
proporcionando a la palabra una inflexión que era imposible ignorar—. Y si no es usted
uno de mis acreedores, entonces le sugiero que salga de mi camino porque no le debo
tanto como para dedicarle el día.
Devolviendo el vaso a la mesa con un fuerte golpe, reclamó la mano de la morena y dio
un paso hacia la escalera.
—Ahí es donde se equivoca, señor Kane. —Sus dedos dejaron de temblar, se quitó la
cinta de terciopelo borgoña y la lanzó sobre la mesa como si fuera una apuesta que él no
pudiera negarse a cubrir.
Julian se quedó de piedra, hipnotizado por la visión de esa garganta llena de gracia.
Una garganta que debería haber sido tan cremosa e impecable como el resto de ella, pero
que en cambio estaba señalada con las tenues cicatrices de dos visibles heridas
punzantes.
Cuando levantó su incrédula mirada, se encontró con los desafiantes ojos azules de
Portia Cabot y supo que finalmente se le había acabado la suerte.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 3

No la había reconocido.
Julian Kane la había mirado directamente, con el mismo ardor en sus ojos oscuros que
la había obsesionado en sus sueños. Habían pasado cinco años y sólo había dejado
traslucir un remoto parpadeo de interés. ¿O fue contrariedad?
Aparentemente el tiempo que estuvieron juntos había significado tan poco para él, que
apenas la recordó. ¿Y por qué debería?, pensó. Desde que se había ido probablemente
había tenido docenas —echó una mirada amarga de soslayo a la morena que seguía
adhiriéndose a su mano— no, hordas de otras mujeres totalmente ansiosas de ayudarlo a
borrarla de su memoria. ¿Por qué debería recordar a una difícil chica de diecisiete años,
que se había ruborizado, había tartamudeado y prácticamente se había tirado sobre él
cada vez que estaba en un cuarto?
Cuando el dolor inicial pasó, Portia tuvo que luchar contra el impulso de elevarse en
una rabia gigantesca. A pesar de que se jactara frente a Adrian de que ya no era una
niña, lo único que quería era arrojar su encantador sombrero al suelo y pisotearle una y
otra vez.
—¿Ojos brillantes? —murmuró Julian, su guapa cara la estudió satisfecho de ver su
sobresalto y confusión.
—No me llames así —chasqueó, despreciando al apelativo cariñoso. Si trataba de
pellizcarle la nariz, le iba a morder los dedos.
Le lanzó una mirada irritada, como si advirtiera por primera vez la sordidez del
ambiente.
—¿En el nombre de Dios, que haces en este infierno?
—¿Que mejor lugar para buscar a un diablo perdido? —replicó ella.
Su conversación empezó a atraer público. Varios de los hombres de ese sucio lugar,
los miraban acercándose, casi como si olfatearan sangre en el aire.
—Si la dama desea jugar... —invitó un tipo gigantesco con una nariz roja venosa y de
manos carnosas como un pernil— yo estoy listo para hacerlo.
—Gran Jim está siempre listo —grito otra persona, dando un codazo al hombre más
próximo a él—. Por eso ¡uuufff! acabó con doce mocosos y sólo dos de ellos son de la
pobre esposa.
Una risa ronca acompaño sus palabras, pero no confundió el significado de ellas.
Cuando Julian bajo su mano morena y avanzó hacia ella, Portia dio un paso hacia atrás,
sintiendo un pequeño escalofrío de alarma.
Al parecer finalmente había conseguido su atención.
Su andar fue suave y mortal como cualquier depredador. Antes de que ella pudiera
protestar, ya había tomado su mano en un puño aplastante.
—¡Ay! —murmuró ella, tratando de alejarse.
—Perdón —dijo entre dientes, aflojó su puño pero negándose a soltar su mano—. A
veces olvido mi propia fuerza.
Esa fuerza fue completamente evidente cuando la hizo girar alrededor tan
graciosamente, como si bailaran un vals a través de una sala de baile y la apoyó contra su
ancho pecho.
Cuando les encararon, el grupo de hombres parecían estar agrupándose rápidamente
como una jauría.
—Lamentablemente no busca jugar muchachos. Me busca a mí —interrumpió Julian.
Cerrando las manos suavemente sobre sus hombros y acariciando con la nariz su
cabello, formuló, con melódica y estremecedora voz de barítono, un perfecto tono entre

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libertino y avergonzado.
—Y no es una dama. Es mi esposa.
Los gemidos de simpatía ondearon por la multitud. Obviamente no era la primera vez
que una esposa colérica había entrado al club, para arrastrar a su marido a casa. Los
hombres la miraron con un nuevo respeto, algunos de ellos incluso se quitaron sus gorras.
Pero Portia se distrajo de todo esto, por el desconcertante cosquilleo que la nariz de
Julian provocaba en el lóbulo de su oreja. Casi habría jurado que la olía.
Determinada a demostrar que no era una mujer incapaz o estúpida como la creía,
resistiendo el impulso de pisar fuertemente su empeine, giró para darle una sonrisa que
deslumbrara el lugar.
—Cuando me desperté, encontré que te habías ido de mi cama, y no podía dejar de
preocuparme, querido —dijo tocando la pechera que se asomaba en la profunda V de su
chaleco—. Sé que me prometiste que la viruela francesa estaba totalmente curada, pero
uno nunca es demasiado cuidadoso con esas llagas tan dolorosas
Los gemidos de los hombres fueron incluso más simpáticos esta vez. La morena jadeó
por el ultraje, luego tomó la mano de la enfurecida rubia. Ambas mujeres se dirigieron
rápidamente hacia la escalera, lazándole a Julian miradas furiosas por encima del
hombro.
Los ojos de Julian sé mantenían entrecerrados mientras deslizaba un brazo alrededor
de la cintura de Portia, atrayendo la mitad inferior de su cuerpo ruborizado contra él.
Agudamente consciente del corte peligrosamente ceñido de su pantalón, ella trató de
moverse intentando poner distancia entre ellos, pero sus forcejeos sólo hicieron más
profunda la sonrisa satisfecha de él.
—Tu preocupación es más que enternecedora, mi amor —dijo él—. Y que casualidad
que hayas aparecido, justo cuando me preguntaba de dónde vendría mi próxima comida.
Sus labios se separaron, dejándole entrever sus colmillos, como en broma. Colmillos
que sólo se alargaban y afilaban cuando tenía hambre. O estaba excitado. Portia tragó
con fuerza. Quizás había sido imprudente al tentarlo. Si Adrian y Caroline tenían razón y
él había dado por pérdida la búsqueda de su alma, no sería más que un desconocido
peligroso. Y para él, ella sería un bocado especialmente jugoso.
Se obligó a darle en el pecho otra palmadita de esposa, agudamente consciente de los
duros músculos bajo su mano enguantada.
—Si deseas jugar otra mano de cartas, hazlo, me apresuraré en llegar a casa y
despertar a la criada para que te prepare una cena de medianoche.
La esquina de su boca se curvó hacia arriba asomando una conocedora sonrisa.
—Tonterías, pequeña. Creo que has despertado un apetito, que sólo tú puedes
satisfacer. —Sus largas y oscuras pestañas descendieron cuando se inclinó hacia ella.
Demasiado tarde Portia se dio cuenta de que no tenía intención de pellizcarle la nariz.
Abrió la boca para protestar pero sus labios ya estaban sobre los suyos, como el
terciopelo fundido. Fue tal la conmoción que intentó dar un tirón lejos, pero una poderosa
mano en su nuca no se lo permitió, sus dedos fuertes y seguros se elevaron entre sus
rizos obligándola a acercarse a él, tal como un esclavo a su amo.
Tirando la cabeza suavemente hacia atrás, arrasó sus inhibiciones con delicadeza
devastadora. Frotó los labios sobre los suyos, entonces lamió muy suavemente su boca,
encantando y seduciendo con cada golpe perezoso de la lengua. Besaba como un
vampiro.
Portia se agarró a su chaleco, pero a pesar de eso podía sentirse cayendo hacia un
oscuro abismo, donde estaría sólo él y la promesa que abrigaba ese beso. Apenas podía
oír los aullidos y silbidos de los clientes del infierno rugiendo en sus oídos.
Estaría feliz de arrojarse a ese abismo para siempre, si no hubiera sido por el repentino

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

pinchazo que sintió en su labio inferior. No se dio cuenta de que había sido herida por uno
de los colmillos de Julian, hasta que probó el sabor metálico de la sangre en su boca. Él
también lo probó. Julian inhaló tan profundamente que pareció robarle el aire de los
pulmones. Se retiro de un tirón como si hubiera sido ella quien lo mordiera.
Las aletas de su nariz se ensancharon, sus pupilas se dilataron. Aunque no moviera un
músculo, su cuerpo entero pareció estar vibrando con algún tipo de hambre primitiva.
Portia se tocó con una mano temblorosa los labios. El guante blanco se manchó con
una sola gotita de sangre. Julian cerró sus ojos brevemente. Cuándo los abrió otra vez,
eran como cuarzos duros y negros.
Uno de los hombres se aclaró la garganta, señalando con el hombro hacia la escalera.
—Usted y la dama pueden alquilar alguno de los cuartos de arriba por un chelín o dos.
—Eso no será necesario —dijo Julian llanamente, envolviendo su espalda con sus
brazos como si fuera el más amante de los esposos—. He descubierto que por las cosas
de gran valor, inclusive una esposa, vale la pena esperar.
Ante las apreciativas risitas de la multitud, reclamo sus ganancias, incluyendo la
gargantilla de terciopelo de Portia, la colocó su abrigo alrededor de los hombros. Antes de
que pudiera pronunciar alguna protesta, la había sacado del garito de apuestas e
introducido en la noche.

Guiada bajo el posesivo agarre de Julian en el codo, Portia luchó por sujetarse el
sombrero acomodándoselo e intentando emparejar sus largas zancadas.
Su máscara de amable encanto había desaparecido, dándo a su mandíbula y perfil una
severidad impenetrable. No podía parar de echarle miradas curiosas a ese perfil. A pesar
de los excesos del vino y de las mujeres, que había presenciado en el garito de apuestas,
éstos no habían dejado una sola huella en su cara. La fuerte nariz aguileña, el corte
sensual de los labios llenos y la barbilla partida, poseían la misma belleza Byroniana que
ella recordaba demasiado bien. Byron estaba convirtiéndose en polvo en su cripta de
Nottinghamshire, ya por casi dos años, víctima de una fiebre misteriosa y de sus propios
excesos, pero gracias al vampiro que había robado el alma a Julian, se había quedado
congelado para siempre, en el primer rubor poderoso de la virilidad.
La nieve finalmente había parado. El débil resplandor de los faroles veló sus ojos y
lanzó sombras siniestras bajo sus pómulos salientes.
—¿A dónde me llevas? —demandó ella.
—A tu carruaje.
—Yo no tengo un carruaje. Lo alquilé pero el conductor se negó a esperar en este
vecindario después del anochecer.
—Lo que lo hace mucho más inteligente que tú, ¿no te parece?
—Me puedes insultar todo lo que quieras, pero no tengo intención de saltar en un
arranque de furia.
—Entonces te conduciré a dónde perteneces —dijo inmediatamente—. A casa.
Se detuvo, obligándolos a parar bruscamente.
—No puedo permitir que hagas eso.
Se dio la vuelta para encararla.
—¿Por qué no?
Abrió la boca, pero dudo por un largo segundo.
Él levanto una mano.
—Espera. Permíteme adivinar. Probablemente no me darán la mejor de las
bienvenidas en casa de mi hermano. A fin de cuentas, ¿qué padre en su sano juicio me
querría acechando alrededor de su indefensa niña? —se burló—. Adrian seguramente me
perseguiría con una de las sombrillas de Caroline, antes de que pudiera abrir mis brazos y

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

canturrear, ¡Ven aquí Eloisa y conoce a Tío Julian! ¡Mira, que cuello tan bonito y pequeño
tienes!
—¡Entonces recibiste la carta que Caroline mandó cuando Eloisa nació! —dijo Portia en
tono acusador—. ¿Por qué no contestaste nunca?
Se encogió de hombros.
—Quizás lo hice. Sabes que el correo puede ser notoriamente informal.
Entrecerró los ojos, sospechando que no era el correo lo informal.
—Bueno, fue bastante desconsiderado de tu parte, nos preguntábamos siempre por tu
paradero, después de tanto tiempo pensamos que habías sido…
—¿Asesinado? —ofreció cuando ella vaciló. En respuesta a su mirada recriminatoria,
suspiró—. Si no me permites acompañarte a casa, entonces ¿cómo sugieres que me
deshaga de ti? Acabo de alejarte del garito de apuestas.
Portia acomodó su sombrero y anudó las cintas de raso reuniendo todo el valor que
pudiera para decirle:
—Esperaba poder acompañarte a tu alojamiento.
Todas las huellas de humor desaparecieron de la cara de Julian dejándolo tan frió e
impasible como una mascara.
—Perdón, pero no creo que eso sea conveniente. Llegaste aquí sin mi ayuda, asumiré
que puedes volver a casa de la misma manera. —Le dedico una rígida reverencia—.
Buenas noches, Señorita Cabot. Trasmite a mi hermano y su familia mis saludos más
cariñosos.
Giró y empezó a andar a grandes zancadas alejándose como si tuviera toda la
intención de dejarla parada completamente sola en esa esquina, aún envuelta en la
esencia calida a tabaco y especias que emanaban de su abrigo.
—Si no me llevas a tu alojamiento —dijo ella—, simplemente te seguiré.
Julian se detuvo y giró. Mientras venía andando a zancadas hacia ella, Portia tuvo que
resistir el sobrecogedor impulso de retroceder.
Se detuvo muy cerca, sus ojos oscuros la quemaban.
—Primero, te entrometes en el más sórdido de los lugares de apuestas, como si fueras
la sangrienta Reina Isabel. Después te ofreces a acompañar a un hombre como yo, no, un
monstruo como yo, ¿a su alojamiento? ¿Te tiene sin cuidado tu reputación mujer? ¿Tu
vida? —No es mi vida la que me preocupa actualmente. Es la tuya.
—Yo no tengo una vida, cariño. Sólo una existencia.
—Que podría estar llegando rápidamente a su fin, si no escuchas por lo menos lo que
tengo que decir.
Lanzó un juramento en fluido francés. Portia levantó el mentón, negándose a
ruborizarse. Había oído juramentos mucho más acalorados de labios de Adrian, la mayor
parte de ellos en inglés.
Un hombre pasó y tropezó con ellos, hediendo a carne sucia y ginebra barata. Cuando
la mirada glotona de extraño se dirigió a los senos de Portia, Julian mostró los dientes y
gruñó, el sonido primitivo levantó cada cabello de su nuca. El hombre se alejó torpemente
hasta un farol donde lanzó una mirada aterrorizada sobre el hombro.
—Al parecer no soy la única bestia que ronda las calles en esta noche londinense —
Julian se acarició el mentón, luchando visiblemente con su propuesta—. Muy bien —dijo
finalmente—. Si insistes, te llevaré a mi alojamiento. Pero sólo si prometes que me
dejarás en paz, una vez me digas lo que hayas venido a decir. —Sin esperar su promesa,
le ofreció el brazo.
Todavía obsesionada por el eco de ese gruñido, Portia vaciló por un breve segundo
antes de descansar la mano enguantada en la curva de su brazo.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Para sorpresa de Portia la desvencijada escalera que llevaba a la habitación alquilada


de Julian, en lo más profundo del corazón de Strand, la llevaba hacia arriba en vez de
hacia abajo. Esperaba encontrarlo habitando en algún sótano lujoso, mucho más parecido
a su cámara secreta en la mazmorra del Castillo de Trevelyan, hogar de su niñez y de la
de Adrian.
Esa cámara había sido adornada con cachemir, seda china y con muebles de
Chippendale, numerosos bustos y pinturas, un conjunto del ajedrez de mármol donde
podía divertirse mientras transcurrían las horas de luz, cuando no durmiera en el
recargado ataúd de madera que dominaba el cuarto.
Julian siempre había sido un vampiro que apreciaba el confort, desde que era un niño.
Por lo cual, fue un golpe a su sensibilidad cuando abrió la puerta que coronaba la
oscura escalera para revelar un estrecho pasaje, era poco más que una buhardilla.
El cuarto estaba provisto de una bañera desvencijada, una silla andrajosa, y con una
vieja mesa flanqueada por dos sillas, de espaldas a la escalera, todo hecho del pino más
barato.
Una lámpara encendida estaba sobre la mesa, mandando sombras sobre la pintura que
cubría las paredes. De no ser por las sábanas de grueso crespón negro que colgaban de
las ventanas de la buhardilla, nadie habría adivinado que había un vampiro en esa
residencia. En vez de un ataúd, una cama de armazón de hierro yacía en un rincón. Portia
aceptó la invitación tácita de Julian para precederlo en el cuarto, apartando los ojos de la
arrugada ropa de cama. Cuando giró para encararlo, él cerró la puerta y apoyó la espalda
contra ella, inspeccionándola con ojos pesados bajo los párpados.
—Portia Cabot, como has crecido.
Advirtió en su cautelosa voz, que estaba complacido por lo que veía, Portia se encogió
de hombros.
—Tenía que ocurrir forzosamente. No podía permanecer siendo una joven ingenua
enamorada de la poesía de Byron, para siempre.
—Compasión —murmuró Julian.
Abandonando su puesto en la puerta, la dirigió hacia la mesa. Después de soplar el
polvo de un par de copas mal emparejadas, vertió en ellas un líquido de una botella
ámbar que estaba sobre la mesa. Le ofreció una de ellas, sus dedos largos y elegantes
sostenían la copa. Ella la tomó y se la llevó a la nariz, oliendo el sospechoso líquido rojo
como el rubí.
—No te preocupes, es sólo oporto —le aseguró, una chispa de la diversión llameo en
sus ojos—. Del oporto barato. Es todo lo que puedo proporcionar actualmente.
Ella tomó un sorbo tentativo del vino almizcleño.
—¿Cuanto has bebido esta noche?
—No lo suficiente —dijo e inclinándose contra la mesa, se tomó la copa de un trago
profundo. Levantó la copa hacia ella en una imitación de brindis.
—Espero que perdones mi mal genio. Interrumpiste mi comida nocturna y tiendo a
estar un poco malhumorado cuando tengo hambre.
Portia se atragantó con en el oporto, sus ojos que ensancharon de horror.
—¿Esas mujeres en el garito de apuestas? ¿Te las ibas a…comer?
Abrió la boca, pero evidentemente pensó mejor lo que estuvo a punto de decir y la
cerró otra vez.
—Si me preguntas si iba a matarlas, la respuesta es no, prefiero pensar en ello más
como un pequeño bocado sabroso. —Cuándo sus ojos sólo se ensancharon aún más,
suspiró—. Allí tan sólo se encuentra asado de vacuno y sangre de carnicería, eso es más
de lo que el estómago de un vampiro pueda soportar. Cuando viajaba por el mundo en los
pasados años, hice un descubrimiento fascinante. Parece que dondequiera que voy, hay

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

siempre mujeres dispuestas, no, ansiosas, por ofrecerme un sorbo pequeño de sí


mismas. Tomo apenas lo que necesito para sobrevivir, y en el proceso… me cercioro que
ellas consiguen lo que necesitan.
Su mirada se detuvo sobre las cicatrices pálidas en la garganta de Portia.
—Ya que fuiste la primera mujer de la que bebí, supongo que debo agradecerte por
enseñarme esa lección.
Portia casi lo odió en ese momento. Lo odió por tomar un acto nacido de la
desesperación y la ternura y convertirlo en algo sórdido y sucio. Como si ese insulto no
fuera suficiente, él dio un paso hacia ella, luego otro.
—Ya no soy tan descuidado ni torpe como contigo. He aprendido a beber de otros
lugares donde las cicatrices no serán tan visibles.
Levantó una mano a su garganta, las puntas de sus dedos acariciaron las marcas que
él había dejado en ella, con una ternura seductora que la hizo temblar.
—Existe una pequeña arteria especialmente jugosa por dentro del muslo de la mujer,
apenas más abajo de…
—¡Para! —gritó Portia, alejando la mano de un manotazo—. ¡Para, estás siendo
horrible! ¡Sé exactamente lo que tratas de hacer y no lo permitiré!
Se alejó de ella, alzando ambas manos en una ridícula rendición.
—¿Nunca te espantaste fácilmente, no es así Ojos Brillantes?
Estaba equivocado. Estaba aterrorizada. Aterrorizada de manera que su pulso se había
acelerado bajo la punta de sus dedos. Aterrorizada del poder que su toque todavía tenía
sobre ella. Aterrorizada de que quizás no fuera mejor que esas mujeres que estaban
dispuestas y ansiosas de satisfacer su gran hambre, mientras que él las satisfacía a ellas.
Pero no era el único que había aprendido a cómo engañar en los años que habían
pasado. Le sonrió, utilizando sus hoyuelos como su mejor ventaja.
—Odio herir tu vanidad legendaria, pero no tengo intención de correr hacia la puerta
simplemente porque te mofes de mí. —Se desprendió del abrigo y lo tiró sobre la cama,
se quitó el sombrero y lo puso con cuidado sobre la mesa, entonces comenzó a sacarse
los guantes, un dedo cada vez. Cuando escapó de su pelliza, una de las cejas de Julian
se disparó arriba, como si se preguntase qué prenda de vestir consideraría quitar
después. Manteniendo las cintas de su retículo serpenteado alrededor de la muñeca, se
sentó con cautela al borde de la silla y tomó otro delicado sorbo de oporto.
—Tus gruñidos fingidos quizás impresionen al tipo de mujeres del que estas
acostumbrado a acompañarte, pero francamente, yo los encuentro un poco aburridos.
La oscura ceja de Julian subió aún más alto.
—Mendigo tu perdón, Señorita Cabot. Te confundí, obviamente, con esa niña
encantadora que se colgaba deliciosamente de cada silaba mía.
—Me temo que incluso el más encantador de los niños debe crecer algún día. Espero
que no te desilusione saber que ya no creo en sirenas, en duendes, ni en hombres lobo.
—Pero todavía crees en mí.
Portia apenas logró esconder su azoramiento. ¿Había desarrollado un talento para leer
las mentes, junto con sus otros oscuros dones?
—Crees todavía en la existencia de vampiros —clarificó en aguda revelación.
—¿Tengo alguna elección? No, pues tu hermano ha gastado los últimos cinco años
alejando lo peor de ellos fuera de Londres.
—Bien, eso explicaría por qué invaden los callejones de Florencia y Madrid. —
Frunciendo el ceño, Julian se sirvió otra copa de oporto y se sentó en una escuálida silla
al lado opuesto de la mesa.
—Adrian ha estado descuidando, obviamente, sus deberes como guardián. Habría
pensado que ya te habría casado con algún vizconde o conde rico, a quien podrías dar al

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

menos media docena de bebes, para mantenerte en esa guardería infantil a la que
perteneces.
—He salido hace varios años ya de la guardería y no tengo intención de volver. Por lo
menos no por un muy largo tiempo. Así que, ¿qué me dices? —dijo, parpadeando hacia
él—. Mientras viajabas por el mundo aprendiendo como esclavizar a débiles mujeres con
tus poderes seductores, ¿no tropezaste con nada de tu interés? Como, por ejemplo, ¿tu
alma inmortal?
Posó la copa sobre la mesa, tocando los bolsillos de su chaleco, como si lo que
estuviera buscando, un guante o una corbata perdida, tuviera el poder de devolverle a la
humanidad.
—La maldita ha resultado ser resbaladiza. No he tenido la oportunidad de ver al
vampiro y la oportunidad para permitirme romper su garganta y chupar mi alma robada
fuera de él se ha esfumado.
—Entonces, ¿no has encontrado aún al vampiro que engendró Duvalier? ¿El que
heredó tu alma después de que Duvalier fuera destruido?
—Me temo que no. A menos que se estén alimentando, los vampiros son notoriamente
cerrados, aún entre sí mismos —Portia frunció ceño. Algo en su tono le hizo sospechar
que no era totalmente honesto.
—¿No encontraste tu alma, pero si encontraste tiempo para convertirte en un héroe en
los campos de batalla de Birmania? Levantó un hombro, en un encogimiento de hombros
indiferente.
—¿Cuán difícil es ser un héroe cuando uno no puede morir? ¿Por qué no debía
ofrecerme a dirigir cada ataque? ¿Moverme furtivamente detrás de líneas enemigas y
rescatar a cada soldado caído? No tenía nada perder.
—A menos que el sol saliera.
Los labios le dieron una irónica sonrisa.
—Era la estación del monzón.
—Puesto que el rey te ordenó caballero, creo que estaba más que impresionado con
tus esfuerzos.
—Los soñadores de este mundo siempre buscan a un héroe. Supongo que el rey no es
diferente de cualquier otro hombre.
—O mujer —observó ella, encontrando su mirada brevemente.
Julian se enderezó, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Quizás es tiempo que me digas exactamente lo que buscas, Portia. Porque si es un
héroe, has venido al lugar equivocado.
Desconcertada por su impasible mirada, se apartó de la silla y paseó hacia la ventana.
Apartando el velo de crespón, escudriñó el callejón débilmente iluminado. Las sombras
parecían esconder caras amenazantes. Ninguno de ellos era más peligroso que el
hombre que aguardaba, no tan pacientemente, su respuesta.
Dio una mirada a su reflejo en el cristal, entonces dejó caer el crespón y giró para
encararlo.
—Busco a un asesino
Las crueles palabras quedaron entre ellos suspendidas en el aire, hasta que Julian
echó su cabeza hacia atrás con una risa campechana y dijo:
—Entonces supongo que a fin de cuentas has venido al lugar indicado, ¿no crees?

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 4

Portia sintió que la sangre abandonaba su cara.


—Entonces es verdad —aspiró, sus dedos mordiendo el lustroso satén.
—¿Qué soy un asesino? ¿Qué he tomado vidas humanas para poder sobrevivir? Odio
echar por tierra la última de las ilusiones infantiles que tenías acerca de mi, cariño, pero
en ese respecto no soy diferente de cualquier otro soldado de la Armada de Su Majestad.
Tomó un profundo aliento para afirmar la voz.
—No estaba hablando sobre batallas. Estaba hablando acerca de esas mujeres de
Charing Cross y Whitechapel.
El brillo de diversión de sus ojos se desvaneció. Frunciendo el ceño preguntó:
—¿Qué mujeres?
—Las cuatro mujeres que han muerto desde que regresaste a Londres. Las cuatro
mujeres a las que un despiadado demonio les drenó hasta la última gota de sangre.
El ceño de Julian se hizo más profundo. Se alejó de ella, hacia el hogar de ladrillos.
—Exactamente, ¿cuándo tuvieron lugar esos asesinatos?
—El primero fue hace una quincena, justo antes de que Adrian tuviera noticias de que
tú habías sido visto en Londres. Los siguientes dos le siguieron muy poco tiempo
después. Y hace tres noches, una cuarta mujer fue encontrada en un callejón detrás de la
Iglesia Blessed Mary, su cuerpo todavía estaba caliente cuando la encontraron.
Miró dentro de la fría chimenea, cruzando sus manos detrás de la espalda.
—¿Estás completamente segura que las mató un vampiro?
—Sin la menor sombra de duda —le informó Portia, su voz temblando por la emoción
contenida—. Y puedo asegurarte que esas mujeres no estaban ansiosas por entregarse al
beso del vampiro, ni deseando convertirse en sus víctimas. Sus manos estaban
ensangrentadas, sus uñas rotas. Todas lucharon apasionadamente y con valentía por sus
vidas. —Aunque sabía que era una locura, parecía que no podía evitar moverse
sigilosamente acercándose a él—. ¿Fuiste tú, Julian? ¿Asesinaste a esas pobres e
indefensas criaturas?
Se dio la vuelta y arqueó las cejas en su dirección.
—¿Me crees capaz de tal crimen y aún así me buscaste esta noche? ¿Por qué te
comportarías de forma tan temeraria?
¿Como podía explicarle su inconmovible fe en él? ¿Su inquebrantable creencia de que
no le haría daño? Ni siquiera cuando sabía exactamente de lo que era capaz.
—No creí que me hicieras daño.
—Ya te hice daño. —La mirada de pesados párpados se desvió hacia su garganta,
evitando sus ojos—. Todavía tienes las cicatrices para probarlo.
Portia se llevó los dedos a las desvaídas marcas para aquietar el hormigueo, deseando
no haber renunciado a su gargantilla en la mesa de apuestas. Sin ella, se sentía
expuesta, desnuda.
Se forzó a bajar la mano y levantar la barbilla audazmente, para encontrar su mirada.
—Vine aquí esta noche para asegurarme que no habías matado a esas mujeres. Yo fui
quien te mantuvo con vida en esa cripta hace tantos años. Si tomaste una vida inocente,
entonces soy tan responsable de ello como tú.
Él se acercó, su sombra cayó sobre ella. Su voz era una áspera melodía,
perfectamente afinada para atraer a una mujer indistintamente al placer o a la
condenación.
—Pero ¿qué pasa si efectivamente las maté yo? ¿Qué si las aceché en la noche,
asustándolas a cada paso, sólo esperando a que ellas dudaran o tropezaran para poder

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

hacerlas mías? —Envolviendo las manos alrededor del marco de la ventana detrás de
ella, bajó la cabeza, deslizando la mejilla contra la de ella. Su piel debería haber estado
fría, pero estaba caliente, ardiendo con una fiebre antinatural que amenazaba con
incinerar todas las defensas que poseía. Cuando sus labios abiertos rozaron la tierna piel
detrás de la oreja, un escalofrío primario, que tenía poco que ver con el miedo, la recorrió.
—¿Qué me detendría de hacer lo mismo contigo?
—Esto —susurró ella, presionándole contra el corazón, la afilada punta de una estaca
que acababa de sacar.
Se quedó tan quieto como una estatua. Ella esperaba que se alejara bruscamente para
poder empezar a pensar en respirar nuevamente. Pero simplemente extendió los brazos
rindiéndose, su sonrisa tan letal como un arma, como la estaca que ella tenía en la mano.
—Si has venido a terminar conmigo, entonces acabemos con ello, ¿te parece? Mi
corazón, como bien sabes, ojos brillantes, siempre ha sido tuyo, simplemente bastaba con
pedirlo. O estacarlo.
Tanto como quería creer en él, Portia sospechaba que le había ofrecido ese mismo
corazón a una multitud de mujeres, sólo para arrebatárselo de las manos en el mismo
instante que ellas se atrevieran a tratar de alcanzarlo… o a la mañana siguiente después
de que se despertaran en su cama, mareadas por la pérdida de sangre pero satisfechas
más allá de las fantasías concebidas en sus sueños más salvajes.
—Si hubieras estado tan ansioso por olvidar como quieres hacerme creer —replicó—
simplemente habrías salido a dar un paseo a la luz del sol.
A pesar de su sonrisa torcida, los ojos de Julian estaban extrañamente sombríos.
—¿Llorarías por mí después de mi muerte? ¿Rechazarías a todos los hombres que
trataran de ganar tu corazón y desperdiciarías tu juventud llorando sobre mi tumba?
—No —replicó ella dulcemente—. Pero si uno de mis más ardientes pretendientes me
obsequiara un gato alguna vez, tal vez consideraría llamarlo como tú.
—Tal vez debería dejarte algo más para que me recuerdes. —Ignorando la presión de
la estaca contra su vulnerable esternón, se inclinó aún más cerca.
Mientras el seductor aroma a oporto, jabón especiado y tabaco la envolvía, Portia sintió
que sus labios se separaban y sus ojos comenzaban a cerrarse en contra de su voluntad.
Esa era toda la distracción que necesitaba Julian. En un sólo movimiento borroso y
aturdidor, estaba sosteniendo la estaca dejándola con las manos vacías.
Mientras se apartaba de ella, llevándose su seductora fragancia con él, Portia se
reclinó contra el alfeizar, apartando de un soplido un rizo rebelde de sus ojos.
—Eso fue poco deportivo por tu parte, ¿no te parece?
Mirándola sin poder creerlo, sostuvo la estaca en alto.
—¿Más poco deportivo que tú amenazándome con empalarme con este palo
puntiagudo?
Ella se encogió de hombros, su delicado suspiro poco menos que arrepentido.
—Una dama tiene todo el derecho a defenderse a si misma contra avances no
deseados. Y contra criaturas de la noche.
Aparentemente, no tenía argumento en contra de esto porque simplemente apoyó la
estaca sobre la mesa y empezó a rebuscar dentro del repleto retículo. Su mano emergió
con uno de los frascos de delicada esencia que se habían vuelto tan populares entre las
jóvenes damas.
—Oh, no me molestaría con eso —dijo Portia rápidamente mientras retiraba el tapón y
levaba el frasco hacia su nariz—. Es sólo mi lavanda…
Hizo una mueca de dolor cuando el se alejó del contenido del frasco, apretando los
dientes en una involuntaria mueca.
Él le colocó apresuradamente el tapón al frasco, disparándole una mirada acusadora.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Nada como una pizca de agua bendita detrás de las orejas para alimentar las
fantasías de un joven.
Delicadamente puso el frasco a un lado. Por sus sucesivas incursiones dentro del
suave interior, fue recompensado con una estaca en miniatura no más larga que una
pluma, una daga enfundada, tres garrotes de cuero de diversos tamaños, y una elegante
pistola de chispa con mango perlado apenas lo suficientemente grande como para
contener una sola bala.
Estudiando el mini arsenal esparcido sobre la mesa, Julian sacudió la cabeza.
—¿Preparada para cualquier eventualidad, verdad, querida?
Portia ni siquiera trató de ocultar su sonrisa.
—Deberías ver lo que soy capaz de hacer con una aguja de sombrero.
—Estás llena de sorpresas, ¿no es así, cachorra? —Su perpleja mirada hizo un
lánguido viaje desde el ajustado cuerpo de su vestido hasta los pequeños y delicados
botines—. ¿Sólo dime que otras armas tienes escondidas allí debajo?
—Mantén la distancia y no tendrás que averiguarlo.
—¿Tengo que asumir que mi hermano te ha reclutado para su cruzada de cazar
vampiros?
Ella bajó los ojos.
—No exactamente. Bueno, al menos no todavía —se corrigió—. Pero creo que es sólo
cuestión de tiempo antes de que se de cuenta de que sería una excelente adquisición .
La estudió con renuente admiración.
—Y pensar que estaba preocupado por lo que podrían hacerte esos granujas en el
garito de apuestas. Debería haber estado preocupado por lo que tú podrías haberles
hecho a ellos. —Pasó la mano a lo largo de la estaca—. O acerca de lo que podrías
hacerme a mí.
Portia apartó la mirada de los largos y elegantes dedos que envolvían la suave vara de
madera, sonrojándose hasta la raíz del cabello. —Si esta noche hubiera venido a clavarte
una estaca, ya serías polvo.
—O yo tendría la cena para acompañar el vino. —Dado el brillo burlón en sus ojos, se
le hizo imposible decidir si le estaba haciendo una broma o si la estaba amenazando.
Le dedicó una alegre sonrisa.
—Si estás hambriento, estaré más que contenta de correr hasta la carnicería más
cercana a traerte algún roast beef crudo o un lindo pastel de riñones.
—Tengo algo un poquito más fresco en mente. —Su mirada flirteó con la garganta de
ella nuevamente—. Algo más dulce.
La sonrisa de ella se desvaneció.
—¿Era eso lo que estabas buscando cuando asesinaste a esas mujeres?
—¿Es eso lo que crees?
—No lo sé —confesó, dándose vuelta hacia la ventana apartando el borde del crepón
para escapar de su penetrante mirada.
Un solitario hombre estaba apareciendo entre las sombras que envolvían el callejón.
—Oh, no —inspiró—. No puede ser él. Me juró que no vendría hasta mañana por la
mañana.
—¿Qué pasa? —Instantáneamente alerta, Julian se deslizó detrás de ella, haciendo
que los pequeños cabellos de su nuca se erizaran.
Miró por encima de su cabeza, ambos colgándose de la ventana sólo lo suficiente, para
permanecer invisibles desde el callejón. Los imponentes hombros que se distinguían
debajo de la capa que llevaba sobre el abrigo el intruso, eran tan distintivos como el
bastón que sostenía en su poderosa mano. Un bastón que podía transformarse en una
mortal estaca simplemente con un diestro giro de la muñeca.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Mi hermano no es otra cosa que predecible —murmuró Julian, su embriagadora voz
muy cerca del oído—. Sospechaba que sólo era cuestión de tiempo antes de que me
hiciera una visita.
—Puede que esta no sea una visita social —aventuró Portia al tiempo que a Adrian se
le unía la larga, desgarbada y condenadamente familiar sombra de un segundo hombre.
Alastair Larkin era un antiguo guardia que había sido el mejor amigo de Adrian en
Oxford. Los dos hombres habían estado separados durante años y cuando Caroline entró
en sus vidas los reunió otra vez para que causaran estragos mientras se cobraban
venganza de Victor Duvalier, el vampiro que no sólo había robado el alma de Julian sino
que había asesinado al primer amor de Adrian, Eloisa Markham. Larkin también era el
socio de Adrian en su esfuerzo de cazar vampiros… y el otro cuñado de Portia, el
amoroso padre de sus sobrinos mellizos.
Mientras los dos hombres hablaban brevemente, y proseguían hacia el edificio, sus
sombras todavía colgaban abrazadas de la pared, Portia se dio la vuelta para enfrentar a
Julian, posando una mano contra su pecho.
—¡No hay tiempo que perder, Tenemos que sacarte de aquí, ahora!
Cubrió la mano con la suya, completamente perplejo por su urgencia.
—Tu preocupación me conmueve, querida, pero realmente no hay necesidad de tanto
drama. ¿Qué puede hacer Adrian? ¿Darme un severo sermón por no escribir? Sabe
perfectamente que siempre fui un pésimo corresponsal.
—Me temo que no vino hasta aquí solo para darte un sermón —le informó con tono
grave.
—Entonces, ¿qué es lo que viene a hacer… repudiarme? ¿Privarme de mi herencia?
¿Puedes verlo entrando aquí muy indignado para anunciar, ¡Ya no eres mi hermano!
¡Estás muerto para mí!?
Cuando Portia ni siquiera se dignó a dejar ver una sonrisa ante su broma, se quedó
muy quieto. Aunque su sonrisa socarrona persistió, ya no llegaba a la brillante oscuridad
de sus ojos.
—Así que el sentido común de mi hermano finalmente superó a su sentimental
devoción por el deber de hermanos. —Levantó un hombro mostrando desinterés—.
Apenas puedo culparlo, sabes. Debería haber atravesado una estaca en mi negro
corazón años atrás, la primera vez que Duvalier robó mi alma. Nos habría evitado un
montón de molestias a los dos.
Portia lo agarró por el brazo y trató de alejarlo de la ventana.
—¿No te das cuenta? ¡Tenemos que irnos! ¡Antes de que sea demasiado tarde!
Parecía que estaba a punto de pellizcarle la nariz.
—Ya es demasiado tarde para mi, dulzura. Así que ¿Por qué no huyes antes de que
Adrian te dedique un sermón, también a ti? No hay necesidad de que te inquietes por mí.
Difícilmente sea esta la primera vez que me enfrento a una muchedumbre acarreando
antorchas.
Escuchando un nuevo jaleo, Portia volvió a la ventana y levantó el crepón otra vez.
—Sospecho que esa sería la muchedumbre acarreando antorchas —dijo, apuntando
hacia el otro extremo del callejón.
Un hombre alto de nariz delgada y con el labio superior perpetuamente curvado en una
mueca desdeñosa, había entrado a zancadas en el callejón, seguido al menos por media
docena de desarreglados secuaces, algunos de ellos, efectivamente, llevando antorchas.
—¡Wallingford! —exclamó Julian, añadiendo un juramento cuando vio que su hermano
y Larkin se movían para interceptar a los recién llegados—. Tenía esperanzas de que el
bastardo me permitiría al menos una noche más de libertad antes de hacer que me
metieran en la prisión de deudores.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Ella le dio otro vivo tirón en el brazo.


—Quizás si no te hubiera pescado haciéndole el amor a su prometida en la cena de
compromiso, habría estado en un estado de ánimo más caritativo.
Julian levantó su acusadora mirada hacia ella.
—Estabas en el parque esta mañana, ¿no es así? Sabía que te había olido. —Tiró de
uno de los tirabuzones de la masa de rizos apilados sobre su cabeza y lo atrajo hacia su
nariz. Sus fosas nasales oscilaron como si otra vez estuviera bebiendo de una fragancia
evasiva.El perfume de su presa.
Gritos amortiguados se alzaron del callejón mientras los hombres de abajo dejaban de
lado toda pretensión de sigilo. Para su asombro, Julian caminó hacia un sillón orejero y se
hundió en él cruzando las largas piernas a la altura de los tobillos como si no tuviera
intención de moverse de allí por el próximo siglo o así.
—¿Qué piensas hacer? —demandó —. ¿Sólo quedarte ahí sentado y esperar a que
Adrian entre aquí arriba y te clave una estaca?
Le sacó brillo a sus uñas contra el puño de su camisa.
—Si eso le hace feliz.
—¿Y si Wallingford llega hasta ti primero?
—La prisión de deudores no puede ser tan mala —dijo alegremente—. Siempre está
oscuro y debería de haber suficiente comida.
La frustración de Portia finalmente se derramó convirtiéndose en enojo.
—¿Para esto regresaste a Londres? ¿Porque estabas cansado de provocar a hombres
que no podían matarte para que te retaran a duelo? ¿Porque sabías que Adrian
finalmente te encontraría y haría lo que tú no has tenido el valor de hacer?.
En respuesta, simplemente la miró, sin parpadear igual que una lechuza o algún otro
depredador nocturno aún más peligroso.
—¿Has pensado en lo que me pasará a mí si te quedas? —le preguntó—. Tú serás
destruido pero yo también estaré arruinada.
Un rastro de inquietud asomó a sus ojos.
—¿De qué estás hablando?
—Si me encuentran aquí en esta habitación alquilada contigo —le respondió,
arriesgándose a darle una mirada provocativa a la cama desordenada—. Mi reputación
nunca sobreviviría.
Los ojos de él se estrecharon.
—No parecía que te importara un comino tu reputación cuando hace sólo un momento
entraste en ese garito de apuestas.
—Allí nadie me conocía. Pero el Marqués de Wallingford es un hombre muy poderoso e
influyente. Una vez que haga correr la voz de que la cuñada del Vizconde Trevelyan ha
estado envuelta con el propio hermano del Vizconde, un desvergonzado vago
irresponsable y notorio libertino…
—Te olvidas de demonio chupador de sangre —interpuso él.
Continuó como si no hubiera hablado.
—...No va a haber ningún rico Vizconde o Conde haciendo fila para pedir mi mano. Ni
ninguna media docena de bebés para que me mantengan ocupada en la guardería. —
suspiró, adoptando el mismo aire de trágica resignación que una vez había usado para
coaccionar a Caroline para que le comprara un hermoso trozo de cinta que realmente no
podían permitirse—. Supongo que no me quedará otra opción que ofrecerme como
amante de algún hombre parecido a Wallingford. Estoy segura que sería un amo cruel y
exigente, pero tal vez con el tiempo, pueda aprender a complacerle.
Julian cruzó la habitación a una velocidad sorprendente, agarrándole la mano. Mientras
tiraba de ella hacia la puerta, le lanzó una mirada furiosa por encima del hombro.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Estoy totalmente dispuesto a responder ante Dios por mis pecados, pero que me
condenen si permito que seas castigada esta noche por un crimen que no tuve el placer
de cometer.
Mientras Julian se precipitaba por las oscuras escaleras, manteniendo el implacable
apretón a su mano, Portia luchó para mantenerle el paso. Antes de que pudieran llegar al
primer descanso, un fuerte golpe sonó abajo. Se detuvo, estirándose hacia atrás para que
ella se equilibrara antes de que chocara contra él. Por el sonido de su áspera respiración
a causa del pánico, pudo oír el inconfundible ruido de botas sobre las escaleras. Se
habían demorado demasiado. Les habían cortado su única vía de escape.
Julian giró, arrastrándola hacia arriba por la estrecha y zigzagueante escalera, pasando
la puerta de su habitación alquilada. Hacia arriba, arriba, arriba fueron hasta que
finalmente irrumpieron, a través de una combada puerta de madera, en el tejado.
Un golpe de aire helado azotó los pesados rizos del cabello de Portia sacándolos fuera
de sus horquillas, recordándole que se había dejado el sombrero, la pelliza y todas sus
armas en la habitación de Julian, quedándose a merced de los elementos y de él. Aún así
en vez de miedo, un extraño arrebato de alegría corría a través de sus venas.
Una fina manta de nieve colgaba de las chimeneas y los techos inclinados. Brillantes
copos danzaban a la intermitente luz de la luna, llevados de un lado a otro por los
caprichos del viento. Aunque le había jurado que había abandonado todas sus fantasías
infantiles, Portia no podía evitar sentir que se había tropezado con un reino de hadas
encantado, que era a la vez hermoso y peligroso.
Cuando era niña, había creído que ese reino estaría gobernado por un príncipe de
cabello dorado que la rescataría de cualquier amenaza. Sin embargo aquí estaba
corriendo a través de la noche de la mano de un príncipe oscuro que era muy probable
que llevara tanto destrucción como liberación.
Se detuvieron tropezando en el mismo borde del tejado. Con la nieve formando una
capa que cubría la mugre y el hollín, la ciudad se extendía delante de ellos como los
helados parapetos de un vasto castillo, el próximo tejado estaba a la distancia de un salto
imposible.
Los furiosos gritos y los truenos de las pisadas se intensificaron. En apenas unos
segundos, los perseguidores de Julian estarían sobre ellos.
Tiritando en sus brazos en el borde de ese profundo precipicio, una nerviosa risita
burbujeo en la garganta de Portia.
—Por años Adrian ha estado oyendo rumores sobre vampiros que poseen la
concentración suficiente para transformarse en murciélagos. Es una pena que tú no seas
uno de ellos.
Mientras un impotente estremecimiento la sacudía, Julian la atrajo hacia sus brazos,
usando su cuerpo para protegerla del viento. Le apartó el cabello de los ojos, mirándola
fieramente.
—Diles que viniste a buscarme, pero que ya me había ido. Que dejé Londres para
evitar la furia de Wallingford y que no les molestaré más. Diles que viniste para tratar de
convencerme para volver a casa. Porque sabías que mi distanciamiento de Adrian estaba
afectando a tu hermana y al resto de la familia. No serás capaz de engañar a Adrian, pero
Wallingford te creerá. Puedes ser una pequeña actriz muy convincente cuando quieres.
Portia abrió la boca para protestar, luego la volvió a cerrar, dándose cuenta de que no
iba a servir de nada.
—Pero ¿A dónde irás? ¿Cómo…? Retrocedió, haciendo señas hacia la estrellada
extensión del cielo nocturno.
Las comisuras de su boca se curvaron hacia arriba en una sonrisa compungida.
—Antes de que Adrian lo destruyera, Duvalier me dio un importante consejo. Me dijo

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

que sería un tonto sino abrazaba mis oscuros dones.


Como para compartir el más oscuro y precioso de esos dones, inclinó la cabeza hacia
la de ella. Allí, con la nieve y la luz de las estrellas envolviéndolos, con la presencia del
desastre cayendo sobre ellos calzando botas, la besó.
No fue un intento seductor arteramente diseñado para maximizar su placer. Esta vez
tomó lo que quiso, lo que ansiaba. Su lengua barrió a través de su boca, reclamándola,
reclamándola a toda ella, con una pasión y un poder que amenazaba con arrancarle el
alma. Aunque hubiera tenido una estaca en una mano y una pistola en la otra, no podría
haberse defendido contra tal avalancha de pasión. Tampoco hubiera querido hacerlo.
Julian gimió y ella se colgó de la parte delantera de su abrigo, respondiendo a ese
canto de sirenas con un profundo gemido, con una voz que no reconoció como la propia.
Ese gemido se convirtió en indefensa consternación cuando él arrancó su boca de la de
ella y la apartó gentilmente.
Sus ojos parpadearon hasta abrirse, justo a tiempo para verlo darse la vuelta y
zambullirse directamente a un costado del tejado. Antes de que brotara el grito que tenía
atrapado en la garganta, él había desaparecido. Una oscura forma se elevó sobrepasando
el tejado, precipitándose hacia el cielo nocturno. Portia se quedó allí parada con la boca
abierta, mirando como volaba en un gracioso círculo, para después alejarse aleteando
hacia la forma de delgada hoz de la luna en cuarto creciente.
Temblando por la impresión, puso sus manos alrededor de la boca y gritó:
—¡No te comas a nadie!
Pudo haber sido nada más que un truco del viento pero casi podría haber jurado que
escuchó la rica voz de barítono de Julian flotar de regreso con una nota rebosante de risa.
—No me des la lata.
Después, la puerta detrás de ella se abrió con estruendo y no hubo nada más que
pudiera hacer aparte de darse la vuelta y enfrentar a la muchedumbre que acarreaba
antorchas y al tormentoso ceño de su cuñado.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 5

—¿Qué tengo que hacer para mantenerte a salvo de él? ¿Encerrarte en un convento?
Al menos de esa forma no podría poner pie en suelo sagrado. —Una vez más, Adrian
estaba trazando un surco en la elegante alfombra Aubusson que cubría el suelo de la sala
de dibujo. A juzgar por las sombras que tenía debajo de los ojos y el hecho de que aún
llevaba puestos los arrugados pantalones, camisa y chaleco de la noche anterior, parecía
que no había podido dormir después de haber traído a Portia de vuelta a casa.
—Quizás deberíamos ver si el primo Cecil todavía está buscando novia en el mercado,
—ofreció Caroline, refiriéndose al lechón parecido a un sapo que una vez se había
ofrecido a doblegar el espíritu de Portia con sus puños.
Ambos, Adrian y Portia, se dieron la vuelta para mirarla con horror. Pestañeó
inocentemente hacia ellos y añadió:
—O la tía Marietta podría necesitar una dama de compañía —se dieron cuenta de que
estaba bromeando. Se sentó en el sofá de brocado con Eloisa sentada sobre sus rodillas.
La pequeña niña de cabello de miel parecía estar en inminente peligro de tragarse las
irracionalmente costosas perlas que Adrian le había regalado a Caroline para su tercer
aniversario.
El desvaído sol del atardecer se colaba a través de los altos arcos de las ventanas de
la espaciosa habitación. Portia se las había arreglado para posponer la discusión varias
horas, primero fingiendo un desvanecimiento en el carruaje de camino a casa, luego
alegando llorosamente estar exhausta cuando Adrian la había entregado a los brazos de
Caroline que la aguardaba. Desafortunadamente, su estrategia se le había vuelto en
contra. El retraso solo le había dado a Adrian tiempo para convocar al resto de la familia
para que fueran testigos de su desgracia.
La otra hermana de Portia, Vivienne, estaba sentada en un sillón orejero de cuero
cerca del hogar, manteniendo un ojo vigilante sobre los rubios mellizos de cuatro años
que jugaban con soldados de madera delante del acogedor fuego. Ni siquiera el haber
dado a luz a dos retoños del demonio al mismo tiempo, parecía haber alterado su
legendaria compostura. De acuerdo a la leyenda familiar, cuando la partera le había
entregado al segundo bebé, simplemente había murmurado,
—¡Oh, dios! ¿Puedes echarle una mirada a esto? —Mientras, su estoico marido se
había desparramado en la alfombra en un desmayo de muerte.
Alastair Larkin, a quien todos tendían a llamar simplemente “Larkin” en reconocimiento
a su carrera anterior de guardia, estaba sentado en el brazo del sillón de su esposa. Cada
pocos minutos, se estiraba para tocar ausentemente su cabello dorado. En vista de sus
severos labios y su nariz de halcón, podría haber algunas personas que se preguntaran
como un hombre tan corriente se las había ingeniado para capturar el corazón de una
belleza como Vivienne Cabot. Hasta que veían la manera en que sus inteligentes ojos
marrones se encendían cada vez que la miraba.
Portia llevaba un vestido mañanero de un sobrio tono verde que esperaba que la
hiciera verse adecuadamente penitente. Una gargantilla de terciopelo a juego adornaba
su garganta. Se sentó en su otomana favorita con las manos dobladas recatadamente
sobre el regazo y miró como Adrian reanudaba su paseo.
—Julian es mi hermano —le recordó—. Deberías haber confiado en mí para que me
hiciera cargo de la situación, no irte en alguna mal concebida misión propia.
—Sí confié en ti para que te hicieras cargo de la situación. Ese es precisamente el
motivo por el que estaba preocupada.
Se giró para enfrentarla.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—¿Realmente creías que iba a clavarle una estaca en el corazón a mi hermano menor
sin siquiera pedirle permiso educadamente?
—Adrian… los niños —le recordó Caroline, llevándose un dedo a los labios.
Lanzándole una frustrada mirada, Adrian caminó a zancadas hacia la borla del llamador
que estaba en una esquina y le dio un fuerte tirón. Después de lo que pareció una
eternidad, su muy mayor mayordomo Wilbury entró al salón de dibujo arrastrando los pies.
Con sus mejillas hundidas, su espalda encorvada y su sorprendente cantidad de cabello
blanco, parecía tener al menos 275 años.
—Wilbury, querido —dijo Caroline—, ¿te importaría llevarte a los niños y mantenerlos
ocupados por un rato?
—Eso sería el punto culminante de mis años dorados, Milady —respondió con una
helada educación—. La culminación del sueño de toda una vida que casi había
abandonado para sentarme a esperar pacíficamente a que el Grim Reaper1 viniera y me
relevara de mis deberes terrenales.
Inmune a su sarcasmo, Caroline le sonrió con cariño.
—Gracias, Wilbury. Estaba segura que dirías eso.
Arrastrando los pies hacia el hogar, el mayordomo murmuró en bajo.
—Sencillamente amo a los niños, sabe. Simplemente adoro a los pequeños y queridos
maleducados, con sus manos que todo lo agarran y sus pequeños dedos pegajosos que
ensucian cada superficie recién lustrada de la casa. —mientras se inclinaba hacia
adelante hacia el hogar, los mellizos hicieron una pausa en su juego para mirarlo
boquiabiertos. Desnudando sus puntiagudos y amarillentos dientes en una mueca de
sonrisa, les dijo con la voz áspera:
—Vamos, chicos, vengan. Los llevaré a la cocina a tomar un rico chocolate caliente.
Con los ojos ensanchados por el terror, los dos chicos saltaron y salieron corriendo y
chillando del salón. Wilbury se enderezó todo lo que su encorvada espalda le permitía,
poniendo los ojos en blanco.
—¡Wilbuwy! —gritó Eloisa, bajándose de prisa del regazo de su madre y
tambaleándose a través del salón. Envolviendo sus brazos alrededor de una de las
escuálidas piernas del mayordomo, lo miró hacia arriba y batió sus largas pestañas hacia
él.
—¡Yo querer chocolate!
Con un largo y sufrido suspiro, alzó a la rellenita niña en sus brazos, provocando que
cada uno de sus ancianos huesos crujiera en protesta. Ella se agarró alegremente de sus
deformes orejas mientras él caminaba hacia la puerta. Su seca expresión nunca varió,
pero cuando pasaba al lado de Portia le dedicó un casi imperceptible guiño.
Ella se mordió una sonrisa, conmovida de saber que al menos tenía un aliado en esa
casa. Wilbury siempre había sido partidario de Julian. Después de que Duvalier hubiese
convertido a Julian en vampiro, Wilbury había sido el único en compartir el oscuro secreto
de los hermanos, ayudando a Adrian a convertir la cripta que Julian poseía en la
mazmorra del castillo ancestral en una recámara digna de un príncipe. Se había ganado
el cariño de Portia para siempre al montar guardia en la puerta del salón de baile de la
mansión mientras ella practicaba blandiendo una estaca y disparando una ballesta en vez
de bailar y conjugar verbos en francés. También había barrido los fragmentos de los
numerosos jarrones y bustos que había roto con solo un murmullo de reproche.
Adrian esperó a que su hija estuviera definitivamente fuera del alcance del oído antes
de retornar su atención hacia Portia.
—Supongo que sólo puedo culparme a mi mismo. Debería haber sabido que nada

1
Grim Reaper, ángel de la muerte, nombrado para quitar el alma de los seres humanos.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

bueno saldría de ese encaprichamiento tuyo.


—Ya no hay necesidad de que te preocupes por eso —respondió Portia
prudentemente, aunque el recuerdo de los besos de Julian hacía que su garganta y sus
labios hormigueasen—. Tenías razón todo el tiempo. Julian no es ni el hombre… ni el
vampiro… que yo recordaba—. Bajó la cabeza, evitando deliberadamente la mirada
aguda de Caroline. Aunque ella y Vivienne eran más cercanas en edad, era Caroline la
que siempre había sido capaz de leer en su corazón.
—¿Qué te dijo exactamente cuando lo confrontaste sobre los asesinatos? —Larkin se
inclinó hacia delante, no siendo capaz de guardarse su natural curiosidad por más tiempo.
—¿Negó tener conocimiento acerca de ellos o confesó?
No había hecho ninguna de las dos cosas recordó Portia desalentada. Lo que
significaba que deliberadamente estaba escondiendo algo. ¿Pero a quién estaba tratando
de proteger? ¿A si mismo? ¿O a alguien más?
Aunque detestaba mentirle a su familia, enfrentó la mirada clara de Larkin con una
propia.
—Nunca tuve la oportunidad de preguntarle. Me temo que vuestra pequeña
improvisación de una cacería de brujas interrumpió mi interrogatorio.
Larkin se acomodó hacia atrás en el brazo de la silla, se podía palpar su decepción.
Vivienne le palmeó la rodilla y le sonrió a su hermana menor.
—Realmente no veo por qué hacéis tanto escándalo. Lo único que importa es que
Portia está de regreso con nosotros… a salvo.
—Me gustaría que permaneciera de esa forma —contrarrestó Adrian—. Pero no puedo
contar con eso mientras Julian esté merodeando por ahí.
—Me dijo que iba a dejar Londres —dijo Portia suavemente—. Que no volvería a
molestarnos a ninguno de nosotros.
Una sombra de aflicción pasó por el rostro de Adrian, haciendo que su propio corazón
se encogiese con remordimiento. No tenía forma de saber si Julian había dicho la verdad
o si sus palabras habían sido una ingeniosa artimaña para apartarlos de su rastro. Ni
siquiera se había atrevido a contarle a Adrian la forma en la que había logrado escapar,
prefiriendo dejar que todos creyeran que había usado su fuerza superior para montarse
en uno de las tuberías de desagüe del tejado para luego deslizarse hacia abajo. En todas
sus batallas, ninguno de ellos se había encontrado con un vampiro que verdaderamente
pudiera enfocar su poder lo suficiente para cambiar de forma a la de un murciélago. Si
Adrian se enteraba que su hermano poseía este extraño don, podría considerar que
representaba una amenaza aún mayor.
Adrian la sorprendió cuando se hundió fuertemente en el borde de la otomana y
recorrió con su mano su mandíbula sin afeitar.
—Sé que probablemente crees que estoy reaccionando exageradamente, pero cuando
te vi parada en el borde de ese tejado con la cara tan pálida y el cabello todo revuelto…
—Pensaste lo peor —terminó ella.
Asintió.
—Temí que hubiera bebido de ti otra vez. Que hubiera dado otro paso para matarte, o
peor aún, robarte el alma.
Sabiendo que lo que estaba en peligro no era su alma, sino su corazón, Portia enlazó
su brazo con el de él y le dio un apretón.
—Siento haberte asustado así. Lo que le dije a Wallingford era parcialmente cierto.
Sólo quería traerlo a casa. Por ti. —No había artificio en la mirada que le dirigió a su
familia—. Por todos nosotros.
Adrian se puso de pie, levantándola con él y depositando un gentil beso sobre su
frente.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Vivienne tiene razón. Por ahora la única cosa que importa es que tú estás en casa y
a salvo. Nos preocuparemos del resto más tarde.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Vivienne se levantó con un gracioso frufrú de faldas.
—Ven cariño —le dijo a su esposo—, mejor vamos a rescatar a los niños de las garras
de Wilbury antes de que los encontremos asados en alguna parte.
—¿No encerraron al pobre Wilbury en el armario la última vez que los dejamos solos
con él? —preguntó Larkin.
—No, esa fue la vez anterior. La última vez él los encerró en el armario de las escobas,
—le respondió mientras seguía a Adrian, saliendo del salón.
Solamente Caroline permaneció sentada, mirando pensativamente las danzantes
llamas del fuego. Portia se estaba acercando lentamente a la puerta cuando su hermana
dijo:
—No tan rápido, cachorra.
Portia abrió mucho los ojos adoptando una muy estudiada mirada inocente.
—¿Dijiste algo?
Carolina palmeó el sofá cerca de ella, su sonrisa igual de inocente.
—¿Por qué no te unes a mi para mantener una pequeña charla?
Portia la complació de mala gana, hundiéndose en el sofá pero manteniendo su pétreo
silencio.
—Sabes —dijo Caroline, jugando con el pañuelo con monograma de su falda—, me he
estado muriendo de la curiosidad, pero en todos estos años nunca te presioné para que
me contaras que pasó en la cripta con Julian. —Portia no pudo ocultar del todo su mirada
culpable. Había asumido que su hermana le preguntaría sobre los hechos de la última
noche, no por los acaecidos seis años atrás—. Siempre he admirado tu contención. No es
uno de tus rasgos más típicos.
—Supongo que fue más fácil para todos nosotros pretender que nunca ocurrió nada,
¿verdad? —Los cándidos ojos grises de Caroline escudriñaron su rostro—. Pero nunca
dejé de preguntarme si Julian tomó algo más de ti en esa cripta aparte de tu sangre. Eso
podría explicar los sentimientos que te vinculan a él y tu obvia renuencia a casarte.
Portia podía mantener la voz deliberadamente despreocupada pero no podía evitar que
le subiera un fuerte rubor a las mejillas. Estudió sus propias manos, deseando tener un
pañuelo que estrujar.
—¿Si sospechabas eso, por qué no mandaste a buscar a un médico para que me
examinara?
—Adrian lo sugirió, pero yo me rehusé a someterte a tal indignidad. Para decir la
verdad, ambos creímos que ya habías sufrido suficiente a manos de su hermano.
Antes de que Portia pudiera evitarlo, una frágil risa se le escapó entre los labios.
—Aprecio tu preocupación, Caro, pero puedo asegurarte que ninguna mujer jamás ha
sufrido inmerecidamente a manos de Julian Kane.
—¿Ni siquiera ahora? —contrarrestó Carolina, con su mirada más vigilante aún que
antes.
Ya que no tenía respuesta para eso, Portia solo se levantó y cruzó a zancadas el salón,
con su cabeza en alto y sus secretos aún solamente suyos.
Esa noche, Portia se sentó doblada sobre sí misma en el asiento de la ventana de su
recámara del tercer piso, mirando como se apagaban las luces de las ventanas de las
casas estilo Georgiano de la ciudad que se alineaban al otro lado de Mayfair Square.
Justo en el momento que la campana de una iglesia hacía sonar una sola nota, la última
lámpara de la plaza se rindió a la oscuridad, dejándola a solas con la luna.
Abrió la ventana, prefiriendo la fría corriente de aire al abrumador calor del fuego que
crepitaba en el hogar de ladrillos. Aunque los carruajes habían abierto fangosos surcos

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

sobre el ancho adoquinado de las calles, la nieve todavía congelaba los techos y los
alargados brazos de las ramas de los árboles, haciéndolos brillar con radiante luz. Una
fina niebla recorría con dedos fantasmales las desiertas calles.
Se envolvió mejor en el chal de lana que llevaba sobre el camisón de fino algodón, su
hambrienta mirada escudriñando la noche. El dormido silencio de la casa la hacía sentir
como si fuera la única persona despierta en todo el mundo. Pero sabía que Julian estaba
allí afuera en algún lugar, un prisionero de la noche con todos sus peligros y tentaciones.
Por lo que sabía, bien podría estar en los brazos de alguna otra mujer en ese momento,
quien nunca podría ser para él otra cosa que su próxima comida.
Posó uno de sus dedos sobre la gruesa superficie de su labio inferior, recordando la
presión demandante de la boca de él sobre la de ella. Cómo la había besado como si
fuera tanto su salvación como su condena. Cómo la había envuelto en sus brazos tan
apretada que ni siquiera la más furiosa ráfaga de viento podría haberlos separado.
Pero al final, habían terminado separándose. Lentamente bajó la mano. ¿Qué pasaría
si el beso de Julian realmente hubiera sido un beso de despedida? ¿Qué si volviera a
vagar por el mundo, exiliándose de todos los que alguna vez lo habían apreciado? ¿Y si
no volvía a verle nunca más? De alguna forma la situación era aún más intolerable de lo
que había sido antes. Con el tiempo, incluso podría llegar a creer que esos momentos en
sus brazos habían sido nada más que un sueño, la afiebrada alucinación de una mujer
destinada a pasar su vida anhelando a un hombre que nunca podría tener.
El viento gemía a través de los árboles por encima del patio de abajo, enviando un
escalofrío sobre su piel. Se estiró para cerrar la ventana, pero tras un momento de duda la
abrió incluso más.
—Ven a casa, Julian —le susurró a la noche—. Antes de que sea demasiado tarde.

Julian se coló a través de la ventana de la recámara de Portia, aterrizando sobre la


punta de sus pies con la silenciosa gracia de un gato. En ese momento debería haberse
encontrado en la mitad de su camino hacia Francia, navegando a través del canal con un
desorientado Cuthbert siguiéndole.
En cambio se había pasado el día acurrucado en un abandonado almacén en Charing
Cross, esperando a que el pálido sol de invierno se pusiera. Se había arrastrado afuera
justo después de que se alzara la luna, abriéndose camino a través de las atestadas
calles de Fleet Street y the Strand donde alguno de los secuaces de Wallingford podía
estar aún haciendo guardia esperándolo. Antes de darse cuenta, su vagabundeo sin
destino fijo lo había llevado hasta al callejón que había detrás de la mansión de su
hermano.
Se entretuvo en el callejón, retrocediendo nuevamente hacia las sombras cuando
Larkin había salido para meter a Vivienne y a un par de pequeños niños parlanchines
dentro del carruaje que los esperaba. Observó por la ventana iluminada cuando Caroline
se deslizaba en el estudio de Adrian y luego hacia el regazo de éste para tratar de aliviar
su notable tensión con un cariñoso beso. Cuando los dos dejaron la habitación, del brazo,
Julian estudió la apuesta cara de su hermano, sabiendo que él era el responsable de las
nuevas líneas de tensión que había en ella. Adrian siempre estuvo dispuesto a soportar
cada carga que por derecho hubiera sido de Julian.
Mientras Wilbury hacía su acostumbrada ronda por la casa, apagando la última de las
lámparas, Julian calculó su tiempo. Era fácil ser paciente cuando uno tenía una eternidad
para desperdiciar.
O así lo había creído hasta que se movió sigilosamente hacia el frente de la casa y vio
a Portia sentada en la ventana de su recámara. Estaba mirando hacia el cielo nocturno
con la barbilla apoyada en la mano, luciendo tan nostálgica como una niña a la que

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

acaban de decirle que el hombre de la luna había partido para encontrar climas más
soleados. Julian sabía que debería decirle adiós silenciosamente y desaparecer
nuevamente en las sombras adonde pertenecía.
Dejaría Londres. Los asesinatos se detendrían. Y si pasaba el resto de su vida
creyendo lo peor de él, ¿No sería eso lo mejor para ella? Se dio la vuelta para irse.
Ven a casa, Julian. Antes de que sea demasiado tarde.
Julian se congeló, su increíble sentido de la audición recogió el eco de las palabras que
ella dijo en un suspiro. Su mirada se disparó de regreso a la ventana sólo para encontrarla
vacía.
—Por favor, dime que la pequeña tonta le puso el pestillo —murmuró entre dientes.
Pero incluso desde su ventajosa situación, podía ver que la ventana estaba entreabierta.
Se quedó de pie allí por un largo rato, pero dudaba que incluso su santo hermano
pudiera haber resistido tan poderosa invitación. En un minuto sus pies estaban
firmemente plantados en el nevado suelo. Y al siguiente se estaba deslizando a través de
la ventana como un ladrón con la intención de robar algún tesoro invalorable.
Se deslizó silenciosamente hacia la cama. El dosel que sostenían los cuatro postes
estaba drapeado de gasa pura, dándole la apariencia de la carpa de un sultán. Mientras
apartaba esa brillante cortina, no fue difícil imaginarse a la mujer que encontró dormida
allí rigiendo tanto sobre el harén de un hombre como sobre su corazón.
Había hecho un valeroso esfuerzo para contener sus rebeldes rizos en un prolijo par de
trenzas, pero numerosos sedosos, y oscuros mechones se habían escapado para
enarcarle la cara. Dormía sobre su espalda con una mano acomodada debajo de la
sonrojada curva de su mejilla. Una compungida sonrisa curvó los labios de Julian cuando
vio la estaca aferrada en su otra mano.
—Esa es mi chica —murmuró mientras un suave ronquido escapaba de sus labios
separados. A pesar de la afición que tenía por las cosas triviales, Portia siempre había
tenido una vena práctica.
Julian sabía que si elegía presionarla con sus demandas, la estaca sería ciertamente
una débil defensa. Sólo podía sentirse agradecido de que aún no se hubiera dado cuenta
de que poseía otras armas que podrían ser incluso más letales para su corazón.
Al poco tiempo, su desarrollado sentido del olfato lo traicionó. Sus fosas nasales
ardieron cuando se inclinó más cerca, permitiéndose a si mismo el prohibido lujo de beber
su esencia. Si no hubiera sido por el olor de cuerpos desaseados y humo de cigarro que
había en el garito de apuestas, podría haberla olido cuando se acercaba y así haber
tenido tiempo de huir por la salida del fondo del local. Todavía olía exactamente como la
recordaba… limpia y dulce como sábanas expuestas al viento en una cuerda a la luz del
sol. Aun así, debajo de esa inocente fragancia de romero y jabón, se podía sentir el
irresistible almizcle de una mujer, el elusivo perfume que por siglos había estado
volviendo locos de anhelo a los hombres.
Se tragó nuevamente su propia añoranza, peleando contra el impulso de hundir la cara
contra su garganta. Estaba peligrosamente hambriento y su atrayente aroma hacía que se
doliera por devorarla en más de una forma.
De cierta forma, había sido fácil mantenerse a distancia de ella mientras pretendía
creer que todavía era una pequeña niña que sufría por un amor no correspondido. Había
puesto océanos, continentes y la continua conquista de otras mujeres entre ellos,
contentándose con dejar que sus recuerdos de ella lo atormentaran.
¿Era él la razón de que ella nunca se hubiera casado? se preguntó. Ciertamente, había
perdido suficientes horas solitarias entre el crepúsculo y el amanecer imaginándosela en
los brazos de otro hombre, en la cama de otro hombre. Y aún así aquí estaba ella, todavía
lidiando con las cicatrices de su beso en la garganta como una ardiente marca. No se le

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escapaba la ironía. Llevaba su marca, aun así nunca podría reclamarla para sí mismo
nuevamente.
¿Y por qué no?
Julian se puso rígido. Esa artera voz no le era extraña como tampoco sus oscuras
insinuaciones. Ni siquiera estaba sorprendido de darse cuenta que la aceitosa cadencia
era idéntica a la de Victor Duvalier. Después de todo, había sido Duvalier quien lo había
convertido en vampiro. Duvalier el que se había burlado de él, jurando que nunca
conocería un momento de paz o satisfacción hasta que dejara de intentar ser un hombre y
abrazara el hecho de ser un monstruo. Duvalier, quien había lanzado a Portia a sus
brazos en esa cripta, envalentonándolo para saciar tanto su hambre como su soledad al
arrancarle el alma a ella y convirtiéndola en su eterna novia.
A partir de ese momento, la tentación no había perdido nada de su encanto. Si había
cambiado en algo era para crecer más fuerte, alimentada por interminables noches de
alimentarse sin nunca poder saciar sus apetitos, tocando pero nunca sintiendo
verdaderamente.
Sin poder resistir más tiempo sin tocarla, deslizó la punta de sus dedos sobre las
pálidas cicatrices de su garganta. Un ceño aleteó en su rostro. Sus labios se separaron en
un suave gemido que podía ser indicación de placer o dolor.
Un salvaje oleada de calor inundó su ingle y sintió que le crecían los colmillos y se
hacían más afilados con temeraria anticipación. Portia volvió el rostro hacia él,
murmurando una soñolienta protesta cuando él, gentilmente tiraba de la estaca que tenía
en la mano.

Rendición.
El seductor susurro se entretejió como seda en los sueños de Portia, persuadiéndola
de bajar todas sus defensas. De soltar la última de sus armas y darle la bienvenida a la
envolvente oscuridad con los brazos abiertos.
Ya no estaba sola en la oscuridad. Él estaba allí. Fue su voz la que escuchó,
urgiéndola a confesar todos sus anhelos secretos. Podía sentirse a si misma perdiéndose
en el hipnótico poder de ese susurro, sentir sus miembros hacerse más pesados con cada
respiración superficial, cada lánguido latido de su corazón. Tenía que tenerla. Sin ella,
moriría. No siendo ya capaz de resistir sus súplicas ni sus demandas, se apartó el cabello
hacia atrás con mano temblorosa y le ofreció la garganta.
Portia se sacudió, despertándose, el sueño todavía parecía tan real que en parte
esperaba encontrar a Julian amenazante sobre ella, habiendo desnudado ya sus
colmillos. Pero la única cosa amenazante era el dosel de la cama. Se llevó una mano a la
garganta para tocarse las cicatrices, con un tembloroso suspiro escapando de sus
pulmones. ¿Qué clase de perversa criatura era? El sueño debería haberla aterrorizado,
no dejar sus pechos tensos y su cuerpo doliendo con anhelo.
Se presionó su otra mano contra el palpitante corazón, dándose cuenta de que estaba
vacía. La estaca debía habérsele resbalado de la mano mientras estaba revolviéndose
entre las ropas de cama. No sabía si alguna vez podría obligarse a utilizarla contra Julian,
pero aún así su peso familiar le daba consuelo.
Rodó hacia el costado para buscar las sábanas. Entonces vio la estaca, colocada sobre
la almohada que estaba cerca de ella con la cinta de color borgoña que ella había
colocado sobre las ganancias de Julian en el garito de apuestas atada alrededor de su
longitud con un prolijo lazo.
Preguntándose si aún estaba soñando, lentamente se sentó y pasó sus temblorosos
dedos sobre la cinta de terciopelo. Su mirada voló hacia la ventana.
Agarrando la estaca, echó las mantas hacia atrás y corrió hacia la ventana. Estaba

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

cerrada, pero no tenía el pestillo corrido, como si alguien la hubiera empujado para
cerrarla desde afuera. Una imposible proeza ya que no había balcón, ni saliente, y ningún
árbol a menos de diez pies de su recámara. Abrió la ventana de un empujón, invitando al
helado aire a precipitarse hacia el interior del calor abrasador de la habitación. Alguien no
sólo había cerrado la ventana, sino que también había avivado el fuego añadiendo un
nuevo leño.
Se reclinó sobre el alfeizar, buscando entre las sombras de abajo algún rastro de
movimiento. Pero la noche con su distante luna y brillantes estrellas estaba tan solitaria
como lo había estado antes. Hundiéndose en el asiento de la ventana, dio vueltas a la
estaca entre sus manos. Fácilmente podía imaginarse los hábiles dedos de Julian atando
esa cinta alrededor del mortífero largo antes de dejarlo descansar suavemente sobre su
almohada.
¿Estaba destinado a ser una invitación o un regalo de despedida? ¿Una promesa o
una advertencia?
Rendición, le había susurrado en el sueño. Pero ¿Qué quería él que rindiera? ¿Su
corazón? ¿Sus esperanzas? ¿Su misma alma? Llevándose la estaca al pecho, se dio la
vuelta hacia la luna y esperó el amanecer.

A la mañana siguiente Portia se arrastró hacia el salón de desayuno, disimulando un


bostezo detrás de la mano. Se había mantenido vigilando en la ventana la mayor parte de
la noche, finalmente cabeceando justo cuando los primeros rayos del sol habían asomado
sobre los tejados. Se había despertado dos horas después, sintiendo los músculos
doloridos y rígidos, sus fríos dedos todavía envueltos alrededor de la estaca.
Había deslizado su arma dentro del bolsillo desmontable de la falda antes de bajar.
Sabía que debería mostrársela a Adrian, pero un pequeño rincón egoísta de su corazón
quería mantenerla guardada a salvo fuera de la vista, sólo por un poco más de tiempo.
Podría ser el último secreto que ella y Julian compartieran alguna vez.
Adrian estaba sentado en el lado más alejado de la mesa redonda con Caroline a su
lado. A juzgar por los oscuros círculos bajo los ojos de ambos, no habían dormido mucho
más que ella. Las expresiones sombrías estaban en directo contraste con el deslumbrante
brillo del sol guiñando sobre la nieve que todavía blanqueaba la terraza fuera de la alta
ventana francesa. La pequeña Eloisa, que normalmente se entretenía lanzando pequeños
trozos de gachas de avena a Wilbury, estaba llamativamente ausente. Larkin estaba
repantigado en la silla opuesta a Adrian, su corbata medio desatada y su cabello castaño
claro revuelto como si se hubiera visto envuelto en un vendaval invernal recientemente.
No había ni un solo lacayo para atender los platos que llenaban el elegante aparador
de nogal que parecían no haber sido tocados. Mientras Portia observaba, Caroline pinchó
ausentemente su huevo con un tenedor de dos dientes pero no hizo ningún intento de
tomar un bocado.
Su desconcertada mirada barrió la mesa.
—¿Qué demonios pasa con vosotros? Parece como si alguien hubiera muerto.
—Así es —contestó Larkin con un tono contenido, sacándose un rebelde mechón de
cabello de los ojos—. Hubo otro asesinato anoche en Charing Cross, este aún más brutal
que los anteriores.
Portia caminó a tientas para apoyarse en el respaldo de una silla, deseando que
hubiera un lacayo. No confiaba en sus rodillas para sostenerla.
Caroline se estiró para alcanzar y apretar la mano de Adrian.
—No pudo haber sido tu hermano. Escuchaste a Portia. Nos prometió que había
dejado Londres.
Adrian sacudió la cabeza, sus ojos igual de desolados que el resto de su expresión.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Podría ser capaz de obtener consuelo de ese hecho si supiera con certeza que ya se
ha marchado.
—No lo ha hecho. —Las desconsoladas palabras de Portia cayeron en el vacío dejado
por las de él, atrayendo todas las miradas de la habitación hacia su cenicienta cara—.
Vino a mi habitación anoche mientras estaba durmiendo. Dejó esto para mí. —buscando
en el bolsillo de su falda, sacó la estaca y la apoyó sobre la mesa. El lazo se desplegó
contra el almidonado lino blanco del mantel como una cinta de sangre seca.
Adrian lo miraba en silencio, un músculo de su mandíbula saltaba en un tic.
—Querido —susurró Caroline impotentemente, alcanzando su brazo.
Evadiendo su agarre, empujó la silla apartándola de la mesa y se elevó en toda su
estatura. Empezó a dar la vuelta a la mesa pero antes de que pudiera alcanzar la puerta,
Portia estaba allí, bloqueándole el camino.
—¡No lo hagas! —le advirtió él, hundiéndole un dedo en el pecho—. Te quiero como si
fueras mi verdadera hermana y te bajaría la luna del cielo si pensara que eso te haría
feliz. Pero no puedo permitirte que me impidas hacer lo que debe ser hecho.
—No quiero detenerte —contestó. Una escalofriante calma se había derramado sobre
ella, dejándola piadosamente entumecida—. Quiero ayudarte.
—¿Cómo? —preguntó preocupado.
—Ofreciéndole algo que él no puede resistir.
—Y exactamente ¿qué sería eso?
Portia sintió que sus labios llenos temblaban con la más seductora y peligrosa sonrisa.
—Yo.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 6

Vestigios de niebla se elevaban de los húmedos adoquines. Más temprano ese día,
una helada lluvia había limpiado los restos de nieve de las calles, dejándolas brillantes
debajo del triste reflejo de las lámparas de la calle. Las nubes aún colgaban bajas sobre
los tejados y chimeneas de la ciudad, haciendo que fuera una noche sin luna, perfecta
para cazar.
Tres figuras salieron de la niebla… Una mujer flanqueada por dos hombres. A pesar de
su pequeña estatura y del hecho de que sus dos compañeros la sobrepasaran en altura
por casi un pie, un observador casual podría haber opinado que la mujer era la más
peligrosa de los tres. Y en ese momento, habría tenido razón.
Sus ojos azul oscuro brillaban con determinación debajo de la capucha de su capa gris
paloma. Sus bien formadas caderas se balanceaban con cada paso que daba de una
forma peligrosamente cercana a la arrogancia. La inclinación de su cabeza exudaba tanto
confianza como propósito. Podía estar dispuesta a representar el papel de víctima, pero
cualquiera lo suficientemente tonto como para coger el anzuelo que ella ofrecía, lo estaría
haciendo bajo su propio riesgo.
Cuando llegaron a las inmediaciones de los barrios bajos que se habían levantado justo
detrás de los establos reales, Adrian se llevó un dedo a los labios y le indicó a Portia y
Larkin que avanzaran hacia un desierto callejón. Los tres se apiñaron a la sombra de un
alero sobresaliente como cualquier otro vago que andaba por allí tratando de hacer algo
dañino aprovechando la noche neblinosa y prohibida.
Esta isla de miseria entre Charing Cross y el final del mercado, le vendría
perfectamente a los propósitos de cualquier villano, vampiro o mortal. Callejones sinuosos
y calles estrechas separaban las ruinosas chozas de las oscuras callejas que llevaban
nombres tan engañosamente exóticos como Islas del Caribe y Las Bermudas. Más de una
pobre mujer había sido arrastrada a uno de esos oscuros y desiertos callejones para no
volver a ser vista nunca más.
—¿Estás segura de que puedes hacer esto? —le preguntó Adrian a Portia, con el ceño
fruncido con preocupación.
—Sólo obsérvame —le contestó, desabrochándose la parte de arriba de su capa para
que la prenda de suave tejido colgara suelta sobre sus hombros.
Debajo llevaba un vestido de noche tejido con un rico terciopelo granate del color de la
sangre, con mangas recortadas y un corpiño con un profundo escote cuadrado, más
adecuado para una cortesana que para la cuñada de un respetable Vizconde. Enganchó
los pulgares en el almidonado corsé de ballenas cosido al corpiño y tiró hacia abajo para
exponer mejor las amplias curvas de su busto.
Inmediatamente Adrian la alcanzó para volverlo a subir. Ella le dio un golpe en las
manos para que las retirara.
Él suspiró.
—No puedo creer que te haya dejado convencerme para hacer esto. Tu hermana
estaba completamente en contra, lo sabes. Si dejo que te ocurra algo malo, pedirá mi
cabeza.
—Y Vivienne pedirá mis… —empezó Larkin, pero se detuvo cuando Adrian empezó a
toser. Aclarándose la garganta, terminó—, bueno, ella también pedirá mi cabeza.
Portia se ajustó las horquillas y sacó algunos rizos de las lustrosas trenzas que llevaba
acomodadas en lo alto de la cabeza, sabiendo que incluso un hombre mortal no podría
resistirse a una mujer que se veía como si acabara de levantarse de la cama.
Aunque su corazón estaba latiendo tan fuerte que tenía miedo de que ellos lo

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

escucharan, luchó por mantener las manos firmes.


—No hay necesidad de que vosotros dos estéis alborotando a mí alrededor como un
par de nerviosas mamás gallinas. Los dos me habéis estado entrenando para pelear
durante años. Siempre supimos que este día llegaría.
—Pero no con Julian como nuestro adversario —le recordó Adrian suavemente.
Portia se mordió los labios para que adquirieran algo de color, esperando que el fresco
viento de enero coloreara un poco sus pálidas mejillas.
—Entonces tendremos que dejar de pensar en él como en Julian, ¿verdad?, y empezar
a pensar en él como en el despiadado asesino en el que se ha convertido.
Los dos hombres intercambiaron miradas preocupadas sobre su cabeza, pero cuando
Larkin abrió la boca para hablar, Adrian negó con la cabeza en forma de advertencia.
Adrian apuntó hacia un abandonado almacén más abajo en esa calle.
—Estaremos justo allí, Portia. Si parece que estás en problemas, de cualquier tipo,
vendremos corriendo.
Se acercó, abriendo los brazos como para abrazarla, pero Portia se alejó de ambos.
Sus huesos se sentían tan débiles como los de Wilbury. Temía que si uno de ellos tan
solo la palmeaba en el hombro, se quebraría.
—¿Tienes todo lo necesario? —le preguntó, metiendo torpemente las manos en los
bolsillos de su abrigo.
—Eso espero —dijo ella, sacando del bolsillo secreto que le había cosido Vivenne en la
falda, la estaca que había dejado Julian sobre su almohada. Antes de volver a guardarla
dentro del bolsillo le sacó la cinta color borgoña, para luego asegurar el lazo de terciopelo
alrededor de la graciosa columna de su garganta, haciendo que fuera un blanco aún más
tentador—. Pero estoy segura de tener todo lo que él necesita.
Asomando la cabeza fuera del callejón para atisbar hacia ambos lados de la desierta
calle, Larkin sacó una pequeña pistola de chispa del bolsillo de su abrigo y se lo pasó.
—Si cualquier otro te aborda, sólo dispara al aire.
—O a ellos —dijo Adrian amargamente.
Educadamente se dieron la vuelta cuando ella se levantó el dobladillo adornado con
volantes de la falda para colocar la pistola en la liga. Se estremeció ante el contacto del
frío acero contra su piel desnuda.
—Cuando te reconozca, puede sospechar que es una trampa —le advirtió Adrian.
—Lo dudo —le respondió—. Dada su colosal arrogancia, probablemente piense que
sólo vine a advertirle de que tú estabas en camino o para leer poesía de Byron junto al
fuego.
Se enderezó, el inflexible fulgor en sus ojos les dijo que estaba lista. Adrian y Larkin
intercambiaron un asentimiento con la cabeza, luego la guiaron hacia la entrada del
callejón. Cuando llegaron a la calle, los tres se fueron en distintas direcciones como si
acabaran de concluir una sórdida cita. Adrian y Larkin se fueron tambaleando hacia una
de las callejas, sus roncas risas sonando en la noche, mientras que Portia vagó en
dirección opuesta, vacilando un poco sobre los tacones de sus zapatillas para parecer un
poco más indefensa.
Aunque sabía que solo les llevaría unos minutos a los hombres darse la vuelta y
escurrirse en el almacén que estaba cruzando la calle, nunca se había sentido tan
absolutamente sola en su vida.
Durante cinco largos años, se había consolado a si misma con la noción de que Julian
estaba por ahí afuera en la noche, languideciendo por ella igual que ella languidecía por
él. Despojada de esa ilusión, la noche se sentía tan vasta y fría como el cielo sin luna. No
quería otra cosa que acurrucarse más en su capa, pero en cambio se sacudió la prenda
de encima dejando un hombro al descubierto y levantó la barbilla bien alto, desnudando la

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

vulnerable curva de su garganta.


Paseó lentamente por allí, no queriendo alejarse mucho del almacén. Habían elegido el
lugar deliberadamente porque estaba a sólo una manzana de donde dos de las mujeres
asesinadas habían sido encontradas. Pegó un salto cuando un marinero borracho se
tambaleó saliendo de uno de los callejones justo enfrente de ella. Pero apenas le dedicó
una mirada turbada, obviamente más interesado en encontrar su próximo vaso de ginebra
que su próxima mujer.
La niebla distorsionaba cada sonido, haciendo imposible distinguir si el fantasmal eco
de una risa o una furtiva pisada, provenían de una manzana de distancia o justo detrás de
ella. Un helado hilillo de sudor se le deslizó por la nuca. Sin advertencia se dio la vuelta.
La calle detrás de ella estaba vacía. Ahora estaba siendo perseguida por el eco de sus
propias pisadas.
Negando con la cabeza ante su propio nerviosismo, regresó a su sosegado paseo.
Pero sólo había dado unos pasos cuando repentinamente los refrenó. A menos de veinte
pies de distancia, una alta figura encapuchada que llevaba una capa negra se hallaba
parada debajo de la parpadeante luz que brindaba la lámpara de la calle.
Portia sabía que todavía había tiempo para pedir ayuda. Aún había tiempo para que
Adrian y Larkin vinieran corriendo en su rescate. Pero si sonaba la alarma demasiado
pronto, Julian podría escaparse. Se encogió por dentro dándose cuenta de que un
pequeño y patético rincón de su corazón, casi quería que pudiera lograrlo.
Sus helados dedos resbalaron dentro del bolsillo de su falda, cerrándose en torno a la
estaca. Sabía ahora que no la había dejado sobre su almohada como un regalo de
despedida, sino como un reto… una provocación.
Forzó a sus pies a ponerse en movimiento. La figura debajo de la farola de la calle se
quedó allí mirándola… esperando, tan quieto, que se podría haber jurado que nunca
había experimentado la necesidad de respirar. Portia estaba casi encima cuando alcanzó
su capa y la dejó caer… revelando una brillante melena de rizos dorados.
El alivio de Portia fue tan intenso que boqueó sonoramente. No era un hombre sino una
mujer. Y no cualquier mujer, súbitamente se dio cuenta, sino una de las más
encantadoras criaturas sobre las que alguna vez hubiera posado los ojos. Su
deslumbrante cascada de cabello rubio se complementada con un par de maduros labios
color rubí e hipnóticos ojos verdes. Su tersa piel era misteriosamente lisa, haciendo
imposible juzgar su edad. Sus pálidos y finos dedos estaban adornados con joyas… Una
centelleante esmeralda, un rubí en forma de lágrima y un ópalo del tamaño de un
pequeño huevo. Portia se preguntaba qué demonios estaba haciendo en ese miserable
lugar. Bien podría ser la amante consentida de un noble, pero tan descomunal belleza
nunca podría ser confundida con una prostituta común.
—No debería andar sola por aquí, Madame —le advirtió Portia, mirando por encima de
su hombro—. Las calles no son seguras esta noche.
—¿Lo son alguna vez? —respondió la mujer, mirándola por encima de su larga nariz
patricia.
Portia detectó un deje lleno de diversión y una musical indicación de acento francés en
su voz ronca.
—Probablemente no en este vecindario. ¿Tiene un carruaje y cochero esperándola
cerca de aquí?
—No necesito un carruaje. —La mujer miró hacia la calle en ambas direcciones,
permitiéndole a Portia admirar la asombrosa elegancia de su perfil—. Estoy esperando a
mi amante.
Portia parpadeó, tomada por sorpresa tanto por el candor de la mujer como por su tono
arrogante.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Es muy tarde —dijo tentativamente—. ¿Está segura de que él vendrá?


Los llenos y rojos labios de la mujer se curvaron en una sonrisa.
—Oh, vendrá. Me aseguré de ello.
Le dedicó a Portia una deslumbrante sonrisa. Portia no pudo evitar quedarse
mirándola, hipnotizada por los ojos rasgados parecidos a los de un felino que tenía la
mujer. Se estaba empezando a sentir como la cobra enroscada en la canasta de un
maestro encantador de serpientes. Si la mujer empezaba a balancearse, se temía que ella
haría lo mismo.
—Así que dime ¿por qué una pequeña inocente paloma como tú desafía las calles esta
noche? —preguntó la mujer—. ¿También estas esperando a tu amante?
Portia se puso rígida.
—Me temo que no. Mi amor… —tropezó con la palabra—….mi amante me traicionó.
Ha probado ser un falso.
Para su sorpresa, la mujer estiró una mano blanca como la nieve con uñas color
carmesí y gentilmente le acarició la mejilla.
—Pobre pequeña paloma —canturreó— Un amante me rompió el corazón una vez. El
dolor fue tan fuerte como nada que hubiera sentido antes. Ansié la muerte.
Portia sintió que su propio magullado corazón saltaba con compasión.
—¿Realmente deseaste morir?
Los ojos de la mujer se dilataron.
—No mi muerte, pequeña. La de él. Me sentí mucho mejor después de cortarle el
corazón y comérmelo.
Portia no pudo evitar quedarse con la boca abierta, pero antes de que pudiera gritar, la
mano de la mujer se disparó cerrándose sobre su garganta. Levantó a Portia separando
sus pies del suelo, haciendo que soltara la estaca que tenía sujeta entre sus entumecidos
dedos.
Los labios color rubí de la mujer se separaron para revelar un destellante par de
colmillos.
—Si me lo permites, querida, quizás pueda poner fin a tu sufrimiento también.

—Me prometiste que dejaríamos Londres —murmuró Cuthbert, agachándose cerca de


donde Julian estaba arrodillado y dirigiéndole una mirada acusadora—. Vienes a golpear
a mi ventana tarde en la noche y me dices “abandona tu linda y caliente cama y ven
conmigo, Cubby. Trae un puñado de las joyas de tu padre y podremos pasar el resto del
invierno holgazaneando en las soleadas playas del sur de España con unas deliciosas
pequeñas bailarinas de opera”. —Tirando del borde de su sombrero de castor para cubrir
sus orejas ya rosadas por el frío, recorrió con la vista el oscuro interior del desván del
almacén abandonado con ojos desconfiados—. En vez de eso me arrastras a este
miserable agujero del infierno donde cualquier malandrín puede muy bien cortarme la
bolsa, o peor aún, la garganta.
—Si no paras de quejarte —dijo Julian ausentemente, mirando a través del mellado
agujero donde una vez había habido un panel de vidrio—, voy a cortarte la lengua.
Cuthbert cerró la boca, pero su aliento continuó escapando de su nariz en pequeños
resoplidos helados, haciéndolo parecer un dragón indignado.
Julian suspiró y giró sobre una rodilla para enfrentarlo.
—Te dije que tenía asuntos inconclusos en Londres. En cuanto los regularice, te juro
que te encontraré esa playa soleada y tu maldita bailarina de ópera.
—Tus asuntos inconclusos generalmente involucran colarte dentro de la recámara de
una dama para devolver ropa interior desaparecida antes de que su marido regrese a
casa, no pasarnos la mitad de la noche apiñados en Charing Cross, congelándonos en

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

nuestros fracs. —Se inclinó hacia delante para vigilar la calle debajo de ellos, forzando a
Julian a agarrarlo por la cola de su abrigo para evitar que se cayera de cabeza por la
ventana—. ¿Esto es sobre Wallingford? ¿Está ese canalla involucrado en alguna maldad?
¿Has encontrado la forma de chantajearlo para que rompa tus pagarés?
—Esto es acerca de pagar otra deuda. —La memoria caprichosa de Julian conjuró una
visión de Portia acurrucada confiadamente en su cama. Solo que en esta visión, ella abría
sus ojos y sus brazos y le daban la bienvenida—. Y no dejaré Londres hasta que no me
asegure de que esta pagada.
—Bueno, sólo espero que este poco característico ataque de escrúpulos no pruebe ser
letal. Para ninguno de los dos. —Cuthbert se apoyo hacia atrás sobre las caderas—. Qué
demonios has estado haciendo desde que me dejaste en la casa de mi padre la otra
noche? Basándome en tu impresionante actuación de antes en el café, ciertamente no
estuviste comiendo. Nunca había visto a un hombre comerse cinco chuletas medio crudas
de una sentada. —Sacudió la cabeza con envidiosa admiración—. Pero tengo que admitir
que mejoró tu color. Estabas un poquito pálido.
Julian murmuró algo evasivo. Todavía tenía tanta hambre que hasta el grueso cuello de
Cubby estaba empezando a parecerle tentador.
—Una vez que lleguemos a Madrid, quizás podamos…
—¡Shhhhhh! —Julian levantó la mano en señal de advertencia cuando una oscura
figura salía tambaleándose de uno de los callejones de abajo.
Pero sólo era un marinero ebrio buscando otra taberna. En algún lugar en la distancia,
las campanas de la iglesia empezaron a sonar indicando la medianoche, sus elevados y
puros tonos parecían fuera de lugar en esta peligrosa esquina del infierno donde los
jirones de niebla flotaban sobre el empedrado como humo con olor a azufre. Julian
entrecerró los ojos cuando otra figura emergía de la niebla que acababa de tragarse al
marinero.
—Es una mujer —dijo Cuthbert.
—Puedo verlo —chasqueo Julian, los nervios tensos hasta el punto de ruptura.
La mujer encapuchada vagaba por la calle como si no tuviera un destino definido en
mente. Julian podría haber pensado que estaba bebida, pero no estaba zigzagueando ni
tambaleándose. Si fuera una mujer ligera de cascos correteando para ganar algunas
monedas, le hubiera sido bien sencillo convencer al marinero para que la acompañara a
uno de los callejones cercanos para un rápido acoplamiento o poner la pelota contra la
pared, como lo denominaban en los bajos fondos.
Sintió algo de la tensión escurrirse de sus músculos cuando estuvo de frente al
almacén y se dio cuenta de que era lozana y pequeña, no alta y flexible. Pero su alivio fue
rápidamente reemplazado por una emoción más desconcertante. Había algo
penosamente familiar acerca de ese descarado balanceo de caderas, en esos lustrosos
rizos oscuros acomodados en lo alto de la cabeza y la desafiante inclinación de la cabeza.
—Qué… ¡Maldita sea!… —resopló
Parpadeó rápidamente, esperando que el hambre y la fatiga fueran la explicación para
la visión de Portia Cabot escurriéndose de sus fantasías para deslizarse por las húmedas
y empedradas calles de Charing Cross.
A pesar de la sordidez a su alrededor, bien podría haber estado paseando por Hyde
Park en un domingo soleado. Su capa se había resbalado descubriendo uno de sus
cremosos hombros, haciéndola parecer aún más vulnerable. Cuando la intensa mirada de
Julian enfocó la cinta color borgoña atada alrededor de su pálida garganta, sintió que su
boca se le quedaba seca por la fuerza con que las ansias lo embargaron.
—No es un trayecto muy saludable para que lo tome una joven mujer —susurró
Cubby—. ¿Deberíamos intervenir?

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Eso era exactamente lo que Julian deseaba hacer. Quería saltar hacia allí abajo y
meter un poco de sentido común dentro de esa tonta cabecita, algo que aparentemente
su hermano era incapaz de hacer. Pero algún instinto primitivo de supervivencia lo hizo
dudar. Había desafiado a Adrian y arriesgado su vida y su reputación para buscarlo en el
garito de apuestas. Pero ¿y si había interpretado el papel de villano demasiado bien? ¿y
si su fidelidad se hubiera cambiado de bando? No podía pensar en un anzuelo más dulce
que pudiera utilizar su hermano para atraerlo fuera de su guarida.
Cuthbert apuntó hacia la farola que estaba en la esquina.
—Ah, después de todo no hay necesidad de preocuparse. Debe haber quedado en
encontrarse con alguien.
Alguien que milagrosamente se había materializado de golpe. Alguien cuya esbelta
gracia hacía que pareciera que flotara incluso cuando no estaba en movimiento. Alguien
que en ese momento se estaba retirando la capucha de la capa para revelar una piel de
alabastro, parecida a la de un ángel y una brillante melena de cabello rubio.
Julian sintió que el escaso alimento que había obtenido de las chuletas se convertía en
agua helada en sus venas.
—Dios querido —susurró, invocando el nombre que ya no tenía derecho a usar.
Luchó por ponerse de pie.
—¿A donde vas? —demandó Cuthbert, sus patillas estremeciéndose con alarma—. No
vas a dejarme aquí solo, ¿verdad?
Julian agarró a su amigo por los hombros y sin esfuerzo tiró de él hasta ponerlo de pie.
—Necesito tu ayuda, Cubby. No te hubiera pedido que me acompañaras esta noche si
hubiera podido hacer esto solo. Pero temía que estuviéramos cayendo en alguna especie
de trampa. Necesito que hagas lo que sabes hacer mejor… cuidar mis espaldas.
Arrastró a Cuthbert al borde del desván y señaló un par de bolsas de arena que
colgaban de una viga cercana. Estaban colgando justo arriba de las astilladas puertas de
madera que guardaban la entrada principal del almacén. Ese día más temprano, Julian
había asegurado las cuerdas que las sostenían en alto a una clavija cercana.
—Si alguien aparte de mi trata de pasar a través de esas puertas, quiero que sueltes
las cuerdas y dejes caer esas bolsas de arena sobre ellos. ¿Me entendiste?
Cuthbert asintió en silencio, su garganta demasiado hinchada por el pánico para poder
hablar.
—¡Muy bien! —Julian lo palmeó en el hombro, brindándole una breve pero fiera
sonrisa.
Después se había ido, moviéndose tan rápidamente que Cuthbert hubiera jurado que
sus pies no tocaron ni una sola vez los escalones de la escalera que habían subido para
llegar al desván. Antes de que Cuthbert pudiera hacer conjeturas sobre lo que había visto,
un débil chillido, prontamente encubierto, le llegó desde la calle. Empezó a moverse hacia
la ventana pero el grito de un hombre y el tronar del sonido de pisadas corriendo lo
detuvieron.
Recordando la tarea que Julian le había confiado, tropezó en su camino hacia la clavija
donde estaba enroscada la cuerda. Asomó la cabeza hacia el costado, frunciendo el ceño.
Las pisadas venían del lado equivocado. No provenían de la calle sino desde la planta
baja del almacén. Una banda helada le constriñó el pecho cuando se dio cuenta que todo
el tiempo habían estado compartiendo el escondite con alguien más. Alguien que incluso
ahora estaba corriendo hacia la misma puerta que Julian le había ordenado que guardara.
Se estiró para alcanzar la cuerda, pero dudó, desgarrado por la indecisión. ¿No le
había dicho Julian que soltara los sacos de arena sobre cualquiera que tratara de pasar a
través de esa puerta? No había especificado en qué dirección. Las pisadas se estaban
acercando. En unos pocos segundos más, ellos estarían en la puerta.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Antes de perder la compostura, Cuthbert le dio un decisivo tirón a la cuerda, soltándola


de la clavija y haciendo que las bolsas de arena cayeran en picada hacia el piso de abajo.
Se escucharon dos fuertes golpes, gemidos ahogados, y luego un silencio de muerte.
Encogiéndose con una tardía compasión, Cuthbert miró sobre el borde del desván. En
la tenue luz, apenas pudo distinguir dos figuras oscuras desparramadas por el sucio suelo
de abajo. Aunque dudaba que el impacto pudiera haber matado a alguien, confiaba en
que por un rato esos dos no le causarían problemas a Julian… ni a nadie más. Sonrió y
se refregó las manos para sacarse el polvo, bastante complacido por haber hecho caer a
dos gigantes como esos sin la ayuda de Julian.

Portia merecía que se la comieran.


Se había permitido a si misma consumirse totalmente con la idea de que Julian era una
asesino y un monstruo y ahora estaba a punto de ser devorada por una bruja
chupasangre que debería haber reconocido como un vampiro a veinte pasos de distancia.
Mientras colgaba totalmente desvalida ante el mortal agarre de la criatura, como una
muñeca rota atrapada en las mandíbulas de un mastín gruñón, encontró extraño que en
estos, los últimos momentos de su vida, no estuviera sintiendo terror sino más bien una
aguda turbación por su propia ineptitud y un agridulce alivio por haber juzgado tan
absolutamente mal a Julian.
La punta de sus zapatillas se precipitaba hacia abajo tratando de alcanzar el húmedo
empedrado. La mujer agarró un puñado de sus rizos encerrándolos en un puño dándole
un fuerte tirón, que hizo que su cabeza cayera hacia un lado.
Cuando enganchó una de sus uñas pintadas de rojo debajo de la cinta de Portia
preparándose para arrancársela para poder alcanzar mejor la suave y vulnerable piel de
su garganta, Portia cerró los ojos con fuerza. No podía evitar preguntarse si Julian
extrañaría a su ojos brillantes cuando estos se cerraran para siempre.
Esperó a que esos letales colmillos descendieran, a que esa vibrante, punzante agonía
pintara su mundo del color de la sangre. Pero no ocurrió nada. Abrió sus ojos. La mujer
todavía tenía la garra roja enganchada en su cinta. Sus colmillos todavía estaban brillando
a sólo unas pulgadas de la garganta de Portia. Pero la mirada hambrienta se había
transfigurado en otra cosa. Por algo que estaba detrás del hombro derecho de Portia.
Portia sacó ventaja de la distracción para retorcerse en sus brazos. Aunque la
poderosa mano todavía estaba extendida sobre su mandíbula, la presión en su garganta
había aflojado un poco.
Un hombre estaba caminando por la calle hacia ellas. No, no era un hombre, Portia se
dio cuenta repentinamente, su corazón latió con esperanza.
Julian venía andando sin prisas, saliendo de la niebla como si tuviera una eternidad
para rescatarla, se movía fluidamente con gracia masculina. Con la luz de la farola
acariciando amorosamente los huesos esculpidos de su cara y el viento agitando su
oscura melena, se veía como una especie de ángel condenado, echado del paraíso por
cometer un pecado que había sido incapaz de resistir. Nunca se había visto tan
peligroso… o tan hermoso… como en ese momento. Portia cedió ante su captora,
mordiéndose un sollozo de alivio.
—Hola querida —dijo él mientras se ubicaba frente a ellas, su voz baja y sedosa.
Portia abrió la boca para contestarle, pero antes de que pudiera hacerlo, la mujer
ronroneó.
—Hola, mi amor. Llegas justo a tiempo para acompañarme en este pequeño aperitivo.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 7

Aunque su boca continuaba abierta, Portia no podría haber ahogado una palabra,
aunque su vida dependiera de ello.
Julián volvió su desdeñosa mirada hacia ella.
—Un bocado tan pequeño es apenas digno de molestia. Si fuera tú, lanzaría su trasero
al Támesis.
—Pensé que podíamos quedarnos con ella —Portia se estremeció en cuanto la lengua
de la mujer salió para darle una lamida cariñosa en su mejilla—. Es tan encantadora y yo
siempre quise una gatita.
La risa de Julián tenía un sonido cruel que ella nunca había oído de sus labios.
—¿Por qué te gustaría quedártela, Valentine? ¿Para ahogarla en una cubeta cuando
deje de divertirte jugar con ella?
Valentine.
A Portia no le pareció justo que tan hermoso nombre pudiera pertenecer a tan cruel
criatura. Pero después de todo, no parecía rimar con el significado.
—Disculpadme —carraspeó ella, su garganta seguía seca—. Odio interrumpir esta
conmovedora y pequeña reunión, pero asumo…
—¡Silencio! —silbó Julián.
Portia se odiaba por respingar, pero el calor chispeante que siempre veía en sus ojos
cuando él la miraba se había desvanecido, dejándolos fríos e inanimados. Juntó
ligeramente los labios para detener el temblor, obligada a contentarse con una mirada
desafiante
—Siempre supe que regresarías a mí —dijo Valentín, deleitándose con una nota de
triunfo evidente.
—¿Regresar a ti? —resopló Julián—. Tú eres la que ha estado siguiéndome de una
parte a otra del mundo
—Sólo porque sabía que algún día entrarías en razón y te darías cuenta que estamos
destinados a estar juntos.
El estómago de Portia comenzaba a molestarle. No ayudaba saber que ella había
tenido innumerables fantasías acerca de decirle esas mismas palabras, preferentemente
mientras la acunaba en sus brazos y mirando fijamente la profundidad de sus ojos.
—Entonces, debo suponer que ese día finalmente ha llegado —La despectiva mirada
de Julián se posó en ella—. ¿Por qué no dejas que la gatita siga su camino para que
podamos estar solos?
—¿Por qué desperdiciar tan suculento bocado? Pensaba que los dos podíamos
compartirla para celebrar nuestro nuevo comienzo.
Portia rechinó los dientes de nuevo ante la ola de dolor que sintió cuando Valentine
pasó una uña de sangre a lo largo de su garganta, tallándole una herida poco profunda.
—No —ladró Julián. Ella sintió un destello de esperanza, pero después él frunció el
ceño, esa hermosa boca se tornó malhumorada—. No estoy de humor para compartir esta
noche. Si voy a tenerla, entonces la quiero toda para mí. Ella puede ser tu regalo para mí.
Valentine sonó sinceramente sorprendida.
—Pero tú siempre has sido tan melindroso sobre cenar humanos, querido. ¿Has tenido
un cambio de corazón?
—¿Cómo puede cambiar algo que no tiene? —murmuró Portia, renovando sus
esfuerzos de retorcerse para escapar del apretón de la mujer.
Valentine se encogió de hombros.
—Muy bien. Si la quieres, es toda tuya. Pero sólo si me dejas mirar.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Le dio un fuerte empujón a Portia, enviándola a los brazos de Julián como Duvalier lo
había hecho en la cripta hacía tantos años. Pero entonces Portia no sabía que él era un
vampiro. Había presionado su cuerpo tembloroso al suyo como si él fuera su salvación.
La envolvió en sus brazos, arrastrándola hacia él. Su cuerpo estaba ardiendo con esa
peculiar fiebre que ella reconocía como hambre. Hambre de ella.
Le dio un escalofrío cuando su propio cuerpo la traicionó con un perverso
estremecimiento al sentirse de nuevo en sus brazos. Empezó a pelear en serio,
pateándolo con sus pies y golpeándolo con sus puños hasta que él se vio forzado a
torcerle ambas muñecas en su espalda para someterla. Aunque ella dudaba que su
apretón le dejara un cardenal, no había una pizca de misericordia en él. Bien podría haber
sido una mosca desvalida retorciéndose en una pegajosa telaraña.
—Lucha todo lo que quieras, pequeña —murmuró, su seductora amabilidad de alguna
manera era más cruel que toda la brutalidad de Valentine—. Sólo hará que tu rendición
sea más dulce cuando llegue.
Portia se aflojó sobre él, desechando su más profundo miedo. ¿Y si sucumbía a él? ¿Y
si en ese momento, cuando penetrara su carne y la hiciera suya de nuevo, no sintiera
desesperación sino regocijo?
Sus oscuras y exuberantes pestañas descendieron cubriendo sus ojos. Se apoyó sobre
ella, los puntos mortales de sus colmillos ya eran visibles. El calor de su boca rasguñó su
garganta con una caricia de amante, no de un monstruo y Portia sintió que su resistencia
se fundía, dejándole sólo deseo y vergüenza. Si iba a morir, ¿por qué no podía ser por su
mano, en sus brazos?
Sus labios separados se demoraron sobre el pulso detrás de su oído, haciendo de su
ligero susurro algo más que una vibración.
—Tal vez tenga que darte un pequeño mordisco, Ojos Brillantes, pero cuando te
empuje lejos de mí, quiero que corras como si el mismo diablo te estuviera pisando los
talones.
En un momento febril, Portia pensó que había imaginado sus palabras. Especialmente
cuando sus fuertes e implacables dedos rasgaron la gargantilla y sus colmillos
descendieron a través de la tierna carne de su garganta.
—Espera —chilló agudamente Valentine, congelándolos a ambos donde estaban.
Esta vez no hubo error en el conciso juramento que hizo Julián por debajo de su
aliento.
Deslizando sus muñecas fuera de su repentino y poco exigente apretón, Portia se
movió entre sus brazos hasta que ambos enfrentaron a Valentine. La mujer estaba
apuntando con la escarlata punta de su dedo tembloroso hacia la garganta de Portia.
—¿Qué es eso? —preguntó
Aunque sabía que ya era demasiado tarde, Portia se tocó con la mano las cicatrices en
su garganta. La mirada acusadora de Valentine se dirigió a su cara.
—Esta no es la primera vez que pruebas el beso de un vampiro, ¿verdad?
—Tal vez no —gruñó Julián—. Pero puedo prometerte que será el último —para
subrayar su amenaza, agarró un puñado de rizos de Portia y les dio un fuerte tirón.
—Auh —exclamó ella, lanzándole una mirada de odio por encima del hombro.
Valentine comenzó a rodearles con paso lento en un medio círculo, el borde de su capa
fluía detrás de ella como la cola de encaje del vestido de una reina. Su mirada seguía fija
en el rostro de Portia.
—¿Por qué no me dijiste que no eras ninguna extraña en nuestras costumbres?
—Porque estabas demasiado ocupada tratando de rasgar mi garganta —replicó Portia
bajando su mano, enseñando su garganta y sus heridas.
Los hipnóticos ojos verdes de la mujer se estremecieron.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—Ah, entonces la gatita tiene garras después de todo. Mejor observa sus ojos, Julián.
Pero Julián estaba observando a Valentine, cada músculo de él estaba rígido,
cauteloso.
Portia instintivamente se encogió contra él cuando la mujer la alcanzó con una mano y
rozó las yemas de sus dedos sobre las cicatrices, un toque casi suave.
—¿Quién te dejo esa marca? ¿Quién es tu amo, gatita?
Habiendo tenido suficiente intimidación de los vampiros por una noche, Portia
audazmente alejó la mano de la mujer.
—No tengo un amo y mi nombre no es gatita. Es Portia. Pero puede ser Miss Cabot si
lo prefieres.
Los ojos de Valentine se ensancharon.
—¿Portia? —escupió el nombre de su boca como si fuera el más asqueroso de los
venenos—. ¿Tú eres Portia?
Julián gimió antes de murmurar:
—Sabía que debía haberte comido cuando tuve la oportunidad.
Portia lo ignoró, su atención estaba fija en Valentine.
—¿Cómo es que me conoces?
La mujer vampiro lanzó sus manos al aire con una dramática agitación.
—¿Cómo no conocerte con Julián aquí, constantemente murmurando tu nombre en sus
sueños?
—¡No lo hagas, Valentine! —advirtió Julián—. No hay ningún beneficio en esto.
La mujer continuó como si Julián no hubiera hablado, su labio superior se curvó en un
gruñido.
—Querida Portia. Dulce Portia. Preciosa Portia. Y luego estuvo la época cuando me
hacía el amor y olvidaba mi nombre, pero no tuvo problemas para recordar el tuyo.
Portia la miró boquiabierta un momento en perplejo silencio, luego, volviéndose hacia
Julián se debatió entre besarlo o golpearlo.
—¿Decías mi nombre? ¿Cuándo le hacías el amor?
Su rostro estaba tan rígido que bien podría haberse tallado de un diamante.
—Probablemente me malentendió. Apenas te dediqué un pensamiento mientras estuve
fuera. Tú nunca has sido para mí algo más que una niña enamorada.
Valentine hizo un escéptico ruido que sonó claramente como una versión francesa de
“¡Pppht!”
Aunque Portia sabía que debería retroceder ante el cruel látigo de sus palabras,
avanzó un paso para acercársele, mirando el brillo de sus ojos.
—¿Es por eso que permaneciste tanto tiempo fuera? ¿Porque no podías soportar mi
presencia? ¿El sonido de mi voz? —preguntó ella suavemente—. ¿Mi aroma?
Él cerró sus ojos por un instante, sus fosas nasales vibraron involuntariamente.
—Estuve fuera porque estaba aliviado de estar libre de tu servil adoración. Encontré
que era una carga y un espantoso aburrimiento.
—Bueno —dijo Valentine animadamente, detrás de ella—. Entonces no te importará
que prosiga con mis planes de rasgar su preciosa y pequeña garganta, ¿verdad?
Antes de que Portia reaccionara a la amenaza de la mujer, Julián la arrastró hacia sus
brazos. La sostuvo contra su amplio pecho, abrigándola detrás de la barricada de sus
musculosos antebrazos.
—Te advertí que mantuvieras tus colmillos y tus garras cubiertos, Valentine.
—¿O tú qué? —ronroneó la mujer—. ¿Me estacarás? ¿Me empaparás de aceite y me
pegarás fuego? ¿Cortarás mi cabeza y la rellenarás con ajo?
—No me tientes —gruñó él.
Ella frunció sus exuberantes y rojos labios en un bonito puchero.

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—De verdad no deberías hacer amenazas vanas, mi querido niño, cuando ambos
sabemos que no harás tal cosa —cambió su desdeñosa mirada de Julián a Portia—.
Puedes tener su corazón, gatita, pero yo siempre tendré su alma.

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CAPÍTULO 8

Durante su larga vida, Julian se había enfrentado a vampiros, a enemigos sedientos de


sangre de todos los tipos, a soldados feroces, a maridos airados, para poner fin a su triste
existencia. Pero nunca conoció un temor tan profundo como el que sintió, cuando Portia
se separó despacio de su abrazo y le hizo frente. Aun con los zapatos de tacón, apenas
alcanzaba su barbilla, pero se dominó dando un paso atrás.
Sus ojos eran claros y brillantes, su expresión amable. Pero él sabía que si ella le
clavara una estaca en ese momento, entonces no habría quedado de él nada más que
una capa de polvo en sus zapatos.
—Así es que fuiste en busca de tu alma y la encontraste.
Aunque no fue una pregunta, él asintió lentamente.
—Dejaste a todo el mundo que te quiere esperando y preocupándose durante más de
cinco años. Mientras estábamos pasando todas esas noches sin dormir rezando por tu
regreso, tú jugabas en la cama del vampiro que te convirtió, como si fuera lo único que
podría restituir tu humanidad.
—Cuando salí a buscar al vampiro que convirtió a Duvalier, lo último que esperaba
encontrar era a una mujer.
—Apuesto a que especialmente no una tan bella. Si hubieras encontrado alguna arpía
fea, de piernas arqueadas y vieja, con una verruga peluda en su barbilla poniendo en
peligro tu alma, entonces estoy segura que no habrías tenido reparo en morder su cuello y
desgarrarlo.
Contemplándole cariñosamente, Valentine suspiró.
—Mi Julian siempre ha sido un caballero en lo que se refiere a las damas. A menudo
he temido que esa fuera su perdición.
—Por una vez, señora, usted está en lo cierto —dijo Portia suavemente, apartando los
ojos de su cara—. ¿Para qué has venido esta noche, Julian?. ¿Te has citado con tu
amante? ¿O vas a destruirla y reclamar su alma a fin de que puedas volver a casa con
nosotros? —Fue pura agonía observar como ella levantaba la barbilla y se tragaba los
últimos retazos amargos de orgullo—. ¿Por mí?
Si bien le debía mucho más, todo lo que podía darle era la verdad.
—Quise asegurarme de que los asesinatos se detuvieran. Así es que fui para decirle
que dejaba Londres. Supe que ella me seguiría, lo desease o no.
Julian sintió una punzada de pena inesperada cuando observó que había sido la causa
de que el frío volviera a los ojos de Portia. Ya que nunca había buscado su afecto
deliberadamente, no había tenido idea que la echaría tanto en falta cuando se fuera. Por
primera vez en mucho tiempo, se sintió como el monstruo que una vez fue.
—¿Sospechaste que ella era el asesino todo el tiempo?, Y aun así, ¿me dejaste creer
que habías sido tú? ¿Por qué harías tal cosa? ¿Para protegerla?
—Para protegerte. Si creías lo peor de mí, entonces pensé que podría ser más fácil
para ti dejarme ir.
Un torrente de emociones pasó por la cara expresiva de Portia antes de que finalmente
inclinase la cabeza.
—Estabas en lo cierto. Tenías razón. Porque por lo que a mí respecta, tú y tú amante
chupa-almas, podéis iros derechos al infierno.
Valentine dio unas palmadas como un niño en la mañana de Navidad.
—¡Ella nos da su bendición, querido! ¿No es sorprendente?
Sacudiendo su cabeza con repugnancia, Portia se dio la vuelta alejándose de él,
tambaleándose ligeramente sobre sus piernas temblorosas.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Luchando contra una llamarada irracional de cólera, Julian se movió tan velozmente
que ella no pudo ocultar un respingo de temor cuando apareció directamente delante de
ella.
—Me temo que no puedo dejar que te vayas.
—Ya lo conseguiste —dijo ella, con los ojos brillantes de lágrimas—. Así que te
sugeriría que te llevaras a tu preciosa Valentine y huyeras de Londres antes de que
Adrian haga que una flecha de ballesta traspase su corazón marchito y cierta belleza
sedienta de sangre herede tu alma miserable. Espero que lo dos vivan felizmente para
siempre. ¿O es demasiado tarde para eso?
Cuidadosamente se apartó del camino de él, pero antes de que pudiera escaparse, de
nuevo le bloqueó el paso. Con desesperación, trató de coger su brazo.
—Por favor, Ojos Brillantes, tienes que escucharme.
Antes de que él pudiera reaccionar, levantó el ruedo de su falda y revelando la
deliciosa puntilla de la enagua, sacó una pistola que tenía en la liga, apuntándole
directamente al corazón, amartilló la pistola con un golpecito decisivo de su pulgar.
—¡No vuelvas a llamarme eso otra vez!
Él puso los ojos en blanco.
—¡Oh, infiernos, Portia, aleja esa cosa! No vas a dispararme.
—¿Oh, No? —Sonriendo dulcemente, apretó el gatillo.
Julian se tambaleó hacia atrás, la explosión atronando en sus oídos. Apretando con
fuerza los dientes, sintió una ola abrasadora de dolor, miró hacia su pecho con
incredulidad. La herida ya se estaba curando, los bordes desiguales se estaban cerrando,
pero no tenía arreglo el agujero ennegrecido en la cara seda de su chaleco.
Recuperando el equilibrio, fijó su mirada incrédula en ella.
—¡Sabes, una cosa es amenazar con clavar una estaca en el corazón de un hombre,
pero arruinar un chaleco perfectamente fino es grosero y sangriento!
—Me puedes enviar la cuenta del sastre —Sopló en el cañón de la pistola disparada
antes de colocarla nuevamente en su liguero, entonces, señalando a Valentine, quién
había estado mirando su intercambio con deleite mal disimulado, dijo—: O quizá puedas
llevarlo a la Duquesa de la Oscuridad para que lo zurza con los dientes.
Con el pecho y el temperamento todavía heridos, Julian le gruñó, sus colmillos
instintivamente alargados. Esta vez ella no se movió ni una pulgada. los encendidos ojos
azules se elevaron hacia él, temiendo que hiciera lo peor.
—¡Aléjate de ella, Julian!
Ambos dieron media vuelta cuando la voz dominante de Adrian retumbó a través de la
noche. Se movía saliendo de la niebla hacia ellos, su mirada fija centrada en Julian y sus
enérgicas manos agarrando una ballesta de buen tamaño con una saeta letal insertada en
la ranura. Excepto por unos cuantos hilos de plata tejidos a través del dorado color miel
de su cabello, Adrian no había cambiado una pizca desde la última vez que él y Julian se
habían visto cara a cara. Sus manos sujetaban firmemente el arma, sus ojos verdes
azulados igual de resueltos como cuando jugaban a caballeros y soldados de niños.
Alastair Larkin se movió como una sombra detrás de él, luciendo un bucle brillante en
su frente y arrastrando a Cuthbert, que miraba con timidez desde su cuello almidonado.
—Traté de detenerlos, Jules —balbuceó Cubby—. Dejé caer los sacos de arena en sus
cabezas y los noquee como me dijiste, pero se recuperaron antes de que los pudiera atar.
Siempre me has dicho que no soy capaz de hacerle un nudo decente a mi corbata. Temo
que puedan ser locos evadidos de Bedlam. Continúan diciendo tonterías sin parar sobre
monstruos y sirvientes y vampiros. Cuando oímos el disparo temí lo peor y...
Larkin sacudió a Cubby, sobresaltándole.
Julian hizo frente a su hermano sin inmutarse, el viento de la noche había despeinado

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

su cabello. Desde el día que Duvalier había robado su alma y le había convertido en
vampiro, había sabido que este momento llegaría. Quizá Portia había tenido razón todo el
tiempo. Quizá había regresado a Londres porque sabía que había llegado a un punto
ineludible.
Esperó a que ella dejase de participar en la trágica escena, dándole a Adrian un
disparo limpio. Pero para su gran sorpresa ella dio un paso delante de él, poniéndose a sí
misma entre su corazón y ese dardo letal.
—Él no asesinó a esas mujeres, Adrian. Fue ella. Ella fue la que… —Portia empezó a
apuntar un dedo acusador, pero su voz rápidamente se desvaneció.
El haz de luz que emitía la farola estaba vacío. Valentine había desaparecido tan
rápidamente como había aparecido.
Portia se quedó atónita, pero Julian no estaba sorprendido en lo más mínimo por su
deserción. Valentine nunca habría sobrevivido más de doscientos años, aun
sobreviviendo un fatal encuentro con la guillotina después de la revolución francesa, sin
poseer un instinto agudo para la autoconservación.
—Pero ella estaba parada aquí mismo hace sólo un segundo —dijo Portia con
impotencia, volviéndose hacia Adrian—. ¿No la has visto? —dirigió a Larkin una mirada
suplicante— Tú la has visto, ¿verdad?
La mirada que Adrian le dirigió fue tierna y compasiva.
—Sé que tienes fuertes sentimientos por mi hermano, Portia, pero simplemente no le
puedes proteger durante más tiempo.
—Tienes absolutamente toda la razón. Tengo sentimientos muy fuertes por él. —Ella
los enumeró con los dedos—. Le detesto. Le desprecio. Me repugna.
—La contestación puntual de la señora parece ser real —murmuró Julian entre dientes.
—A pesar de mis sentimientos —dijo ella sucintamente, dirigiéndole una mirada
asesina sobre su hombro—. No le veré ajusticiado por delitos que no cometió.
Adrian negó con la cabeza.
—Te olvidas que sé que siempre te ha atraído hacer teatro. ¿Cómo puedo estar seguro
que ésta no es simplemente otra táctica para ayudarle a escapar?
—Oh, ella es sincera esta vez —le aseguró Julian—. Me disparó.
Adrian y Larkin intercambiaron una mirada incrédula antes de decir al unísono.
—¿Ella te disparó?
—¿Ella te disparó? —Cuthbert hizo eco débilmente, estremeciéndose como un búho
aturdido.
—Directamente al corazón —dijo orgullosamente—. Si hubiera estado vivo, estaría
muerto ahora mismo en lugar de no completamente.
—Estoy segura que no soy la primera mujer que te disparara —dijo Portia por la
esquina de su boca.
—Probablemente están haciendo cola para tal privilegio arriba y abajo en Covent
Garden mientras hablamos. Como puedes ver —le dijo a Adrian—, ya no necesitas
preocuparte de que el sentimentalismo nuble mi buen juicio.
Adrian avanzó otro paso hacia ellos, entrecerrando los ojos.
—Así que a pesar de tener todas las pruebas en contra, ¿me pides que crea que Julian
es inocente?
Una risa amarga escapó de sus labios.
—¡Simplemente, lo que quiero que creas es que él no es el vampiro que mató esas
mujeres.
—¿El vampiro? —repitió Cuthbert, su cara redonda estaba tan pálida que fácilmente
podría haber sido confundido por uno de lo no completamente muertos. Sus ojos vidriosos
lentamente giraron hacia atrás en su cabeza. Se desmayó, con su peso muerto provocó

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que Larkin se tambalease sobre las rodillas.


—Tengo la sensación de que nunca tuviste tiempo para decirle a tu devoto amigo que
eras un demonio chupasangre —dijo Portia.
—Nunca preguntó —contestó de forma concisa Julian, con una mirada preocupada a
Cuthbert—. Él pensaba que era el último en dormir.
—Si Julian no mató a esas mujeres, ¿entonces —preguntó Adrian—, exactamente
quién lo hizo?
—Su amante —contestó Portia, destilando hielo en cada sílaba.
—Ella ya no es mi amante —dijo Julian, mordiendo las palabras con ferocidad—. Si lo
fuera, no habría comprado una comisión en el ejército de Su Majestad y habría llegado al
punto de no volver de Birmania para escapar de ella.
Dando la vuelta por detrás de Adrian y su ballesta mortífera, Portia le hizo frente,
poniendo las manos en sus caderas bien proporcionadas.
—Supongo que ella simplemente encontró tus encantos tan irresistibles que decidió
perseguirte hasta los confines del mundo.
—¿Es tan inconcebible? —Extendió la mano para ahuecar su mejilla, bajando la voz a
fin de que sólo fuera audible a sus oídos—. Hubo un tiempo en el que tú habrías hecho lo
mismo.
Él, descuidadamente, podría haber matado su amor por él, pero ella no podía esconder
completamente el atisbo de anhelo en sus ojos cuando deslizó el pulgar sobre la suavidad
aterciopelada de su mejilla.
En ese momento Julian hizo un descubrimiento alarmante. No quería terminar siendo
únicamente un montón de polvo en sus zapatos. En algún rincón de su sentimental
corazón, siempre había creído que, aunque hubiera muerto sin recuperar su alma y
abandonado toda esperanza de ir al cielo, todavía viviría para siempre, aunque fuera sólo
en su corazón. Si dejaba a Adrian destruirle ahora, ella probablemente escupiría en su
tumba.
—Lo siento —murmuró él.
—¿Por qué? —Las lágrimas chispearon en sus ojos—. ¿Por romper el corazón tonto
de una joven?
—Por esto —Sin tomarse tiempo para considerar cuidadosamente las consecuencias,
deslizó la mano de su mejilla a su nuca y la cogió con fuerza en sus brazos. Envolviendo
el otro brazo alrededor de su delgada cintura, la arrastró a fin de que ambos quedaran
frente a Adrian. Usar su cuerpo vulnerable como un escudo fue la única forma que se le
ocurrió de protegerlos a ambos.
Adrian se abalanzó hacia ellos.
Forzado a esgrimir su única arma, Julian inclinó la cabeza hacia la garganta de Portia,
dejando al descubierto sus colmillos.
Mascullando un juramento, Adrian se quedó congelado en el sitio, mientras Larkin
observaba las flechas que sostenía en sus manos.
El cuerpo caliente de Portia temblaba contra el suyo, pero Julian sospechó que ella
vibraba por rabia, no por miedo.
—Deberías haberla escuchado —dijo de forma desagradable—. Hay un depredador ahí
fuera que es mucho más peligroso que yo. Su nombre es Valentine Cardew. Ella fue el
vampiro que cambió a Duvalier esa noche en el maldito club. Cuando le destruiste, dejó
todas las almas que había robado así como su energía, en su poder. Y ahora que ella
sabe quién es Portia, no descansará hasta que esté muerta.
—Entonces, suéltala —imploró Adrian, su mirada fija afligida oscilando sobre la cara de
Portia—. Déjame protegerla.
El temperamento de Julian hizo finalmente erupción.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—¿Tú has hecho un buen trabajo hasta ahora? ¡Darle permiso para recorrer sin
acompañante las calles de la ciudad por la noche haciendo una visita a los garitos de
juego y alojamientos de hombres! ¡Usándola como cebo para el monstruo y enviándola a
recorrer arriba y abajo los callejones oscuros como una vulgar mujerzuela. ¡Si la hubieras
protegido como era tu obligación, ahora estaría casada con algún joven conde agradable
y habría olvidado mi sangriento nombre!
—¡Debería ser tan afortunada! —Portia corcoveó salvajemente contra él, pero sólo tuvo
éxito en presionar su masculinidad exuberante contra sus caderas, una posición que fue
indudablemente mucho más dolorosa para él que para ella—. Por si lo has olvidado,
Adrian es mi cuñado, no mi padre. ¡Soy perfectamente capaz de cuidarme por mí misma!
—Oh, sí, eso es realmente evidente —contestó secamente, haciendo una mueca de
dolor cuando uno de sus tacones golpeó su espinilla.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Adrian a Julian.
—No se trata de lo que quiero. Se trata de lo que tú necesitas. Y si quieres tener
cualquier esperanza de proteger a Portia de Valentine, entonces vas a necesitarme.
—Nos las hemos arreglado sin ti todos estos años —Portia inspiró, conteniendo la
respiración para aflojar el abrazo de Julian bajo la suavidad seductora de sus pechos—.
Estoy segura que encontraremos la manera de continuar.
Adrian avanzó otro paso hacia ellos.
—¿Por qué Portia, Julian? ¿Por qué tendría esa Valentine tuya una venganza particular
en contra de Portia?
Portia, todavía entre sus brazos, sintió que todo el afán de lucha salía de ella
drásticamente y contuvo la respiración, esperando su respuesta.
Él redujo su apretón con suavidad para convertirse en algo peligrosamente cercano a
un abrazo.
—Porque Valentine no es sólo una demente, sino una demente celosa. Y en algún
momento, ella ha podido tener la impresión equivocada que… que Portia y yo… que una
vez fuimos… —vaciló, su elocuencia usual abandonándole.
—¡Oh, por el amor de Dios —gimió Portia—. Dispárale a él, o dispárame a mí, líbranos
a uno de los dos de la miseria.
Su mirada fija viajó entre su cara y la de Julian, Adrian, lentamente, bajó la ballesta.
Portia inmediatamente dio un tirón con fuerza, se liberó de su agarre y tropezó al lado de
Adrian. Él envolvió un brazo alrededor de ella, cobijándola en el refugio de su cuerpo.
Cuthbert dejó escapar un fuerte gemido y comenzó a moverse, no dando a Julian
opción, se le echó encima para ayudar a Larkin, pero cayó a sus pies.
—Vamos, Cubby —dijo quedo Julian, sacudiendo el polvo de la levita arrugada de
Cuthbert—. Te has dejado tu pobre corbata toda torcida.
La niebla en sus ojos empezó a disiparse, Cuthbert abofeteó a Julian con fuerza y
comenzó a echar marcha atrás, temblando con verdadero horror.
—¡Apártate de mí, Diablo!
—Iba a decírtelo, Cubby. Estaba esperando el momento correcto.
—¿Y cuándo habría sido? ¿Después de que me hubieras arrancado la garganta
mientras dormía?
Julian dio un paso involuntario hacia él, sus manos cerradas en puños indefensos a sus
lados.
—Nunca te habría lastimado. Eres mi amigo.
—¡No puedo tener amistad con un demonio! Debería haber escuchado a mi padre. Él
estaba en lo correcto acerca de todos vosotros. ¡Ustedes realmente son las hordas de
Satán!
Con esas palabras malditas, Cuthbert se dio la vuelta y salió corriendo a la calle a una

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velocidad que Julian jamás había visto en toda su vida.


Él desvió su mirada fija implorante hacia Portia, pero ella simplemente negó con la
cabeza con repugnancia y le volvió la espalda, tropezando cuando el tacón de su zapato
se atascó. Maldijo por lo bajo, y saltó lo suficiente para librarse de ambos zapatos, los
arrojó en un callejón, y se fue con los pies únicamente protegidos por sus medias.
—¿A dónde crees que vas? —gritó Julian.
—A casa —dijo rápidamente—. Donde tengo intención de aceptar la propuesta del
primer hombre que pueda probar que todavía está en posesión de su alma. He oído que
el marqués de Wallingford podría estar en el mercado para una prometida nueva.
Julian la siguió con una mirada fija, jurando suavemente.
Adrian se unió a él, la ballesta ahora apuntaba al suelo en lugar de su corazón.
—Estoy contento de ver que no has perdido tu toque con las damas, hermano
pequeño.
Manoseando el agujero en la seda de su chaleco, Julian le lanzó una oscura mirada.
—No estarás sorprendido cuando te enteres de que soy aun más popular con mi
sastre.

Un golpe sonó en la puerta del dormitorio de Portia, suave pero persistente.


Su única respuesta fue arrebujarse más en el asiento junto a la ventana, subiendo
hasta la barbilla la colcha con la que se había envuelto alrededor de los hombros. Fuera
de la ventana el primer reflejo rojizo del amanecer comenzaba a desdibujar noche.
Oyó un chirrido suave cuando se abrió la puerta y fue cerrada otra vez.
Sin darse la vuelta, dijo:
—¿Te he dicho alguna vez, que hay momentos en que desearía que fueras un
vampiro, para que no pudieras entrar en mi cuarto sin ser invitada?
—¿No me has oído? —preguntó Caroline, cruzando el cuarto y sentándose en el lugar
opuesto del asiento junto a la ventana—. Las hermanas mayores son de lejos más
poderosas que los vampiros. Ni un ajo o un crucifijo nos mantiene a distancia cuando nos
entrometemos en tus asuntos.
Ella extrajo un pañuelo bordado con unas iniciales del corpiño del traje de noche y se lo
ofreció a Portia. Era el mismo pañuelo que Adrian le había entregado a Caroline la
primera vez que se vieron. Portia aceptó la oferta y se sonó ruidosamente. De momento
no tenía paciencia para tales bobadas sentimentales.
Ella se dio ligeros toques en su nariz enrojecida.
—Ahora que he tenido éxito en traer a casa al hijo pródigo, ¿no deberías estar
celebrándolo a lo grande? ¿O él se ofreció como voluntario para mentir sobre el asunto?
—No creo que tuviera la oportunidad. Adrian ha estado encerrado en el estudio con él
la mayor parte de la noche.
—Por eso se escuchaba todo ese griterío. Dudo que haya quedado yeso en el techo
allá abajo.
Caroline extendió la mano y palmeó su rodilla a través del cubrecama.
—Adrian me dijo lo que sucedió en Charing Cross.
—¿Oh, él lo hizo? ¿Te dijo también que mientras estaba pensando en su hermano,
Julian estaba retozando en la cama de una hembra que hace que Lucrecia Borgia
parezca la Virgen María? ¿Un vampira que no acierta a meter su alma en su retículo?
Caroline inclinó la cabeza.
—Creo que él podría haber hecho mención de eso. Larkin regresa esta noche después
de la puesta del sol, así es que pueden discutir lo que ha sucedido acerca de ella.
—Bien —dijo Portia enérgicamente—. Cuanto más pronto ella se vaya, más pronto
podrá Julian regresar a la vida que ha elegido.

58
EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Caroline suspiró.
—No trato de disculparle, pero cuando salió de casa para ir en busca de su alma, tú
eras poco más que…
—¡No lo hagas! —advirtió Portia, apuntándole con un dedo—. Si dices “niña” entonces
voy a tener tal rabieta que el chillón Wilbury tendrá que encerrarme en el armario de las
escobas con los gemelos.
—¿Le puedes culpar verdaderamente por irse? ¿Qué tenía él para ofrecerte a parte
que peligro y pena?
—¿Qué estás tratando de decir? —Portia se retrocedió para evitar las lágrimas—.
¿Que fue noble en sacrificar su cuerpo en aras de la vida disoluta y la depravación? ¿Que
él lo hizo todo por mí?
—Sabía que no podía cambiar lo que era. Ni aun por ti.
—Ah, el problema no es ese, Caro. Una vez que la encontró, pudo haber cambiado lo
que era. Por mí. Pero no lo hizo —negó con la cabeza, arrojando una lágrima de su
mejilla—. Yo he desaprovechado todos estos años creyendo que era lo único que le
podría salvar, cuando nunca quiso realmente salvarse del todo.
Caroline amablemente acarició un mechón húmedo de cabello en su mejilla.
—Quizás no creyó que valiera la pena salvarlo.
Asustada de desmoronarse de nuevo bajo el peso de la simpatía de su hermana, Portia
apretó la colcha más firmemente alrededor de los hombros y fue de nuevo a mirar hacia la
ventana.
—Quizás él tenía razón.
Mientras Caroline salía silenciosamente fuera del cuarto, Portia miraba las sombras de
la noche, tomando lo último de sus sueños de juventud en ellas.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 9

Portia se entretuvo a propósito en su dormitorio hasta después del mediodía. Podría


haberse escondido allí indefinidamente, pero no quiso que su familia pensase que estaba
mortificada, o peor aún, consumiéndose poco a poco por su corazón roto. El sol
finalmente había salido puntualmente varias horas atrás, supo que no tendría que
preocuparse por toparse con Julian en algún lugar desierto. Después de cinco años de
espera para que él volviera a casa, era todavía difícil creer que ahora residían bajo el
mismo techo.
Bajó graciosamente la larga escalera curvada, una mano deslizándose suavemente
sobre el pasamanos. Fue pura casualidad que hubiera elegido uno de los trajes de noche
del color que más le favorecía, era un vestido de seda de Spitalfields, del mismo rico color
azul de sus ojos. El fajín le bajaba unos diez centímetros y el profundo escote en V de su
corpiño reducía su fina cintura y ponía de relieve la curva exuberante de sus senos. Un
delicado encaje asomaba incitante por el escote redondeado. Ella había cambiado su
habitual gargantilla ajustada en favor de una bufanda de gasa japonesa blanca,
envolviéndola alrededor de su garganta dos veces, de modo que sus extremos flotaran
detrás de ella, semejando las alas de un ángel.
Se llevó una mano a su cabello. No estaba como si hubiera indicado a su doncella la
realización de un peinado excesivamente elaborado. Había requerido al menos de treinta
horquillas enrollar la pesada masa de cabello encima de su cabeza, dejando una cascada
de rizos para enmarcar su rostro.
Posó una mirada en el espejo de marco dorado que había en el vestíbulo, luego se
detuvo y dio marcha atrás, incapaz de resistir la tentación de pellizcarse hasta que
aparecieron un ramillete de rosas frescas en sus mejillas. ¿Por qué no debería esforzarse
en estar más atractiva? Después de todo, una señorita nunca sabía cuándo podía
aparecer un pretendiente elegible.
Inclinó la barbilla en varias direcciones mirando su reflejo, cuando una figura
cadavérica vestida con una librea negra se materializó justamente detrás de su hombro
izquierdo.
—¡Wilbury! —exclamó ella, llevándose una mano a su corazón palpitante—. Debes
dejar de acercarte inadvertidamente a mí de ese modo. ¡Si no tuvieras reflejo en el
espejo, entonces habría jurado que eras un vampiro!
Aunque la cara arrugada del mayordomo tenía el semblante ceñudo acostumbrado,
hubo un movimiento rápido inconfundible de regocijo en sus ojos legañosos.
—¿Ha oído usted que el amo Julian ha llegado a casa?
Portia dio una vuelta alrededor de él. Se dio cuenta de que sabía que estaba informada
de que Julian estaba de regreso en la mansión. La edad no había embotado la vista del
brusco viejo entrometido, su oído, o su ingenio. Probablemente también sabía
exactamente a qué hora finalmente había dejado de llorar en su almohada anoche y fue a
la deriva en un sueño de encantamiento.
—Había oído algún rumor al respecto —dijo ella remilgadamente— ¿Debo suponer que
él se ha echado una siesta en la biblioteca?
Sin pronunciar una sola palabra, Wilbury levantó el brazo y apuntó con un dedo largo y
huesudo a la puerta de la biblioteca. Únicamente habría necesitado una guadaña y una
capa con capucha y podría haber sido tomado por la muerte misma.
Tragándose un nudo de temor, Portia contempló la alta puerta de roble como si fuera la
puerta de su propia tumba. Ella no había planeado sentir una tentación así a primera hora
del día. Pero quizá era justo lo que necesitaba. ¿Después de todo, qué mejor manera de

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

probar a su familia y a sí misma que finalmente estaba libre del hechizo de seducción de
Julian?
Sonrió a Wilbury como si no tuviera ninguna preocupación.
—Quizás solamente debería asomarme para asegurarme de que está descansando
cómodamente.
—Eso sería muy considerado de su parte señorita. —El mayordomo le enseñó sus
dientes amarillentos con un rictus de muerte en la sonrisa.
Portia dio dos pasos indecisos hacia la puerta, luego retrocedió, con determinación
decidió informar a Wilbury que había cambiado de idea y que el amo Julian quizás no
debería ser molestado como mínimo en el próximo siglo o dos.
El mayordomo se fue. De algún modo logró deslizarse alejándose sin que le crujieran
sus viejos huesos. Suspirando, Portia se volvió hacia la puerta.
Tragándose las dudas, entró silenciosamente en la biblioteca, sujetando la pesada
puerta y cerrándola tras ella. Podía darse cuenta por qué la habitación sería atrayente
para un vampiro en la necesidad imperiosa de descansar el resto de un buen día. La rica
madera de caoba oscura revestía con paneles dos de las paredes mientras las otras dos
estaban forradas del piso hasta el techo con estantes llenos de libros. El cuarto tenía una
sola ventana estrecha y sus cortinas opacas de terciopelo no sólo estaban cerradas, sino
prendidas cuidadosamente con alfileres, sin duda había sido Wilbury. Lo que no sería
obstáculo si la pequeña Eloisa entrase en la biblioteca y accidentalmente las abriese para
dar entrada al claro brillo del sol, no dejando vestigios de su tío sino un punto
chamuscado en el carmesí y oro de la alfombra turca.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz, Portia pudo discernir perfectamente
la forma delgada de un hombre que estaba tumbado desgarbadamente en uno de los
sofás color borgoña que flanqueaban la fría chimenea. Avanzó más cerca, su corazón
dando bandazos a un ritmo excesivamente familiar.
Julian solamente llevaba puesta la camisa, los pantalones, y las medias. El cuello de la
camisa estaba abierto, revelando una mata de crespo cabello oscuro. Su cabeza estaba
recostada sobre el brazo redondeado del sofá y sus largas piernas musculosas estaban
estiradas hacia adelante. Las pestañas oscuras y sedosas descansaban sobre sus
mejillas. A pesar de la quietud antinatural de su pecho, parecía estar en el más profundo
de los sueños.
Portia sintió que el corazón se le ablandaba en contra de su voluntad. Él ya no era una
amenaza para nadie. Su sobrenatural fuerza y los instintos de depredador le podían hacer
casi invencible de noche, pero eran esos mismos instintos los que le traicionaban con la
salida del sol, dejándole tan vulnerable como un niño.
Se preguntaba si todavía soñaba. Si había paseado por prados soleados o si las
sombras de la noche cubrían sus horas de sueño así como también las de vigilia.
Antes de que pudiera detenerse, peinó hacia atrás con los dedos el mechón de cabello
rebelde que siempre caía por su frente. Él se movió y entonces echó hacia atrás la mano,
consternada de cuan fácilmente había capitulado su reciente indiferencia. Resueltamente
le dio la espalda, decidiendo dejarle con sus sueños, o lo que quiera que fueran.
Se encontraba a medio camino de la puerta cuando oyó algo detrás de ella.
Lentamente cambió de dirección. Los ojos de Julian estaban todavía cerrados, su cara
en dulce reposo. Pero la voz desafiante de Valentine pareció hacer eco a través del
acogedor silencio: ¿Cómo no podría saber quién es usted, si Julian está constantemente
murmurando su nombre en sueños?
Portia vaciló, sabiendo que sería la peor clase de tonta si se rezagaba. Julian se
removió otra vez, sus labios moviéndose silenciosamente. Su resistencia
desmoronándose por el peso de la curiosidad, anduvo de puntillas de regreso al sofá.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Una sonrisa débil curvó en ese momento sus labios.


—Oh, querida —murmuró él—. Tus labios son más dulces que el vino. ¿Dame otro
sorbo, quieres?
Portia se quedó sin aliento. Ella debería haber sabido que sus sueños no contendrían
algo tan insulso como un paseo romántico a través de un prado iluminado por el sol.
Dirigió una mirada furtiva a la puerta. Supo que debería deslizarse silenciosamente y salir
de la habitación, pero en lugar de eso se encontró apoyándose más cerca del sofá, así no
se arriesgaba a perderse ni una sola palabra.
Una risa ahogada escapó de los labios de Julian, enviando un temblor delicioso por
debajo de su columna vertebral.
—Tú, pequeña descarada, sabes que siempre siento cosquillas cuando me besas ahí.
Ella deslizó una mirada fija y especulativa a todo lo largo de su cuerpo musculoso,
preguntándose cómo era posible.
—Oh, perfecto, ángel… justamente ahí… Ahhhhhhhh un poco… más abajo… —Su
suspiro se transformó en un gemido profundo.
A Portia se le secó la boca. Abanicó sus mejillas excitadas, preguntándose cómo
podría hacer tanto calor en la biblioteca si la chimenea estaba apagada. Aún peor, el calor
pareció esparcirse como miel derretida en sus pechos y su vientre.
La voz de Julian se había ido desvaneciendo hasta convertirse en un murmullo.
Olvidándose completamente de su precioso traje de noche, Portia se dejó caer de rodillas
y se recostó sobre él, esforzándose en entender sus palabras.
Sus labios casi tocaban su oreja cuando él le murmuró:
— Mi ángel… mi dulce… mi querida...
Ella contuvo la respiración, cogiendo fuerzas para el momento en que el soltara
impulsivamente el nombre de Valentine.
—…Portia mi desvergonzada curiosa.
Ella dio un tirón hacia atrás a su cabeza para encontrarse a Julian mirándola hacia
arriba, sus ojos oscuros centelleando con triunfo y travesura.
—¡Vaya, diablo miserable! Estabas despierto todo el tiempo, ¿no? —Tropezando,
agarró rápidamente uno de los cojines decorados con borlitas del sofá y comenzó a
golpearle con él.
Julian levantó sus manos para evitar los golpes, riéndose en voz alta.
—Espero que no estés armada. Adrian me prestó esta camisa y a mí me repugnaría
devolvérsela con un agujero negro sobre el corazón.
—¡Debería dispararte por burlarte de mí de una manera tan poco caballerosa!
—¿Y supongo que es cortés que una señora escuche detrás de las puertas a un
caballero, especialmente si está dormido?
Cuando él balanceó sus largas piernas por el borde del sofá y se puso derecho, Portia
se dio cuenta de lo tonta que había sido al creer que estaba desvalido. Su débil palidez
hacía más profundos los huecos bajo sus pómulos y afilaba el destello de obsidiana de
sus ojos. Con su cabello revuelto y un par de hoyuelos bribones cortando totalmente sus
mejillas, parecía la tentación misma, una invitación casi irresistible para pecar.
Moviéndose hacia atrás lejos de él, agarró firmemente el cojín contra su pecho como si
fuera un escudo.
—No dormías, y no escuchaba a escondidas. Estaba aquí simplemente… —Hizo una
pausa, buscando frenéticamente una coartada—. Vine en busca de un libro y pensé que
no había nadie en el sofá.
—¿Tienes la impresión de que me lo he tragado?
Ella le miró con reprobación.
—Debería haber sabido que te estabas burlando de mí. Ninguna mujer que tenga un

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

poco de moralidad se permitiría ser seducida por tal charla tonta y trillada. ¡Labios más
dulces que el vino, efectivamente!
Él golpeó ruidosamente su corazón con una mano, haciendo una falsa mueca de dolor.
—Me hieres, Portia. Una cosa es disparar a un hombre, y otra dudar de sus habilidades
para hacer el amor. —Para su alarma, él se levantó y comenzó a avanzar suavemente
hacia ella—. ¿Estás insinuando que no estarías totalmente emocionada si te lo dijera que
tu piel es tan suave y dulce como crema fresca? —Recorrió con su fija mirada su sensual
boca—. ¿No te puedo tentar para que me dejes robarte un beso, murmurando que tus
labios son como cerezas maduras que están pidiendo ser… arrancadas?
Ignorando el hormigueo traidor de esos labios, se forzó a sí misma a mantener su
postura, aun cuando él se detuvo a menos de un pie de ella.
—No, pero podría desarrollar un anhelo repentino e incontrolable por la fruta fresca.
Él ahuecó su mejilla en su mano, amablemente escudriñando la curva madura de su
labio inferior con la punta de su pulgar. El destello bromista había desaparecido de sus
ojos, dejándolos curiosamente taciturnos.
—¿Qué hay sobre la fruta prohibida? ¿Lo encontrarías igualmente tentador?
—No si me estuviera siendo ofrecida por una serpiente sin escrúpulos. —Apartándose
de su caricia para ocultar el efecto inquietante que le producía, dijo—: Si todo lo que
tienes para ofrecer a una mujer es tal sobreexcitada tontería, entonces quizás tengas que
recurrir a tus habilidades sobrenaturales.
A pesar de la luz tenue, ella casi habría jurado que vio un destello de dolor genuino en
sus ojos.
—¿Es eso lo que crees? ¿Que la única forma de que pueda atraer a una mujer a mi
cama actualmente sería tejiendo alguna suerte de sortilegio profano sobre ella?
Ella se encogió de hombros, estaba tan nerviosa por su caricia que ya no estaba
completamente segura de lo que creía.
—¿Y por qué no? Confesaste en esa azotea que Duvalier te había animado a abrazar
sus dones oscuros. Si un vampiro verdaderamente puede imponer su voluntad en la
mente mortal como dice la leyenda, entonces ¿qué te podría impedir que usaras ese don
en pobres mujeres ingenuas?
La cogió desprevenida cuando abruptamente él giró sobre sus talones y regresó a la
chimenea. Su retirada fue lo último que ella hubiera esperado y realmente no pudo dejar
de sentir una llamarada traidora de desilusión.
Él estuvo parado largo rato antes de girarse lentamente para hacerle frente.
—Ven aquí, Portia.
—¿Perdón?
Él torció su dedo hacia ella, con un movimiento perezoso y deliberado.
—Ven acá. Para mí.
Ella frunció el ceño, dando un paso hacia él sin darse cuenta de que lo estaba
haciendo.
—¿Qué piensas que estás haciendo?
Él arqueó una ceja diabólicamente.
—Utilizo mis oscuros poderes. Ven a mí, Portia. Ahora.
Asustada al percatarse de que sus palabras no eran una invitación sino una orden,
Portia miró fijamente sus ojos. Un fuego hipnótico parecía prender en sus profundidades,
fascinándola como a una polilla, girando impotentemente alrededor de lo que estaba
destinado a destruirla.
El cojín resbaló de sus dedos y cayó al suelo. Sintió un tirón irresistible como si en
cierta forma la hubiera atado a él con un cordón invisible pero irrompible. En seguida
estaba desplazándose en su dirección, poniendo un pie delante del otro hasta que estuvo

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

directamente delante de él.


—Tócame —le ordenó, sus ojos al rojo vivo faltos de conciencia y misericordia.
Un pequeño temblor la recorrió, pero no podría asegurar si se había producido por el
miedo… o la anticipación.
—Por favor, Julian —murmuró—. No hagas esto.
Él se inclinó hacia su oreja, devolviendo su susurro con uno propio.
—Pon tus manos en mí.
Casi como si tuvieran voluntad propia, sus manos se acercaron al pecho masculino. Le
tocó, abriendo los dedos para acariciar la masculina firmeza, los planos musculosos de su
pecho a través de la delgada tela de su camisa. Él no hizo ningún movimiento para tocarla
igualmente, aguantando rígido como una estatua de mármol bajo la caricia cariñosa de su
escultor. La mano derecha vagó tímidamente hacia el cuello abierto de su camisa, piel
contra piel, carne contra carne. Cariñosamente, enredó sus dedos a través de los rizos del
vello de su pecho antes de trenzar la mano alrededor de la ancha columna de su cuello.
Las sensibles puntas de los dedos sobre la piel tensa y bronceada como raso caliente
Ella contempló profundamente sus ojos, un indefenso cautivo contra su voluntad. En
ese momento le habría ofrecido cualquier cosa que él le hubiera pedido, incluyendo su
garganta. Pero supo antes de que él hablase, que no era su garganta lo que quería.
—Bésame. —Sus palabras no fueron más que el pequeño eco de un susurro en su
mente, pero no podía negarse, de la misma manera que la marea no podía resistir el tirón
inexorable de la luna.
Atrayendo su cabeza hacia la de ella, tocó sus labios muy suavemente en la esquina
de su boca. La fruta prohibida nunca había sabido tan tentadora… o tan dulce. Quizá si
cerrase los ojos, pensó, de alguna manera podría romper el hechizo malvado que él
ejercía sobre ella.
Pero la oscuridad sólo hizo más fácil rendirse a él, recorrer con besos suaves como
plumas lo largo de la curva firme y llena de su labio inferior, para susurrar su nombre en
un suspiro antes de hacer ahondar más la fricción deliciosa de sus labios contra los
suyos.
Él todavía no había hecho ningún movimiento para devolver la caricia, obligándola a
soportar toda la carga de darle placer. Su pretendida indiferencia sólo hizo que ella
estuviera más determinada a obtener una respuesta por su parte. Recordando la
intrepidez con la que él había reclamado su boca en ese tejado nevado, ella abrió los
labios y probó su sabor con la lengua.
Cuando Portia le ofreció la dulzura tierna de su boca abierta, Julian expresó con
gemidos su rendición. Le pasó los brazos a su alrededor, casi levantándola del suelo, en
su desesperación por moldear sus curvas tentadoras en los planos duros, hambrientos de
su cuerpo.
No sabía qué le había poseído para hacer el primer movimiento en un juego en el que
no tenía esperanza de ganar, pero no podía detener las oleadas de triunfo que le
quemaban a través de las venas mientras que ella se derretía en sus brazos.
Había pensado seducirla, pero fue él el que quedó hechizado por la suave respiración
de sus suspiros, el terciopelo caliente de su piel, la deliciosa y dulce miel de su boca. Ella
le había lanzado un hechizo sin necesidad de una sola palabra, seduciéndole con la
promesa de placeres que ningún hombre podría resistir. La deseó más que a cualquier
mujer que hubiera saboreado, más que a su sangre, más que a la vida misma.
Él había pasado cinco largos años tratando de romper la atracción que había entre
ellos en esa cripta sólo para descubrir que estaba forjada con cadenas irrompibles. Ya no
era capaz para resistir hasta el final su peso, Julian se tumbó hacia atrás en el sofá,
arrastrándola encima de él. Todavía devorando su boca, pasó los dedos a través de su

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

cabello, esparciendo las horquillas, hasta que las hebras oscuras se derramaron
alrededor de ellos en una nube sedosa.
Mientras sus lenguas se enredaban en una canción más vieja que las palabras, sus
manos vagaron por los contornos delgados de su espalda. Desesperadamente quiso
desatar el corsé incorporado a su corpiño, para liberar la suavidad exuberante de sus
pechos y poder tocarlos y saborearlos. Sus dedos se mostraron hábiles para hacerlo, pero
el repentino fantasma de su conciencia le contuvo. Se consoló a sí mismo permitiendo
que sus manos bajaran, deslizándose ágilmente sobre su pequeña espalda acercando
sus caderas.
Frustrado por su agarre posesivo y la seda resbaladiza de su vestido, sus muslos se
deslizaron, dejándola montando a horcajadas sobre él. Mientras ella se retorcía contra el
abultamiento palpitante de su masculinidad, conducido por el crudo instinto, Julian tuvo
miedo del peligro de estallar en llamas sin necesidad de antorcha o fuego. Pero si tal
fuego le destruyera, entonces él voluntariamente se envolvería a sí mismo en sus llamas y
daría la bienvenida a su condena.
Levantó sus caderas, haciendo más honda esa fricción exquisita hasta que sintió la
intensa vibración del gemido de Portia en su garganta. Supo en ese momento que aquello
estaba yendo demasiado lejos cuando ella rodó debajo de él de forma cautivadora en el
sofá de la biblioteca de su hermano.
Por raro que parezca, fue el poder oscuro y primitivo de esa imagen lo que hizo que su
beso y su abrazo se suavizaran. Le deslizó las manos hacia atrás y posó los labios en su
cuello, acariciando con la nariz la suave piel. Ella se derrumbó encima de él, descansando
la mejilla contra su pecho.
La mantuvo cerca, renuente a abandonar el calor de su piel, el susurro trémulo de su
respiración contra su garganta, el bendito latido de su corazón, todos los dones que él
había entregado cuando perdió su alma.
Jugueteando tiernamente con las hebras sedosas del cabello de su nuca, él murmuró:
— ¿Portia?
—¿Hmmmmm? —murmuró ella.
—Tengo una confesión que hacer.
Ella levantó su cabeza para contemplarle, con los ojos brillantes de deseo y los labios
húmedos con el rocío de sus besos.
Tragando con una aguda punzada de pesar, él alisó un rizo vagabundo de la mejilla y
dijo quedamente:
—No me queda ningún poder de control.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 10

Portia parpadeó, la niebla de sus ojos se fue evaporando lentamente.


—¿Qué quieres decir?
Él le acarició suavemente el pelo.
—No te hechicé, querida. Los vampiros no pueden moldear a los mortales a su
voluntad. No es más que un mito tonto.
Se sentó de golpe, llevándose toda aquella preciosa calidez y vida con ella.
—No seas ridículo. ¡Naturalmente que me has hechizado! Si no lo hubieras hecho,
nunca me habría comportado de ese modo tan desvergonzado y libertino.
Él sacudió la cabeza.
—Me temo que no fue más que el poder de la sugestión.
Ella le miró durante varios segundos, luego se puso de pie rígidamente, sacudiendo las
arrugas de su falda. Con el pelo suelto, los labios hinchados por sus besos, y el color
subido de su cuello y mejillas, parecía como si la hubiera violado. En vez de avergonzarle
como debería, su apariencia desordenada solo le hacía desear tirarla de espaldas sobre
su regazo y acabar lo que había empezado.
Si no hubieras confesado tu engaño, idiota, podía haber sido tuya. Reconociendo esa
voz melosa y untuosa, Julian se preguntó si alguna vez se libraría realmente de Duvalier.
La miró con ojos cautelosos mientras Portia enrollaba su pelo suelto en un tirante moño
y lo aseguraba con las horquillas que quedaban, colocándolas en su lugar con la
suficiente fuerza como para hacer una mueca de dolor.
Él se puso de pie.
—No estaba intentando ser cruel, Portia. Demasiado listo para mi propio bien tal vez,
pero no cruel.
Evitando sus ojos, ella remetió en su sitio un trozo de lazo que se había salido de su
corpiño.
—Estoy segura de que hay una explicación perfectamente lógica. Debe haber sido
alguna forma de hipnotismo primitiva que aprendiste en tus viajes. He oído a menudo de
pícaros y charlatanes empleando tales prácticas en beneficio propio.
Él capturó su muñeca y tiró de ella para que le enfrentara, negándose a permitir que le
despidiera —y a aquellos salvajes, tiernos momentos de pasión que habían compartido—
tan fácilmente.
—Quizás hay una explicación perfectamente lógica. Quizás simplemente te ofrecí la
libertad de hacer lo que nunca has dejado de querer hacer.
Ella levantó la mirada hacia él, el dolor en sus ojos en guerra con el deseo. Podía ver
que todavía quería tocarle. Todavía deseaba ardientemente el sabor de sus besos, la
sensación de sus manos contra la piel.
—Si no es más que una broma cruel —dijo suavemente, tocando con una mano la
blanda suavidad de su mejilla—, entonces me temo que ha sido gastada a ambos.
Los ojos de ella se agitaron cerrados como si negara la verdad de sus palabras incluso
cuando sus labios se separaron para confesarlas. Estaba bajando la boca hacia la suya
para aceptar esa confesión cuando sonó un golpe en la puerta.
Portia saltó alejándose de él, enrojeciendo como si hubieran sido cogidos revolcándose
en el canapé en flagrante delito en vez de sólo robándole un beso.
—Entre —respondió, alisando sus faldas y dándole a su pelo una última palmada
temblorosa.
Wilbury entró sigilosamente en la biblioteca, los labios fruncidos en un puchero hosco.
—Tiene una visita, señorita Cabot. ¿Recibirá usted esta tarde?
Ella frunció el ceño.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—¿Quién es?
—El marques de Wallingford. —El mayordomo habló cansinamente con el mismo
entusiasmo que podía haber tenido anunciando a Gengis Khan y sus hordas invasoras—.
Asevera que quiere asegurarse de que no habéis sufrido ninguna repercusión angustiosa
después de vuestra desafortunada “aventura” de la otra noche.
—Qué amable de su parte —murmuró, hurtando una mirada reflexiva al ceño de
Julian—. ¿Por qué no le haces pasar a la sala y llamas a Gracie para que nos traiga algo
de te? Quizá Caroline será lo bastante amable para servirnos.
—¿Por qué no le haces pasar aquí y yo sirvo? —sugirió Julian, separando los labios lo
suficiente para revelar la amenaza provocadora de un colmillo.
—Pensándolo bien, Wilbury, ¿por qué no haces pasar a nuestro invitado a la sala de
música? Las ventanas dan a la fachada oeste y no querríamos desperdiciar ni un
momento de este adorable sol invernal. —Portia le ofreció a Julian una sonrisa con
hoyuelos—. Debería esperar que la luz del sol me hiciera parecer bajo una luz más
favorable.
La miró echando chispas.
—Oh, no lo sé. Prefiero el modo en que te ves en la oscuridad. —Y el modo en que te
siento, añadió su mirada explícitamente ardiente.
Cuando Wilbury se despidió, Portia se apresuró hacia la puerta, volviéndose de cara a
Julian solo cuando estuvo bien fuera de su alcance.
—Se me ocurre que si ambos vamos a estar residiendo bajo el techo de tu hermano
mientras decidimos que hacer con tu amante...
—Antigua amante —dijo entre dientes, cruzando los brazos sobre el pecho.
—… entonces tal vez sería mejor si tratas de pensar en mi como tu hermana.
Julian se estremeció.
—Preferiría con mucho pensar en ti como en la bella doncella de arriba que me robó
el... corazón cuando tenía treinta años.
—Bueno, al menos eso explica lo que le ocurrió —replicó ella bruscamente—. Ahora si
fuera tan amable de excusarme, señor, le dejaré con sus sueños.
Se escabulló rápidamente por la puerta, sabiendo perfectamente que la única cosa que
podía seguirla al vestíbulo moteado de luz era su gruñido frustrado.

—¿Le gustaría otro beso, milord? —Portia le ofreció la elegante bandeja de té de


Sévres, una sonrisa insulsa se congeló en sus labios.
El marques de Wallingford se ahogó con el té, su bastante prominente nuez de adán
osciló en la garganta.
—¿Perdón?
Cuando Caroline le dio una patada punzante en el tobillo, Portia sintió que el calor
inundaba sus mejillas.
—Un buñuelo, milord. ¿Puedo tentarle para que deguste otro buñuelo?
—Oh… bien, en ese caso… —Pareciendo todavía dubitativo, cogió un bollo de la
bandeja.
Posando la bandeja en el carrito, Portia echó una mirada a la ventana. Los implacables
rayos del sol estaban fluyendo a través de la amplia ventana salediza, iluminando cada
defecto de la bellísimamente arreglada sala de música, incluyendo las entradas del
marqués y la expresión desdeñosa que rondaba sus labios incluso cuando sonreía.
—Estoy aliviado de ver que no ha sufrido ninguna repercusión perniciosa tras su
pequeña escapada la otra noche, señorita Cabot. Tiemblo de pensar en el destino que os
podría haber acaecido mientras usted estaba buscando a ese... —el marqués se detuvo e

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

intentó aclarar el gruñido en su voz—. Perdóneme... tenía un pedazo de bollo atascado en


mi garganta... mientras estaba buscando al hermano del vizconde.
Caroline le lanzó a Portia una mirada de complicidad.
—Nuestra Portia siempre ha tenido un corazón tierno. No puede culparla por intentar
traer a nuestra oveja negra de vuelta al redil.
—No tengo otra cosa sino admiración por su caridad cristiana, querida —Wallingford
honró a Portia con una sonrisa de labios finos—. Pero algunas almas perdidas están más
allá de la redención y lo mejor es dejarlas a la dudosa misericordia del diablo.
Después de su encuentro con Julian en la biblioteca, Portia debería haber estado en
cordial acuerdo con él. Lo cual no explicaba por qué sus manos estaban de repente
temblando con ira.
Antes de que pudiera derramar el té en su regazo, levantó la taza hasta los labios y
tomó un delicado sorbo.
—Entonces sólo puedo asumir que ¿no ha oído las maravillosas noticias?
Su sonrisa vaciló.
—¿Qué noticias?
—Julian ha vuelto a casa —dijo, fingiendo su propia sonrisa ingenua—. ¡Después de
todos estos años, finalmente volvió al amoroso seno de su familia!
Pareciendo como si tuviera la mismísima bandeja de té alojada en su garganta,
Wallingford se puso en pie a medias, su mirada se movió rápida y muy brevemente hacia
su seno.
—¿Kane está aquí? ¿En esta casa? ¿En este mismo momento?
—No necesita usted silbar para llamar al alguacil más cercano, milord —. Portia
devolvió la taza a su platillo—. Somos todos bien conscientes de que compró todos sus
pagarés.
—Y estoy segura de que mi marido estará más que feliz de liquidar cualquier deuda en
la que su hermano incurriera mientras estaba lejos —añadió Carolina, ayudándose con
otro bizcocho de té.
El marques se hundió en el sofá, pareciendo no demasiado complacido por la idea.
—Lejos de mi intención mancillar esta encantadora ocasión con una tosca
conversación de comercio. Pero no puedo evitar cuestionarme la sabiduría de permitir que
un... un hombre con la reputación de Kane resida bajo el mismo techo que una joven
soltera e impresionable.
Portia arqueó una ceja.
—Pero no puedo evitar preguntarme si vuestra prometida habría abrazado un punto de
vista tan cínico.
Incluso a la pobre luz, pudo ver la cara de Wallingford oscureciéndose.
—Ya que la señorita Englewood y yo estamos actualmente separados, sus opiniones
ya no son de mi incumbencia. Es sólo mi experiencia de que el mejor uso para la oveja
negra de la mayoría de las familias es hacerla carne de cordero.
Portia se levantó bruscamente.
—Me temo que debo dejarle al cuidado de mi hermana, milord. Me estoy sintiendo un
poco sonrojada y temo que pueda estar cogiendo una fiebre de algún tipo.
—Nada contagioso ¿espero? —planteó él, sacando un pañuelo perfumado del bolsillo
de su chaleco y sosteniéndolo sobre su nariz.
Intensamente consciente de la mirada sospechosa de Caroline, Portia le ofreció una
sonrisa fría.
—No es nada por lo que necesite preocuparse, milord. Parezco ser la única susceptible
a esta particular indisposición.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Haciéndole una graciosa reverencia, salió deprisa de la sala de música, esperando que
pudiera encontrar una cura para la dolencia que sufría antes de que resultara fatal para su
corazón.

La noche invernal cayó severa y temprana, llevándose la temperatura y dejando


brillantes besos de escarcha en los cristales de la ventana del dormitorio de Portia.
Aunque sabía que la oscuridad liberaría a Julian para merodear por los alrededores de la
casa, no tenía intención de permanecer prisionera en su propia habitación. Tan pronto
como Adrian enviara mensaje de que Larkin había llegado, ella se reuniría con ellos para
discutir el futuro de Valentine. O la ausencia del mismo, pensó lúgubremente.
Con la inquietud creciendo, dejó a un lado el libro de poemas de Byron que había
estado intentando leer y vagó hacia la ventana. Después de un único encuentro, Julian la
tenía anhelando las sombras, anhelando la noche, anhelando su toque. Era apenas la
primera vez que su beso –o su toque– había encendido esta extraña ansia, esta
persistente agitación. Le echó una mirada al reloj de bronce de la repisa de la chimenea.
La delicada manecilla de metal de la hora ya estaba avanzando lentamente hacia las
siete.
Caminó hacia la puerta, entornando los ojos hacia las escaleras. Fue entonces cuando
captó el débil murmullo grave de voces de hombres que vagaban desde el primer piso de
la casa.
Con las sospechas creciendo, se apresuró hacia abajo por las escaleras, deteniéndose
a echar un vistazo desde la ventana del descansillo del segundo piso. El coche de
caballos de Larkin estaba aún aparcado en el callejón de detrás de la casa, su pareja de
bayos resoplaban vaharadas de vapor en el aire helado.
Sus decididos pasos la llevaron por delante de un par de sobresaltados lacayos y
directa a la puerta del estudio de Adrian. Tiró para abrirla sin molestarse en llamar.
Adrian estaba apoyado en una esquina de su escritorio mientras Larkin y Julian se
repatingaban en los sillones de cuero que lo flanqueaban. Cada uno de los hombres tenía
un cigarro en una mano y una copa de oporto en la otra. Al menos Adrian y Larkin
tuvieron el suficiente sentido para parecer gratamente culpables.
Portia cerró la puerta tras ella con un golpe contundente, pestañeando ante la niebla de
humo que se cernía sobre la habitación iluminada por una lámpara. Aunque Larkin y
Adrian inmediatamente dejaron sus cigarros por deferencia a su presencia, Julian
simplemente tomó una larga y perezosa calada al cigarro, luego echó una cinta de humo
que se curvó a su alrededor como la mano de una amante. Su palidez a la moda había
dado paso a un brillo de salud, lo cual la hacía sospechar que Wilbury había hecho una
carrera tardía a la carnicería.
—Perdonadme por llegar tarde —dijo fríamente—. Mi invitación debe haberse perdido
en correos.
Adrian se sobresaltó.
—Por favor no te ofendas, Portia. Simplemente no vimos razón para causarte más
angustia.
—Muy considerado por tu parte pensar en mi delicada sensibilidad. Quizá debería
retirarme a mis habitaciones a prensar algunas flores o bordar una muestra con algún
sermón edificante en ella.
—No estoy tratando de despacharte. Dado lo que soportaste la pasada noche, solo
pensé que sería mejor si nos permitieras manejar...
—Déjala quedarse. —Descansando un lado de su bota en la rodilla opuesta, Julian
apagó el cigarro en la suela de la bota antes de lanzarlo hacia el fuego del hogar—. Se ha
ganado el derecho.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Mientras Larkin se levantaba con dificultad de su sillón y la conducía hacia él, Portia le
dio a Julian un asentimiento de gracias de mala gana. Larkin colocó su larguirucha forma
contra el antepecho de la ventana, su sagaz mirada viajaba entre los dos.
Adrian posó su copa en el escritorio y se frotó la mandíbula, pareciendo como si
deseara estar en cualquier otro sitio del mundo.
—Julian nos estaba explicando ahora mismo como llegó a ser... mm... amigo de esta
mujer.
—Ella no es una mujer —dijo Portia con firmeza—. Es un monstruo.
Julian levantó una ceja en su dirección, sin darle más opción que cortarle por el mismo
patrón. Ella bajó la mirada al regazo, pero se negó a ruborizarse.
Todavía mirándola, tomó un generoso trago de su oporto.
—Como estaba diciendo antes de que fuésemos interrumpidos, cuando me dirigí en
primer lugar a París en busca del vampiro que había engendrado Duvalier, me temo que
no fui particularmente sutil en mis pesquisas. El jefe supremo de nuestra guarida era un
tipo de temperamento bastante repugnante que odiaba a los británicos incluso más de lo
que odiaba a los mortales. Cuando descubrió que estaba buscando para destruir a uno de
mi propia clase para así poder recuperar mi mortalidad, no se lo tomó muy bien. Me hizo
atar a una estaca, empapado en aceite, y estaba a punto de acercarme una antorcha
cuando Valentine se adelantó para rogar por mi vida.
Portia sorbió.
—Que caritativo por su parte.
—Yo también lo pensé así en ese momento ya que mi pelo estaba comenzando a
abrasarse —dijo Julian secamente—. A causa de que intervino en mi nombre, acabaron
por exiliarla de la guarida y ambos tuvimos escapar de París.
—Al menos os teníais el uno al otro. —Portia se inclinó hacia él con los ojos abiertos
por el interés—. Así que averiguaste que ella tenía tu alma ¿antes o después de que os
hicierais amantes?
—¡Portia! —Adrian dejó caer su cabeza entre las manos con un gruñido mientras
Larkin acababa su oporto de un solo trago y se giraba para echarle a la ventana una
mirada de anhelo.
Pero Julian enfrentó su mirada sinceramente.
—Después, me temo. Cuando habría parecido la mayor de las hipocresías
recompensarla por salvarme destruyéndola.
—Olvidaba que eres un hombre que siempre paga sus deudas —dijo suavemente—.
Aunque Wallingford pueda estar en desacuerdo.
—Basta del pasado —dijo Adrian, ganándose una mirada aliviada de Larkin—.
Estamos aquí esta noche para asegurarnos de que Porta tiene un futuro. Si esa Valentine
es tan feroz adversaria, entonces ¿por qué huyó la pasada noche?
Julian resopló.
—No ha sobrevivido todo este tiempo siendo una tonta. Es bien consciente de tu
reputación como cazador de vampiros.
—Entonces quizá ya haya dejado Londres —ofreció Larkin.
—Ella no le dejaría —dijo Portia débilmente, pero con total convicción.
—Y no dejará a Portia ahora que sabe dónde encontrarla... al menos no viva —añadió
Julian gravemente—. Incluso si pudiéramos encontrarla y de alguna manera convencerla
para que se marchase conmigo, ella simplemente dejaría detrás a uno de sus sirvientes
para que acabara con Portia. Tenemos que capturarla antes de que pueda dar esas
órdenes.
—¿Y si enviamos a Portia lejos? —sugirió Adrian—. Puedo enviarlas a ella, a Carolina
y a Eloisa al castillo hasta que resolvamos este problema.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Portia se puso rígida.


—¡No quiero darle la satisfacción de huir de ella! Es bastante humillante que se
impusiera a mí la otra noche.
—De todas formas ella solamente la seguiría —apuntó Julian.
Larkin se acarició la estrecha barbilla.
—Si sabemos que va a venir por Portia, entonces ¿por qué no nos sentamos
simplemente y esperamos para hacer que se mueva?
Julian negó con la cabeza.
—Porque es lo suficientemente lista para esperar su oportunidad. Para una criatura
impulsiva, ella puede ser extraordinariamente paciente. Esperará hasta que relajemos
nuestra guardia. Y entonces será demasiado tarde.
—Además —dijo Portia— tenemos que sacarla de su escondite antes de que mate a
más mujeres inocentes.
Se levantó para pasear frente a la chimenea, agudamente consciente de la mirada de
los ojos entrecerrados de Julian siguiéndola cada paso.
—Parece estar operando bajo la ilusión de que Julian todavía alberga algún tipo de
cariño sentimental por mí, lo cual todos sabemos que es manifiestamente incierto.
Aunque la mandíbula de Julian se tensó, este sabiamente mantuvo sus pensamientos
para si mismo y tomó otro sorbo de oporto.
—Si tan solo pudiéramos encontrar algún modo de usar sus celos como un arma contra
ella... —Portia se dio golpecitos con un dedo en el labio inferior—. Estoy pensando en
algo que Duvalier dijo justo antes de que nos encerrara a Julian y a mí en aquella cripta,
juntos.
Adrian intercambió una mirada preocupada con Larkin.
—Casi mueres en aquella cripta, cielo. No hay necesidad de que revivas recuerdos tan
dolorosos.
—Tu hermano casi muere también —le recordó antes de volverse hacia Julian—.
¿Recuerdas lo que Duvalier dijo justo antes de empujarme a tus brazos? Dijo que si
tomabas mi alma, podrías “disfrutar de mi compañía por toda la eternidad”.
—¿Cómo podría olvidarlo? Estaba sugiriendo que hiciera de ti mi novia eterna. —Julian
giró el oporto en el fondo de la copa, su expresión era amarga—. Para un bastardo
sediento de sangre, fue bastante romántico.
—¿Y si hacemos que Valentine crea que has hecho justo eso? —Portia tocó con una
mano la bufanda blanca que rodeaba su garganta—. Ella ya sabe que has dejado tu
marca en mí. Así que, ¿por qué no hacerla creer que has vuelto a Londres a acabar lo
que empezaste hace todos aquellos años? ¿Hay algo que la enfurecería más? ¡Porque,
sería como si le lanzáramos agua bendita en la cara! —Aunque hizo un valeroso esfuerzo,
Portia no pudo ocultar por completo su deleite ante la perspectiva.
—Pensé que estábamos intentando salvar tu vida, no incitarla para que te mate más
rápidamente —apuntó Larkin—. ¿Enfurecerla no la volverá más peligrosa?
—Tal vez. Pero también la hará más temeraria y propensa a cometer errores. Si cree
realmente que Julian me ha elegido sobre ella, no será capaz de esperar su momento
más tiempo. Su paciencia tendrá que llegar al final.
—Como tu vida si das un solo paso en falso —le recordó Adrian, su ceño fruncido se
hacía más profundo.
Julian la miró con igual escepticismo.
—¿Realmente crees que podrás disfrazarte como un vampiro con la suficiente
convicción como para embaucar a Valentine?
Portia se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Los de tu clase camináis entre nosotros los mortales con cada puesta

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

de sol. Coméis nuestra comida. Bebéis nuestro vino. Bailáis con nuestra música. Imitáis
nuestra respiración. —Encontró su desafiante mirada con una propia, su voz se hizo más
profunda con una nota ronca—. Porque, incluso hacéis el amor con nosotros.
Esta vez Adrian buscó a tientas la botella de oporto en vez de su copa. Tomó un largo
trago antes de tendérsela a un agradecido Larkin.
—Pero a los mortales es facilmente engañarles —replicó Julian suavemente,
negándose a liberarla del hipnótico tirón de su mirada—. Son bastante expertos en ver
solo lo que quieren ver.
Por el tiempo de un latido, Portia estuvo de vuelta en la biblioteca otra vez. De vuelta
en sus brazos.
—Tal vez eso es porque nos enseñan a creer en sirenas y duendes y nobles príncipes
en caballos blancos antes de que crezcamos y tengamos que dejar tales fantasías bobas
tras nosotros.
—Valentine no es tonta. No sólo la tendrás que convencer de que te he convertido en
un vampiro. Tendrás que hacerla creer que estás enamorada de mí.
—Eso no debería ser demasiado difícil —la voz de Portia sonó como un matiz
demasiado brillante y frágil, incluso para sus propios oídos—. Tú mismo has dicho que
soy una actriz consumada.
Adrian suspiró, quedándose visiblemente sin argumentos.
—¿Crees que este plan tiene una posibilidad de funcionar, Jules? Tú conoces a esa...
mujer mejor que nadie.
—En todo el sentido de la palabra —añadir Portia sin poder resistirse.
Julian le echo una mirada que habría acobardado a cualquier extraño que se
encontrara en un callejón oscuro.
—Hay una posibilidad de que pueda funcionar.
Larkin se aclaró la garganta.
—¿Y cómo va a enterarse Valentine de que este trascendental acontecimiento está
tomando lugar? ¿Debemos sacar un anuncio en la Gaceta de los No Muertos?
Julian miró hacia el fuego, la posición de su mandíbula era una que Portia estaba
comenzando a conocer demasiado bien.
—Puede que conozca un modo.
Todos le miraron expectantes.
—Adrian puede haber conducido a todos los vampiros fuera de Londres, pero no los ha
conducido fuera de Inglaterra. Hay una floreciente guarida de ellos viviendo en una casa
de campo en Colney, a menos de una hora a caballo desde la ciudad.
—He oído rumores sobre la existencia de tal lugar —admitió Adrian—. Supongo que
debería haberles devuelto la visita antes pero desde que Eloisa nació... —Se encogió de
hombros, simplemente renuente a admitir que el nacimiento de su hija le había animado a
proteger su propia vida con más cuidado.
—Tomé refugio allí brevemente después de que Cuthbert volviera a casa de su padre
—dijo Julian—. Su señor ganó la mansión en una apuesta a un pobre borracho que ya
había apostado el resto de la fortuna familiar. Los vampiros son peores cotillas que los
mortales, ya sabes. Si hacemos una aparición allí, puedo prometerte que Valentine oirá
todo sobre ello antes del amanecer del día siguiente.
—Oh, ¡estupendo! —exclamó Portia secamente—. ¡Me gusta tanto una fiesta en una
casa de campo! ¿Cuándo partimos?
—No comencéis a planear en conjunto aún —le advirtió Adrian—. Si crees que voy a
permitir que marches al interior de ese nido de monstruos toda sola...
—Ella no estará sola. —Julian se levantó de su sillón para unirse a Portia, la nota de
autoridad en su voz dominó incluso a Adrian—. Estaré allí justo a su lado.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

Adrian le miró desconfiadamente.


—¿No eras tú el que me mantuvo levantado hasta el amanecer haciendo ampollas en
mis oídos porque dejé que me persuadiera para usarla como cebo?
—Ella no será el cebo esta vez. Yo lo seré. Una vez que Valentine se entere que la he
“traicionado”, estará demasiado resuelta a mi destrucción como para preocuparse por
nadie más. —Tomó la mano de Portia acercándola aún más a él—. Y puedo prometerte
que llevaría una estaca a través de mi propio corazón antes de dejar que nadie, vivo o no
muerto, dañe un solo pelo de la cabeza de Portia.
Antes de que Portia pudiera reaccionar a ese impresionante voto o a la apabullante
natural sensación de tener los dedos entrelazados con los suyos, Adrian dijo:
—Si esperas que dé a esta pequeña alianza perversa mi bendición, vas a tener que
decirme exactamente lo que intentas hacer con nuestra presa una vez que la trampa se
cierre.
Portia contuvo el aliento, intentando fingir que su futuro completo no dependía de la
respuesta de Julian.
Él estuvo en silencio durante un largo momento antes de decir finalmente:
—Me la llevaré lejos de aquí. Tan lejos que nunca más será capaz de herir a nadie
más, yo... —Se detuvo, su agarre en la mano de Portia se apretó hasta que fue casi
doloroso—. A nadie en absoluto.
Sintiéndose tan frágil como una de las pastorcillas de Dresde2 que había codiciado
cuando era una niña, Portia sacó la mano de la suya.
—Si me excusan, caballeros, probablemente debería ir a informar a mi hermana que
estaré presente en una fiesta en una casa de campo mañana por la noche hospedada por
un nido de vampiros sedientos de sangre.
Después de que la puerta del estudio se cerrara tras ella, Adrian negó con la cabeza,
sus bellas facciones nubladas por la perplejidad y la ira.
—¿Qué demonios estás haciendo, Jules? No puedo entender tu resistencia a destruir a
esta criatura.
Julian se volvió hacia él, sus ojos negros llameantes.
—Bueno, ¡tal vez nunca he entendido tu resistencia a destruirme! —girando sobre sus
talones, se dirigió a la puerta.
—¿Dónde crees que vas? —le exigió Adrian, moviéndose para bloquearle el camino.
—Fuera —replicó Julian brevemente, negándose a ceder ni siquiera un centímetro ante
su hermano mayor. Una vez Adrian pudo haberlo intimidado con una mirada de
desaprobación, pero ahora estaban cara a cara, iguales ambos en estatura y
determinación.
—¿De verdad crees que es juicioso?
—No lo sé. Eso depende de si estoy aquí como tu invitado... ¿o como tu prisionero?
Cuando la expresión resuelta de Julian no vaciló, Adrian se apartó a un lado de mala
gana, liberándolo para salir del estudio y de la casa.

2
Dresde, porcelana de Dresde, en este caso se refiere a figuras de pastoras, estatuillas femeninas que
sugerían timidez coqueta o candorosa.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 11

Julian caminó por las bulliciosas calles de Londres como si poseyera la ciudad y la
noche, haciendo huir a su paso a cualquiera que se atreviera a mirar su rostro. Algunos,
instintivamente, reconocían un monstruo al verlo, mientras que otros simplemente
entendían que lo mejor era no provocar a un hombre que había nacido para tener
privilegios y poder. Un hombre que, después de todo, acechaba por la noche con la
peligrosa gracia de un depredador.
Cuando un empleado de cara regordeta golpeó su hombro accidentalmente al salir de
su oficina en la calle Threadneedle, lo único que Julian pudo hacer para no morderlo fue
gruñir. Supo que debería sentirse contento cuando la multitud comenzó a disminuir
lentamente, pero la sola idea de toda esa gente llegando a sus hogares, a sus cálidos
fuegos y a los acogedores brazos de sus seres queridos, bastó para aguzar el filo de su
mal humor. Ni siquiera contaba con la compañía impasible de Cuthbert para animarlo. La
nota que había enviado a casa de su amigo esa mañana temprano, le había sido devuelta
con el sello de cera intacto.
Aunque caminaba por las calles libremente, sentía como si aún arrastrara las cadenas
de la cripta a su espalda. Los insultos de Duvalier nunca habían dejado de atormentarlo.
—Me decepcionas, Jules. Esperaba mucho más de ti. No te agrada ser un vampiro,
pero no eres un hombre tampoco.
Duvalier se había equivocado. Era tanto hombre como vampiro, y estaba condenado a
sufrir las hambres de ambos seres. Hambres que perforaban un hoyo de dolor en donde
antes había residido su alma cada vez que miraba a Portia, que acariciaba la lechosa
suavidad de su piel, que probaba el dulzor prohibido de sus labios.
Se habría alegrado al saber que, después de todos estos años, continuaba hambriento
de la carne y la sangre de ella.
Alguien lo empujó por detrás y giró al tiempo que sus labios se abrían en un gruñido
involuntario.
Una mujer estaba de pie allí. Su cara, bonita y pecosa, rodeada por un halo de rizos
castaños.
—Perdón, jefe. Mi mamá siempre me decía que yo era lo suficientemente torpe como
para tropezarme con mis propios pies.
Aunque su abrigo estaba raído, la chica había tomado algún cuidado con su apariencia.
Brillantes círculos de colorete manchaban sus mejillas y había colocado un pensamiento
marchito detrás de su oreja.
—No me ha hecho ningún daño, señorita —aseguró rígidamente—. Estoy seguro de
que fue mi culpa.
Antes de que pudiera despedirla, ella envolvió con audacia una mano alrededor de su
antebrazo.
—Es una amarga y fría noche, señor. Pensé que quizás podríais estar buscando algo
más suave que un ladrillo ardiente para calentar vuestra cama.
Ella estaba a su disposición. Julian podía verlo en la inclinación curiosa de su cabeza,
en el destello apreciativo de sus ojos. Lo creía un caballero, no una bestia.
No había nada que le impidiera aceptar su oferta, ni escoltarla a alguna posada
cercana con sábanas ajadas pero limpias. Podría cortejarla con las mismas bonitas
palabras de las que Portia se había reído, y después disfrutarla de cualquier manera que
escogiera. Sin embargo, no creía que después de que sus caricias expertas hubieran
borrado el recuerdo de las manos ávidas y el sudor de otros hombres, la chica le costara
una simple moneda.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

No podía quitarse la sensación de que tal vez, le costaría algo mucho más preciado.
Ignorando una salvaje punzada de arrepentimiento, sacó una moneda del bolsillo de su
abrigo y la presionó dentro de la mano de ella.
—¿Por qué no tomas esto y te calientas con tu propio fuego esta noche?
Inclinando su sombrero hacia ella, comenzó a cruzar la calle, donde un carnicero salía
a cerrar la puerta de su tienda durante la noche.

Portia estaba de regreso en la cripta.


El olor húmedo de la erosión de la tierra y la antigua descomposición llenó sus fosas
nasales. Se habría paralizado de terror si Julian no hubiera estado allí. Si no la hubiera
rodeado con sus fuertes brazos para calmar su temblor. Él se había deshecho de la
mordaza y las sogas que Duvalier había utilizado para callarla y sujetarla, devolviendo la
sensibilidad a sus entumecidas muñecas con el roce de sus propias manos inestables.
—¿Por qué Duvalier dijo esas cosas terribles? —preguntó, con un sollozo ahogado en
la garganta, mientras envolvía los brazos alrededor de su cintura y presionaba la mejilla
contra su pecho—. ¿Por qué dijo que ibas a matarme?
Julian la empujó fuera de sus brazos y se tambaleó hacia la esquina, volviendo la
cabeza y levantando una mano para proteger su rostro de la luz del fuego.
—Duvalier tenía razón —masculló—. ¡Maldición, tienes que mantenerte lejos de mí!
A pesar de la advertencia, dio un paso hacia él instintivamente.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué tendría que escuchar algo que ese miserable monstruo
dice?
—Puede que sea un monstruo, Portia. Pero yo también lo soy. —Despacio, levantó la
cabeza y bajó la mano, exponiendo su rostro a la luz y a la mirada angustiada de ella.
Portia se llevó una mano a la boca, pero fue demasiado tarde para sofocar su jadeo
horrorizado. La piel de él se hallaba tensa sobre los asombrosos huesos de su cara, sus
ojos vacíos brillaban con un hambre primitiva. Fue como si todo lo que era hubiera sido
reducido a su misma esencia, dejando algo que resultaba al mismo tiempo hermoso y
terrible de contemplar. Mientras lo observaba, hipnotizada por su fiera gracia, sus dientes
caninos se afilaron y alargaron, curvándose en un par de colmillos diseñados por el Diablo
con un propósito mortal.
—Adrian nunca fue un vampiro, ¿cierto? —inquirió suavemente, sabiendo ya la
respuesta. Julian sacudió lentamente la cabeza—. Siempre lo fuiste tú.
Él asintió.
Se distrajo de la desagradable imagen de sus colmillos al notar una cosa aún más
espantosa. Los bordes de su camisa colgaban abiertos a medio camino de su cintura,
revelando una figura conocida marcada a fuego en la piel de su pecho.
Con un chillido roto, Portia corrió hacia él. Trazó la línea del crucifijo quemado sobre su
carne, como si de alguna manera pudiera absorber su dolor a través de las yemas de sus
dedos. Entonces, alzó los ojos llorosos hasta su rostro.
—Dios mío, ¿qué te ha hecho?
Julian tragó, pasando la lengua sobre sus labios secos en un intento inútil por
humedecerlos. Su voz se había convertido en un eco ronco.
—Agotó mi fuerza con el crucifijo. Se rehusó a dejarme beber.
Forcejeó para alejarse de ella, pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas, su cuerpo
sacudido por temblores incontrolables.
Portia cayó de rodillas a su lado.
—Estás muriendo —susurró, sin ser capaz ya de negar la asombrosa evidencia.
Él asintió.
—No me queda… mucho tiempo. Estarás a salvo una vez que esto termine. Duvalier

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

se asegurará de descubrirnos. —Una sonrisa amarga curvó sus labios—. El bastardo


nunca ha podido resistir… el exponer sus obras. ¿Ves esas esposas de allá? —preguntó,
indicando las cadenas oxidadas que pendían de unos ganchos encajados profundamente
en el muro de piedra—. Necesito que las uses para encadenarme a la pared.
Retrocedió un paso, incapaz de ocultar su aversión.
—¿Cómo a una especie de animal?
—Soy un animal, Portia. Mientras más rápido lo aceptes, más segura estarás.
Sacudió la cabeza, su voz fue estable a pesar de las lágrimas que recorrían sus
mejillas.
—No lo haré. No te dejaré encadenado para que mueras de hambre como un perro
rabioso.
Él cerró sus manos sobre sus brazos, sus dedos mordían su blanda carne con la
presión de su fuerza.
—¡Maldición, muchacha, ya me has oído! No sé cuánto tiempo más puedo confiar en
no… lastimarte.
—Puedes beber de mí —instó ella—. Sólo lo suficiente para mantenerte con vida hasta
que alguien venga por nosotros.
Hizo un sonido estrangulado en su garganta y ella entendió por vez primera que se
trataba de mucho más que de un simple deseo de sangre.
—¿No entiendes? Si me permito probar el primer sorbo de ti, no seré capaz de parar.
No hasta que sea demasiado tarde para los dos. —Llevó su mano a la cara de ella, sus
dedos temblorosos acariciaron un rizo sucio sobre su mejilla con ternura devastadora—.
Por favor, Ojos Brillantes, te lo ruego…
Portia cerró sus ojos para bloquear su mirada suplicante, sabiendo lo que tenía que
hacer. Cuando los abrió, fue capaz de ofrecerle una sonrisa a través de las lágrimas.
—¿Por qué, Julian? Sabes que haría cualquier cosa por ti. Lo que fuera.
No haciendo caso a la amenaza de aquellos colmillos letales, ella ahuecó su rostro
entre sus manos y presionó la suavidad de sus labios contra los de él…

Portia abrió los ojos para contemplar fijamente el dosel de su cama, tanto su cuerpo
como su corazón, consumiéndose por un dolor melancólico. Por extraño que pareciera,
quiso sumergirse nuevamente en el sueño. Regresar a aquella cripta y a su viejo
fantasma. Esa chica había estado tan segura de sí misma, dispuesta a sacrificarlo todo —
incluso su vida—por el hermoso muchacho al que había amado con tal inocencia y
pasión.
El sueño sólo había servido para recordarle que Julian una vez había estado dispuesto
a hacer lo mismo. Que él habría terminado con su vida, una vida como una cáscara
desalmada sin esperanza de salvación, antes que atreverse a lastimarla. Rodó sobre su
costado, abrazando la almohada contra su pecho en un intento vano por mitigar el dolor
de su corazón, y se preguntó qué había cambiado. ¿Qué control ejercía la tal Valentine
sobre él?
Apretó sus ojos cerrados, sabiendo que sería mucho más inteligente desear dormir sin
soñar. Pero antes de que su deseo fuese concedido, las notas de una distante melodía
llegaron a sus oídos. Todavía sosteniendo la almohada, se sentó, parpadeando con
aturdimiento. ¿Había su sueño de algún modo evocado a otro fantasma del pasado?
Tomando su bata de seda de la percha de noche, bajó de la cama y se acercó a la
puerta. La abrió a medias esperando descubrir que la música existía nada más que en su
desbocada imaginación. Pero hizo que el murmullo aumentara —un agridulce arrullo
tocado por los inquilinos de su mansión de fantasía—.
Atando el cinturón de su bata, se apresuró a bajar las escaleras. En lugar de

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

acobardarla, las sombras que cubrían los pasillos desiertos parecían darle la bienvenida,
tomándola más profundo en su abrazo con cada paso. La siguiente cosa que hizo fue
abrir con facilidad la puerta del salón de música, al tiempo que sus sedientos sentidos
bebían de las notas que derramaba el magnífico pianoforte bajo la ventana.
Julian estaba sentado frente al instrumento, sus dedos danzaban sobre las teclas con
la gracia de un amante, produciendo una respuesta que era tan tierna como apasionada.
La luz del sol podía ser su enemigo mortal, pero la luz de la luna que entraba a través de
la amplia ventana salediza lo adoraba. Los rayos plateados besaron la seda brillante de
su cabello y acariciaron su fuerte perfil masculino, delineándolo en plata.
Le tomó a Portia un momento incierto identificar que la pieza que tocaba era el primer
compás del “Réquiem” de Mozart, la única parte que el compositor había completado
antes de su trágica muerte a la edad de treinta y cinco años. Había oído la pieza
interpretada en los altísimos órganos de tubo de más de una catedral, pero jamás en
piano, y nunca con tan profundo y atormentado sentimiento. Siendo interpretado por las
manos ardientes de Julian, no era difícil creer que el réquiem había sido encargado,
según los chismes y la famosa leyenda, por un misterioso extraño que había resultado ser
un augur de la muerte del propio Mozart. Julian la tocaba tanto como marcha triunfal como
lamento —la canción de un hombre que celebra y llora su propia mortalidad antes de que
su voz sea silenciada para siempre—.
Vertía toda su hambre y pasión en la pieza, conduciéndola a un final con un ascenso
dramático. La última nota colgaba en el aire como los retumbos de una campana de
catedral en una ruidosa y fría medianoche.
Cuando su eco se desvaneció, Portia dijo suavemente:
—Para ser un hombre que proclama que su alma pertenece al diablo, aún tocas como
un ángel.
No pareció en lo más mínimo impresionado al encontrarla de pie en la puerta de
entrada.
—Es una de mis piezas favoritas. ¿Recuerdas las palabras que encontraron escritas en
los márgenes de la partitura “Fac eas, Domine, de morte transire ad vitam”? —recitó. El
latín surgía sin esfuerzo de su boca.
Portia no era tan fluida en el idioma. Siempre había estado demasiado ocupada
leyendo sobre elfos y hadas como para molestarse por temas tan tediosos.
—Deja, oh, Señor, que las almas —murmuró— entren a través de la muerte…a la vida
eterna.
—Es una pena, pero no pude advertirle al pobre tipo que la vida eterna no es tan
estupenda como se cree. ¿Así que viniste a volver las páginas de mi partitura, Ojos
Brillantes? —preguntó, su sonrisa retorcida recordándole las muchas horas felices que
había pasado haciendo precisamente eso en el Castillo Trevelyan, antes de que
descubriera que era un vampiro.
—Habría jurado que tocabas de memoria.
—Así es —asintió frente a la hoja de música abierta sobre el soporte—. Pero no estoy
demasiado acostumbrado a la siguiente pieza. Podría necesitar una mano más…o dos. —
Se deslizó sobre el banco de caoba para hacerle espacio. Al verla dudar, añadió—. Como
mi eterna prometida, no tienes necesidad de apegarte a tu casta modestia.
Incapaz de resistirse al brillante desafío de su mirada, Portia atravesó la habitación y se
deslizó en el banco a su lado. Se inclinó sobre él para abrir la primera página de la pieza,
negándose a apartarse pudorosamente de la presión de su muslo musculoso contra el
suyo o el roce breve de su codo contra la suavidad de su pecho.
Al observar sus hábiles manos acariciar la dolorosamente sensible melodía de
Beethoven sobre el teclado, fue demasiado fácil imaginarlas bailando sobre su propia piel

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

con la misma destreza. No pudo evitar preguntarse cuál sofocante canción podría obtener
de sus labios con esos largos y aristocráticos dedos. Sintiendo el rubor acudir a sus
mejillas, robó una mirada a su rostro, sólo para hallarlo mirándola a ella en vez de a la
partitura.
Molesta por una firme sospecha, volvió la hoja de música, mucho antes de que
alcanzara el final de la página. Él continuó tocando sin perderse ni una sola nota.
Ella se aclaró la garganta con suficiente energía como para ser oída sobre el ondulante
pasaje.
Los dedos de Julian se congelaron sobre el teclado, elevando la pieza a una altura
discordante.
—Oh, querida. Me descubriste, ¿cierto? —La nariz de él acarició sus desatados rizos al
tiempo que se inclinaba hacia delante y susurraba—. Deberías saber que siempre toco de
memoria. Incluso en el castillo. Sólo que nunca he podido resistirme a la forma en que te
inclinas sobre mí al dar vuelta a las páginas o al perfume de tu cabello.
Esta vez se alejó de él.
—¿Por qué, Julian Kane? ¡De verdad que eres un granuja incorregible! —se esforzó
por mantener sus labios apretados con severa desaprobación, pero no pudo evitar que se
arquearan en las comisuras.
Él pellizcó la punta de su nariz.
—Sólo cuando se trata de ti, Portia Cabot.
Deseaba creerlo con tanta urgencia que ni siquiera protestó cuando la mirada de él
viajó de su nariz a su boca. Cuando levantó suavemente su barbilla para exponer la
suavidad de sus labios. Cuando bajó su cabeza, separando sus labios al acariciar los de
ella con la gracia fluida del ala de una mariposa.
—¡Tío Jules! ¡Tío Jules!.
Se apartaron de un salto y se volvieron al mismo tiempo para encontrarse con Eloisa
de pie en la puerta de entrada. Con los pies descalzos y el camisón manchado de miel y
mermelada, parecía un angelito sucio. Aunque Portia sabía que debía estar agradecida
por la oportuna interrupción, quiso darse de patadas por dejar la puerta entornada.
Antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, Eloisa corrió a través de la
habitación, rodando sobre las rodillas de Portia para saltar sobre el regazo de Julian.
Al principio, parecía completamente aturdido al encontrarse con un infante desconocido
que saltaba arriba y abajo sobre su regazo, pero entonces una sonrisa maravillada se
extendió por su cara.
—¡Bueno, tú debes ser Eloisa! Reconocería esos ojos en cualquier lugar. —Echó un
vistazo a Portia, claramente confundido—. Pero, ¿cómo diablos sabe quién soy yo?
Portia intentó encogerse de hombros, dándose cuenta de que era demasiado tarde
para evitar una confesión de su propia boca.
—Seguramente no debería aventurarme a sacar conjeturas. Aunque tal vez existe la
posibilidad de que le haya enseñado tu miniatura una o dos… o cien veces.
Para su gran alivio, Eloisa tiró del cuello de la camisa de él en ese preciso momento,
demandando su atención. Fruncía el ceño delante de su rostro con penetrante
concentración, arrugando la nariz.
—¿Muerde? —preguntó él, mirándola nerviosamente.
—Sólo botones, borlas acolchonadas, perlas y al gatito ocasionalmente. Pero los
gatitos suelen devolver la mordida, lo cual la enfurece.
Eloisa alcanzó a golpearle la mejilla con sus deditos.
—Bonito —canturreó, una sonrisa ampliaba sus mejillas rechonchas.
Portia se echó a reír.
—No deberías parecer tan horrorizado. Sólo prueba que ninguna mujer puede resistirse

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

a tus encantos.
—Excepto tú —replicó él, dedicándole una mirada irónica sobre los rizos dorados de su
sobrina.
—¡Eloisa!
Esta vez era una pálida Caroline quien se encontraba de pie en la puerta de entrada,
con la niñera de Eloisa situada detrás de ella, retorciendo su delantal. Cuando Caroline
vio a su hija sobre el regazo de Julian, palideció un tono más.
Atravesó la habitación, con la cinta desatada de su bata ondeando tras ella, y la
arrebató de sus brazos.
—Eres una niña muy traviesa, Ellie —reprendió, enterrando el rostro en los rizos de su
hija—. Les diste a la niñera y a mamá un susto terrible.
—¡Tío Jules! —Eloisa chilló, liberando sus brazos del fuerte abrazo de su madre, así
pudo alcanzar a Julian—. ¡Bonito!.
—Todo está bien, dulzura. —Le brindó una sonrisa de afirmación—. Deja que tu niñera
te lleve de regreso a la cama antes de que tus deditos se congelen.
Mientras Julian miraba, aguardando, Caroline depositó a Eloisa de mala gana en los
brazos de la expectante niñera.
Mientras la mujer se llevaba a la pequeña, que gimoteaba, Portia dijo:
—La música posiblemente la despertó. Fue culpa mía, no de Julian. No debí haber
dejado la puerta abierta.
—Y yo debí haber encontrado un pasatiempo más tranquilo para entretenerme. Es sólo
que las horas entre el crepúsculo y el alba pueden ser muy largas y solitarias. —Julian se
deslizó fuera del banco del piano y se elevó para confrontar a su hermana, con una
sonrisa burlona jugando por su boca—. No tienes de que preocuparte, Caro. Un bocado
así de pequeño apenas satisfaría mi apetito por poco tiempo.
Después de hacerles a ambas una tiesa reverencia, salió de la estancia.
Caroline se quedó de pie allí, a la luz de la luna, con el rostro inexpresivo.
—Lo siento, Portia. Cuando vi su cama vacía, pensé…
—Sé lo que pensaste. Y él también.
Sin más palabras, Portia pasó al lado de su hermana y salió de la habitación, temiendo
ya las largas y solitarias horas que pasaría en su propia cama vacía.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

CAPÍTULO 12

Portia se detuvo en el vestíbulo de la mansión, a la noche siguiente, contemplando su


reflejo en el espejo con la misma fascinación horrorizada que a uno le causaría una araña
de jardín particularmente bella.
Casi se alegró de que Adrian se hubiera llevado a Caroline y a Eloisa de vuelta a la
casa de la ciudad de Larkin y Vivienne para ahorrarle a su esposa el tener que mirar a su
hermana menor embarcarse en tan peligrosa misión. No estaba segura de querer que
algún miembro de su familia fuera testigo de su espantosa transformación.
Había suavizado el rosado natural de sus mejillas bajo una capa de maquillaje color
marfil. La impecable máscara hacía que el rojo escarlata de sus labios y el oscuro y
gracioso arco de sus cejas fueran más impresionantes. Había instruido a su doncella para
que alisara su cabello hacia atrás, lejos de su rostro, con un par de peines de nácar,
permitiendo así que los brillantes rizos cayeran libremente por su espalda. El inusual estilo
revelaba la insinuación de un pico de viuda y los pómulos esculpidos, que normalmente
se encontraban ocultos por un suave mechón de rizos, haciéndola lucir mayor y más
sofisticada.
La impresionante blancura de su cara y su pecho empolvado hacía que el flamante
satén negro de su vestido pareciera más decadente. Su corpiño, artísticamente decorado,
era muy bajo y sin mangas, y rodeaba su cuello con una gracia parecida a la de un cisne,
acentuada por su collar de terciopelo negro.
Sus ojos resplandecían con un entusiasmo febril, haciéndola parecer una desconocida
incluso para sí misma. Curiosamente, nunca se había mirado o sentido más viva.
—La muerte te sienta bien, querida.
Al oír aquel ahumado murmullo masculino, Portia se volvió para encontrar a Julian de
pie justo tras ella, con un inequívoco destello de apreciación en los ojos. No pudo evitar
echar un vistazo atrás al espejo sólo para ser compensada con la inquietante y solitaria
imagen de sí misma.
Devolvió su atención a Julian, tratando de no tomar en cuenta lo distinguido que lucía
con el blanco gélido de su camisa sobresaliendo de las líneas elegantes de su chaleco
negro de seda y su chaqueta de corte. Un par de pantalones color marfil envolvían sus
delgadas caderas, afilándose abajo hasta sus pulidas Wellingtons de cuero negro que
brillaban deslumbrantes.
Le pellizcó la impecablemente atada corbata en un modo que esperaba resultara filial.
—¿Supongo que no has estado dándole consejos a Willbury sobre cómo acercarse
sigilosamente a la gente y asustarla más allá de lo posible?
—No seas ridícula. El desvergonzado y viejo entrometido me ha enseñado todo lo que
sé.
—¡Escuché eso! —La temblorosa voz llegó a oídos de ellos desde una habitación
cercana.
Meneando la cabeza, Portia se volvió al espejo de nuevo.
—Casi pienso que este estilo me queda bien. Quizás tengo una atracción natural hacia
el mal.
—Algo que he sospechado durante mucho tiempo —dijo, con una inequívoca señal de
diversión en la voz.
Ella se enredó un rizo alrededor del dedo.
—Únicamente estás celoso porque no puedes contemplar tu propio reflejo. Con una
cara tan bonita, estoy segura de que solías pasar horas frente al espejo antes de
convertirte en vampiro.

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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane

—En cuanto te conocí, ya nunca necesité un espejo. Cada vez que miraba en tus ojos,
veía todo lo que necesitaba saber sobre mí.
Portia lanzó una mirada asustada a donde debería haber estado su reflejo. Cuando
consiguió reunir el valor suficiente para girarse, él metió la mano dentro del bolsillo de su
abrigo y sacó una cristalina botella de perfume.
—Supongo que no es agua bendita —aventuró mientras él retiraba la delicada tapa. Un
almizclado olor de orquídeas salvajes atacó su nariz, la fragancia era tan rica y sensual
que la hizo sentir ebria con sólo inhalarla.
—Esto debería ayudar a enmascarar tu olor. —Inclinó la botella para mojar la punta de
su dedo índice—. Si hay algo que un vampiro puede oler, es a un humano fresco.
—¿A qué huelo yo? —preguntó ella, genuinamente curiosa.
Él aplicó un poco de colonia en el delicado hueco de su garganta, con las pestañas
bajas para velar sus ojos.
—Hueles como bollos de zarzamora recién horneados, tan dulces y blandos que no
puedes esperar para hundir tus dientes en ellos. —Con un toque aún enérgico e
impersonal, aplicó otra gota detrás de cada una de sus orejas—. Hueles como la luz del
sol calentando los pétalos de una rosa en flor.