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Teresa Medeiros
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
RESUMEN
2
EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
ÍNDICE
RESUMEN..................................................................................................................... 2
ÍNDICE .......................................................................................................................... 3
PRÓLOGO .................................................................................................................... 4
CAPÍTULO 1.................................................................................................................. 6
CAPÍTULO 2................................................................................................................ 12
CAPÍTULO 3................................................................................................................ 19
CAPÍTULO 4................................................................................................................ 25
CAPÍTULO 5................................................................................................................ 33
CAPÍTULO 6................................................................................................................ 42
CAPÍTULO 7................................................................................................................ 49
CAPÍTULO 8................................................................................................................ 53
CAPÍTULO 9................................................................................................................ 60
CAPÍTULO 10.............................................................................................................. 66
CAPÍTULO 11.............................................................................................................. 74
CAPÍTULO 12.............................................................................................................. 80
CAPÍTULO 13.............................................................................................................. 89
CAPÍTULO 14.............................................................................................................. 93
CAPÍTULO 15.............................................................................................................. 96
CAPÍTULO 16............................................................................................................ 104
CAPÍTULO 17............................................................................................................ 110
CAPÍTULO 18............................................................................................................ 114
CAPÍTULO 19............................................................................................................ 122
CAPÍTULO 20............................................................................................................ 124
CAPÍTULO 21............................................................................................................ 130
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
PRÓLOGO
Londres
1826
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
CAPÍTULO 1
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
pequeña y deliciosa actriz que me presentaste en Florencia. ¿Qué más puede hacer?
Conozco a mi padre. Él nunca desheredará a su único hijo.
Julian aplastó sus tonterías con una mirada de reproche.
—Muérdete la lengua, Cubby. Sin duda alguna no sugerirás que me ponga a prueba a
mí mismo siendo el más despreciable de todas las criaturas, un hombre sin honor.
Bajo el borde negro de sus pestañas, los sentimentales ojos oscuros de Julian le dieron
una mirada arrebatadora de orgullo herido y auto-burla irónica. La mayoría de las mujeres
encontraban la combinación irresistible. Cuthbert estaba igualmente devastado.
¿Quién era él para contradecir a su amigo en este momento? Era sólo el hijo tonto de
un viejo conde caprichoso, destinado a heredar un título y una fortuna que no había
ganado y morir de una vejez confortable en su cama. No habría sobrevivido a su Grand
Tour si Julian no le hubiese rescatado de las manos de un acreedor furioso en su primera
reunión en un callejón iluminado por la luna en Florencia. Julian era un héroe de guerra,
armado caballero por la Corona después de que él y su regimiento hubieran derrotado a
sesenta mil soldados birmanos sedientos de sangre en las afueras de Rangoon un año
atrás. Ésta era la primera vez que él afrontaba su mortalidad con tal gracia sin esfuerzo
alguno.
Cuthbert gimió su derrota.
Julian le dio una palmada consoladora en el hombro, después trató de avanzar por sí
mismo, lentamente, erguido.
—Suéltame, Cubby, mi soldado. Estoy decidido a marchar hacia adelante y
encontrarme al enemigo sobre mis dos pies. — Y apartando de sus ojos con una sacudida
la oscura melena que le llegaba por los hombros, clamó—: ¡Devonforth!
El marqués y su sombrío grupo giraron como uno. Julian acababa de añadir agravio al
insulto llamando al noble por su apellido en lugar de por su título. Cuthbert se imaginó que
él podría oír el silbido del aliento inhalado del marqués, pero quizás esto era sólo el
amargo viento de enero precipitándose más allá de sus oídos congelados.
Luchando valientemente contra la nieve que soplaba, Julian marchó adelante hacia la
bifurcación del camino de Wallingford. Cuthbert estrechó la caja de madera contra su
pecho, una punzada de orgullo calando su ansiedad cuando Julian hizo una pausa en la
cima de la colina para echar atrás sus amplios hombros. Podría estar preparándose para
enfrentarse al viento cegador y a las torrenciales lluvias de la estación del monzón de
Birmania. Nadie habría adivinado que él había dimitido de su comisión militar
inmediatamente después de la batalla por Rangoon y que había pasado el anterior año y
medio bebiendo y apostando en su camino a través de Europa.
El orgullo de Cuthbert cambió a alarma cuando el ajuste en el porte de Julian ocasionó
que se tumbase lentamente hacia atrás, como un roble cortado. Dejando caer la caja,
Cuthbert se adelantó a esto subiendo para atraparle por debajo de las axilas antes de que
pudiera espatarrase cuan largo era en la nieve.
Julian se enderezó, riéndose ahogadamente bajo su aliento.
—Si hubiera sabido que el viento era tan borrascoso, no habría desplegado mis velas.
—¡Cristo, Kane, apestas a licor!
Cuthbert levantó la vista para encontrar al marqués burlándose de ellos desde su larga
y equina nariz.
Los labios de Julian se arquearon en una sonrisa celestial.
—¿Estás seguro que no es el perfume de tu prometida?
La cara de Wallingford se oscureció con un peligroso matiz.
—La Señorita Englewood ya no es mi prometida.
Julian volvió su sonrisa a Cuthbert.
—Recuérdame visitar a la señorita esta tarde para ofrecerle mis sinceras felicitaciones.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
La mujer acuclillada detrás del tejo retrocedió contra el ancho tronco, sus rodillas
volviéndose débiles. Las notas de la canción lentamente se desvanecieron, dejándola sola
con el murmullo de la caída de la nieve y el latido inseguro de su corazón en los oídos. No
pudo decir si su corazón golpeaba con terror o excitación. Sólo sabía que no se había
sentido así de viva en casi seis años.
Había salido a hurtadillas de la casa al amanecer y le había dado al conductor
instrucciones de seguir al marqués y su séquito hasta el parque, desgarrada entre la
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
esperanza de que los chismes fuesen verdaderos y rezando para que no lo fueran. Pero
todo lo que había conseguido era un atisbo en torno a ese árbol y otra vez se había
convertido en una ojos brillantes de diecisiete años, deleitándose en el primer rubor torpe
de enamoramiento.
Había contado cada paso que los duelistas dieron como si marcasen los momentos
finales de su vida. Cuando el marqués se había girado con la pistola preparada, había
hecho todo lo posible para no saltar de detrás del árbol y gritar una advertencia. Cuando
el pistoletazo se oyó y observó el bulto del adversario del marqués en el suelo, se había
sujetado con fuerza el pecho, segura de que su corazón se había detenido.
Pero había comenzado a palpitar otra vez en el momento en que él se incorporó,
sacudiendo la rizada melena oscura de su cara. Ebria de alivio, se había olvidado de su
propio peligro hasta que casi fue demasiado tarde.
Había estado siguiéndole con la mirada, con el corazón en sus ojos, cuándo él se había
detenido bruscamente y había cambiado de dirección con el cuerpo firme con esa gracia
tensa que ella recordaba demasiado bien.
Se había agachado rápidamente de nuevo detrás del árbol, conteniendo el aliento.
Incluso con el protector tronco del tejo entre ellos, podía sentir su mirada fija penetrando
sus defensas, su inquisitiva caricia dejándola tan vulnerable como el beso con el que él
había rozado su frente la última vez que se habían encontrado. Cerrando fuertemente sus
ojos, había pasado una mano por la gargantilla de terciopelo que rodeaba la columna
delgada de su garganta.
Después él se fue, su voz desvaneciéndose en un eco, después un recuerdo. Salió a
escondidas de detrás del árbol. Los gruesos copos de nieve iban a la deriva desde el
cielo, llenando las huellas esparcidas y el hueco donde su cuerpo había yacido. Pronto no
habría pruebas de que el duelo ilegal alguna vez había tenido lugar.
Casi compadeció a su compañero de pelo rubio por su ignorancia. Había tenido casi
seis años para aprender a abrazar lo imposible, pero aun así había tenido que refrenar un
jadeo aturdido cuando esa forma delgada se había levantado de su sepulcro de nieve. Si
la mano de su compañero no se hubiese detenido, sabía exactamente lo que habría
encontrado el hombre. Aquel dedo regordete se habría movido en su camino a través de
gabán, abrigo, chaleco, y camisa, sin detenerse hasta pasar rozando la piel inmaculada
sobre un corazón que debería haber estado hecho pedazos por la bala de la pistola del
marqués
Portia Cabot ajustó el velo en el ala que barría su sombrero, una sonrisa apenas
perceptible curvando sus exuberantes labios. No lamentó ni un momento de su excursión
temeraria. Había probado que los rumores eran más que simples chismes sin valor.
Julian Kane había vuelto a casa. Y si el diablo quería su alma, entonces el viejo bribón
tendría sencillamente que pelear con ella para conseguirla.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
CAPÍTULO 2
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estarlo, ¿por qué razón iba a cortar todos los lazos si no fuera por que había decidido
dejar de buscar su alma?
—No lo sé —admitió Portia—. Pero el único modo de averiguarlo es preguntándole.
—¿Y por qué iba a confiar en ti? —preguntó Adrian levantando una ceja—. ¿Porque
siempre le gustaron las chicas bonitas? ¿Porque todavía queda en él algún resto de
sentimiento después de vivir tantos años como un monstruo? ¿Una chispa de
humanidad?
Portia contuvo la lengua. No había palabras que explicaran el vínculo que sentía en el
corazón desde su época en la cripta. Y aunque las hubiera, sabía que se limitarían a
acusarla de tener la romántica imaginación de una jovencita.
Adrian apoyó una rodilla ante la silla, obligándose a mirarla. Los padres de Portia
habían muerto en un accidente de carruaje cuando ella tenía tan solo nueve años.
Cuando Caroline y él se casaron, Adrian la acogió de buena gana en su hogar, sin
amenazarla jamás con enviarla con alguien tan horrible como el lascivo primo Cecil o la
insulsa tía Marietta.
Le cubrió las manos con una de las suyas con los ojos azules verdosos oscurecidos
por la preocupación.
—No estoy completamente ciego; sé que has estado acumulando armas y
entrenándote en secreto durante años para ayudarme a combatir a los vampiros, pero
esta no es tu batalla, pequeña; es la mía.
Ella liberó las manos.
—Tengo casi veintitrés años, Adrian. Ya no soy una niña.
—Entonces quizá sea el momento de que empieces a tener sentido común en vez de
comportarte como tal.
Portia habría preferido con mucho sus gritos a su tono tranquilo y racional. Se levantó,
irguiéndose en toda su estatura y deseando llevar puesto uno de esos complicados
sombreros para ser más alta.
—Muy bien —dijo serenamente—, si tengo que dejar de compórtame como una niña,
entonces ya no necesito ni tu permiso ni tu aprobación para buscar la compañía de tu
hermano.
Adrian se enderezó y la agarró con cuidado por los hombros, con una súplica en la voz
que era más inquietante que cualquier rugido.
—¿Olvidas que en los últimos quince días han muerto cuatro mujeres? ¿Qué les
sacaron hasta la última gota de sangre y que luego fueron abandonadas para que se
pudrieran en los callejones de Charing Cross y Whitechapel? He pasado los últimos cinco
años controlando a casi todos los vampiros de la ciudad. ¿Crees de corazón que es pura
casualidad que esos asesinatos ocurrieran justo cuando empezaron los rumores de que
Julian había vuelto a Londres?
Ella le miró de frente.
—¿Crees de corazón que tu propio hermano es capaz de cometer tales atrocidades?
Adrian la soltó y dejó caer los brazos con impotencia.
—Ya no sé de lo que puede ser capaz. Ya no lo conozco en absoluto. Pero es mi
hermano y es mi responsabilidad. Si alguien debe enfrentarse a él por esos asesinatos,
voy a ser yo. —Intercambió otra cautelosa mirada con Caroline—. Será lo primero que
haga mañana.
—¿Por la mañana? —repitió Portia—. ¿Mientras está dormido? ¿Cuándo es más débil
y vulnerable?
Caroline emitió un pequeño gemido de angustia, pero Portia no era capaz de
detenerse.
—Sé exactamente lo que les sucede a los vampiros cuando vas a verles por la mañana
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Adrian. ¿Qué armas vas a llevar? ¿El crucifijo? ¿Las estacas? ¿La ballesta? Has acabado
con muchos demonios con esa arma en concreto. Supongo que era inevitable que Julian
sintiera algún día su pinchazo.
Adrian le pasó el dedo por la gargantilla de terciopelo que le cubría la garganta, con los
ojos llenos de un pesar que le hacía parecer mucho mayor de sus treinta y cinco años.
—Mejor que la sienta él que tú; o cualquier otra mujer sienta la suya.
Mientras cruzaba a zancadas la habitación, Portia se volvió hacia Caroline, esperando
con desesperación encontrar una aliada en su hermana. Después de todo ¿no había
ayudado ella a Caroline a demostrar que Adrian no era el villano que todos creían que
era?
Pero Caroline simplemente sacudió la cabeza.
—Oh, Portia, ¿por qué tienes que hacérselo más difícil de lo que ya es? Si Adrian no se
hubiera visto obligado a destruir a Duvalier para protegerme —dijo refiriéndose al
despiadado vampiro que convirtió a Julian en vampiro succionándole el alma mientras
moría—, hace mucho tiempo que Julian hubiera podido recuperar su alma. No habría
tenido que ir en busca del vampiro que engendró Duvalier. Adrian luchó sin desfallecer y
durante mucho tiempo para salvar a su hermano. ¿Cómo crees que se siente ahora,
sabiendo que es muy posible que pueda que haya fallado? ¿Sabiendo que mujeres
inocentes pueden haber sufrido y muerto por ese fracaso? —Cogió a su hija en brazos y
siguió a su marido fuera del cuarto lanzando a Portia una última mirada de reproche.
Eloisa miró por encima del hombro de su madre con sus ojos grises llenos de asombro.
Portia contuvo un suspiro de frustración. Supuso que había sido muy inocente por su
parte esperar que su familia abriera los brazos y los corazones para dar la bienvenida a
casa al vampiro pródigo. Por lo que sabía, era posible que Julian estuviera tan perdido
como ellos se temían.
Pero un pequeño rincón de su corazón rechazó la idea, se negaba a creer que el
hombre que una vez le había pellizcado la nariz y la había llamado ojos brillantes pudiera
haber acabado con la vida de esas mujeres arrojándolas luego a un callejón como si
fueran basura.
Se acercó a la ventana, apartando las pesadas cortinas de terciopelo. La escasa luz del
día ya empezaba a desaparecer dejando la ancha calle bañada con el luminoso brillo de
la nieve. Aunque algunos copos todavía volaban con el viento, las nubes se habían
dispersado, dejando ver una pálida luna en cuarto creciente. Echó un vistazo al reloj de
mármol de la chimenea con una creciente sensación de urgencia. A Julian se le estaba
agotando el tiempo y a ella también.
Si tenía que demostrarles a todos que se equivocaban, iba a tener que hacerlo antes
de que saliera el sol y Adrian comenzara a buscar a su hermano, quizá por última vez.
En ese momento a Julian Kane no le importaba ser desalmado casi tanto como estar
sobrio. Su paso vacilante se había convertido en un contoneo, privado de su elegancia
habitual por el agotamiento y el hambre.
Se volvió del revés los bolsillos del abrigo, solo para encontrarlos penosamente vacíos.
Quizá no debería haber abandonado tan rápidamente a Cuthbert en las escaleras de la
casa de su padre en Cavendish Square.
Cubby había estado echando hasta la última papilla encima de las queridas azaleas del
conde cuando el anciano había asomado la cabeza desde una ventana con el gorro de
dormir torcido y bramando:
—¿Qué le has hecho ahora a mi hijo, Kane? Cuthbert era un buen chico hasta que
empezó a ir contigo. ¡Engendro de Satanás!
Julian había entregado cuidadosamente el vacilante bulto que era Cubby a un lacayo
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
Realmente Julian tenía la suerte del mismísimo demonio. Menos de dos horas más
tarde, estaba sentado en la mesa tras un montón de monedas que había ganado.
Empleando una mezcla letal de encanto, astucia, y habilidad, había logrado convertir
aquel chelín en un brillante montón de monedas y billetes de una libra. No era lo bastante
para evitar a Wallingford y sus amenazas de enviarle a la cárcel de deudores durante más
de un día, pero era lo suficiente para asegurarse de que no iba a pasar la noche solo.
Ni hambriento.
Acarició con cuidado el trasero de la belleza de cabello y ojos negros que estaba
sentada sobre sus rodillas, obteniendo una celosa mirada de la atrevida rubia que llevaba
sobre los hombros una estola de armiño. Cuando volvió la cabeza casi le mareó el hedor
del agua de lavanda barata que ella solía usar para quitarse el olor del último jugador al
que había acompañado al piso de arriba.
Mientras los otros tres hombres de la mesa miraban sin poder ocultar sus expresiones
esperanzadas, sus pálidos dedos golpearon las cartas con indolencia, abriéndolas en
abanico y enseñándolas para descubrir otra mano ganadora.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
Uno de los hombres gimió mientras otro tiraba sus cartas, disgustado.
—¡Maldición Kane! ¡Tienes una suerte verdaderamente sobrenatural!
—Eso dicen —murmuró Julián mientras los otros cogían rápidamente sus sombreros
de castor y sus bastones, y abandonaban la mesa dejando en ella el salario de más de
una semana.
Julian se recostó en la silla acariciando distraídamente la cadera de la morena y
estirando sus largas piernas. Miró detenidamente entre la neblina producida por los
cigarros y los puros, en busca de sus siguientes víctimas. La mayoría de los clientes
habían agotado su crédito en establecimientos más serios como White´s y Boodle´s.
Llevaban con ellos un palpable aire de desesperación, similar al que Julian había
presenciado en los fumaderos de hachís y opio en Estambul y Bangkok. Estiraban los
dedos y les brillaban los ojos mientras esperaban la siguiente mano. No debería ser
demasiado complicado atraer a su trampa a un par de obesos comerciantes y al hijo
bastardo de algún noble empobrecido.
—¿Por qué no dejáis las cartas y jugáis conmigo un ratito, jefe? —canturreó la morena,
moviéndose sugestivamente en su regazo.
La rubia inclinó su hombro para servirle un vaso de oporto de la botella semivacía que
estaba encima de la mesa. Le miró moviendo sus largas pestañas pintadas, presionando
sus grandes pechos contra los músculos de su brazo.
—Si jugáis bien vuestras cartas, rey, podéis obtenernos a las dos esta noche.
Julian se removió en la silla. No se podía negar que la propuesta era… estimulante,
pero todavía no estaba listo para abandonar la mesa.
—Paciencia, dulzuras —dijo—. En este momento la suerte es mi única amante, y que
me condenen si voy a dejarla en una cama fría y vacía cuando todavía está caliente y
dispuesta. —Mientras la rubia le pellizcaba el lóbulo de la oreja a modo de protesta,
tranquilizó el puchero de la morena plantándole un largo beso en sus labios pintados de
rojo.
Alguien se aclaró la garganta.
En ese sonido había tal nota de desaprobación que Julián apenas pudo resistir el
impulso de levantar la vista como un alumno cogido en medio de una travesura. Levantó
la cabeza despacio para descubrir a una mujer que estaba de pie detrás de la silla que
tenía enfrente.
No, una mujer no, una dama, se corrigió a si mismo recorriendo con la mirada la
ajustada pelliza de visón y el sombrero con una pluma coronando un brillante cabello
negro. Un abultado ridículo de satén, fuertemente cerrado con cintas, colgaba de su
brazo. El exquisito corte y la calidad de su ropa contrastaban de modo alarmante con las
lamentables galas de la mayoría de los clientes del club. Parecía estar rodeada de un halo
que la protegía del humo de los cigarros y de las risas estentóreas que llenaban el lugar.
Julian podía notar, por el rabillo del ojo, que otros hombres la miraban con curiosidad;
unos con cautela y otros descaradamente depredadores.
Ya habían visto por allí a mujeres de su clase antes. Damas ricas con un apetito
insaciable por las grandes apuestas. Ya que no se permitía la entrada al bello sexo en los
clubes más serios que frecuentaban sus maridos, se veían obligadas a buscar
satisfacción en infiernos como ese. Eran tan esclavas del juego que estaban dispuestas a
arriesgar su reputación y su fortuna en una caprichosa ronda a los dados o volviendo una
carta.
La mayoría de las veces, la dama se jugaba hasta la última moneda que traía,
quedándole solo una forma de pagar sus deudas. Por alguna razón, Julián no podía
soportar la idea de ver a esa mujer obligada a acompañar a algún ufano jugador a una de
las habitaciones de arriba. No podía aguantar la imagen de ella con las rodillas separadas
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—No me marcharé hasta que obtenga lo que vine a buscar. Me debe usted algo y he
venido a cobrar —la revelación resquebrajó un poco su calma, se llevó las manos que le
temblaban a la cabeza, y se quitó el sombrero.
Durante un breve segundo, Julian estuvo casi agradecido de ser un vampiro porque le
costó un esfuerzo sobrehumano mantener su máscara de indiferencia. Ella era, sin ningún
género de dudas, la mujer más hermosa que había visto en su vida. Los rizos negros
recogidos encima de su cabeza estaban acompañados de unas elegantes y arqueadas
cejas y unas espesas pestañas enmarcaban unos ojos del mismo azul oscuro que el mar
Egeo a medianoche. Los huesos delicados de su cara se estrechaban en la barbilla y se
ensanchaban en las mejillas. Unas mejillas que estaban bendecidas con un color natural,
como si alguien hubiera cogido un pétalo de rosa y hubiera depositado su color en la
satinada piel. Poseía una sofisticación natural que ningún polvo o colorete del mundo
podía igualar. Tenía la boca ligeramente curvada hacia arriba en las comisuras, lo
suficiente para que un hombre se preguntara si se estaba riendo de él o con él.
Y en lo único que pudo pensar Julian mientras se enfrentaba a esa belleza femenina,
era que lamentaba que se hubiera quitado el maldito sombrero. Sin el velo para ocultar
sus ojos, su mirada era demasiado franca. Demasiado provocativa. Demasiado azul.
Desesperado por evitar su presencia por motivos que ni siquiera él podía comprender, se
puso en pie casi tirando a la morena al suelo.
Hizo girar lo que quedaba de oporto en el vaso antes de llevárselo a los labios.
—No puede usted ser uno de mis acreedores, querida, porque estoy seguro de que me
acordaría de estar en deuda con alguien tan encantadora como usted —dijo
proporcionando a la palabra una inflexión que era imposible ignorar—. Y si no es usted
uno de mis acreedores, entonces le sugiero que salga de mi camino porque no le debo
tanto como para dedicarle el día.
Devolviendo el vaso a la mesa con un fuerte golpe, reclamó la mano de la morena y dio
un paso hacia la escalera.
—Ahí es donde se equivoca, señor Kane. —Sus dedos dejaron de temblar, se quitó la
cinta de terciopelo borgoña y la lanzó sobre la mesa como si fuera una apuesta que él no
pudiera negarse a cubrir.
Julian se quedó de piedra, hipnotizado por la visión de esa garganta llena de gracia.
Una garganta que debería haber sido tan cremosa e impecable como el resto de ella, pero
que en cambio estaba señalada con las tenues cicatrices de dos visibles heridas
punzantes.
Cuando levantó su incrédula mirada, se encontró con los desafiantes ojos azules de
Portia Cabot y supo que finalmente se le había acabado la suerte.
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CAPÍTULO 3
No la había reconocido.
Julian Kane la había mirado directamente, con el mismo ardor en sus ojos oscuros que
la había obsesionado en sus sueños. Habían pasado cinco años y sólo había dejado
traslucir un remoto parpadeo de interés. ¿O fue contrariedad?
Aparentemente el tiempo que estuvieron juntos había significado tan poco para él, que
apenas la recordó. ¿Y por qué debería?, pensó. Desde que se había ido probablemente
había tenido docenas —echó una mirada amarga de soslayo a la morena que seguía
adhiriéndose a su mano— no, hordas de otras mujeres totalmente ansiosas de ayudarlo a
borrarla de su memoria. ¿Por qué debería recordar a una difícil chica de diecisiete años,
que se había ruborizado, había tartamudeado y prácticamente se había tirado sobre él
cada vez que estaba en un cuarto?
Cuando el dolor inicial pasó, Portia tuvo que luchar contra el impulso de elevarse en
una rabia gigantesca. A pesar de que se jactara frente a Adrian de que ya no era una
niña, lo único que quería era arrojar su encantador sombrero al suelo y pisotearle una y
otra vez.
—¿Ojos brillantes? —murmuró Julian, su guapa cara la estudió satisfecho de ver su
sobresalto y confusión.
—No me llames así —chasqueó, despreciando al apelativo cariñoso. Si trataba de
pellizcarle la nariz, le iba a morder los dedos.
Le lanzó una mirada irritada, como si advirtiera por primera vez la sordidez del
ambiente.
—¿En el nombre de Dios, que haces en este infierno?
—¿Que mejor lugar para buscar a un diablo perdido? —replicó ella.
Su conversación empezó a atraer público. Varios de los hombres de ese sucio lugar,
los miraban acercándose, casi como si olfatearan sangre en el aire.
—Si la dama desea jugar... —invitó un tipo gigantesco con una nariz roja venosa y de
manos carnosas como un pernil— yo estoy listo para hacerlo.
—Gran Jim está siempre listo —grito otra persona, dando un codazo al hombre más
próximo a él—. Por eso ¡uuufff! acabó con doce mocosos y sólo dos de ellos son de la
pobre esposa.
Una risa ronca acompaño sus palabras, pero no confundió el significado de ellas.
Cuando Julian bajo su mano morena y avanzó hacia ella, Portia dio un paso hacia atrás,
sintiendo un pequeño escalofrío de alarma.
Al parecer finalmente había conseguido su atención.
Su andar fue suave y mortal como cualquier depredador. Antes de que ella pudiera
protestar, ya había tomado su mano en un puño aplastante.
—¡Ay! —murmuró ella, tratando de alejarse.
—Perdón —dijo entre dientes, aflojó su puño pero negándose a soltar su mano—. A
veces olvido mi propia fuerza.
Esa fuerza fue completamente evidente cuando la hizo girar alrededor tan
graciosamente, como si bailaran un vals a través de una sala de baile y la apoyó contra su
ancho pecho.
Cuando les encararon, el grupo de hombres parecían estar agrupándose rápidamente
como una jauría.
—Lamentablemente no busca jugar muchachos. Me busca a mí —interrumpió Julian.
Cerrando las manos suavemente sobre sus hombros y acariciando con la nariz su
cabello, formuló, con melódica y estremecedora voz de barítono, un perfecto tono entre
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libertino y avergonzado.
—Y no es una dama. Es mi esposa.
Los gemidos de simpatía ondearon por la multitud. Obviamente no era la primera vez
que una esposa colérica había entrado al club, para arrastrar a su marido a casa. Los
hombres la miraron con un nuevo respeto, algunos de ellos incluso se quitaron sus gorras.
Pero Portia se distrajo de todo esto, por el desconcertante cosquilleo que la nariz de
Julian provocaba en el lóbulo de su oreja. Casi habría jurado que la olía.
Determinada a demostrar que no era una mujer incapaz o estúpida como la creía,
resistiendo el impulso de pisar fuertemente su empeine, giró para darle una sonrisa que
deslumbrara el lugar.
—Cuando me desperté, encontré que te habías ido de mi cama, y no podía dejar de
preocuparme, querido —dijo tocando la pechera que se asomaba en la profunda V de su
chaleco—. Sé que me prometiste que la viruela francesa estaba totalmente curada, pero
uno nunca es demasiado cuidadoso con esas llagas tan dolorosas
Los gemidos de los hombres fueron incluso más simpáticos esta vez. La morena jadeó
por el ultraje, luego tomó la mano de la enfurecida rubia. Ambas mujeres se dirigieron
rápidamente hacia la escalera, lazándole a Julian miradas furiosas por encima del
hombro.
Los ojos de Julian sé mantenían entrecerrados mientras deslizaba un brazo alrededor
de la cintura de Portia, atrayendo la mitad inferior de su cuerpo ruborizado contra él.
Agudamente consciente del corte peligrosamente ceñido de su pantalón, ella trató de
moverse intentando poner distancia entre ellos, pero sus forcejeos sólo hicieron más
profunda la sonrisa satisfecha de él.
—Tu preocupación es más que enternecedora, mi amor —dijo él—. Y que casualidad
que hayas aparecido, justo cuando me preguntaba de dónde vendría mi próxima comida.
Sus labios se separaron, dejándole entrever sus colmillos, como en broma. Colmillos
que sólo se alargaban y afilaban cuando tenía hambre. O estaba excitado. Portia tragó
con fuerza. Quizás había sido imprudente al tentarlo. Si Adrian y Caroline tenían razón y
él había dado por pérdida la búsqueda de su alma, no sería más que un desconocido
peligroso. Y para él, ella sería un bocado especialmente jugoso.
Se obligó a darle en el pecho otra palmadita de esposa, agudamente consciente de los
duros músculos bajo su mano enguantada.
—Si deseas jugar otra mano de cartas, hazlo, me apresuraré en llegar a casa y
despertar a la criada para que te prepare una cena de medianoche.
La esquina de su boca se curvó hacia arriba asomando una conocedora sonrisa.
—Tonterías, pequeña. Creo que has despertado un apetito, que sólo tú puedes
satisfacer. —Sus largas y oscuras pestañas descendieron cuando se inclinó hacia ella.
Demasiado tarde Portia se dio cuenta de que no tenía intención de pellizcarle la nariz.
Abrió la boca para protestar pero sus labios ya estaban sobre los suyos, como el
terciopelo fundido. Fue tal la conmoción que intentó dar un tirón lejos, pero una poderosa
mano en su nuca no se lo permitió, sus dedos fuertes y seguros se elevaron entre sus
rizos obligándola a acercarse a él, tal como un esclavo a su amo.
Tirando la cabeza suavemente hacia atrás, arrasó sus inhibiciones con delicadeza
devastadora. Frotó los labios sobre los suyos, entonces lamió muy suavemente su boca,
encantando y seduciendo con cada golpe perezoso de la lengua. Besaba como un
vampiro.
Portia se agarró a su chaleco, pero a pesar de eso podía sentirse cayendo hacia un
oscuro abismo, donde estaría sólo él y la promesa que abrigaba ese beso. Apenas podía
oír los aullidos y silbidos de los clientes del infierno rugiendo en sus oídos.
Estaría feliz de arrojarse a ese abismo para siempre, si no hubiera sido por el repentino
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
pinchazo que sintió en su labio inferior. No se dio cuenta de que había sido herida por uno
de los colmillos de Julian, hasta que probó el sabor metálico de la sangre en su boca. Él
también lo probó. Julian inhaló tan profundamente que pareció robarle el aire de los
pulmones. Se retiro de un tirón como si hubiera sido ella quien lo mordiera.
Las aletas de su nariz se ensancharon, sus pupilas se dilataron. Aunque no moviera un
músculo, su cuerpo entero pareció estar vibrando con algún tipo de hambre primitiva.
Portia se tocó con una mano temblorosa los labios. El guante blanco se manchó con
una sola gotita de sangre. Julian cerró sus ojos brevemente. Cuándo los abrió otra vez,
eran como cuarzos duros y negros.
Uno de los hombres se aclaró la garganta, señalando con el hombro hacia la escalera.
—Usted y la dama pueden alquilar alguno de los cuartos de arriba por un chelín o dos.
—Eso no será necesario —dijo Julian llanamente, envolviendo su espalda con sus
brazos como si fuera el más amante de los esposos—. He descubierto que por las cosas
de gran valor, inclusive una esposa, vale la pena esperar.
Ante las apreciativas risitas de la multitud, reclamo sus ganancias, incluyendo la
gargantilla de terciopelo de Portia, la colocó su abrigo alrededor de los hombros. Antes de
que pudiera pronunciar alguna protesta, la había sacado del garito de apuestas e
introducido en la noche.
Guiada bajo el posesivo agarre de Julian en el codo, Portia luchó por sujetarse el
sombrero acomodándoselo e intentando emparejar sus largas zancadas.
Su máscara de amable encanto había desaparecido, dándo a su mandíbula y perfil una
severidad impenetrable. No podía parar de echarle miradas curiosas a ese perfil. A pesar
de los excesos del vino y de las mujeres, que había presenciado en el garito de apuestas,
éstos no habían dejado una sola huella en su cara. La fuerte nariz aguileña, el corte
sensual de los labios llenos y la barbilla partida, poseían la misma belleza Byroniana que
ella recordaba demasiado bien. Byron estaba convirtiéndose en polvo en su cripta de
Nottinghamshire, ya por casi dos años, víctima de una fiebre misteriosa y de sus propios
excesos, pero gracias al vampiro que había robado el alma a Julian, se había quedado
congelado para siempre, en el primer rubor poderoso de la virilidad.
La nieve finalmente había parado. El débil resplandor de los faroles veló sus ojos y
lanzó sombras siniestras bajo sus pómulos salientes.
—¿A dónde me llevas? —demandó ella.
—A tu carruaje.
—Yo no tengo un carruaje. Lo alquilé pero el conductor se negó a esperar en este
vecindario después del anochecer.
—Lo que lo hace mucho más inteligente que tú, ¿no te parece?
—Me puedes insultar todo lo que quieras, pero no tengo intención de saltar en un
arranque de furia.
—Entonces te conduciré a dónde perteneces —dijo inmediatamente—. A casa.
Se detuvo, obligándolos a parar bruscamente.
—No puedo permitir que hagas eso.
Se dio la vuelta para encararla.
—¿Por qué no?
Abrió la boca, pero dudo por un largo segundo.
Él levanto una mano.
—Espera. Permíteme adivinar. Probablemente no me darán la mejor de las
bienvenidas en casa de mi hermano. A fin de cuentas, ¿qué padre en su sano juicio me
querría acechando alrededor de su indefensa niña? —se burló—. Adrian seguramente me
perseguiría con una de las sombrillas de Caroline, antes de que pudiera abrir mis brazos y
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
canturrear, ¡Ven aquí Eloisa y conoce a Tío Julian! ¡Mira, que cuello tan bonito y pequeño
tienes!
—¡Entonces recibiste la carta que Caroline mandó cuando Eloisa nació! —dijo Portia en
tono acusador—. ¿Por qué no contestaste nunca?
Se encogió de hombros.
—Quizás lo hice. Sabes que el correo puede ser notoriamente informal.
Entrecerró los ojos, sospechando que no era el correo lo informal.
—Bueno, fue bastante desconsiderado de tu parte, nos preguntábamos siempre por tu
paradero, después de tanto tiempo pensamos que habías sido…
—¿Asesinado? —ofreció cuando ella vaciló. En respuesta a su mirada recriminatoria,
suspiró—. Si no me permites acompañarte a casa, entonces ¿cómo sugieres que me
deshaga de ti? Acabo de alejarte del garito de apuestas.
Portia acomodó su sombrero y anudó las cintas de raso reuniendo todo el valor que
pudiera para decirle:
—Esperaba poder acompañarte a tu alojamiento.
Todas las huellas de humor desaparecieron de la cara de Julian dejándolo tan frió e
impasible como una mascara.
—Perdón, pero no creo que eso sea conveniente. Llegaste aquí sin mi ayuda, asumiré
que puedes volver a casa de la misma manera. —Le dedico una rígida reverencia—.
Buenas noches, Señorita Cabot. Trasmite a mi hermano y su familia mis saludos más
cariñosos.
Giró y empezó a andar a grandes zancadas alejándose como si tuviera toda la
intención de dejarla parada completamente sola en esa esquina, aún envuelta en la
esencia calida a tabaco y especias que emanaban de su abrigo.
—Si no me llevas a tu alojamiento —dijo ella—, simplemente te seguiré.
Julian se detuvo y giró. Mientras venía andando a zancadas hacia ella, Portia tuvo que
resistir el sobrecogedor impulso de retroceder.
Se detuvo muy cerca, sus ojos oscuros la quemaban.
—Primero, te entrometes en el más sórdido de los lugares de apuestas, como si fueras
la sangrienta Reina Isabel. Después te ofreces a acompañar a un hombre como yo, no, un
monstruo como yo, ¿a su alojamiento? ¿Te tiene sin cuidado tu reputación mujer? ¿Tu
vida? —No es mi vida la que me preocupa actualmente. Es la tuya.
—Yo no tengo una vida, cariño. Sólo una existencia.
—Que podría estar llegando rápidamente a su fin, si no escuchas por lo menos lo que
tengo que decir.
Lanzó un juramento en fluido francés. Portia levantó el mentón, negándose a
ruborizarse. Había oído juramentos mucho más acalorados de labios de Adrian, la mayor
parte de ellos en inglés.
Un hombre pasó y tropezó con ellos, hediendo a carne sucia y ginebra barata. Cuando
la mirada glotona de extraño se dirigió a los senos de Portia, Julian mostró los dientes y
gruñó, el sonido primitivo levantó cada cabello de su nuca. El hombre se alejó torpemente
hasta un farol donde lanzó una mirada aterrorizada sobre el hombro.
—Al parecer no soy la única bestia que ronda las calles en esta noche londinense —
Julian se acarició el mentón, luchando visiblemente con su propuesta—. Muy bien —dijo
finalmente—. Si insistes, te llevaré a mi alojamiento. Pero sólo si prometes que me
dejarás en paz, una vez me digas lo que hayas venido a decir. —Sin esperar su promesa,
le ofreció el brazo.
Todavía obsesionada por el eco de ese gruñido, Portia vaciló por un breve segundo
antes de descansar la mano enguantada en la curva de su brazo.
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menos media docena de bebes, para mantenerte en esa guardería infantil a la que
perteneces.
—He salido hace varios años ya de la guardería y no tengo intención de volver. Por lo
menos no por un muy largo tiempo. Así que, ¿qué me dices? —dijo, parpadeando hacia
él—. Mientras viajabas por el mundo aprendiendo como esclavizar a débiles mujeres con
tus poderes seductores, ¿no tropezaste con nada de tu interés? Como, por ejemplo, ¿tu
alma inmortal?
Posó la copa sobre la mesa, tocando los bolsillos de su chaleco, como si lo que
estuviera buscando, un guante o una corbata perdida, tuviera el poder de devolverle a la
humanidad.
—La maldita ha resultado ser resbaladiza. No he tenido la oportunidad de ver al
vampiro y la oportunidad para permitirme romper su garganta y chupar mi alma robada
fuera de él se ha esfumado.
—Entonces, ¿no has encontrado aún al vampiro que engendró Duvalier? ¿El que
heredó tu alma después de que Duvalier fuera destruido?
—Me temo que no. A menos que se estén alimentando, los vampiros son notoriamente
cerrados, aún entre sí mismos —Portia frunció ceño. Algo en su tono le hizo sospechar
que no era totalmente honesto.
—¿No encontraste tu alma, pero si encontraste tiempo para convertirte en un héroe en
los campos de batalla de Birmania? Levantó un hombro, en un encogimiento de hombros
indiferente.
—¿Cuán difícil es ser un héroe cuando uno no puede morir? ¿Por qué no debía
ofrecerme a dirigir cada ataque? ¿Moverme furtivamente detrás de líneas enemigas y
rescatar a cada soldado caído? No tenía nada perder.
—A menos que el sol saliera.
Los labios le dieron una irónica sonrisa.
—Era la estación del monzón.
—Puesto que el rey te ordenó caballero, creo que estaba más que impresionado con
tus esfuerzos.
—Los soñadores de este mundo siempre buscan a un héroe. Supongo que el rey no es
diferente de cualquier otro hombre.
—O mujer —observó ella, encontrando su mirada brevemente.
Julian se enderezó, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Quizás es tiempo que me digas exactamente lo que buscas, Portia. Porque si es un
héroe, has venido al lugar equivocado.
Desconcertada por su impasible mirada, se apartó de la silla y paseó hacia la ventana.
Apartando el velo de crespón, escudriñó el callejón débilmente iluminado. Las sombras
parecían esconder caras amenazantes. Ninguno de ellos era más peligroso que el
hombre que aguardaba, no tan pacientemente, su respuesta.
Dio una mirada a su reflejo en el cristal, entonces dejó caer el crespón y giró para
encararlo.
—Busco a un asesino
Las crueles palabras quedaron entre ellos suspendidas en el aire, hasta que Julian
echó su cabeza hacia atrás con una risa campechana y dijo:
—Entonces supongo que a fin de cuentas has venido al lugar indicado, ¿no crees?
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CAPÍTULO 4
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hacerlas mías? —Envolviendo las manos alrededor del marco de la ventana detrás de
ella, bajó la cabeza, deslizando la mejilla contra la de ella. Su piel debería haber estado
fría, pero estaba caliente, ardiendo con una fiebre antinatural que amenazaba con
incinerar todas las defensas que poseía. Cuando sus labios abiertos rozaron la tierna piel
detrás de la oreja, un escalofrío primario, que tenía poco que ver con el miedo, la recorrió.
—¿Qué me detendría de hacer lo mismo contigo?
—Esto —susurró ella, presionándole contra el corazón, la afilada punta de una estaca
que acababa de sacar.
Se quedó tan quieto como una estatua. Ella esperaba que se alejara bruscamente para
poder empezar a pensar en respirar nuevamente. Pero simplemente extendió los brazos
rindiéndose, su sonrisa tan letal como un arma, como la estaca que ella tenía en la mano.
—Si has venido a terminar conmigo, entonces acabemos con ello, ¿te parece? Mi
corazón, como bien sabes, ojos brillantes, siempre ha sido tuyo, simplemente bastaba con
pedirlo. O estacarlo.
Tanto como quería creer en él, Portia sospechaba que le había ofrecido ese mismo
corazón a una multitud de mujeres, sólo para arrebatárselo de las manos en el mismo
instante que ellas se atrevieran a tratar de alcanzarlo… o a la mañana siguiente después
de que se despertaran en su cama, mareadas por la pérdida de sangre pero satisfechas
más allá de las fantasías concebidas en sus sueños más salvajes.
—Si hubieras estado tan ansioso por olvidar como quieres hacerme creer —replicó—
simplemente habrías salido a dar un paseo a la luz del sol.
A pesar de su sonrisa torcida, los ojos de Julian estaban extrañamente sombríos.
—¿Llorarías por mí después de mi muerte? ¿Rechazarías a todos los hombres que
trataran de ganar tu corazón y desperdiciarías tu juventud llorando sobre mi tumba?
—No —replicó ella dulcemente—. Pero si uno de mis más ardientes pretendientes me
obsequiara un gato alguna vez, tal vez consideraría llamarlo como tú.
—Tal vez debería dejarte algo más para que me recuerdes. —Ignorando la presión de
la estaca contra su vulnerable esternón, se inclinó aún más cerca.
Mientras el seductor aroma a oporto, jabón especiado y tabaco la envolvía, Portia sintió
que sus labios se separaban y sus ojos comenzaban a cerrarse en contra de su voluntad.
Esa era toda la distracción que necesitaba Julian. En un sólo movimiento borroso y
aturdidor, estaba sosteniendo la estaca dejándola con las manos vacías.
Mientras se apartaba de ella, llevándose su seductora fragancia con él, Portia se
reclinó contra el alfeizar, apartando de un soplido un rizo rebelde de sus ojos.
—Eso fue poco deportivo por tu parte, ¿no te parece?
Mirándola sin poder creerlo, sostuvo la estaca en alto.
—¿Más poco deportivo que tú amenazándome con empalarme con este palo
puntiagudo?
Ella se encogió de hombros, su delicado suspiro poco menos que arrepentido.
—Una dama tiene todo el derecho a defenderse a si misma contra avances no
deseados. Y contra criaturas de la noche.
Aparentemente, no tenía argumento en contra de esto porque simplemente apoyó la
estaca sobre la mesa y empezó a rebuscar dentro del repleto retículo. Su mano emergió
con uno de los frascos de delicada esencia que se habían vuelto tan populares entre las
jóvenes damas.
—Oh, no me molestaría con eso —dijo Portia rápidamente mientras retiraba el tapón y
levaba el frasco hacia su nariz—. Es sólo mi lavanda…
Hizo una mueca de dolor cuando el se alejó del contenido del frasco, apretando los
dientes en una involuntaria mueca.
Él le colocó apresuradamente el tapón al frasco, disparándole una mirada acusadora.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
—Nada como una pizca de agua bendita detrás de las orejas para alimentar las
fantasías de un joven.
Delicadamente puso el frasco a un lado. Por sus sucesivas incursiones dentro del
suave interior, fue recompensado con una estaca en miniatura no más larga que una
pluma, una daga enfundada, tres garrotes de cuero de diversos tamaños, y una elegante
pistola de chispa con mango perlado apenas lo suficientemente grande como para
contener una sola bala.
Estudiando el mini arsenal esparcido sobre la mesa, Julian sacudió la cabeza.
—¿Preparada para cualquier eventualidad, verdad, querida?
Portia ni siquiera trató de ocultar su sonrisa.
—Deberías ver lo que soy capaz de hacer con una aguja de sombrero.
—Estás llena de sorpresas, ¿no es así, cachorra? —Su perpleja mirada hizo un
lánguido viaje desde el ajustado cuerpo de su vestido hasta los pequeños y delicados
botines—. ¿Sólo dime que otras armas tienes escondidas allí debajo?
—Mantén la distancia y no tendrás que averiguarlo.
—¿Tengo que asumir que mi hermano te ha reclutado para su cruzada de cazar
vampiros?
Ella bajó los ojos.
—No exactamente. Bueno, al menos no todavía —se corrigió—. Pero creo que es sólo
cuestión de tiempo antes de que se de cuenta de que sería una excelente adquisición .
La estudió con renuente admiración.
—Y pensar que estaba preocupado por lo que podrían hacerte esos granujas en el
garito de apuestas. Debería haber estado preocupado por lo que tú podrías haberles
hecho a ellos. —Pasó la mano a lo largo de la estaca—. O acerca de lo que podrías
hacerme a mí.
Portia apartó la mirada de los largos y elegantes dedos que envolvían la suave vara de
madera, sonrojándose hasta la raíz del cabello. —Si esta noche hubiera venido a clavarte
una estaca, ya serías polvo.
—O yo tendría la cena para acompañar el vino. —Dado el brillo burlón en sus ojos, se
le hizo imposible decidir si le estaba haciendo una broma o si la estaba amenazando.
Le dedicó una alegre sonrisa.
—Si estás hambriento, estaré más que contenta de correr hasta la carnicería más
cercana a traerte algún roast beef crudo o un lindo pastel de riñones.
—Tengo algo un poquito más fresco en mente. —Su mirada flirteó con la garganta de
ella nuevamente—. Algo más dulce.
La sonrisa de ella se desvaneció.
—¿Era eso lo que estabas buscando cuando asesinaste a esas mujeres?
—¿Es eso lo que crees?
—No lo sé —confesó, dándose vuelta hacia la ventana apartando el borde del crepón
para escapar de su penetrante mirada.
Un solitario hombre estaba apareciendo entre las sombras que envolvían el callejón.
—Oh, no —inspiró—. No puede ser él. Me juró que no vendría hasta mañana por la
mañana.
—¿Qué pasa? —Instantáneamente alerta, Julian se deslizó detrás de ella, haciendo
que los pequeños cabellos de su nuca se erizaran.
Miró por encima de su cabeza, ambos colgándose de la ventana sólo lo suficiente, para
permanecer invisibles desde el callejón. Los imponentes hombros que se distinguían
debajo de la capa que llevaba sobre el abrigo el intruso, eran tan distintivos como el
bastón que sostenía en su poderosa mano. Un bastón que podía transformarse en una
mortal estaca simplemente con un diestro giro de la muñeca.
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—Mi hermano no es otra cosa que predecible —murmuró Julian, su embriagadora voz
muy cerca del oído—. Sospechaba que sólo era cuestión de tiempo antes de que me
hiciera una visita.
—Puede que esta no sea una visita social —aventuró Portia al tiempo que a Adrian se
le unía la larga, desgarbada y condenadamente familiar sombra de un segundo hombre.
Alastair Larkin era un antiguo guardia que había sido el mejor amigo de Adrian en
Oxford. Los dos hombres habían estado separados durante años y cuando Caroline entró
en sus vidas los reunió otra vez para que causaran estragos mientras se cobraban
venganza de Victor Duvalier, el vampiro que no sólo había robado el alma de Julian sino
que había asesinado al primer amor de Adrian, Eloisa Markham. Larkin también era el
socio de Adrian en su esfuerzo de cazar vampiros… y el otro cuñado de Portia, el
amoroso padre de sus sobrinos mellizos.
Mientras los dos hombres hablaban brevemente, y proseguían hacia el edificio, sus
sombras todavía colgaban abrazadas de la pared, Portia se dio la vuelta para enfrentar a
Julian, posando una mano contra su pecho.
—¡No hay tiempo que perder, Tenemos que sacarte de aquí, ahora!
Cubrió la mano con la suya, completamente perplejo por su urgencia.
—Tu preocupación me conmueve, querida, pero realmente no hay necesidad de tanto
drama. ¿Qué puede hacer Adrian? ¿Darme un severo sermón por no escribir? Sabe
perfectamente que siempre fui un pésimo corresponsal.
—Me temo que no vino hasta aquí solo para darte un sermón —le informó con tono
grave.
—Entonces, ¿qué es lo que viene a hacer… repudiarme? ¿Privarme de mi herencia?
¿Puedes verlo entrando aquí muy indignado para anunciar, ¡Ya no eres mi hermano!
¡Estás muerto para mí!?
Cuando Portia ni siquiera se dignó a dejar ver una sonrisa ante su broma, se quedó
muy quieto. Aunque su sonrisa socarrona persistió, ya no llegaba a la brillante oscuridad
de sus ojos.
—Así que el sentido común de mi hermano finalmente superó a su sentimental
devoción por el deber de hermanos. —Levantó un hombro mostrando desinterés—.
Apenas puedo culparlo, sabes. Debería haber atravesado una estaca en mi negro
corazón años atrás, la primera vez que Duvalier robó mi alma. Nos habría evitado un
montón de molestias a los dos.
Portia lo agarró por el brazo y trató de alejarlo de la ventana.
—¿No te das cuenta? ¡Tenemos que irnos! ¡Antes de que sea demasiado tarde!
Parecía que estaba a punto de pellizcarle la nariz.
—Ya es demasiado tarde para mi, dulzura. Así que ¿Por qué no huyes antes de que
Adrian te dedique un sermón, también a ti? No hay necesidad de que te inquietes por mí.
Difícilmente sea esta la primera vez que me enfrento a una muchedumbre acarreando
antorchas.
Escuchando un nuevo jaleo, Portia volvió a la ventana y levantó el crepón otra vez.
—Sospecho que esa sería la muchedumbre acarreando antorchas —dijo, apuntando
hacia el otro extremo del callejón.
Un hombre alto de nariz delgada y con el labio superior perpetuamente curvado en una
mueca desdeñosa, había entrado a zancadas en el callejón, seguido al menos por media
docena de desarreglados secuaces, algunos de ellos, efectivamente, llevando antorchas.
—¡Wallingford! —exclamó Julian, añadiendo un juramento cuando vio que su hermano
y Larkin se movían para interceptar a los recién llegados—. Tenía esperanzas de que el
bastardo me permitiría al menos una noche más de libertad antes de hacer que me
metieran en la prisión de deudores.
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—Estoy totalmente dispuesto a responder ante Dios por mis pecados, pero que me
condenen si permito que seas castigada esta noche por un crimen que no tuve el placer
de cometer.
Mientras Julian se precipitaba por las oscuras escaleras, manteniendo el implacable
apretón a su mano, Portia luchó para mantenerle el paso. Antes de que pudieran llegar al
primer descanso, un fuerte golpe sonó abajo. Se detuvo, estirándose hacia atrás para que
ella se equilibrara antes de que chocara contra él. Por el sonido de su áspera respiración
a causa del pánico, pudo oír el inconfundible ruido de botas sobre las escaleras. Se
habían demorado demasiado. Les habían cortado su única vía de escape.
Julian giró, arrastrándola hacia arriba por la estrecha y zigzagueante escalera, pasando
la puerta de su habitación alquilada. Hacia arriba, arriba, arriba fueron hasta que
finalmente irrumpieron, a través de una combada puerta de madera, en el tejado.
Un golpe de aire helado azotó los pesados rizos del cabello de Portia sacándolos fuera
de sus horquillas, recordándole que se había dejado el sombrero, la pelliza y todas sus
armas en la habitación de Julian, quedándose a merced de los elementos y de él. Aún así
en vez de miedo, un extraño arrebato de alegría corría a través de sus venas.
Una fina manta de nieve colgaba de las chimeneas y los techos inclinados. Brillantes
copos danzaban a la intermitente luz de la luna, llevados de un lado a otro por los
caprichos del viento. Aunque le había jurado que había abandonado todas sus fantasías
infantiles, Portia no podía evitar sentir que se había tropezado con un reino de hadas
encantado, que era a la vez hermoso y peligroso.
Cuando era niña, había creído que ese reino estaría gobernado por un príncipe de
cabello dorado que la rescataría de cualquier amenaza. Sin embargo aquí estaba
corriendo a través de la noche de la mano de un príncipe oscuro que era muy probable
que llevara tanto destrucción como liberación.
Se detuvieron tropezando en el mismo borde del tejado. Con la nieve formando una
capa que cubría la mugre y el hollín, la ciudad se extendía delante de ellos como los
helados parapetos de un vasto castillo, el próximo tejado estaba a la distancia de un salto
imposible.
Los furiosos gritos y los truenos de las pisadas se intensificaron. En apenas unos
segundos, los perseguidores de Julian estarían sobre ellos.
Tiritando en sus brazos en el borde de ese profundo precipicio, una nerviosa risita
burbujeo en la garganta de Portia.
—Por años Adrian ha estado oyendo rumores sobre vampiros que poseen la
concentración suficiente para transformarse en murciélagos. Es una pena que tú no seas
uno de ellos.
Mientras un impotente estremecimiento la sacudía, Julian la atrajo hacia sus brazos,
usando su cuerpo para protegerla del viento. Le apartó el cabello de los ojos, mirándola
fieramente.
—Diles que viniste a buscarme, pero que ya me había ido. Que dejé Londres para
evitar la furia de Wallingford y que no les molestaré más. Diles que viniste para tratar de
convencerme para volver a casa. Porque sabías que mi distanciamiento de Adrian estaba
afectando a tu hermana y al resto de la familia. No serás capaz de engañar a Adrian, pero
Wallingford te creerá. Puedes ser una pequeña actriz muy convincente cuando quieres.
Portia abrió la boca para protestar, luego la volvió a cerrar, dándose cuenta de que no
iba a servir de nada.
—Pero ¿A dónde irás? ¿Cómo…? Retrocedió, haciendo señas hacia la estrellada
extensión del cielo nocturno.
Las comisuras de su boca se curvaron hacia arriba en una sonrisa compungida.
—Antes de que Adrian lo destruyera, Duvalier me dio un importante consejo. Me dijo
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CAPÍTULO 5
—¿Qué tengo que hacer para mantenerte a salvo de él? ¿Encerrarte en un convento?
Al menos de esa forma no podría poner pie en suelo sagrado. —Una vez más, Adrian
estaba trazando un surco en la elegante alfombra Aubusson que cubría el suelo de la sala
de dibujo. A juzgar por las sombras que tenía debajo de los ojos y el hecho de que aún
llevaba puestos los arrugados pantalones, camisa y chaleco de la noche anterior, parecía
que no había podido dormir después de haber traído a Portia de vuelta a casa.
—Quizás deberíamos ver si el primo Cecil todavía está buscando novia en el mercado,
—ofreció Caroline, refiriéndose al lechón parecido a un sapo que una vez se había
ofrecido a doblegar el espíritu de Portia con sus puños.
Ambos, Adrian y Portia, se dieron la vuelta para mirarla con horror. Pestañeó
inocentemente hacia ellos y añadió:
—O la tía Marietta podría necesitar una dama de compañía —se dieron cuenta de que
estaba bromeando. Se sentó en el sofá de brocado con Eloisa sentada sobre sus rodillas.
La pequeña niña de cabello de miel parecía estar en inminente peligro de tragarse las
irracionalmente costosas perlas que Adrian le había regalado a Caroline para su tercer
aniversario.
El desvaído sol del atardecer se colaba a través de los altos arcos de las ventanas de
la espaciosa habitación. Portia se las había arreglado para posponer la discusión varias
horas, primero fingiendo un desvanecimiento en el carruaje de camino a casa, luego
alegando llorosamente estar exhausta cuando Adrian la había entregado a los brazos de
Caroline que la aguardaba. Desafortunadamente, su estrategia se le había vuelto en
contra. El retraso solo le había dado a Adrian tiempo para convocar al resto de la familia
para que fueran testigos de su desgracia.
La otra hermana de Portia, Vivienne, estaba sentada en un sillón orejero de cuero
cerca del hogar, manteniendo un ojo vigilante sobre los rubios mellizos de cuatro años
que jugaban con soldados de madera delante del acogedor fuego. Ni siquiera el haber
dado a luz a dos retoños del demonio al mismo tiempo, parecía haber alterado su
legendaria compostura. De acuerdo a la leyenda familiar, cuando la partera le había
entregado al segundo bebé, simplemente había murmurado,
—¡Oh, dios! ¿Puedes echarle una mirada a esto? —Mientras, su estoico marido se
había desparramado en la alfombra en un desmayo de muerte.
Alastair Larkin, a quien todos tendían a llamar simplemente “Larkin” en reconocimiento
a su carrera anterior de guardia, estaba sentado en el brazo del sillón de su esposa. Cada
pocos minutos, se estiraba para tocar ausentemente su cabello dorado. En vista de sus
severos labios y su nariz de halcón, podría haber algunas personas que se preguntaran
como un hombre tan corriente se las había ingeniado para capturar el corazón de una
belleza como Vivienne Cabot. Hasta que veían la manera en que sus inteligentes ojos
marrones se encendían cada vez que la miraba.
Portia llevaba un vestido mañanero de un sobrio tono verde que esperaba que la
hiciera verse adecuadamente penitente. Una gargantilla de terciopelo a juego adornaba
su garganta. Se sentó en su otomana favorita con las manos dobladas recatadamente
sobre el regazo y miró como Adrian reanudaba su paseo.
—Julian es mi hermano —le recordó—. Deberías haber confiado en mí para que me
hiciera cargo de la situación, no irte en alguna mal concebida misión propia.
—Sí confié en ti para que te hicieras cargo de la situación. Ese es precisamente el
motivo por el que estaba preocupada.
Se giró para enfrentarla.
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—¿Realmente creías que iba a clavarle una estaca en el corazón a mi hermano menor
sin siquiera pedirle permiso educadamente?
—Adrian… los niños —le recordó Caroline, llevándose un dedo a los labios.
Lanzándole una frustrada mirada, Adrian caminó a zancadas hacia la borla del llamador
que estaba en una esquina y le dio un fuerte tirón. Después de lo que pareció una
eternidad, su muy mayor mayordomo Wilbury entró al salón de dibujo arrastrando los pies.
Con sus mejillas hundidas, su espalda encorvada y su sorprendente cantidad de cabello
blanco, parecía tener al menos 275 años.
—Wilbury, querido —dijo Caroline—, ¿te importaría llevarte a los niños y mantenerlos
ocupados por un rato?
—Eso sería el punto culminante de mis años dorados, Milady —respondió con una
helada educación—. La culminación del sueño de toda una vida que casi había
abandonado para sentarme a esperar pacíficamente a que el Grim Reaper1 viniera y me
relevara de mis deberes terrenales.
Inmune a su sarcasmo, Caroline le sonrió con cariño.
—Gracias, Wilbury. Estaba segura que dirías eso.
Arrastrando los pies hacia el hogar, el mayordomo murmuró en bajo.
—Sencillamente amo a los niños, sabe. Simplemente adoro a los pequeños y queridos
maleducados, con sus manos que todo lo agarran y sus pequeños dedos pegajosos que
ensucian cada superficie recién lustrada de la casa. —mientras se inclinaba hacia
adelante hacia el hogar, los mellizos hicieron una pausa en su juego para mirarlo
boquiabiertos. Desnudando sus puntiagudos y amarillentos dientes en una mueca de
sonrisa, les dijo con la voz áspera:
—Vamos, chicos, vengan. Los llevaré a la cocina a tomar un rico chocolate caliente.
Con los ojos ensanchados por el terror, los dos chicos saltaron y salieron corriendo y
chillando del salón. Wilbury se enderezó todo lo que su encorvada espalda le permitía,
poniendo los ojos en blanco.
—¡Wilbuwy! —gritó Eloisa, bajándose de prisa del regazo de su madre y
tambaleándose a través del salón. Envolviendo sus brazos alrededor de una de las
escuálidas piernas del mayordomo, lo miró hacia arriba y batió sus largas pestañas hacia
él.
—¡Yo querer chocolate!
Con un largo y sufrido suspiro, alzó a la rellenita niña en sus brazos, provocando que
cada uno de sus ancianos huesos crujiera en protesta. Ella se agarró alegremente de sus
deformes orejas mientras él caminaba hacia la puerta. Su seca expresión nunca varió,
pero cuando pasaba al lado de Portia le dedicó un casi imperceptible guiño.
Ella se mordió una sonrisa, conmovida de saber que al menos tenía un aliado en esa
casa. Wilbury siempre había sido partidario de Julian. Después de que Duvalier hubiese
convertido a Julian en vampiro, Wilbury había sido el único en compartir el oscuro secreto
de los hermanos, ayudando a Adrian a convertir la cripta que Julian poseía en la
mazmorra del castillo ancestral en una recámara digna de un príncipe. Se había ganado
el cariño de Portia para siempre al montar guardia en la puerta del salón de baile de la
mansión mientras ella practicaba blandiendo una estaca y disparando una ballesta en vez
de bailar y conjugar verbos en francés. También había barrido los fragmentos de los
numerosos jarrones y bustos que había roto con solo un murmullo de reproche.
Adrian esperó a que su hija estuviera definitivamente fuera del alcance del oído antes
de retornar su atención hacia Portia.
—Supongo que sólo puedo culparme a mi mismo. Debería haber sabido que nada
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Grim Reaper, ángel de la muerte, nombrado para quitar el alma de los seres humanos.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
—Vivienne tiene razón. Por ahora la única cosa que importa es que tú estás en casa y
a salvo. Nos preocuparemos del resto más tarde.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Vivienne se levantó con un gracioso frufrú de faldas.
—Ven cariño —le dijo a su esposo—, mejor vamos a rescatar a los niños de las garras
de Wilbury antes de que los encontremos asados en alguna parte.
—¿No encerraron al pobre Wilbury en el armario la última vez que los dejamos solos
con él? —preguntó Larkin.
—No, esa fue la vez anterior. La última vez él los encerró en el armario de las escobas,
—le respondió mientras seguía a Adrian, saliendo del salón.
Solamente Caroline permaneció sentada, mirando pensativamente las danzantes
llamas del fuego. Portia se estaba acercando lentamente a la puerta cuando su hermana
dijo:
—No tan rápido, cachorra.
Portia abrió mucho los ojos adoptando una muy estudiada mirada inocente.
—¿Dijiste algo?
Carolina palmeó el sofá cerca de ella, su sonrisa igual de inocente.
—¿Por qué no te unes a mi para mantener una pequeña charla?
Portia la complació de mala gana, hundiéndose en el sofá pero manteniendo su pétreo
silencio.
—Sabes —dijo Caroline, jugando con el pañuelo con monograma de su falda—, me he
estado muriendo de la curiosidad, pero en todos estos años nunca te presioné para que
me contaras que pasó en la cripta con Julian. —Portia no pudo ocultar del todo su mirada
culpable. Había asumido que su hermana le preguntaría sobre los hechos de la última
noche, no por los acaecidos seis años atrás—. Siempre he admirado tu contención. No es
uno de tus rasgos más típicos.
—Supongo que fue más fácil para todos nosotros pretender que nunca ocurrió nada,
¿verdad? —Los cándidos ojos grises de Caroline escudriñaron su rostro—. Pero nunca
dejé de preguntarme si Julian tomó algo más de ti en esa cripta aparte de tu sangre. Eso
podría explicar los sentimientos que te vinculan a él y tu obvia renuencia a casarte.
Portia podía mantener la voz deliberadamente despreocupada pero no podía evitar que
le subiera un fuerte rubor a las mejillas. Estudió sus propias manos, deseando tener un
pañuelo que estrujar.
—¿Si sospechabas eso, por qué no mandaste a buscar a un médico para que me
examinara?
—Adrian lo sugirió, pero yo me rehusé a someterte a tal indignidad. Para decir la
verdad, ambos creímos que ya habías sufrido suficiente a manos de su hermano.
Antes de que Portia pudiera evitarlo, una frágil risa se le escapó entre los labios.
—Aprecio tu preocupación, Caro, pero puedo asegurarte que ninguna mujer jamás ha
sufrido inmerecidamente a manos de Julian Kane.
—¿Ni siquiera ahora? —contrarrestó Carolina, con su mirada más vigilante aún que
antes.
Ya que no tenía respuesta para eso, Portia solo se levantó y cruzó a zancadas el salón,
con su cabeza en alto y sus secretos aún solamente suyos.
Esa noche, Portia se sentó doblada sobre sí misma en el asiento de la ventana de su
recámara del tercer piso, mirando como se apagaban las luces de las ventanas de las
casas estilo Georgiano de la ciudad que se alineaban al otro lado de Mayfair Square.
Justo en el momento que la campana de una iglesia hacía sonar una sola nota, la última
lámpara de la plaza se rindió a la oscuridad, dejándola a solas con la luna.
Abrió la ventana, prefiriendo la fría corriente de aire al abrumador calor del fuego que
crepitaba en el hogar de ladrillos. Aunque los carruajes habían abierto fangosos surcos
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
sobre el ancho adoquinado de las calles, la nieve todavía congelaba los techos y los
alargados brazos de las ramas de los árboles, haciéndolos brillar con radiante luz. Una
fina niebla recorría con dedos fantasmales las desiertas calles.
Se envolvió mejor en el chal de lana que llevaba sobre el camisón de fino algodón, su
hambrienta mirada escudriñando la noche. El dormido silencio de la casa la hacía sentir
como si fuera la única persona despierta en todo el mundo. Pero sabía que Julian estaba
allí afuera en algún lugar, un prisionero de la noche con todos sus peligros y tentaciones.
Por lo que sabía, bien podría estar en los brazos de alguna otra mujer en ese momento,
quien nunca podría ser para él otra cosa que su próxima comida.
Posó uno de sus dedos sobre la gruesa superficie de su labio inferior, recordando la
presión demandante de la boca de él sobre la de ella. Cómo la había besado como si
fuera tanto su salvación como su condena. Cómo la había envuelto en sus brazos tan
apretada que ni siquiera la más furiosa ráfaga de viento podría haberlos separado.
Pero al final, habían terminado separándose. Lentamente bajó la mano. ¿Qué pasaría
si el beso de Julian realmente hubiera sido un beso de despedida? ¿Qué si volviera a
vagar por el mundo, exiliándose de todos los que alguna vez lo habían apreciado? ¿Y si
no volvía a verle nunca más? De alguna forma la situación era aún más intolerable de lo
que había sido antes. Con el tiempo, incluso podría llegar a creer que esos momentos en
sus brazos habían sido nada más que un sueño, la afiebrada alucinación de una mujer
destinada a pasar su vida anhelando a un hombre que nunca podría tener.
El viento gemía a través de los árboles por encima del patio de abajo, enviando un
escalofrío sobre su piel. Se estiró para cerrar la ventana, pero tras un momento de duda la
abrió incluso más.
—Ven a casa, Julian —le susurró a la noche—. Antes de que sea demasiado tarde.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
acaban de decirle que el hombre de la luna había partido para encontrar climas más
soleados. Julian sabía que debería decirle adiós silenciosamente y desaparecer
nuevamente en las sombras adonde pertenecía.
Dejaría Londres. Los asesinatos se detendrían. Y si pasaba el resto de su vida
creyendo lo peor de él, ¿No sería eso lo mejor para ella? Se dio la vuelta para irse.
Ven a casa, Julian. Antes de que sea demasiado tarde.
Julian se congeló, su increíble sentido de la audición recogió el eco de las palabras que
ella dijo en un suspiro. Su mirada se disparó de regreso a la ventana sólo para encontrarla
vacía.
—Por favor, dime que la pequeña tonta le puso el pestillo —murmuró entre dientes.
Pero incluso desde su ventajosa situación, podía ver que la ventana estaba entreabierta.
Se quedó de pie allí por un largo rato, pero dudaba que incluso su santo hermano
pudiera haber resistido tan poderosa invitación. En un minuto sus pies estaban
firmemente plantados en el nevado suelo. Y al siguiente se estaba deslizando a través de
la ventana como un ladrón con la intención de robar algún tesoro invalorable.
Se deslizó silenciosamente hacia la cama. El dosel que sostenían los cuatro postes
estaba drapeado de gasa pura, dándole la apariencia de la carpa de un sultán. Mientras
apartaba esa brillante cortina, no fue difícil imaginarse a la mujer que encontró dormida
allí rigiendo tanto sobre el harén de un hombre como sobre su corazón.
Había hecho un valeroso esfuerzo para contener sus rebeldes rizos en un prolijo par de
trenzas, pero numerosos sedosos, y oscuros mechones se habían escapado para
enarcarle la cara. Dormía sobre su espalda con una mano acomodada debajo de la
sonrojada curva de su mejilla. Una compungida sonrisa curvó los labios de Julian cuando
vio la estaca aferrada en su otra mano.
—Esa es mi chica —murmuró mientras un suave ronquido escapaba de sus labios
separados. A pesar de la afición que tenía por las cosas triviales, Portia siempre había
tenido una vena práctica.
Julian sabía que si elegía presionarla con sus demandas, la estaca sería ciertamente
una débil defensa. Sólo podía sentirse agradecido de que aún no se hubiera dado cuenta
de que poseía otras armas que podrían ser incluso más letales para su corazón.
Al poco tiempo, su desarrollado sentido del olfato lo traicionó. Sus fosas nasales
ardieron cuando se inclinó más cerca, permitiéndose a si mismo el prohibido lujo de beber
su esencia. Si no hubiera sido por el olor de cuerpos desaseados y humo de cigarro que
había en el garito de apuestas, podría haberla olido cuando se acercaba y así haber
tenido tiempo de huir por la salida del fondo del local. Todavía olía exactamente como la
recordaba… limpia y dulce como sábanas expuestas al viento en una cuerda a la luz del
sol. Aun así, debajo de esa inocente fragancia de romero y jabón, se podía sentir el
irresistible almizcle de una mujer, el elusivo perfume que por siglos había estado
volviendo locos de anhelo a los hombres.
Se tragó nuevamente su propia añoranza, peleando contra el impulso de hundir la cara
contra su garganta. Estaba peligrosamente hambriento y su atrayente aroma hacía que se
doliera por devorarla en más de una forma.
De cierta forma, había sido fácil mantenerse a distancia de ella mientras pretendía
creer que todavía era una pequeña niña que sufría por un amor no correspondido. Había
puesto océanos, continentes y la continua conquista de otras mujeres entre ellos,
contentándose con dejar que sus recuerdos de ella lo atormentaran.
¿Era él la razón de que ella nunca se hubiera casado? se preguntó. Ciertamente, había
perdido suficientes horas solitarias entre el crepúsculo y el amanecer imaginándosela en
los brazos de otro hombre, en la cama de otro hombre. Y aún así aquí estaba ella, todavía
lidiando con las cicatrices de su beso en la garganta como una ardiente marca. No se le
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
escapaba la ironía. Llevaba su marca, aun así nunca podría reclamarla para sí mismo
nuevamente.
¿Y por qué no?
Julian se puso rígido. Esa artera voz no le era extraña como tampoco sus oscuras
insinuaciones. Ni siquiera estaba sorprendido de darse cuenta que la aceitosa cadencia
era idéntica a la de Victor Duvalier. Después de todo, había sido Duvalier quien lo había
convertido en vampiro. Duvalier el que se había burlado de él, jurando que nunca
conocería un momento de paz o satisfacción hasta que dejara de intentar ser un hombre y
abrazara el hecho de ser un monstruo. Duvalier, quien había lanzado a Portia a sus
brazos en esa cripta, envalentonándolo para saciar tanto su hambre como su soledad al
arrancarle el alma a ella y convirtiéndola en su eterna novia.
A partir de ese momento, la tentación no había perdido nada de su encanto. Si había
cambiado en algo era para crecer más fuerte, alimentada por interminables noches de
alimentarse sin nunca poder saciar sus apetitos, tocando pero nunca sintiendo
verdaderamente.
Sin poder resistir más tiempo sin tocarla, deslizó la punta de sus dedos sobre las
pálidas cicatrices de su garganta. Un ceño aleteó en su rostro. Sus labios se separaron en
un suave gemido que podía ser indicación de placer o dolor.
Un salvaje oleada de calor inundó su ingle y sintió que le crecían los colmillos y se
hacían más afilados con temeraria anticipación. Portia volvió el rostro hacia él,
murmurando una soñolienta protesta cuando él, gentilmente tiraba de la estaca que tenía
en la mano.
Rendición.
El seductor susurro se entretejió como seda en los sueños de Portia, persuadiéndola
de bajar todas sus defensas. De soltar la última de sus armas y darle la bienvenida a la
envolvente oscuridad con los brazos abiertos.
Ya no estaba sola en la oscuridad. Él estaba allí. Fue su voz la que escuchó,
urgiéndola a confesar todos sus anhelos secretos. Podía sentirse a si misma perdiéndose
en el hipnótico poder de ese susurro, sentir sus miembros hacerse más pesados con cada
respiración superficial, cada lánguido latido de su corazón. Tenía que tenerla. Sin ella,
moriría. No siendo ya capaz de resistir sus súplicas ni sus demandas, se apartó el cabello
hacia atrás con mano temblorosa y le ofreció la garganta.
Portia se sacudió, despertándose, el sueño todavía parecía tan real que en parte
esperaba encontrar a Julian amenazante sobre ella, habiendo desnudado ya sus
colmillos. Pero la única cosa amenazante era el dosel de la cama. Se llevó una mano a la
garganta para tocarse las cicatrices, con un tembloroso suspiro escapando de sus
pulmones. ¿Qué clase de perversa criatura era? El sueño debería haberla aterrorizado,
no dejar sus pechos tensos y su cuerpo doliendo con anhelo.
Se presionó su otra mano contra el palpitante corazón, dándose cuenta de que estaba
vacía. La estaca debía habérsele resbalado de la mano mientras estaba revolviéndose
entre las ropas de cama. No sabía si alguna vez podría obligarse a utilizarla contra Julian,
pero aún así su peso familiar le daba consuelo.
Rodó hacia el costado para buscar las sábanas. Entonces vio la estaca, colocada sobre
la almohada que estaba cerca de ella con la cinta de color borgoña que ella había
colocado sobre las ganancias de Julian en el garito de apuestas atada alrededor de su
longitud con un prolijo lazo.
Preguntándose si aún estaba soñando, lentamente se sentó y pasó sus temblorosos
dedos sobre la cinta de terciopelo. Su mirada voló hacia la ventana.
Agarrando la estaca, echó las mantas hacia atrás y corrió hacia la ventana. Estaba
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cerrada, pero no tenía el pestillo corrido, como si alguien la hubiera empujado para
cerrarla desde afuera. Una imposible proeza ya que no había balcón, ni saliente, y ningún
árbol a menos de diez pies de su recámara. Abrió la ventana de un empujón, invitando al
helado aire a precipitarse hacia el interior del calor abrasador de la habitación. Alguien no
sólo había cerrado la ventana, sino que también había avivado el fuego añadiendo un
nuevo leño.
Se reclinó sobre el alfeizar, buscando entre las sombras de abajo algún rastro de
movimiento. Pero la noche con su distante luna y brillantes estrellas estaba tan solitaria
como lo había estado antes. Hundiéndose en el asiento de la ventana, dio vueltas a la
estaca entre sus manos. Fácilmente podía imaginarse los hábiles dedos de Julian atando
esa cinta alrededor del mortífero largo antes de dejarlo descansar suavemente sobre su
almohada.
¿Estaba destinado a ser una invitación o un regalo de despedida? ¿Una promesa o
una advertencia?
Rendición, le había susurrado en el sueño. Pero ¿Qué quería él que rindiera? ¿Su
corazón? ¿Sus esperanzas? ¿Su misma alma? Llevándose la estaca al pecho, se dio la
vuelta hacia la luna y esperó el amanecer.
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—Podría ser capaz de obtener consuelo de ese hecho si supiera con certeza que ya se
ha marchado.
—No lo ha hecho. —Las desconsoladas palabras de Portia cayeron en el vacío dejado
por las de él, atrayendo todas las miradas de la habitación hacia su cenicienta cara—.
Vino a mi habitación anoche mientras estaba durmiendo. Dejó esto para mí. —buscando
en el bolsillo de su falda, sacó la estaca y la apoyó sobre la mesa. El lazo se desplegó
contra el almidonado lino blanco del mantel como una cinta de sangre seca.
Adrian lo miraba en silencio, un músculo de su mandíbula saltaba en un tic.
—Querido —susurró Caroline impotentemente, alcanzando su brazo.
Evadiendo su agarre, empujó la silla apartándola de la mesa y se elevó en toda su
estatura. Empezó a dar la vuelta a la mesa pero antes de que pudiera alcanzar la puerta,
Portia estaba allí, bloqueándole el camino.
—¡No lo hagas! —le advirtió él, hundiéndole un dedo en el pecho—. Te quiero como si
fueras mi verdadera hermana y te bajaría la luna del cielo si pensara que eso te haría
feliz. Pero no puedo permitirte que me impidas hacer lo que debe ser hecho.
—No quiero detenerte —contestó. Una escalofriante calma se había derramado sobre
ella, dejándola piadosamente entumecida—. Quiero ayudarte.
—¿Cómo? —preguntó preocupado.
—Ofreciéndole algo que él no puede resistir.
—Y exactamente ¿qué sería eso?
Portia sintió que sus labios llenos temblaban con la más seductora y peligrosa sonrisa.
—Yo.
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CAPÍTULO 6
Vestigios de niebla se elevaban de los húmedos adoquines. Más temprano ese día,
una helada lluvia había limpiado los restos de nieve de las calles, dejándolas brillantes
debajo del triste reflejo de las lámparas de la calle. Las nubes aún colgaban bajas sobre
los tejados y chimeneas de la ciudad, haciendo que fuera una noche sin luna, perfecta
para cazar.
Tres figuras salieron de la niebla… Una mujer flanqueada por dos hombres. A pesar de
su pequeña estatura y del hecho de que sus dos compañeros la sobrepasaran en altura
por casi un pie, un observador casual podría haber opinado que la mujer era la más
peligrosa de los tres. Y en ese momento, habría tenido razón.
Sus ojos azul oscuro brillaban con determinación debajo de la capucha de su capa gris
paloma. Sus bien formadas caderas se balanceaban con cada paso que daba de una
forma peligrosamente cercana a la arrogancia. La inclinación de su cabeza exudaba tanto
confianza como propósito. Podía estar dispuesta a representar el papel de víctima, pero
cualquiera lo suficientemente tonto como para coger el anzuelo que ella ofrecía, lo estaría
haciendo bajo su propio riesgo.
Cuando llegaron a las inmediaciones de los barrios bajos que se habían levantado justo
detrás de los establos reales, Adrian se llevó un dedo a los labios y le indicó a Portia y
Larkin que avanzaran hacia un desierto callejón. Los tres se apiñaron a la sombra de un
alero sobresaliente como cualquier otro vago que andaba por allí tratando de hacer algo
dañino aprovechando la noche neblinosa y prohibida.
Esta isla de miseria entre Charing Cross y el final del mercado, le vendría
perfectamente a los propósitos de cualquier villano, vampiro o mortal. Callejones sinuosos
y calles estrechas separaban las ruinosas chozas de las oscuras callejas que llevaban
nombres tan engañosamente exóticos como Islas del Caribe y Las Bermudas. Más de una
pobre mujer había sido arrastrada a uno de esos oscuros y desiertos callejones para no
volver a ser vista nunca más.
—¿Estás segura de que puedes hacer esto? —le preguntó Adrian a Portia, con el ceño
fruncido con preocupación.
—Sólo obsérvame —le contestó, desabrochándose la parte de arriba de su capa para
que la prenda de suave tejido colgara suelta sobre sus hombros.
Debajo llevaba un vestido de noche tejido con un rico terciopelo granate del color de la
sangre, con mangas recortadas y un corpiño con un profundo escote cuadrado, más
adecuado para una cortesana que para la cuñada de un respetable Vizconde. Enganchó
los pulgares en el almidonado corsé de ballenas cosido al corpiño y tiró hacia abajo para
exponer mejor las amplias curvas de su busto.
Inmediatamente Adrian la alcanzó para volverlo a subir. Ella le dio un golpe en las
manos para que las retirara.
Él suspiró.
—No puedo creer que te haya dejado convencerme para hacer esto. Tu hermana
estaba completamente en contra, lo sabes. Si dejo que te ocurra algo malo, pedirá mi
cabeza.
—Y Vivienne pedirá mis… —empezó Larkin, pero se detuvo cuando Adrian empezó a
toser. Aclarándose la garganta, terminó—, bueno, ella también pedirá mi cabeza.
Portia se ajustó las horquillas y sacó algunos rizos de las lustrosas trenzas que llevaba
acomodadas en lo alto de la cabeza, sabiendo que incluso un hombre mortal no podría
resistirse a una mujer que se veía como si acabara de levantarse de la cama.
Aunque su corazón estaba latiendo tan fuerte que tenía miedo de que ellos lo
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nuestros fracs. —Se inclinó hacia delante para vigilar la calle debajo de ellos, forzando a
Julian a agarrarlo por la cola de su abrigo para evitar que se cayera de cabeza por la
ventana—. ¿Esto es sobre Wallingford? ¿Está ese canalla involucrado en alguna maldad?
¿Has encontrado la forma de chantajearlo para que rompa tus pagarés?
—Esto es acerca de pagar otra deuda. —La memoria caprichosa de Julian conjuró una
visión de Portia acurrucada confiadamente en su cama. Solo que en esta visión, ella abría
sus ojos y sus brazos y le daban la bienvenida—. Y no dejaré Londres hasta que no me
asegure de que esta pagada.
—Bueno, sólo espero que este poco característico ataque de escrúpulos no pruebe ser
letal. Para ninguno de los dos. —Cuthbert se apoyo hacia atrás sobre las caderas—. Qué
demonios has estado haciendo desde que me dejaste en la casa de mi padre la otra
noche? Basándome en tu impresionante actuación de antes en el café, ciertamente no
estuviste comiendo. Nunca había visto a un hombre comerse cinco chuletas medio crudas
de una sentada. —Sacudió la cabeza con envidiosa admiración—. Pero tengo que admitir
que mejoró tu color. Estabas un poquito pálido.
Julian murmuró algo evasivo. Todavía tenía tanta hambre que hasta el grueso cuello de
Cubby estaba empezando a parecerle tentador.
—Una vez que lleguemos a Madrid, quizás podamos…
—¡Shhhhhh! —Julian levantó la mano en señal de advertencia cuando una oscura
figura salía tambaleándose de uno de los callejones de abajo.
Pero sólo era un marinero ebrio buscando otra taberna. En algún lugar en la distancia,
las campanas de la iglesia empezaron a sonar indicando la medianoche, sus elevados y
puros tonos parecían fuera de lugar en esta peligrosa esquina del infierno donde los
jirones de niebla flotaban sobre el empedrado como humo con olor a azufre. Julian
entrecerró los ojos cuando otra figura emergía de la niebla que acababa de tragarse al
marinero.
—Es una mujer —dijo Cuthbert.
—Puedo verlo —chasqueo Julian, los nervios tensos hasta el punto de ruptura.
La mujer encapuchada vagaba por la calle como si no tuviera un destino definido en
mente. Julian podría haber pensado que estaba bebida, pero no estaba zigzagueando ni
tambaleándose. Si fuera una mujer ligera de cascos correteando para ganar algunas
monedas, le hubiera sido bien sencillo convencer al marinero para que la acompañara a
uno de los callejones cercanos para un rápido acoplamiento o poner la pelota contra la
pared, como lo denominaban en los bajos fondos.
Sintió algo de la tensión escurrirse de sus músculos cuando estuvo de frente al
almacén y se dio cuenta de que era lozana y pequeña, no alta y flexible. Pero su alivio fue
rápidamente reemplazado por una emoción más desconcertante. Había algo
penosamente familiar acerca de ese descarado balanceo de caderas, en esos lustrosos
rizos oscuros acomodados en lo alto de la cabeza y la desafiante inclinación de la cabeza.
—Qué… ¡Maldita sea!… —resopló
Parpadeó rápidamente, esperando que el hambre y la fatiga fueran la explicación para
la visión de Portia Cabot escurriéndose de sus fantasías para deslizarse por las húmedas
y empedradas calles de Charing Cross.
A pesar de la sordidez a su alrededor, bien podría haber estado paseando por Hyde
Park en un domingo soleado. Su capa se había resbalado descubriendo uno de sus
cremosos hombros, haciéndola parecer aún más vulnerable. Cuando la intensa mirada de
Julian enfocó la cinta color borgoña atada alrededor de su pálida garganta, sintió que su
boca se le quedaba seca por la fuerza con que las ansias lo embargaron.
—No es un trayecto muy saludable para que lo tome una joven mujer —susurró
Cubby—. ¿Deberíamos intervenir?
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Eso era exactamente lo que Julian deseaba hacer. Quería saltar hacia allí abajo y
meter un poco de sentido común dentro de esa tonta cabecita, algo que aparentemente
su hermano era incapaz de hacer. Pero algún instinto primitivo de supervivencia lo hizo
dudar. Había desafiado a Adrian y arriesgado su vida y su reputación para buscarlo en el
garito de apuestas. Pero ¿y si había interpretado el papel de villano demasiado bien? ¿y
si su fidelidad se hubiera cambiado de bando? No podía pensar en un anzuelo más dulce
que pudiera utilizar su hermano para atraerlo fuera de su guarida.
Cuthbert apuntó hacia la farola que estaba en la esquina.
—Ah, después de todo no hay necesidad de preocuparse. Debe haber quedado en
encontrarse con alguien.
Alguien que milagrosamente se había materializado de golpe. Alguien cuya esbelta
gracia hacía que pareciera que flotara incluso cuando no estaba en movimiento. Alguien
que en ese momento se estaba retirando la capucha de la capa para revelar una piel de
alabastro, parecida a la de un ángel y una brillante melena de cabello rubio.
Julian sintió que el escaso alimento que había obtenido de las chuletas se convertía en
agua helada en sus venas.
—Dios querido —susurró, invocando el nombre que ya no tenía derecho a usar.
Luchó por ponerse de pie.
—¿A donde vas? —demandó Cuthbert, sus patillas estremeciéndose con alarma—. No
vas a dejarme aquí solo, ¿verdad?
Julian agarró a su amigo por los hombros y sin esfuerzo tiró de él hasta ponerlo de pie.
—Necesito tu ayuda, Cubby. No te hubiera pedido que me acompañaras esta noche si
hubiera podido hacer esto solo. Pero temía que estuviéramos cayendo en alguna especie
de trampa. Necesito que hagas lo que sabes hacer mejor… cuidar mis espaldas.
Arrastró a Cuthbert al borde del desván y señaló un par de bolsas de arena que
colgaban de una viga cercana. Estaban colgando justo arriba de las astilladas puertas de
madera que guardaban la entrada principal del almacén. Ese día más temprano, Julian
había asegurado las cuerdas que las sostenían en alto a una clavija cercana.
—Si alguien aparte de mi trata de pasar a través de esas puertas, quiero que sueltes
las cuerdas y dejes caer esas bolsas de arena sobre ellos. ¿Me entendiste?
Cuthbert asintió en silencio, su garganta demasiado hinchada por el pánico para poder
hablar.
—¡Muy bien! —Julian lo palmeó en el hombro, brindándole una breve pero fiera
sonrisa.
Después se había ido, moviéndose tan rápidamente que Cuthbert hubiera jurado que
sus pies no tocaron ni una sola vez los escalones de la escalera que habían subido para
llegar al desván. Antes de que Cuthbert pudiera hacer conjeturas sobre lo que había visto,
un débil chillido, prontamente encubierto, le llegó desde la calle. Empezó a moverse hacia
la ventana pero el grito de un hombre y el tronar del sonido de pisadas corriendo lo
detuvieron.
Recordando la tarea que Julian le había confiado, tropezó en su camino hacia la clavija
donde estaba enroscada la cuerda. Asomó la cabeza hacia el costado, frunciendo el ceño.
Las pisadas venían del lado equivocado. No provenían de la calle sino desde la planta
baja del almacén. Una banda helada le constriñó el pecho cuando se dio cuenta que todo
el tiempo habían estado compartiendo el escondite con alguien más. Alguien que incluso
ahora estaba corriendo hacia la misma puerta que Julian le había ordenado que guardara.
Se estiró para alcanzar la cuerda, pero dudó, desgarrado por la indecisión. ¿No le
había dicho Julian que soltara los sacos de arena sobre cualquiera que tratara de pasar a
través de esa puerta? No había especificado en qué dirección. Las pisadas se estaban
acercando. En unos pocos segundos más, ellos estarían en la puerta.
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CAPÍTULO 7
Aunque su boca continuaba abierta, Portia no podría haber ahogado una palabra,
aunque su vida dependiera de ello.
Julián volvió su desdeñosa mirada hacia ella.
—Un bocado tan pequeño es apenas digno de molestia. Si fuera tú, lanzaría su trasero
al Támesis.
—Pensé que podíamos quedarnos con ella —Portia se estremeció en cuanto la lengua
de la mujer salió para darle una lamida cariñosa en su mejilla—. Es tan encantadora y yo
siempre quise una gatita.
La risa de Julián tenía un sonido cruel que ella nunca había oído de sus labios.
—¿Por qué te gustaría quedártela, Valentine? ¿Para ahogarla en una cubeta cuando
deje de divertirte jugar con ella?
Valentine.
A Portia no le pareció justo que tan hermoso nombre pudiera pertenecer a tan cruel
criatura. Pero después de todo, no parecía rimar con el significado.
—Disculpadme —carraspeó ella, su garganta seguía seca—. Odio interrumpir esta
conmovedora y pequeña reunión, pero asumo…
—¡Silencio! —silbó Julián.
Portia se odiaba por respingar, pero el calor chispeante que siempre veía en sus ojos
cuando él la miraba se había desvanecido, dejándolos fríos e inanimados. Juntó
ligeramente los labios para detener el temblor, obligada a contentarse con una mirada
desafiante
—Siempre supe que regresarías a mí —dijo Valentín, deleitándose con una nota de
triunfo evidente.
—¿Regresar a ti? —resopló Julián—. Tú eres la que ha estado siguiéndome de una
parte a otra del mundo
—Sólo porque sabía que algún día entrarías en razón y te darías cuenta que estamos
destinados a estar juntos.
El estómago de Portia comenzaba a molestarle. No ayudaba saber que ella había
tenido innumerables fantasías acerca de decirle esas mismas palabras, preferentemente
mientras la acunaba en sus brazos y mirando fijamente la profundidad de sus ojos.
—Entonces, debo suponer que ese día finalmente ha llegado —La despectiva mirada
de Julián se posó en ella—. ¿Por qué no dejas que la gatita siga su camino para que
podamos estar solos?
—¿Por qué desperdiciar tan suculento bocado? Pensaba que los dos podíamos
compartirla para celebrar nuestro nuevo comienzo.
Portia rechinó los dientes de nuevo ante la ola de dolor que sintió cuando Valentine
pasó una uña de sangre a lo largo de su garganta, tallándole una herida poco profunda.
—No —ladró Julián. Ella sintió un destello de esperanza, pero después él frunció el
ceño, esa hermosa boca se tornó malhumorada—. No estoy de humor para compartir esta
noche. Si voy a tenerla, entonces la quiero toda para mí. Ella puede ser tu regalo para mí.
Valentine sonó sinceramente sorprendida.
—Pero tú siempre has sido tan melindroso sobre cenar humanos, querido. ¿Has tenido
un cambio de corazón?
—¿Cómo puede cambiar algo que no tiene? —murmuró Portia, renovando sus
esfuerzos de retorcerse para escapar del apretón de la mujer.
Valentine se encogió de hombros.
—Muy bien. Si la quieres, es toda tuya. Pero sólo si me dejas mirar.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
Le dio un fuerte empujón a Portia, enviándola a los brazos de Julián como Duvalier lo
había hecho en la cripta hacía tantos años. Pero entonces Portia no sabía que él era un
vampiro. Había presionado su cuerpo tembloroso al suyo como si él fuera su salvación.
La envolvió en sus brazos, arrastrándola hacia él. Su cuerpo estaba ardiendo con esa
peculiar fiebre que ella reconocía como hambre. Hambre de ella.
Le dio un escalofrío cuando su propio cuerpo la traicionó con un perverso
estremecimiento al sentirse de nuevo en sus brazos. Empezó a pelear en serio,
pateándolo con sus pies y golpeándolo con sus puños hasta que él se vio forzado a
torcerle ambas muñecas en su espalda para someterla. Aunque ella dudaba que su
apretón le dejara un cardenal, no había una pizca de misericordia en él. Bien podría haber
sido una mosca desvalida retorciéndose en una pegajosa telaraña.
—Lucha todo lo que quieras, pequeña —murmuró, su seductora amabilidad de alguna
manera era más cruel que toda la brutalidad de Valentine—. Sólo hará que tu rendición
sea más dulce cuando llegue.
Portia se aflojó sobre él, desechando su más profundo miedo. ¿Y si sucumbía a él? ¿Y
si en ese momento, cuando penetrara su carne y la hiciera suya de nuevo, no sintiera
desesperación sino regocijo?
Sus oscuras y exuberantes pestañas descendieron cubriendo sus ojos. Se apoyó sobre
ella, los puntos mortales de sus colmillos ya eran visibles. El calor de su boca rasguñó su
garganta con una caricia de amante, no de un monstruo y Portia sintió que su resistencia
se fundía, dejándole sólo deseo y vergüenza. Si iba a morir, ¿por qué no podía ser por su
mano, en sus brazos?
Sus labios separados se demoraron sobre el pulso detrás de su oído, haciendo de su
ligero susurro algo más que una vibración.
—Tal vez tenga que darte un pequeño mordisco, Ojos Brillantes, pero cuando te
empuje lejos de mí, quiero que corras como si el mismo diablo te estuviera pisando los
talones.
En un momento febril, Portia pensó que había imaginado sus palabras. Especialmente
cuando sus fuertes e implacables dedos rasgaron la gargantilla y sus colmillos
descendieron a través de la tierna carne de su garganta.
—Espera —chilló agudamente Valentine, congelándolos a ambos donde estaban.
Esta vez no hubo error en el conciso juramento que hizo Julián por debajo de su
aliento.
Deslizando sus muñecas fuera de su repentino y poco exigente apretón, Portia se
movió entre sus brazos hasta que ambos enfrentaron a Valentine. La mujer estaba
apuntando con la escarlata punta de su dedo tembloroso hacia la garganta de Portia.
—¿Qué es eso? —preguntó
Aunque sabía que ya era demasiado tarde, Portia se tocó con la mano las cicatrices en
su garganta. La mirada acusadora de Valentine se dirigió a su cara.
—Esta no es la primera vez que pruebas el beso de un vampiro, ¿verdad?
—Tal vez no —gruñó Julián—. Pero puedo prometerte que será el último —para
subrayar su amenaza, agarró un puñado de rizos de Portia y les dio un fuerte tirón.
—Auh —exclamó ella, lanzándole una mirada de odio por encima del hombro.
Valentine comenzó a rodearles con paso lento en un medio círculo, el borde de su capa
fluía detrás de ella como la cola de encaje del vestido de una reina. Su mirada seguía fija
en el rostro de Portia.
—¿Por qué no me dijiste que no eras ninguna extraña en nuestras costumbres?
—Porque estabas demasiado ocupada tratando de rasgar mi garganta —replicó Portia
bajando su mano, enseñando su garganta y sus heridas.
Los hipnóticos ojos verdes de la mujer se estremecieron.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
—Ah, entonces la gatita tiene garras después de todo. Mejor observa sus ojos, Julián.
Pero Julián estaba observando a Valentine, cada músculo de él estaba rígido,
cauteloso.
Portia instintivamente se encogió contra él cuando la mujer la alcanzó con una mano y
rozó las yemas de sus dedos sobre las cicatrices, un toque casi suave.
—¿Quién te dejo esa marca? ¿Quién es tu amo, gatita?
Habiendo tenido suficiente intimidación de los vampiros por una noche, Portia
audazmente alejó la mano de la mujer.
—No tengo un amo y mi nombre no es gatita. Es Portia. Pero puede ser Miss Cabot si
lo prefieres.
Los ojos de Valentine se ensancharon.
—¿Portia? —escupió el nombre de su boca como si fuera el más asqueroso de los
venenos—. ¿Tú eres Portia?
Julián gimió antes de murmurar:
—Sabía que debía haberte comido cuando tuve la oportunidad.
Portia lo ignoró, su atención estaba fija en Valentine.
—¿Cómo es que me conoces?
La mujer vampiro lanzó sus manos al aire con una dramática agitación.
—¿Cómo no conocerte con Julián aquí, constantemente murmurando tu nombre en sus
sueños?
—¡No lo hagas, Valentine! —advirtió Julián—. No hay ningún beneficio en esto.
La mujer continuó como si Julián no hubiera hablado, su labio superior se curvó en un
gruñido.
—Querida Portia. Dulce Portia. Preciosa Portia. Y luego estuvo la época cuando me
hacía el amor y olvidaba mi nombre, pero no tuvo problemas para recordar el tuyo.
Portia la miró boquiabierta un momento en perplejo silencio, luego, volviéndose hacia
Julián se debatió entre besarlo o golpearlo.
—¿Decías mi nombre? ¿Cuándo le hacías el amor?
Su rostro estaba tan rígido que bien podría haberse tallado de un diamante.
—Probablemente me malentendió. Apenas te dediqué un pensamiento mientras estuve
fuera. Tú nunca has sido para mí algo más que una niña enamorada.
Valentine hizo un escéptico ruido que sonó claramente como una versión francesa de
“¡Pppht!”
Aunque Portia sabía que debería retroceder ante el cruel látigo de sus palabras,
avanzó un paso para acercársele, mirando el brillo de sus ojos.
—¿Es por eso que permaneciste tanto tiempo fuera? ¿Porque no podías soportar mi
presencia? ¿El sonido de mi voz? —preguntó ella suavemente—. ¿Mi aroma?
Él cerró sus ojos por un instante, sus fosas nasales vibraron involuntariamente.
—Estuve fuera porque estaba aliviado de estar libre de tu servil adoración. Encontré
que era una carga y un espantoso aburrimiento.
—Bueno —dijo Valentine animadamente, detrás de ella—. Entonces no te importará
que prosiga con mis planes de rasgar su preciosa y pequeña garganta, ¿verdad?
Antes de que Portia reaccionara a la amenaza de la mujer, Julián la arrastró hacia sus
brazos. La sostuvo contra su amplio pecho, abrigándola detrás de la barricada de sus
musculosos antebrazos.
—Te advertí que mantuvieras tus colmillos y tus garras cubiertos, Valentine.
—¿O tú qué? —ronroneó la mujer—. ¿Me estacarás? ¿Me empaparás de aceite y me
pegarás fuego? ¿Cortarás mi cabeza y la rellenarás con ajo?
—No me tientes —gruñó él.
Ella frunció sus exuberantes y rojos labios en un bonito puchero.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
—De verdad no deberías hacer amenazas vanas, mi querido niño, cuando ambos
sabemos que no harás tal cosa —cambió su desdeñosa mirada de Julián a Portia—.
Puedes tener su corazón, gatita, pero yo siempre tendré su alma.
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CAPÍTULO 8
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
Luchando contra una llamarada irracional de cólera, Julian se movió tan velozmente
que ella no pudo ocultar un respingo de temor cuando apareció directamente delante de
ella.
—Me temo que no puedo dejar que te vayas.
—Ya lo conseguiste —dijo ella, con los ojos brillantes de lágrimas—. Así que te
sugeriría que te llevaras a tu preciosa Valentine y huyeras de Londres antes de que
Adrian haga que una flecha de ballesta traspase su corazón marchito y cierta belleza
sedienta de sangre herede tu alma miserable. Espero que lo dos vivan felizmente para
siempre. ¿O es demasiado tarde para eso?
Cuidadosamente se apartó del camino de él, pero antes de que pudiera escaparse, de
nuevo le bloqueó el paso. Con desesperación, trató de coger su brazo.
—Por favor, Ojos Brillantes, tienes que escucharme.
Antes de que él pudiera reaccionar, levantó el ruedo de su falda y revelando la
deliciosa puntilla de la enagua, sacó una pistola que tenía en la liga, apuntándole
directamente al corazón, amartilló la pistola con un golpecito decisivo de su pulgar.
—¡No vuelvas a llamarme eso otra vez!
Él puso los ojos en blanco.
—¡Oh, infiernos, Portia, aleja esa cosa! No vas a dispararme.
—¿Oh, No? —Sonriendo dulcemente, apretó el gatillo.
Julian se tambaleó hacia atrás, la explosión atronando en sus oídos. Apretando con
fuerza los dientes, sintió una ola abrasadora de dolor, miró hacia su pecho con
incredulidad. La herida ya se estaba curando, los bordes desiguales se estaban cerrando,
pero no tenía arreglo el agujero ennegrecido en la cara seda de su chaleco.
Recuperando el equilibrio, fijó su mirada incrédula en ella.
—¡Sabes, una cosa es amenazar con clavar una estaca en el corazón de un hombre,
pero arruinar un chaleco perfectamente fino es grosero y sangriento!
—Me puedes enviar la cuenta del sastre —Sopló en el cañón de la pistola disparada
antes de colocarla nuevamente en su liguero, entonces, señalando a Valentine, quién
había estado mirando su intercambio con deleite mal disimulado, dijo—: O quizá puedas
llevarlo a la Duquesa de la Oscuridad para que lo zurza con los dientes.
Con el pecho y el temperamento todavía heridos, Julian le gruñó, sus colmillos
instintivamente alargados. Esta vez ella no se movió ni una pulgada. los encendidos ojos
azules se elevaron hacia él, temiendo que hiciera lo peor.
—¡Aléjate de ella, Julian!
Ambos dieron media vuelta cuando la voz dominante de Adrian retumbó a través de la
noche. Se movía saliendo de la niebla hacia ellos, su mirada fija centrada en Julian y sus
enérgicas manos agarrando una ballesta de buen tamaño con una saeta letal insertada en
la ranura. Excepto por unos cuantos hilos de plata tejidos a través del dorado color miel
de su cabello, Adrian no había cambiado una pizca desde la última vez que él y Julian se
habían visto cara a cara. Sus manos sujetaban firmemente el arma, sus ojos verdes
azulados igual de resueltos como cuando jugaban a caballeros y soldados de niños.
Alastair Larkin se movió como una sombra detrás de él, luciendo un bucle brillante en
su frente y arrastrando a Cuthbert, que miraba con timidez desde su cuello almidonado.
—Traté de detenerlos, Jules —balbuceó Cubby—. Dejé caer los sacos de arena en sus
cabezas y los noquee como me dijiste, pero se recuperaron antes de que los pudiera atar.
Siempre me has dicho que no soy capaz de hacerle un nudo decente a mi corbata. Temo
que puedan ser locos evadidos de Bedlam. Continúan diciendo tonterías sin parar sobre
monstruos y sirvientes y vampiros. Cuando oímos el disparo temí lo peor y...
Larkin sacudió a Cubby, sobresaltándole.
Julian hizo frente a su hermano sin inmutarse, el viento de la noche había despeinado
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
su cabello. Desde el día que Duvalier había robado su alma y le había convertido en
vampiro, había sabido que este momento llegaría. Quizá Portia había tenido razón todo el
tiempo. Quizá había regresado a Londres porque sabía que había llegado a un punto
ineludible.
Esperó a que ella dejase de participar en la trágica escena, dándole a Adrian un
disparo limpio. Pero para su gran sorpresa ella dio un paso delante de él, poniéndose a sí
misma entre su corazón y ese dardo letal.
—Él no asesinó a esas mujeres, Adrian. Fue ella. Ella fue la que… —Portia empezó a
apuntar un dedo acusador, pero su voz rápidamente se desvaneció.
El haz de luz que emitía la farola estaba vacío. Valentine había desaparecido tan
rápidamente como había aparecido.
Portia se quedó atónita, pero Julian no estaba sorprendido en lo más mínimo por su
deserción. Valentine nunca habría sobrevivido más de doscientos años, aun
sobreviviendo un fatal encuentro con la guillotina después de la revolución francesa, sin
poseer un instinto agudo para la autoconservación.
—Pero ella estaba parada aquí mismo hace sólo un segundo —dijo Portia con
impotencia, volviéndose hacia Adrian—. ¿No la has visto? —dirigió a Larkin una mirada
suplicante— Tú la has visto, ¿verdad?
La mirada que Adrian le dirigió fue tierna y compasiva.
—Sé que tienes fuertes sentimientos por mi hermano, Portia, pero simplemente no le
puedes proteger durante más tiempo.
—Tienes absolutamente toda la razón. Tengo sentimientos muy fuertes por él. —Ella
los enumeró con los dedos—. Le detesto. Le desprecio. Me repugna.
—La contestación puntual de la señora parece ser real —murmuró Julian entre dientes.
—A pesar de mis sentimientos —dijo ella sucintamente, dirigiéndole una mirada
asesina sobre su hombro—. No le veré ajusticiado por delitos que no cometió.
Adrian negó con la cabeza.
—Te olvidas que sé que siempre te ha atraído hacer teatro. ¿Cómo puedo estar seguro
que ésta no es simplemente otra táctica para ayudarle a escapar?
—Oh, ella es sincera esta vez —le aseguró Julian—. Me disparó.
Adrian y Larkin intercambiaron una mirada incrédula antes de decir al unísono.
—¿Ella te disparó?
—¿Ella te disparó? —Cuthbert hizo eco débilmente, estremeciéndose como un búho
aturdido.
—Directamente al corazón —dijo orgullosamente—. Si hubiera estado vivo, estaría
muerto ahora mismo en lugar de no completamente.
—Estoy segura que no soy la primera mujer que te disparara —dijo Portia por la
esquina de su boca.
—Probablemente están haciendo cola para tal privilegio arriba y abajo en Covent
Garden mientras hablamos. Como puedes ver —le dijo a Adrian—, ya no necesitas
preocuparte de que el sentimentalismo nuble mi buen juicio.
Adrian avanzó otro paso hacia ellos, entrecerrando los ojos.
—Así que a pesar de tener todas las pruebas en contra, ¿me pides que crea que Julian
es inocente?
Una risa amarga escapó de sus labios.
—¡Simplemente, lo que quiero que creas es que él no es el vampiro que mató esas
mujeres.
—¿El vampiro? —repitió Cuthbert, su cara redonda estaba tan pálida que fácilmente
podría haber sido confundido por uno de lo no completamente muertos. Sus ojos vidriosos
lentamente giraron hacia atrás en su cabeza. Se desmayó, con su peso muerto provocó
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
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—¿Tú has hecho un buen trabajo hasta ahora? ¡Darle permiso para recorrer sin
acompañante las calles de la ciudad por la noche haciendo una visita a los garitos de
juego y alojamientos de hombres! ¡Usándola como cebo para el monstruo y enviándola a
recorrer arriba y abajo los callejones oscuros como una vulgar mujerzuela. ¡Si la hubieras
protegido como era tu obligación, ahora estaría casada con algún joven conde agradable
y habría olvidado mi sangriento nombre!
—¡Debería ser tan afortunada! —Portia corcoveó salvajemente contra él, pero sólo tuvo
éxito en presionar su masculinidad exuberante contra sus caderas, una posición que fue
indudablemente mucho más dolorosa para él que para ella—. Por si lo has olvidado,
Adrian es mi cuñado, no mi padre. ¡Soy perfectamente capaz de cuidarme por mí misma!
—Oh, sí, eso es realmente evidente —contestó secamente, haciendo una mueca de
dolor cuando uno de sus tacones golpeó su espinilla.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Adrian a Julian.
—No se trata de lo que quiero. Se trata de lo que tú necesitas. Y si quieres tener
cualquier esperanza de proteger a Portia de Valentine, entonces vas a necesitarme.
—Nos las hemos arreglado sin ti todos estos años —Portia inspiró, conteniendo la
respiración para aflojar el abrazo de Julian bajo la suavidad seductora de sus pechos—.
Estoy segura que encontraremos la manera de continuar.
Adrian avanzó otro paso hacia ellos.
—¿Por qué Portia, Julian? ¿Por qué tendría esa Valentine tuya una venganza particular
en contra de Portia?
Portia, todavía entre sus brazos, sintió que todo el afán de lucha salía de ella
drásticamente y contuvo la respiración, esperando su respuesta.
Él redujo su apretón con suavidad para convertirse en algo peligrosamente cercano a
un abrazo.
—Porque Valentine no es sólo una demente, sino una demente celosa. Y en algún
momento, ella ha podido tener la impresión equivocada que… que Portia y yo… que una
vez fuimos… —vaciló, su elocuencia usual abandonándole.
—¡Oh, por el amor de Dios —gimió Portia—. Dispárale a él, o dispárame a mí, líbranos
a uno de los dos de la miseria.
Su mirada fija viajó entre su cara y la de Julian, Adrian, lentamente, bajó la ballesta.
Portia inmediatamente dio un tirón con fuerza, se liberó de su agarre y tropezó al lado de
Adrian. Él envolvió un brazo alrededor de ella, cobijándola en el refugio de su cuerpo.
Cuthbert dejó escapar un fuerte gemido y comenzó a moverse, no dando a Julian
opción, se le echó encima para ayudar a Larkin, pero cayó a sus pies.
—Vamos, Cubby —dijo quedo Julian, sacudiendo el polvo de la levita arrugada de
Cuthbert—. Te has dejado tu pobre corbata toda torcida.
La niebla en sus ojos empezó a disiparse, Cuthbert abofeteó a Julian con fuerza y
comenzó a echar marcha atrás, temblando con verdadero horror.
—¡Apártate de mí, Diablo!
—Iba a decírtelo, Cubby. Estaba esperando el momento correcto.
—¿Y cuándo habría sido? ¿Después de que me hubieras arrancado la garganta
mientras dormía?
Julian dio un paso involuntario hacia él, sus manos cerradas en puños indefensos a sus
lados.
—Nunca te habría lastimado. Eres mi amigo.
—¡No puedo tener amistad con un demonio! Debería haber escuchado a mi padre. Él
estaba en lo correcto acerca de todos vosotros. ¡Ustedes realmente son las hordas de
Satán!
Con esas palabras malditas, Cuthbert se dio la vuelta y salió corriendo a la calle a una
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Caroline suspiró.
—No trato de disculparle, pero cuando salió de casa para ir en busca de su alma, tú
eras poco más que…
—¡No lo hagas! —advirtió Portia, apuntándole con un dedo—. Si dices “niña” entonces
voy a tener tal rabieta que el chillón Wilbury tendrá que encerrarme en el armario de las
escobas con los gemelos.
—¿Le puedes culpar verdaderamente por irse? ¿Qué tenía él para ofrecerte a parte
que peligro y pena?
—¿Qué estás tratando de decir? —Portia se retrocedió para evitar las lágrimas—.
¿Que fue noble en sacrificar su cuerpo en aras de la vida disoluta y la depravación? ¿Que
él lo hizo todo por mí?
—Sabía que no podía cambiar lo que era. Ni aun por ti.
—Ah, el problema no es ese, Caro. Una vez que la encontró, pudo haber cambiado lo
que era. Por mí. Pero no lo hizo —negó con la cabeza, arrojando una lágrima de su
mejilla—. Yo he desaprovechado todos estos años creyendo que era lo único que le
podría salvar, cuando nunca quiso realmente salvarse del todo.
Caroline amablemente acarició un mechón húmedo de cabello en su mejilla.
—Quizás no creyó que valiera la pena salvarlo.
Asustada de desmoronarse de nuevo bajo el peso de la simpatía de su hermana, Portia
apretó la colcha más firmemente alrededor de los hombros y fue de nuevo a mirar hacia la
ventana.
—Quizás él tenía razón.
Mientras Caroline salía silenciosamente fuera del cuarto, Portia miraba las sombras de
la noche, tomando lo último de sus sueños de juventud en ellas.
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CAPÍTULO 9
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probar a su familia y a sí misma que finalmente estaba libre del hechizo de seducción de
Julian?
Sonrió a Wilbury como si no tuviera ninguna preocupación.
—Quizás solamente debería asomarme para asegurarme de que está descansando
cómodamente.
—Eso sería muy considerado de su parte señorita. —El mayordomo le enseñó sus
dientes amarillentos con un rictus de muerte en la sonrisa.
Portia dio dos pasos indecisos hacia la puerta, luego retrocedió, con determinación
decidió informar a Wilbury que había cambiado de idea y que el amo Julian quizás no
debería ser molestado como mínimo en el próximo siglo o dos.
El mayordomo se fue. De algún modo logró deslizarse alejándose sin que le crujieran
sus viejos huesos. Suspirando, Portia se volvió hacia la puerta.
Tragándose las dudas, entró silenciosamente en la biblioteca, sujetando la pesada
puerta y cerrándola tras ella. Podía darse cuenta por qué la habitación sería atrayente
para un vampiro en la necesidad imperiosa de descansar el resto de un buen día. La rica
madera de caoba oscura revestía con paneles dos de las paredes mientras las otras dos
estaban forradas del piso hasta el techo con estantes llenos de libros. El cuarto tenía una
sola ventana estrecha y sus cortinas opacas de terciopelo no sólo estaban cerradas, sino
prendidas cuidadosamente con alfileres, sin duda había sido Wilbury. Lo que no sería
obstáculo si la pequeña Eloisa entrase en la biblioteca y accidentalmente las abriese para
dar entrada al claro brillo del sol, no dejando vestigios de su tío sino un punto
chamuscado en el carmesí y oro de la alfombra turca.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz, Portia pudo discernir perfectamente
la forma delgada de un hombre que estaba tumbado desgarbadamente en uno de los
sofás color borgoña que flanqueaban la fría chimenea. Avanzó más cerca, su corazón
dando bandazos a un ritmo excesivamente familiar.
Julian solamente llevaba puesta la camisa, los pantalones, y las medias. El cuello de la
camisa estaba abierto, revelando una mata de crespo cabello oscuro. Su cabeza estaba
recostada sobre el brazo redondeado del sofá y sus largas piernas musculosas estaban
estiradas hacia adelante. Las pestañas oscuras y sedosas descansaban sobre sus
mejillas. A pesar de la quietud antinatural de su pecho, parecía estar en el más profundo
de los sueños.
Portia sintió que el corazón se le ablandaba en contra de su voluntad. Él ya no era una
amenaza para nadie. Su sobrenatural fuerza y los instintos de depredador le podían hacer
casi invencible de noche, pero eran esos mismos instintos los que le traicionaban con la
salida del sol, dejándole tan vulnerable como un niño.
Se preguntaba si todavía soñaba. Si había paseado por prados soleados o si las
sombras de la noche cubrían sus horas de sueño así como también las de vigilia.
Antes de que pudiera detenerse, peinó hacia atrás con los dedos el mechón de cabello
rebelde que siempre caía por su frente. Él se movió y entonces echó hacia atrás la mano,
consternada de cuan fácilmente había capitulado su reciente indiferencia. Resueltamente
le dio la espalda, decidiendo dejarle con sus sueños, o lo que quiera que fueran.
Se encontraba a medio camino de la puerta cuando oyó algo detrás de ella.
Lentamente cambió de dirección. Los ojos de Julian estaban todavía cerrados, su cara
en dulce reposo. Pero la voz desafiante de Valentine pareció hacer eco a través del
acogedor silencio: ¿Cómo no podría saber quién es usted, si Julian está constantemente
murmurando su nombre en sueños?
Portia vaciló, sabiendo que sería la peor clase de tonta si se rezagaba. Julian se
removió otra vez, sus labios moviéndose silenciosamente. Su resistencia
desmoronándose por el peso de la curiosidad, anduvo de puntillas de regreso al sofá.
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poco de moralidad se permitiría ser seducida por tal charla tonta y trillada. ¡Labios más
dulces que el vino, efectivamente!
Él golpeó ruidosamente su corazón con una mano, haciendo una falsa mueca de dolor.
—Me hieres, Portia. Una cosa es disparar a un hombre, y otra dudar de sus habilidades
para hacer el amor. —Para su alarma, él se levantó y comenzó a avanzar suavemente
hacia ella—. ¿Estás insinuando que no estarías totalmente emocionada si te lo dijera que
tu piel es tan suave y dulce como crema fresca? —Recorrió con su fija mirada su sensual
boca—. ¿No te puedo tentar para que me dejes robarte un beso, murmurando que tus
labios son como cerezas maduras que están pidiendo ser… arrancadas?
Ignorando el hormigueo traidor de esos labios, se forzó a sí misma a mantener su
postura, aun cuando él se detuvo a menos de un pie de ella.
—No, pero podría desarrollar un anhelo repentino e incontrolable por la fruta fresca.
Él ahuecó su mejilla en su mano, amablemente escudriñando la curva madura de su
labio inferior con la punta de su pulgar. El destello bromista había desaparecido de sus
ojos, dejándolos curiosamente taciturnos.
—¿Qué hay sobre la fruta prohibida? ¿Lo encontrarías igualmente tentador?
—No si me estuviera siendo ofrecida por una serpiente sin escrúpulos. —Apartándose
de su caricia para ocultar el efecto inquietante que le producía, dijo—: Si todo lo que
tienes para ofrecer a una mujer es tal sobreexcitada tontería, entonces quizás tengas que
recurrir a tus habilidades sobrenaturales.
A pesar de la luz tenue, ella casi habría jurado que vio un destello de dolor genuino en
sus ojos.
—¿Es eso lo que crees? ¿Que la única forma de que pueda atraer a una mujer a mi
cama actualmente sería tejiendo alguna suerte de sortilegio profano sobre ella?
Ella se encogió de hombros, estaba tan nerviosa por su caricia que ya no estaba
completamente segura de lo que creía.
—¿Y por qué no? Confesaste en esa azotea que Duvalier te había animado a abrazar
sus dones oscuros. Si un vampiro verdaderamente puede imponer su voluntad en la
mente mortal como dice la leyenda, entonces ¿qué te podría impedir que usaras ese don
en pobres mujeres ingenuas?
La cogió desprevenida cuando abruptamente él giró sobre sus talones y regresó a la
chimenea. Su retirada fue lo último que ella hubiera esperado y realmente no pudo dejar
de sentir una llamarada traidora de desilusión.
Él estuvo parado largo rato antes de girarse lentamente para hacerle frente.
—Ven aquí, Portia.
—¿Perdón?
Él torció su dedo hacia ella, con un movimiento perezoso y deliberado.
—Ven acá. Para mí.
Ella frunció el ceño, dando un paso hacia él sin darse cuenta de que lo estaba
haciendo.
—¿Qué piensas que estás haciendo?
Él arqueó una ceja diabólicamente.
—Utilizo mis oscuros poderes. Ven a mí, Portia. Ahora.
Asustada al percatarse de que sus palabras no eran una invitación sino una orden,
Portia miró fijamente sus ojos. Un fuego hipnótico parecía prender en sus profundidades,
fascinándola como a una polilla, girando impotentemente alrededor de lo que estaba
destinado a destruirla.
El cojín resbaló de sus dedos y cayó al suelo. Sintió un tirón irresistible como si en
cierta forma la hubiera atado a él con un cordón invisible pero irrompible. En seguida
estaba desplazándose en su dirección, poniendo un pie delante del otro hasta que estuvo
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cabello, esparciendo las horquillas, hasta que las hebras oscuras se derramaron
alrededor de ellos en una nube sedosa.
Mientras sus lenguas se enredaban en una canción más vieja que las palabras, sus
manos vagaron por los contornos delgados de su espalda. Desesperadamente quiso
desatar el corsé incorporado a su corpiño, para liberar la suavidad exuberante de sus
pechos y poder tocarlos y saborearlos. Sus dedos se mostraron hábiles para hacerlo, pero
el repentino fantasma de su conciencia le contuvo. Se consoló a sí mismo permitiendo
que sus manos bajaran, deslizándose ágilmente sobre su pequeña espalda acercando
sus caderas.
Frustrado por su agarre posesivo y la seda resbaladiza de su vestido, sus muslos se
deslizaron, dejándola montando a horcajadas sobre él. Mientras ella se retorcía contra el
abultamiento palpitante de su masculinidad, conducido por el crudo instinto, Julian tuvo
miedo del peligro de estallar en llamas sin necesidad de antorcha o fuego. Pero si tal
fuego le destruyera, entonces él voluntariamente se envolvería a sí mismo en sus llamas y
daría la bienvenida a su condena.
Levantó sus caderas, haciendo más honda esa fricción exquisita hasta que sintió la
intensa vibración del gemido de Portia en su garganta. Supo en ese momento que aquello
estaba yendo demasiado lejos cuando ella rodó debajo de él de forma cautivadora en el
sofá de la biblioteca de su hermano.
Por raro que parezca, fue el poder oscuro y primitivo de esa imagen lo que hizo que su
beso y su abrazo se suavizaran. Le deslizó las manos hacia atrás y posó los labios en su
cuello, acariciando con la nariz la suave piel. Ella se derrumbó encima de él, descansando
la mejilla contra su pecho.
La mantuvo cerca, renuente a abandonar el calor de su piel, el susurro trémulo de su
respiración contra su garganta, el bendito latido de su corazón, todos los dones que él
había entregado cuando perdió su alma.
Jugueteando tiernamente con las hebras sedosas del cabello de su nuca, él murmuró:
— ¿Portia?
—¿Hmmmmm? —murmuró ella.
—Tengo una confesión que hacer.
Ella levantó su cabeza para contemplarle, con los ojos brillantes de deseo y los labios
húmedos con el rocío de sus besos.
Tragando con una aguda punzada de pesar, él alisó un rizo vagabundo de la mejilla y
dijo quedamente:
—No me queda ningún poder de control.
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CAPÍTULO 10
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—¿Quién es?
—El marques de Wallingford. —El mayordomo habló cansinamente con el mismo
entusiasmo que podía haber tenido anunciando a Gengis Khan y sus hordas invasoras—.
Asevera que quiere asegurarse de que no habéis sufrido ninguna repercusión angustiosa
después de vuestra desafortunada “aventura” de la otra noche.
—Qué amable de su parte —murmuró, hurtando una mirada reflexiva al ceño de
Julian—. ¿Por qué no le haces pasar a la sala y llamas a Gracie para que nos traiga algo
de te? Quizá Caroline será lo bastante amable para servirnos.
—¿Por qué no le haces pasar aquí y yo sirvo? —sugirió Julian, separando los labios lo
suficiente para revelar la amenaza provocadora de un colmillo.
—Pensándolo bien, Wilbury, ¿por qué no haces pasar a nuestro invitado a la sala de
música? Las ventanas dan a la fachada oeste y no querríamos desperdiciar ni un
momento de este adorable sol invernal. —Portia le ofreció a Julian una sonrisa con
hoyuelos—. Debería esperar que la luz del sol me hiciera parecer bajo una luz más
favorable.
La miró echando chispas.
—Oh, no lo sé. Prefiero el modo en que te ves en la oscuridad. —Y el modo en que te
siento, añadió su mirada explícitamente ardiente.
Cuando Wilbury se despidió, Portia se apresuró hacia la puerta, volviéndose de cara a
Julian solo cuando estuvo bien fuera de su alcance.
—Se me ocurre que si ambos vamos a estar residiendo bajo el techo de tu hermano
mientras decidimos que hacer con tu amante...
—Antigua amante —dijo entre dientes, cruzando los brazos sobre el pecho.
—… entonces tal vez sería mejor si tratas de pensar en mi como tu hermana.
Julian se estremeció.
—Preferiría con mucho pensar en ti como en la bella doncella de arriba que me robó
el... corazón cuando tenía treinta años.
—Bueno, al menos eso explica lo que le ocurrió —replicó ella bruscamente—. Ahora si
fuera tan amable de excusarme, señor, le dejaré con sus sueños.
Se escabulló rápidamente por la puerta, sabiendo perfectamente que la única cosa que
podía seguirla al vestíbulo moteado de luz era su gruñido frustrado.
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Haciéndole una graciosa reverencia, salió deprisa de la sala de música, esperando que
pudiera encontrar una cura para la dolencia que sufría antes de que resultara fatal para su
corazón.
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
Mientras Larkin se levantaba con dificultad de su sillón y la conducía hacia él, Portia le
dio a Julian un asentimiento de gracias de mala gana. Larkin colocó su larguirucha forma
contra el antepecho de la ventana, su sagaz mirada viajaba entre los dos.
Adrian posó su copa en el escritorio y se frotó la mandíbula, pareciendo como si
deseara estar en cualquier otro sitio del mundo.
—Julian nos estaba explicando ahora mismo como llegó a ser... mm... amigo de esta
mujer.
—Ella no es una mujer —dijo Portia con firmeza—. Es un monstruo.
Julian levantó una ceja en su dirección, sin darle más opción que cortarle por el mismo
patrón. Ella bajó la mirada al regazo, pero se negó a ruborizarse.
Todavía mirándola, tomó un generoso trago de su oporto.
—Como estaba diciendo antes de que fuésemos interrumpidos, cuando me dirigí en
primer lugar a París en busca del vampiro que había engendrado Duvalier, me temo que
no fui particularmente sutil en mis pesquisas. El jefe supremo de nuestra guarida era un
tipo de temperamento bastante repugnante que odiaba a los británicos incluso más de lo
que odiaba a los mortales. Cuando descubrió que estaba buscando para destruir a uno de
mi propia clase para así poder recuperar mi mortalidad, no se lo tomó muy bien. Me hizo
atar a una estaca, empapado en aceite, y estaba a punto de acercarme una antorcha
cuando Valentine se adelantó para rogar por mi vida.
Portia sorbió.
—Que caritativo por su parte.
—Yo también lo pensé así en ese momento ya que mi pelo estaba comenzando a
abrasarse —dijo Julian secamente—. A causa de que intervino en mi nombre, acabaron
por exiliarla de la guarida y ambos tuvimos escapar de París.
—Al menos os teníais el uno al otro. —Portia se inclinó hacia él con los ojos abiertos
por el interés—. Así que averiguaste que ella tenía tu alma ¿antes o después de que os
hicierais amantes?
—¡Portia! —Adrian dejó caer su cabeza entre las manos con un gruñido mientras
Larkin acababa su oporto de un solo trago y se giraba para echarle a la ventana una
mirada de anhelo.
Pero Julian enfrentó su mirada sinceramente.
—Después, me temo. Cuando habría parecido la mayor de las hipocresías
recompensarla por salvarme destruyéndola.
—Olvidaba que eres un hombre que siempre paga sus deudas —dijo suavemente—.
Aunque Wallingford pueda estar en desacuerdo.
—Basta del pasado —dijo Adrian, ganándose una mirada aliviada de Larkin—.
Estamos aquí esta noche para asegurarnos de que Porta tiene un futuro. Si esa Valentine
es tan feroz adversaria, entonces ¿por qué huyó la pasada noche?
Julian resopló.
—No ha sobrevivido todo este tiempo siendo una tonta. Es bien consciente de tu
reputación como cazador de vampiros.
—Entonces quizá ya haya dejado Londres —ofreció Larkin.
—Ella no le dejaría —dijo Portia débilmente, pero con total convicción.
—Y no dejará a Portia ahora que sabe dónde encontrarla... al menos no viva —añadió
Julian gravemente—. Incluso si pudiéramos encontrarla y de alguna manera convencerla
para que se marchase conmigo, ella simplemente dejaría detrás a uno de sus sirvientes
para que acabara con Portia. Tenemos que capturarla antes de que pueda dar esas
órdenes.
—¿Y si enviamos a Portia lejos? —sugirió Adrian—. Puedo enviarlas a ella, a Carolina
y a Eloisa al castillo hasta que resolvamos este problema.
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de sol. Coméis nuestra comida. Bebéis nuestro vino. Bailáis con nuestra música. Imitáis
nuestra respiración. —Encontró su desafiante mirada con una propia, su voz se hizo más
profunda con una nota ronca—. Porque, incluso hacéis el amor con nosotros.
Esta vez Adrian buscó a tientas la botella de oporto en vez de su copa. Tomó un largo
trago antes de tendérsela a un agradecido Larkin.
—Pero a los mortales es facilmente engañarles —replicó Julian suavemente,
negándose a liberarla del hipnótico tirón de su mirada—. Son bastante expertos en ver
solo lo que quieren ver.
Por el tiempo de un latido, Portia estuvo de vuelta en la biblioteca otra vez. De vuelta
en sus brazos.
—Tal vez eso es porque nos enseñan a creer en sirenas y duendes y nobles príncipes
en caballos blancos antes de que crezcamos y tengamos que dejar tales fantasías bobas
tras nosotros.
—Valentine no es tonta. No sólo la tendrás que convencer de que te he convertido en
un vampiro. Tendrás que hacerla creer que estás enamorada de mí.
—Eso no debería ser demasiado difícil —la voz de Portia sonó como un matiz
demasiado brillante y frágil, incluso para sus propios oídos—. Tú mismo has dicho que
soy una actriz consumada.
Adrian suspiró, quedándose visiblemente sin argumentos.
—¿Crees que este plan tiene una posibilidad de funcionar, Jules? Tú conoces a esa...
mujer mejor que nadie.
—En todo el sentido de la palabra —añadir Portia sin poder resistirse.
Julian le echo una mirada que habría acobardado a cualquier extraño que se
encontrara en un callejón oscuro.
—Hay una posibilidad de que pueda funcionar.
Larkin se aclaró la garganta.
—¿Y cómo va a enterarse Valentine de que este trascendental acontecimiento está
tomando lugar? ¿Debemos sacar un anuncio en la Gaceta de los No Muertos?
Julian miró hacia el fuego, la posición de su mandíbula era una que Portia estaba
comenzando a conocer demasiado bien.
—Puede que conozca un modo.
Todos le miraron expectantes.
—Adrian puede haber conducido a todos los vampiros fuera de Londres, pero no los ha
conducido fuera de Inglaterra. Hay una floreciente guarida de ellos viviendo en una casa
de campo en Colney, a menos de una hora a caballo desde la ciudad.
—He oído rumores sobre la existencia de tal lugar —admitió Adrian—. Supongo que
debería haberles devuelto la visita antes pero desde que Eloisa nació... —Se encogió de
hombros, simplemente renuente a admitir que el nacimiento de su hija le había animado a
proteger su propia vida con más cuidado.
—Tomé refugio allí brevemente después de que Cuthbert volviera a casa de su padre
—dijo Julian—. Su señor ganó la mansión en una apuesta a un pobre borracho que ya
había apostado el resto de la fortuna familiar. Los vampiros son peores cotillas que los
mortales, ya sabes. Si hacemos una aparición allí, puedo prometerte que Valentine oirá
todo sobre ello antes del amanecer del día siguiente.
—Oh, ¡estupendo! —exclamó Portia secamente—. ¡Me gusta tanto una fiesta en una
casa de campo! ¿Cuándo partimos?
—No comencéis a planear en conjunto aún —le advirtió Adrian—. Si crees que voy a
permitir que marches al interior de ese nido de monstruos toda sola...
—Ella no estará sola. —Julian se levantó de su sillón para unirse a Portia, la nota de
autoridad en su voz dominó incluso a Adrian—. Estaré allí justo a su lado.
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Dresde, porcelana de Dresde, en este caso se refiere a figuras de pastoras, estatuillas femeninas que
sugerían timidez coqueta o candorosa.
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CAPÍTULO 11
Julian caminó por las bulliciosas calles de Londres como si poseyera la ciudad y la
noche, haciendo huir a su paso a cualquiera que se atreviera a mirar su rostro. Algunos,
instintivamente, reconocían un monstruo al verlo, mientras que otros simplemente
entendían que lo mejor era no provocar a un hombre que había nacido para tener
privilegios y poder. Un hombre que, después de todo, acechaba por la noche con la
peligrosa gracia de un depredador.
Cuando un empleado de cara regordeta golpeó su hombro accidentalmente al salir de
su oficina en la calle Threadneedle, lo único que Julian pudo hacer para no morderlo fue
gruñir. Supo que debería sentirse contento cuando la multitud comenzó a disminuir
lentamente, pero la sola idea de toda esa gente llegando a sus hogares, a sus cálidos
fuegos y a los acogedores brazos de sus seres queridos, bastó para aguzar el filo de su
mal humor. Ni siquiera contaba con la compañía impasible de Cuthbert para animarlo. La
nota que había enviado a casa de su amigo esa mañana temprano, le había sido devuelta
con el sello de cera intacto.
Aunque caminaba por las calles libremente, sentía como si aún arrastrara las cadenas
de la cripta a su espalda. Los insultos de Duvalier nunca habían dejado de atormentarlo.
—Me decepcionas, Jules. Esperaba mucho más de ti. No te agrada ser un vampiro,
pero no eres un hombre tampoco.
Duvalier se había equivocado. Era tanto hombre como vampiro, y estaba condenado a
sufrir las hambres de ambos seres. Hambres que perforaban un hoyo de dolor en donde
antes había residido su alma cada vez que miraba a Portia, que acariciaba la lechosa
suavidad de su piel, que probaba el dulzor prohibido de sus labios.
Se habría alegrado al saber que, después de todos estos años, continuaba hambriento
de la carne y la sangre de ella.
Alguien lo empujó por detrás y giró al tiempo que sus labios se abrían en un gruñido
involuntario.
Una mujer estaba de pie allí. Su cara, bonita y pecosa, rodeada por un halo de rizos
castaños.
—Perdón, jefe. Mi mamá siempre me decía que yo era lo suficientemente torpe como
para tropezarme con mis propios pies.
Aunque su abrigo estaba raído, la chica había tomado algún cuidado con su apariencia.
Brillantes círculos de colorete manchaban sus mejillas y había colocado un pensamiento
marchito detrás de su oreja.
—No me ha hecho ningún daño, señorita —aseguró rígidamente—. Estoy seguro de
que fue mi culpa.
Antes de que pudiera despedirla, ella envolvió con audacia una mano alrededor de su
antebrazo.
—Es una amarga y fría noche, señor. Pensé que quizás podríais estar buscando algo
más suave que un ladrillo ardiente para calentar vuestra cama.
Ella estaba a su disposición. Julian podía verlo en la inclinación curiosa de su cabeza,
en el destello apreciativo de sus ojos. Lo creía un caballero, no una bestia.
No había nada que le impidiera aceptar su oferta, ni escoltarla a alguna posada
cercana con sábanas ajadas pero limpias. Podría cortejarla con las mismas bonitas
palabras de las que Portia se había reído, y después disfrutarla de cualquier manera que
escogiera. Sin embargo, no creía que después de que sus caricias expertas hubieran
borrado el recuerdo de las manos ávidas y el sudor de otros hombres, la chica le costara
una simple moneda.
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No podía quitarse la sensación de que tal vez, le costaría algo mucho más preciado.
Ignorando una salvaje punzada de arrepentimiento, sacó una moneda del bolsillo de su
abrigo y la presionó dentro de la mano de ella.
—¿Por qué no tomas esto y te calientas con tu propio fuego esta noche?
Inclinando su sombrero hacia ella, comenzó a cruzar la calle, donde un carnicero salía
a cerrar la puerta de su tienda durante la noche.
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Portia abrió los ojos para contemplar fijamente el dosel de su cama, tanto su cuerpo
como su corazón, consumiéndose por un dolor melancólico. Por extraño que pareciera,
quiso sumergirse nuevamente en el sueño. Regresar a aquella cripta y a su viejo
fantasma. Esa chica había estado tan segura de sí misma, dispuesta a sacrificarlo todo —
incluso su vida—por el hermoso muchacho al que había amado con tal inocencia y
pasión.
El sueño sólo había servido para recordarle que Julian una vez había estado dispuesto
a hacer lo mismo. Que él habría terminado con su vida, una vida como una cáscara
desalmada sin esperanza de salvación, antes que atreverse a lastimarla. Rodó sobre su
costado, abrazando la almohada contra su pecho en un intento vano por mitigar el dolor
de su corazón, y se preguntó qué había cambiado. ¿Qué control ejercía la tal Valentine
sobre él?
Apretó sus ojos cerrados, sabiendo que sería mucho más inteligente desear dormir sin
soñar. Pero antes de que su deseo fuese concedido, las notas de una distante melodía
llegaron a sus oídos. Todavía sosteniendo la almohada, se sentó, parpadeando con
aturdimiento. ¿Había su sueño de algún modo evocado a otro fantasma del pasado?
Tomando su bata de seda de la percha de noche, bajó de la cama y se acercó a la
puerta. La abrió a medias esperando descubrir que la música existía nada más que en su
desbocada imaginación. Pero hizo que el murmullo aumentara —un agridulce arrullo
tocado por los inquilinos de su mansión de fantasía—.
Atando el cinturón de su bata, se apresuró a bajar las escaleras. En lugar de
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acobardarla, las sombras que cubrían los pasillos desiertos parecían darle la bienvenida,
tomándola más profundo en su abrazo con cada paso. La siguiente cosa que hizo fue
abrir con facilidad la puerta del salón de música, al tiempo que sus sedientos sentidos
bebían de las notas que derramaba el magnífico pianoforte bajo la ventana.
Julian estaba sentado frente al instrumento, sus dedos danzaban sobre las teclas con
la gracia de un amante, produciendo una respuesta que era tan tierna como apasionada.
La luz del sol podía ser su enemigo mortal, pero la luz de la luna que entraba a través de
la amplia ventana salediza lo adoraba. Los rayos plateados besaron la seda brillante de
su cabello y acariciaron su fuerte perfil masculino, delineándolo en plata.
Le tomó a Portia un momento incierto identificar que la pieza que tocaba era el primer
compás del “Réquiem” de Mozart, la única parte que el compositor había completado
antes de su trágica muerte a la edad de treinta y cinco años. Había oído la pieza
interpretada en los altísimos órganos de tubo de más de una catedral, pero jamás en
piano, y nunca con tan profundo y atormentado sentimiento. Siendo interpretado por las
manos ardientes de Julian, no era difícil creer que el réquiem había sido encargado,
según los chismes y la famosa leyenda, por un misterioso extraño que había resultado ser
un augur de la muerte del propio Mozart. Julian la tocaba tanto como marcha triunfal como
lamento —la canción de un hombre que celebra y llora su propia mortalidad antes de que
su voz sea silenciada para siempre—.
Vertía toda su hambre y pasión en la pieza, conduciéndola a un final con un ascenso
dramático. La última nota colgaba en el aire como los retumbos de una campana de
catedral en una ruidosa y fría medianoche.
Cuando su eco se desvaneció, Portia dijo suavemente:
—Para ser un hombre que proclama que su alma pertenece al diablo, aún tocas como
un ángel.
No pareció en lo más mínimo impresionado al encontrarla de pie en la puerta de
entrada.
—Es una de mis piezas favoritas. ¿Recuerdas las palabras que encontraron escritas en
los márgenes de la partitura “Fac eas, Domine, de morte transire ad vitam”? —recitó. El
latín surgía sin esfuerzo de su boca.
Portia no era tan fluida en el idioma. Siempre había estado demasiado ocupada
leyendo sobre elfos y hadas como para molestarse por temas tan tediosos.
—Deja, oh, Señor, que las almas —murmuró— entren a través de la muerte…a la vida
eterna.
—Es una pena, pero no pude advertirle al pobre tipo que la vida eterna no es tan
estupenda como se cree. ¿Así que viniste a volver las páginas de mi partitura, Ojos
Brillantes? —preguntó, su sonrisa retorcida recordándole las muchas horas felices que
había pasado haciendo precisamente eso en el Castillo Trevelyan, antes de que
descubriera que era un vampiro.
—Habría jurado que tocabas de memoria.
—Así es —asintió frente a la hoja de música abierta sobre el soporte—. Pero no estoy
demasiado acostumbrado a la siguiente pieza. Podría necesitar una mano más…o dos. —
Se deslizó sobre el banco de caoba para hacerle espacio. Al verla dudar, añadió—. Como
mi eterna prometida, no tienes necesidad de apegarte a tu casta modestia.
Incapaz de resistirse al brillante desafío de su mirada, Portia atravesó la habitación y se
deslizó en el banco a su lado. Se inclinó sobre él para abrir la primera página de la pieza,
negándose a apartarse pudorosamente de la presión de su muslo musculoso contra el
suyo o el roce breve de su codo contra la suavidad de su pecho.
Al observar sus hábiles manos acariciar la dolorosamente sensible melodía de
Beethoven sobre el teclado, fue demasiado fácil imaginarlas bailando sobre su propia piel
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EL VAMPIRO QUE ME AMO, Teresa Medeiros Libro 2 de la Trilogía Kane
con la misma destreza. No pudo evitar preguntarse cuál sofocante canción podría obtener
de sus labios con esos largos y aristocráticos dedos. Sintiendo el rubor acudir a sus
mejillas, robó una mirada a su rostro, sólo para hallarlo mirándola a ella en vez de a la
partitura.
Molesta por una firme sospecha, volvió la hoja de música, mucho antes de que
alcanzara el final de la página. Él continuó tocando sin perderse ni una sola nota.
Ella se aclaró la garganta con suficiente energía como para ser oída sobre el ondulante
pasaje.
Los dedos de Julian se congelaron sobre el teclado, elevando la pieza a una altura
discordante.
—Oh, querida. Me descubriste, ¿cierto? —La nariz de él acarició sus desatados rizos al
tiempo que se inclinaba hacia delante y susurraba—. Deberías saber que siempre toco de
memoria. Incluso en el castillo. Sólo que nunca he podido resistirme a la forma en que te
inclinas sobre mí al dar vuelta a las páginas o al perfume de tu cabello.
Esta vez se alejó de él.
—¿Por qué, Julian Kane? ¡De verdad que eres un granuja incorregible! —se esforzó
por mantener sus labios apretados con severa desaprobación, pero no pudo evitar que se
arquearan en las comisuras.
Él pellizcó la punta de su nariz.
—Sólo cuando se trata de ti, Portia Cabot.
Deseaba creerlo con tanta urgencia que ni siquiera protestó cuando la mirada de él
viajó de su nariz a su boca. Cuando levantó suavemente su barbilla para exponer la
suavidad de sus labios. Cuando bajó su cabeza, separando sus labios al acariciar los de
ella con la gracia fluida del ala de una mariposa.
—¡Tío Jules! ¡Tío Jules!.
Se apartaron de un salto y se volvieron al mismo tiempo para encontrarse con Eloisa
de pie en la puerta de entrada. Con los pies descalzos y el camisón manchado de miel y
mermelada, parecía un angelito sucio. Aunque Portia sabía que debía estar agradecida
por la oportuna interrupción, quiso darse de patadas por dejar la puerta entornada.
Antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, Eloisa corrió a través de la
habitación, rodando sobre las rodillas de Portia para saltar sobre el regazo de Julian.
Al principio, parecía completamente aturdido al encontrarse con un infante desconocido
que saltaba arriba y abajo sobre su regazo, pero entonces una sonrisa maravillada se
extendió por su cara.
—¡Bueno, tú debes ser Eloisa! Reconocería esos ojos en cualquier lugar. —Echó un
vistazo a Portia, claramente confundido—. Pero, ¿cómo diablos sabe quién soy yo?
Portia intentó encogerse de hombros, dándose cuenta de que era demasiado tarde
para evitar una confesión de su propia boca.
—Seguramente no debería aventurarme a sacar conjeturas. Aunque tal vez existe la
posibilidad de que le haya enseñado tu miniatura una o dos… o cien veces.
Para su gran alivio, Eloisa tiró del cuello de la camisa de él en ese preciso momento,
demandando su atención. Fruncía el ceño delante de su rostro con penetrante
concentración, arrugando la nariz.
—¿Muerde? —preguntó él, mirándola nerviosamente.
—Sólo botones, borlas acolchonadas, perlas y al gatito ocasionalmente. Pero los
gatitos suelen devolver la mordida, lo cual la enfurece.
Eloisa alcanzó a golpearle la mejilla con sus deditos.
—Bonito —canturreó, una sonrisa ampliaba sus mejillas rechonchas.
Portia se echó a reír.
—No deberías parecer tan horrorizado. Sólo prueba que ninguna mujer puede resistirse
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a tus encantos.
—Excepto tú —replicó él, dedicándole una mirada irónica sobre los rizos dorados de su
sobrina.
—¡Eloisa!
Esta vez era una pálida Caroline quien se encontraba de pie en la puerta de entrada,
con la niñera de Eloisa situada detrás de ella, retorciendo su delantal. Cuando Caroline
vio a su hija sobre el regazo de Julian, palideció un tono más.
Atravesó la habitación, con la cinta desatada de su bata ondeando tras ella, y la
arrebató de sus brazos.
—Eres una niña muy traviesa, Ellie —reprendió, enterrando el rostro en los rizos de su
hija—. Les diste a la niñera y a mamá un susto terrible.
—¡Tío Jules! —Eloisa chilló, liberando sus brazos del fuerte abrazo de su madre, así
pudo alcanzar a Julian—. ¡Bonito!.
—Todo está bien, dulzura. —Le brindó una sonrisa de afirmación—. Deja que tu niñera
te lleve de regreso a la cama antes de que tus deditos se congelen.
Mientras Julian miraba, aguardando, Caroline depositó a Eloisa de mala gana en los
brazos de la expectante niñera.
Mientras la mujer se llevaba a la pequeña, que gimoteaba, Portia dijo:
—La música posiblemente la despertó. Fue culpa mía, no de Julian. No debí haber
dejado la puerta abierta.
—Y yo debí haber encontrado un pasatiempo más tranquilo para entretenerme. Es sólo
que las horas entre el crepúsculo y el alba pueden ser muy largas y solitarias. —Julian se
deslizó fuera del banco del piano y se elevó para confrontar a su hermana, con una
sonrisa burlona jugando por su boca—. No tienes de que preocuparte, Caro. Un bocado
así de pequeño apenas satisfaría mi apetito por poco tiempo.
Después de hacerles a ambas una tiesa reverencia, salió de la estancia.
Caroline se quedó de pie allí, a la luz de la luna, con el rostro inexpresivo.
—Lo siento, Portia. Cuando vi su cama vacía, pensé…
—Sé lo que pensaste. Y él también.
Sin más palabras, Portia pasó al lado de su hermana y salió de la habitación, temiendo
ya las largas y solitarias horas que pasaría en su propia cama vacía.
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CAPÍTULO 12
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—En cuanto te conocí, ya nunca necesité un espejo. Cada vez que miraba en tus ojos,
veía todo lo que necesitaba saber sobre mí.
Portia lanzó una mirada asustada a donde debería haber estado su reflejo. Cuando
consiguió reunir el valor suficiente para girarse, él metió la mano dentro del bolsillo de su
abrigo y sacó una cristalina botella de perfume.
—Supongo que no es agua bendita —aventuró mientras él retiraba la delicada tapa. Un
almizclado olor de orquídeas salvajes atacó su nariz, la fragancia era tan rica y sensual
que la hizo sentir ebria con sólo inhalarla.
—Esto debería ayudar a enmascarar tu olor. —Inclinó la botella para mojar la punta de
su dedo índice—. Si hay algo que un vampiro puede oler, es a un humano fresco.
—¿A qué huelo yo? —preguntó ella, genuinamente curiosa.
Él aplicó un poco de colonia en el delicado hueco de su garganta, con las pestañas
bajas para velar sus ojos.
—Hueles como bollos de zarzamora recién horneados, tan dulces y blandos que no
puedes esperar para hundir tus dientes en ellos. —Con un toque aún enérgico e
impersonal, aplicó otra gota detrás de cada una de sus orejas—. Hueles como la luz del
sol calentando los pétalos de una rosa en flor.