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Claves policiales y superación del determinismo

en Los suicidas de Antonio Di Benedetto

Bruno Longoni
I

LOS DÍAS CARGADOS DE MUERTE

“Doce, doce suicidas hubo ya entre los nuestros.”

El jefe de una agencia de noticias despliega tres fotografías de incierta


proveniencia sobre el escritorio de uno de sus periodistas: “Puede ser su oportunidad”
(Di Benedetto, 2016, p.363), agrega luego, aunque las imágenes correspondan a tres
suicidios. La escena resulta enigmática de por sí, pero su aparición textual
inmediatamente posterior al íncipit de la novela obliga a repensar su sentido, pues esta
investigación asumirá un oscuro cariz personal:

Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.

Tenía 33 años.

El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad. (p. 363)

Fiel al estilo Di Benedetto, el comienzo de Los suicidas sobresale por su laconismo pleno
de insinuaciones, por una actitud que Roa Bastos define como “austeridad verbal y
reflexión sobre sus mismas condiciones de posibilidad” (en Néspolo, 2003, p.150),
comparable tan solo a la sugestiva parquedad de Rulfo. El citado íncipit opera entonces
como un silogismo trunco cuya conclusión, al dejar implícita una relación causal entre el
suicidio del padre y el inminente cumpleaños del hijo, corre por cuenta del lector. Los
números también pesan: treinta y tres es la edad del cordero enviado por Dios al sacrificio
de la cruz. Tres escuetas frases son suficientes para predisponer al lector: “una de las
maneras de leer Los suicidas es la del peso del pasado, el imperativo del suicidio por

‘obediencia retrospectiva’ del protagonista ante un padre suicida.” (Premat, 2016, p.10)
Diseñado como un policial de corte existencialista, Los suicidas va regando falsos
indicios a medida que la pesquisa se cierra sobre sí misma: desterrado el maniqueísmo
primigenio del género (en el suicida, víctima y victimario coinciden), el narrador
innominado cuyas eclécticas indagaciones filosóficas, zoológicas, estadísticas e históricas
no descartan siquiera a los animales ni a los niños (el lustrador de zapatos y los alumnos
de Julia), se vuelve todo un hermeneuta del suicidio, como si la intransigencia de la
voluntad no pudiera manifestarse más que como una violenta imposición del orden
simbólico sobre lo real: “Los demás nos dejan vivir, pero mandan cómo.”, p.375),
II

LA PESQUISA

La primera fotografía revela un pacto suicida entre dos adolescentes consignado


en el diario íntimo de uno de ellos. La segunda presenta a Adriana Pizarro, mujer con
delirios esquizofrénicos que se envía cartas conminándose a quitarse la vida. La tercera
muestra a Juan Tiflis, un idealista adinerado y espiritual, miembro, a su vez, de una secta
que cercena la mano del cadáver como castigo por el suicidio.

A partir de los deficientes testigos, Di Benedetto deja sentada la imposibilidad de


toda objetividad: en el primer caso, por ejemplo, el padre de una de las víctimas aduce
haber planeado su propio suicidio esa misma noche debido a un mal de amores,
provocando el escepticismo del narrador: “En la misma fecha, sin ponerse de acuerdo,
sin saber uno lo que hace el otro, no pueden suicidarse un padre y un hijo.” (p.401) El
segundo caso ofrece mayores complicaciones: Pizarro, hermano de la víctima, confiesa
que su método “Es decir siempre lo contrario de lo que pienso. De esa manera me llevo
bien con todo el mundo.” (p.420), lo cual deriva en su epíteto de “refinado mentiroso”.
(p.421) En el tercer caso, es la arrogancia del abogado y el hermetismo de la viuda lo
que interfiere en el esclarecimiento de la mano cercenada.

Ninguno de los tres casos se resuelve en el sentido tradicional pues, como revela el jefe
sobre el final, “lo que yo le he pedido es otra cosa: el misterio de los que se matan.”
(p.464) Resolver ese misterio, refuta el narrador, implicaría revivir a los suicidas. Hay,
no obstante, un común denominador en la serie investigada: el suicidio concebido como
sacrificio, como muerte vicaria que toma una vida para salvar otra.

III

LAS ORDALÍAS Y EL PACTO

“Creo que nadie puede discutir seriamente su muerte con otro”.

La primera parte de la novela, “Los días cargados de muerte”, sobresatura de


símbolos funestos la novela con la omnipresencia espectral del padre suicida quien “lo
mismo puede llevarme a la muerte, puede matarme, si persiste en mi memoria y me
atrae.” (p.398) Como si el autor se riera abiertamente de las estereotipadas
interpretaciones psicoanalíticas, los sueños son leídos por el protagonista siguiendo un
rígido esquema de manual escolar; cuando Julia le revela un sueño propio, él responde,
“si lo soñara yo, tendría con mayor seguridad este significado: temo que mi padre me
devore, me castre o me mate.” (p.398) para agregar, a continuación, que “seguimos
soñando ‘a la antigua’. Nuestras pesadillas se asemejan a La Divina Comedia. Ugolino.”
(p.399), en referencia a ese siniestro personaje del poema dantesco que decide comer a
sus hijos para sobrevivir encerrado en la torre. Los presagios proliferan, pues el narrador
refiere que “zumban y me rozan las moscas, poseídas por el demonio del verano, y el
mundo es duro y violento.” (p.480), o que la tierra lo llama: “este puente como un balcón
al espacio, que absorbe el aire y me succiona hacia abajo.” (p.482)

La segunda parte, “Las ordalías y el pacto”, pone en primer plano un tópico


recurrente en la narrativa de Di Benedetto: la coerción de la realidad (“ordalía”) contra
la voluntad del sujeto (“pacto”). Aterrorizado por las lecturas de Durkheim que Bibi
(“Fichero”) le provee, el suicidio se le aparece como una enfermedad hereditaria: “A
menudo sucede que en las familias en que se observan hechos reiterados de suicidio,
estos se reproducen casi idénticamente unos a otros.” (p.393). El libre albedrío sobrevive
solo en los resquicios que la realidad tolera: “Cambiar de recuerdos. El pasado no se
cambia, a menudo nos gobierna.” (p.405) La imagen más potente se alcanza cuando, al
contemplar el retrato de su padre en su nicho, reconoce que “el vidrio me refleja y se me
ocurre que se ha salido del cuerpo mi imagen interior, que es igual a la exterior, y ha
querido escurrirse adentro del nicho. Percibo que la contemplación de la tumba me ha
absorbido.” (p.479), como si verse fuera verlo… Si las muertes son intercambiables, la
salvación de su hermano puede derivar en el pacto suicida con Marcela.

IV

DISTOPÍAS Y UTOPÍAS

Tres películas de ciencia ficción elige el protagonista en sus escapadas al cine: en


Omicron (1964) de Ugo Gregoretti, el cuerpo de un obrero presuntamente ahogado es
poseído por un extraterrestre del planeta Ultra con intenciones de dominación mundial.
En Alphaville (1965) de Jean-Luc Godard, un agente secreto se hace pasar por periodista
para asesinar al profesor Von Braun, fundador de una ciudad totalitaria. En Fahrenheit
451 (1966) de François Truffaut, un bombero se encarga de quemar libros hasta que
conoce a una mujer que integra una sociedad secreta dedicada a memorizar textos
completos. Se trata, en definitiva, de tres películas de ciencia-ficción donde un héroe
(Trabucco, Lemmy Caution, Montag) subvierte una realidad totalitaria a partir del
desdoblamiento de su personalidad, pues los tres ocultan secretos que, en definitiva,
acaban por salvarlos. La relación con Los suicidas es clara: el narrador protagonista
innominado proviene de una estirpe signada por el suicidio (trece antepasados se han
quitado la vida), con lo cual más que de una obsesión, podemos hablar de un presagio
funesto que lo acecha con todo el rigor del determinismo, así como la persecución policial
de los totalitarismos asfixia a los héroes de las películas de ciencia ficción (las tres
sociedades distópicas son severamente punitivas). Al traicionar el pacto suicida, la
voluntad del sujeto se impone ante la coerción de la realidad, venciendo el fatalismo y el
juicio de Dios, como los héroes de ciencia ficción prevalecen sobre la opresión distópicas.

Como en todo buen policial, entonces, el foco está puesto en una interpretación
acertada de los signos: si Marcela falla en reconocer el sentido de su sueño (“significaba,
claramente, la salvación del miedo”, p.485; con toda la ambigüedad implícita en la
conjunción “del”), allí radica la fuerza exegética del narrador; sus permanentes alusiones
a un sueño que lo halla siempre desnudo sirven como prolepsis narrativa: “es porque
Marcela llega a consumar el pacto suicida que el personaje narrador es liberado de la
muerte y entregado a la vida como un niño recién nacido: el equilibrio entre la vida y la
muerte se mantiene.” (Néspolo, 2003, p.149). Recién al final comprendemos el
verdadero sentido del sacrificio y de la muerte vicaria:

Debo vestirme porque estoy desnudo.

Completamente desnudo.

Así se nace. (p.485)

La ropa es el primero de muchos ocultamientos que el sujeto experimenta una vez


nacido. La desnudez es la superación del enigma policial: el protagonista renace y su
despojo se reproduce, curiosamente, en el estilo de la prosa de Di Benedetto, en su uso
moderado de los verbos con el presente como tiempo eje, en su renuncia consciente a
toda vana retórica y a todo barroquismo tan de boga en aquellos días en las letras
latinoamericanas. Estilo depurado y modesto, sincero y profundo, que persigue, como
Zama, El silenciero y Los suicidas, una expresión sin ruidos molestos ni interferencias.
BIBLIOGRAFÍA

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Archipiélago. Revista Cultural de Nuestra América, 21(84), 33-34.

- CEREZO, Iván Martín (2006). Poética del relato policíaco: de Edgar Allan Poe a
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- DI BENEDETTO, Antonio (2016). Trilogía: Zama. El silenciero. Los suicidas: las


novelas de la espera, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora.

- LINK, Daniel –compilador- (2003). El juego de los cautos. Literatura policial: de


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- NÉSPOLO, Jimena (2003). Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di


Benedetto. Tesis recuperada de
http://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/1556

- ORTEGA ENRÍQUEZ, Estrella (2016). Fragmentación y crisis de la narratividad en la


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- PREMAT, Julio (2016). 1969, un año inexistente. Cuadernos LIRICO. Revista de la


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- REST, Jaime (1974). Diagnóstico de la novela policial, Crisis, 15, Buenos Aires, pp.
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- SAER, Juan José (2014). El silenciero, en La narración-objeto, Buenos Aires,


SeixBarral.

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