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Ramón y Luisa arriban a Buenos Aires el jueves 24 de septiembre de 1936 a bordo del barco Belle Isle,
donde viajaron como pasajeros de tercera clase. La huida de España, según se nos cuenta en Automoribundia,
fue abrupta e intempestiva.
Gráfico 1. José Gutiérrez Solana, La tertulia del Café Pombo (1920). Museo Reina Sofía (Madrid, España).
Una vez instalado en Buenos Aires, Ramón habría de convertirse en una suerte de
Nazareno penitente y solitario,2 de Cristo en el desierto:
Un día, dos o tres meses antes de la revolución, llegué a casa después de la larga noche de Pombo, y
dije a mi mujer: —Voy a tener que clausurar mi tertulia porque los españoles quieren matarse unos a
2
Interesante, en ese sentido, revisar la correspondencia que Gómez de la Serna escribiera hacia esos años a
sus colegas literarios que permanecieron en España. Llera (2017) analiza una carta que Ramón dirigiera a
Gerardo Diego, en la cual se presenta como un «asceta de la emigración» (nunca habla de “exilio” o “exilia-
do”, de obvias connotaciones políticas) y un «anacoreta», y retorna sobre un tópico recurrente en Automori-
bundia, el del peregrino que, alejado de su tierra natal, consigue adoptar una perspectiva más amplia y profun-
da: «desde aquí veo a mi país mejor que en mi país mismo y vivo como en mi país y con el habla de mi país»
(Gómez de la Serna 1974, 616).
otros. (…) Los españoles, deduje entonces, cada cien años quieren matarse los unos a los otros ( Auto,
609-610).
La sobreactuada indiferencia cronológica («un día, o dos, o tres meses») deja sufi-
cientemente subrayado su desdén hacia la historia entendida como sucesión de eventos cau-
salmente concatenados, a la par que reivindica la existencia de esencias atemporales. Como
si las fechas no importaran y como si él no integrara también, mal que le pese, aquel infame
colectivo de “los españoles” que estratégicamente conjuga en tercera persona plural («quie-
ren matarse»). Bien leído, ese mismo párrafo que propina un elegante papirotazo a la crono-
logía histórica sugiere un número (cien) para nada arbitrario. La resta matemática nos retro-
trae al Mariano José de Larra de “El día de difuntos de 1836. Fígaro en el Cementerio”,
acaso el más fatalista de todos sus artículos, aquel donde Madrid es presentada como un
gran cementerio, los españoles como muertos vivos y el humorismo ácido como el único
consuelo ante el avance del absolutismo («Aquí yace media España; murió de la otra mi-
tad»). La identificación con el romántico suicida, Larra, nos predispone a un pensamiento
de invariantes que, lejos de significar una interpretación sagaz sobre la historia, se diría un
síntoma de la incapacidad ramoneana por distinguir un periodo del otro.
Automoribundia es también, como el artículo de Larra, la agria despedida de quien
ha perdido toda fe en el destino de su pueblo: «Abandonado, contento y pobre, porque yo
sólo me exploto a mí mismo, no soy ni de los destructores de España ni de los mercenarios
de España» (Gómez de la Serna 1974, 616). La filiación con Larra se complementa con una
genealogía de insignes artistas españoles cuyos últimos días quedaron signados por la des-
gracia o el olvido: Lope de Vega, entre el escándalo de sus amoríos y la tragedia de sus
hijos; Francisco de Quevedo, entre el encierro y la enfermedad; Goya, entre la restauración
monárquica y el lento deterioro. Son autores cuyas obras, como la de Ramón, carece de
centro fijo. Larra se diluye en el articulismo, Goya en la volatilidad de sus estilos pictóricos
y Lope en la multiplicación monstruosa de su teatro infinito. Quevedo, por su parte, apunta
Borges, olvidó acuñar un símbolo propio, un emblema nítido como el de Cervantes y su
Quijote. Como las de Ramón, las energías de estos hombres colosales se disiparon. De allí
la sensación de este Gómez de la Serna sexagenario que ha llegado a producir hasta cinco
novelas por año sea, tal y como se presiente en su Automoribundia, la de un hombre inca-
paz de haber escrito libro alguno, la del genio en potencia, disuelto, como Wilde, en gre -
guerías y ocurrencias, y siempre a punto de escribir su obra inmortal (que finalmente nunca
escribe):
Sólo acaricio ese sueño de que sea mi premio de haber vivido como viví, el vivir en la ciudad del puro
silogismo, cosa que no se realizará, porque artista significa “quien no realiza sus sueños”, siendo quizá
por eso el ser que está siempre soñándolos, y, por lo tanto, no se duerme en ellos y los describe para
consolar a una humanidad sin sueños (759).
Así concluye el capítulo CI, último de su autobiografía, como una paráfrasis del
manifiesto poético que Vicente Huidobro pusiera en boca de Altazor, el poeta paracaidista. 3
La dispersión se va a revelar como el método compositivo de Automoribundia. La
premisa consiste en evitar la sistematización, las sesudas teorías y el «infierno de la retóri-
ca». La función del artista se traduce en no-función, en «vaga corriente de aire entre dos
calles» porque «en el fondo yo creía que la misión literaria era querer decir eso y evitar
decirlo a través de una larga vida literaria, escribiendo engañifas más o menos literarias en
medio del tic-tac de los relojes» (238).
El hermetismo se impone, entonces, como estrategia de preservación. La historia es
algo que no puede ni debe filtrarse en las páginas de su Automoribundia. En Buenos Aires
dirá vivir en «seca inviolabilidad» y en Madrid, los primeros bombazos que resuenan en las
calles lo llevarán a bloquear las ventanas con colchones (como si la revolución privara del
sueño) y a tapiar la puerta principal con la librería donde conserva los tomos del diccionario
enciclopédico. Todo un guiño quijotesco: los libros no son puertas de acceso a la realidad
sino muros, diques de contención frente a la violencia que busca filtrarse por el vano de la
puerta y los resquicios de las ventanas. La disposición al hermetismo se adivina incluso en
las curiosas selecciones verbales (como explicar que debió «clausurar las tertulias»).
Por más que se sepa apolítico, Ramón no duda en asociar la revolución a la muerte
y, ya en la segunda mitad de su autobiografía, reivindicará los valores vituperados durante
su juventud: Dios y Patria.4 Dos conceptos, ni falta hace decirlo, pivotales a la identidad
3
«Un poema es una cosa que será. / Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser. / Un poema es
una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser» (Huidobro 1931, 11)
4
Vale recordar el ateísmo anticlerical de su juventud, sostenido hasta bien entrada la década del veinte.
española para las monarquías absolutistas y las dictaduras de Primo de Rivera y Francisco
Franco cuyos nombres brillan por su ausencia en las páginas de Automoribundia.5
En su defensa de la bohemia y de la estrechez como actitud vital sentenciará, como
un moderno Nazarín, que el «deseo de dinero es coprofilia». Su carrera literaria se funda,
de hecho, a partir del rechazo a la misión política. El mito de origen ramoneano estipula
que, una vez rechazado un tentador puesto público en el consulado, su primer escrito litera -
rio verá la luz. El contemptus mundi es prerrequisito para la iniciación en la literatura. En
Ismos, por ejemplo, sostiene Ramón que
Titulo este libro Automoribundia porque un libro de esta clase es más que nada la historia de cómo ha
ido muriendo un hombre y más si se trata de un escritor al que se le va la vida más suicidamente al
estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras (9).
5
No ha sido muy analizado, pero valdría preguntarse si Gómez de la Serna no procede con Franco y la guerra
civil española como luego habría de hacerlo Guillermo Cabrera Infante con Castro y la revolución cubana: el
nombre del dictador se omite, pues nombrarlo constituiría una forma de reconocimiento. Los dos libros capi-
tales de Cabrera Infante, Tres tristes tigres (1965) y La Habana para un infante difunto (1979), se sitúan en la
Cuba pre revolucionaria, efervescente y juvenil, como ideal introyectado. A propósito de ello, Fernández
Prieto dirá que para Ramón «Madrid ha salido de la Historia para ingresar en el reino de la Nostalgia» (2008,
36).
tal”, “moribundo”, etc.) y semánticos (“fatal”, “letal”, “lúgubre”, “funesto”, etc.) figuran no
menos de novecientas veces, es decir, con una frecuencia que supera el número total de
páginas. No sorprende, entonces, que Laura Scarano (2009) lea Automoribundia como un
ars moriendi. Más aún, la prevalencia de la muerte sobre la vida (o, lo que resulta equiva-
lente, de la automoribundia sobre la autobiografía) responde a la propensión ramoneana a
contemplar las cosas por el reverso, por el lado oscuro, como en su visita nocturna al Mu-
seo del Prado en el Capítulo XLV, cuando describe la actitud de los cuadros entre las som-
bras de la noche, o el capítulo V, cuando el niño Ramón descubre el deseo sexual mientras
juega a cargar con moras los cartuchos de una escopeta.
La españolísima manía necrofílica, manía que atraviesa la literatura hispánica de
Manrique a Lorca, escande el texto y arroja luz sobre esa otra manía más extravagante y
personal, tan distintivamente ramoneana, que es el fetichismo, la fascinación por los objetos
y los entes inertes:
Mi humorismo es un humorismo que descansa sobre las cosas o que convierte a las personas en cosas,
humorismo en que me he refugiado al ver que los seres son máquinas de ambición y traición y las
cosas son lo único bueno de la vida, siempre verdaderas santidades, dependiendo quizá de eso el que
cuando un santo es escultorizado, es decir convertido en cosa de piedra, su santidad se hace convincen-
te. (651)
Sabemos de su muñeca de cera fotografiada por Alfonso Sánchez Portela, del farol
de calle que Ramón introduce en su hogar, del globo azul que en el capítulo III de Automo-
ribundia se eleva imitando el mercurio del termómetro que mide la temperatura del niño
Ramón, del reloj de arena que adquiere el padre para atormentar al hijo y de las bolas de
cristal que decoran el techo de su casa. Su hogar fue un verdadero depósito de cachivaches,
un museo de chucherías que saturaban el espacio: la barroca paradoja del recubrimiento
ornamental como expresión del horror vacui. La tendencia cosificante, según advertimos
en buena parte de sus greguerías, penetra incluso el lenguaje. Las palabras y las letras de-
vienen objetos: «Yo nací para llamarme Ramón, y hasta podría decir que tengo la cara re-
donda y carillena de Ramón, digna de esa gran O sobre la que se carga el nombre» (18). El
soneto de Rimbaud y los juegos emprendidos por los poetas vanguardistas del siglo XX
dieron entidad física a las vocales: grandes, chicas, gordas, flacas, coloridas, pálidas.6
Sus memorias asumirán esa lógica de depósito o bazar: las imágenes se acumulan y
yuxtaponen sin que medie o intervenga un criterio organizador claro. Por ello es que Auto-
moribundia abunda menos en personas que en objetos y menos en anécdotas que en libre
asociación. La refutación de la historia y del poder corrosivo del tiempo halla su correlato
en la negativa rotunda a la narración. El coleccionista participa de una impronta melancóli-
ca que no admite el efecto del tiempo y que pretende resguardar las cosas del mundo de su
natural deterioro o descomposición. En Automoribundia, el ideal niega toda evolución per-
sonal y presenta al sujeto como una esencia atemporal. Se diría, si hubiéramos de atenernos
a la lectura de Automoribundia, que Ramón nació (o lo nacieron) ya hecho, de una vez y
para siempre realizado, y para siempre idéntico a sí mismo. Clausurada toda posibilidad de
evolución, aprendizaje o moraleja, Ramón inicia el epílogo con una confesión: «Viví, y no
sé lo que es vivir» (760). Apenas antes, al inicio del último capítulo: «Mi resumen es que
no he visto más que cometer grandes injusticias al tiempo, siendo por eso que no me impor-
ta desaparecer» (744). Se rompe así toda causalidad, piedra angular de la narrativa, y su
lugar queda ocupado por «una inquietante pesquisa sobre la imprevisibilidad de un mundo
disperso y sorprendente» (Mainer 2014, 175). Se incumplen los principios de organicidad y
de jerarquía cuya transgresión Bürger señalara como insignia de las vanguardias europeas y
se evita, en consecuencia, cualquier pretensión didascálica o aleccionadora. En Automori-
bundia, la experiencia vital no se capitaliza sino que se acumula sin solución de continui-
dad hasta formar un inventario potencialmente infinito de impresiones y ocurrencias.
De la experiencia argentina constreñida en los últimos veinte capítulos (sobre un
total de ciento uno), no se repone sino el encuentro fortuito con los escritores locales (Gi-
rondo, Borges, etc.) y se destaca el esplendor cosmopolita de Buenos Aires, pero el tono es
de marcada desilusión, como lo era internamente. Los historiadores argentinos suelen coin-
cidir en rotular esa década, la del treinta, con el marbete de “infame”. Dos años antes de la
llegada de Ramón, en 1934, Enrique Santos Discépolo había estrenado su tango más famo-
6
Al decir de Celia Fernández Prieto, «Ramón siente el magnetismo de esos objetos no antiguos sino anticua-
dos, ya excluidos o que él mismo excluye del circuito consumista y mercantil. Los compra, los recoge, se
rodea de ellos como si lo protegiesen y se complace en enumerarlos, yuxtaponerlos, animarlos o vivificarlos.
Sus despachos (también el mundo) se convierten en un museo abigarrado, agobiante, insólito».
so, “Cambalache”, cuya letra pone en entredicho los avances del mundo moderno y advier-
te sobre la impúdica nivelación de las jerarquías: «todo es igual, nada es mejor, lo mismo
un burro que un gran profesor». Ramón gustaba del tango (escribe un libro al respecto, In-
terpretación del tango) y valoraba particularmente a Discépolo. «El tango no sería el texto
épico de los rioplatenses, sino más bien el registro mítico de sus desventuras cotidianas».
(Covarrubias sobre Gómez de la Serna). Resulta interesante pensar este tango como lo pien-
sa Sergio Pujol, biógrafo de Discépolo, quien observa que el bazar, ese espacio donde se
amontonan los objetos usados, refiere «al lugar de la reventa y el regateo, al purgatorio de
las cosas que esperan una segunda vida en otras manos». Acto seguido pregunta, «¿Qué
otra cosa sino eso representa la inmigración?».
Pocos recuerdan a Ramón cuando los vanguardistas latinoamericanos de los años
veinte han virado hacia el compromiso político (piénsese en el salto que va del Neruda de
Residencia en la tierra al de Canto general, o en el que va del Vallejo de Trilce al de Poe-
mas humanos y España aparta de mí este cáliz). El año de Automoribundia, 1948, será el
mismo en que Jean Paul Sartre publique un ensayo que patea el tablero, Qu’est-ce que la
littérature?, y que habría de convertirse, de la mano de los postulados existencialistas fran-
ceses, en el último grito de la moda. Automoribundia no será editado en España sino hasta
los años setenta. Triste, solitario y final, en la Argentina Ramón es un descarte, un ciuda-
dano de segunda mano, aunque la historia, que es pendular, acabaría identificando en sus
novelas las técnicas del montaje moderno, la metaliteratura, la imprevisibilidad, la facundia
y el genio de un «escritor de una generación unipersonal».
PRÓLOGO
Titulo este libro Automoribundia, porque un libro de esta clase es más que nada la
historia de cómo ha ido muriendo un hombre y más si se trata de un escritor al que se le va
la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras.
En realidad, ésta es la historia de un joven que se hizo viejo sin apercibirse de que
sucedía eso, contando algo de lo que pasó o tuvo a su alrededor, y que le obligó a pensar
en pensamientos independientes.
Dios, cuyos problemas no pueden obviar sus representantes en la tierra, ni nosotros
que no representamos sino la vaguedad del arte, lo cual es sólo la vaga sombra de Dios.
La religión no es una religión, sino la religión única, y más que una pobre teología
una prodigiosa fe.
No sé qué hará de mí la vida o las autoridades religiosas, pero yo, que parezco no
saber lo que es Dios, sé que es el único, el intocable, el final de todas las cosas y el ideal
sumo. (9)
Por lo menos, que los jóvenes que puedan leerla alguna vez, tengan el ejemplo de
un pecador modesto, que procuró darle a todo un sentido moral y religioso y que no les
predica por hipocresía sino para evitarles engaños del vivir, y, lo que es peor, desilusiones
excesivas. (10)
Sin embargo, aunque no haya cosa firme y duradera, la desesperación del escritor
no debe derivar por mal camino político, y sólo ha de ser un lirismo confidencial sin injus-
tificados impulsos de destrucción.
Quiero que se vea a un hombre que no quiso ser amanerado, un simple mortal —lo
cual es muy extravagante, porque apenas hay simples mortales—, y que se salvó a todo
ismo sin dejar de comprenderlos todos y de admirar muchos de ellos. (11)
Es un trasunto de cómo fue un pasajero más que intentó decir algunas cosas de su
tiempo con sabor de novedad, pero que más desearía que fuesen entrañables a través de
tiempos venideros. (12)
Lo que he hecho es utilizar ese margen de pecado que creo posible para mayor
aseveración y densidad de la virtud, para mostrar mejor las razones de arrepentimiento y
para que se vea que Dios no ahoga al pensamiento.
El pecado es perdonable; la herejía propagada, no. Que lo herético quede denun-
ciado por mí, ya que lo peor que se puede ser es empedernido o relapso.
Como cuando me voy a dormir, las últimas palabras de este Prólogo sean para
impetrar la infinita misericordia de Dios. (14)
El niño presencia un primer crimen: el asesinato del comedor por la cocina. (21)
Comprendí que el mundo es impaciencia por irse a otra parte y el niño quiere suici-
darse tirándose de la mesa al suelo. Comprende el tiempo y la casa como un tren, y sabe
que va a tardar mucho en llegar a su estación de término y siente como nunca la monotonía
del viaje. (23)
Era un piso tercero, cuyos balcones cubrían la mirada que dirigían al cielo con per-
sianas de párpado entrecerrado, persianas de las de antes (36)
El niño se suele creer un hombre de categoría y se sueña barbudo, con macferland y
sombrero de copa.
La paradoja de la vida es ésa.
Entonces nos matan los hombres para que después nos maten los niños.
Vivimos la vida en contradicción de momentos, y somos hombres cuando somos
niños y niños cuando somos hombres. (38)
No se vuelve a creer en la importancia de tener sombrero de copa mas que cuando
se es niño. A los seis años se anda con sombrero de chimenea por todos lados, y se com-
prende que los sillones principales sean para los que como nosotros crean que el mundo es
jupiteriano.
Recuerdo que los únicos que saludaban mi verdad eran los maniquíes de las sastre-
rías, comprensivos de esa hombría de los niños, comparándose con ellos porque ellos tam-
bién se creen sin desenfado grandes señores. A ellos les contaba mis cuitas de hombre in-
comprendido por las niñeras y por mis padres. (38)
Mi yo macferlánico pensaba: Una pared con un retrato es una cosa sagrada; el
reloj del comedor es un barco del tiempo; las ventanas con reja son prisiones de vidas que
hay que salvar; una carbonería es el templo de la filosofía abstrusa y misteriosa; el portal
de un fotógrafo es un cementerio de vivos; un puesto de revistas es el museo de la catástro -
fe de vivir; un perro es siempre un perro de cazar fantasmas, o ideacionar calles con bru-
jas… (39)
Recuerdo que fuimos silenciosos en el viaje, y desde aquel día ya supe lo que era la
seducción de la mujer, su influencia en la atención y en la mecánica, incitando a meter mo-
ras vivas en muertos cartuchos, mezcla de tinta y sangre en los dedos, y de vez en cuando
probar la oscura fruta con color de labios y gusto de mermelada. (45-46)
Ha aparecido, después de mucha tarea bajo las lámparas serias del Ateneo, mi segundo li-
bro: Morbideces.
Ya tengo amigos literatos, ya cuentan conmigo como con un compañero de cuitas y espe-
ranzas, ya me traen a firmar cosas que llevan en su encabezamiento firmas prestigiosas. Ya
estoy perdido. (197)
Este pueblo no permite sino la extensión en sórdidos, pesados y vulgares episodios naciona-
les. La sensatez y el ansia original le perturba. Quiere una plenitud especial, grisácea, me-
diocre, de alargados y premiosos conceptos. (300)
Quiero mantenerme sintiendo todas las posibilidades de la realidad, sin sectarismo, viendo
moverse al mundo, sin obcecación ninguna. No disminuyo así el proselitismo de ninguna
doctrina, porque hay demasiados prosélitos para todo, y para ser cabecilla no sirvo ya, por-
que mi humorismo fue una operación voluntaria que me impuse sacrificándome a los dioses
impasibles y sonrientes, entrando a su servicio juglaresco.
La rebeldía del escritor a la política es la rebeldía última a lo que de tirano y mezquino hay
en toda política, sea conservadora o comunista. (419)
El arte por el arte no es solitarismo ni redundancia, sino la única creación que merece la
pena de la excepción que es la publicidad y el aspirar a que los otros compartan una emo -
ción desusada.
En el arte por el arte entra el valerse de toda la documentación humana sin ese hozar en el
documento ramplón y requetesabido del populismo, procreador de obras mediocres y ano-
dinas.
El arte por el arte no es que el artista esté repugnantemente pegado por la lengua a su espe-
jo, sino no situarse en tesis ni halago a ninguna clase social de esas que se turnan y se retur-
nan en el fatalismo de la historia; basta la fertilidad social, la consecuencia fecunda, nuevas
liberaciones y bonanzas para el hombre. La obra de ese creador en tránsito es la que tiene
más eficaz espoleta de fecundidad.
Lo sobreartístico es más poderoso que lo político, y sólo los grandes artistas crearán el
mundo futuro —el mundo ameno, que es el único digno de vivirse. (420)
Si esos escritores y artistas —los pensadores están en su derecho— convierten su obra en
instrumento —¡qué feo convertir una obra en instrumento!— de propaganda política y so-
cial, siempre será lo peor de su obra lo que dediquen más o menos generosamente a ese fin.
La obra literaria o artística debe servir para contener al tiempo en su precipitarse en la nada
y en la destrucción, y así realizan su fin social de superación y de reacción frente a las fuer -
zas brutales, iletradas, cada vez más zafias y criminales, que en uno u otro bando llevan al
exterminio, si no se paran en un orden equidistancia (422)
En Pombo y no por cuestiones políticas —pues yo tenía hacía años abolida la política y
sobre todo el hablar de comunismo— había volado una botella y una silla.
A continuación de ese estado de cosas y ánimos vino la revolución.
Fue una sorpresa. Yo confundía unas cosas con otras. En la Revista de Occidente caía en
grandes errores políticos. Estaba errorizado y horrorizado. (609)
Particular y señaladamente digo todo esto sobre todo por la Argentina, donde está la capital
blanca de América, con futuridades de la más moderna metrópoli, con dulcificado y respi-
rable espíritu español, campo de diafanidades en que pensar en todo lo divino y humano.
Desde aquí se ve mejor lo que ha sucedido y lo que no ha sucedido. Aquí tendremos las
friolencias de la vida pero no las nieves de la vida, muriéndonos lentamente porque siempre
hay raíces de que agarrarse. (…) Éste es un mundo densamente literario pero que no pertur -
ba, y viviendo inmerso en su literatura sin embargo permite vivir en seca inviolabilidad.
(683-4)
Mi resumen es que no he visto más que cometer grandes injusticias al tiempo, siendo por
eso que ya no me importa desaparecer. Injusticias cuando estaban más entonadas las cir-
cunstancias, injusticias después de las guerras, cuando más propicios parecían los tiempos a
una mayor justicia. (744)
Laura Scarano, “Heterodoxia autobiográfica de un vanguardista insólito”
Ars moriendi. “buscar los ángulos insólitos de la realidad”, “el gusto por el monta-
je”.
José Carlos Mainer: “una inquietante pesquisa sobre la imprevisibilidad de un mun-
do disperso y sorprendente” (175)
Muy “impuro” entre los “puros del 27”, muy “anarquizante” y “demasiado niño
grande” entre los intelectuales nacionalistas de la década anterior, su posición excéntrica es
otro de los atractivos del estudio aún pendiente de su vastísima obra.
Este ajetreo vital junto con su protagonismo en la escena literaria estará permanen-
temente cruzado por su desdén por la política y su proclamado aislacionismo en las disputas
de poder locales.
ISMOS
OBRAS CITADAS