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5ª LECCIÓN: LAS FUNCIONES DEL DERECHO

Las funciones del derecho como las tareas concretas que éste realiza. El derecho como el
orden justo de una sociedad. El derecho como método de solución pacífica de
controversias. La adjudicación como acto preferente del derecho. El derecho como una
desubjetivación de las relaciones de poder.

La lección anterior estuvo dedicada a la justicia. Ella alude al reparto de los bienes y cargas
que a cada uno le corresponde, sea en su relación con otros, sea respecto de la sociedad.
Pero conseguir esto en la práctica puede ser perjudicial para la sociedad en su conjunto, lo
que explica que el fin último sea el bien común, incluso con un posible sacrificio de ciertos
bienes privados. Las leyes que se promulgan en situaciones de emergencia son un buen
ejemplo de estos casos donde el bien común reclama su preeminencia sobre el bien privado.
Esto lleva a excluir también aquello que Weber (1864-1920) caracterizaba como «justicia
material», puesto que el reparto se hace a partir de una regla objetiva y dentro de un
determinado contexto general de circunstancias, huyendo de la discrecionalidad que
proviene de la pura subjetividad del juez (justicia del cadí). Despejada la cuestión de los
fines a los que se ordena el derecho, corresponde tratar ahora de sus funciones específicas.

Ha quedado dicho que el derecho es un arte que conlleva la observancia de una regla para
conseguir un orden justo y racional. Como todo arte, supone que en la elaboración de las
reglas que lo integran concurra el despliegue de un saber técnico. A intentar describir
cuáles son los aspectos formales y estructurales de los sistemas jurídicos se aboca, según se
verá, la teoría del derecho como cometido propio. El jurista conceptualiza, razona, enjuicia
y procede conforme con unas reglas y un método específico, el cual viene determinado por
el objeto de su disciplina: una cierta verdad práctica que significa el derecho como
resultado de una confrontación dialéctica entre casos y opiniones, y el orden social justo
que desde ella se quiere obtener.

Esto es posible dado que el derecho supone un orden institucional, el cual se explica por las
funciones que a éste se atribuyen. Ellas son las tareas concretas que ejecuta, vale decir,
aquellas acciones que realiza y que lo hacen característico confiriéndole una especificidad
como orden normativo. La pregunta que aquí se quiere responder es, entonces, qué hace en
concreto el derecho.

Que el derecho comporte un orden supone a la vez que detrás exista una pluralidad a la que
dar cierta coherencia y un criterio de preferencia o jerarquía entre aquellos elementos que la
componen. Pero el propio fundamento del orden escapa de los contornos del desarrollo
técnico que compete al derecho. Esto se debe al hecho de que el orden no reside en las
cosas que se adjudican a un determinado sujeto ni en la dimensión espacio-temporal que
éstas ocupan, sino que se sitúa detrás de ellas para justificar el reparto. En otras palabras,
existe una jerarquía de bienes y una (al menos teórica) de fines sin los cuales sería
imposible conseguir la aplicación de la regla, pero ella no interesa al operador jurídico. Esta
jerarquía proviene de su contenido axiológico, cuya elucidación corresponde a la filosofía
del derecho, que se ha de preguntar por las causas últimas del fenómeno jurídico, donde
comparecen la propia esencia del derecho y de la justicia. La regla jurídica no es más que
una forma que da sentido social a un contenido axiológico, porque su cometido es describir
el derecho. Esa calidad formal proviene de que ella nace cuando una persona reconoce a
otra, puesto que por su intermedio se quiere configurar de manera externa ese
reconocimiento basado en la propia percepción del ser ajeno y de aquello que le es debido.
La juridicidad de una regla estriba en su carácter de axioma convenido entre los sujetos a
quienes obliga, lo cual significa que no depende de su coercibilidad, puesto que lo
importante es la medida del reparto que ella entraña. La teoría del derecho tiene un
cometido distinto, pues discurre sobre aquello que es artificial, vale decir, sobre la manera
en que las reglas se formulan, interpretan y aplican. Ella se aboca a responder y sistematizar
el modo de funcionamiento del derecho como arte.

Siguiendo a Squella, se puede decir que las tres funciones más importantes que competen al
derecho son las de orientar los comportamientos en sociedad, prever la ocurrencia de
conflictos y establecer sedes y procedimientos para el encauzamiento, discusión y solución
pacífica de ellos, y, finalmente, organizar y legitimar el poder social.

La primera función del derecho es la de orientar los comportamientos humanos en


sociedad. Las reglas están destinadas a describir la realidad y dejar establecido qué es lo
justo en determinados casos que, por su reiteración, admiten una reducción tipológica. El
derecho es algo preexistente a la regla, porque equivale a aquello que resulta justo en un
determinado contexto y circunstancias. Pero ellas tratan de describir ese reparto de cosas y
cargas de modo de hacer predecible la decisión que se dará a un conflicto si llega a
plantearse ante el juez. En ese sentido, las reglas cumplen una función de ordenación de la
sociedad al hacer patente a sus miembros cómo se deben comportar si desean evitar las
consecuencias negativas que conlleva un acto injusto (aquel que se aparta de la regla),
operando así una rectificación del obrar en la relación con otros. Con todo, ya ha quedado
dicho que no hay que confundir el derecho con un puro sistema de preceptos, porque el
fenómeno jurídico es mucho más rico y extenso que aquella parte que cabe dentro del
campo de las reglas.

La segunda de las funciones asignadas al derecho tiene que ver con la resolución pacífica
de los conflictos que se producen en el orden temporal. Descartada la venganza privada o
colectiva como forma de respuesta jurídica (como sucede con la ley del talión, que manda
proceder «ojo por ojo, diente por diente»), la forma más inmediata de resolver un conflicto
es la negociación o autocomposición, vale decir, por el propio acuerdo de las partes
interesadas. Ellas son las que saben mejor que nadie qué es lo que desean y hasta dónde
están dispuestas a ceder para conseguirlo. Cuando no es posible que conversen para lograr
un arreglo, se puede acudir a la mediación. Ésta es un procedimiento extrajudicial de
resolución de controversias en el que interviene un tercero para tratar de aproximar los
puntos de vista de las partes en conflicto, de modo de permitir que alcancen un acuerdo por
ellas mismas. Este tercero actúa intentando acercar las posiciones de cada una de las partes,
y debe ser tanto imparcial respecto de los intereses de estas últimas como neutral frente a la
materia en discusión. La mediación se caracteriza, además, por la confidencialidad, la
voluntariedad, la oralidad entre las partes y la plena comunicación entre las mismas. Ella se
utiliza tanto en el derecho internacional como en el derecho interno, y cada vez con mayor
profusión. Cabe también un intento más invasivo de un tercero para conseguir que las
partes logren un acuerdo. Se trata de la conciliación, que tiene una dimensión extrajudicial
y otra judicial. La primera es sinónimo de transacción, vale decir, consiste en un contrato
mediante el cual las partes precaven un litigio eventual o ponen fin a uno existente sobre la
base de concesiones recíprocas, siendo prescindible la presencia de un tercero. La segunda
es la que ocurre dentro del juicio, generalmente como una etapa obligatoria al final de la
fase de discusión que delimita la controversia y donde interviene el juez. Éste propone
personalmente las bases de arreglo, obrando como amigable componedor. Su objetivo es
tratar de obtener un avenimiento total o parcial en el litigio, de suerte que las opiniones que
emita no lo inhabilitan para seguir conociendo de la causa.

Cuando el acuerdo es imposible de lograr, sea con o sin intervención de un tercero, sea éste
en calidad de mediador o favoreciendo la conciliación, la cuestión se debe someter a un
juez para que resuelva el conflicto y adjudique lo que corresponda. Es entonces cuando el
derecho entra en escena realmente, para resolver el litigio existente entre las partes. Ricouer
(1913-2005) señalaba la existencia de cuatro condiciones para que el acto de juzgar sea
propiamente jurídico: (i) la existencia de reglas ciertas; (ii) la presencia de un marco
institucional (Cortes, juzgados, etcétera); (iii) la intervención de personas calificadas,
competentes e independientes, que reciben el cometido de juzgar; (iv) un curso de acción
constituido por el proceso. La ley determina así la organización judicial y el procedimiento,
de modo tal que sin ella no puede existir la determinación práctica del derecho.

El primero de los elementos que interviene en la decisión judicial dice relación con aquellos
criterios que permiten resolver un conflicto. Son las llamadas reglas sustantivas por
oposición a aquellas otras de índole estrictamente procesal. Se trata de las normas que
contienen ordenaciones de conductas desde las cuales extraer criterios de adjudicación y
reparto.

Pero enseguida es necesario que la resolución del conflicto se produzca dentro de un marco
institucional, el que generalmente se mienta como «debido proceso», y que comprende una
serie de garantías a favor del justiciable: el derecho a la defensa y a ser juzgado dentro de
un plazo razonable, la igualdad procesal, la existencia de un tribunal imparcial e
independiente, el juez natural o prestablecido, la audiencia pública y contradictoria para
expresar la propia pretensión, y la revisión de lo resuelto por un tribunal superior. Dentro
de este marco institucional, el elemento más relevante es el tribunal, vale decir, aquella
persona calificada que, tras conocer las pretensiones que le han sido sometidas por las
partes y de formarse una convicción sobre cómo han ocurrido los hechos a partir de la
prueba que le ha sido suministrada, resuelve el asunto operando la adjudicación, para
después arbitrar los medios que permitan que esa decisión se haga realidad. A ese fin se
ordena la secuela del proceso, con sus distintas fases: conocimiento, prueba, fallo y
ejecución.

La tercera condición del acto de juzgar es quizá la más importante y respecto de la cual se
subordinan u orbitan las demás. Como consecuencia de su evolución histórica, el derecho
acabó requiriendo como condición de su existencia un cuerpo de jueces profesionales a
cuyo cargo está la aplicación y la custodia de las reglas de derecho de una determinada
sociedad. Estos jueces pueden ser de dos clases: ordinarios o arbitrales. Los primeros son
parte de aquel órgano del Estado al cual se confía la administración judicial. Los árbitros
son las personas encargadas, de forma unipersonal o colectiva, de resolver, mediante la
emisión de un laudo, el conflicto que las partes han sometido a su conocimiento, teniendo
ciertas competencias objetivas para desempeñar el cargo y habiendo recibido el encargo
específico para llevar adelante esa tarea. No hay derecho sin jueces, pero tampoco existen
éstos ni los juristas fuera de una sociedad organizada. Como ha recordado Carlos Peña, toda
profesión es un quehacer que se ejecuta sobre la base de funciones previamente definidos y
supone el manejo de una técnica certificada y un conjunto de bienes superiores que se
promueven cuando se la ejercita. En lo que atañe al juez, su técnica específica es la
dogmática jurídica y los bienes que debe realizar son el apego al derecho y la
independencia e imparcialidad a la hora de administrarlo.

El juez tiene el cometido de «decir el derecho», lo cual implica decidir lo que resulta
conveniente bajo ciertas circunstancias a partir de las reglas existentes. Por eso, al juez le
corresponde una de las funciones más importantes relacionadas con la ciencia jurídica: la
interpretación de las reglas aplicables. Interpretar consiste en delimitar el campo de lo
jurídico, encontrar el sentido que tiene una norma mediante el establecimiento de su
finalidad normativa. Este sentido refiere aquel propósito práctico que ella desea realizar en
la sociedad, vale decir, el efecto del contenido del convenio que ella expresa. La cuestión
estriba en determinar bajo qué criterios el juez atribuye un significado no arbitrario a los
enunciados normativos. Por eso, los sistemas jurídicos suelen prever reglas de
interpretación de la ley que establecen la jerarquía de criterios que el juez debe observar
para fijar el sentido y alcance de una regla. Cuando no hay ninguna que, según el parecer
del juez sea aplicable al caso, la inexcusabilidad de su oficio lo obliga a integrar el vacío
normativo de alguna forma igualmente institucionalizada por una exigencia elemental de
justicia formal.
Pues bien, la cuestión de los criterios conforme a los cuales el juez decide el caso que se le
plantea es el problema que tradicionalmente se responde con la referencia a la teoría de las
fuentes del derecho. Como la expresión no deja de ser problemática, es mejor hablar de
«lugares» donde se encuentra aquello que llamamos derecho, los que consisten en criterios
dotados de cierta certeza que permitirán al juez resolver una situación concreta. Aunque no
lo parezca, esos lugares siempre son algo externo al juez, pues a éste sólo corresponde
resolver, por un ejercicio de sindéresis, la controversia sometida a su decisión. Los lugares
donde el juez encontrará el derecho son principalmente dos: (i) todo lo que se podría
englobar dentro de la categoría de las reglas o normas y donde tiene cabida la ley (con sus
múltiples sentidos) y la costumbre, y (ii) aquel mundo paralelo de los principios de justicia,
donde comparecen aquellos que lo son en sentido propio (principios jurídicos) y la equidad.
Junto a ellos existen expedientes técnicos de los que se sirve el método jurídico, los cuales
son muchos y muy variados (por ejemplo, criterios de resolución de antinomias, tipos
jurídicos, reducciones simplicadoras, presunciones, ficciones, reenvíos, supletoriedad,
derogación, equiparaciones formales, analogía, etcétera).

Conviene detenerse brevemente en la equidad, pese a que más adelante se habrá de volver a
ella, para distinguirla de la epiqueya. Podría parecer extraño que esta última sea algo que no
depende del propio entendimiento del juez, pero debe ser así para que la adjudicación se dé
dentro de un marco alejado del subjetivismo y la discrecionalidad. Cuando se alude a la
equidad como criterio último para interpretar una regla escrita cuyo sentido no se puede
desentrañar de otro modo o para colmar una laguna, ella mienta la razón buena que hay
detrás de una decisión. Esto explica la distinción de los glosadores entre «equidad ruda»
(aequitas rudis) y «equidad constituida» (aequitas constituta), siendo la primera de carácter
exterior al derecho. Sólo cuando esos principios de justicia recibían elaboración y se
decantaban cabía hablar de un criterio que servía para fundar una decisión, porque entonces
esa equidad era ya una regla objetiva para mesurar una situación concreta. Fallar en
equidad significa basar la decisión en materiales o tópicos jurídicos, ya sea en textos legales
foráneos, sin valor de norma positiva, ya sea en pasajes doctrinarios de juristas ilustres,
pues sólo el legislador puede modificar el derecho transformando la equidad ruda en
equidad constituida. Por eso, Couture (1906-1956) decía que el primer mandamiento del
abogado es estudiar, porque el derecho está en constate transformación y quien no lo hace
es cada día un poco menos abogado. Ante todo, el derecho es objeto a conocer, y al jurista
le toca discernirlo tal y como existe en el seno del mundo. Pero ese conocimiento debe
partir de los elementos permanentes o no contingentes, como son las reglas conforme a las
cuales se mide lo que es justo en un caso concreto, para evitar caer en la justicia del cadí de
la que hablaba Weber. De ahí que el derecho sea, a fin de cuentas, y como decía d’Ors
(1915-2004), una disciplina de libros: ellos son los que nos permiten conocer las reglas,
tanto en una dimensión sincrónica como diacrónica, formando un criterio propio.
El resultado final del proceso judicial es la adjudicación. Conviene recordar que, para la
tradición continental, la decisión del asunto controvertido requiere de un juicio prudencial
del juez, vale decir, precisa de la ponderación racional de las circunstancias fácticas del
asunto y de las reglas concurrentes para decidir qué es lo justo en esa concreta situación,
siempre acompañada de la necesidad de fundamentar razonadamente las premisas de esa
decisión. Por el contrario, el mundo anglosajón se decantó por la opción del jurado ya desde
la Carta Magna de 1215 (cláusula 39). Éste constituye una instancia de participación de los
ciudadanos en la administración de justicia, mediante la cual personas designadas por
sorteo contribuyen al enjuiciamiento de determinados delitos con la emisión de un
veredicto relativo a la prueba de los hechos. Constatado que el procesado sea culpable,
corresponde al juez aplicar una pena proporcional. En ambos casos, el acto de juzgar no
descansa completamente sobre el juez: para el derecho continental el juicio es una
consecuencia del proceso, mientras que para la tradición anglosajona resulta la expresión
del sentido de la comunidad representada en el jurado.

La adjudicación consiste en la decisión por parte de un órgano jurisdiccional, situado en


posición de autoridad sobre las partes, de la controversia de orden temporal que le ha sido
sometida, atribuyendo a cada parte lo que parece justo, la cual debe ser posteriormente
ejecutada del modo que corresponda. Toda sentencia resuelve el asunto controvertido
mediante una opinión no demostrada científicamente, que resulta de la confrontación
dialéctica entre el relato y prueba de los hechos de una parte y de otra, y de las
argumentaciones vertidas por ellas y de aquellas formuladas por la doctrina y la
jurisprudencia sobre esa misma materia. En otras palabras, la actividad jurisdiccional está
llamada a solucionar los conflictos que promueven las partes sobre la base de criterios
prestablecidos (aquellas reglas y principios que conforman el derecho vigente) y de un
razonamiento lógico que dé aplicación a ellos cuando el caso en cuestión quede bajo su
campo objetivo de aplicación, existiendo siempre el deber inexcusable de fallar y de
fundamentar con razones lo resuelto. Todo lo demás supone una huida del ámbito
propiamente jurisdiccional para llevar el problema a las escurridizas aguas de la valoración
moral o sociológica de la controversia, cediendo paso a la subjetividad del juzgador.

Cuando el conocimiento se sustituye por la intuición, el derecho se vulgariza. Si bien la


expresión fue acuñada por Ernst Levy (1881-1968) como un rasgo característico del
derecho romano occidental posterior a la cesación del impulso creador del derecho
imperial, el vulgarismo denota ciertas constantes extrapolables al derecho actual: rechazo
de construcciones técnicas, primacía de valoraciones afectivas o ideológicas, simplificación
y confusión de conceptos, inflación del derecho constitucional y concepción absolutista de
los derechos fundamentales sin ponderación alguna, etcétera. Si el derecho comporta un
orden normativo institucional dotado de un método propio que es, a la vez, dogmático,
histórico y exegético, de ahí se sigue que su aplicación exige identificar correctamente el
problema y usar en su resolución los criterios ciertos que componen el sistema jurídico
conforme con unas particulares reglas técnicas. Para ayudar en esa labor existe la teoría del
derecho, que debe negar su propia contingencia para que el valor de la seguridad jurídica
pueda ser realizado a través suyo cuando corresponde resolver un caso real a partir de
ciertos criterios establecidos y conocidos. Por cierto, el recurso a la dogmática jurídica no
significa que derecho se inmovilice y que una determinada manera de resolver los
problemas deba perpetuarse sin revisión. Se trata sólo de que la práctica jurisprudencial sea
el reflejo de un conjunto consistente de razones que se justifican acudiendo a la tradición
jurídica preexistente, la cual puede cambian si el giro obedece a un esfuerzo intelectual
suficientemente fundamentado. Esto vale tanto para el Civil Law como para el Common
Law.

La última función que se atribuye al derecho es la de organizar y legitimar el poder social.


La experiencia y la historia demuestra que uno de los hechos indiscutibles es la agrupación
de los seres humanos en sociedades, las cuales siempre acaban teniendo un jefe, sea
singular o colectivo. Esto es el resultado de que la sociedad implique un orden como una
consecuencia de la propia naturaleza de las cosas, y todo orden converge hacia un vértice
que lo informa, pues de lo contrario degenera en anarquía. Gobernar exige que el
gobernante dirija la acción de los gobernados y que éstos reconozcan el poder del
gobernante y acaten sus decisiones. Para que eso ocurra, los ciudadanos tienen que
reconocer al gobierno su legitimidad, sea de origen o de ejercicio. En general, la acción de
los órganos del Estado se rige por el principio de juridicidad, que conlleva la sujeción
integral a derecho de parte éstos, tanto en su ser como en su actuar. Esto significa que
dichos órganos sólo actúan válidamente previa investidura regular (el órgano debe existir y
la persona que lo sirve debe haber sido nombrada siguiendo el mecanismo establecido),
dentro de su competencia (a cada órgano le corresponde un determinado ámbito de
cuestiones que debe resolver, quedando inhibido de entrometerse en las que no le son
propias) y siguiendo el procedimiento de actuación que la ley ha previsto (donde se
disponen etapas y plazos, y también garantías para el ciudadano). Como fuere, conviene
recordar que los dos principios basales del orden social exigen que la persona se subordine
a la sociedad como la parte al todo (principio de totalidad), pero conservando una esfera de
acción, de libertad, de autonomía, que la sociedad debe respetar y aun promover (principio
de subsidiaridad). El derecho debe establecer, entonces, el modo en que el ciudadano se
ordena hacia el bien de la sociedad y los ámbitos de autonomía que le son propios.

Resumen

1°. Las funciones del derecho son las tareas concretas que éste ejecuta, vale decir,
aquellas acciones que realiza y que lo hacen característico, confiriéndole una
especificidad como orden normativo.
2°. Las tres tareas más importantes que cumple el derecho son orientar los
comportamientos en sociedad, prever la ocurrencia de conflictos y establecer sedes y
procedimientos para el encauzamiento, discusión y solución pacífica de ellos, y,
finalmente, organizar y legitimar el poder social.

3°. La primera tarea del derecho es ordenar los comportamientos humanos en sociedad
bajo un patrón de justicia general o particular.

4°. La segunda función del derecho es la creación de un marco institucional para la


resolución pacífica de las controversias, desde la autocomposición de las partes hasta el
proceso judicial que culmina con el acto de adjudicación, incluidas las etapas intermedias
de mediación y conciliación.

5°. La última función que se atribuye al derecho es la de organizar y legitimar el poder


social, dando paso a un Estado en forma.

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