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La doctrina ha hecho esfuerzos por ubicar a la jurisdicción en el campo al

que realmente pertenece, esto es, determinar si efectivamente se ubica


en el campo reservado al derecho constitucional o dentro del derecho
procesal.

En efecto, el orden constitucional atribuye la administración de


justicia al Poder Nacional, el cual a su vez, dentro de la concepción
tripartita del Poder Público, se halla dividido en Legislativo, Ejecutivo
Judicial. La Jurisdicción es ejercida por el Tribunal Supremo de Justicia y
por los demás tribunales ordinarios y especiales que establezca la Ley, lo
cual determina que la jurisdicción es adjunta al poder del Estado, es
decir, la soberanía vinculada a función de justicia.

El conflicto doctrinario relativo a si la jurisdicción pertenece al


campo del derecho constitucional o, si por el contrario, forma parte de la
rama del derecho procesal tiene su punto de partida en las
investigaciones iniciales realizadas por los tratadistas franceses, quienes
estudian y analizan las diferencias entre jurisdicción, administración y
legislación, bajo la óptica del derecho constitucional. Y esto ocurre
debido a que el enfoque hecho por los expositores franceses fue
realizado tiempos antes de que los procesalistas se avocaran a la
investigación de este asunto.

La doctrina da por conocido que la constitución establece los


principios jurídicos que crea los órganos supremos del Estado, al igual
que la organización, funciones y atribuciones de los mismos y la
ubicación de cada uno de ellos en relación al Poder Público. Por esto, el
control de aquellos órganos que ejercen los tres poderes, las atribuciones
y funciones de cada uno de ellos, evidentemente son materia regulada
por el derecho público.

En atención a lo antes expuesto, sería impropio considerar que


los diversos aspectos de la jurisdicción, estén comprendidos dentro del
objeto propio del derecho constitucional, ya que esto, necesariamente
atentaría contra la autonomía científica de cada una de estas disciplinas,
pretendiendo diluir el derecho procesal dentro del derecho constitucional.
Ante la independencia científica que hoy han alcanzado todas las ramas
del Derecho Público, es incongruente sostener que la organización
administrativa o el establecimiento de los principios generales de que se
vale el poder público para generar y activar el funcionamiento de la
jurisdicción, sean elementos suficientes para alterar la intrínseca
naturaleza procesal que le confiere independencia y autonomía a la
Jurisdicción

Según Rengel Romberg


El criterio distintivo según una reciente interpretación, en la diferencia
entre la función y la actuación. La jurisdicción pertenece al ámbito de la
Constitución, sólo en cuanto función, como atribución de una función
pública. En cambio, actuar jurisdiccionalmente, es llevar a cabo actos
proyectivos procesales. La función inquiere por la competencia del
órgano, mientras la proyectividad lo hace por la trascendencia del acto en
el proceso. En su aspecto de actos proyectivos, la jurisdicción es
claramente procesal

La gran mayoría de los expositores procesalistas coinciden que


existe una estrecha relación entre la jurisdicción y la sentencia, partiendo
del criterio de función que caracteriza a la jurisdicción, por ser ésta una
función y la sentencia un acto derivado de la función jurisdiccional, ya
que sin la tutela jurídica que el Estado presta a los particulares a través
de la jurisdicción, sería imposible que se diera la sentencia, por ser ésta
el acto final de toda esa serie de actos derivados de la tutela jurídica que
brinda la actividad jurisdiccional.
No obstante la relación existente entre la jurisdicción y la
sentencia, el concepto de aquella no puede quedar reducido a un mero
acto del proceso, como lo es la sentencia.

El concepto de jurisdicción debe ubicarse en el objeto de la misma y


además, atender a la naturaleza substancial de esa función que la
caracteriza, debiendo eliminarse de su concepto cualquier elemento
distractor que impida establecer y determinar la categoría conceptual de
lo que es y representa la jurisdicción, no sólo como función inherente a la
acción y al acto final del proceso (sentencia), sino desde el punto de vista
de su esencia misma. Es bastante obvio que la jurisdicción, vista bajo la
óptica funcional que se apega a la tutela jurídica del Estado hacia los
particulares, es esencialmente de naturaleza constitucional, pero esa
misma función de la jurisdicción tiene como objeto central, llevar a cabo
los actos proyectivos procesales, vale decir, en función del desarrollo y
ejecución del proceso mismo. Esta dicotomía funcional, ha provocado
que la doctrina haya ubicado una doble situación en la función
jurisdiccional. Pero no obstante, a los fines de precisar su concepto, la
doctrina es acorde en que el concepto de jurisdicción debe atenerse a la
función que mayor trascendencia tenga en el orden jurídico social, es
decir, aquella que más relevancia y proyección alcance en el orden
jurídico, lo cual ha llevado a concluir que el campo de mayor incidencia
de la función jurisdiccional es en el proceso, por el hecho de llevar a
cabo actos proyectivos procesales, determinando así, su naturaleza
procesal, en vez de constitucional.
Partiendo del principio de que en un Estado organizado, la
división clásica del poder público, determina tres funciones de carácter
general: la función Legislativa en el proceso de creación y formación de
la Ley, la administrativa o ejecutiva, en procurar el alcance y logro de
todos los fines del Estado y la judicial, en la solución de los conflictos y
controversias que puedan suscitarse entre los asociados entre sí o entre
éstos con el estado. Pero es el caso que la función jurisdiccional no sólo
se atiene a resolver los problemas y controversias suscitados entre
partes (personas particulares), ya que esta importante función del Estado
penetra todas las esferas en la diversa actividad política, jurídica,
económica y social; en la esfera de las controversias entre partes, la
jurisdicción orienta y determina el proceso, en el orden jurídico estricto, la
jurisdicción ejerce a través de el Tribunal Supremo de Justicia una
función de control en el ámbito de la creación y formación de la Ley,
como también ocurre en el caso del control de la constitucionalidad del
derecho objetivo, establecido en el Artículo 20 del Código de
Procedimiento Civil Venezolano. Esto necesariamente le confiere a la
jurisdicción un emplazamiento bastante dilatado desde el punto de vista
de su función, puesto que, tanto se aplica al orden del proceso en la
solución de las controversias de los particulares, como al orden político;
como ejemplo tenemos: Cuando se aplica al control de la
constitucionalidad o en resguardo de la soberanía del Estado, al
conferirle el correspondiente exequátur a disposiciones emanadas de
autoridades extranjeras.

Como se puede apreciar, el perfil de la función jurisdiccional tiene un


carácter global, por lo tanto sería inútil pretender definirla tomando en
cuenta la doble función que representa, aun cuando hay que reconocer
que la naturaleza de ésta, desde el punto de vista ontológico, es
funcional.

Vista de esta manera la situación y en este mismo orden de


ideas, es posible definir la jurisdicción dentro del sistema de legalidad
imperante en el Estado de derecho como: La función del Estado
encaminada a crear, por el órgano correspondiente, una norma
jurídica individualizada y concreta, impretermitible para interpretar
la voluntad de la Ley al aplicar el derecho, ya sea al dirimir
controversias entre los particulares o en la solución de conflictos
de leyes.
Del anterior concepto se desprende que la jurisdicción es ante
todo, una función. Pero además, es una potestad o conjunto de deberes
y facultades que tiene el Juez.

Otra conclusión que se puede extraer del anterior concepto


consiste en que, de una parte se presenta la potestad del Juez, pero de
otro lado está el deber de administrar e impartir justicia a quien la
requiera, tal como lo exige el Artículo 19 del Código de Procedimiento
Civil.

Constituye una función propia del Estado la cual debe ser


administrada conforme a lo establecido por el Artículo 242 del Código de
Procedimiento Civil “en nombre de la República y por autoridad de la
Ley”.

El fin último de la función jurisdiccional consiste en crear,


individualizada y concreta y esto lo hace interpretando en la norma que
es de carácter general y abstracto, la valoración y el significado jurídico
de las conductas particulares.

El Juez, al concebir esa norma individualizada y concreta, no lo


hace de manera discrecional, arbitraria, como ocurría en épocas
primitivas. En el Estado moderno donde impera el principio de legalidad,
el Juez al crear la norma concreta e individual se atiene a normas
establecidas para tal fin; de un lado interpreta la norma jurídica material,
es decir, aplica el derecho objetivo sustancial para dirimir la controversia,
y por otra parte, cumple una serie de disposiciones legales para admitir,
sustanciar y llegar finalmente a las conclusiones que van a servir de
base a esa norma jurídica individual y concreta. Esto tiene como
resultante que el sistema de legalidad que hoy conduce toda la actividad
del Estado, le exige al Juez y a los demás órganos del estado, que se
adapten a las disposiciones previamente establecidas por el legislador,
por ser éstas aquellas que confieren a las conductas su valoración
jurídica.

El principio de legalidad, es entonces, la solución portadora del valor de


la seguridad jurídica. Pero, el caso es que el legislador no logra
completamente colmar todas las exigencias derivadas de las conductas
particulares, ni logra prever las infinitas contingencias que bordean el
proceso, es en este preciso momento cuando el juzgador debe hacer un
poco de árbitro para llenar el vacío de la Ley o así, asegurar la primacía
de la Justicia como supremo valor jurídico.

La doctrina ha venido sosteniendo que al Juez no le es


permitido crear el derecho con su sentencia, por ser la jurisdicción
meramente declarativa de derecho, más no generadora de nuevas
disposiciones legales. Esta misma doctrina al referirse a la norma
jurídica, plantea una distinción entre la voluntad abstracta y la voluntad
concreta de la Ley, derivada de la abstracta, siendo aclarada en el fallo y
dinamizada en la ejecución.

Para Chiovenda, la jurisdicción es “la función del Estado que


tiene por fin la actuación de la voluntad concreta de la Ley, mediante la
substitución de órganos públicos (jueces) a la actividad de los
particulares o de otros órganos públicos, afirmando la existencia de la
voluntad de la Ley u ordenando su ejecución”.

Hoy esta doctrina ha sido superada en tanto que, ante la


carencia previsiva del Legislador, el Juez ha de interpretar la voluntad de
éste, es decir, buscar en el nivel de abstracción de la norma jurídica, su
alcance y contenido e incluso en aquellos casos donde el legislador no
previó un procedimiento específico, debe, necesariamente, aplicar
procedimiento análogos y, en extremo, generar las disposiciones
procedimentales necesarias, a cuyos efectos vale citar como ejemplo el
caso concreto del Artículo 291 del Código de Comercia, el cual se refiere
a las irregularidades administrativas en las sociedades mercantiles. Tal
disposición jurídica sólo establece ante la denuncia propuesta por los
socios agraviados, el Juez, una vez admitida la denuncia, emplazará a
los administradores y comisarios; oídos éstos, vistos los hechos y las
pruebas aportadas ordenará la convocatoria de la Asamblea para que
sea ésta quien determine lo que, en definitiva deba hacerse. En este
procedimiento no está pautado un procedimiento especial, ante lo cual, el
Juez debe echar mano de toda su potestad discrecional para ordenar el
proceso.

Quizá una de las características más relevantes en la


comprensión de lo que es jurisdicción, está determinada por la facultad
que ésta tiene para asegurar, mediante la fuerza si fuere necesario, la
ejecución del fallo. Conceptos anteriores a la doctrina actualmente
dominante establecían que la jurisdicción terminaba con la actividad
juzgadora del Juez, esto es, con la sentencia definitiva. Hoy sabemos
que la parte trascendental del proceso está, justamente donde se
materializa el derecho, una vez que el juez produce la norma jurídica
concreta e individual que dirime el conflicto de intereses que surgió entre
las partes y determina lo que es el derecho en el caso concreto. Hasta
este punto, es probable que el mandato del Juez quede ilusorio y se
frustre al no ser observado, caso de que el obligado no adapte su
conducta al precepto concreto establecido en el dispositivo del fallo.

Si la jurisdicción no tuviera la potestad de hacer ejecutar sus


decisiones, todos los fines del derecho y de la jurisdicción misma se
frustrarían por no tener efecto alguno; de tal suerte que, la ejecución
forzosa de la sentencia, que es subsiguiente a la condena, es lo que
hace posible que el mandato concreto e individualizado del Juez, pueda
materializarse en el mundo sensible de manera operativa y práctica, aun
en contra de la voluntad del ejecutado.

El proceso de ejecución de la sentencia ha sido acogido por la


generalidad de las legislaciones del orbe, como en el caso de nuestro
país, el Código de Procedimiento Civil dedica el Capítulo IV del Libro
segundo al procedimiento de ejecución de sentencia, debiendo el mismo
Juez que conoció en la distancia del conflicto, de acuerdo al Artículo 523,
eiusdem, ejecutar su propio fallo. De igual forma, el referido capítulo de la
ley adjetiva dispone de todos los mecanismos legales, mediante un
procedimiento especificado para que la jurisdicción logre materializar el
derecho deducido en el fallo.

Desde el Siglo XIII, el procedimiento romanista de la actio


iudicati, fue suplida por el “Officium iudicis”, según el cual, el Juez
reúne toda la actividad que el Juez debía cumplir de acuerdo a su oficio,
desde recibir la demanda, admitirla, sustanciar el proceso, dirimir y
ejecutar el fallo.

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