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El Estado como actor internacional: elementos,


caracterís3cas y desa5os en la era
de la globalización
ÁNGELES RODRÍGUEZ1 Y SOFÍA DEL CARRIL2

1. Introducción

En el estudio de las relaciones internacionales, la referencia a los Estados


es ineludible. Más allá de los distintos abordajes teóricos, tanto en el
ámbito académico como en el debate público, solemos resaltarlos como
los grandes actores en el escenario mundial. Es que las relaciones inter-
nacionales, tales como las conocemos, dependen del fenómeno de la
existencia de los Estados (Prelot, 1979).
Pensar en el Estado como actor internacional es embarcarse en un
recorrido a través de distintas disciplinas, marcos temporales y ejemplos
históricos. Si bien esta institución política ha evolucionado a lo largo
de la historia, según Krasner (2001), los Estados soberanos son los acto-
res fundamentales del sistema internacional contemporáneo (Krasner,
2001). Son ellos quienes moldean el sistema, y lo hacen en función a
ciertas características vinculadas con un concepto polisémico y central:
“soberanía”.
Esto no quiere decir que sean hoy los únicos actores del sistema, o
que no existan otros fenómenos relevantes que los condicionen. Pode-
mos identificar actores no estatales que interactúan con los Estados
en diferentes ámbitos, como el económico, el social y el internacional.
Además, esta interacción se desarrolla en el contexto de la globalización
y de los desafíos que ella supone.

1 Licenciada en Ciencias Políticas (UCA, 1992). Directora ejecutiva de las Licenciaturas en


Ciencia Política y en Relaciones Internacionales de la Universidad Austral. Docente en la
Carrera de Abogacía y en las Licenciaturas en Ciencia Política y en Relaciones Internaciona-
les de la Universidad Austral. Correo electrónico: arodriguez@austral.edu.ar.
2 Abogada (UTDT, 2009) y magíster en Asuntos Globales (Yale University, 2016). Docente de
Relaciones Internacionales y Políticas Públicas de grado y posgrado en la Universidad Aus-
tral. Correo electrónico: sofia.del.carril@gmail.com.

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Por nuestra formación, el abordaje disciplinar de este capítulo es


múltiple: desde la filosofía política, la historia, las relaciones internacio-
nales y el derecho, buscamos “pensar” al Estado desde diferentes lentes
que enriquezcan su concepción. Para ello, expondremos paso a paso
distintas cuestiones de índole conceptual, histórica y práctica. Comen-
zaremos con un repaso del concepto de “Estado” a nivel jurídico y de sus
elementos constitutivos: territorio, población permanente y gobierno
soberano. Luego nos centraremos en el surgimiento del Estado moderno
y sus características. Para cerrar este primer apartado, abordaremos de
manera breve este concepto, sus características y su rol según las princi-
pales teorías de las relaciones internacionales.
En segundo lugar, indagaremos en el concepto de “soberanía”, su
relación con el Estado y su vinculación con un hito histórico, central
para los estudiosos de las relaciones internacionales: la Paz de Westfalia
de 1648. En el tercer apartado, estudiaremos el fenómeno de la globa-
lización, sus consecuencias sobre los Estados y los diversos actores que
confrontan el accionar estatal: los organismos internacionales, el sector
financiero, las multinacionales, las ONG. Luego, nos adentraremos en dos
casos que nos parecen interesantes para el lector, por cómo conjugan al
Estado, la soberanía y las relaciones internacionales: la Unión Europea,
como experiencia supranacional, y los Estados fallidos o con estatali-
dad limitada, como ejemplo para abordar los diferentes significados de
“soberanía”. Por último, cerraremos el capítulo con un repaso y unas
reflexiones finales breves.

2. El Estado: una aproximación

En este apartado, realizaremos una breve introducción al concepto de


“Estado”. La conceptualización del Estado, de sus características y de su
historia ha sido central en el estudio de la ciencia política, pero también
del derecho, la sociología, la historia y las relaciones internacionales.
Cada uno de estos abordajes, que se retroalimentan, aportan elementos
para su comprensión.

2.1. Los elementos del Estado, bajo la lente del derecho


El concepto de “Estado” ha tenido acepciones diferentes, todas ellas tri-
butarias de los distintos enfoques filosóficos y políticos sobre la persona
y la sociedad. De manera sucinta, podemos definirlo como el conjun-
to de habitantes que conviven en un territorio determinado, ordena-
dos por un gobierno soberano a través del derecho. Dicha definición
proviene del ámbito jurídico y se encuentra plasmada en un instru-
mento internacional, la Convención sobre Derechos y Deberes de los
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Estados (Convención de Montevideo) de 1933. En este sentido, existen


tres elementos constitutivos del Estado: la población permanente, el
territorio determinado y el gobierno soberano.3 Para algunos autores,
especialmente del campo del derecho, sin alguno de estos elementos,
no habría Estado.4
Estos tres elementos no deben ser considerados de manera aislada,
sino que se integran entre sí: la interacción entre ellos es fundamen-
tal para la constitución de la unidad política estatal. Aún más, dicha
interacción es dinámica (Santiago, 1998), razón por la cual estos elemen-
tos se presentan de maneras diferentes (Jellinek, 1954) en los distintos
momentos históricos y en los diversos entornos geográficos. Este con-
cepto de “Estado” permite abarcar las múltiples formas que ha tomado,
y toma en la actualidad la organización política de la sociedad.
La población es el conjunto de habitantes en torno al cual el Estado
se organiza. Este grupo de habitantes debe ser estable y puede o no
pertenecer a la misma nación. En este sentido, el concepto de “Estado” se
diferencia del de “Estado nación”. Una nación puede ser entendida como
un grupo humano que posee una afinidad común como consecuencia
de la interacción entre sus miembros, afinidad que se puede apoyar en
ciertos elementos objetivos, como pueden ser el grupo étnico, la religión,
el idioma, la cultura compartida, los usos y costumbres, entre otros, sin
ser ninguno de estos factores excluyentes o imprescindibles. En cambio,
el sentido de pertenencia y de identidad en los miembros de esa comu-
nidad es decisivo a la hora de hablar de una nación.
La existencia de una nación como tal no es indispensable para la
conformación de un Estado. De allí que podamos distinguir Estados
nación y Estados multinacionales a lo largo de la historia. Dentro de
la última categoría, uno de los ejemplos fue la República Federativa
Socialista de Yugoslavia, que existió desde el final de la Segunda Guerra
Mundial hasta 1992. Esta estaba compuesta por bosnios, croatas, eslo-
venos, serbios, macedonios y montenegrinos, y convivían, dentro del
mismo territorio, personas con distintas lenguas, religiones, culturas y
costumbres. Asimismo, podemos ver la situación inversa, en la que los
miembros de una nación están distribuidos geográficamente en distin-
tos Estados. A modo de ejemplo, podemos citar al pueblo kurdo, cuyos
miembros habitan, en su mayoría, en regiones de tres países distintos:

3 La Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados (Séptima Conferencia Internacional


Americana, Montevideo, 1933) en su artículo 1 establece que “el Estado como persona de
Derecho Internacional debe reunir los siguientes requisitos: Población permanente, Territo-
rio determinado, Gobierno, y Capacidad de entrar en relaciones con los demás Estados”. Si
bien no habla de gobierno soberano como tal, la “capacidad de entrar en relaciones con los
demás Estados” hace referencia al concepto de “soberanía”, como veremos más adelante.
Dicha convención fue firmada pero no ratificada por Argentina.
4 José María Medrano (s.f.) cita a tratadistas de derecho internacional como Podestá Costa,
Charles Rousseau y Antonio Truyol y Serra para reforzar este concepto (Medrano, p. 57).
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Irak, Turquía y Siria. Es importante remarcar que este tipo de realidades


citadas han dado –y siguen dando– lugar a múltiples tensiones y con-
flictos entre distintos países o dentro de ellos.
Por último, señalaremos que, cuando hablamos del grupo humano,
no estamos hablando solo de los individuos que lo conforman, sino
también de las organizaciones y asociaciones intermedias, instituciones
vitales para satisfacer las diversas necesidades que surgen de la convi-
vencia de sus miembros (Santiago, 1998).
El territorio es el espacio físico que permite el contacto entre los
miembros del Estado, indispensable para su conformación. Este espa-
cio, con fronteras delimitadas, hace referencia no solo al “suelo”, sino
también al subsuelo, al espacio aéreo, al mar territorial y a la plata-
forma submarina (en el caso de los Estados con salida al mar) (Bidart
Campos, 1996). El territorio es el límite físico del ejercicio del poder
de cada Estado y el ámbito de validez de las normas que los ordenan
(Bidart Campos, 1996).
Por último, el gobierno soberano es el elemento ordenador y con-
ductor del Estado, del cual emanan las decisiones de su política domés-
tica y exterior. El gobierno está compuesto por órganos que ejercen las
distintas funciones propias del Estado. Las tres potestades principales
del Estado según la tradición republicana son la función legislativa (dic-
tar normas), la función jurisdiccional (controlar la correcta aplicación de
dichas normas en los miembros del Estado) y la función administrativa
(la ejecución de las acciones necesarias para alcanzar los objetivos de las
normas dispuestas y las metas de un gobierno concreto). El principio de
la división de poderes, que buscaba frenar la concentración de todo el
poder estatal en una sola persona, ha llevado a confundir las funciones
estatales con sus órganos de ejercicio. El gobierno puede organizarse
de diversas maneras y distribuir el ejercicio de las funciones citadas en
órganos diversos. Como elemento constitutivo del Estado, lo relevante
del gobierno no es su modo de organización, sino la necesidad de su
existencia para que pueda hablarse de Estado. Sin una autoridad efectiva,
materializada en un gobierno, el Estado perdería la capacidad de ordenar
a la población en el contexto territorial que posee.

2.2. El surgimiento y los rasgos dis?n?vos del Estado moderno


Los elementos constitutivos del Estado, descritos anteriormente, se
manifiestan con diferentes características en los sucesivos períodos his-
tóricos de la organización política de la humanidad. En palabras del
jurista alemán Georg Jellinek, “como todo fenómeno histórico, el Estado
está sometido a un cambio permanente en sus formas” (Jellinek, 1954,
p. 282). Es por ello que, teniendo en cuenta la evolución histórica del
Estado, debemos detenernos en el proceso de surgimiento del Estado
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moderno, incluidos sus rasgos distintivos, para una mejor comprensión


de sus desafíos actuales.
Es importante aclarar que el abordaje del Estado moderno, como
forma de organización política determinada de un período histórico
concreto que presentaremos, no es compartido por todos los estudiosos
del tema. A modo de ejemplo, según Böckenförde (como se citó en Bob-
bio, Matteucci y Pasquino, 1976, p. 563),

[el] Estado no es un concepto universal, sino que sirve solamente para indi-
car y describir una forma de ordenamiento que se dio en Europa a partir
del SXIII hasta fines del SXVIII o hasta los inicios del XIX, sobre la base de
presupuestos y motivos específicos de la historia europea, y que desde aquel
momento en adelante se ha extendido […] al mundo civilizado todo.

Desde la perspectiva opuesta, podemos citar a Jellinek (1948), quien


analiza los distintos “tipos históricos de Estado” teniendo en cuenta
que “los elementos del concepto del Estado […] se muestran de distinta
manera en los diferentes círculos que forman la vida de la cultura, y
depende de las propiedades generales de un pueblo y de una época”
(Jellinek, 1948, p. 282).
Expuestas estas diferencias, es relevante para este capítulo intro-
ductorio repasar el proceso de surgimiento del Estado moderno en
Europa, los factores que incidieron en este gran cambio y las caracte-
rísticas específicas que tomó el Estado a partir de este nuevo modo de
organización política. Como todo proceso histórico, el surgimiento del
Estado moderno fue paulatino y complejo y abarcó un extenso período
de tiempo. En este sentido, no sorprende que diversos autores utilicen
distintas periodizaciones.5 A los fines de este manual, nos centraremos
puntualmente en el Estado moderno que surgió en el seno de la cultura
occidental de Europa a partir de la fractura y descomposición del orden
político medieval, modo de organización política que se “exportó” al
resto del mundo, una vez consolidado, como veremos más adelante.
En el Viejo Continente, los factores que confluyeron en la fractura
del orden político medieval fueron de diversa índole. Nosotros vamos
a poner el foco en el cambio institucional del modelo de organiza-
ción política. Para comprender esta transformación, es preciso cono-
cer las características particulares que tenía la estructura de distribu-
ción de poder en la Edad Media.6 El sistema político medieval ha sido

5 El corolario a este tema de Noemí García Gestoso (2003) es un buen punto de encuentro
entre la diversidad de enfoques: “En efecto, cabe sostener la existencia de Estados soberanos,
como casos particulares, en algunos reinos del siglo XIV. Pero esto no obsta al reconocimien-
to de que la generalización y globalización de un sistema de Estados se produce en Europa a
partir del siglo XVI” (García Gestoso, 2003, p. 302).
6 La Edad Media comprende tres etapas: la Temprana, la Alta, y la Baja Edad Media. No vamos
a hacer referencia a ninguna de ellas en particular, sino al periodo en su conjunto. Cabe acla-
POLIARQUIA:
gobierno de
MUCHOS

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caracterizado como “poliárquico”,7 ya que interactuaban varios detenta-


dores del poder político, que ejercían su autoridad con cierta autonomía.
En el plano interno, este poder estaba disperso entre distintos “actores
políticos” que desempeñaban diferentes funciones relativas a la organi-
zación de la comunidad. Si bien esta estructura era jerárquica, donde el
rey poseía la mayor cuota de poder, la ausencia de una autoridad que
prevaleciese sobre todos los actores políticos daba lugar a una estructura
policéntrica, de poder fragmentado y disperso, en el que las funciones
estatales, como la administración de justicia, el dictado de normas8, la
recaudación de impuestos, entre otras, eran ejercidas de manera autó-
noma por cada uno de ellos, dentro de los límites de sus dominios.
Los reyes, los príncipes, los señores feudales, las ciudades convivían en
este sistema político, en una relación permanente de autonomía, apoyo
mutuo y conflictos (Sánchez Agesta, 1976).
A su vez, esta organización se basaba en relaciones políticas per-
sonales e intransitivas. El pacto feudal era la base del vínculo entre los
individuos, donde cada parte asumía un compromiso para con el otro
(protección y seguridad, consejo, ayuda militar, ayuda económica, tie-
rras, obediencia, trabajo, etc.) constituyendo, entre ambos, vínculos de
lealtad y servicio. A la vez, estas relaciones eran intransitivas, es decir,
“directas” entre las partes del pacto (por ejemplo, entre el caballero y el
señor feudal, o entre un vasallo y el señor feudal), razón por la cual el rey
no podía acudir directamente a la población de su reino para solicitar
cualquier servicio, sino que él mismo debía ser pedido por medio de la
autoridad correspondiente.
Finalmente, como señala García Gestoso (2003), el poder señorial
tenía distintas categorías, y existía entre los señores feudales una mayor
o menor subordinación. Esta “atomización del poder político” (García
Gestoso, 2003) dio lugar a lo que García Pelayo (1983) llama la “impe-
netrabilidad del territorio” por parte del rey, quien no poseía los ins-
trumentos necesarios para regir sobre su territorio: “[…] en el espacio
territorial inmune el rey no podía recaudar impuestos, no podía hacer
penetrar a sus funcionarios y no podía ejercer jurisdicción, sino que
todas estas funciones o potestades eran ejercidas por el señor del territo-
rio” (García Pelayo, 1983, párr. 17). En un plano superior, también había
una fragmentación del poder, en donde las dos instituciones políticas

rar que el fin de la Edad Media está relacionado con tres sucesos que determinan su fina-
lización y el comienzo de la Edad Moderna: la invención de la imprenta (1440), la toma de
Constantinopla (1453) y la llegada de Cristóbal Colón a América (1492). Kissinger (2016)
hace referencia al cisma de la Iglesia católica como un factor determinante del fin de la
Edad Media.
7 García Gestoso (2003) cita a Heller para explicar que el filósofo alemán G. W Hegel empleó
este calificativo para definir esta característica básica de la estructura medieval.
8 García Pelayo (1983) explica que las normas son un sistema de privilegios positivos o negati-
vos, dándose una heterogeneidad y superposición de órdenes jurídicos dentro de cada reino.
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más importantes, el Imperio y el Papado,9 luchaban entre sí por mante-


ner su primacía sobre el otro (Sánchez Agesta, 1976) y, a su vez, sobre
los otros actores políticos (Gross, 1948).
En suma, la estructura política del medioevo albergaba en su seno
“una pluralidad de entidades o de subsistemas autónomos aptos para
satisfacer necesidades de cierto ámbito y jerárquicamente subordinados
a las entidades superiores en los asuntos que rebasen su esfera” (García
Pelayo, 1983, párr. 5). Por ello, Schiera (1976) señala:

La historia del nacimiento del estado moderno es la historia de esta tensión:


del sistema poli céntrico y complejo de los señoríos de origen feudal se
llega al estado territorial centralizado y unitario mediante la llamada racio-
nalización de la gestión del poder –por tanto, de la organización política–
dictada por la evolución de las condiciones históricas materiales (Schiera,
1976, p. 564).

Aquí vemos resumido con mucha precisión el “nudo” de lo que


será la evolución del orden político medieval hacia el nuevo Estado
moderno, compuesto por factores políticos, económicos, sociales, ideo-
lógicos, culturales y demográficos que dinamizaron y ayudan a explicar
este proceso largo y complejo.10
Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos distintivos del Estado moderno,
esta nueva forma de organización política que emergió y que abonó a la
configuración del Estado como lo conocemos en la actualidad? Podemos
señalar tres grandes áreas. En primer lugar, encontramos la unificación
y centralización del poder en un solo actor político, el monarca, quien
absorbió todos los poderes dispersos (García Pelayo, 1983; Sánchez
Agesta, 1976), con lo que obtuvo para sí el monopolio del poder legítimo.
Desde este centro de poder, el rey podía distribuir el ejercicio de las
funciones estatales en distintos órganos, pero todas esas funciones le
correspondían a él per se (García Pelayo, 1983; Valles, 2004). De allí que el
monarca detentara la autoridad suprema sobre la comunidad que regía
(Sánchez Agesta, 1976). Las relaciones simétricas de lealtades recíprocas
entre los distintos actores políticos desaparecían, lo que daba lugar a una
estructura jerárquica de relaciones asimétricas entre el rey y sus súbditos
(García Pelayo, 1983). La administración de la violencia física también se
concentraba, sin admitir competencia.

9 El Imperio hace referencia al Sacro Imperio Romano Germánico, creado en el 962 por Otón
I, y el Papado hace referencia a la autoridad máxima de la Iglesia católica. En los hechos “el
Imperio no pasaba de ser [...] una gran potencia que no ejercía poder efectivo más que dentro
del espacio centroeuropeo y, según las coyunturas políticas sobre una parte más o menos
extensa de Italia” (García Pelayo, 1983, párr. 8). Por otra parte, al papa habían de someterse
los príncipes cristianos y las iglesias de cada reino (García Pelayo, 1983).
10 Este tema ha sido desarrollado por múltiples estudiosos. A modo de ejemplo, podemos nom-
brar a García Pelayo, García Gestoso, Del Arenal, Valles, entre otros.
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El segundo rasgo distintivo del Estado moderno es la objetivación


del poder, como lo llama Sánchez Agesta (1976). Esto implicaba la des-
aparición del ejercicio de funciones estatales sujeto al criterio de los
distintos actores políticos: el poder era ejercido con una mirada más
“técnica” (Schiera, 1976). En consecuencia, se desarrollaron una serie
de instituciones “objetivas” que permitirían la despersonalización del poder
(Valles, 2004). Los medios para alcanzar esto, que a su vez son los frutos
de este cambio, se dieron en distintos planos: normativo, burocrático,
seguridad y defensa, y económico. En el ámbito normativo, se unificó
la legislación que se aplicaba para todos los habitantes del reino, con la
posterior formación del derecho general.11 Por otro lado, se creó una
burocracia, esto es, un cuerpo de funcionarios profesionales que ejercían
las funciones delegadas por el rey, a quien servían en la ejecución de las
tareas administrativas.12 En cuanto a la seguridad y defensa, se avanzó
en la creación de un ejército jerárquico y profesional, que respondía
directamente al monarca, asegurando a la población del reino una con-
vivencia pacífica. Por último, en la esfera económica, el Estado moderno
implicaba la concentración de las funciones necesarias para el control de
ella dentro de sus fronteras en la figura del rey, como la recaudación de
impuestos, la acuñación de moneda, el otorgamiento de patentes, entre
otros, fundamentales para el futuro crecimiento y desarrollo económi-
co de la sociedad.13 De este modo, el Estado adquiría “racionalidad” y
finalidad (Schiera, 1976).
El tercer y último rasgo distintivo es la determinación territorial
del poder del monarca (Sánchez Agesta, 1976), quien poseía los ins-
trumentos necesarios para regir sobre todo su reino. Esto permitiría
que el poder fuera ejercido sobre todos los habitantes de un territorio
determinado, dejando de lado los vínculos personales como base natural
de la organización política. Esta determinación territorial del poder se
traducía en fronteras espaciales y en un dominio efectivo dentro de ellas

11 Esto “origina un gran proceso de nivelación, de una sociedad sumamente dividida a una
sociedad en que todos los ciudadanos, en principio, tienen igual capacidad jurídica” (García
Gestoso, 2003, p. 308).
12 En consonancia con esto, “se desarrolla la diplomacia, procediendo los soberanos a enviar y
recibir embajadores estables” (García Gestoso, 2003, p. 308).
13 La alianza entre la monarquía y la burguesía se gestó durante la Alta Edad Media: “En medio
de una constante lucha interna entre los señores que defendían sus prerrogativas y la realeza
que pugnaba por contenerlos […] la corona comenzó a buscarse aliados, y los halló muy
pronto en la burguesía, que por entonces empezaría a constituirse en las ciudades, protegida
por los reyes” (Romero, 1945, p. 49). “Los cambios de la estructura económica habían comen-
zado antes con las nuevas condiciones de los intercambios comerciales, y la importancia del
surgimiento de una clase comerciante, la burguesía. […]. No se puede olvidar que, a la confi-
guración del Estado moderno […], coadyuvaron, como factores importantes, la necesidad de
planificación y de una legislación general propias de ese desarrollo económico y comercial”
(García Gestoso, 2003, p. 309).
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(Sánchez Agesta, 1976). De ese modo, todos los que habitaban en un


territorio quedaban sujetos al poder del monarca (Valles, 2004). ejercer poder
Estas características dieron lugar a un Estado que detentaba el ilegitimamente
poder centralizado, institucionalizado y determinado territorialmente,
y que se oponía a otras unidades políticas de similares características,
de forma que se conformaba un pluriverso político de unidades gemelas
(Sánchez Agesta, 1976). Cada unidad política –o sea, cada Estado– tenía
la capacidad de decisión última dentro de sus límites y actuaba en con-
traposición –con independencia– con otras unidades del mismo tipo.
Este pluriverso político de unidades gemelas fue la base sobre la que
se organizó una nueva estructura de la sociedad internacional, “basado
en […] Estados soberanos, con competencias exclusivas en su territorio
y su población y con fronteras territoriales perfectamente delimitadas”
(Del Arenal, 2009, p. 199).
Es por ello por lo que los teóricos centran el punto de partida
del surgimiento del sistema internacional actual en el Estado moderno
soberano, como veremos en el segundo apartado. Si bien, desde este
punto de vista, el foco está puesto en la forma de organización de un
ámbito geográfico determinado (Europa), el consenso que fundamenta
lo antedicho se debe a que este paradigma se implantó progresivamente
en las distintas regiones del planeta, y llegó a ser, finalmente, el actor
político central del sistema internacional.14 A modo de resumen, pode-
mos citar a Del Arenal (2009):

El surgimiento del Estado supone […] que no sólo se delimitan con claridad
los ámbitos de lo interno, propio y exclusivo del Estado, caracterizado por
la centralización del poder y la exclusividad de las competencias del mismo,
y lo externo o internacional, compartido con otros Estados y caracterizado
por la descentralización del poder, sino que además se asumen esas dos
realidades como perfectamente diferenciadas, con todo lo que ello implica
desde el punto de vista normativo y desde el punto de vista del comporta-
miento de los actores internacionales (Del Arenal, 2009, p. 191).

Retomaremos estas ideas y su vinculación con el concepto de “sobe-


ranía” en el segundo apartado de este capítulo, “El Estado, la soberanía
y el sistema internacional”.

14 No queremos que la falta de consenso de los teóricos de las relaciones internacionales con
respecto al concepto de “sistema internacional” quite el foco en el punto que nos interesa
abordar. Los debates alrededor de dicho tema no concluyen aún. Por otro lado, no queremos
dejar de marcar que este concepto –el Estado como actor central de la dinámica internacio-
nal– no es taxativo y que este modelo tendrá su propia evolución.
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2.3. El Estado y las principales teorías de las relaciones


internacionales
Para culminar esta primera aproximación, es importante repasar de qué
manera las principales teorías de las relaciones internacionales analizan
las características, el rol y la centralidad del Estado como actor interna-
cional. En esta sección, revisaremos brevemente y de manera estilizada
las posturas de cuatro de ellas: el realismo, el liberalismo, el marxismo
y el constructivismo.15
Para los teóricos realistas, el Estado es el actor preeminente del
sistema internacional. Esto no quiere decir que no haya otros actores
que detenten cierta importancia, sino que son las interacciones entre los
Estados las que dan forma a la estructura del sistema político interna-
cional (Waltz, 1979, p. 95). En un contexto hostil, de amenaza y conflicto
constante, los Estados buscan aumentar su poder y su relevancia, esen-
ciales para su supervivencia en la arena internacional.
El Estado es considerado racional: en un escenario de anarquía, en
el cual cada uno se encuentra por sí mismo, estos persiguen la maxi-
mización de su poder (Barbé, 2007, p. 62). Asimismo, a diferencia de
otras teorías, los realistas consideran al Estado como un actor unitario:
“Independientemente de los diferendos internos o de los procesos de
negociación políticos o burocráticos que puedan existir [en el plano
interno], el Estado sólo tiene una posición en el concierto internacio-
nal” (Clulow, 2013).
Por su parte, el liberalismo también se enfoca en el Estado como
actor clave a nivel internacional, pero este no ocupa un rol tan prepon-
derante como en la teoría realista. En este sentido, existe una pluralidad
de actores en la arena mundial: organizaciones internacionales, mul-
tinacionales y empresas, organizaciones no gubernamentales, actores
subnacionales (Barbé, 2007, p. 66). El Estado pierde su centralidad y su
carácter unitario; al convertirse en un actor fragmentado, deja de existir
una racionalidad de Estado (Barbé, 2007, p. 66).
Por otra parte, el liberalismo no descarta el carácter anárquico del
sistema, pero lo matiza por la interdependencia observable a nivel glo-
bal: “[…] existe una lógica de red o de telaraña en la que existen múltiples
conexiones y todas las piezas están vinculadas” (Barbé, 2007, p. 67). Así,
los Estados persiguen sus intereses en el marco de relaciones y víncu-
los históricos, políticos y sociales. Por último, para el liberalismo, son
importantes las características de los sistemas políticos dentro de cada
Estado, por lo cual distinguen, por ejemplo, si se trata de una democracia
o de un régimen autoritario.

15 Existen otras teorías, así como distintas corrientes dentro de las teorías mencionadas. A los
fines de este manual, se hace un resumen de manera estilizada.
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Para el marxismo, el Estado no es el actor central de las relaciones


internacionales. La unidad de análisis de esta corriente es el sistema
capitalista mundial y sus partes, entre las que se encuentran las clases
sociales, los Estados, las empresas multinacionales (Barbé, 2007, p. 65).
Por ello, el foco no está puesto en los Estados, sino en las fuerzas sociales
y económicas que los moldean.
Por último, en diálogo con las teorías clásicas antes mencionadas,
se encuentra el constructivismo. Para los constructivistas, el Estado es
una construcción social. En este sentido, quienes actúan e impactan el
plano internacional son los pueblos, las élites y las diferentes culturas.
En este sentido, las identidades son fundamentales: “Las identidades son
necesarias, tanto en política internacional como en la sociedad nacional-
doméstica, a los fines de asegurar al menos algún nivel mínimo de pre-
dictibilidad y orden” (Hopf, 1998, p. 174). Para los constructivistas las
identidades de los Estados son una variable que depende de distintos
contextos históricos, culturales, políticos, y sociales (Hopf, 1998, p. 176).

3. El Estado, la soberanía y el sistema internacional

El concepto de “soberanía” es central para el análisis de las relaciones


internacionales. Aquí nos concentramos en un hito central en la lite-
ratura sobre la materia, la Paz de Westfalia de 1648, y su impacto
en el sistema internacional, para luego detenernos en el concepto de
“soberanía estatal”.

3.1. La Paz de WesKalia y el surgimiento del sistema internacional


Como señalamos anteriormente, el surgimiento del Estado moderno
soberano está estrechamente ligado al surgimiento del sistema interna-
cional contemporáneo. Ello nos lleva a adentrarnos en el concepto de
“soberanía” en el campo de las relaciones internacionales y, por ende, en
la Paz de Westfalia. Firmada en 1648, después de la guerra de los Treinta
Años,16 la Paz de Westfalia fue fundamental para sentar las bases de este
nuevo orden internacional. Si bien esta afirmación tiene un consenso
generalizado en los estudiosos de las relaciones internacionales, no dejan
de haber voces contrarias a dicho enunciado.

16 Kinder y Hilgemann sostienen que “la guerra de los Treinta Años comienza como un conflic-
to religioso y termina siendo una lucha por la hegemonía europea. Confluyen en ella las ten-
siones existentes entre las naciones católicas y las protestantes, entre los representantes de
los Estados territoriales y los príncipes, entre las ciudades imperiales y el emperador, entre
los Habsburgo y la dinastía francesa” (Kinder y Hilgemann, 1971, p. 269).

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