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Los obstáculos de la ley de tierras

El proyecto de tierras es una gran oportunidad para hacer cambios pendientes durante
medio siglo. Pero la desinformación, los poderosos intereses y los mensajes equívocos
hacen temer que se enrede en la polarización política.

Colombia tiene un grave problema de concentración: el 1 por ciento de los propietarios es dueño del 59
por ciento de la tierra.

Así como ningún colombiano vivo recuerda un solo día de su vida en paz, todos han
oído siempre que el conflicto armado está íntimamente ligado a la problemática de
la tierra. La historia de leyes, propuestas, reformas –y contrarreformas– para solucionar
la concentración, el despojo o la informalidad del campo no tiene fin. Y, otra vez, el país
tiene en sus manos una oportunidad para hacer los cambios que hasta ahora han sido
esquivos por tanto años.
La sensibilidad y complejidad del tema quedó en evidencia en las últimas semanas
cuando el ministro de Agricultura, Aurelio Iragorri, y el director de la Agencia Nacional
de Tierras, Miguel Samper, presentaron el proyecto de ley de tierras del gobierno,
redactado con el fin de poner en marcha los pactos sobre desarrollo rural integral,
incluidos en el acuerdo final con las Farc. Las críticas fueron duras desde la izquierda y
desde la derecha.

No es una coincidencia que el nuevo intento esté ligado al proceso de paz con
las Farc y que el gobierno haya aceptado incluir este tema en la agenda de negociación
con la guerrilla. Más que silenciar los fusiles, un proceso de paz debería servir para
darle una nueva oportunidad al campo. En los últimos 50 años, los actores violentos –la
guerrilla, los paramilitares y el narcotráfico– han victimizado a los campesinos y les han
arrebatado ilegalmente miles de hectáreas. El crecimiento de mafias locales de diversa
naturaleza se ha llevado por delante los esfuerzos de varios gobiernos por concretar
reformas.

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En el balance histórico, la falta de voluntad política, las contrarreformas y la apropiación


por la fuerza han logrado más que los intentos de reforma. Y el resultado hoy es un
nudo gordiano.

Actualmente, el retrato de la tierra en Colombia es impresionante: alta concentración de


la propiedad, millones de hectáreas despojadas a los campesinos, baldíos del Estado
ocupados ilegalmente, más de la mitad de los predios sin títulos y poquísima
información catastral. Y claro, en ese galimatías se sumó la Ley de Víctimas y
Restitución de Tierras, y se formó una batalla campal de demandas, reclamos, avivatos
y compradores de buena fe, que ha generado muchos conflictos en el territorio y dejado
centenares de reclamantes de tierras asesinados por los poderes ilegales.

La larga serie de luchas y apropiaciones violentas ha producido un grave problema de


titulación: no se sabe quiénes son los dueños legítimos en muchas zonas. El Estado ha
sido incapaz de conformar un catastro transparente y actualizado, un instrumento
indispensable para cualquier reforma. Pocos estarían en desacuerdo con una política
para quitarles las tierras a los propietarios ilegales y entregárselas a los dueños
genuinos. Pero sin un registro eficaz de quiénes tienen derecho a los títulos legítimos,
ese principio elemental se vuelve imposible de llevar a la práctica.

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En un panorama tan complejo tampoco se ha puesto en marcha una estrategia de


desarrollo agrario. Tanto lío sin resolver y tantas amenazas violentas desincentivan la
inversión y alejan a los empresarios. Y, si el desafío del posconflicto es integrar
territorios marginales al desarrollo económico y social del país, es crucial el papel del
sector privado para generar riqueza y oportunidades en el campo.
Una verdadera transformación del país rural, donde puedan producir los pequeños
campesinos y las grandes agroindustrias, requeriría formalización de la tenencia de
la tierra, seguridad jurídica e incentivos.

Pero el proyecto de ley presentado por el gobierno generó todo tipo de críticas y
preocupaciones en la derecha y en la izquierda. En la primera, las inquietudes tuvieron
voceros como Jorge Enrique Vélez, exsuperintendente de Notariado y Registro y hoy
presidente de Cambio Radical, y José Félix Lafourie, presidente de Fedegán. Para
ellos, los intereses de los empresarios y el principio de la propiedad privada quedaban
en entredicho pues el proyecto permitiría, por la vía de declararla de interés público,
expropiar o extinguir la propiedad casi por decreto. En la izquierda se opuso el
senador Iván Cepeda junto a muchos otros, para quienes, por el contrario, el proyecto
beneficia el statu quo de la gran empresa. “Una cosa es el derecho a la propiedad
privada y otra el robo de tierras que se reclama como el derecho a la propiedad
privada”, dijo el senador.

Se levantó tal polvorín en tantos sectores, y la redacción del proyecto fue tan
ideologizante y ambigua, que al finalizar la semana el ministro Aurelio Iragorri anunció
que el proyecto de ley se modificaría con observaciones realizadas por distintos
sectores, y que, para su trámite, se dividirá en dos. Una parte de los temas de reforma
se adoptará por decreto, a cargo de la Agencia Nacional de Tierras (ANT), y un capítulo
más amplio se presentará al Congreso para que lo estudie con el mecanismo de fast
track. El decreto se concentrará en los asuntos concretos más urgentes e inmediatos
que tienen una relación más directa con los acuerdos con las Farc. Son, en general, de
tipo procedimental. La ley incluirá asuntos que, aunque también emanan del proceso
de paz, tienen carácter estructural.

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El decreto presidencial es un mapa de ruta para la ANT, que dirige Miguel Samper, y le
da instrumentos para: 1. Poner en marcha el Fondo de Tierras para que el Estado
entregue 3 millones de hectáreas para proyectos productivos de campesinos, que ha
conseguido mediante compra o extinción de dominio a narcos. 2. Definir quiénes son
los beneficiarios de la reforma agraria. 3. Crear un registro para formalizar a estos
beneficiarios mediante procedimientos distintos a las ‘palancas políticas’. 4. Unificar las
formas de acceso a las tierras, que en palabras de Samper “hoy son 53 trochas y se
cambian por una sola autopista”. 5. Permitir la entrega de títulos a personas que están
en reservas forestales y que llevan años esperando la posibilidad de legalizar sus
propiedades, con condiciones dirigidas a proteger el medioambiente.

Por su parte, la ley que pasará por el Congreso se ocupará de reformar algunas
normas vigentes. Entre otras, algunos aspectos de la Ley 160, que no será derogada,
pero sí modificada en algunos puntos que no han operado. Un grupo de expertos de
varias universidades –Los Andes, Eafit y el Externado– han mencionado algunos de
ellos, entre los que se destacan unas excepciones que permitieron asignar tierras a
personas con capacidad de cabildeo o palanca política.
Al anunciar la nueva estrategia –decreto y ley por separado–, el ministro Iragorri intenta
enviar un mensaje tranquilizante. De una parte, porque ha incorporado inquietudes de
varios sectores. Retiró aspectos que preocupaban a los empresarios, como que la ANT
tuviera funciones jurisdiccionales sobre procesos de distribución de predios, que se
afectara la propiedad privada y que todo se decidiera por decreto y no mediante un
debate en el Congreso. En el otro lado del espectro, los defensores del proceso de
paz consideran que detrás de la oposición de algunos a las reformas buscan en
realidad legalizar las acumulaciones de tierras de varias UFA, hechas ilegalmente
durante años.

Iragorri considera que el decreto y la ley “dan un parte de tranquilidad y respeto a la


propiedad privada. No pasaremos las líneas rojas”, dice. La gran pregunta es si en un
momento político tan complejo, por el desgaste del gobierno, la proximidad de la
campaña electoral y la radicalización de la oposición, será posible sacar adelante una
reforma que nadie ha logrado en varias décadas. Y, sobre todo, si es viable alcanzar un
mínimo consenso entre sectores radicales y con intereses tan contrapuestos.

Pero ¿qué pesará más? ¿La obligatoria implementación del acuerdo de paz o el
adverso clima político? ¿Son conciliables los intereses? “Yo soy optimista –dice Miguel
Samper–, los instrumentos que recibirá la ANT son los que se necesitan para tomar
decisiones rápidas sobre los puntos más importantes”.

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Hay varios desafíos. La definición sobre la propiedad privada, según Alejandro Reyes
Posada, experto y consultor, no debería tener problema: “Se trata de garantizar la
propiedad de tierras legales y no la de las ilegales”, dice. Pero ese principio esencial y
claro tiene, para ser llevado a la práctica, la dificultad de cómo establecer la legalidad
cuando hay semejantes inconvenientes con la titulación.

Por otra parte, está la inquietud sobre si los proyectos realmente interpretan y cumplen
los acuerdos de paz. Los primeros textos fueron presentados a la comisión de
seguimiento de los acuerdos (CSIVI), en la que tienen asiento el gobierno y las Farc,
donde se hicieron peticiones que, según el gobierno, quedaron incluidas en los textos
definitivos. Y a finales de la semana pasada, las últimas versiones serían evaluadas en
esa instancia.

La apertura del debate sobre tierras tiene aspectos positivos. Enfrentar un tema que
requiere atención desde hace años, con mecanismos de aprobación expeditos y en un
escenario de fin de la guerra, es una gran oportunidad. No solamente para cumplir los
pactos con la guerrilla y consolidar el proceso de paz, sino para corregir debilidades de
la Ley 160, poner en marcha mecanismos para desconcentrar la propiedad, resolver
problemas acumulados durante 70 años sobre propiedad y tenencia de la tierra, y crear
condiciones para una estrategia de desarrollo productivo y modernizante que permita
sacar al campo colombiano de su atraso y cerrar la brecha con los centros urbanos. Y
para esto resulta esencial el motor del empresariado. Grandes, pequeños y medianos
inversionistas y emprendedores que quieran darle una vocación productiva a la tierra,
ofrecer oportunidades de empleo formal a los campesinos y, ojalá, hacer más
competitivo el campo colombiano.

Falta ver si el gobierno ejercerá el liderazgo necesario para desenredar un lío histórico
de semejantes proporciones y si los sectores afectados actuarán con sentido de país.
Porque lo peor que podría pasar es que la lucha por la propiedad de la tierra, que
estuvo en el centro del conflicto armado en el pasado, se convierta en el epicentro de
una disputa política en el futuro.

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